Cañaverales
I.
En algún momento de su vida, todo hombre deberá descender a los cañaverales, y es allí donde se convertirá en quien debe ser. Todo comenzó cuando me caí por el barandal del tercer piso del orfanato, y al levantarme, mareado por la contusión... un carro me atropelló. Iba a alta velocidad, y me lanzó unos cinco metros ante los gritos de las monjas, que me llevaron corriendo a emergencias... donde los doctores quedaron estupefactos al ver que no me rompí ningún hueso.
En esa época, el término «Xenohumano» aún no era usado vulgarmente, como los noticieros de hoy día, que no dejan de hablar de individuos súper dotados que azotan la nación; por lo que simplemente me describieron como un mutante anormal. Antes que los militares y la policía internacional se dirigieran a mí como el extremadamente peligroso Señor Mostaza, fui un niño abandonado en un orfanato de monjas mamaguevas. No recuerdo mucho de mi infancia, señores oficiales; apenas recuerdo haber atravesado un túnel blanco como una escalera celestial en descenso a un Paraíso desterrado... y un hombre moribundo que me abandonó a las monjitas, supuestamente herido de muerte por un tiroteo.
Por supuesto que huí de ese orfanato cuando tenía ocho años, no soporté que las monjas me pegarán con las reglas de madera en las manos cuando no podía leer un texto... o que me mantuvieran encerrado como un preso—como en esta cárcel de polímero antibalas—; y huí junto a otros niños que, como yo, sabíamos que nunca seríamos adoptados por los adultos insensibles. Nadie podía salvarnos, ni Jesucristo o la Virgen María; o la Santa Muerte, que comenzó a ponerse de moda en esa época tan cruel de sodomía infantil.
Nueva Bolívar es la ciudad más extraña de la República Bananera de Venezuela: una metrópolis agitada por la desigualdad de clases; edificios altivos que derramaban petróleo en avenidas lujosas, y decenas de barrios integrados por favelas de lámina y cartón, donde vivían toda clase de alimañas sociales y degenerados. Era una capital fallida. No los recuerdo bien, me siento triste al intentar extraer sus voces del cajón de los recuerdos... Algo dentro de mí se rompió cuando comenzaron a matarnos. Adrián de Jesús era el mayor, doce años creo, aunque parecía menor porque era un enano de mierda, y la desnutrición le deformó los huesos; me acuerdo que atracó una panadería con un cuchillo, solo para darnos la cena cuando nos quedamos sin nada en la calle. A la niña le decíamos Teresa porque era bien puta: se la chupaba a los camioneros de la carretera, detrás de un restaurante criollo por unos bolívares para comprarse sus pulseras; a esa la desaparecieron. Era muy menor... y no la perdonaron los depredadores... Porque en esas calles todos eran linces al acecho, y uno comenzó a hacer ruido. Carajo, no recuerdo los nombres de los demás... solo las formas espantosas en que los mataron. Al final solo quedamos Adrián y yo, porque a mí nadie podía agarrarme... porque yo corría durísimo, y no hacía caso a los adultos de la calle. No era como los otros niños, decían los muchachos del liceo: con este hay que ponerse las pilas, este sí es una criatura del Señor.
Fue entonces que reclutaron a Adrián, y este me enseñó a transportar la cocaína en tubos de papel que debían contener bicarbonato de panadería; y recorríamos los agitados barrios ante las miradas fulminantes de los maleantes, porque andaba en esos días la disputa de territorios... y la distribución en las avenidas de los millonarios; que pagaban muchísimo por porquería sin cortar. A mí en lo personal no me gustaba ser el monigote del Adrián, porque cuando me robaban la mercancía a punta de cuchillo me pegaba unos trancazos en el coco, y me hacía chichones; por eso, cuando la policía lo agarró, y le reventó las costillas a tablazos... lo dejé morir en un parque, donde el sol lo terminó de matar y el servicio social se lo llevó para enterrarlo.
