El Milagro de Cirilo

El Milagro de Cirilo

Gerardo Steinfeld


—A veces solo quiero cerrar los ojos... y desaparecer del mundo—Fiorella era la única que hablaba con él. La forma inocente en que le contaba sus problemas, por muy tonto que fueran... lo hacía sentir cuerdo y querido—. No puedo explicarle a las personas cómo me siento. Ni siquiera puedo entender lo que estoy pasando.

Cirilo ronroneó y se recostó sobre el regazo de la jovencita mientras sentía unos dedos cálidos acariciar su pelaje negro.

«Si pudiera hablar—pensó en silencio—. Te diría todas esas cosas bonitas que quise escuchar cuando tuve catorce años».

Había perdido su voz hace mucho tiempo. Prisionero de un cuerpo cuadrúpedo y dormilón... resignado a pasar el resto de sus años en la forma de un felino perezoso, comiendo las sobras de Fiorella y recorriendo por las rendijas de aquella casona descomunal de numerosas habitaciones. Aún no olvidaba el lenguaje humano, era una reminiscencia de su antiguo ser... y muchas cosas que veía traían a flote recuerdos anteriores de su existencia. No siempre había sido un gato negro de ojos jaspeados. No, antes fue un hombre inteligente... aunque ahora fuera incapaz de recordar su nombre o su ocupación. Lo único latente en su memoria era un odio ciego que le inspiraba el rubicundo Sabbatai Zevi, paseándose en su petimetre traje de banquero, repleto de joyería masónica y tatuajes cabalísticos. Cirilo podía identificar los diferentes símbolos y su significado... así como podía reconocer los secretos detrás de los cuadros y las inscripciones que pululaban en aquella ostentosa mansión. Sabía que los catorce pasillos conducían a cuarenta y tres habitaciones, entre salones decorados con losas y alfombras rojas... y cámaras secretas donde la Hermandad celebraba antiguos ritos heredados por los constructores de las pirámides. Conocía los significados simbólicos y el poder de los cuadros aritméticos como talismanes mágicos. Los Secretos de los Números ante sus ojos felinos eran como rompecabezas desmontables. En sus sueños rememoraba fragmentos de su vida humana, escuchando el distante tintineo de la lluvia... mientras buscaba a tientas en una oscuridad inexpugnable. Buscaba, buscaba y buscaba... anhelando un sentimiento inusitado en sus ensoñaciones de terciopelo nublado. Las cocineras lo consentían con golosinas, y la jovencita Fiorella lo arrullaba en sus brazos. ¿Qué más podía desear un gato de ojos cansados?

Cirilo trepó por la enredadera escalando por la reja, y descendió al patio oculto tras la ancha casona. La hierba brillante y las losas del camino conducían a patíbulos donde refinadas estatuas de mármol rodeaban al maléfico Espino de San Jorge. Las flores dispuestas alrededor del anillo central esparcían una fragancia silvestre... y las ramas del árbol señalaban al cielo como manos retorcidas pidiendo clemencia. Solía trepar el tronco y descansar en sus ramas hasta el atardecer... Aquel árbol le resultaba extrañamente familiar, sabía que era un Signo de las Brujas, y que tocar sus raíces sin permiso podía acarrear graves consecuencias.

Sobre las altas cumbres de ramas conseguía avistar el vergel del jardín. Atardecía sobre la fantasmal ciudad de suburbios herrumbrosos ribeteados de acueductos abandonados... con un suspiro letárgico de nubes crepusculares y brisa mefítica. Cirilo cerró los ojos, acurrucado entre las gruesas ramas del espino... y soñó con sombras en tundras inhóspitas bajo un cielo polar, coronado por un inmenso ojo negro que ardía en lo profundo del firmamento. En sus desprendimientos seguía moviéndose como una forma índigo de energía cuántica... capaz de saltar grandes distancias y flotar a cúmulos estelares distantes. Existían franjas que no podía rebasar, pues un miedo innato le susurraba que al adentrarse en aquellas regiones no habría sendero de regreso. En sus tiempos como humano solía dormir mucho, y sus sueños formaban un tejido que transformaba la realidad. Existían sitios a los que no podía acceder.

