Informe del Presbítero Jonathan Jiménez sobre el incidente en la reserva indígena [CENSURADO] del 20XX.


I.

La criptozoología es una rama de pseudociencia que estudia la posible pervivencia de seres ajenos al contacto humano... que aún sobreviven en las indómitas selvas y los fondos oceánicos como retazos de un pretérito de horrores jurásicos: sobrevivientes de los cataclismos periódicos que nos separan por millones de años de aquellos soberanos del reino animal. Las hipótesis evolutivas proclaman que estos engendros de la naturaleza habrían atestiguado el albor de las edades geológicas desde su aparición durante la explosión cámbrica; y otros más especulativos, retrasan su participación en el telón planetario hasta la fundición de los mares radioactivos. Los biológicos sostienen teorías sobre los páramos tupidos del Amazonas, en los que se podrían encontrar hasta un millón de especies no catalogadas, cuyos relatos inverosímiles siembran el terror en los expedicionarios que desaparecen al hollar más allá de territorios inexplorados por el hombre moderno.

Nuestra investigación fundacional sobre desapariciones nos condujo a una apartada reserva indígena en las profundidades selváticas tras remontar una afluente del río Orinoco y desembocar en aquellas tierras de presagiosos acantilados y formaciones misteriosas... donde una sociedad autóctona sobrevive hasta nuestros días en el aislamiento y la degeneración de un credo herético, alabando cabalmente a criaturas de aspecto alienígena con achacados dotes de mesmerismos y demás habladurías supersticiosas en los que se involucran sacrificios humanos y singulares horrores que espantan a las comarcas vecinas. Este informe es el esbozo de un episodio espeluznante que plantea cuestiones trascendentales sobre el Calendario de Ussher— cronología universal interpretativa de la Biblia, relativa al creacionismo de la Tierra Joven—, y la aversión de seres anteriores al período antropológico humano... ocultos en la reclusión de regiones inexploradas. 

Tras serme concedido una mayor graduación en el escalafón fundacional por mis viajes al África meridional y los países asiáticos como representante del Colegio Cardenalicio en su cruzada de expiación, me ví encargado de responsabilidades más patrióticas con el establecimiento de las sedes fundacionales en Ciudad Zamora y Puerto Bello. Bajo la jurisdicción de la Supervisora Regional, Rebeca Rodríguez, la Fundación Trinidad me asignó la custodia del joven homúnculo Samuel Wesen: un problemático individuo cualificado por sus prodigios taumatúrgicos con los líquidos; demasiado amargado y caprichoso para mi paciencia sacerdotal forjada en las capillas romanas repletas de feligreses preguntones y curas pedorros de obstinada regañona con mis tendencias al liberalismo. Aunado a una serie de cursos de capacitación que debía impartir a los agentes en formación para lidiar con los estragos sobrenaturales y los encuentros desafortunados con los partidarios alienados del Caoísmo. 

Nunca he sido un profesor muy ducho, pero mis aventuras en las sábanas africanas y pueblos remotos de los bajíos asiáticos suelen cautivar a los estudiantes ensimismados, presto que la lucha espiritual que se libra en aquellas tierras encantadas es capaz de perturbar a los puritanos corrientes. Mi trabajo como exorcista eclesiástico y agente investigador fundacional corresponde a la ascensión del misterio ignorado de un más allá invisible, en el que descollaban metamorfosis prodigiosas y emanaciones esotéricas en un litoral de arcanos antiquísimos que suele rebasar la cotidianidad mundana de ciertas sociedades, y que las autoridades regulan de la mano de nuestra competencia. 

Mi intermitencia en las sedes de Ciudad Zamora y Puerto Bello se debía a la cantidad irregular de fantasmagorías, avistamientos espeluznantes y casos de desmaterializaciones y mesmerismos propios de la negra Brujería que pulula en aquellos sectores olvidados por Dios. Los frecuentes Aquelarres en festividades ocasionales y Misas Negras celebradas en los asentamientos campesinos representaban algo más que casos de desmañado espiritismo arraigado en el sincretismo autóctono y las raíces africanas del mestizaje. No soy sociólogo, pero mi recorrido cosmopolita me ha permitido juzgar con pensamiento crítico la condensación de conocimientos heredados de un acervo metafísico que influye en el desarrollo cultural de ciertos grupos creyentes: idólatras de fetiches y demás parafernalia ominosa dotada de cualidades sugestivas... que arroja llamados a vectores donde la consciencia es una efímera proyección, ajena a sus cuchitriles aguanosos, y que atraen fuerzas oscuras y ancestrales desde las sierras montañosas y los páramos baldíos; donde otrora se irguieron camposantos indígenas rodeados de pedruscos y antiguas maldiciones de otros mundos. 

En Ciudad Zamora teníamos casos alarmantes de degeneración biológica y epidemias ocasionadas por los magos negros que escapaban del manicomio y hallaban refugio para sus horrores en la red de túneles subterráneos que conecta el Malecón del Río con distintos puntos de la ciudad; y en Puerto Bello, con los brotes psicóticos producto de avistamientos de seres nefastos nacidos de la maldad y corrupción de las mafias y guerrillas que tomaron el Arco Minero y las grandes ciudades circundantes. Nuestros propios trasgos mantenían asfixiado al personal de ambas sedes con desbordantes casos de logias seculares y madrigueras preñadas de espíritus; pero el caso que he plasmado en mis bitácoras, y que enriquece con los caprichosos caladeros de la memoria, es promontorio de que aún persisten misterios naturales que se retuercen en cavernas profundas de eras antediluvianas y sobrevuelan mesetas altas donde aún viven los dioses. Cuyas investigaciones acarrean más incógnitas que respuestas sobre la naturaleza crapulosa del Hombre, y su obnubilada obsesión por divinizar aquello que no comprende... incluso cuando el objeto de su adoración sea irremediablemente horrible y sanguinario. 

Lo primero que conocí de aquellas tierras encantadas fueron reportes de desapariciones y búsquedas infructuosas en lo profundo de la selva tras la pista de expedicionarios en busca de arcanos neolíticos y antropólogos ansiosos de descubrir los misterios de una civilización marginada por las comarcas cercanas debido a sus rasgos simiescos y deidades antropófagas. Estos extranjeros estudiosos de la Comunidad Científica Americana se adentraron en las aulagas y los senderos pedregosos que bordean los centenares de afluentes infestados de caimanes... para desaparecer sin dejar rastro detrás. No eran las únicas víctimas de la bruma desmadrada que habita en estas regiones selváticas, pues los mismos indígenas que colindan el vecindario condenan a los tétricos Araguatos de episodios caníbales y capitulaciones espeluznantes atribuidas a malignas potestades. 

La repugnancia que genera esta oscura tribu entre sus congéneres autóctonos se debe a sus resilientes costumbres espartanas, un comportamiento bélicoso respecto a los foráneos y su marcada antropofagia en costumbres fúnebres y conservación de ritos precolombinos que horrorizaron a los primeros misioneros cristianos en gran manera. Despectivamente se les denominó como «Araguatos», nombre compartido con los monos aulladores del Llano Negro venezolano, por su aspecto asilvestrado y andrajoso de características anatómicas irregulares... y el peculiar vocablo de alaridos y gritos ahogados que conformaba su primitivo lenguaje; ajeno aún al resto de lenguas estructuradas de las tribus endémicas que machacaban el español con sus idiomas cochambrosos. 

Sobre los dioses venerados por esta remanencia de caníbales no había documentación precisa, solo relatos dispersos de su malignidad y siniestras perversiones; y mientras nos adentramos en la espesura inescrutable de maleza ponzoñosa y ríos espumosos, más horrores se fueron desdibujando en nuestro galimatías críptico, al cual es menester ir añadiendo las descripciones de nuestro viaje a lo desconocido. 

