El Culto del Dios de la Carne

El Culto del Dios de la Carne

Gerardo Steinfeld

Reporte Blanco anexo a los acontecimientos precipitados tras la investigación del extraño cónclave satanista establecido en los límites de la sierra. El agente Salvador García y mi persona, el agente Pablo Alvarez, sentimos la obligación de reportar los horribles sucesos acontecidos los últimos días de sopor. El entrenamiento de la fundación nos capacitó para lidiar con los estragos y conflictos mentales que el lidiar con contravenciones naturales ocasiona en el cerebro humano... pero, por orden de mi superior, me remito ante la obligación de intentar transcribir el horror inenarrable que provocó un estado deplorable de crisis nerviosa, por el cual solicito una baja temporal para cavilar sobre los innumerables misterios del mundo.

A la División de Neutralización se nos encargó la jurisdicción de un caso alarmante en un suburbio rural de Ciudad Zamora. Como agentes disciplinados por la Fundación Trinidad para enfrentar los terrores desconocidos que pululan en los arcanos humanos... nos autorizaron la requisición e investigación de una secta ocultista, adoradores de una extraña criatura resguardada en el sótano de una finca. Nuestra investigación progresó de forma horripilante, hasta que el advenimiento de un horror siniestro puso en riesgo nuestra integridad y nos arrastró a la fuente de una contravención indescriptible que requerirá de un exhaustivo esfuerzo de parte de la organización para extirpar su malignidad... antes que su cáncer mefítico escale a proporciones catastróficas.

El montenegrino Salvador García había recibido temprana instrucción como sacristán en su diócesis, y me adelantó en los cursos de exorcismo y misticismo impartidos por el profesor Roberto León y el exorcista Jonathan Jiménez en nuestros días de formación. Su habilidad para el combate cuerpo a cuerpo era aceptable, no pasaría vergüenza, pero no sería un rival imponente; aunque su destreza con las armas de fuego era mejor que la de cualquier otro agente regional en la División de Contención. Sus dotes innatos para la deducción e identificación de amenazas eran impecables, y su conocimiento profundo sobre hechicería y mitología lo convertían en un elemento valioso. Este compañero asignado recientemente a la circunscripción prestó servicios importantes con la detención de la Vampiresa de Ciudad Zamora y los brotes de criaturas anómalas que surgían de las estepas frondosas en el hemisferio montañoso.

Fueron años arduos de detección y contención tras la instalación de distintas sedes en este país habitado por criaturas y entidades potencialmente letales; legadas por una historia rica en magos negros y antiguas manifestaciones supranaturales que se remontan a una era precolombina de maldiciones y diablos arracimados en las cumbres titánicas. La subvención de los gobiernos y el apoyo del Colegio Invisible para el desarrollo de programas de control y contención removieron aguas oscuras y virulentas... convenciendo a los terribles magos negros y los aquelarres malignos, de que una entidad secular se encargaría de purgar sus atrocidades generacionales. Las cinco divisiones nacionales comenzaron sus operaciones con décadas de demora, infestados de casos remitidos por las diócesis circundantes y los misterios subrepticios de desapariciones y avistamientos inexplicables registrados por las autoridades.

Ciudad Zamora había crecido enormemente desde su fundación—hace doscientos cincuenta años—, como un asentamiento portuario en la angostura del Río Orinoco, frecuentemente atacado por piratas ingleses y navíos portugueses que traían al puerto toda clase de alimañas inhumanas del viejo mundo. Las tradiciones africanas e indígenas se mezclaron con los ritos europeos para dar cabida a un panteísmo homogéneo con círculos herméticos de todos los géneros: desde los puritanos cristianos hasta círculos masónicos y negros nigromantes que construyeron sus laboratorios y pasadizos bajo tierra, que terminaron por convertir el Malecón del Río en un cascarón cuyo suelo escondía una ingente cantidad de túneles y cámaras secretas... que el Libertador aprovechó durante su estadía para fugarse del ataque magnicida que atentaron los españoles durante la Declaración del Congreso. Millares de secretos se cocían en las profundidades del subsuelo, del que cientos de historias se contaban: túneles inundados, laboratorios alquímicos sellados en cámaras aisladas, cofres repletos de tesoros saqueados y galerías masónicas dedicadas a ceremonias frívolas. Había registros notariales de todas las épocas sobre anexos al alcantarillado, cuyos planos de construcción se perdieron con el incendio de la alcaldía en 1972. Así como una constancia emitida por el alcalde Luis Lozano en 1918, para desechar los cadáveres en una fosa común de incineración tras los protocolos de sepultura: decapitación y destrucción del corazón; durante el oscurantismo que asoló Ciudad Zamora con la Plaga de Revinientes, que hoy día son tabú o mera fábula supersticiosa para el público. Hace un par de años se descubrió a una pareja de lunáticos viviendo en los túneles bajo las colinas históricas hermosamente decoradas por motivos coloniales, aquellos locos internados en el psiquiátrico revelaron que eran cientos, sino miles... los que se perdieron en las tinieblas y abandonaron sus pellejos humanos para cohabitar con los batracios del río y los espíritus malignos de aquella ciudad plutónica.

