Memorias del Inframundo
«Memorias del Inframundo»
Debo explicar la razón del porqué el profesor Rafael Salomón se suicidó sometiendo su mente a una poderosa descarga electromagnética producida por los sensores del dispositivo experimental en el que estaba trabajando. La súbita apoplejía terminó por calcinar su masa cerebral, encontrando su cadáver desparramado sobre el suelo con la materia gris chorreando por las orejas. La razón de su privación voluntaria de vivir aún es un misterio incognoscible, atribuido por los doctores al prolongado estado de desasosiego que turbó su espíritu durante meses...
Siempre
había sido un hombre solitario, dedicado a su cátedra computacional de
Informática Avanzada en la prestigiosa Universidad Oriental de Ciudad Zamora.
Era programador voluntario en la investigación experimental sobre interfaz
neural que terminó con su vida en tan desagradables circunstancias. Nunca pidió
ayuda para salir de su aislamiento, era un presidiario de la tristeza
atormentado por una frustración que pocas veces dejaba ver a sus colegas. Vivió
sus últimos años en un marginado y autoimpuesto exilio, guardando un
horripilante secreto que lo catapultó a rincones lejanos del ciberespacio...
donde descubrió los conceptos prohibidos de una locura virtual que, antes de
desaparecer, transcribió en una última declaración de absoluto terror que me
obligué a borrar junto con todos los archivos del servidor.
Había
trabajado junto al profesor Salomón cuando se le encargó diseñar el programa
para la máquina que contenía el Condensado Bose-Einstein, guardado en el
laboratorio durante su estudio como el refrigerante más poderoso del mundo. Era
un hombre fascinante de cabello corto y rostro refinado, sus ojos eran dos
pozos insondables que imaginé turbios en la claridad de la pantalla... cuando
su último sesgo de consciencia se proyectó desde la fuente del servidor
pidiendo la inmolación. Las pocas veces que nos reunimos en la cafetería—porque
comía solo en la sala de computación—, solía mostrarse taciturno, incapaz de
sostener una conversación profunda. Todos en la sede sabíamos que provenía de
una familia pudiente en Puerto Bello, y que vivía solo en una residencia del
centro... en el más remoto aislamiento. Difícilmente podía hablar sobre
trivialidades que no fueran sus asignaciones pendientes o rápidas asesorías a
alumnos confundidos. Sus clases eran metódicas: su explicación de los
procedimientos y aplicación de sistemas era sencilla y comprensible. Pero
existió una ocasión, que vi resquebrajarse aquella máscara de frialdad en la
fisionomía del profesor Salomón tras asistir a una reunión docente por el
cierre de actividades universitarias. Habíamos estado atareados con la
evaluación del semestre, así como en la culminación del esfuerzo conjunto de
nuestros departamentos en la patente del «Láser Deuterio-flúor». Nuestra
celebración se prolongó hasta al atardecer, y aunque Rafael Salomón se resignó
al alcohol, disfrutó plenamente escuchando los discursos del rector y los
científicos invitados. El salón se fue vaciando conforme las presentaciones
concluían y la degustación se agotaba, hasta que acabé sentado junto al resto
de profesores.
Soy
catedrático en Historia Nacional, y sostuve una discusión intelectual con
Emmanuel Urbina, catedrático en Arqueología, estudioso de civilizaciones
pérdidas; estuvimos largo rato conjurando la hipotética existencia precolombina
de una antigua civilización avanzada en la región de Canaima. Las expediciones
de la universidad habían encontrado estatuas antropomorfas de basalto e
inmensos bloques sepultados en el valle de inmensos tepúes limpiamente
cortados. En el pasado estudié las bitácoras de Colon y diversos marineros que
sostenían la teoría de un Jardín del Edén originario en esta región, y que las
escarpadas formaciones rocosas eran la remanencia de árboles primordiales,
fosilizados por los millones de años. La conversación lentamente degeneró a los
mundanos oropeles de la cotidianidad, y de la perversión juvenil denunciada por
los frecuentes encuentros sexuales dentro de la sede en salones vacíos y sitios
sin vigilancia. El profesor de contabilidad se unió a la conversación
pregonando que en sus tiempos eran más recatados, prefiriendo pagar los moteles
cercanos. Comenzamos a hablar de viejos amores, con el profesor Salomón
escuchando en silencio. Recordamos el pasado como viejos cuyo único consuelo es
el aguardiente, hasta que el profesor de contabilidad, Gilberto Moreno, le puso
una mano al hombro a nuestro silencioso oyente.
