El Rito del Orínoco

He presenciado un encuentro espeluznante en lo que el pueblo guayanés conoce popularmente como Piedra del Medio, flotando en las nefastas aguas del Río Orínoco... como enclave de un Tártaro desconocido en el que anidan criaturas ulteriores a la llegada del Hombre Blanco, y posiblemente, la proliferación del indígena en el Amazonas. Este prelado de seres inhumanos es ajeno a nuestras admoniciones biológicas, cuyo pacto con la familia Aguirre es promontorio de conventículos nocturnos, sacrificios rituales y horrendos actos de consumación en festividades paganas como la Noche de Candelaria; escenario de esta contravención natural... y causa de mi huida estrepitosa de esta ciudad condenada.

Mi nombre es [CENSURADO], soy abogado penal, egresado de la Universidad Oriental de Ciudad Zamora... y me vi atrapado en el horror  criptozoológico que rodea a esta familia del Paseo Orínoco. Me convertí en su cobertura jurídica, ante los problemas legales que enfrentaron tras la desaparición del joven Richard Maldonado, y la demanda por daños y perjuicios que declaró la madre de Andrea Contreras, cuya hija acabó despellejándose los tendones de los brazos en su suicidio.

Cabe mencionar que mi desempeño académico siempre fue sobresaliente, y que a pesar de mis diferencias con los otros universitarios, encontré puesto rápidamente en el Consultorio Jurídico de un amigo... pues mis apelaciones impecables y mi trato con las autoridades me permitió cierto renombre en la ciudad. Así como la publicidad en redes sociales, que amplió mi cartera de clientes hasta límites insospechados. No me explayaré en los años de oficio que pasé como asesor civil para gestionar rutinarios contratos de arrendamiento y traspaso, y demandas de divorcios por disputas familiares. Tampoco hablaré de los intereses mercantiles de empresas fantasmas, a los que tuve que acceder para pagar la renta honradamente. Por supuesto, todo aquel trayecto me permitió desempeñarme con soltura en el terreno que verdaderamente daba plata: el derecho laboral y penal. 

Para ese entonces, ya tenía mi propio consultorio en una oficina, diagonal al edificio de la Dirección de Cultura, frente al Mirador Angostura y adyacente al Registro Civil. Me ocupaba—a veces vía telefónica—, de la defensoría contra la extorsión criminal y las amenazas de los oficiales; y las denuncias contra empresas pequeñas y medianas, que no podían liquidar las nóminas de sus empleados explotados; y la cacería detectivesca de estafadores propensos al arte de la desaparición, cuyos embargos moratorios me dejaban generosos honorarios. Encaraba a los oficiales corruptos en los tribunales como un campeón, y me reía en la cara de los que se creían ajenos a las consecuencias adscritas en las leyes... así como muchos funcionarios que se creían cabecillas del sistema, y se hundían en el abismo de la incertidumbre cuando las pruebas de su malversación salían a la luz. Por supuesto, hubo excepciones militares, políticas y policiales en las que no metí la mano al fuego por nadie. Muchas de ellas, verdaderas tragedias que quedaron marginadas en el silencio de los inocentes.

La defensa en los juicios siempre era bien pagada, pues es mejor ser conocido por usurero que por barato; y cuando el señor Ezequiel Aguirre me llamó para atender la detención de su hijo Cristian, por el presunto abuso de la fallecida Andrea... sonreí, de inmediato. Comencé a indagar en lo sucedido, pues el apellido Aguirre era renombre de testaferros mineros en el Callao y Sifontes, y me imaginé sendos huecos de extracción en páramos arcillosos, con mangueras metálicas inyectadas a las extrañas del planeta para desangrar vástagos auríferos, exportados al mercado ilegal. Aquel era mi boleto dorado a la fabrica de enanos cocainómanos administrada por un Willy Wonka positivo en el test de racismo... y, yo era un oportunista posiblemente fichado por la inteligencia policial del SEBIN.