Cuando me presenté a las instalaciones de la fundación en la Iglesia Señora de las Nieves de Nueva Bolívar, sabía que mi trabajo no sería distinto al de un funcionario policial dedicado a la interrupción del mal que carcomía la sociedad. Mi desempeño en los estrictos exámenes de comportamiento y actitudes me permitió asistir a los cursos teóricos y los talleres de formación profesional. El programa requería que uno supiese mantener el control en diversas situaciones perturbadoras, no muchos conseguían mantenerse cuerdos pese al agotamiento mental de las incontables horas de exposición al Terror... y pocos eran los egresados del exigente protocolo. La colaboración con la Policía del Gobierno Nacional era fundamental, así como de otros organismos de investigación independiente y el apoyo sacerdotal de la Iglesia Católica. Somos agentes que revisan tumbas y neutralizan engendros que contradicen los conceptos en los que la Humanidad depositaba su aquiescencia. El emblema de la Fundación Trinidad es un trípode que sostiene llamas capaces de iluminar las tinieblas: una insignia del Fuego que Prometeo le ofrendó a la Humanidad para disgusto de los dioses olímpicos.

Llevo dos años trabajando en la división oriental establecida en Ciudad Zamora, revisando casos de desapariciones personales que la policía descartó como hechos hampistas... así como testimonios de fantasmagorías crípticas y seres repulsivos en las sierras desconocidas; colaborando con sacerdotes eclesiásticos y protestantes; y asesores de diversa índole: brujos, psíquicos, prestidigitadores, taumaturgos, académicos, forenses y colaboradores excéntricos de dudosos procedimientos. Los casos de cultos fundados por lunáticos adoradores de criaturas anómalas estaban a la orden del día, uno de los más famosos era el de un gigantesco buitre en la región costera a los que un pueblito aislado alimentaba con sacrificios humanos. Teníamos decenas de avistamientos de duendes en la comarca septentrional, así como seres incorpóreos clasificados como «hadas», que enloquecían a los viajeros de las carreteras rurales con tormentos ingeniosos y horripilantes.

Los cultos herméticos conformados por magos dedicados peligrosamente en los terrenos impíos de la Peregrinación Negra eran vigilados con mesura, intentando discernir sus futuras pesquisas para evitar infortunios. Éramos flexibles con la calaña ignota, otras sedes extranjeras establecían normas estrictas que regulaban el estudio de las ciencias místicas solicitando autorización y licencias para sus practicantes... requisando sus manuscritos y prescribiendo sus enseñanzas. Nosotros éramos diligentes con el decomisar de opúsculos peligrosos y la promulgación de reglas que no consentían la manipulación de sangre y órganos humanos en los oficios rituales... así como en la impartición de talleres de precaución sobre Misticismo en las universidades públicas. Advirtiendo del peligro de la Peregrinación Negra y la profanación blasfema que convertían trabajos mágicos en invocaciones espeluznantes de un Caos Sobrenatural inenarrable. Tratamos de evitar la proliferación de estos aquelarres adoradores de dioses malignos, así como de difundir la Metodología de Contención en caso de hallarse frente a un Mal incapaz de describir.