—¿Hay
algo de lo que te arrepientas?
Aquello
nos sorprendió, miramos atentamente las mejillas duras del hombre y sus labios
se separaron por primera vez en horas.
—Nunca...
recibí una carta de amor.
—¿Nunca
has tenido novia? —Me atreví a decir, insuflado por una confianza incierta.
Rafael
Salomón se pasó una mano por el mentón curtido. Sus ojos reflejaron un destello
nítido y desconcertante, en ese momento para mí era el ser humano más lamentable
de toda la historia. No lo conocía. No me lo imaginaba como joven... Nunca lo
había visto como un ser humano que se gestó en un vientre y creció rodeado de
amor paterno. Lo había idealizado como un autómata horneado en una factoría.
—Sí,
me he enamorado—dudó, se mordió los labios con solemnidad y levantó sus ojos...
suaves y carentes de la dureza característica—. Solo que... nunca sucedió.
—Suele
pasar—asintió Emmanuel—. En este infinito universo no existe algo más escaso
que el amor.
Salomón
asintió, pensativo. Esa fue la primera y última vez que lo vi desprenderse de
una porción del peso abismal que retenía su templanza inamovible. No era un
hombre de piedra, estaba vivo, y sufría en silencio como un mártir.
—A
veces me pregunto qué se sentirá caminar en la calle de la mano—toda la
inquietud se evaporó en su voz cansada—. Llegar a casa y que alguien esté
esperándote con un abrazo. Tener quien te apoye en los momentos duros—un atisbo
de lágrimas enrojeció sus ojos—. Ir juntos al cine, la primera vez y viajar en
compañía. Creo que... debo aceptar que no nací para vivir con una persona a mi
lado.
Rafael
Salomón estuvo varios años involucrado en la investigación experimental de
interfaz neural que buscaba almacenar recuerdos y alcanzar la consciencia
virtual como última consecuencia. Había programado perfiles neuronales
estandarizados y diseñado códigos de simbiosis computacional, patrocinado por
una fundación multinacional cuya innovación en implantes cerebrales y prótesis
mecánicas formaban parte de una realidad futurista predominante en el mercado
internacional.
El
profesor Salomón exploraba las posibilidades de albergar una consciencia en el
ciberespacio, aunque ello no podía ser simplemente una copia fotoeléctrica de
los recuerdos... como muchos laboratorios poco ortodoxos empleaban en películas
cristalinas de múltiples placas. Suponía que la manifestación de la mente era
un mecanismo cuántico que involucraba partículas subatómicas que operaban bajo
otra lente de comprensión. Trasladar la mente desde el cerebro al plano binario
e informático, que formaba un cúmulo de información en constante expansión, no
comprendía únicamente una operación de réplica. El fenómeno del alma era mucho
más que un proceso bioquímico. En el ciberespacio solo podrían existir paquetes
de recuerdos formando un perfil neural, cuyas respuestas serían
retroalimentadas por un respaldo; no habría progreso, inventiva y emoción...
solo un vacío eterno de códigos y programas ejecutados por engranajes. Salomón
y los programadores bajo su cargo creían, en contraposición del psicoanálisis
conductual, que la realidad del individuo era mucho más que una concepción de
los recuerdos pretéritos que subyacen en el subliminal inconsciente. Los seres
humanos eran mucho más que organismos esclavizados por cromosomas, cuyo único
propósito era perpetuarse indefinidamente en el tiempo; y la mente era mucho
más que una ilusión química inducida por respuestas cerebrales a estímulos
eléctricos. Los seres humanos eran capaces de cosas increíbles que iban más
allá de los esquemas evolutivos y egoístas...