Nos fue conferida la misión investigativa de aquel horror selvático que domina los temores de los corazones en las profundidades amazónicas, ajeno a los panteones conocidos por los hombres y la extensa autoridad del Altísimo judeocristiano, cuya voluntad es incapaz de penetrar en las perturbaciones vistas por los cristianos; y de los que mi compañero, el homúnculo pelirrojo y yo, el venerable Presbítero Jonathan Jiménez, hemos sido testigos en su apoteósica enajenación. En este informe se describen los misterios espeluznantes de una selva más antigua que la Humanidad, dominada por esferas incomprensibles para nuestras ciencias exactas y en el que posiblemente se haga alusión a seres anteriores a nuestras concepciones evolutivas del Darwinismo y el esbozo anacrónico que propició la vida en nuestro planeta. 


II.

Conducimos durante unas dos horas en moto desde Ciudad Zamora hasta Puerto Bello, atravesando carreteras zigzagueantes bordeadas por colinas dentadas que esconden secretos cabales, hasta llegar a orillas de la represa hidráulica del Caroní, que alimenta de electricidad a gran parte del país. Tomamos nuestras previsiones con el pago de viáticos y nos abastecimos con suficientes avituallamiento para resistir la usura de los comerciantes que especulan en aquellas regiones auríferas tomadas por las castas de sangre oscura. 

Descubrí que Samuel Wesen es un maniático de la higiene personal y el cuidado sanitario, rayando al hipocondríaco crónico: compró un centenar de pastillas salutíferas entre antialérgicos, antibióticos y analgésicos; sumado a varios paquetes de toallas húmedas y atomizadores de alcohol absoluto. Conozco a este quinceañero desde sus andanzas en Montenegro, y su reintegro bajo mi supervisión al principio me pareció una jugarreta de los vengativos superiores... pero dado sus orígenes como homúnculo de pruebas fabricado por un mago extranjero muerto en un desgraciado incidente, resultaba un sujeto de estudio interesante para los intereses fundacionales. Durante gran parte de su vida se dejó llevar por una normalidad juvenil de idilio, pero en su sangre latía un fenotipo inhumano que lo condenó al ostracismo del resto de mortales. Era blanco como el alabastro, de cabello y ojos sanguíneos de un profundo escarlata que se acentuó con el desarrollo de sus facultades. 

El Departamento de Investigación había estudiado los fenómenos en su sangre y los prodigios taumatúrgicos de su capacidad física; protegido en calidad de Agente Especial por la Fundación Trinidad de los círculos satanistas y magos negros ansiosos de estudiar las propiedades energéticas de su cuerpo. Pero, era un joven taciturno de mirada esquiva propenso a largos períodos de melancolía en los que era incapaz de entender mis chistes verdes o soportar mis monólogos nihilistas, alimentados por mi liberal consumo de licor y estupefacientes. 

Fumé en silencio, esperando la lancha de nuestro contacto en un muelle pesquero al otro lado de la represa hidroeléctrica, mientras mi joven compañero dejaba las motos a recaudo de un almacenista cercano. Aquella había sido una zona industrial que creció a ritmo vertiginoso durante el apogeo de la metrópoli de Puerto Bello, pero que se estancó con la fuga de talentos y el cierre de operaciones... hasta que solo quedaron caparazones metálicos de grandes fábricas destartaladas. 

El barquero no me reconoció sin el alzacuellos sacerdotal, y le tuve que mostrar mis credenciales para poder subir a su lancha en dirección a aquellas obscenas regiones al sur del país. Me había embutido en el uniforme fundacional color marino bajo una gabardina negra de aspecto malicioso, pero mi compañero preferiría la vestimenta fundacional con el mono holgado de tobillos estrechos y la chaqueta añil de cuello alto y logo fundacional bordado en la espalda: un trípode que sostenía llamas blancas. El único adorno que delataba mi inclinación católica era el rosario con la cruz pectoral tallada de una astilla de la Vera Cruz, bañada en la sangre de Cristo, como recordatorio del sitio al que pertenecía. 

Llevaba el revólver Miranda de nueve milímetros en la pistolera bajo la gabardina, con el tambor cargado y dos docenas de cartuchos de pólvora blanca; y algunas previsiones en caso de requerir los prodigios de la rudimentaria Magia Elemental: cápsulas solubles de gelatina rellenas de polvos minerales utilizados para la Transmutación. Aquellos procesos taumatúrgicos requerían de Cánticos y Ofrendas para propiciar las Manifestaciones Elementales; pero mi compañero de sangre peculiar, podía realizar los milagros taumatúrgicos sin necesidad de recursos o fuentes de energía, valiéndose de la chispa piroeléctrica de su quintaesencia. Suelo llenar mis bolsillos—para pesar de mis superiores—, con objetos anómalos de diversa índole que podrían facilitar mis pesquisas: el cartucho del estilete que desaparece en mis bolsillos, ajeno a cualquier mano desconocida; el yesquero de flama roja e inagotable; y varias canicas con propiedades meteóricas. 

El barquero es un mestizo de facciones hundidas y barriga prominente que remonta los ríos principales de la región en su lancha motorizada para abastecer los pueblos remotos con una despensa de abalorios femeninos, bagatelas metálicas, oropeles de pesca y una surtida droguería... que intercambiaba con los aborígenes ribereños por pepitas de oro. Su barcaza remontaba las aguas achocolatadas con la proa levantándose y golpeando las crestas espumosas en dirección a bahías de pescadores y sitios apartados del modernismo monstruoso que envolvía el mundo con sus tentáculos de alquitrán y sus rascacielos vidriosos. Su nombre era Carlos Mújica, y rascaba el polvo aurífero con el comercio informal de aquella amalgama de cachivaches vendidos al mayor y detal entre los pueblerinos analfabetas de costumbres irrisorias. 

Su ayudante era un pequeño borrachín llamado simplemente Simón, de ojos azules y dientes quebrados, que vestía prendas manchadas de grasa bituminosa y dirigía la embarcación a puertos perdidos a través de afluentes oleaginosas color barro. Dejamos atrás la ribera que bordea las carreteras principales y las rutas terrestres con dirección a las selvas tupidas por la fiera vegetación. Nos adentramos en pantanos enlozados donde se hundían gruesos árboles, rebasando estrechos canales y egresando a anchos ríos poblados por monstruos de anchas mandíbulas perfiladas de colmillos. Avistamos poblados costeros levantados en medio de las aguas como diminutas ciudades flotantes formadas por decenas de palafitos y muelles apilados, y deambulamos por grutas vegetales pobladas por caimanes negros esperando en sórdidos solares y tortugas del ancho de ruedas de tractor que al vernos se hundían para siempre en el barro oscuro de su concupiscencia. 

El interés de la fundación para concretar aquella investigación era principalmente etnológico, debido a la patológica cobardía de los catedráticos universitarios en Ciudad Zamora para retrasar las expediciones amazónicas. El material que pudiéramos suministrar a las universidades sobre aquellos pueblos remotos podría brindar un nuevo panorama sobre los recientes hallazgos de monolitos en Canaima, y las galerías colmadas de momias desenterradas en el Arco Minero. La información de aquellos hombres habituados a los taimados pescadores y los celosos aborígenes resultó invaluable. Encendí la grabadora en mi pechera, y más tarde me dediqué a transcribir aquellos terribles pormenores contados con amodorrado espanto sobre los estertores del motor y el agua desplazada por la línea de crujía. 