«¿Cómo está, detective Oronoz? ¿Encontraron al muchacho masturbándose en el autobús? Sí, esas cosas pasan cuando se suben esas muchachas de los gimnasios con las licras metidas en las nalgas... ¿No? ¿Ese es otro caso? ¿De verdad cree que este muchachito violó a la fallecida? ¿Lo metieron preso por averiguaciones, sin saber que podría pasar meses o... años encerrado, sin ninguna prueba? ¿Me hará presentar una apelación a los tribunales por detención arbitraria? ¿Quiere que saque el Habeas Corpus del camión? Sí, lea el artículo veintisiete de la constitución, y métase la lengua en el culo. Están violando la libertad y seguridad personal de un menor. Dígale a la Licenciada Ascanio que suelte al muchacho, porque la Ley de Amparo lo protege contra cualquier delito injustificado, y es obligación del juez soltarlo». Pero, ese fue el primer chispazo de candela, porque soltar al muchacho e investigar la degeneración mental de Andrea Contreras... llamó la atención de un caso aislado a la denuncia, en el que el psicólogo de la muchacha también desapareció misteriosamente. Aquello abrió averiguaciones de parte del CICPC, y los detectives volvieron a destapar los expedientes al fondo de los archiveros.

Los Aguirre tenían muchos enemigos, y su principal cobertura judicial era aflojar la cartera ante la extorsión policial... y rodearse de influencias nefastas que los convertían en presas de terceros, enemigos públicos e involucrados en las disputas criminales del Hampa. ¿Cómo conseguían las cuantiosas sumas que les pedían los emisarios de cárteles? ¿Cómo pagaban tantas Vacunas a los ociosos, para que sus vidas sigan transcurriendo con normalidad? ¿Cómo aún así, podían disfrutar de restaurantes en la Avenida Táchira, y viajes millonarios a la Isla de Margarita varias veces al año? Es más, su mansión era una de las más vistosas de Ciudad Zamora: un palacio sobre una cumbre que daba espacio al Casco Histórico, en plena avenida, y de cuyas columnas jónicas pintadas de rosado y fachada empedrada, corrían rumores de brujería italiana y pactos satánicos. Sospechaba que la mayoría de sus rentas provenían de sus molinos de extracción en las minas de oro. Así como los numerosos negocios—la mayoría en crisis, únicamente utilizados para blanquear el dinero de la venta de oro—, que aquella familia tenía montados en diversos municipios. Pero, la legítima era otra: una indescriptible y nauseabunda asociación de ideas que convertían la mansión de la colina, en una guarida de orgías sobrenaturales, y horrores incognoscibles... que ningún habitante cercano sospecha.

Me aventuré a reunirme en persona con Ezequiel y Norma Aguirre para ofrecerles asesoría judicial, respecto a sus deberes y derechos ante las exigencias y tratamientos injustos de parte de los funcionarios del orden. Me sorprendí del desconocimiento que les costó auténticas fortunas al ser atacados por la ley. Muchas veces, los oficiales los amedrentaron y estos cedieron por ignorancia, solo para incentivar el latrocinio de estos pendencieros... y fueron víctimas de jueces confabulados con narcos para sacarles millones de bolívares. Siempre víctimas de tratos injustos, como el que le dieron al joven Cristian Aguirre, y que obligaron a los suyos a pasar malos ratos en cárceles hacinadas, donde fueron abusados de formas indecibles. Entonces, llegué yo con mi buen humor y mi dosis de código civil para aliviar esta plaga de ignorancia... y solucionar aquellos desfalcos de capital, que mantenían asfixiados los negocios del patrón. Me aseguré de apelar con denuncias impecables a los extorsionadores del Señor Wilson—ese recluso de la Cárcel de Vista Hermosa que extendió sus tentáculos del crimen en la ciudad—, con mi propio gabinete de detectives privados y sicarios financiados por la holgada cartera de Negocios Aguirre. Les mostré cómo memorizar diálogos de autodefensa contra los abusos policiales, así como el imbatible recurso de preservar en el carro una constitución o un código civil, con artículos claves subrayados en color fosforescente. Mis clientes pronto recuperaron la tranquilidad que creían perdida para siempre en el laberinto infinito de las amenazas.

No todo era color de rosas, pues debía seguir indagando en la desaparición del psicólogo Richard Maldonado, que llegó a la ciudad como pasante en el Psiquiátrico Bolivariano; y cómo estaba siendo asociado a la familia Aguirre, junto con la denuncia de daños y perjuicios de la madre histriónica de Andrea Contreras. 

