Le traigo el remedio para ese mal de amor que le estremece
No se merece, sufrir
Si su pareja le dejó, uoh
Tengo toda clase de brebajes y plantas medicinales
Las he traído desde muy lejanos bosques hasta aquí
Soy yerbatero
Vengo a curar su mal de amores
Soy el que quita los dolores
Y habla con los animales
Dígame de qué sufre usted
Que yo le tengo un brebaje
Que le devuelve el tono y lo pone bien
Si a usted, señor, lo deja su mujer
Úntese en el alma pomadita de clavel
Y para la señora, que el marido ha sido infiel
No se preocupe, búsquese uno usted también
¿Sufre de depresión, mal de amor, lleva varias noches sin dormir?
¿Y sus días no van bien en el trabajo-bajo?
¿Anda moribundo, preocupado, cabizbajo, desenamorado?
Le tengo la solución si le duele el corazón
No soy doctor
Soy yerbatero
¿De dónde viene vos? Siempre preguntan, pero él solo responde que de la Montaña. Ya no sabe hacía dónde va... Solo sigue un camino entre la maleza de los corazones desolados por la incertidumbre. Quién eres... Un vagabundo sin origen. ¿Por qué trabajas en una tabacalera? Porque me robó el tabaco de la secadora, responde, y continúa en su faena. Es uno de los muchos trabajos que lo han esvicerado: un adagio más de aventurero quijotesco.
¡Ariel! Lo llama el apoderado. Ha viajado mucho, ya casi no asocia su nombre a su identidad. Siempre es bueno que se lo recuerden... Unos lo llaman por su nombre, otros le dicen el Judío. A los patrones, a sus espaldas, lo señalan como «el que consume»... y cuando el odio se exacerba sin razón, lo apellidan con un insulto; pero él no les presta atención. Sabe que el mundo está colgando de un hilo translúcido, sabe que el mundo fue construido como un cautiverio... pero él está libre, y solo, y nunca deja de derrumbarse. Y sabe cuándo es tiempo de irse...
Las carreteras sin nombre fueron asfaltadas para hombres como él. Solo que cada vez se hacen más largas, desoladas y agrietadas... y él cada año está más viejo. Tiene que sorber el raspado de la cocaína para activar el combustible de sus piernas raquíticas. Después de todo, piensa mientras camina bajo el sol por las autopistas, huele igual que la gasolina. Y se aleja al atardecer como un fantasma del crepúsculo... que no tarda en esfumarse con el horizonte de poniente. Alguna vez fue el Rey Materia más grande del Sorte, ahora es solo un pordiosero con matices de llanero solitario y un condón de cocaína rosa embutido en el ano. Porque allí los policías nunca se atreven a buscar...
Ha trabajado en los sembradíos andinos, pero no se acostumbró al frío... así como jamás soportó el hedor de la tripería y el sucio despiece de reses en los mataderos campestres de oriente; donde aprendió a raspar la grasa mesentérica del escaldado para elaborar jabones artesanales. Caminando podía llegar a cualquier lugar... subiendo lomas empinadas y deteniéndose en matorrales a la intemperie para pernoctar o esperar el amaino de los elementos. Los senderos pedregosos le traían recuerdos de antiguas peregrinaciones al interior de montes encantados...
Como en su diáspora epicúrea junto al Pueblo Pacífico en sus primeros años de reubicación, cuando aún temía a los susurros de los duendecillos y las insinuaciones de portales al submundo. Se había perdido en los altos montes mirandinos al rebasar la carretera en busca de un atajo a occidente, y arreció la noche con sus fuegos fatuos lejanos y enjambres de mosquitos aulladores entre caminos sinuosos y altos árboles desgreñados... que recordaban a los afligidos por las calamidades.
Buscó refugio a las fieras nocturnas en una caverna débilmente iluminada por la rutilante oda de una hoguera, y se encontró con una desagradable escena de olor dulzón: una orgía de cuerpos putrefactos arrojaba sombras danzarinas sobre los murmullos de las paredes. Estos seres necrófagos habían saqueado un cementerio municipal cercano, y estaban deleitados por la frescura de los cuerpos... ante un reciente brote de suicidios que terminó por complacer su paladar depravado. El aspecto cadáverico de sus cuerpos desnudos formaba un contraste horripilante con sus cánticos y bailes alegres... Lo invitaron a formar parte de su festín, pero él no pudo digerir las orejas asadas en brocheta.
Estos gules antiguamente fueron seres humanos que se unieron al Pueblo Pacífico de carroñeros, nómadas ecuánimes de los misteriosos otros mundos, mediante un brebaje hecho con cerebros podridos y raíces venenosas. Le hablaron de las penurias de la humanidad, de los Profetas de los Andes y las terribles criaturas del mundo onírico... y él bailó para ellos, y les leyó el futuro en el tabaco. También hizo un despojo, invocando a un Espíritu Superior en su cuerpo, para guiar a los gules en su cruzada contra el Gran Adversario que los oprime. Y bailó con las mujeres, y rechazó unirse a la orgía... y al amanecer se resignó a ser un gul, decidiendo permanecer entre los hombres mortales. Porque aunque era un vilipendiado por la sociedad contemporánea, aún tenía corazón de viajero... y la carne podrida tenía un pésimo sazón.