—De Puerto Bello se sube en lancha y se adentra uno en las aguas del Caroní derechito hasta los pueblitos indios metidos más allá—contó Carlos, indicándonos señas con sus manos curtidas por los cortes y las astillas, levantando sus manos y dirigiendo sus hombros a una incognoscible ruta de sitios comerciales con los que se enriquecía para alimentar a sus ocho hijos. Estaba muy quemado por el sol, brillando de un rojo mate mientras sus ojos diminutos color aceituna se encogían ante el resplandor dorado de las vetas golpeando las aguas naranjas—. Los indios son tontos—sonrió con malicia, sonriendo a Simón con sus dientes machacados por el bruxismo y la masca de Chimó—. Al principio se ponen feos con los precios, pero les gusta el ron y las cajetillas de Chimó. A la india le gustan los perfumes y los vestidos, y esas vainas que se ponen las mujeres. Eso sí—levantó un brazo rígido y midió con los dedos de la otra mano—... tienen unas «bichas» grandísimas traídas de la Mina. Unas metralletas por supuesto, y cuando están borrachos sueltan plomazos al aire. Procuramos estar lejos cuando se les mete el demonio—intercambió una risa cálida con su lacayo de mirada lacustre—. Porque se transforman completamente, pasan a ser pequeños endemoniados que gritan con los ojos en blanco imitando a los animales. La mayoría son moderados y respetuosos en su comportamiento, pero cuando beben se portan como locos hasta que se acaba el ron... y terminan tirados en sus calles o atormentando a sus mujeres.

»Durante estas borracheras pueden ahogarse en el río y caerse por un barranco—Simón la pasó la botella de aguardiente barata, y tragó abundante antes de retomar su perorata—. Pero hay partes, si uno se adentra más allá de esos pueblitos sin electricidad donde las carreteras dejaron de existir y los únicos medios accesibles son las lanchas... donde hay que manejarse con cuidado. Una cosa son los indios de las reservas que viven del oro y el estaño, pues los he llevado y traído en mis viajes; y otra muy diferente son los Araguatos. No hablan el español churrupeado y no se parecen a los indios de esta zona. Por allá, pasando la frontera a esos ríos profundos de aguas grises y caimanes blancos, está prohibido hacer el recorrido de noche. Esos Araguatos son belicosos, más locos que los indios del Arco Minero, y no respetan a nadie. Han matado tripulaciones completas de barcos foráneos con sus flechas envenenadas, y se los comen—asintió, severo, hablando bajo ante el ruido frenético del motor—. Sí, pican a la gente y se la comen enterita. ¡No dejan ni los huesos! —Juntó los dedos, como triturando una fruta jugosa—. Hacen polvo los huesos para mezclarlos con barro y hacer jarras. ¡No dejan nada! Los Waikeri los tienen pavor a sus rostros negros, y siempre que se pierde un niño o una muchacha los Pemón le echan la culpa a sus vecinos.

»Usted dirá, ¿por qué no los matan, verdad? Bueno—el barquero no despejó sus ojillos flematicos de los míos mientras bebía más ron con los delgados labios manchados—. Los chamanes Yanomami le tienen miedo a Kakamawë. ¡Sí, señor! ¡Es un pavor horrible que despierta la mención de su nombre en esos pueblos olvidados por Dios! ¡Horrible, horrible! Mantienen a los brujos Araguatos lejos de sus niños con rituales, y cuando sus figuras tiznadas de negro rondan las cercanías de un pueblo... esos chamanes se reúnen con los hombres y empiezan a cantar tocando los tambores para espantar las visitas indeseadas. Son noches que no dormimos, varados a la espera del sol para irnos lejos—levantó dos dedos de uñas ennegrecidas—. ¡Dos noches de mi vida he pasado en esos pueblos: una porque se dañó el motor y la otra porque estaba esperando una gasolina y se hizo de noche! ¡Más nunca vuelvo a quedarme en esos sitios! En esas dos noches los Araguatos andaban rondando, buscando niños y muchachas para Kakamawë... y los tambores y los gritos y los llantos. ¡Para espantar a esos espíritus los chamanes brincan, cantan y prenden fuegos! —Se pasó la mano callosa por el rostro curtido en señal de exasperación. Simón le pasó la botella amablemente y el hombre bebió un trago generoso—. Cuando esos Araguatos se empeñan ni el indio más bravo les para los pies. Son igual de pequeños, pero tienen los brazos más largos y los ojos grandes. ¡Son rarísimos! ¡Los miras y te causan espanto! Las indias Araguatos no se preñan de los indios Waikeri ni Pemón, y las mujeres que secuestran estos engendros nunca aparecen. Aún quedan unas horas de viaje porque es lejos, y cuando lleguemos los indios de la reserva les prohibieran salir de noche y mucho menos acercarse a la cueva en la curvatura del río, porque allí vive Kakamawë y si se llega a molestar, según esa gente ignorante, va a decirle a los caimanes del río que salgan del agua y se coman a todos los indios. Pues, por allá lo que sobra son caimanes.

Samuel había roto su silencio, tras haber puesto toda su atención en el relato.

—¿Quién es Kakamawë?

—El Dios de los Araguatos—dijo el barquero y se levantó de su asiento con los brazos extendidos, imitando a un animal que se eriza ante un depredador—. ¡Es grandísimo! ¡Y se come a los Araguatos desobedientes! ¡Horrible, horrible! Su cueva está llena de huesos porque mata a los que se acercan y los pocos indios que lo han visto terminan locos. Los Araguatos le llevan ofrendas para apaciguar su hambre, y celebran un culto en su nombre que el resto de indios desprecia—se sentó, y frunció el ceño—. Los que viajan voluntariamente a ese sitio no saben lo que buscan. Los jóvenes indios se van de esa comarca, y cada vez hay menos pobladores asediados por los caníbales Araguatos. Los extranjeros que desaparecieron en la selva no son los primeros ni los últimos, y ruego a Dios que estén bien cuando vuelva para el retorno. ¡El Señor y la Virgen los cuiden en estas tierras que no nos pertenecen! 

Los siguientes fueron derroteros de sus viajes en los que ganó muchos Pesos y Dólares, y anécdotas de animales extraños que alcanzaron grandes tamaños en los juncales y los pantanos de la Selva Amazónica; así como las frecuentes crecidas durante la estación lluviosa que inundan valles enteros y sacan a relucir antiguos misterios enterrados en el fango. Samuel volvió a su silencio litúrgico mientras frotaba su piel con repelente y aseguraba la protección de sus botas herméticas... y yo disfruté de fumar mientras anochecía en aquel ancho canal que se fundía en el horizonte violeta embebido por el nacarado sol, diluido como un aro naranja en las aguas turbulentas del destino. Presentía los horrores selváticos, pues había leído los reportes militares de batallones fronterizos perdidos en las junglas... acosados por tormentas y terrores camuflados en la niebla de las precipitaciones. Las montañas azules se avisaban lejanas en el reflejo liquido, que a esas funestas horas, se tornaba de un rojo sangre escalofriante... y cavilé largamente sobre los espíritus acuáticos y demás arcanos intrascendentes que esperaban confinados en cavernas profundas... hasta que cayó la rutilante noche y avistamos los fuegos de aquellos pueblos pesqueros donde pudímos pernoctar antes de partir nuevamente. 


III.