Cirilo despertó con las agudas orejas detectando el repique de botas y mocasines sobre el sendero de mármol que cortaba perpendicularmente los anillos del jardín. Estudió al grupo de hombres de pulcra vestimenta y parafernalia religiosa, dirigidos al Espino de San Jorge e inclinándose para auscultar las arrugas del tronco. A veces se le dificultaba comprender el lenguaje humano: descifrar sus palabras arcanas era agotador para su pequeño cerebro. Entre ellos estaba el mismísimo Sabbatai Zevi, padre de Fiorella, junto a su hermanos masones, preparándose para una Ceremonia durante la Víspera de San Juan.

Cirilo escudriñó a los hombres de rostros toscos con sus ojos brillantes de fulgor verdoso... hasta que un hombre de sombrero negro y ojos grises le devolvió la mirada. Los humanos tenían miradas contemplativas superficiales, pero aquel hombre consiguió ver a través de sus ojos... y la forma en que arqueó las cejas blancas le erizó el pelaje del lomo.

El gato negro se escondió asustado. Conocía al hombre, y de alguna forma, el brujo pareció reconocer un atisbo de la consciencia retenida en el felino. Esperó el culminar de la tertulia sostenida por aquellos espectros de vestimenta oscura y descendió del árbol a las estatuas venusinas embebidas bajo el crisol nacarado del crepúsculo. Una parte de su mente estaba despertando, y regresaba con oleadas de ardor. Cirilo se frenó en una esquina del patio, sentado entre la hierba corta y los arbustos floreados... intentando discernir el torrente de recuerdos que golpeaban detrás de sus ojos cuando olió un aroma picante proveniente de las cocinas, encendidas con guisos suculentos y guarniciones rebosantes en efluvios de mantequilla derretida. Era un gato, con pensamientos de gato y pasatiempos de gato... pero alguna vez fue una persona.

En la cocina lo recibieron con arrullos y mimos, y un pinche de delantal manchado le sirvió en su recipiente una cuantiosa porción de recortes de jamón y trozos de papa salteada con perejil y ajo. Aún faltaban horas para el anochecer, y aprovechó a echar una siestita sobre un montículo de cajas apiladas. Su pequeño cuerpo requería abundante descanso... y en esos sueños felinos impregnados de incandescencia flamígera recordó una lluvia rutilante que caía sobre los tejados metálicos de un suburbio marginal en su otrora vida. Iba de la mano de una mujer obesa de rostro demacrado, caminando deprisa... hasta llegar a la intersección de un callejón distante. Habían tomado varios autobuses hasta llegar allí, y finalmente la gorda mujer soltó su pequeño brazo.

—Espérame aquí—le dijo, con lágrimas en los ojos—. Perdóname, José. Lamento haberte tenido... Volveré por ti. Nunca dejes de esperarme.

La vio esfumarse en la lluvia como un sapo atragantado. Esperó... durante mucho tiempo esperó a esa mujer. La lluvia terminó. Subió y cayó la luna... Y durante un par de amaneceres esperó sentado en aquel callejón desolado. Quizás fue demasiado joven para entrar en razón, o el trauma de abandono lo dejó en un estado delicado del cual no habría salido si el hombre de ojos grises no lo hubiera visto. Aquel brujo imponente de ancha espalda y calva prominente puso sus manos gigantescas sobre sus diminutos hombros y...

Cirilo despertó cuando un cocinero movió las cajas donde yacía recostado. Arqueó el lomo y estiró las patas mientras soltaba un profundo bostezo. El ajetreo de las cocinas no lo dejaría conciliar el sueño... y atravesó los portales en busca de Fiorella. Conocía los atajos de aquella inmensa mansión y sus escondrijos. Entró por el agujero superior de una pared robusta a través de una escalera de muebles... y sus ojos se acostumbraron a la oscuridad de aquel túnel. Corrió en silencio a través de pasajes pétreos. Las cámaras selladas del acaudalado masón contenían colecciones horripilantes de huesos gigantescos que abarcaban salones enteros con costillares ignominiosos de dragones marinos y repisas repletas de fetiches mágicos, cabezas momificadas y reliquias invaluables adquiridas en pujas del mercado negro. Atravesó las habitaciones hasta llegar al patíbulo de Fiorella, y la encontró recostada en su cama con dosel. Maulló para hacerse notar y saltó a la orilla de la cama para acurrucarse hecho un ovillo.