Él había caminado por carreteras milenarias, utilizadas por los nativos en sus peregrinaciones espirituales al más allá, y había recorrido las sábanas del Llano Negro pobladas de ánimas sin rostro y espíritus empalagosos. Fue en esas praderas de paja seca que salvó a un muchacho, cuyo potro desbocado intentando arrancarlo de la silla, él se paró frente al animal encabritado dando pisotones y entonando una melodía utilizando las manos como ocarina. El caballo espabiló, confuso, y él aprovechó para agarrar las riendas y desenredar al muchacho de la silla. Era un niño negrísimo con sombrero de paja y ojos saltones. Yordi Guzmán. Curtidor de la Hacienda Buena, y bravo jinete que fue mandado al pueblo más cercano en busca de un médico... porque el dueño de la finca se estaba muriendo de un dolor en las tripas. Su potro, Vindiesel, atajó un nido de culebras... y una lo mordió en una pata... y perdió el control.
Él sabía de plantas medicinales y curas espirituales, pues fue el mejor aprendiz del Mago Okeanos de Montenegro, y... mientras se apresuraban sobre el corcel alazán, iba contando al muchacho los implementos necesarios para la intervención. La Hacienda Buena era un alborozo de criados arreando ganado, y curtiendo cueros pestilentes bajo el sol... mientras en la casona, la familia rodeaba al padre en su lecho con el semblante descompuesto.
Todos voltearon al verlo: los hijos, la madre, los tíos y los trabajadores de confianza... y Yordi se lanzó ante él con el sombrero en las manos. «Este es un médico de la Universidad—decía con respeto—, se llama Ariel Sananes, y viene de Montenegro». La admiración, la curiosidad y... la culpa. Él no perdió tiempo, pues el hombre desfallecía entre fiebres... y el muchacho se apresuró a conseguir los implementos para la sanación. La casona cobró vida como un gigantesco engranaje... La fiebre era grave, y el dolor insoportable. La aguja y el hilo. La botella de licor blanco, el agua recién hervida... el cuchillo amolado, el coco partido en cuatro pedazos, el demonio en la barriga. Los gritos de espanto, las plegarias y...
Él se bebió casi la mitad de la botella de aguardiente de un solo trago. La Oración al Panteón Yoruba... La petición de dejarlos solos en la habitación mientras eran invocadas las Potencias. La duda, y la manifestación del Espíritu Superior, y la negación. No podía recordar sus nombres... Pertenecían a otro plano, donde las individualidades eran conceptos desconocidos. El cuchillo... El humo del tabaco, y las palabras que brotaban como un manantial estival al compás de los bailes. La incisión abdominal. El escupitajo de caña brava... y la pestilencia de los intestinos reventados. El Espíritu tomando control de sus manos, y la sangre brotando con estertores de coágulos negros y pús verdoso.
El descenso, agotado físicamente... y la familia entrando en tropel para presenciar a un Ariel bañado de rojo y un hombre que respiraba con normalidad en su cama mientras los colores volvían a su rostro. Encomendó a Yordi por ciertas plantas para la reposición del patrón, y él mismo preparó los jugos de sangría e infusiones a medida que iba recuperando los sentidos. El Patrón de la Hacienda Buena se curó completamente en dos semanas, y entonces... toda la comarca asistió a la finca para conocer al curandero milagroso. Iban, en largas filas, padeciendo dolencias incurables ante la inexistencia médica de la tierra... con pústulas hinchadas, rodillas inflamadas y malestares severos.
Él los atendió a todos, recetando las plantas y raíces medicinales que Yordi le traía... y enderezando huesos y dislocaciones con puro sentido común. También fumaba el tabaco, leía la Baraja Española y hacía bajar a los espíritus para transmitir mensajes... siendo reconocido en poco tiempo como un sabio brujo. Otros hechiceros de la comarca, celosos por la perdida de clientela, intentaron desacreditar a Ariel, difamando su nombre como Satanista... pero su desprestigio no creció ante el peso de sus milagros. Fue entonces que... el odio escaló hasta la tragedia.
Un terrible brujo llamado Negro Marcano, que gobernó sobre el resto de hechiceros con terror, confabuló con los enemigos de la Hacienda Buena para envenenar su pozo; ocasionando la muerte de la familia del Patrón. Los brujos echaron la culpa al foráneo Ariel, y fueron en persona, seguidos por una turba iracunda de cristianos a apedrearlo... Él intentó apaciguar a la multitud, que enseguida se convirtió en un violento saqueo de la finca. No hubo quien lo defendiera al haberse enterrado a los dueños de la hacienda... y el negocio del curtido cayó tan rápido como su prestigio de santidad. Creyó reconocer algunos rostros de pacientes sanos con piedras en las manos. Lo habían acorralado, y le hubieran dado muerte... de no ser por Yordi que se lanzó en su defensa y lo rescató en su caballo, el rápido Vindiesel. El brujo Marcano, presintiendo que él escaparía, se apresuró en su persecución con el revólver robado del finado Patrón... y soltó disparos al aire mientras maldecía.