Al llegar al asentamiento ribereño de [CENSURADO], nuestro anfitrión era el único posadero de aquella amalgama de chozas de barro con techumbre de palma y muelles colmados de curiaras e islotes en el irregular calado de aquella angostura poco profunda del río. El barquero partió en seguida de regreso a los pueblos indígenas para comerciar sus chucherías y baratijas mientras dejábamos nuestras maletas en la modesta posada que coronaba una colina sembrada de casuchas de maderaje envejecida y rudimentarias calles de guijarros atormentados por maleza. La fachada aborigen de las chozas parecía inmersa en un sortilegio de tiempo anterior a la colonización, pues de aquellas construcciones triangulares de macizos troncos podados y pesados moriches tejidos asomaban rostros tostados de cabello negrísimo y ojos almendrados... cuyos rasgos indígenas eran prueba inmutable de la soberanía pacífica anterior al mestizaje forzado por los dioses blancos provenientes de un mundo distópico y alienígena de catalépticos estratos y pendencieros gobernantes. Los aborígenes desconocían los impuestos, los trabajos forzados y la ambición... y esa impresión aún suscitaba la monotonía y el atraso de sus vidas. 

El pueblo era formado por unas treinta chozas arracimadas como tumores en las colinas, formando una medialuna de muelles en la angostura de un canal de agua embarrada. La espesa vegetación que rodeaba el pueblo parecía engullir por momentos toda concepción de un mundo gobernado por los humanos más allá de los ríos y las junglas... con una inusitada sensación de zozobra en la inmensidad amazónica. Los testimonios de animales gigantes y saurios jurásicos cobraban vida en la infinidad vegetal de árboles primordiales y cumbres tupidas asequibles a encerrar encarnaciones del horror evolutivo y especies desconocidas, documentadas subrepticiamente en escasos encuentros fortuitos. Las montañas verdes se recortaban hasta donde los ojos podían mirar, y la alta arboleda se apretaba en una disputa solar inmemorial. Describo con embriaguez aquel paisaje verde y negro, renuente a ceder sus dominios a las construcciones indígenas, pujando en su petimetre ensalmo por reclamar cada rincón arrancado de su cénit... como intentando expulsar al pueblo, intruso de sus entrañas, con una letanía capaz de horrorizar a los venidos de tierras lejanas, donde gobernaban otros dioses más dóciles y menos celosos.

La alameda de la posada estaba empedrada en toscos surcos y separada de una inclinada pendiente por una verja de madera trenzada con alambre de púas. El edificio del indio Pedro era un rectángulo más bien feucho cuyo armazón de gruesos troncos levantaba una fachada provista de ventanas circulares cerradas con mosquiteros y una chimenea de arcilla que despedía volutas de humo. El interior de techo cónico fue seccionado en cubículos por tabiques de adobe, formando una cocina apartada donde su esposa preparaba guisos picantes y tortas de yuca amarga en sus ollas de cerámica; y unas tres habitaciones conectadas por un pasillo cuyas puertas y cortinas eran tejidas con cestería. En un cuarto reducido pudimos colgar nuestras hamacas mientras veíamos a los seis niños desnudos de la familia precipitarse con jarras de agua y mecates para asegurar nuestras camas colgantes. Me ahorraré mis quejas de la letrina exterior por respeto a la mujer de mi hospedador.

Pedro y su familia eran indios pemones de lengua Arecuna, su contacto con los misioneros y barqueros que utilizan su posada les permitía machacar el español y atender a los escasos viajeros que cruzaban sus tierras. Él se ocupaba de oficios relacionados a la agricultura y nos mostró las plantaciones en las que ocupaba sus días con una extensión de altas yucas, nutridos platanares y densos maizales. Compartía con su vecino una parcela de ñame y batata, y nos enseñó la despensa de kachiri fermentado: fuerte licor chamánico, como prueba de su estatus en la comunidad. Era de risa fácil, y le gustaba mascar el Chimó mientras nos contaba sus diatribas y tribulaciones con los Araguatos. 

Enseguida encendí mi grabadora, pero sus palabras autóctonas suelen mezclarse en la transcripción, así que he corregido aquella dicción con mi contaminada educación prusiana y las investigaciones del itinerario antropológico. La casta Pemón de esta comarca está asociada a ciertas corrientes Yanomami y Waikeri, cuyos estilos de vida influenciados por el modernismo los ha cambiado completamente: los jóvenes rebeldes se enlistan como peones de cárteles o huyen a las minas auríferas del corazón de Guayana buscando una vida mejor. Acá en la frontera no es extraño ver tropas de la guerrilla movilizando convoys repletos de drogas o estableciendo laboratorios clandestinos en fincas secretas. No se meten con los indios sensatos, salvo para ofrecer trabajos bien remunerados. No obstante, la mayoría de indios adultos que viven en el pueblito pocas veces abandonan sus tierras por las promesas vacías de los carteles o la extenuante vida en la ciudad.

Pedro es católico y lleva un rosario y un Nuevo Testamento obsequiado por los misioneros, pero sigue creyendo en el animismo de su etnia, y como es respetado por el grupo se toma en cuenta su palabra en los juicios. Es mano derecha del Chamán Omayari; un indio pura sangre que desempeña su artificio de hechicería como barbero, médico y consejero de la tribu. Este brujo vivía en una choza circular de adobe, construida aparte del pueblo, donde recibía a sus pacientes y resolvía las querellas entre familias. A veces ocurría que otro pueblo de la comarca provocaba un conflicto con la tribu, y el chamán hallaba la solución con remedios y formulas de una brujería antigua para maldecir a los enemigos y espantar a los horribles Araguatos en sus noches de celo.

Mis resultados etnológicos catalogaron diferentes mitos sobre los orígenes del Sol y de la Luna, la creación de los Tepuyes y las epopeyas de sus héroes. Su cosmogonía animista se basaba en el principio armónico perturbado por la inserción del Mal, y su estructura de normas y formulación mística denominada Tarén, buscaba la reintegración de la armonía. Este cúmulo de sapiencia abarcaba los prodigios de su cultura, transmitidos por los espíritus de la naturaleza y los antepasados como enseñanzas heredadas. Rendían culto a los astros, los fenómenos meteorológicos, y ciertos animales corpóreos de las profundidades selváticas como el Rey Mapurangi; y me contaron de los espíritus sobrenaturales que pululan en la ribera: las hermosas sirenas Tuwenkaron de los ríos y quebradas, que provocan enfermedades; el siniestro Urupere, culebra fenólica que vomita fuego y se manifiesta como ventarrones y relámpagos; el espíritu maldecidor Amayiko capaz de manifestarse como animal o persona de baja estatura, y combatidas sus plagas con el Tarén; y los convulsivos y seductores Amawariwa y Imawari, que buscan enamorar a los jóvenes. Una rápida visita a la choza circular del Chamán Omayari me permitió conocer un retrato de Okoyimu, la serpiente arcoíris; y la piel de un Wairarima: tigre fabuloso color danto que impera sobre los de su estirpe. El hechicero tribal de altura prominente y rostro aplastado me mostró los ídolos fetichistas que sus ancestros tallaron para advertirle de los peligros espirituales, y sus ollas de cerámica exhibían cataplasmas para aliviar dolencias. Este bestiario me permitió enriquecer los datos relativos a la criptozoología fundacional, pero sentía que me era oculto un boato misterio... como si su pronunciación fuese sacrílega en aquellas tierras aún renuentes a la extensión del cristianismo. 

Cuando nombré a los Araguatos y su insoslayable dios Kakamawë, el hechicero enmudeció sus quiméricas enseñanzas del primitivo Tarén y habló en su lengua nativa. Por supuesto, aquello era tabú... pero era mi deber investigar a fondo. Pedro, que traducía nuestra conversación, retrocedió indeciso cuando el chamán se irguió con los puños apretados en señal de protesta. Soltó una sarta de conjuras en su idioma, mientras Pedro negaba con la cabeza en señal de desaprobación. 

