El Culto del Dios de la Carne
El Culto del Dios de la Carne
Gerardo Steinfeld
Reporte
Blanco anexo a los acontecimientos precipitados tras la investigación del
extraño cónclave satanista establecido en los límites de la sierra. El agente
Salvador García y mi persona, el agente Pablo Alvarez, sentimos la obligación
de reportar los horribles sucesos acontecidos los últimos días de sopor. El
entrenamiento de la fundación nos capacitó para lidiar con los estragos y
conflictos mentales que el lidiar con contravenciones naturales ocasiona en el
cerebro humano... pero, por orden de mi superior, me remito ante la obligación
de intentar transcribir el horror inenarrable que provocó un estado deplorable
de crisis nerviosa, por el cual solicito una baja temporal para cavilar sobre
los innumerables misterios del mundo.
A
la División de Neutralización se nos encargó la jurisdicción de un caso
alarmante en un suburbio rural de Ciudad Zamora. Como agentes disciplinados por
la Fundación Trinidad para enfrentar los terrores desconocidos que pululan en
los arcanos humanos... nos autorizaron la requisición e investigación de una
secta ocultista, adoradores de una extraña criatura resguardada en el sótano de
una finca. Nuestra investigación progresó de forma horripilante, hasta que el
advenimiento de un horror siniestro puso en riesgo nuestra integridad y nos
arrastró a la fuente de una contravención indescriptible que requerirá de un
exhaustivo esfuerzo de parte de la organización para extirpar su malignidad...
antes que su cáncer mefítico escale a proporciones catastróficas.
El
montenegrino Salvador García había recibido temprana instrucción como sacristán
en su diócesis, y me adelantó en los cursos de exorcismo y misticismo
impartidos por el profesor Roberto León y el exorcista Jonathan Jiménez en
nuestros días de formación. Su habilidad para el combate cuerpo a cuerpo era
aceptable, no pasaría vergüenza, pero no sería un rival imponente; aunque su
destreza con las armas de fuego era mejor que la de cualquier otro agente
regional en la División de Contención. Sus dotes innatos para la deducción e
identificación de amenazas eran impecables, y su conocimiento profundo sobre
hechicería y mitología lo convertían en un elemento valioso. Este compañero
asignado recientemente a la circunscripción prestó servicios importantes con la
detención de la Vampiresa de Ciudad Zamora y los brotes de criaturas anómalas
que surgían de las estepas frondosas en el hemisferio montañoso.
Fueron
años arduos de detección y contención tras la instalación de distintas sedes en
este país habitado por criaturas y entidades potencialmente letales; legadas
por una historia rica en magos negros y antiguas manifestaciones supranaturales
que se remontan a una era precolombina de maldiciones y diablos arracimados en
las cumbres titánicas. La subvención de los gobiernos y el apoyo del Colegio
Invisible para el desarrollo de programas de control y contención removieron
aguas oscuras y virulentas... convenciendo a los terribles magos negros y los
aquelarres malignos, de que una entidad secular se encargaría de purgar sus
atrocidades generacionales. Las cinco divisiones nacionales comenzaron sus
operaciones con décadas de demora, infestados de casos remitidos por las
diócesis circundantes y los misterios subrepticios de desapariciones y
avistamientos inexplicables registrados por las autoridades.
Ciudad
Zamora había crecido enormemente desde su fundación—hace doscientos cincuenta
años—, como un asentamiento portuario en la angostura del Río Orinoco,
frecuentemente atacado por piratas ingleses y navíos portugueses que traían al
puerto toda clase de alimañas inhumanas del viejo mundo. Las tradiciones
africanas e indígenas se mezclaron con los ritos europeos para dar cabida a un
panteísmo homogéneo con círculos herméticos de todos los géneros: desde los
puritanos cristianos hasta círculos masónicos y negros nigromantes que
construyeron sus laboratorios y pasadizos bajo tierra, que terminaron por
convertir el Malecón del Río en un cascarón cuyo suelo escondía una ingente
cantidad de túneles y cámaras secretas... que el Libertador aprovechó durante
su estadía para fugarse del ataque magnicida que atentaron los españoles
durante la Declaración del Congreso. Millares de secretos se cocían en las
profundidades del subsuelo, del que cientos de historias se contaban: túneles
inundados, laboratorios alquímicos sellados en cámaras aisladas, cofres
repletos de tesoros saqueados y galerías masónicas dedicadas a ceremonias
frívolas. Había registros notariales de todas las épocas sobre anexos al
alcantarillado, cuyos planos de construcción se perdieron con el incendio de la
alcaldía en 1972. Así como una constancia emitida por el alcalde Luis Lozano en
1918, para desechar los cadáveres en una fosa común de incineración tras los
protocolos de sepultura: decapitación y destrucción del corazón; durante el
oscurantismo que asoló Ciudad Zamora con la Plaga de Revinientes, que hoy día
son tabú o mera fábula supersticiosa para el público. Hace un par de años se
descubrió a una pareja de lunáticos viviendo en los túneles bajo las colinas
históricas hermosamente decoradas por motivos coloniales, aquellos locos
internados en el psiquiátrico revelaron que eran cientos, sino miles... los que
se perdieron en las tinieblas y abandonaron sus pellejos humanos para cohabitar
con los batracios del río y los espíritus malignos de aquella ciudad plutónica.