Yo vivía en una favela del Barrio de Petare, detrás de un callejón por el que no pasaba nadie. Los muchachos del liceo me lo armaron: era un caserío de zinc oxidado, unido con alambre y fijado al suelo con palos podridos... allí tenía una colchoneta amarilla y unas cobijas del Hombre Araña para soportar el frío de la montaña. Allí también cortaban el raspado de la cocaína con harina de trigo y azúcar para que rindiera... y siempre cargaba cuchillo en el pantalón para cuidarme de los adultos asquerosos. Me dieron palizas para robarme tras pillar el escondite, pero yo no soy un sapo... Ni allí en el barrio, ni en la Finca de la Bruja, ni los sargentos malditos con sus insultos, ni en la selva durante el bombardeo... dejé que me quebrantarán.
A los muchachos del liceo, esos que vendían droga de segunda a precio regalado en las favelas de los adictos, les cantaron la vuelta y los cazaron: una tarde que estaban en la cancha jugando fútbol, una camioneta pasó cerca y les soltó una ráfaga de disparos. Los mataron, le estaban quitando clientes a los que se verdad producían la vaina en los laboratorios del barrio; y a mí, me pillaron entre varios encapuchados y me metieron en el baúl. ¡Dios mío, me imaginé tantas cosas! Creí que me iban a picar, como las torturas chinas de los guerrilleros colombianos, y me sacaron llorando hasta un almacén, donde unos policías nos tomaron unas fotos y nos preguntaron el nombre: ¡Rómulo Marcano! Grité yo, y me cayeron a cachetadas por nombrar al presidente... y me obligaron a subir al compartimiento metálico de una gandola junto a un veintena de niños y niñas desahuciados. Enseguida supe que nos estaban traficando, como a los niños de la calle que desaparecen para convertirse en esclavos de las minas; o las niñas bonitas que secuestran de los barrios y las discotecas para convertirlas en putas.
Aquello fue un infierno, no podíamos levantar la voz porque se subían esos sicarios con la ametralladora en las manos y nos daban cachazos en la cabeza; a los que no se querían levantar los reventaban a patadas, y a las mujercitas que no cooperaban se las llevaban a un lado de la carretera para violarlas. Yo era un fucking niño, a la mierda con todo; perdonen mi lenguaje, señores oficiales y señor ministro... Es que estaba tan enojado conmigo mismo, y me sentía tan impotente; no es bueno que un muchacho vea llorar a tantas jovencitas sin poder levantar las manos. Me pegaron, no lo suficiente para matarme, quizás mis huesos extremadamente duros soportaron la brusquedad de esos malditos... pero por poco la cabeza se me destornilla de los hombros, y pasé el resto del viaje—unos dos días, creo—; recostado en una postura incómoda y con la cara cubierta de costras. Más tarde, cuando los médicos militares de la frontera colombiana estudiaron mis radiografías, descubrieron que mi estructura osea era compuesta por fibrillas de quitina apiladas en ángulos escalonados, similar a una espiral; estas fibrillas podían absorber la tensión de los impactos, fracturando la calcita de forma controlada. Pero, me dolía... ¡Me dolía como el Diablo! Apenas pude beber, un agua que sabía a vinagre... pero aguanté, no como los otros niños, que se descompensaron por la vomitadera y los abandonaron en las carreteras a los zamuros. Mi vida se basa en el aguante, debo aguantar si quiero seguir adelante... Esas monjas del diablo creyeron que me moriría por un simple atropello, y el maldito Sargento Rojas me dió por muerto durante la Operación Selva En Llamas; y ese huevón de Barriga de Perra me subestimó, vendiéndome al Secretario del Partido, hasta que me vengué de todo lo que me hizo pasar.