La sede principal de la Fundación Trinidad, en alguna región colombiana, envió órdenes secretas para investigar la propagación de un culto africano que había ingresado a Sudamérica ilegalmente... llevando consigo un horror infecto capaz de desatar una plaga descomunal. La alerta empujó la región a una falsa cuarentena de Ébola mientras investigamos su paradero. Los datos dispersos y el aparente secretismo de la organización despertaron inquietud en la división, aquella amenaza era significativa y habían enviado nuevamente al agente Salvador García bajo el monitoreo del mismísimo Jonathan Jiménez, para localizar y neutralizar el horror desconocido que auguraba una hecatombe.

La búsqueda encendió al departamento. La policía municipal trabajó abiertamente en la investigación del caso, y la alcaldesa María Urbaneja se dispuso a involucrar activos militares con tal de cubrir suficiente terreno. La orden de arriba fue de avanzar con sigilo para no perder la pista, manifestando aquel horror que se gestaba en un tugurio desconocido de Ciudad Zamora. Explorar y barrer los túneles resultaría en un desperdicio de recursos, así como paralizar la actividad económica de la circunscripción. Todas las carreteras fueron custodiadas por cuerpos policíacos dispuestos a revisar meticulosamente cada vehículo que entraba y salía... siempre buscando un secreto innominable que el alto mando de la fundación no se atrevía a revelar.

En aquellos días ajetreados me correspondió la tarea de recopilar datos respectivos a las extrañas creencias de las tribus africanas establecidas en las reservas naturales de espesas sábanas. Mi ordenador estaba lleno con archivos compilatorios que describían listas de dioses tribales, costumbres y ritos transmitidos de forma oral por miles de años. Soñaba con sábanas rojas y cielos púrpuras moteados de estrellas distantes. También investigué la proliferación de creencias oscuras en los guetos de esas grandes ciudades empobrecidas... estudiando horas de metrajes horripilantes que capturaban las torturas rituales que rayaban en el canibalismo y la mutilación crapulosa. Hubo vídeos que fui incapaz de digerir que involucraron mujeres embarazadas y líquidos cárnicos que siguen provocando arcadas en mi intento de deglución informática. Aquellas lúgubres utopías abandonadas por Dios y gobernadas por caudillos se habían degradado a rincones inhumanos de degeneración mental y lubricidad sanguinaria. No sabía qué buscaba en aquel pantano de informes traducidos y metrajes agotadores... solo cumplía con identificar la raíz de aquellas prácticas en sus conexiones con antiguos ceremoniales africanos. Las carpetas encriptadas llegaban a mi ordenador de la fuente principal de la fundación, y hacía cuestionarme sobre la clase de horrores indescriptibles que guardaban en sus servidores incorruptibles e inaccesibles.

Un día, versado en mi trabajo de asignación e identificación, llegó un único cortometraje de menos de un minuto de vídeo de baja calidad. Las investigaciones respecto a la ubicación del escondrijo del horror habían progresado tras despejar fincas aisladas en las sierras y cubrir abundante terreno en las carreteras; los brujos informantes de la región sospechaban de unos misteriosos visitantes que frecuentaban los mercados comunales para abastecer una hacienda en lo profundo de los barrios marginales del asentamiento rural. Descargué el archivo, estaba cifrado y demoré cierto tiempo en decodificar la configuración. El vídeo comenzó a correr, y apreté los dientes mientras todos mis órganos se preparaban para recibir la porquería audiovisual. Era un trabajo agotador y asfixiante, pero estaba recibiendo un bono cuantioso a cambio de centímetros intestinales. Esperé, y escudriñe una oscuridad de píxeles negros y retazos que la cámara no alcanzaba a enfocar... Avanzaron los primeros diez segundos y solo oí un repugnante rumiar y un chapoteo. Presentía que se avecinaba un horror con aquella naturalidad que inspiran los metrajes espeluznantes... y a media grabación la cámara enfocó una abominación que me hizo retorcer en el asiento y arrancó un grito de mi garganta. El horror innombrable era una masa pulposa que no llegué a discernir correctamente cuando un alarido proveniente del audio terminó la grabación con un telón ciruela. El vídeo estaba corrupto, y solo se podía ver una vez...

Aquello me causó una impresión inquietante e imborrable. En mis documentos relativos a estos vídeos no encontré nada asociable... concluí que el metraje no se parecía a ninguno de los otros rituales grabados en túneles subterráneos o casas destartaladas habitadas por drogadictos desquiciados. Debió ser una equivocación del sistema, y fui a la oficina donde se alejaba Salvador García para afrontar aquella perturbadora escena.