Él había corrido con suerte, se había salvado por los pelos de un linchamiento de parte de analfabetas cegados por la rabia ciega y el saqueo de la Hacienda Buena. Pero Yordi pagó el precio de su devoción, porque un disparo le había alcanzado en la nuca... No fue hasta que desmontaron del caballo, que descubrieron la sangre fluyendo por sus piernas. El muchacho le rogó que lo salvara, pero enseguida se derrumbó con el corazón deprimido... Su muerte fue inminente, y lo enterró en uno de esos montes que nadie conoce. Quizás eso haya sido uno de los detonantes de su locura... y recaída en las sustancias. Que los jóvenes sean tan brillantes, no los libra de la muerte...
—Señor Ariel...
Las palabras son una diálisis de alma. Una manifestación en el cosmos...
—No quiero morir tan joven...
—Lo siento.
Aún era muy joven, y le faltaba más sol llanero y lluvia de carretera para descubrir con qué piedras estaba construido el mundo. El Profesor Okeanos siempre decía que los hechiceros estaban fuera de tiempo... y siempre serían perseguidos y juzgados con varas trucadas. Pero, Okeanos quería moldearlo bajo su fragua opresora... y lo terminó rompiendo, así como su mamá se rompió en las barracas. Así como el armazón de hojalata que le daba cobijo en las noches se rompió con las ráfagas de lluvia... y todos se rompían bajo el peso de la sociedad, y terminaban locos y adictos, y solos. Ya ha caminado demasiado por hoy, está harto de recordar y le duelen los pies... Está muy cansado, hambriento y triste. Puede que caiga la lluvia...
Antes los chóferes recogían a los desamparados, ahora son temerosos. Temen los secuestros del Barco de Nueva Andalucía, o toparse con un camión del Cartel del Llano... Pero no siempre fue así, antes persistían otros terrores en las autopistas de asfalto grisáceo y cráteres marcianos. Sus formas retorcidas se desdibujaban en un espectáculo noctámbulo de grotescos endriagos y espantos nebulosos... y habían poblados atemorizados por la superstición, que aún enterraban cadáveres con el pecho execrado por una estaca.
En los camposantos cercanos a la antiquísima Ciudad Zamora había excavado densas sepulturas para cadáveres decapitados, cuyos familiares se pasaban la maza para clavar la estaca en el corazón, y asegurar que sus muertos se quedaran bajo tierra. Cuando huyó de los entierros y las exequias, se refugió en las sierras de Yara... donde los hombres solían confabular con criaturas del Averno, e invocar abominaciones en sacrificios rituales que hacían temblar la tierra y estallar lenguas de fuego en lo alto de los montes. Fue en una sierra de picachos aserrados como colmillos que... sufrió un encuentro mefistofelico con una potestad encarnada: había escuchado rumores de pueblerinos atormentados por los vagabundeos de un diablo de hirsuto pelambre en los maizales... y lo que encontró en los desprolijos matorrales era un endriado cornudo y marginado por el mundo.
El endriago velludo recordaba un fauno de rostro hundido y cornamenta torcida, y se resignó a llorar cuando él se mostró inmune a sus riñas y provocaciones. También era un hombre atormentado... Se trataba de un ser miserable que robaba mazorcas y sorbía los renacuajos pegajosos de los charcos. Era el espíritu atormentado de un hombre que abandonó a su familia para huir de un negocio empeñado... y un demonio femenino con cabeza de caballo lo maldijo. Lloró amargamente... Verlo era sumamente triste, porque se sentía como una radiografía de su alma: un espejo que le devolvía palabras acusadoras. Los pensamientos estaban vacíos... como estrellas muertas o bolígrafos secos. Le contó que su padre había descubierto unas monedas de oro antiguas enterradas en un panteón, y había construyó una finca famosa por la calidad de sus reses y potros. Pero que había sufrido pesquisas con los cuatreros, y la mala administración de su esposa, junto con las derrochadoras enfermedades de su hija... terminaron por endeudar a la familia. Trabajó incansablemente para que no les falte nada... pero cuando su propio corazón pagó las consecuencias, su esposa lo ridiculizó, su hija murió, y su hermano subastó la finca y empeñó los negocios para condonar la deuda. Había huido, dejando a su hijo pequeño en casa de un amigo... y terminó convertido en una monstruosidad por un espíritu vengativo. Ahora, no podía acercarse a un poblado sin ser ahuyentado a palos... y lo único que hacía era observar desde las quebradas mientras fumaba los pastizales fermentados en la bosta de los equinos y vacunos.
Él lo envenenó, y le decapitó al amanecer... mientras sus arterias despedían un líquido bituminoso. ¿Qué habíamos hecho mal? Se repetía, mientras machacaba las vísceras violetas con un machete romo... y despellejaba el cuero velludo y maloliente. Extraer el corazón, y hacerlo pulpa... ¿Cuál era la diferencia? Hizo esto mientras sorbía los pocos gramos de cristal por los orificios de su nariz ganchuda... y descansó a la sombra de un árbol esquelético mientras fumaba su último cigarrillo. Las bestias como ellos no merecían ser enterradas: eran el alimento de las fieras carroñeras. Eran las esperanzas sobrantes de un pueblo subyugado...