Llegué a la Finca de la Bruja con díez años, santuario del narcotráfico en un pueblo fronterizo con Brasil, gobernado por el Italiano, líder del Cartel del Llano... y el capo Monseñor Cobre, alias Barriga de Perra; a quien todos conocen por ser el cabecilla del Tren de Nueva Andalucía... y uno de los criminales más peligrosos de Sudamérica. Querían entrenarnos como sicarios del cartel, para la guerra intestina que se estaba librando por el territorio de las minas auríferas y las carreteras de tráfico disputadas con la guerrilla... ¡Malditos todos esos sicarios! ¡Y ese brujo psicópata del Manitas, que se la pasaba acariciándonos el culo en su casita portal! Ese sí era un brujo de verdad, no como esos charlatanes de la Montaña Sorte y la selva amazónica... Este sí tenía cruzado a todos los sicarios del cartel con sus ritos; y se interesó por mí, por mi cabello dorado... y que practicando incisiones en mi espalda con sus cuchillos de hueso para escribir runas vikingas, y masturbándose al sobarme el culo. ¡Maldito pedófilo! Ese me enseñó los nombres de todos los Santos que había en su altar, y se encerraba a bajar espíritus hasta la madrugada... gritando en lenguas indígenas y azotando el fuego de su caldero con polvos místicos. Eso sí daba miedo...
A nosotros nos caían a palo para obligarnos a trabajar en las plantaciones de coca de la finca, y recoger la materia prima para ser procesada en los campamentos de Guayana; también nos ponían a comer bajo la mesa como perros, y a pelear a manos por el derecho a dormir en cama o... a una comida asquerosa, pero que tras horas de esfuerzo físico sabía a manjar; a los que se robaban cosas de la cocina les quemaban las manos; a los desobedientes les reventaban tablas en las nalgas hasta que cagaban sangre; a los que se escondían los encerraban en un depósito por días. Nos advertían que si corríamos lejos, nos iban a perseguir con los perros... y si nos agarraban, nos mataban; pero que, si no podían encontrarnos, habían unos cien kilómetros de selva hasta la población más cercana, por lo que huir era peor.
Estábamos en un infierno del que pocos sobrevivían, los más débiles se morían por la fatiga y la falta de alimentos. O los mataba una enfermedad repentina, o un mal golpe se le complicaba... A esos les quitabamos los zapatos, y los lanzabamos a una fosa de desperdicios que, en época lluviosa, siempre estaba cubierta de huesitos de niños. Las montañas de zapatos en los depósitos contaban una historia terrible e infinitamente triste... ¿Cuántos niñitos se murieron en todos esos años? Jamás podré considerar un número, pensaba que las mujercitas enviadas a los campamentos la tenían peor... Y sí, la tenían... porque los adultos hablaban de que ellas no soportaban a tantos clientes por noche, y se abrían las venas. Pocas veces pensé en quitarme la vida en ese campamento, pero esa vez que tomé la decisión... cambió mi vida para siempre.
Estaba harto de los golpes en la nuca cuando fallaba un disparo, o los cortes en mis brazos cuando nos ponían a batirnos con puñales—hubo accidentes que prefiero no contar—... y el trabajo extenuante y matador en esas plantaciones del coño bajo el sol. Habían pasado varios años, quizás dos o tres... y habían ido y venido los rostros en una marea indescriptible de niños muertos. No sabía quién era, a veces era niño... a veces Cara de Mierda; otras veces, solo me señalaban para mandarme como un perro obediente. Manitas, cuando no intentaba sobrepasar mis límites con su morbosidad, resultó ser un compañero en ese infierno... dedicado al Tarot y los rituales de los sicarios para bendecir la finca y al Italiano, que pocas veces residía allí. Él me contó de los Brujos del Sorte y las Cortes Espirituales; y de la Masacre de Tumeremo, ocasionada por una cofradía de Magos Negros dirigida por Nicolás Fedor, llamada el Círculo del Negromante, que buscaba resucitar a su Gran Maestro... pero que fue aniquilada por otros círculos ocultistas de Guayana en una guerra civil. También me contó sobre sus visiones con el Pajarón, un ser maligno que yace encadenado en una caverna secreta, esperando que su maldición se rompa para envolver el país en tinieblas... o de los Sabios Inmortales en el Metro de Nueva Bolívar, que posiblemente se llevaron a la pequeña Teresa para beber su sangre; y cientos de historias aterradoras sobre las criaturas rumiantes de la Amazonia y las Ánimas espeluznantes