—No hablar de los que chillan de noche—dijo finalmente mi posadero con su voz vacilante—. Malo, malo. No entiendes. Ellos se pintan y ahhh—imitó brevemente un aullido bajo, encorvado como un mono con los puños en los muslos—. Agarran los niños y mujeres...—soltó el resto en Arecuna indescifrable mientras se tapaba los ojos con una mano—. Araguato no es Pemón, ni Yanomami, ni Waikeri o... como ustedes—nos señaló—. No ser hombres ni mujeres. La cueva abrirse y salir, y cazar indios—señaló al turbado chamán—. Agarran a los hijos de Omayari, y tampoco aparece su mujer por ningún lado. 

Dejamos al afligido chamán en la choza, y Pedro dijo que perdonaría nuestra falta porque era muy querido en el pueblo y sus invitados compartían este derecho. La estructura social de este pueblo singular se basa en el respeto, y los hombres más respetados eran los que producían más licor de almidón durante la época lluviosa. Nuestro posadero nos explicó que los indígenas de la comarca viven en gran consternación desde que aparecieron los Araguatos... cuando le preguntamos de dónde venían, él señaló un punto distante, dirección en la que estaban las cavernas legendarias que nos arrastraron a estas tierras.

—Araguato no es indio creado por los dioses de uno—negó con la cabeza, y buscó su Nuevo Testamento con el rostro tenso y los ojos pasmados—. Araguato es palabra de demonio—se agarró la garganta—. Hombre no chilla así—señaló el suelo con un dedo redentor—. Viene de la tierra, de abajo—apretó los puños, temblando con los hombros encogidos—. Los hijos grandes de Omayari salir a visitar al Rey Mapurangi—se hinchó, abriendo los brazos y parándose de puntillas; en un gesto semejante al que realizó el barquero en nuestro viaje—. Mapurangi grande, pero Kakamawë más grande. Los indios van a pescar en curiaras, y se los lleva para comer—se llevó la palma a la boca y lanzó dentelladas a algo invisible en su mano... cuyos ruidos me produjeron un desagradable sentimiento—. Araguato es demonio, viene de la tierra y come indio. Los hijos de Omayari no volverán.

Samuel se adelantó, sin mudar su expresión impasible.

—¿Qué significa Kakamawë en su idioma?

—Señor de la Montaña—soltó, inspirando fuertemente sin parpadear—. Kakamawë vivía en los altos Tepuyes en los conucos de los dioses. Pero las cosechas se pudrieron, y los dioses murieron de hambre—realizó el gesto de abrirse la barriga y sacarse las vísceras—. Te agarra y te cuelga de las tripas con sus garras—se golpeó la coronilla con la punta de los dedos y puso los ojos en blanco sacando la lengua—. Abre tu cabeza y se toma el jugo—me miró directamente a los ojos, despidiendo ascuas de sus ojos almendrados, como intentando sorber mis pensamientos—. Mira tus ojos y los saca—se estremeció con la frente en alto y los brazos rígidos—. La lengua tiesa y los pies fríos—extrajo la cajetilla de Chimó y se embadurnó los dientes gastados con el betún tabaquero. Aquella infusión enredó su lengua—. Araguatos creer en Kakamawë como nosotros en Dios—señaló la cruz pectoral de su rosario, visiblemente turbado—. Y Pemón no baja río de noche. Flecha no mata Diablo—rompió en una retahíla de palabras autóctonas que me fue imposible comprender, pero que clamaban un horror litúrgico en aquel ser humanoide de vestimenta colorida y pantalones de mezclilla. 

Había anochecido, pero la claridad lunar se reflejó en las aguas con fulgores argentinos y podíamos ver las chozas iluminadas por lámparas de queroseno y estufas de leña con guisos aderezados de picantes y abrasivas guindillas. El mundo moderno de inmensos rascacielos, avenidas bloqueadas por el tráfico y bullicio indescriptible parecía un recuerdo remoto de otro planeta contaminado por la vanidad... pero nunca me he sentido tan fuera de sintonía como en aquel páramo desolado, rodeado por miles de kilómetros de selvas tropicales y canales de agua en los que vivían seres ajenos al entendimiento materialista y técnica del carácter humano. 

Esperé entrada la noche el aullido ululante de los Araguatos, intentando discernir sus formas negras y viscosas fundidas en los contornos de la selva. Pero nunca llegaron, ni la noche siguiente...


IV.

El único contrabandista que conocía la ruta hasta las tierras de los Araguatos era un hombre infame que traficaba armamento del interior del Arco Minero hasta las pueblos amazónicos en su lancha. De joven había trabajado como cocinero en las minas, y se unió al Ejército Bolivariano buscando una vida mejor... solo para desertar cuando el país declaró la guerra a Colombia y las fronteras se llenaron de fuego. 

Gabriel Herrera era un hombre imponente de brazos tatuados y espesa barba castaña que hizo de los ríos su vida y amasaba una fortuna enterrada en algún tugurio secreto. Sus cargas de armamento militar eran compradas por los pueblos indígenas de las reservas en absurdas cantidades... y era el único conductor que sabía—o se atrevía—, a orientarse en las extrañas regiones tomadas por los Araguatos. El traslado en su vehículo fue el más caro y el más corto, y mientras conducía nos miraba con expresión sombría en sus refulgentes ojos negros. 

—Los Waikeri y los Yanomami se están preparando en caso de invasiones colombianas—nos contó al remontar un canal estrecho en una senda boscosa similar a un túnel vegetal—. O esa es su excusa para comprar tantas ametralladoras y municiones. Podrían tomar un pueblo pequeño o desestabilizar una alcabala... Hay suficiente armamento en la jungla como para fundar una nación. No escatiman en gastos: balas de cualquier calibre, fusiles y torretas. Son pocos los pueblos que no tienen armamento... pues los indios se están uniendo para matarlos a todos.

—¿A quienes? —Pregunté.

—Los Araguatos—Gabriel negó con la cabeza—. Ellos no entienden. Van a exterminarlos como una plaga, y cuando prueben el poder de sus armas... esta selva será testigo de su propia guerra. Para los Yanomami la guerra tribal es cotidiana, pero están guardando sus armas para el día del exterminio. Los indios odian a esos degenerados. Los aniquilarán a todos y quemarán sus casas—encendió un cigarrillo mentolado—. Entonces comenzará una masacre tras otra, y los pueblos desarmados desenterraran sus riquezas a cambio de mis armas. No puedo decirles por qué medios las consigo, tengo mis conexiones con el Cartel del Llano y no soy el único distribuidor en el Amazonas. Solo diré que esos asesinos merecen que los maten a todos. 

»Hace años que los seguía de lejos en sus curiaras robadas y los descubría espiando mi embarcación desde sus escondidas. Son más hostiles que los indígenas salvajes, y no se puede tratar con ellos por la barrera lingüística... Ningún hombre que conozca puede imitar sus aullidos guturales. No son como los demás indios, tienen algo raro en la piel que los va degenerando hasta lo irreconocible. Después de tres días de búsqueda y persecución, llegué a su campamento para ofrecerles la nueva mercancía estadounidense a cambio de su oro y piedras preciosas... pero, se mostraron violentos y sabrá Dios que intentaron rodeando mi lancha. Cuando comencé a dispararles, lo pensaron mejor y conseguí arrancar mi lancha ante su lluvia de flechas. Quería apresurar los negocios suministrando armamento a los Araguatos y acelerar su aniquilación de parte del resto de pueblos... pero ellos mismos se cerraron las puertas—describimos una pronunciada curva que inclinó la embarcación—. Son gentes raras que debieron extinguirse cuando llegó Colón, pero de alguna forma han sobrevivido hasta nuestros días. 