Caminaba bajo el sol abrasador con el sombrero de paja tostado sobre la calva desmarañada, cuando la camioneta de amplio baúl le ofreció transporte. El pasajero de atrás había convencido al chófer—un negro de rostro malhumorado—, de llevarlo bajo este sol. El pueblo más cercano estaba a horas de carretera, y debían atravesar altas cumbres por las que no pasaban muchas gandolas. El diminuto hombre calvo se llamaba Italo Vera, y estaba moreno como un cimarrón... de luenga barba canosa y vestimenta franciscana con fajín negro y cinturón de cuero. No era católico o pagano, a pesar del rosario de cuentas negras que en vez de cruz tenía un círculo de hueso: era miembro del Culto de Adivinos de los Andes, y llevaba consigo dos frascos de vidrio ahumado con duendecillos atrapados en los bosques encantados de Montenegro.
Subió a la rústica camioneta de carrocería esmerilada, cargada de una mudanza embalada de una de esas casas antiguas en las grandes ciudades, que guardan reliquias familiares sin valor intrínseco. Italo le habló de los pequeños seres de los bosques donde se pierde la gente, de la tradición en la Montaña Sorte de ofrendar con dulces a los duendecillos, de las propiedades energéticas de estos seres, y que estuvo a punto de quebrantar el voto de silencio de los animales domésticos. Le contó que los Adivinos de los Andes estaban dispersos por una triculfa intestina por causa de magos negros infiltrados en su círculo... detrás de un complot político y una oleada de asesinatos en las capitales orientales. Le contó que partió en busca del Tesoro Maldito del Rey Amalivaca en la Hacienda Chapire, y que la Hacienda Arco del famoso Brujo Blanco, Nicolás Curbano, había aparecido en las cercanías de Montenegro durante Semana Santa; le habló del saqueo de los huesos del Negromante, ocasionado por el terrorífico Nicolás Fedor y sus seguidores; del recrudecimiento de la guerra en la frontera con Colombia, y la cantidad de soldados jóvenes que no regresaban de los terrores en la espesura; de los humores viciados en el intestino; del hacinamiento en la capital y la contaminación en los ríos... capaz de despertar antiguas potestades que yacían dormidas.
No le respondió, solo quería fumar lo que le quedaba de marihuana y dormir, acariciado por la brisa de la carretera, hasta que el conductor le dijese que se fuera a la mierda. Estaba tan cansado, y deprimido... Otra vez había roto con todas las personas que conoció. Uno nunca se acostumbra a sepultar los recuerdos... La camioneta los iba a dejar en las cercanías de la Hacienda Chapire, y cuando el conductor tuvo que desviar su curso abruptamente por un automóvil descarrilado. Por un segundo vió que el carro repentino no tenía conductor. Él sintió estremecer el parachoques con un crujido metálico, y la camioneta atravesó un cerco y se estrelló contra un samán robusto... causando que las cajas saltaran con un quejido de cachivaches y vidrios rotos.
Italo bajó del baúl con las piernas temblorosas y los ojos bien abiertos... mientras que él salió poco a poco de su ensimismamiento. El chofer estaba muerto... o eso parecía entrever por su rostro desencantado y ojos saltones.
Debió ser una impresión muy fuerte, decía el calvo, era más pequeño de pie que sentado; estaba sudando mucho y bebiendo litros de cafeína desde que me recogió en Nueva Andalucía. Sí, se limitó a decir... y sofocados por la inmensidad vegetal, deciden esperar en la carretera hasta que se les aparece un jinete sobre un caballo palomino. Es un hombre joven de tez aceituna, cabello rubio y dientes chuecos... que va con camisa blanca, pantalones de mezclilla azul y botas oscuras. Parece un príncipe alemán... en una comarca empobrecida.
El caso es tremendo, viene la policía nacional desde muy lejos y se llevan al cuerpo para ser identificado y notificar a sus familiares. Esta anocheciendo... Parece que es cosa del destino, porque el muchacho les ofrece habitación en su hacienda. La Hacienda Chapire, terreno abonado por las leyendas y una reciente fascinación ocultista... Mientras los conduce desde su corcel, se presenta como Gerardo, y les habla con voz carismática de sus tierras agrícolas donde cría cochinos y pollos por contratos, y una enemistad reciente que un despreciable hombre que se hace llamar Marianito León, y que no es más que un indio piojoso que invadió unos terrenos baldíos junto a su familia... y que le tiene montado trabajos de brujería para enfermar y alejar a sus empleados. Les dice que hizo que uno de sus podadores se secara en viva con una maldición poderosa, y que está provocando querellas entre los vecinos y difamando su nombre... entorpeciendo su matrimonio con la mulata Mariann, hija del Pastor de la Capilla Cristiana Comunal.