del Llano Negro, que convertían a los hombres viles en espantos. Yo era algo así como su asistente personal, me decía «mi niño de oro», y debía cuidarlo cuando se ponía en trance y descendían sobre su Materia esos espíritus vikingos sedientos de mutilación. También veíamos los programas científicos del Discovery Chanel y el National Geografic; y esas novelas mexicanas que nos hacían llorar y reír los mediodías de descanso... Sí hay algo que debo agradecer al Manitas es que me puso a trabajar con él, en vez de mandarme a las urbes como motorizado para los asesinatos: esos eran desechos humanos detrás del volante. Pero no soportaba la Finca de la Bruja, y sus horribles jornadas de trabajo... así como el constante ir y venir de niños y adolescentes convertidos en piltrafas; y el pozo de la muerte, que parecía insondable a medida que lo alimentaban los cuerpos del rapto. Todos los días me preguntaba, ¿qué había hecho mal? ¿Por qué había terminado en este purgatorio de niños muertos y demonios despiadados? ¿Cuándo podría ser un muchacho libre? Los grilletes me estaban consumiendo, a todos mis amigos los mataron... y Manitas nunca me dejaría ir porque era «suyo». Mi vida no me pertenecía, y todas las noches lloraba... como todos los niños robados de sus hogares; solo que yo nunca tuve un hogar, fui abandonado por los que debieron quererme, y desde ese día todo fue cuesta abajo. Aún ese pensamiento me atormenta, es que yo no sé por qué no puedo ser una persona feliz. Desde niño, no fui como los otros eran. No vi como otros veían. Y todo lo que amé, lo amé solo... Pensaba que si vivía lo suficiente... podría salvar mi alma en un momento de redención capaz de borrar todos mis errores. Pero estaba equivocado, no había salida en la enredadera que controlaba mis hilos...
Por eso decidí suicidarme, esa tarde que estaba alimentando el generador de energía a gasolina que abastecía de electricidad a la Finca de la Bruja: había visto por televisión que la corriente eléctrica podía matar rápidamente a una persona con solo tocar el cobre desprotegido... así que encendí el aparato mecánico y precisé de un instante para agarrar fuertemente la conexión al motor de alta revolución. Estaba descalzo, haciendo tierra con los pies... y cincuenta amperios entraron por mi brazo en un apoteósico encuentro cercano con la Muerte; cerré los ojos, pero al contrario, el flujo de electrones que entró en mi sistema, no ocasionó un paro cardiorrespiratorio en mi corazón, y el olor a quemado del calor generado por la resistencia del cuerpo... aquel fin piroeléctrico nunca llegó. Una sensación inexplicable como de flotar en un mar de vino espumoso me embriagó. El motor de combustión explotó, destruyendo el depósito del generador... y uno de los obreros de la finca llegó corriendo a la casita destrozada, incapaz de comprender lo que ocurría; su primera reacción fue agredirme... pero, sucedió aquello que me convertiría en el villano más grande de Venezuela: al contacto conmigo, volaron los chispazos, y cincuenta amperios fueron transferidos de golpe a su cuerpo... con un hormigueo celular indescriptible. El hombre se despedazó visiblemente con un aullido de dolor: su piel se resquebrajó en grietas rojas, sus ojos se fundieron como aceite hirviendo, y sus botas de plástico desprendieron vapor rojizo... Muerte instantánea, negro vacío. Manitas se enteró de lo ocurrido, y se lo hizo saber al Italiano y a Barriga de Perra.
Fue entonces que mi vida cambió por completo: dejé de ser un huérfano sin propósito, si alguna vez lo fuí. Quisieron convertirme en el sicario más duro del país, más poderoso que Míster Cartelúo y el que hoy es reconocido oficialmente como Capitán Venezuela tras la Operación Selva En Llamas.
En algún momento de su vida, todo hombre deberá descender a los cañaverales, y es allí donde se convertirá en quien debe ser. Me forzaron a meter tenedores en enchufes en demostración de mis habilidades para transferir la electricidad, Manitas creía que era la reencarnación de Shango: el Dios del Rayo en la religión Yoruba; o la encarnación de un espíritu antiguo hecho hombre... Un semídios en la humanidad. De inmediato, supusieron que mis huesos irrompibles tenían algo que ver a las mutaciones producidas por la estela de un cometa rojo que cruzó el cielo durante mi concepción... y estaban dispuestos a experimentos clandestinos para descubrir mis capacidades.