El hombre joven asintió, revisando los reportes policíacos referentes a vigilancias y órdenes de allanamiento. Llegué a vislumbrar un mapa de Ciudad Zamora cubierto por símbolos y círculos, dibujados con marcador... así como otros mapas de ciudades que no reconocí, cuyas calles estaban escritas en otros idiomas. Me pidió que tomara asiento frente a su escritorio y me pasó un informe detallado, cuya lectura breve y concisa me inspiró una sensación horripilante de inefable horror cósmico. No podía creer que tales abominaciones pudiesen existir en nuestro mundo. Habituado a la contención de entidades anómalas gestadas por la energía residual de las personas y la neutralización de abominaciones criadas por alquimistas locos... aún sopesaba un pensar pragmático que intentaba deshuesar aquellos hechos antinaturales con explicaciones bioquímicas, aberraciones evolutivas y mecánica cuántica. Pero, aquello terminó por descuadrar la concepción sólida que tenía del mundo, y de los muchos mundos que eclosionaban en nuestra esfera de realidad.

El Culto del Dios de la Carne dejó de ser una efímera capitulación del caso para convertirse en un horror que trastornó mi pensar. Durante semanas había recopilado y clasificado información importante para el agente Salvador García, cumpliendo una labor imprescindible para arrastrar el horror a una conclusión desagradable. Esa fue la última jornada laboral que nos vieron con vida, porque nosotros no regresamos de las profundidades aterradoras de la sierra vesánica. Teníamos la misma edad, pero nuestros diferentes dotes se complementaron aquella noche que partimos en su vehículo asignado. Salvador en el asiento del copiloto me fue indicando el camino mientras preparaba su Zamorana: una nueve milímetros semiautomática, que todos los agentes activos debían llevar consigo. Decidimos no involucrar a las fuerzas especiales de la División de Contención. Sabía que estábamos a punto de cometer una barbaridad ilegal... mientras nos adentramos a las carreteras descuidadas de aquellos suburbios rurales de espesa foresta y extensos asentamientos campesinos de reses gordas y sembradíos resplandecientes.

Conduje por dos horas a través de calles repletas de agujeros y caminos pavimentados con guijarros que nos arrastraban lentamente a una región desconocida de fantasmas y demonios blasfemos. Salvador pidió detener el vehículo en determinado momento, y juntos nos adentramos a pie por la espesa foresta de secuoyas, cipreses y matorrales espinosos que crecían en la fértil y húmeda sierra. Mi guía era meticuloso como una pantera, deslizándose en silencio por el vergel tropical, estudiando sus pasos y repasando una trayectoria que debió planear con anticipación al altercado que estábamos a punto de cometer. La finca que apareció tras la colina era una extensión de magueyes frondosos rodeados por una alta cerca metálica... en cuyo centro se alzaban sendas casonas de fachada vetusta salpicada de delgados tabiques de asbesto y ventanales redondos por los que se avistaba un interior lúgubre y descolorido. Éramos dos animales furtivos al acecho de aquellos cobertizos atestados de herramientas herrumbrosas y habitaciones deshabitadas. Más que un santuario ocultista, era un sitio de encuentro para sus aquelarres nocturnos en vísperas importantes. Tras recorrer en silencio aquel conjunto de casonas repartidas y caminos serpenteantes... nos encontramos con un cobertizo pestilente, custodiado por un hombre andrajoso de cabello ondulado, bigote escaso, rostro curtido y ojos sangrientos. No era mayor que nosotros, y por su repetitiva tarea de excavar el suelo con una pala rudimentaria... con movimientos erráticos, su rostro enjuto perfilado de somnolencia delató un estado deplorable de embriaguez inducido por psicotrópicos. No llevaba camisa, mostrando un cuerpo mal alimentado y tallado por trabajos forzados. Tampoco reparó en lo ocurrido cuando Salvador se acercó con cautela a su espalda y lo derribó de una patada en los cuartos traseros. Me apresuré a inmovilizar los brazos detrás de su espalda con un torniquete plástico que selló firmemente sus muñecas... No emitió gritos ni protestas, estaba completamente ido.