—Les ha dicho a todos que me acuesto con las cerdas, y que estudio magia negra en mi cuarto—explica el muchacho aurífero—. Y han corrido chismes espantosos sobre mi familia... provocando que los empleados sean señalados como cómplices. Por ejemplo, dicen que yo envenené a mis papás... y mandé a enterrarlos en el patio—sonrié, y espolea la barriga de la yegua—. ¿Qué cosas, no?
Dice que Marianito León no es de por acá, que viene del Arco Minero del Orínoco... donde mató a varias personas y fue ajusticiado por los mineros, escapando por los pelos con una extraña hechicería que lo convirtió en grillo. Mientras cuenta sus enredos, se va desdibujando un bosque crepuscular de matices nacarados... y árboles embelesados por el fulgor endrino de la noche. Los robles se suceden con pleitesía ante sus soberanos, y la brisa estival hace vacilar las ramas. Así como de Gerardo corren rumores difamatorios que lo inculpan de homicidio y tratos con el Maligno, de Marianito se hablan hechos verídicos de peregrinaciones a las montañas para encontrarse con espíritus, de lenguas indígenas capaces de invocar poderes antiguos, de hierbas mágicas que proyectan el espíritu y enloquecen a los que las consumen mucho, de transformaciones en animales... y de un legado maldito que dejó un dios en sus tierras.
Tras rebasar una alta colina, bordeando una carretera que se perdía en el horizonte infinito... llegaron a la Hacienda Chapire: una extensión de veinte leguas, separadas por un cercado de troncos pelados y enredadera de púas que separaba las reses de los gallineros, el establo de caballos para el arreo y los densos maizales y conucos de tubérculos que apoyaban la cría sostenible. Los pocos empleados eran vecinos de la comarca, conectada por carreteras de tierra, y la casona principal era una mansión de dos plantas con baluarte, sendos ventanales y tejado de terracota. Los pilares del recibidor eran ángeles piadosos, y la fachada principal exhibía un inmaculado blanco perla... mientras que el interior tapizada de madera barnizada era rico en decoración helénica: bustos romanos, pequeñas estatuas de desnudos en mármol y cuadros italianos. El salón principal contenía amplias mesas de caoba repletas de manuscritos sobre una alfombra egipcia, y las estanterías estaban a rebosar de libros en una variedad de idiomas impresionante. Él repasó aquellos abecedarios cosmopolitas, y se entristeció por no saber leer... y desconocer los secretos de esta biblioteca perdida. El taller de arriba contenía instrumentos metálicos y frascos que hervían bajo procedimientos alquímicos... así como un cuarto pequeño bajo las escaleras en el que estaba prohibido entrar. La cocina de azulejos atendida por una cocinera gorda, los baños inmaculados con calentador y la despensa exótica... hacían del sitio un oasis en medio del laberinto de carreteras y montañas innombrables.
Gerardo estaba familiarizado con el estudio de las Ciencias Superiores por enseñanza de su padre, que contagió a su madre y hermanos de un mal en las tripas... causando una sucesión de muertes espantosas en menos de un mes. Cuenta que todo comenzó con un temblor en la Víspera de la Candelaria de este año, y que el brujo Marianito trotó sobre su caballo alazán alrededor de la hacienda, diciendo que el tesoro de su pueblo sería suyo junto con esas tierras. Algunos creyeron que los espíritus habían bajado para revelarle el sitio secreto... o que había salido de su cuerpo para entrar en contacto con un conocimiento místico olvidado. Amalivaca era el Dios fundador del pueblo Tamanaco, sobreviviente a un diluvio universal que devastó el planeta... y creó a los humanos inmortales, pero después los convirtió en mortales por su desobediencia.
Según el propio Marianito, allí había descendido la canoa de Amalivaca tras la devastación, y enterró un misterioso poder divino. El tesoro estaba maldito, decían los iniciados en las religiones orientales: un sincretismo de panteones nativos y enseñanzas taumaturgicas; y los que no fueran la sangre del pueblo escogido, y vivieran en las tierras de Amalivaca, morirían por el fuego de sus entrañas. Pero, sin importar esta amenaza... la comarca gozó de una afluencia de peregrinos aventureros y académicos en busca de esta reliquia.
Las hipótesis varían, cuenta Italo con fervor, los académicos arguyen que podrían ser los restos de un arca de grandes dimensiones... similar a la leyenda de Noé. Otros, más supersticiosos, alimentan la teoría de un fruto divino que otorga la inmortalidad... o una reliquia de inconmensurable poder, capaz de gobernar entre los hombres como un soberano del cielo. La más aceptada, y causa principal de la expansión de esta fiebre del tesoro, era que había una montaña de oro bajo la hacienda... enterrada por los súbditos del Rey Blanco cuando se hundió el Dorado. Entre los círculos académicos y ocultistas... la premisa del Rey Amalivaca era de riquezas y fama, y la maldición era un oropel insignificante junto a estas insinuaciones.