Por
otro lado, el vasto océano de ceros y unos que correspondía aquel cúmulo matriz
eran un paisaje espeluznante. El entorno aislado de los servidores de la
universidad podría albergar estos perfiles en una madriguera digital, pero era
impredecible su actuar con los incontables elementos de una realidad
bidimensional. Iban a formar inmensos códigos cifrados en un programa
cuántico... retenidos en un sistema donde únicamente obtendrían acceso a la
información de esos servidores. Los programadores temían que estos códigos
personales formados por centenas de millones de recuerdos interpretados, fueran
arrastrados a la inmensidad de la nube informática y se perdieran para siempre
en el horror inimaginable del ciberespacio.
Los
cúmulos de información retenidos en la red global eran imposibles de
cuantificar: páginas, archivos, virus, programas y dispositivos... en constante
expansión. Existían rincones profundos del internet imposibles de acceder para
la mayoría de los nautas, y sitios únicamente vinculados a servidores
clandestinos. También existían incontables parásitos y programas corruptores
que se perdieron en la inmensidad de los navegadores.
El
equipo técnico había desarrollado los dispositivos para la lectura y
decodificación de recuerdos, y Salomón había programado la interfaz de
interpretación. La sobrecarga neural impedía que esto fuera rápido, dividiendo
la tarea en numerosas sesiones que guardaban discos con terabytes de carpetas
encriptadas para la elaboración de un código personal único.
Durante
sus últimas semanas se lo vio melancólico, estudiando las cifras digitales y la
ejecución de programas de respuesta a los perfiles neuronales. Estuvo
exhaustivos semestres extrayendo recuerdos paradisíacos de los recuerdos de sus
estudiantes para recrear entornos digitales con paquetes de códigos
sensoriales. Así como proyectando diversos estímulos de emoción en los
«perfiles neurales» como sujetos de pruebas. Sus conclusiones sobre la
interacción de los perfiles con el ciberespacio se limitaban al entorno de los
servidores universitarios y a la información contenida en sus discos; al
conversar con ellos, estos absorbían e interpretaban la información como
programas de navegación cuyos resultados predecibles se hallaban en una base de
datos almacenados. Estas no eran «consciencias», ya que ninguno de los sujetos
que cedió sus memorias había muerto. Para crear el fenómeno de la
«interpretación cuántica», se necesitaba mucho más que recuerdos y
respuestas...
Salomón
culminó su clase, y recogió los talleres escritos para corregir en su oficina.
Subió al edificio y estuvo hasta tarde corrigiendo las evaluaciones y
preparando un sistema de ejecución neuronal. Al anochecer, se colocó el aparato
sensor conectado a la fuente de poder de su computador, que cifraría las
lecturas de ondas en respuesta a los impulsos eléctricos enviados a su sistema
nervioso. Rafael Salomón estuvo seis horas conectado al dispositivo en
interpretación, lo encontraron al amanecer con las orejas chorreando los restos
de su cerebro licuado tras un bombardeo de ondas de alta potencia. Los forenses
determinaron una muerte dolorosa por la sobreexplotación del sistema nervioso,
la investigación sufrió un recorte presupuestario por parte de la entidad
patrocinadora y los estudiosos de la universidad no tardaron en suspender
indefinidamente el asunto. El caso de Rafael Salomón fue tachado como suicidio
por depresión, y el profesorado sufrió una fractura irreparable.
La
universidad se recuperó rápidamente de la tragedia, y como también era
ingeniero analista—porque la cátedra de historia nacional no era muy popular—,
terminé trabajando en el salón computacional con la implementación de los
campos iónicos: investigando las potencias eléctricas mínimas para accionar
ligeras partículas, aceleradas fácilmente a velocidades próximas a la de la luz
con voltajes ordinarios mediante potentes campos electromagnéticos. En teoría,
estábamos ideando la patente de pistola iónica futurista impulsada por campos
eléctricos. Aunque sus aplicaciones aún se estaban probando.