—Cirilo—la escuchó decir.

El gato negro respondió con un maullido agudo.

—¿También tienes miedo? —Preguntó. Cirilo se irguió, mirándola fijamente—. Es Noche de San Juan, y... mi padre y sus compañeros van a concertar un Ceremonial de Descenso en nombre del Demonio Meridiano. No sé los detalles, pero llevarán a cabo un procedimiento en desuso... desde los días de herejía en el viejo mundo. Se han reunido en el jardín, y me prohibieron acercarme.

Cirilo la miró con ojos cansados y le lamió los dedos de la mano para calmarla. Los ronroneos emitidos por su cuerpo consiguieron diluir la inquietud de la chica, hasta que finalmente se durmió. Pero él no consiguió dormir, por primera vez desde que era gato... se sentía inquieto. El transcurrir de las horas era una letanía de sopor indescriptible. Los ruidos extraños que captaban sus orejas puntiagudas conformaron una sinfonía de espíritus siniestros sobre olas oscuras de mares muertos en planetas siderales.

Salió de la habitación a la medianoche como quien teme al advenimiento de un horror incomprensible. El pasillo desolado nunca había sido tan largo y escalofriante: el silencio penetrante rebotaba en las paredes y llegaba hasta los folículos de su piel con sensaciones y cosquilleos inusitados. Las cocinas estaban vacías tras despachar al personal encargado del festín, el salón era un desierto fantasmal y en las habitaciones de empleados únicamente se oía la reverberación de una orquesta maléfica compuesta por íncubos furibundos y malignas potestades con tambores de hechos de cuero cabelludo y flautas labradas con fémures. Los silbidos de la cacofonía dionisíaca punzaban en lo profundo de su pelaje con dedos fantasmales...

Una figura gigantesca surgió en el fondo del corredor como una aparición del otro mundo: el hombre se apoyó contra la pared, iluminado por el fulgor nítido de un claroscuro lunar... moteado por las sombras susurrantes y el brillo argentino. El olor ferroso de la sangre delató un sendero de hilos rojos y huellas sanguíneas... El brujo levantó sus ojos grises con aflicción, los músculos endurecidos de su fisionomía se ablandaron al atisbar la forma aparente del gato negro en la penumbra.

—José—presintió un llamado. El hombre se tambaleó, apretando su vientre rajado. Su rostro ensangrentado era una máscara escarlata—. Lo siento, José. Un cuerpo sin espíritu es un recipiente que tarde o temprano termina pudriéndose—dio un paso y se tambaleó—. No conseguimos frustrar su llegada a este mundo—miró la luna gibosa de tez amarillenta que asomaba por los ventanales de grueso dosel—. Ellos pensaban que el Demonio del Meridiano era el único que podía oponerse al Altísimo, quebrantando sus leyes... pero, lo que invitaron a nuestro mundo va más allá de nuestras concepciones fundamentales del universo. Existen entidades anteriores al nacimiento de nuestro universo. Seres desconocidos de un interregno cósmico acontecido durante el Gran Vacío... allende a la permutación del tiempo.

Cirilo se acercó al hombre, y una mano húmeda acarició su pelaje azabache. Aquel era su maestro, el Señor Simón Tscchebanow, que lo rescató de la calle y lo educó en los Misterios Mayores. Su nombre había sido José Chirinos, y su anterior cuerpo era el de un jovencito quinceañero que, mediante la Fórmula de Realidad Deseada, se adentró en el impermeable Mundo Onírico para explorar las mesetas rocosas de territorios inexplorados y las bibliotecas ignotas de los magos negros. Simón y él se infiltraron en el Círculo Masónico de Ciudad Zamora con tal de recuperar una peligrosa traducción del ignominioso Libro de los Grillos que fue robado de los almacenes de la Fundación Trinidad, y según los reportes manifiestos debía estar escondido en la mansión de Sabbatai Zevi como uno más de la colección de grimorios maléficos en su biblioteca privada. Como nauta experimentado sabía cómo separarse del cuerpo durante la gnosis del sueño lúcido, apareciendo en el Círculo Mágico trazado por su mentor durante las reuniones sectarias. El símbolo arquetípico de la Puerta lo manifestó repetidas veces en los salones herméticos durante sus viajes de reconocimiento... y su exploración a la mazmorra que resguardaba la biblioteca no tuvo más inconvenientes que la interrupción de circuitos mágicos de repulsión, que logró desactivar con procedimientos rudimentarios.