El problema es que habían excavado como locos alrededor del terreno de Gerardo sin encontrar nada, y este ha espantado incursiones nocturnas de bandoleros con palas y detectores de metal por sus gallineros. Había recorrido la totalidad de su extensión, y se rehusaba a acudir a especialistas... siempre rechazando cualquier propuesta o amenaza de embargo por una absurda leyenda. Decía que Marianito quería sus tierras por envidia, y sin importar qué rituales haga en la cima de las montañas o qué maldiciones con su nombre entierre... nunca podría quitarles sus dominios. Las lenguas de fuego nocturnas en las cumbres, y los temblores repentinos de seres desconocidos arañando las entrañas del subsuelo jamás podrían con su voluntad... incluso sus invocaciones etéreas claudicarían por las protecciones de sus símbolos.
Les mostró a Italo y él su altar al quimérico Demonio del Meridiano, y se jactó de su correspondencia con los Magos Negros de Angostura y el Culto del Sol Negro de Nueva Andalucía; él pensó con gravedad en las inclinaciones esotericas de su anfitrión, pero no podía replicar con desaprobación. Italo intuyó sus pensamientos, y negó imperceptible con la cabeza... Podían guardar sus sospechas sobre el cuarto secreto de la casa, pero no dejarían de estar agradecidos por el recibimiento. En las bibliotecas podían hallarse manuscritos prohibidos y revistas censuradas, y les explicó que su papá también se dedicó a pasatiempos atípicos en estos terrenos aislados... pero que carecía de la motivación necesaria para adentrarse a los senderos ignotos de la Peregrinación Negra.
—Puede que el párroco y los vecinos no estén equivocados por mis estudios—sonrió el muchacho, dubitativo—. Pero esto es pura ignorancia de campesinos. Mariann, ella sí conoció la trascendencia de mi trabajo... Ojalá su familia no hubiera echo caso a esos malditos chismes—bajó la mirada, pensativo, y después les lanzó una mirada extraña con una sonrisa disimulada—. ¿Les gustan las morcillas? Las que hacemos acá, están hechas con sangre especial.
Italo y él debían compartir habitación, y les tocó lo que debió ser el cuarto de los niños pequeños antes de su trágica enfermedad. Italo dejó sus frascos de vidrio negro bajo la cama, y lo miró pensativo. Tenía esa mirada perdida, de quien no desea comprender que está atrapado en una telaraña invisible... pero, intuye la inyección mortal de unos colmillos venenosos. Ese muchacho es raro, dice con discreción, siento que... su cabeza no funciona como las otras. ¿Será? Pregunta al aire, pero sabe que es mejor enterrar aquellos pensamientos... porque hasta los espíritus pueden escuchar confesiones indebidas. Y esa precaución es la que lo ha mantenido vivo en los márgenes salvajes de este mundo etiquetado y embalado...
—Sus estudios son penados por la Fundación Trinidad—continúa Italo, mientras se limpia la grasa de la cabeza pelada—. Se necesitan permisos para estudiar los versos de esos libros en su estanterías. Leí nombres profanos como Nicolás Fedor, Jaime Escudero y Alexander Sokolov... ¿No sabes quiénes son estos hombres perversos?
—¿Debería? El nombre no hace al hombre...
—No quiero saber qué tiene escondido en esa habitación secreta, o qué les pasó a sus papás... Mañana mismo me voy.
Italo no quiso probar ni las morcillas, ni la carne de las empanadas... pero él comió a gusto y repitió. Y aquellas investigaciones del joven sobre la mitología del Sabbath, y las distintas especies humanoides del continente... y sus intentos de proyectar su mente a otros rincones del espacio. Canaimas, se les dice a estas personas que nacen con el poder de salir de su cuerpo—él conoció algunos en Montenegro, antes de partir—; los nativos utilizan ciertas hierbas mágicas para potenciar estas habilidades en la cacería, pero se vuelven adictivas... junto con el deseo de seguir matando y cometiendo crímenes. No todos se convierten en Canaimas, pero ello deben ceder a la oscuridad de sus corazones... y abrazar tenebrosos poderes. Les volvió a contar la historia de un criminal homicida de Nueva Andalucía, que se convertía en grillo cada vez que la policía lo tenía rodeado... o de un nativo del Amazonas que se convirtió para siempre en un tigre huyendo de la ley, perdiendo lentamente la facultad de hablar y pensar. Temía con veneración estos poderes antiguos... y creía poder combatir con sus propios conocimientos a estos seres.
A primera hora de la mañana se presentó el susodicho Marianito, y Gerardo fue a encarar al invasor con una escopeta... los empleados observaban desde la distancia mientras los familiares del brujo montaban a caballo y manejaban sus propias pistolas. Italo estaba descompensado, y quería irse corriendo... pero él lo retuvo y ambos se acercaron al encuentro con el pueblo Tamanaco.
—¡Allí estás! —Gritó un pequeño hombre moreno: indígena de sangre caliente y pelo largo y trenzado. Por su vejez, debía ser Marianito—. ¡Los espíritus dijeron que tú estabas acá! Ariel Sananes, el Rey Materia del Sorte. ¡Vení, estos son mis hijos Marlon y Emilio! ¡Saluden al Patrón! ¡Fumando Cumí fui a verlo, y no podía creerlo!