»Los pueblos cercanos dicen que no estaban por acá durante los tiempos de sus abuelos, que migraron del interior de Brasil siguiendo no sé qué señales en el cielo. Los Chamanes Waikeri cuentan que son como lombrices que vivían en las cuevas hasta que un temblor abrió sus sepulcros... y por sus deformidades, es difícil imaginar un posible parentesco con los indios color canela de pelo liso que deambulan en el continente. He escuchado que las mujeres Araguato no se preñan de los indios corrientes, pero no he conocido al primer hombre que quiera intimar con esas criaturas peludas. ¿Existirán otras castas humanas así como los mulos? Se establecen en asentamientos abandonados cercanos a esa caverna terrible de la que nadie quiere hablar...

Samuel estudió al hombre sin parpadear.

—¿La Caverna de Kakamawë?

Gabriel palideció y se llevó un dedo a los labios.

—No digas ese nombre en voz alta, muchacho—miró a su alrededor, buscando miradas hostiles entre los matorrales y la enramada—. La guarida de esa criatura es un Santuario del Diablo. Esos Araguatos creen en dioses oscuros y terribles de los que ningún indio ha oído hablar... y los otros contrabandistas han tenido encontronazos con fuerzas que no comprenden, y que bailan sobre las aguas cuando intentan descansar. Más de uno ha perdido la cabeza, ante la negación de oscuros poderes que gobiernan estas junglas antiguas. La sola mención de un nombre puede despertar un eco inaudible que atrae la desgracia. 

»Así como los cuatreros temen los avistamientos de la Aberración del Llano Negro, los que cruzamos estos ríos profundos nos mantenemos lejos de chismes sobre sapos gigantes, culebrones capaces de volcar lanchas y demás insinuaciones de lo prohibido.  Murmuramos sobre los expedicionarios desaparecidos y los indígenas muertos... porque sabemos que existen misterios en nuestro mundo, sobretodo en estas tierras vírgenes, que escapan a nuestro razonamiento.

—Por eso tienen prohibido salir a estas horas o acercarse a sitios que puedan despertar terrores antiguos—sugerí, viendo el oscurecer del horizonte nacarado—. Aunque, tú sí accediste a llevarnos a su escondite. 

Gabriel sonrió, socarrón. Un destello de malicia brilló en sus ojos insondables.

—A sabiendas que aceptarían el primer precio que les dijera... hubiera sido más usurero—se lamentó, mientras detenía la lancha en una orilla arcillosa de bajo calado—. Creí que estaban locos para ir a un lugar del que posiblemente no regresen, pero mi corazón es duro cuando hay suficiente plata de por medio. Deben caminar unos doscientos metros río arriba para llegar al campamento, y está anocheciendo... ¿Seguro sabrán orientarse en la oscuridad? Son varias horas en lancha hasta el pueblito más cercano. 

—No se preocupe—dije, y procedí a bajar de la embarcación a la embarrada superficie de raíces sobresalientes—. Somos hombres del buen Dios.

Gabriel no dijo más, se limitó a mirarlos con los labios amargados injertos en la barba. Esperó aproximadamente unos diez minutos desde que nos adentramos en la espesura de árboles altos y alfombra putrefacta... y encendió la lancha apresuradamente, como avisado por los horrores nocturnos de las profundidades selváticas, y regresó por donde vino a gran velocidad.


V.

Los antiguos misterios de la noche se habían levantado bajo la aurora del plenilunio, que revelaba en su insensatez las excrecencias árboreas de un limbo incognoscible, flotando en las anfractuosidades de la jungla. Había un no sé qué en la fosforescencia de la atildada enramada y los retorcidos troncos de raíces protuberantes que me provocó la inusitada sensación de vagar en un bosque onírico, cuyos árboles flagelados eran ánimas en perpetua penitencia por sus atrocidades terrenales. En mis excursiones furtivas por los bosques escoceses mancillados por los sortilegios de la agonizante estirpe euskera, pude sentir la fatalidad de una reminiscencia innominable aún presente como un chirrido cacofónico parecido al ondular de las horcas herrumbrosas y el chisporroteo silbante de cuando volaban las brujas desnudas sobre sus escobas, perseguidas por sus familiares convocados del Hades. Así como en el África Meridional, cuyos países atormentados por la sequía y la guerra eran santuarios de la magia negra y la nigromancia... 

Pero en aquella jungla húmeda de cavidades irregulares y densa foresta podíamos vagar eternamente bajo el influjo de un hada macabra o algún espíritu maligno de desconocido nombre por los descendientes ibéricos y la heredada cultura romana. Bajo mis botas el retorcer del fango venía acompañado de un ciceo viperino, y avisté en la penumbra más de un par de ojos resplandecientes. Pensaba en las fieras exóticas que los cárteles perdían en sus fincas exclusivas, y en los cientos de especies sin registrar de aquellas estepas tropicales que bajo el infausto calor ecuatorial germinaban saurios venenosos, tarántulas comehombres y homínidos peludos.

Los relatos proporcionados por el tropel de aborígenes que conformaban el pueblo de [CENSURADO], me advirtieron sobre las características evolutivas que distinguían a los indios comunes del Araguato degenerado, conformando una auténtica contravención natural. Eran un pueblo nocturno, temeroso del fuego y hostiles a todo aquel extraño a su aspecto salvaje. De estas alteraciones cromosómicas se decía que podían ver en la oscuridad, y que los estragos del sueño no hacían mella en su ciclo circadiano; aunado a una dieta insectívora enriquecida con fermentados tubérculos y la ocasional antropofagia cometida contra sus enemigos y la horrible costumbre de consumir a sus propios muertos. Aludo a estas características particulares por nuestra extrema cautela al movernos en estos senderos traicioneros de hirsutos zarzales, siguiendo un rítmico tam-tam profano de horrible cuero tenso y aullidos escalofriantes. 

Entre las facultades sobrehumanas de mi compañero homúnculo, era patente su capacidad de ver en la oscuridad... y sus esferas sanguíneas relucían como estrellas rojas mientras su negra figura se adelantaba cuesta arriba para avistar un valle de chozas circulares y techumbres leprosas. La impresión de aquella estirpe degenerada y cavernaria fue indescriptible, debido a mi encuentros con criaturas pertenecientes a otras esferas, me fue previsible una sensación de náusea y rechazo... y estudié con aprehensión sus cuerpos como formas oscuras de cortas piernas y largos brazos en una procesión espeluznante. Debido a mi visión humana, aunque desdibujados por el fulgor lunar, no me fue posible discernir con profundidad la escena de aquella cincuentena de formas emergiendo de sus exiguos tugurios y reuniéndose en torno a un mojón formado por varios apéndices. 

—Son los hijos del Chamán, están amordazados y les podaron los pies—dijo el joven a mi lado mientras escudriñaba aquel claro de casuchas robadas con sus artificiales nervios ópticos bendecidos con un flujo energético—. Son... espantosos, no distingo a los hombres de las mujeres, salvo por escasas características diluidas. No son humanos, pues pertenecen a una especie inferior desgajada de la rama homínida en un pasado prehistórico... posiblemente anterior a la glaciación—frunció el ceño, estudiando con repugnancia aquellas formas en su recital de gritos pavorosos y movimientos pasmosos—. Son blancos como la leche, pero se cubren la piel con lodo para protegerse de los inclementes rayos solares. Sus caras feas tienen narices protuberantes y grandes ojos que se dilatan como pozos... y sus bocas son horribles. ¡Menos mal que no puedes ver esos incisivos amarillos que sobresalen de sus labios casi inexistentes! ¡No tienen un solo pelo! ¡Y sus gritos! —Samuel apretó los párpados, pues sus sentidos superiores se sentían agobiados—. No puedes escuchar sus aullidos, pero no se parecen a ningún sonido humano. Me aterra profundamente saber que estos seres degenerados emergieron a nuestro mundo, pero me aterra más... la posibilidad de que existan más habitantes subterráneos en otras partes del mundo.