Cuando
me presenté a las instalaciones de la fundación en la Iglesia Señora de las
Nieves de Nueva Bolívar, sabía que mi trabajo no sería distinto al de un
funcionario policial dedicado a la interrupción del mal que carcomía la
sociedad. Mi desempeño en los estrictos exámenes de comportamiento y actitudes
me permitió asistir a los cursos teóricos y los talleres de formación
profesional. El programa requería que uno supiese mantener el control en
diversas situaciones perturbadoras, no muchos conseguían mantenerse cuerdos
pese al agotamiento mental de las incontables horas de exposición al Terror...
y pocos eran los egresados del exigente protocolo. La colaboración con la
Policía del Gobierno Nacional era fundamental, así como de otros organismos de
investigación independiente y el apoyo sacerdotal de la Iglesia Católica. Somos
agentes que revisan tumbas y neutralizan engendros que contradicen los
conceptos en los que la Humanidad depositaba su aquiescencia. El emblema de la
Fundación Trinidad es un trípode que sostiene llamas capaces de iluminar las
tinieblas: una insignia del Fuego que Prometeo le ofrendó a la Humanidad para
disgusto de los dioses olímpicos.
Llevo
dos años trabajando en la división oriental establecida en Ciudad Zamora,
revisando casos de desapariciones personales que la policía descartó como
hechos hampistas... así como testimonios de fantasmagorías crípticas y seres
repulsivos en las sierras desconocidas; colaborando con sacerdotes
eclesiásticos y protestantes; y asesores de diversa índole: brujos, psíquicos,
prestidigitadores, taumaturgos, académicos, forenses y colaboradores
excéntricos de dudosos procedimientos. Los casos de cultos fundados por
lunáticos adoradores de criaturas anómalas estaban a la orden del día, uno de
los más famosos era el de un gigantesco buitre en la región costera a los que
un pueblito aislado alimentaba con sacrificios humanos. Teníamos decenas de
avistamientos de duendes en la comarca septentrional, así como seres incorpóreos
clasificados como «hadas», que enloquecían a los viajeros de las carreteras
rurales con tormentos ingeniosos y horripilantes.
Los
cultos herméticos conformados por magos dedicados peligrosamente en los
terrenos impíos de la Peregrinación Negra eran vigilados con mesura, intentando
discernir sus futuras pesquisas para evitar infortunios. Éramos flexibles con
la calaña ignota, otras sedes extranjeras establecían normas estrictas que
regulaban el estudio de las ciencias místicas solicitando autorización y
licencias para sus practicantes... requisando sus manuscritos y prescribiendo
sus enseñanzas. Nosotros éramos diligentes con el decomisar de opúsculos
peligrosos y la promulgación de reglas que no consentían la manipulación de
sangre y órganos humanos en los oficios rituales... así como en la impartición
de talleres de precaución sobre Misticismo en las universidades públicas. Advirtiendo
del peligro de la Peregrinación Negra y la profanación blasfema que convertían
trabajos mágicos en invocaciones espeluznantes de un Caos Sobrenatural
inenarrable. Tratamos de evitar la proliferación de estos aquelarres adoradores
de dioses malignos, así como de difundir la Metodología de Contención en caso
de hallarse frente a un Mal incapaz de describir.