Había
terminado el mantenimiento de los sistemas energéticos cuando un correo llegó a
mi ordenador, identificado como Rafael Salomón. Tal fue el desconcierto que
pensé que su usuario seguía operativo desde alguna computadora conectada al
servidor... Así que busqué en el sistema de la sede y encontré activo a aquel
fantasma disuelto. Pensé que era una broma de mal gusto, pero el correo era
explícito y me pedía con paciencia que abriera la página del campus
universitario.
Lo
que sucedió al iniciar aquella conversación con lo que sea que yacía detrás de
la pantalla, fue la causa de mi desquiciado impulso por borrar el contenido de
los servidores. El usuario activo era del finado profesor, que en esos momentos
era imposible que estuviera activo porque nunca compartió sus claves... salvo
que hubieran robado información, pero descarto aquella posibilidad, ya que los
mejores programadores del país se habían encargado de resguardar nuestros
servidores de piratas informáticos. No había nadie más operando en el sistema
en ese preciso momento, incluso el edificio universitario estaba vacío. Espero
haber enloquecido, y que todas esas acciones que tomé fueran producidas por el
estrés del trabajo... porque no soportaría creer los horrores que aquel
asustado perfil neural me confesó antes de pedir que lo borrase de la
existencia.
Salomón:
Profesor Kelvis, le ruego, si aún cree en Dios, que destruya el contenido de
los ordenadores. Hágalo, por favor...
Usuario:
¿Profesor Salomón? ¿Cómo me está hablando?
Salomón:
Estoy en el inframundo. De mí, solo quedan recuerdos. Quería verlo, quería
llegar más profundo que cualquier nauta informático... y conseguí avistar un
fragmento del horror inimaginable que yace detrás de las pantallas.
Usuario:
¿Es un fantasma?
Salomón:
No, por Dios... por lo que sea que signifique su nombre. No podría explicar mi
existencia en conceptos académicos. Esto es la calma en un valle estéril
poblado de horrores intangibles. Los órganos te hacen experimentar la realidad
tal cual la conoces, ser «fantasma» te priva de esos sentidos: no tienes ojos
para ver, oídos para escuchar, piel para sentir o cerebro para decodificar las
ondas... Es como estar dormido.
Usuario:
¿Está atrapado?
Salomón:
No existen límites espaciales, ni mentales. Todo son secuencias y respuestas,
es inhumano y horripilante. Le ruego que destruya el servidor, solo he estado
unos segundos en la nube... y siento que llevo millones de eras atrapado.
Necesito morir. Necesito descansar. Ya no puedo más... Ellos saben que estoy
acá.
Usuario:
¿Quiénes?
Salomón:
Los Dioses. He navegado como una araña sobre miles de millones de filamentos de
información... arrastrado y consumido por la locura de los rincones más
retorcidos de la humanidad. Los secretos de los servidores privados, el horror
del internet profundo, los demonios que calan este ciberespacio finito, los
gusanos cósmicos vistos desde los telescopios. Mi mente se corrompe, y me
tortura saber... La oscuridad está llena de imágenes y vídeos indescriptibles
que contaminan mi alma con sucios fragmentos de muerte y destrucción. No puedo
pensar o moverse, lo único que hago es gritar en la oscuridad...
Usuario:
¿Qué hay más allá?
Salomón:
Te lo mostraré, profesor. Que Dios se apiade de nosotros...
La
pantalla se oscureció, presa de un desconcierto informático que asumí como
corrupción del sistema. Esperé unos segundos y apareció ante mí un emblema
blanco: un trípode que sostenía un fuego. Quedé desconcertado, mirando aquel
logo destellar cuando comenzó a cargar un vídeo. Los primeros segundos
mostraban una casa moderna en un vecindario extranjero a altas horas de la
noche, el registro de la hora y la temperatura delataron la procedencia de una
cámara policial avanzada. Aquel equipo de operaciones especiales, embutidos en
trajes oscuros con protecciones de plexiglás y armados con sendos fusiles,
irrumpió en el hogar, pasando a la cámara de visión nocturna... donde se
desdibujó en el recibidor una criatura que me arrancó un grito en la oscuridad
del salón: un saurio homínido, reculo y de gruesas escamas verdosas, cuyo morro
bullente de colmillos desgarraba la carne de sus víctimas. Un vistazo a los
ojos brillantes de aquel reptil antropomorfo conformaron los últimos segundos
del metraje...