Manitas prosiguió a enseñarme los prodigios taumaturgicos de la rudimentario Magia Planetaria: los ardientes Vulcano, Hestia y Ares... capaces de obrar el milagro de la combustión helénica; el relámpago de los dioses olímpicos; y demás fenómenos naturales producidos por la acumulación de pequeñas fallas en el universo. Me explicaron los procedimientos místicos de los prodigios entrópicos, y cómo podría aplicar mi mutación para multiplicar los efectos kineticos. ¿Cómo se los puedo explicar, señor Ministro Cabello? Usted y el presidente Rómulo Marcano creen en la influencia espiritual sobre el universo... Supongo que son las permutaciones de la mecánica cuántica afectan el tejido de la realidad. Bueno, ¿cómo puedo explicar para que me entiendan? Para lograr un hechizo de Magia Planetaria se requiere una serie de instrucciones, como los comandos de un sistema operativo... capaces de alterar la realidad: para convocar la lluvia se requieren cánticos, pasos de baile y ofrendas; para una combustión es requiera la influencia de un Elemental del Fuego sobre un material simpático como el azufre. Es un poco complejo el asunto, pues una ciencia prohibida que han refinado los brujos del Llano Negro gracias a la influencia de los círculos ocultistas ingleses y franceses. Gracias a mi mutación podía absorber y controlar grandes cantidades de energía para simplificar conjuros, pero esto no se compararía a los descubrimientos que los científicos militares descubrieron en la frontera...
¿Cómo me hice rico? Jugando bingo con putas... y cuando cumplí doce años, Barriga de Perra me sacó de la finca para trabajar con él. ¿Qué puedo decir de ese maldito? Era muy grande, más de dos metros de altura, y gordo como nadie: casi ciento cincuenta kilos, como un toro con esteroides. Y le gustaba manejar grandes camionetas conmigo de copiloto, y hablaba muchísimo... eso sí era bueno, se lanzaba unas historias comíquisimas; y podía durar horas hablando de putas, y de rutas de narcotráfico, y anécdotas de barrios cuando era boxeador, y de cuando lo metieron preso en Tocorón y se coronó como rey de la cárcel cobrando vacunas a los presos. Él era como yo, siempre decía con su cara de cochino roja y su risa mongolica de niño espeluznante... y se vestía como un chófer de autobús y un sombrero negro. Y... fue como lo más cercano que he tenido a un papá; viajamos por casi todo el país a sus reuniones, llegué a conocerme las carreteras principales y los barrios metidos que se dedican a sembrar y destilar cocaína... y a esos lancheros que llevan los paquetes a ultramar; y esos gandoleros bigotones que esconden los paquetes con drogas en sus contenedores; y las guaridas secretas donde guardan caletas millonarias; y fuimos al cine muchas veces a ver películas de disparos y comedias bizarras, y comimos en restaurantes de todo tipo; y me llevó a parques mecánicos después de sus reuniones con los carteles y distribuidores... ¿estoy llorando, verdad? Sí, me gusta recordar esos buenos momentos con Barriga de Perra; porque, hubo muchas persecuciones en calles sin asfalto, y disparos que rompían el parabrisas, y recuerdo sus puños cubiertos de sangre cuando salía rabioso de reuniones, y tenía que esperarlo afuera de prostíbulos en grandes ciudades cuando necesitaba descargarse... y los gritos de dolor de las mujeres cuando él las dejaba destrozadas; y su mal genio que intentaba aliviar cantando música llanera a todo pulmón en la avenida. Recuerdo que una vez estuvo negociando con el jefe de un campamento indígena en las minas de Guayana, y entre amenazas y sobornos levantó al indio por la garganta... mientras nos rodeaban con ametralladoras, y le fracturó el cuello con un movimiento de los dedos. Era temido, a pesar de sus conversaciones infantiles y su risa de retrasado... pues su fuerza era inmedible; una vez, nos quedamos atrapados en una carretera de tierra empantanada, y él solo se bajó del asiento, y levantó las ruedas traseras con los dos brazos. Y los golpes, nadie podía pegarle de verdad... su barriga prominente parecía antibalas, y una sola pierna suya pesaba más que yo. Era un burro obeso de cara roja y ojos grasientos... y por lo que me contaron las putas tristes de las minas, todas le tenían miedo porque cuando se le paraba, nada lo detenía y las dejaba acabadas por varias noches.