La
sede principal de la Fundación Trinidad, en alguna región colombiana, envió
órdenes secretas para investigar la propagación de un culto africano que había
ingresado a Sudamérica ilegalmente... llevando consigo un horror infecto capaz
de desatar una plaga descomunal. La alerta empujó la región a una falsa
cuarentena de Ébola mientras investigamos su paradero. Los datos dispersos y el
aparente secretismo de la organización despertaron inquietud en la división,
aquella amenaza era significativa y habían enviado nuevamente al agente
Salvador García bajo el monitoreo del mismísimo Jonathan Jiménez, para
localizar y neutralizar el horror desconocido que auguraba una hecatombe.
La
búsqueda encendió al departamento. La policía municipal trabajó abiertamente en
la investigación del caso, y la alcaldesa María Urbaneja se dispuso a
involucrar activos militares con tal de cubrir suficiente terreno. La orden de
arriba fue de avanzar con sigilo para no perder la pista, manifestando aquel
horror que se gestaba en un tugurio desconocido de Ciudad Zamora. Explorar y
barrer los túneles resultaría en un desperdicio de recursos, así como paralizar
la actividad económica de la circunscripción. Todas las carreteras fueron
custodiadas por cuerpos policíacos dispuestos a revisar meticulosamente cada
vehículo que entraba y salía... siempre buscando un secreto innominable que el
alto mando de la fundación no se atrevía a revelar.
En
aquellos días ajetreados me correspondió la tarea de recopilar datos
respectivos a las extrañas creencias de las tribus africanas establecidas en
las reservas naturales de espesas sábanas. Mi ordenador estaba lleno con
archivos compilatorios que describían listas de dioses tribales, costumbres y
ritos transmitidos de forma oral por miles de años. Soñaba con sábanas rojas y
cielos púrpuras moteados de estrellas distantes. También investigué la
proliferación de creencias oscuras en los guetos de esas grandes ciudades
empobrecidas... estudiando horas de metrajes horripilantes que capturaban las
torturas rituales que rayaban en el canibalismo y la mutilación crapulosa. Hubo
vídeos que fui incapaz de digerir que involucraron mujeres embarazadas y
líquidos cárnicos que siguen provocando arcadas en mi intento de deglución
informática. Aquellas lúgubres utopías abandonadas por Dios y gobernadas por
caudillos se habían degradado a rincones inhumanos de degeneración mental y lubricidad
sanguinaria. No sabía qué buscaba en aquel pantano de informes traducidos y
metrajes agotadores... solo cumplía con identificar la raíz de aquellas
prácticas en sus conexiones con antiguos ceremoniales africanos. Las carpetas
encriptadas llegaban a mi ordenador de la fuente principal de la fundación, y
hacía cuestionarme sobre la clase de horrores indescriptibles que guardaban en
sus servidores incorruptibles e inaccesibles.
Un
día, versado en mi trabajo de asignación e identificación, llegó un único
cortometraje de menos de un minuto de vídeo de baja calidad. Las
investigaciones respecto a la ubicación del escondrijo del horror habían
progresado tras despejar fincas aisladas en las sierras y cubrir abundante
terreno en las carreteras; los brujos informantes de la región sospechaban de
unos misteriosos visitantes que frecuentaban los mercados comunales para
abastecer una hacienda en lo profundo de los barrios marginales del asentamiento
rural. Descargué el archivo, estaba cifrado y demoré cierto tiempo en
decodificar la configuración. El vídeo comenzó a correr, y apreté los dientes
mientras todos mis órganos se preparaban para recibir la porquería audiovisual.
Era un trabajo agotador y asfixiante, pero estaba recibiendo un bono cuantioso
a cambio de centímetros intestinales. Esperé, y escudriñe una oscuridad de
píxeles negros y retazos que la cámara no alcanzaba a enfocar... Avanzaron los
primeros diez segundos y solo oí un repugnante rumiar y un chapoteo. Presentía
que se avecinaba un horror con aquella naturalidad que inspiran los metrajes
espeluznantes... y a media grabación la cámara enfocó una abominación que me
hizo retorcer en el asiento y arrancó un grito de mi garganta. El horror
innombrable era una masa pulposa que no llegué a discernir correctamente cuando
un alarido proveniente del audio terminó la grabación con un telón ciruela. El
vídeo estaba corrupto, y solo se podía ver una vez...
Aquello
me causó una impresión inquietante e imborrable. En mis documentos relativos a
estos vídeos no encontré nada asociable... concluí que el metraje no se parecía
a ninguno de los otros rituales grabados en túneles subterráneos o casas
destartaladas habitadas por drogadictos desquiciados. Debió ser una equivocación
del sistema, y fui a la oficina donde se alejaba Salvador García para afrontar
aquella perturbadora escena.