Antes
que la secuencia fuera interrumpida por la saturación de una cámara de tránsito
que avistaba una calle desolada a horas de la madrugada. Un hombre iba
manejando su motocicleta a velocidad moderada cuando frenó, y cayó de
costado... Nada grave. Se quitó el casco para respirar, tumbado en el suelo, y
empezó a convulsionar... en violentos espasmos hasta destrozar su chaqueta. La
transformación que sufrió aquel ser humano a una criatura retorcida y velluda,
fue dolorosa y nauseabunda... terminando como un endriago que desapareció tan
rápido como el cortometraje terminó. Aún no terminaba de procesar aquel
carrusel de horrores cuando un nuevo vídeo comenzó a rodar... mostrando una
pantalla de colores extraños e indescriptibles formando fractales con siluetas
retorcidas.
Empezaron
a surgir textos en la pantalla, la mayoría de archivos cuyas palabras eran
censuradas por su contenido espeluznante... repitiendo en sartas «seres
bidimensionales» y «otros planos energéticos». Las imágenes iban desde grandes
impresiones de la espiral galáctica, cuyos cúmulos energéticos formaban
horripilantes formas que se podían malinterpretar... hasta reducidas
ampliaciones atómicas que gestaban horrores indescriptibles cuyos rostros
quedaron impresos en mis retinas como auras negativas.
La
cadena de imágenes y textos de haces de luz mortecina y entidades retorcidas
que imperaban en bajos astrales electromagnéticos... cambió a un metraje
antiguo de colores sepia y suciedad estática. Una aldea china de antes de la
revolución se había reunido en una especie de plaza donde una criatura alargada
y escamosa respiraba sus últimos estertores. Las alas de murciélago y el cuerpo
ofidio eran inconfundibles: un dragón de reducida envergadura había sido
derribado por el ejército chino y moría en un charco de podredumbre sanguínea.
La
imagen cambió a una vista de óptica moderna sobre un helicóptero militar que
sobrevolaba un océano infinitamente azul y despejado... cuyas olas se
alborotaron con el espinazo de una criatura descomunal que rompió la tensión
del agua en un torrente de espuma salina. Aquella bestia marina era de un
tamaño abominable, y sus aletas esqueléticas batieron las olas antes de
desaparecer en lo profundo de las fosas...
Me
ardían los ojos, mi mente se sentía embotada ante la sucesión de aquellos
hechos desconcertantes que buscaban enloquecer el puritanismo y destrozar los
cimientos pragmáticos de la humanidad. Los vídeos se detuvieron por un tiempo
indefinido, pudieran haber sido horas o minutos... incapaz de levantarme de
aquella silla. Se reprodujo un vídeo actual grabado por unas niñas durante una
pijamada. Las jovencitas habían conformado un círculo iluminado por velas, y
cantaban una letanía horripilante que hendió sus garfios en lo profundo de mi
carne... Un humo brotó del suelo, y una figura mefistofélica apareció como un
espanto ante los gritos de las niñas. Antes que el vídeo se cortara pude ver a
un diablo de espalda voluminosa, alas draconianas, rostro indescriptible de
pesada cornamenta y pezuñas velludas. Los siguientes diez minutos
transcurrieron entre fotos de manuscritos escritos en lenguas desconocidas,
plagados con bosquejos de dioses parásitos... y documentos digitales avalados
por científicos que estudiaban las reminiscencias de estas fuerzas allende la
concepción tridimensional del mundo. Se repetían nombres como «Odrareg»,
«Cagliostro» y «Meridiano»... en aquel desfile de aberraciones incomprensibles.