Gerardo amartilló el arma de madera barnizada con el semblante severo.
—¡Váyanse, nojoda!
Marianito bajó de su caballo alazán, era muchísimo más pequeño que el rubio... y chasqueo la lengua entre los dientes. Los hijos de rasgos marcados tenían pistolas, y había un hombre altivo con el pelo largo y una metralleta en el regazo sobre un caballo musculoso...
—Los espíritus han guiado al rey para apaciguar esta disputa.
—¡Las disputas se arreglan con plomo!
—Señor Gerardo, Señor León—dijo él, sin perder la paciencia—. Los espíritus me han guiado a estas tierras por causa del tesoro... ¿A quién pertenece? ¿Al dueño legítimo por título de propiedad... o a los descendientes de los originarios a quien su Dios se las abdicó? Es una querella antiquísima que corresponde a un tribunal ajeno a las leyes de los hombres...
—¡Tribunal, las bolas mías! —Gerardo estaba iracundo. El brillo asesino refulgía en sus ojos amarillos—. Mi familia compró esta propiedad, y todo lo que haya en ella me pertenece por derecho. ¡Los invasores pueden ir a lavarse el fundillo!
Una multitud se había reunido: cientos de rostros juzgaban la escena. Habían vecinos chismosos, y catedráticos en espera del hallazgo... y cazarrecompensas burlones. Era el dueño después de todo, y si él desaparecía de la ecuación... entonces, la ruta quedaba despejada para la búsqueda sin escrúpulos en todo el terreno. Una jóven corrió de la multitud, era más bien regordeta y morena... Se acercó con el rostro enrojecido a Gerardo intentando apaciguarlo. Era Mariann, su prometida... que había escapado de casa al escuchar lo que estaba pasando. Que sí quería casarse con él, después de todo, lo amaba... y no importa lo que diga su familia, ella lo escogió por sobre todas las cosas. El muchacho lo pensó, bajó el arma y la abrazó... pero, negó con la cabeza, apretando los dientes.
—Yo te amaba... pero, ahora te veo, y no siento más que... dolor. Cuando te fuiste, descubrí que...
—No...
Él sabe que cuando las personas le agarran cariño tiene que irse. Tiene un corazón esmerilado. Él sabe que es malo y solo puede dañar... Las emociones son como cajas vacías forradas de papel manila.
—Yo te odiaba... Tenía que alejarme de ti. Debía recuperar mi vida...
Ella lo miró largamente, una fugaz lágrima casi imperceptible, rozó la superficie cristalina de sus ojos.
—Si eso es verdad... ¿Por qué te ves tan triste?
Gerardo volvió a recoger la escopeta, pero esta vez no había odio... o tristeza en su mirada. Había determinación: la determinación de un loco. Apuntó con el cañón al brujo, y lo apuntaron a su vez todas las pistolas de la familia León... Un único cruce de disparos, inminente, dicotómico, magistral. Pero, él se interpuso como un histriónico: un vagabundo harapiento y desnutrido; un hombre sin esperanza con un título de magnánimo rey espiritual.
¡Ah, la juventud! Decía en verso a grandes voces, antes del tiroteo. ¡Los matices de la emoción, y los amores pasajeros! ¡Las vicitudes y los infortunios del colegio! ¡La precariedad alimentaria! ¡La indiferencia de los padres! ¡¿Cómo darle tonalidad a un país?! ¡Los colores y las formas se murieron! Entonces, ningún balazo fue otorgado... y procedió el juicio de los espíritus. El primero en convertirse en Materia fue Marianito, el aspirante a dueño de la hacienda... que se quitó el abrigo y la camisa para exhibir el pecho desnudo de piel oscura y lampiña. El hombre del caballo negro y la metralleta le sirvió de Banco: roció su espalda con escupitajos de licor, mientras el poseso temblaba de pie en una convulsión gnóstica. Un grito... y un machetazo que abrió la carne con un desgarro: la sangre brotó. Siete machetazos aguantó el espíritu que poseía el cuerpo de Marianito: un poderoso patriarca, digno del legado de Amalivaca. No obstante, el indio ofició un arte que iba más allá... y procedió a tragarse el machete en una demostración de su poder. Su torso bañado en sangre recibió puñaladas a los costados, mientras sus hijos gritaban «¡FUERZA!». El rito se intensificó con el baile y las invocaciones de Marianito, poseído por el altivo Guaicaipuro, y hablando lenguas nativas con un ciseo viperino y los ojos en blanco... La multitud reunida exclamó de asombro ante la demostración de este poder, incluso Gerardo rompió su máscara imperturbable ante el desafío del espectro, y se apuntó el pecho con la punta de la escopeta: allí, donde debía estar su negro corazón. Debía presionar el gatillo, en una prueba de fuerza y templanza...