El
hombre joven asintió, revisando los reportes policíacos referentes a
vigilancias y órdenes de allanamiento. Llegué a vislumbrar un mapa de Ciudad
Zamora cubierto por símbolos y círculos, dibujados con marcador... así como
otros mapas de ciudades que no reconocí, cuyas calles estaban escritas en otros
idiomas. Me pidió que tomara asiento frente a su escritorio y me pasó un
informe detallado, cuya lectura breve y concisa me inspiró una sensación
horripilante de inefable horror cósmico. No podía creer que tales abominaciones
pudiesen existir en nuestro mundo. Habituado a la contención de entidades
anómalas gestadas por la energía residual de las personas y la neutralización
de abominaciones criadas por alquimistas locos... aún sopesaba un pensar
pragmático que intentaba deshuesar aquellos hechos antinaturales con
explicaciones bioquímicas, aberraciones evolutivas y mecánica cuántica. Pero,
aquello terminó por descuadrar la concepción sólida que tenía del mundo, y de
los muchos mundos que eclosionaban en nuestra esfera de realidad.
El
Culto del Dios de la Carne dejó de ser una efímera capitulación del caso para
convertirse en un horror que trastornó mi pensar. Durante semanas había
recopilado y clasificado información importante para el agente Salvador García,
cumpliendo una labor imprescindible para arrastrar el horror a una conclusión
desagradable. Esa fue la última jornada laboral que nos vieron con vida, porque
nosotros no regresamos de las profundidades aterradoras de la sierra vesánica.
Teníamos la misma edad, pero nuestros diferentes dotes se complementaron
aquella noche que partimos en su vehículo asignado. Salvador en el asiento del
copiloto me fue indicando el camino mientras preparaba su Zamorana: una nueve
milímetros semiautomática, que todos los agentes activos debían llevar consigo.
Decidimos no involucrar a las fuerzas especiales de la División de Contención.
Sabía que estábamos a punto de cometer una barbaridad ilegal... mientras nos
adentramos a las carreteras descuidadas de aquellos suburbios rurales de espesa
foresta y extensos asentamientos campesinos de reses gordas y sembradíos
resplandecientes.
Conduje
por dos horas a través de calles repletas de agujeros y caminos pavimentados
con guijarros que nos arrastraban lentamente a una región desconocida de
fantasmas y demonios blasfemos. Salvador pidió detener el vehículo en
determinado momento, y juntos nos adentramos a pie por la espesa foresta de
secuoyas, cipreses y matorrales espinosos que crecían en la fértil y húmeda
sierra. Mi guía era meticuloso como una pantera, deslizándose en silencio por
el vergel tropical, estudiando sus pasos y repasando una trayectoria que debió
planear con anticipación al altercado que estábamos a punto de cometer. La
finca que apareció tras la colina era una extensión de magueyes frondosos
rodeados por una alta cerca metálica... en cuyo centro se alzaban sendas
casonas de fachada vetusta salpicada de delgados tabiques de asbesto y
ventanales redondos por los que se avistaba un interior lúgubre y descolorido.
Éramos dos animales furtivos al acecho de aquellos cobertizos atestados de
herramientas herrumbrosas y habitaciones deshabitadas. Más que un santuario
ocultista, era un sitio de encuentro para sus aquelarres nocturnos en vísperas
importantes. Tras recorrer en silencio aquel conjunto de casonas repartidas y
caminos serpenteantes... nos encontramos con un cobertizo pestilente,
custodiado por un hombre andrajoso de cabello ondulado, bigote escaso, rostro
curtido y ojos sangrientos. No era mayor que nosotros, y por su repetitiva
tarea de excavar el suelo con una pala rudimentaria... con movimientos
erráticos, su rostro enjuto perfilado de somnolencia delató un estado
deplorable de embriaguez inducido por psicotrópicos. No llevaba camisa,
mostrando un cuerpo mal alimentado y tallado por trabajos forzados. Tampoco
reparó en lo ocurrido cuando Salvador se acercó con cautela a su espalda y lo
derribó de una patada en los cuartos traseros. Me apresuré a inmovilizar los
brazos detrás de su espalda con un torniquete plástico que selló firmemente sus
muñecas... No emitió gritos ni protestas, estaba completamente ido.