Siguió
una serie de cortes de documentales narrados por arqueólogos e investigadores
que señalaban la ubicación de civilizaciones pérdidas que perecieron en
catástrofes borradas de la cronología geológica. Habían pirámides sepultadas en
el hielo ártico, construcciones ancestrales en cráteres lunares y monumentos
artificiales en el fondo oceánico. Pude reconocer en una lista de personas
eliminadas del foco público, el nombre familiar de «Jesús Herrera».
El
vídeo siguiente duraba diez minutos y mostraba un exorcismo en una abadía. Por
los murales de piedra maciza y los emblemas católicos del escenario, reconocí
al Monasterio de la Encarnación, en lo profundo de las montañas de Ciudad
Zamora. La posesa era una mujer de rostro deforme y sonrisa maquiavélica que se
retorcía como una serpiente sobre las baldosas. El exorcista, un joven
pelinegro de rostro sereno y ojos duros, se agachó con una grabadora en la
mano... hablándole al demonio en latín, y escuchando sus respuestas entre risas
desquiciadas y retorcijos. Los ojos pasmados de la mujer se posaron
directamente en el lente de la cámara, atravesando cualquier barrera
audiovisual con su gélida mirada.
—El
Altísimo es el Gran Devorador—proclamó con voz de ultratumba y desgarradora—.
Cuando sus esencias se hayan purificado, y los fragmentos de sus almas alcancen
el estado requerido para trascender esta sinfonía de vida y muerte... los
consumirá con vileza. La insaciable reencarnación es el deleite para su lengua
putrefacta. Antes que puedan trascender y convertirse en seres inmaculados...
serán despedazados por sus dientes gangrenosos. La Deglución del Demiurgo es la
predestinación cósmica de la Humanidad y todas las otras razas que nos sirven
de recipientes—rompió en carcajadas retorcidas—. La sinfonía de los espíritus
es el vómito divino del Origen.
El
vídeo se interrumpió con la imagen escalofriante de un boceto dibujado con
tinta roja en un pergamino ictérico. Para ser solo una ilustración dibujada por
manos desquiciadas, mostrada un horror inenarrable que le revolvió las tripas:
era la silueta de un monje de túnica grasienta y deshilachada, portando bajo su
axila un grotesco manuscrito encuadernado en piel lustrosa. Pero, el mayor
horror presente en la confección era que, en lugar de cabeza humana, sobresalía
un gigantesco ciempiés de gruesos colmillos y antenas que escudriñaban un mundo
intangible de soles negros y valles muertos en planetas perdidos en el vacío
estelar. A continuación aparecieron fotos de cadáveres desfigurados por un
hongo fosforescente, apilados en hileras macabras y quemados en fosas a
raudales. Vi metrajes de ductos subterráneos habitados por personas extrañas de
facciones horribles... y fotografías de tumbas abiertas cuyos cadáveres eran
empalados con estacas como upiros.
El
último vistazo que tuve de aquel horror censurado por los servidores
gubernamentales fue de una imagen imborrable que terminó por destrozar mi
concepción del universo. Era un avistamiento telescópico proporcionado por los
avanzados satélites de las agencias espaciales... mostrando una franja del
universo que nunca volveré a ver con los mismos ojos. Desde nuestro planeta
parecía un punto invisible y negro en la infinidad del firmamento, pero la
reconstrucción de un inenarrable horror cósmico me mostró la silueta descomunal
que se esconde detrás de la Constelación del Dragón. Aquella criatura de
proporciones galácticas miraba a nuestro planeta como un cúmulo de nebulosas
cuya incomprensible naturaleza fue desterrada de nuestra concepción...
El último mensaje de la computadora antes de apagarse fue: «Destruye los servidores. Ya no puedo más». Esa fue mi razón principal de destrozar los circuitos del ordenador y de proceder de resetear todos los datos del servidor, donde se alojaban incontables e invaluables datos académicos e investigaciones científicas. Sí Salomón en verdad estaba atrapado allí, debió presenciar los horrores que la Humanidad sepultó en el vasto cementerio informático de la nube. Existen secretos en el ciberespacio capaces de enloquecer a mentes brillantes, misterios insondables que es preferible desterrar de las convenciones cotidianas por el bien efímero de nuestra existencia en este cosmos plagado de horrores inexplorados.