Aquel joven me inspiró lástima y repugnancia: su boca abierta y ojos avellanos eran una mueca estúpida. No respondió ninguna de las preguntas de Salvador, limitándose a murmurar incoherencias. No estaba acostumbrado a detener seres humanos, así que bajé la guardia y no escuché al otro hombre irrumpir en el cobertizo de delgados tabiques oxidados. Salvador levantó su pistola en un movimiento fugaz y escuché dos disparos: uno que pasó zumbando a centímetros de mi cráneo, y otro que atravesó el pecho del atacante. Seguí aturdido por la impresión cuando el cuerpo del intruso se desplomó sobre la pared paralela trazando una línea roja con su espalda antes de yacer sentado, desprovisto de vida. El muerto era un hombre corpulento de corta estatura, piel oscura como el café tostado y rostro burlón. Aquellos disparos hubieran despertado a un ejército... pero quince minutos después, nadie entró en el cobertizo. Los dos lacayos eran las únicas almas que residían en la finca. El ajetreo y los disturbios habían disminuido la embriaguez psicotrópica del individuo inmovilizado, de cara contra el suelo. Su mirada cobró una agudeza escalofriante, sumergida en un charco de grasa fétida.

—¡La policía! ¡La policía! —Gimoteo con el rostro enrojecido y los dientes manchados de espuma—. ¡Me van a matar! ¡Me van a matar!

Salvador se inclinó sobre el muchacho y lo asió del brazo, enderezando su posición a la de un presidiario sentado.

—¿Dónde está?

Pero el muchacho se mordió la lengua enmudecido, sus ojos brillaron de inquietud. Salvador volvió a formular la pregunta, pero refiriéndose a los miembros del culto... Sin respuesta. Aquel joven miraba con nerviosismo, aturdido por su propio cóctel de químicos tras el descenso de la sustancia alucinógena en sangre. Mi compañero le aplicó un golpe con el puño que le rompió una ceja, y pareció recapacitar en silencio con un hilo de sangre corriendo a su barbilla. No me gustaron aquellos métodos de sonsacar información, pero la desesperación del momento nos impedía pensar con claridad. Sabíamos que la Fundación Trinidad tenía instrumentos especiales para extraer recuerdos... pero, no queríamos retrasar mucho más la investigación.

—¿Quiénes son tus jefes? —Insistió Salvador, apuntando con la pistola al muchacho—. ¿Dónde tienen escondido el tumor?

El muchacho bajó la mirada, temblando de pavor. Negó con la cabeza, y respiró con dificultad... hasta que consiguió plantarle cara a Salvador. Abrió la boca para confesar, y sus ojos se tornaron blancos... antes de romper su inmutabilidad en una convulsión: se retorció en el suelo como un gusano, botando espumarajos por la boca y estampando su cabeza contra el suelo. En algún momento se mordió la lengua y la espuma se tornó de un lascivo color rosado. Salvador estaba estupefacto, aquel muchacho se revolvió como un poseso atormentado... hasta que dejó de agitarse en un último estertor ahogado. Me acerque para verificar sus signos vitales, y enseguida noté que había muerto de una hemorragia cerebrovascular: las iris oscuras estaban reventadas, desparramando un líquido sanguíneo por el blanco de sus ojos. Salvador me miró fríamente, estábamos a una palabra de abandonar el barco cuando aquel horror nos recordó porqué habíamos ido al confín de la ciudad. La voz gutural surgió de una garganta muerta, exhalado por pulmones vacíos... pero sentí como si hubiera provenido de una región desconocida del espacio. Caló hasta el interior de mis huesos como una corriente fría... congelando el tuétano. Nunca olvidaré el desconcierto y el terror, incluso mi compañero más experimentado en el contacto con las artes oscuras conjuradas por dioses malignos, se sintió intimidado. Las palabras sin sentido iniciales fueron incomprensibles, y la expresión de aquel rostro muerto quedó grabada en mis retinas.

El mulato descoyuntado abrió sus ojos blancos: su rostro era flojo, desprovisto de vitalidad. Permaneció medio recostado contra la pared, con el agujero del pecho manchando de sangre la camisa desteñida. Estaba muerto, la bala había alcanzado el corazón y dañado gravemente los pulmones... así que al hablar pedían coágulos sanguíneos de sus orificios nasales y sus dientes amarillos. Los arcanos de la nigromancia y las ciencias negras hacían acto de presencia en una ignominia crapulosa. La manifestación de aquel brujo a través de una Materia de carne muerta, transgredía cualquier cuestionamiento metafísico y esquema moral. Aquella presencia etérea provenía de un lugar desconocido, aconsejado por demonios espeluznantes sobre encantamientos impensables.