Aquel
joven me inspiró lástima y repugnancia: su boca abierta y ojos avellanos eran
una mueca estúpida. No respondió ninguna de las preguntas de Salvador,
limitándose a murmurar incoherencias. No estaba acostumbrado a detener seres
humanos, así que bajé la guardia y no escuché al otro hombre irrumpir en el
cobertizo de delgados tabiques oxidados. Salvador levantó su pistola en un
movimiento fugaz y escuché dos disparos: uno que pasó zumbando a centímetros de
mi cráneo, y otro que atravesó el pecho del atacante. Seguí aturdido por la
impresión cuando el cuerpo del intruso se desplomó sobre la pared paralela
trazando una línea roja con su espalda antes de yacer sentado, desprovisto de
vida. El muerto era un hombre corpulento de corta estatura, piel oscura como el
café tostado y rostro burlón. Aquellos disparos hubieran despertado a un
ejército... pero quince minutos después, nadie entró en el cobertizo. Los dos
lacayos eran las únicas almas que residían en la finca. El ajetreo y los
disturbios habían disminuido la embriaguez psicotrópica del individuo
inmovilizado, de cara contra el suelo. Su mirada cobró una agudeza
escalofriante, sumergida en un charco de grasa fétida.
—¡La
policía! ¡La policía! —Gimoteo con el rostro enrojecido y los dientes manchados
de espuma—. ¡Me van a matar! ¡Me van a matar!
Salvador
se inclinó sobre el muchacho y lo asió del brazo, enderezando su posición a la
de un presidiario sentado.
—¿Dónde
está?
Pero
el muchacho se mordió la lengua enmudecido, sus ojos brillaron de inquietud.
Salvador volvió a formular la pregunta, pero refiriéndose a los miembros del
culto... Sin respuesta. Aquel joven miraba con nerviosismo, aturdido por su
propio cóctel de químicos tras el descenso de la sustancia alucinógena en
sangre. Mi compañero le aplicó un golpe con el puño que le rompió una ceja, y
pareció recapacitar en silencio con un hilo de sangre corriendo a su barbilla.
No me gustaron aquellos métodos de sonsacar información, pero la desesperación
del momento nos impedía pensar con claridad. Sabíamos que la Fundación Trinidad
tenía instrumentos especiales para extraer recuerdos... pero, no queríamos
retrasar mucho más la investigación.
—¿Quiénes
son tus jefes? —Insistió Salvador, apuntando con la pistola al muchacho—.
¿Dónde tienen escondido el tumor?
El
muchacho bajó la mirada, temblando de pavor. Negó con la cabeza, y respiró con
dificultad... hasta que consiguió plantarle cara a Salvador. Abrió la boca para
confesar, y sus ojos se tornaron blancos... antes de romper su inmutabilidad en
una convulsión: se retorció en el suelo como un gusano, botando espumarajos por
la boca y estampando su cabeza contra el suelo. En algún momento se mordió la
lengua y la espuma se tornó de un lascivo color rosado. Salvador estaba
estupefacto, aquel muchacho se revolvió como un poseso atormentado... hasta que
dejó de agitarse en un último estertor ahogado. Me acerque para verificar sus
signos vitales, y enseguida noté que había muerto de una hemorragia
cerebrovascular: las iris oscuras estaban reventadas, desparramando un líquido
sanguíneo por el blanco de sus ojos. Salvador me miró fríamente, estábamos a
una palabra de abandonar el barco cuando aquel horror nos recordó porqué
habíamos ido al confín de la ciudad. La voz gutural surgió de una garganta
muerta, exhalado por pulmones vacíos... pero sentí como si hubiera provenido de
una región desconocida del espacio. Caló hasta el interior de mis huesos como
una corriente fría... congelando el tuétano. Nunca olvidaré el desconcierto y
el terror, incluso mi compañero más experimentado en el contacto con las artes
oscuras conjuradas por dioses malignos, se sintió intimidado. Las palabras sin
sentido iniciales fueron incomprensibles, y la expresión de aquel rostro muerto
quedó grabada en mis retinas.
El
mulato descoyuntado abrió sus ojos blancos: su rostro era flojo, desprovisto de
vitalidad. Permaneció medio recostado contra la pared, con el agujero del pecho
manchando de sangre la camisa desteñida. Estaba muerto, la bala había alcanzado
el corazón y dañado gravemente los pulmones... así que al hablar pedían
coágulos sanguíneos de sus orificios nasales y sus dientes amarillos. Los
arcanos de la nigromancia y las ciencias negras hacían acto de presencia en una
ignominia crapulosa. La manifestación de aquel brujo a través de una Materia de
carne muerta, transgredía cualquier cuestionamiento metafísico y esquema moral.