La cereza del pastel que me consolidó como abogado de cabecera para esos mineros podridos en oro y plata, llegó cuando detuvieron a Fernando, hermano menor de Ezequiel Aguirre, por manejar borracho en la autopista. Supuestamente, los oficiales al reconocer al implicado, le sembraron drogas para sacarle dinero en los juzgados... por lo que la señora Aguirre me llamó, llorando: «Leo, por favor, tienes que venir. Es mi cuñado, el hermano de mi esposo. Lo metieron preso y le sembraron droga. Tienes que venir corriendo... Tenemos que ir a los tribunales. Esto no se puede quedar así. El muchacho no está en malos pasos... Solo le gusta la bebida, pero nunca ha fumado marihuana ni olido perico. Por favor, Leito, ven rápido».

—Por supuesto, doña Norma—le dije con una sonrisa—. ¿Los funcionarios dicen que lo vieron con un cacho de marihuana? ¿No saben que la palabra de los funcionarios, indefinidamente su número, cuánta como uno solo? El Tribunal Supremo de Justicia rectifica que... para condenar hace falta algo más sólido. Vamos a hacerle la prueba toxicológica al muchacho, y veremos los resultados... ¡Ya mismo llamo al juez para soltar a Fernando! ¡¿Cómo es posible que lo hayan retenido, sin defensa y sin juzgado?! ¡Es más, unas doce horas más en esa patrulla... y todo el procedimiento es nulo por decreto del código! ¡Déjame llamar a mi pana Aquiles, del juzgado, y apelaré por la violación de derechos de mi cliente! 

Fue entonces que conocí personalmente al corpulento y simiesco Ezequiel Aguirre, y su esposa Norma, que era regordeta y de cabello teñido. Ambos vestidos de blanco a juego con collares de piedras negras, de esos rosarios mágicos que ofrecen los brujos de la Montaña Sorte. Me invitaron a un asado en su mansión... y me presentaron a su familia extraña como el mejor abogado de Oriente. Enseguida noté cierta degeneración, latente entre los presentes: de lejos parecían seres humanos de indumentaria blanca y parafernalia esotérica, montados en sendas camionetas y asando carne de primera, chorizos picantes, morcillas dulces y suculentas chinchurrias con limón... pero de cerca, uno se daba cuenta de cierta impudicia que relucía con oprobio en el verdegrís de sus cutis resecos, y en la estructura facial de su fisionomía cóncava. Como una remanencia primitiva de barbilla hundida, frente amplia y mejillas caídas con ojos sobresalientes... incapaces de parpadear con soltura. Su sudor rancio olía a gasolina, bajo los litros de perfume rociado en su piel pardusca... y la sensación de que sus pupilas se retraían cuando miraban fijamente, me resultó incómoda. Y el dinero, por supuesto, salí con ellos en la camioneta a comprar licores en el supermercado del centro... y pagaron en efectivo con un fajo de divisas impecables. A su vez, la flacidez de su andar me causó una inusitada repugnancia... y la manera enfermiza en que comían y bebían me resultó horrorosa.

Pero, aquello que más me causó temor, fue un altar de piedra en un pequeño templo construido en el patio... en el que los miembros más jóvenes de aquella estirpe abominable encendían velones perfumados y dejaban ofrendas con sugerencias macabras a las deidades invisibles de un panteón desconocido. Solo una vez pude acercarme, como atraído por una Providencia inefable a aquel hipogeo de sodomía, en el que confluye una cosmología de ídolos tallados en piedra verde y vidriosa como pórfido, y cuya antropometría adulterada con injertos animales era concilio de sincretismos horripilantes.

Uno de los niños pequeños, un batracio de ojos como ciruelas y coronilla hundida, apareció entre mis piernas para velar por la perpetua iluminación en el interior del pequeño templo. Me dijo con fascinación que el Demonio del Meridiano era el hombre con cabeza de ciempiés, y que era un Dios terrible proyectado hasta el infinito en los sueños del mundo. También me enseñó grotescos nombres que no puedo repetir, y un procónsul de figura esquelética formado por lo que parecía eran varillas. Me advirtió que la emperatriz no podía saber que él me contó esas cosas, y nos fuimos de allí a la parrilla para contemplar el chisporroteo de la grasa sobre los carbones al rojo; y nunca agradecí tanto las cervecitas que bebí con premura esa tarde. 