La procesión de seres plutonicos rodeó al mojón conformado por los dos hermanos capturados, y los izó hasta colocarlos sobre sus pies mutilados... arrancando alaridos que llegaron a mis aturdidos tímpanos. Los veía bailar y brincar al golpear sus cuerpos con convulsas palmadas y aullar con sus gargantas abultadas y lenguas cerúleas. Se estaban preparando para un ritual con la universal letanía de cánticos horripilantes en su muerto lenguaje cavernario, ideado por las desviaciones lingüísticas y la atrofia gutural de la vivencia en fosas impías. Arrastraron entre gritos a los jóvenes presidiarios... y entonces fue que nuestra neutral investigación fundacional tomó un rumbo completamente diferente.

Debo admitir que convencí a mi compañero usando oscuras tetras, que en su momento debieron encender la yesca en su agitado cerebro, para descender al asentamiento por medio de difamados embrujos que un miembro honrado del clero católico no debería emplear; pero que en esa precisa circunstancias se me hizo tan necesario como elaborar un refugio para la tormenta. No disertaré sobre la profundidad de mis conocimientos prohibidos, pues los que se enfrentan a los poderes oscuros deberían conocer la naturaleza de los mismos, y el estudio es un arma de doble filo. Así como el médico cirujano conoce los puntos débiles del organismo con tal de evitar daño innecesario en sus intervenciones. 

En mis talleres recomiendo a los agentes en formación estar familiarizados con los opusculos perversos con los que suelen provocar felonías los magos negros autodidactas, y entre ellos sobresalen autores esotéricos como San Cipriano y Nicolás Fedor. Debí suponer para Samuel una parodia eclesiástica al extraer el cartucho de la navaja e inclinarse en el suelo para dibujar un círculo de dos metros de diámetro alrededor nuestro, y conectarlo con líneas paralelas hasta formar un pentagrama elemental. Me sorprendió el conocimiento del agente especial para identificar el Talismán de la Cabra Infernal como Núcleo del Círculo Mágico. Debo admitir que Samuel superó mis expectativas, ya sea por su aparente petrificación o su mutismo asustadizo, no se permitió una reflexión... más bien parecía inmerso en las sombras del razonamiento como un centinela de sal.

Cuando el Círculo Mágico estuvo preparado—aquel espacio sagrado en el que los axiomas universales y la realidad del mundo pueden ser alterados—, me concentré en entonar el Cántico a los Espíritus. Samuel me estudió, próximo a un paroxismo de terror... 

—Invoco, conjuro y contraigo a los Espíritus del Hades. Por segunda vez los conjuro bajo el poder de Lucifer, vuestro soberano Señor... y por su obediencia, concederán mi suplica—mascullé en voz baja. Sintiendo el enervar de un viento feérico levantando miasmas salitrosas desde marismas lejanas—. A vosotros, excelsos espíritus... os pido que ejercéis por vuestra mediación el milagro de la invisibilidad.

Clavé el puñal en el Talismán trazado en el suelo, y Samuel abrió sus ojos repletos de incertidumbre. El viento nos rodeaba con las voces de todos los demonios, insuflados nuestros negros corazones con los conjuros de rostros invisibles e impalpables... cubriendo cada palmo del cuerpo con un fluido misterioso—llamadlo vulgarmente Aché, Praná o Energía Bioeléctrica—, para que ninguna voluntad humana o diabólica pudiera vernos bajar por la colina de tramposas marañas y repentinos troncos derribados que sobresalían en las tinieblas. 

Nos convertimos en vagabundos cósmicos de desconocidos cendales hediondos a husmo, del que nacían chozas respingonas invadidas por la maleza y particulares formas medianas de cabezas estrujadas y miembros anormales. Samuel tenía razón, la sensación que provocaban aquellas extrañas ramificaciones bipedas del hombre era espeluznante... como si viéramos un ser nauseabundo y maligno metido en los pellejos del hombre; cuyas oscuras insinuaciones podían perturbar a los que miraban detrás de sus ventanas oculares. Su andar errático y encorvado me erizó la piel, y provocó que los gusanos cerveceros de mis atormentadas tripas se retorcieran... buscando salir por mi culo. Apreté las muelas con la vista fija al frente, mientras mi deambular se volvía pesaroso dentro de aquella caravana de cuerpos desnudos y lustrosos... presumiendo que podían mirarse o, olfatear mi sudor con sus narices anchas y anormales dientes incisivos que sobresalían de sus fauces en una burlesca sonrisa. Me sorprendían con sus apariciones repentinas desde madrigueras ocultas por azares de la selva, algunos más jóvenes y limpios exhibían sus pieles colgantes de palidez lechosa; e individuos viejos luchaban por rebasar los sinuosos caminos de su peregrinación al Inframundo.

Al frente se oían los gimoteos de los condenados, cuyos muñones ensangrentados se pelaban al hueso con el raspar pedregoso del cenegal... podados sus dedos amansados y arrastrados hasta los estertores de la agonizante corriente. No queríamos mezclarlos dentro de ella turba de endriagos aborrecibles, pero pronto nos vimos rebasamos por aquel pueblo subterráneo... que pertenecía a un ciclo terrestre ajeno a nuestro entendimiento cronológico. 

Sobre la enramada se recortó el creciente picacho de la Cueva de Kakamawë, territorio ignominioso que ningún indígena de la comarca se atrevía a profanar por temor a encarnaciones mefistofélicas de un devorador prehistórico. Aquella formación geológica sobresalía entre las colinas circundantes como promontorio de pesadillas mezosoicas talladas en el macizo... y al escalar por escarpados peldaños, aquel pináculo de piedra crecía hasta formar una cavidad execrable de la que supuraba un hedor putrefacto de huesos roídos. Los terribles Araguatos se posternaron a la entrada de tan terrible morada... y, sus aullidos escalofriantes rompieron el sepulcral silencio con un llamado. Nos posamos ante el espectáculo apócrifo de aquellos desgraciados aborígenes arrojados ante la entrada cavernosa... y la impresión que produjo el avistamiento de aquel ser, aún me continúa atormentando. El delirio febril con el que regresé de aquellas tierras comenzó como una ensoñación horripilante... en la que fuimos aturdidos por la locura hasta nuestro milagroso regreso vespertino, recibidos por el Indio Pedro y una cuadrilla de indígenas armados con fusiles y ametralladoras. 

La deidad de los Araguatos emergió del umbral, y los hijos del Chamán Omayari se quedaron rígidos ante la inmensa criatura de plumaje negro, tan alta como dos o tres hombres, de alas dominantes y cogote grisáceo desprovisto de plumas. El zopilote jurásico de ojos insondables y pico ganchudo se enalteció con el despliegue innominable de su plumaje azabache. Según las especulaciones de mis colegas paleontologos, el tamaño desmesurado de aquel buitre negro podía asociarse a una especie dominante del período permico, más cercano a los mamíferos actuales que los saurios reyezuelos. Este fósil precedía a la mayor extinción registrada en la Tierra—si nos basamos en la cronología geológica estipulada por la Comunidad Científica—, donde se estaba más seguro en medio del océano que en cualquier rincón terrestre.