Aquella presencia etérea provenía de un lugar desconocido, aconsejado por
demonios espeluznantes sobre encantamientos impensables.
Salvador
reaccionó rápidamente con su malicia previsora: pasó junto mío como una
furgoneta y de una patada, le arrancó la pistola de la mano al cadáver
receptáculo. Apuntó a su vez con la Zamorana el cuerpo aparentemente sin vida,
pero no jaló el gatillo. Sus ojos castaños esgrimían ascuas ante la mofa de la
presencia...
—¡¿Quién
vive?! —Le escuché gritar con voz imperiosa.
—El
Dios de la Carne—replicó el cadáver con voz ronca, como raspando el cuero—.
Vendrá a nosotros desde una galaxia lejana como Gran Devorador. Seremos Uno con
la Eternidad... La Fundación Trinidad no impedirá el Culmen Evolutivo de la
Vida. Fundirnos es trascender...
Pero
Salvador no quiso seguir escuchando aquel monólogo macabro: descargó un disparo
a quemarropa en la cabeza del mulato, que abrió el cráneo como un martillazo y
desparramó sesos grises en sus pantalones. Retrocedió, cabizbajo, y guardó la
pistola en su funda. Ambos abandonamos los cadáveres en el cobertizo, y nos
dirigimos a la casona central de dos pisos con fachada barroca y columnas jónicas.
Una de sus piernas estaba humedecida por la sangre y las salpicaduras de masa
encefálica. Entramos a la casona deshabitada de paredes gastadas y suelo
recubierto de estuco, y guiados por un instinto indescriptible nos aproximamos
a la fuente del horror que mantenía Ciudad Zamora y las regiones próximas bajo
una inminente amenaza. El sótano fue velado por dos gruesas puertas cerradas
con pesadas cadenas... cuyo candado cedió ante un hábil disparo de Salvador. Él
entró primero, yo último con una linterna en el puño...
Aquel
fue el preciso momento que mi trastorno se agravó. El olor repulsivo y la
estrechez de aquel sitio eran un augurio fatal... y el horror contenido por el
culto era suficiente para enloquecer al hombre más pragmático que la ciencia
podría inculcar.
El
Culto del Dios de la Carne adoraba a una criatura desconocida por nuestra
comprensión espacial del cosmos: una abominación antropófaga que creció
devorando planetas y soles hasta abarcar toda su burbuja cósmica como un solo
organismo indescriptible. Los magos negros del páramo desolado africano habían
descubierto la Clave para acceder a esta dimensión incomprensible, mediante
rituales que implicaban el trazado de círculos mágicos, fórmulas metafísicas y
ciertos líquidos corporales extraídos de formas horripilantes. Los que habían
cruzado al estómago de esta forma viviente de dios físico se trastornaron,
abandonando sus vidas para fundirse en la Eternidad o extirpando un tumor del
Dios de la Carne para germinar en nuestro mundo las semillas de esta magnífica
plenitud evolutiva.
En
el sótano de la finca se encontraba un tumor traído de las costas africanas,
alimentado con sacrificios humanos y animales en ritos espeluznantes que es
mejor desterrar al territorio del olvido. Había crecido muchísimo: una masa
poliposa indescriptible que engullía toda forma de vida en su desesperación
metabólica. Solo en las pesadillas de los lunáticos se puede concebir aquel
horror celular de innumerables pústulas, verrugas y órganos atrofiados que
impregnaban el mundo a su alrededor con sopor nauseabundo. He tenido
suficientes aberraciones para varias vidas, me consuela creer que el incendio
que consumió aquella finca fue suficiente para erradicar la plaga; pero una
parte de mi mente se niega a creer que podremos detener la proliferación de
estos vástagos repulsivos. He estudiado reportes sobre el hallazgo de estos
enjambres en ríos famosos que circundan las grandes ciudades... Nuestra
fundación lucha activamente, pero entrar en contacto directo me ha turbado de
una forma que soy incapaz de describir. El solo pensar que un minúsculo trozo
podría engullir nuestro planeta en semanas... me deja sin descanso. Vivo
atrapado en una pesadilla interminable de células que bullen en las tinieblas,
y de terrores desconocidos que se arrastran en las ciénegas. Cada vez que miro
el cielo nocturno solo puedo hallar en el vacío sideral un horror cósmico que
engulle galaxias y devora el tiempo...