Ezequiel se sentó a mi lado lejos de la música, y comenzó a contarme entre susurros y miradas intranquilas lo que sería el inicio de mi locura. Estaba seguro que los Aguirre pertenecían a una logía masónica del calibre de los Magos Negros de Angostura, responsables en la masacre de la Calle Boyacá hace cinco años; o una secta satanista conformada por familias elitistas, cuyo patrimonio equivaldría el poder económico del país... pues su influencia en el Arco Minero como inversionistas era importante. Esperaba una proposición de membresía a un convento esotérico de renombre como el Círculo Ocultista de Puerto Bello, o uno de los extintos cultos vampíricos de Nueva Andalucía... pero, me encontré con un fanatismo efervescente orientado a unas metamorfosis físicas y espirituales bajo la potestad de una divinidad femenina del Amazonas, traducida como la Emperatriz. Cuya omnipresencia es reconocida en las creencias prehispánicas a lo largo de las tierras lacustres del Orínoco, el Río Amazonas y las rutas hidrográficas que interceptan las regiones auríferas y los campamentos anarquistas del Llano Negro. Esta deidad cismática estaba regida por la influencia de Odrareg—contrario a la Regla de Osha de la Santería—, bajo la directriz del Demonio del Meridiano y los Dioses Muertos... dejándose comandar por un heresiarca terrenal que enuncia los edictos morales para guarecerse en la sociedad contemporáneo, y cocina pócimas con raíces venenosas y polvos místicos que van cambiando el cuerpo desde adentro... y cuyo fin es la perpetuación de la vida más allá de la existencia humana.

Habían muchos más secretos, pero en esa ocasión, Ezequiel Aguirre se limitó a contarme sobre mi obligatoria iniciación en la fraternidad, porque había demostrado mi utilidad, y debía seguir todas las indicaciones en vía a mi purificación para la Ceremonia del Encuentro... donde me sería desvelado el gran secreto de la existencia. Por supuesto, me hizo entrever aparentes amenazadas de lo que podía pasarme si me rehusaba, rectificando que otros habían pagado las consecuencias de descubrir los secretos de la familia. Pensé fugazmente en el desastroso suicidio de Andrea Contreras, y la desaparición de Richard Maldonado, y acepté sin entusiasmo. Maldita sea, ojalá hubiera sido una invitación—como me llegaron en múltiples ocasiones—, para defender los crímenes del Cartel del Llano con la excusa de mi prestigio... y no una exclusiva a este círculo desquiciado de mestizos degenerados. ¡Se murió el Diablo!

No sabía qué era la Ceremonia del Encuentro o el Gran Secreto de los Aguirre... y mucho menos, deseé formar parte de los horrendos ritos oficiados en la Piedra del Orínoco bajo la inescrutable bóveda del anochecer. A veces no podía contestar el celular por miedo a esa voz ronca que me perseguía en pesadillas, y me sumergía en las profundidades. Las transacciones bancarias comenzaron a llegarme sin previo aviso, y montañas de felicitaciones por las soluciones judiciales con las que la familia recuperó terrenos perdidos y negocios clausurados. Asistía a esa mansión endemoniada dos veces al mes para presenciar el sacrificio de carneros y la ingesta ritual de su sangre, así como las posesiones espirituales de Caciques indígenas que machacaban un idioma gutural al que nunca me acostumbré. Y de las horridas ofrendas de dolor, en las que la carne era abierta con machetes afilados para que las entidades visitantes pudieran lamer el néctar sanguíneo... y esas noches de pesadilla terminaban con la repartición de hierbas maceradas en frascos que los miembros más jóvenes debían ingerir diariamente para su «conversión apresurada».

Lo peor de todo estaba por venir... y nos reunimos en el Malecón a altas horas de la madrugada, algunos preferían estar borrachos para el jubileo, otros preferimos la precavida sobriedad para subirnos a las lanchas flotantes sobre la tintura negra del agua. Éramos unas treinta personas en túnicas blancas al amparo de la noche, pues las adoraciones a la Emperatriz—de dónde sea que haya venido—, habían dilucidado la Víspera de la Candelaria como enclave para la Ceremonia del Encuentro. Serían ofrecidos los jovencitos Cristian y Johana Aguirre... a los enaltecidos, que según lo que me había contado el centurión Ezequiel, eran aquellos individuos de la familia que completaron la metamorfosis a la que sometían sus cuerpos desde la temprana juventud: una acumulación de modificaciones psicosomáticas parecidas a mutaciones, que iban degenerando sus tejidos y órganos internos.