Los esbozos febriles que puedo extraer de mi diluida memoria no consiguen identificar aquella especie ajena a nuestra concepción evolutiva, y me conducen a derroteras conclusiones que aluden a procesos biológicos aislados y cadenas tróficas sin especificar. ¿Existirán otras especies que, pese a su gran tamaño y ferocidad, hemos sido incapaces de clasificar? Los terrenos de la criptozoología representan un sacrilegio en cuanto a las apologías científicas que exponen los estudiosos de estos encuentros. Sí tomamos en cuenta las corrientes teológicas que buscan esclarecer el difuso curso del tiempo, reduciendo los períodos significativamente a miles de años... entonces las conclusiones de este galimatías biológico dan cabida a la prevalencia de seres y fuerzas aún desconocidas por la Humanidad. Se formulan hipótesis mensuales sobre el avistamiento de arácnidos cartilaginosos y demás aberraciones revenidas en hordas batracias del fondo oceánico... esperando pacientemente los cambios atmosféricos y las alteraciones marinas que desencadenarán nuevamente la extinción masiva de las formas de vida actuales, y... de la que sobrevivirán para presenciar el albor de nuevos reinos y soberanos.

Aquel ser prehistórico recortado por la sombra perpetua de la noche, temido y venerado por los degenerados Araguatos, sembró un éxtasis mortuorio en los anonadados indígenas ofrecidos. El influjo hipnótico de sus portentosos ojos parecía enervar las sinapsis nerviosa de sus víctimas, presas de una desconocida fuerza que restringía sus pensamientos. Con estas quiméricas ideas de magnetismo depredador se asocian algunas especies de serpiente en oscuras encarnaciones biológicas desconocidas por la razón... cuyos influjos mentales son capaces de descarrilar y detener el pensamiento. Estiró su largo cuello del grosor de un pilar hercúleo, y su pico ganchudo de material óseo tiznado hendió el aire en un severo picotazo, que destrozó el cráneo de uno de los indios con un estallido pulposo. El otro ni se inmutó, atrapado en un mesmerismo de frigidez que detuvo repentinamente todo esfuerzo mental... incluso cuando los funestos picotazos destriparon a su hermano y lo rociaron de perlas escarlatas durante la salmodía de los Araguatos. Aquella sinfonía de aullidos agudos provocó el estremecimiento de mis demonios internos, y Samuel a mi lado tembló visiblemente bañado en sudor frío. 

Kakamawë terminó de despedazar al otro Pemón y levantó su cogote ensangrentado regado de vísceras... arrastrando aquellos cuerpos deshechos a su madriguera tapizada de calaveras destrozadas. Antes de regresar a las tinieblas de su grotesca morada, se volvió como una masa purulenta de plumas aceitosas, y clavó sus ojos endemoniados en nuestra presencia mezclada junto a los degenerados homínidos. Un horror espantoso me azotó la espalda con un escalofrío, y aquel buitre de pesadilla batió sus alas esponjosas... emitiendo un chillido indescriptible, que por extraña discordancia asemejó el bautizo de sangre que los pobladores de la comarca le abdicaron: «Kakamawë, Kakamawë». Aquello fue como una succión endotermica que arrancó todo el calor de mis entrañas... El pájaro jurásico se desprendió del suelo con una impresión de súbito horror ante el aullido ensordecedor de los trogloditas... y el gemido de espanto de Samuel me catapultó fuera de la ensoñación asfixiante en la que se desvanecía mi espíritu. 


VI. 

De lo que ocurrió a continuación no quedan más que lagunas infernales socavadas por la persistente amnesia que los terapeutas y doctores intentaron tratar con hipnosis y diversos tratamientos psiquiátricos: el daño era irreversible, y la profunda impresión de aquel horror prehistórico fue suficiente para trastornar la experiencia de aquella noche. Samuel se ha mostrado más reticente en sus declaraciones, y lo poco que pudimos armar ha sido insuficiente para esclarecer el misterio de nuestro milagroso regreso al asentamiento indígena. 

Hemos extraído recuerdos fragmentarios de nuestras mentes para establecer una composición plausible, y los resultados de esta dicotomía difícilmente representan un esbozo de los engendros degenerados que pululan en las cavernas selladas y las antiguas estirpes ya extintas—o quizás no—, que reinaron con depravación sobre los cielos y la tierra. Se achaca nuestra impunidad a oscuras fuerzas que nos protegieron, así como los dotes místicos de mi compañero y nuestra audaz inventiva en momentos de fragilidad. 

Según el informe final, el críptido ovíparo cayó sobre nosotros como ave de rapiña... y el homúnculo identificado como Samuel Wesen, valiéndose de sus permutaciones energéticas, arrojó a la criatura una incandescencia rojiza que estalló como una maraña de artificio. Los aullidos de los Araguatos nos persiguieron por las inmediaciones de la selva convertidos en una jauría diabólica bajo el cefiro talmudico... Sus formas humanoides se confundían con el aleteo inmemorial de cientos de gárgolas impías y enjambres de mosquitos alborotados en sus nichos. Los relámpagos violetas y las repentinas combustiones debieron ser convocadas por las transmutaciones de mi horrorizado compañero con las indescriptibles siluetas que describían círculos concéntricos sobre nuestras cabezas, y efectué unos tres disparos—como pude comprobar más tarde en el tambor cargado de mi revólver—, hasta que el descenso a los Avernos se convirtió en un oscurantismo silencioso, purgado ocasionalmente por el lejano chillido de un zopilote muy grande. 

Los indígenas madrugadores que pescaban en los riachuelos cercanos al incidente, relatan que el agua se tornó roja minutos antes de nuestra escueta aparición entre los matorrales; algunos señalaron que el líquido arrastrado por la corriente estuvo hirviendo. Nuestro aspecto era deplorable, pues las ropas andrajosas y los rostros surcados de rasguños exhibían una muestra de la difícil prueba selvática... y dejo a la imaginación las complicaciones de la corta estadía entre los fascinados indios y el viaje de retorno a Puerto Bello. De esas tierras salvajes solo nos llegan vagos rumores de masacres tribales y guerras intestinas que empozoñan las afluentes del Río Amazonas con su sangre... ninguna otra expedición se atreve a explorar las cercanías de los Araguatos, que parecen desaparecer día y día bajo el exterminio ametrallador. Los avistamientos de zopilotes gigantes y gorgonopsidos carnívoros en aquellos pantanos ajenos a la expansión urbana, son recordatorio de prodigios biológicos que fascinan y espantan a nuestra ingenua humanidad. ¿Existirán criaturas de eras ajenas a nuestros expedientes taxonómicos y enciclopedias geológicas? El hallazgo de ídolos de cerámica en las excavaciones de Canaima podría sorprender a la comunidad con nuevas hipótesis sobre los caminos del Hombre como único faro de luz en las tinieblas cósmicas... todo apunta a una verdad incierta en la cima de los embrujados tepuyes, donde fueron engendrados esos seres legendarios y terroríficos. 

La criptozoología avanza a pasos agigantados, redescubriendo diariamente especímenes que deberían estar extintos... y rarezas evolutivas que escapan a las leyes naturales de la diversificación y las edades terrestres. Las lecturas satélites de barrido revelan cavidades subterráneas repartidas longitudinalmente por el ancho Brasil, en las selvas tropicales del inconmensurable Amazonas... pero, puede que no exista otro depredador, fruto del azar genético, capaz de destruir su propio ecosistema tan rápido y desesperadamente... como nosotros.

El Sepulturero de Puerto Bello


«Gerardo Steinfeld, 2025»

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