Él me decía señorito Mostaza porque me gustaba mucho echarle bastante salsa a los perros calientes... y creo que el nombre se me quedó cuando me vendió al gobierno. Estoy seguro que hizo un trato con usted, señor Ministro de Defensa; y eso me arrastró hasta la última consecuencia... no importa las veces que quisieron matarlo a escopetazos y yo maneje el carro mientras estaba cagando las dieciséis hamburguesas con salsa de ajo. O las veces que nos perseguieron con machetes por cerros y nos guiamos en la oscuridad hasta alcanzar la civilización... o cuando se tomaba cuatro cajas de cervezas y cinco botellas de anís cartujo, y no podía levantarse de la cama en la mañana y debía ir a buscar las pacas de dinero que los distribuidores de las ciudades dejaban en puntos específicos de la carretera. Ni me rehúse al torturar a los descarrilados con mis poderes y una batería de carro. O cuando le clavaron un cuchillo en la barriga porque nos tendieron una trampa, y le tuve que sellar la herida con pegamento de zapatos... Y cuando secuestramos al hijo de un mafioso endeudado de Nueva Bolívar, y me pidió que lo matara con la Pietro Beretta chapada en oro que le regaló el Italiano. O cuando me enfermé de dengue, y él me cuidó como un papá preocupado mientras viajamos por los caminos verdes de la frontera colombiana cerrando un trato para el Cartel del Llano... y cuando me curé, me regaló un sombrero de copa como si fuera un mago de televisión, del cual nunca me desprendí. Nunca me obligó a nada, me gustaba estar con él en la camioneta... le hice caso porque quería ser como él cuando creciera.
Pero, Barriga de Perra nunca fue mi amigo, cumplí dieciséis años cuando él me vendió al Ejército Bolivariano como un arma de guerra. Me dejó en el Batallón de Nueva Andalucía, cercano al Instituto Militar de la sierra... y fui sujeto a innumerables experimentos que intentaron quebrar mis huesos, y cuantificar la energía que mi cuerpo podía tolerar... Me extrajeron muestras de sangre y tejidos, me tomaron muchísimas fotografías, tomografías y radiografías. Me cargaron con miles de voltios, me encerraron, me inducieron la inanición y la sed, me drogaron con cientos de sustancias... y me enlistaron como brigadista tras una ardua preparación militar en armas de largo alcance, paracaídas, conducción defensiva y combate cuerpo a cuerpo; descubrieron que tenía unos orgánulos en las células que podían almacenar energía química, y que podía transformar la energía cinética de los impactos... así como otras conversaciones termodinámicas. Podía absorber disparos con la piel... y utilizaron aquello como arma bélica durante el recrudecimiento de la guerra.
La frontera ardía cuando me enviaron junto a una comisión de soldados para el clima tropical de la selva húmeda... y lo que viví durante mi caída a la oscuridad fue un período de sangre y muerte. Los campamentos sufrían ataques y sabotajes diarios de la guerrilla, y los descuartizamientos eran rutina en ese exilio de dioses... Todo era destrucción, y querían que yo fuera adelante porque mi cuerpo era «indestructible», mientras que el resto de mortales sufría las infecciones y los horrores selváticos. La guerra es una picadora de carne humana sin remordimientos... y aquel paisaje desolado por los bombarderos, de árboles quemados y montañas rotas, se presentaba en mis sueños bajo el estruendo de los disparos. Muchas veces intentaron matarnos de hambre, o envenenar los riachuelos... o atraparnos en un incendio a medianoche. Eran demonios escurridizos que querían atormentar nuestros días... mis manos tiemblan al recordar el recurrente sentimiento de terror que no nos dejó dormir por muchas noches. Antes de Capitán Venezuela, yo era el único Xenohumano en esa guerra muerta... ¿Todo por una cuenca petrolera en el mar? Pensando y viendo las estrellas, pregunté... Si en algún lugar esto se estaría repitiendo. Si es que en otro mundo, tal vez, nos ganó el deseo... O si solo fuimos un error del universo. Baby, bésame; quiero que vuelvas a mis brazos pa' sentirnos eternos como la última vez...