El manuscrito en cuestión era una contravención horripilante del orden natural. El texto maldito del original era capaz de enloquecer a los que osaran desentrañar su blasfemia, y las pocas traducciones que salían a la luz ocasionaban desastres impredecibles. José había esperado encontrar tulpas o Sirvientes imaginarios restringiendo el paso... pero al atravesar la barrera de la mazmorra se encontró cara a cara con Sabbatai Zevi: un hombre diminuto y rollizo de vestimenta pulcra y cuerpo tatuado; con el innominable opúsculo en las manos. El masón fue capaz de avistar su forma onírica al recitar los perversos conjuros de sus páginas, y un vórtice descomunal arrastró su esencia por un paisaje gutural gobernado por dioses desfigurados... en una odisea de polaridad negativa que rompió los límites de su permanencia atemporal. Una mente colosal lo devoró en un espiral caótico, y se halló viajando... tirado por las vísceras a agujeros negros y colisiones intergalácticas. Vio alejarse el tiempo, y durante un instante impensable se halló arrastrado al ocaso del cosmos y la desintegración atómica.

La materia violeta se alejó rápidamente, y el negro vacío sideral lo envolvió con una espeluznante sensación. Los paisajes de luz se sucedieron en una intermitencia estrafalaria, hasta que flotó sobre el abismo de las formas retorcidas... donde no existía ley alguna. Un reino desconocido de seres descarnados que fueron expulsados con el advenimiento del Altísimo. Otras burbujas universales parecían diminutas motas de polvo flotando en aquel estanque bidimensional del fluido espinal cuántico. Vio removerse la cortina negra del vacío inconmensurable ante la presencia de seres escalofriantes capaces de engullir burbujas universales... y tormentas de siluetas sin materia desdibujas en el precipicio de la existencia. Dentro de aquel flujo, las burbujas universales nacían y morían con un chasquido fantasmagórico. Fue perdiéndose en la eternidad hasta que una lanza flamígera lo enganchó en el pecho y una deidad pálida e indescriptible formada por incontables tronos lo estrujó como una esponja y lo proyectó al interior de una diminuta burbuja cósmica cuyos bordes comenzaban a colapsar tras el asedio de trillones de seres demoníacos.

Cirilo escuchó un grito horripilante que terminó en un estertor ahogado al otro lado de la mansión. Simón Tscchebanow se derrumbó en un charco oscuro. «Lo que invitaron a nuestro mundo va más allá de nuestras concepciones...». El gato negro corrió a un jardín convertido en un erial de sangre: estatuas destrozadas y cadáveres desmembrados eran los restos ornamentales de una diabólica Ceremonia de San Juan. La Estrella de Nueve Puntas del Demonio Meridiano rodeaba al Espino de San Jorge... pero sus ramas se habían torcido y una fisura abría el tronco como un útero destrozado tras un extenuante y doloroso parto. «Seres desconocidos del interregno cósmico acontecido durante el Gran Vacío».