Deglutían un brebaje cocinado en ollas de cerámica indígena, en el que se iban sancochando unas raíces azules durante días, añadiendo polvos minerales de aparente toxicidad, y dejándose serenar con rezos a la luz de la luna... todo esto para ser ingerido con regularidad, hasta que el cuerpo hubiese cambiado a la imagen y semejanza del pueblo Merú, por allá por los palafitos acuáticos donde todos los ríos se encuentran. Estas deformaciones les daba el aspecto de sapos pálidos, y nunca los había visto con el pecho desnudo... pero su caja torácica debía hundirse como una cavidad huesuda, y sus pies nunca dejaban de crecer hasta formar verdaderos zancos palmeados.

Había otros como yo, que no compartían la sangre ni la ingesta de remedios de los Aguirre, pero su influencia en la familia era escasa, y su interés era más fascinación religiosa que necesidades monetarias. No podía echarme para atrás una vez montado en el barco, debía terminar de comprar mis departamentos para vivir de las rentas en mi jubilación. Sí, y retomaría mis hábitos de lectura y jardinería, y podría ver todas esas películas pendientes que tenía descargadas en el computador. Quizás, hasta podría darme el lujo de tener una noviecita, porque un hombre pobre no puede construir una relación saludable... y menos como estaba la erosión inflacionaria hoy día. Uno tenía que hacer malabares en los semáforos para llenar la nevera, ¿verdad? Tener una relación romántica era un desgaste económico que no podía permitirme. Mejor solo, hasta que mi estabilidad económica fuera suficiente... ¿O estaba equivocado? No era momento de pensar con procacidad en mi deliberada abstinencia social.

Habíamos desembarcado en la Piedra del Medio: un monumento de roca erigido en medio de las aguas grises, envuelta en jirones de lepra de la época en que fue exilio de enfermos... y euforbio de sátiros invisibles, congregados sobre el frontispicio de un macizo inmenso, de torres inmemoriales que se perdían en el lecho fangoso. Cuyas fisuras al inframundo eran veladas por las cabezas adormecidas de la Hidra del Orínoco, y los remolinos de erupciones provocadas por poltergeists acuáticos y deidades inferiores revenidas en cardumen de terror.

Esperamos en círculo sobre la piedra arenosa, y encendimos una fogata apócrifa... ante el desvelo de un encuentro prohibido entre dos mundos opuestos. De niño escuché las leyendas fantásticas del Orínoco, en cuyas aguas hediondas se retorcían las múltiples cabezas de una serpiente marina atrapada bajo la roca como un sello divino... en alegoría a la Bestia Apocalíptica del Fin de los Tiempos. En esas torres titánicas de pórfido negro zozobraron lanchas que alimentaron a las pirañas, ocasionados por los fieros torbellinos que ascendían de las profundidades... y no fue hasta dos décadas atrás, que los buzos militares y una comitiva científica formada por la Universidad Oriental de Ciudad Zamora y el Instituto Tecnológico de Puerto Bello, descubrieron una estructura sumergida a catorce metros de la Piedra del Medio: una cavidad en forma de embudo que parecía no tener fondo según las sondas, y que muchos decían era un portal al inframundo... custodiado por la Hidra del Orínoco como en el mito de Hércules.

A mí, esa investigación me olió a fábula popular, como el testimonio del buzo que sacaron en los huesos al zambullirse en el Lago de Maracaibo, o los fantasmas en los cerros de Marhuanta... y el problemático miasma putrefacto que emana de las alcantarillas del Casco Histórico, y se achaca a las catacumbas bolivarianas anegadas de agua. No obstante, allí posado sobre la roca arenosa... sentía la vibración escatológica de un más allá primordial de criaturas desconocidas rumiando en las corrientes de los interminables ríos subterráneos. Miré la turba a mi alrededor como un espejo de luces naranjas multiplicado al infinito... y deseé estar sepultado en un féretro color bordó, con el pecho mutilado por una estaca para que los otros muertos del cementerio no pudieran escuchar mis gritos.

Y fue entonces que las sombras emergieron del agua como mastodontes de piel verdegrís y estructuras antropomorfas desiguales: jorobas tachonadas por un espinazo jurásico, brazos delgados y largos rematados en dedos palmeados, ojos inhumanos de brillo índigo en rostros deformados por el nacimiento de una cresta... así como una desnudez irrisoria y pestilencia a pescado impensable. Creí que el coro de batracios era una alucinación fulminante, pero tras varios minutos de negaciones internas y delirios febriles... supuse que aquellos seres homínidos de pecho abultado y piernas atrofiadas eran tangibles: tan reales como los congregados en aquel encuentro ritual. Peor aún, descubrí las terribles ofrendas que serían abonadas: los jovencitos Cristian y Johana; y el pago en oro amarillo según el peso de sus circunstancias.