Un día, durante un enfrentamiento por un canal, el disparo de un francotirador me alcanzó en la cien: caí inconsciente en medio de la escaramuza, y los mismos hombres que salve del Armageddon, me abandonaron. Creyeron que había muerto... eso pensaron. Las pruebas apuntaban a que solo mis tejidos blandos eran vulnerables, pero no se esperaron que un golpe contundente en mi cráneo pudiera noquearme...
El Señor Mostaza no es invencible, después de todo. ¿Cómo dicen los protestantes? Los Xenohumanos deberían desaparecer... ¿no? ¿De verdad era tan malo como todos decían? ¿En qué había fallado? Es cierto que soy cínico, y posesivo... Desperté solo en la selva, llevaba ya un año combatiendo a las fuerzas armadas colombianas... pero mi existencia estaba relegada al anonimato. Quería volver al campamento fronterizo en Cucuta, pero la Operación Selva Llamas había comenzado... y regresar fue un Calvario: llovieron bombas incendiarias que levantaron muros de fuego de seis metros de altura... mientras el grueso de los soldados arrasaba uno a uno el arco de campamentos colombianos liderados por Capitán Venezuela, siendo la operación un duro golpe al país enemigo. Conseguí resguardarme del peligro como un ángel caído que ve desvanecerse Sodoma y Gomorra; y llegué justo a tiempo a la ceremonia de condecoración que nombró a Capitán Venezuela como General de Brigada por decreto presidencial, transmitido en todos los canales principales del Estado como Héroe Nacional.
¡Qué ceremonia, señores! ¡Yo esperaba que me recibieran con el Escudo de Páez al menos! ¡Pero fueron incapaces de reconocer al Señor Mostaza después de sobrevivir a una lluvia de bombas! Entonces huí de la guerra, de todo... no quería ser yo. Hay solo un derecho humano básico: el derecho de hacer lo que te plazca; pero con ese derecho viene también el único deber humano: el deber de aceptar las consecuencias. Había vivido toda mi vida por los demás: desde que era un niño atormentado por la monjas mamaguevas, hasta por las inclemencias callejeras del frío en mi favela de lámina, y como peón del Cartel del Llano; incluso como ayudante de Barriga de Perra, y después como miliciano en una guerra que no me competía... y entonces, señores, decidí que viviría por mí. ¡YA NO SEGUIRÍA MÁS ÓRDENES DE NADIE! ¡NO SERÍA ESCLAVO DE NADIE! ¡NO METERÍA LAS MANOS AL FUEGO POR NADIE! Estaba harto de los cañaverales, súbele a esa música compadre... señores oficiales, ¿podrían traer unas cervecitas? ¡Fue imposible sacar tu recuerdo de mi mente! Me fuí, no pude soportar una vida que no me pertenecía... ¡Tanto tiempo pasó desde el día que te fuiste! Me compré un traje con corbata, gabardina negra, botas, guantes de gamuza y lentes redondos de cristal oscuro... ¡Allí supe que las despedidas son muy tristes! Encontré el sombrero de copa que me regaló Barriga de Perra... ¡Nunca me imaginé que un tren se llevaría en su viaje! ¡Aquellas ilusiones que de niños nos juramos! Fue entonces que decidí atacar la Finca de la Bruja... ¡Todos tus sentimientos los guardaste en tu equipaje! ¡Quisiste consolarme y me dijiste: "yo te amo"! Desde entonces no supe qué sería de mi vida... Mía era la venganza.
Las Formas del Deseo
«Gerardo Steinfeld, 2025»
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