Salvador reaccionó rápidamente con su malicia previsora: pasó junto mío como una furgoneta y de una patada, le arrancó la pistola de la mano al cadáver receptáculo. Apuntó a su vez con la Zamorana el cuerpo aparentemente sin vida, pero no jaló el gatillo. Sus ojos castaños esgrimían ascuas ante la mofa de la presencia...

—¡¿Quién vive?! —Le escuché gritar con voz imperiosa.

—El Dios de la Carne—replicó el cadáver con voz ronca, como raspando el cuero—. Vendrá a nosotros desde una galaxia lejana como Gran Devorador. Seremos Uno con la Eternidad... La Fundación Trinidad no impedirá el Culmen Evolutivo de la Vida. Fundirnos es trascender...

Pero Salvador no quiso seguir escuchando aquel monólogo macabro: descargó un disparo a quemarropa en la cabeza del mulato, que abrió el cráneo como un martillazo y desparramó sesos grises en sus pantalones. Retrocedió, cabizbajo, y guardó la pistola en su funda. Ambos abandonamos los cadáveres en el cobertizo, y nos dirigimos a la casona central de dos pisos con fachada barroca y columnas jónicas. Una de sus piernas estaba humedecida por la sangre y las salpicaduras de masa encefálica. Entramos a la casona deshabitada de paredes gastadas y suelo recubierto de estuco, y guiados por un instinto indescriptible nos aproximamos a la fuente del horror que mantenía Ciudad Zamora y las regiones próximas bajo una inminente amenaza. El sótano fue velado por dos gruesas puertas cerradas con pesadas cadenas... cuyo candado cedió ante un hábil disparo de Salvador. Él entró primero, yo último con una linterna en el puño...

Aquel fue el preciso momento que mi trastorno se agravó. El olor repulsivo y la estrechez de aquel sitio eran un augurio fatal... y el horror contenido por el culto era suficiente para enloquecer al hombre más pragmático que la ciencia podría inculcar.

El Culto del Dios de la Carne adoraba a una criatura desconocida por nuestra comprensión espacial del cosmos: una abominación antropófaga que creció devorando planetas y soles hasta abarcar toda su burbuja cósmica como un solo organismo indescriptible. Los magos negros del páramo desolado africano habían descubierto la Clave para acceder a esta dimensión incomprensible, mediante rituales que implicaban el trazado de círculos mágicos, fórmulas metafísicas y ciertos líquidos corporales extraídos de formas horripilantes. Los que habían cruzado al estómago de esta forma viviente de dios físico se trastornaron, abandonando sus vidas para fundirse en la Eternidad o extirpando un tumor del Dios de la Carne para germinar en nuestro mundo las semillas de esta magnífica plenitud evolutiva.

En el sótano de la finca se encontraba un tumor traído de las costas africanas, alimentado con sacrificios humanos y animales en ritos espeluznantes que es mejor desterrar al territorio del olvido. Había crecido muchísimo: una masa poliposa indescriptible que engullía toda forma de vida en su desesperación metabólica. Solo en las pesadillas de los lunáticos se puede concebir aquel horror celular de innumerables pústulas, verrugas y órganos atrofiados que impregnaban el mundo a su alrededor con sopor nauseabundo. He tenido suficientes aberraciones para varias vidas, me consuela creer que el incendio que consumió aquella finca fue suficiente para erradicar la plaga; pero una parte de mi mente se niega a creer que podremos detener la proliferación de estos vástagos repulsivos. He estudiado reportes sobre el hallazgo de estos enjambres en ríos famosos que circundan las grandes ciudades... Nuestra fundación lucha activamente, pero entrar en contacto directo me ha turbado de una forma que soy incapaz de describir. El solo pensar que un minúsculo trozo podría engullir nuestro planeta en semanas... me deja sin descanso. Vivo atrapado en una pesadilla interminable de células que bullen en las tinieblas, y de terrores desconocidos que se arrastran en las ciénegas. Cada vez que miro el cielo nocturno solo puedo hallar en el vacío sideral un horror cósmico que engulle galaxias y devora el tiempo...

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