Ambos eran unos adolescentes, quinceañeros, de piel lozana y miembros menudos... él era más bien enclenque, y ella percibía un asomo de senos en los pezones erizados... y la mata de pelambre que les recorría el ombligo daba paso a piernas pálidas. Los desnudaron ante los tritones de penes bulbosos color añil y vulvas hinchadas parecidos a mejillones en salazón... viéndose rodeados por manos palmeadas de tacto pegajoso, y el deleite de unas lenguas correosas que emergían de bocas purulentas para lamer los recorridos de la piel.

Al muchacho lo rodearon las hembras, y con manos como zarpas lo inflamaron... a pesar de su indescriptible rigidez corporal, al sentirse dentro de la boca de una de las sirenas, al sentirse inmerso en ese depravado Ferrari de fuego que enloquece la mente... succionado por tentáculos de vapor que se contraen con espasmos esporádicos. No pudo evitar empalmar, con una erección joven, inocente y palpitante—para envidia de los que ya no se les levanta el aparato—, y puso los ojos en blanco ante el ser verdegrís: mitad pescado, un cuarto sapo y un tercio Venus... de cuclillas, engullendo su pene hasta el fondo de la garganta, nadando en un mar de babas y efluvios.

Con Andrea el asunto fue más complicado, un tritón de brazos como columnas la levantó en el aire, apoyando su espalda contra su pecho... y abriendo sus piernas, de manera que el sexo maduro y carnoso quedó descubierto a los engendros acuáticos... que comenzaron a sorber los dedos de sus pies con alevosía, y besar la piel de los muslos para ir adentrándose poco a poco en la cavidad jamás hollada de la muchachita, con sus labios babeantes y sus lenguas largas y azules. Succionaron sus pezones endurecidos y lamieron las plantas de sus pies... babeando por cada centímetro de sus piernas, que no paraban de temblar. Vi con temor morboso como acercaron sus penes grasientos y bulbosos con ansias escalofriantes, y la levantaron con fuerza separando sus piernas para penetrarla. La muchacha aulló de dolor cuando sintió aquella criatura adentrarse en sus entrañas, con el rostro convertido en una máscara de placer y terror; y no quiero seguir escribiendo lo que ocurrió con ella... y cómo los monstruos se la pasaron entre aullidos. Gritaba, a veces de temor, y a veces de lujuria en éxtasis cuasi mortuorio... eyaculando como bestias unos sendos chorros pegajosos.

El muchacho Aguirre sí que se sintió sometido, recostado en el suelo mientras aquellas hembras de curvas pronunciadas se sentaban en turnos sobre él para contonearse, y hacer desaparecer su pene vacilante en la constricción de sus fluidos... olor a golondrina oxidada, pues la vagina es del tamaño del mundo. Tampoco escribiré los detalles de cómo se fueron uniendo los integrantes de aquella fraternidad en una orgía híbrida e indescriptible con las sirenas del río... o como me arrancaron la túnica, y cumplí por obligación y repugnancia. Pero cuyo arrepentimiento es causa de mi retiro del oficio, y escape a otro país, de ser posible.

Debo advertir que pasear por la vereda del Río Orínoco en la Víspera de Candelaria, es promontorio de un horror grotesco, y a cualquier desprevenido que llegue a presenciar la orgía... verá cosas que no existen en nuestro mundo cotidiano, y que podrían perturbar su existencia en gran manera. Las veces que lanchas zozobraron en el agua, se les advirtió a la tripulación que no gritaran... para que ellos no los arrastraran a las profundidades. Están advertidos por la superstición y las leyes que prohíben nadar en sus aguas turbias. No quiero escribir lo que ocurrió a continuación, mi mente se muestra incapaz de relacionar los hechos ocurridos esa noche con una circunstancia real... pues ese era el culmen de la metamorfosis a la que los Aguirre se sometían desde jóvenes. No todos conseguían completar esta compleja alteración genética... pero tras la prueba terrenal, la recompensa era una utopía allí donde se encuentran todos los ríos; donde serían acogidos por la Emperatriz, divinidad terrenal de aquel submundo de locura, y festejarían en orgías perpetuas hasta que el mundo fuera cubierto nuevamente por las aguas malditas.


 Las Formas del Deseo

«Gerardo Steinfeld, 2025»

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