El acto de Marianito culminó cuando fue poseído por un espíritu del Llano Negro muy poderoso: el Ánima del Naranjal; y sus hijos le rociaron la espalda con gasolina... y prendieron fuego. La sangre y las llamas se mezclaron en lo que parecían ser unas alas escarlata... y Gerardo retrocedió, incapaz de invocar a sus propios precursores o nombrar algún hechizo capaz de aliviar su turbación y permitir que el disparo lo atraviese sin quebrantar su corazón. Solo así podría vencer al hechicero: comiendo plomo. El brujo retrocedió, y se arrodilló después de pegar saltos de júbilo... las llamas se apagaron, y en espalda enrojecida por el calor no hubo úlcera o quemadura de gravedad. En su tejido no había más que rasguños, aunque el filo del machete abrió su carne hasta la sangre... y de su boca ensangrentada no quedó más que un diminuto corte por descuido en su labio inferior. El Espíritu lo hizo invulnerable... y tras la contienda, estaba extenuado.
Gerardo guardó silencio ante el centenar de miradas, en el aire se sentía un remolino feerico de bastiones espirituales en dimensiones superpuestas. Apretó el cañón contra su pecho cerrando los ojos, y... él se adelantó con las manos en alto, recibiendo a los espíritus con una ovación: requerían de su intromisión. Él se quitó la camisa para exhibir el pecho huesudo, plagado de tatuajes cabalisticos y símbolos planetarios... estirando el Árbol de Keter en su columna vertebral, y despejando los planetas del sistema solar en su caja torácica. Se quitó los pantalones y los zapatos para asombro del público, pues su miembro viril era impotente y ridículamente grande, como el brazo de un niño pequeño, y levantó las manos a los astros para invocar al Espíritu en su Materia.
Italo posó una mano en sus omóplatos, diciendo que sería su Banco... y se sumergió en la invocación de aquel poder superior.
—¡Ya no puedo más! —Se puso de puntas—. Llevo tres días sin soñar —los corazones eran sus tambores—. Ya cuatro noches sin cantar. Un buen tiempo sin alguien con quien hablar... —Italo conjuró en silencio, alguien le pasó una botella... bebió un sorbo y escupió una llamarada de fuego anaranjado—. ¡No sé si estoy tan bien así! ¡O solo un poco solo y no lo acepto! Hay un poco de miedo... —Giró, extendiendo los brazos y saltando con una voltereta—.
Al analizarte, si pudiera...
Devolver el tiempo algún momento y... ser sincero para ver... Lo que nunca pude ver—hizo una devoción con los brazos y se agachó—. Tal vez... Es que me ha pasado algo, que me ha puesto a comprender—una nube de calor lo golpeó en la espalda, y los fuegos describieron bellas luces coloridas y brillos crepusculares—. Tal vez... es que la vida me ha mostrado que no quiero otra mujer.
»Tal vez... aunque sea demasiado tarde—giró, y saltó dentro de un anillo de fuego—. Y no pretendas escucharme... Te tengo que decir que tú me hacías muy feliz. ¡Que si pudiera darle vueltas a la Tierra una y otra vez! ¡Yo buscaría de alguien con tus mismos ojos, con tus mismos labios, con tu misma boca y con tu misma piel! —Abrió la boca, y le salió una voz potente como una cascada de truenos—. ¡Que si pudiera darle al tiempo otro poco de tiempo! ¡Para comprender que sin ti, mi vida ya no la siento! —El viento talmúdico trajo consigo una avispa, y le dió permiso de besarlo—. ¡Que el color se vuelve a blanco y negro! —Un enjambre de zumbidos lo rodeó en una vorágine de gritos—. ¡Y sé que la distancia me hizo ciego en todos los momentos... que tenía que verte aquí!
Se sentía acuartelado detrás de un cristal translúcido, y un cálido fuego lo envolvía... mientras los gritos de la multitud hacían eco en las profundidades de su cerebro. El espíritu tomó el control de sus facultades, y lo movía como un titiritero... cuyos hilos invisibles se podían palpar como emociones complejas. Las avispas lo rodeaban, y lo mordían con disparos de morfina... En la multitud habían guardado silencio ante el asombro, y ya no reían de su desnudez... solo señalaban asombrados, algunos vomitaban o un par se desmayó de la impresión: su miembro estaba cubierto completamente por avispas como una colmena palpitante de minúsculos seres zumbantes.
Marianito se arrodilló, humillado, y se retiró junto a su familia sin decir palabra... Cuando la multitud se dispersó, y los insectos se fueron. Él se vistió, más tranquilo, y Gerardo se le acercó, visiblemente impresionado. Le ofreció trabajo en la hacienda como capataz, pero él rechazó amablemente la propuesta. El tesoro podía aguardar su descubrimiento por un hombre sabio, y no quería convertirse en el jamón de un sádico, cercenado en un frigorífico por sirvientes alcahuetes. Debía continuar su viaje...
—¿Adónde irá ahora, Señor Ariel? Yo casi gané una esposa, y heredé una hacienda próspera con un tesoro invaluable...
—¿Yo? —Sonrié, y arruga el entrecejo con gesto de concentración—. Creo que aún me quedan unos gramos de cocaína rosa.
El Sepulturero de Puerto Bello
«Gerardo Steinfeld, 2025»
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