El Círculo Masónico fue mutilado horriblemente bajo el plenilunio. El hedor a sangre y excrementos era insoportable, y el rastro sanguíneo continuaba por las habitaciones... Cirilo corrió en busca de Fiorella, llegando rápidamente por el pasadizo y encontrando una habitación vacía y desordenada. Corrió y corrió, hasta escuchar un gemido ahogado procedente de las cocinas: mesas volcadas, altos hornos derribados y repisas colapsadas. El suelo era un pastizal de harina, azúcar, manteca y vísceras; y... Cirilo sintió el pelambre de su espalda erizarse con un paroxismo. El batracio larguirucho se estaba alimentando de un cadáver en medio del desastre. De su joroba sobresalía un espinazo de saurio, y los miembros flacuchos de su taxonomía indescriptible componían la quimera monstruosa entre un gusano anélido y un arácnido,  de un color cerúleo y enfermizo. La impresión que tuvo ante aquel horror cósmico recortado bajo la ínfima luz mortecina del plenilunio... fue de un miedo inimaginable. Los ojos espectrales del demonio, de largas extremidades, asomaban en la penumbra como espectros... La protuberante osamenta se confundía con una enramada laberíntica. En el torso esquelético se hallaba un espeluznante agujero: un vacío infinito de negro horror absoluto. Las fauces del endriago rumiaban una sustancia bituminosa cual alquitrán... como un espíritu estéril del valle de las sombras. Su piel curtida... exhibía hilos de músculo, carne fétida y huesos ennegrecidos. Podrido y nauseabundo. Un engendro maldito de un planeta muerto en una región desconocida del firmamento...

Se alzó sobre el cadáver de un Sabbatai Zevi cuya barriga se abría como una flor sanguínea, mostrando para su horror una imagen secular y escalofriante: tres pares de extremidades descompuestas impulsaban su horripilante locomoción; atrofiadas y repulsivas iban insertadas en su tronco, debilitadas por la putrefacción. El rumiar de su constante masticar en las noches silenciosas... era augurio de un horror inefable que arrastraba víctimas a calamidades sin precedentes.

Escuchó un gimoteo, y descubrió a una diminuta Fiorella que lloraba echa un ovillo bajo un montón de cajas. El monstruo levantó su cabeza: una masa pulposa de carne infecta recubierta de bulbos cartilaginosos... que parecían captar los sonidos de las cacerolas. El vientre hinchado de piel colgante estaba completamente ensangrentado... y las ventosas en su cuello provistas de aguijones capaces de destrozar la carne.

Fiorella lo miró con el rostro completamente incoloro, intentó gatear fuera del alcance del endriago... pero el sonido de su cuerpo pareció despertar la atención de la gigantesca sanguijuela de apéndices putrefactos. Fiorella se paralizó, miró al monstruo girarse a ella perdiendo todo interés por el cadáver destrozado de Sabbatai y... Cirilo saltó convertido en un demonio peludo. Mordió y arañó con sus garras aquellos bulbos gelatinosos. Un líquido tibio cubrió su pelaje mezclándose con sustancias aceitosas de olor sulfúrico... La maraña provocó una cólera inenarrable que azotó las paredes y destrozó las cocinas. Cirilo sintió un mordisco caliente en el vientre, y se desprendió de aquella masa cartilaginosa... cayendo sobre un saco rajado de harina. Intentó incorporarse, pero sus costillas ardían y le costaba respirar... Esperaba que Fiorella hubiera escapado, pero una parte egoísta de su ser se alegró cuando unos brazos cálidos lo levantaron.

—Cirilo—escuchó a la chica, llorando y temblando con sus restos destrozados en los brazos—. ¡Cirilo! ¡No te mueras, Cirilo!

Escuchó fogonazos y el batir de unas alas draconianas. Una sombra negra se precipitó sobre Fiorella, y la levantó del suelo con un estremecimiento... abandonando su moribundo cuerpo de gato. Una veintena de hombres vestidos con uniformes negros irrumpió en la cocina, portando sendas ametralladoras... Disparos, estallidos, gritos y fogonazos. Un chorro de fuego bañó la espalda de la criatura con un chisporroteo aceitoso... y Fiorella desapareció tras un portal siendo arrastrada por aquellos hombres enmascarados. Un trípode blanco que sostenía llamas inmaculadas...

—Espérame aquí—le dijeron una vez, con lágrimas en los ojos—. Perdóname, José. Lamento haberte tenido... Volveré por ti—Cirilo cerró los ojos—. Nunca dejes de esperarme.

«Así es este viaje, ninguno se queda hasta el final. Todos en algún momento tienen que irse».

Y con ese último pensamiento, murió...


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