En sus notas necrológicas el Doctor José Gregorio Hernández exacerba revelaciones sobre una antiquísima confrontación proveniente de otro mundo, descrita como una disputa metafísica de manifestaciones y fuerzas que van más allá del saber cotidiano. El ascetismo de su vida, los prodigios catedráticos de su obra, sus desconocidos artefactos hoy extraviados, los frecuentes viajes a sitios inhóspitos y la consecuencia de su trágica muerte... son el telón que oculta un consorcio de esferas extraterrestres en una pugna dicotomica que se remonta a la fundación de la civilización, y que cambiará por completo nuestra percepción de la humanidad.
Fui alumno del susodicho profesor universitario, y he atestiguado su creciente popularidad como caballero santo tras sus exequias... así como las difamaciones del protestantismo secular que lo demoniza de brujo perverso en su ascenso como Ánima en las Cortes Espirituales de la Montaña Sorte. Este legajo representa la auténtica y verosímil identidad del Médico de los Pobres, en un intento de arrojar luz sobre los misterios que rodean su obra como uno de los «Iluminados» de un culto milenario, así como reconocido miembro de la sociedad venezolana y voluntario franciscano del clero católico; y más discretamente, un adversario juramentado de un horripilante conjunto de fuerzas oscuras—desconocidas por la razón—, cuyos apóstoles perversos aspiran al caos de las multitudes y la capitulación del arrinconado Hombre en el cosmos.
Al Doctor Hernández se lo veía con alborozo dictar sus cátedras universitarias vestido con su impoluto traje de sombrero y corbata, o uniformado en su bata blanca con los implementos de su oficio. Ningún estudiante o colega del instituto sospechaba el alcance de su irrupción en el escenario transgaláctico a través de las semillas de la enseñanza, ni la misión que le fue velada por omnisciencias de edades prehistóricas. El científico de mi admiración provenía de una genealogía de ilustres personajes como el Cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, y el beato Hermano Miguel; cuyos descendientes cosmopolitas sostenían las reminiscencias de un culto masónico que se remonta al advenimiento de los dadivosos dioses polinesios y los ominosos sabios de tierras lejanas que contribuyeron al enriquecimiento intelectual.
Hoy es difícil ubicar a los descendientes de tan devoto abolengo, pues los estragos del modernismo y las persecuciones los han empujado a otros continentes para resguardar sus misterios de las permutaciones del mundo. Pero durante casi un cuarto de siglo residieron en Isnotú, pueblo montañes cercano al circular Lago de Maracaibo, venidos de tierras sureñas en busca de un meteorito que se dice cayó en las aguas del lago durante las usuales noches tormentosas del Catatumbo. Estos peregrinos cristianos se asentaron en el pueblo siguiendo las bitácoras de marinos portugueses que reportaban con fascinación los resplandores boreales en las marismas del lago y los frecuentes meteoritos que descendían de los astros tierra adentro.
A pesar de la caritativa naturaleza de la familia, fueron tachados de gitanos por las habladurías del pueblo debido a sus costumbres peregrinas hacía los megalitos cercanos a la formación geológica del Catatumbo; donde eran frecuentes las tormentas eléctricas y los avistamientos de espantos. La vulgar comunidad de Isnotú temía a los antiguos misterios de esas formaciones de piedra sin nombre, que relucían en las noches con una enfermiza iridiscencia polar... y de la que, según leyendas isnotúes heredadas por los mestizos de sus ancestros tribales, era pináculo de un infierno arcaico en el que horribles espectros ofrecían sacrificios a un terrible dios sepultado. Estas primeras insinuaciones de brujería y ritos al Maligno fueron contrarrestadas por la perspicacia del patriarca familiar, Benigno Hernández, al presentar a sus cinco hijos en sociedad mediante el Sacramento del Bautismo. El Señor Hernández era un comerciante de víveres y farmacopeas que se ganó el respeto gracias a su contribución al financiamiento del pueblo; pero nunca aclaró a sus vecinos el motivo de sus frecuentes excursiones a los difamados megalitos de piedra negra, macabros carácteres cincelados y galerías subterráneas. Los archivos fidedignos referentes al meteorito y las auroras noctilucentes aluden a ciertos temores que los costeros guardaban sobre el despertar de gigantes oceánicos... y quimeras incorpóreas que descendían en fechas propicias como destellos crepusculares de sus inframundos esquivos. Mis investigaciones personales me llevaron a conocer esas tierras agrícolas y sin asfaltar donde aún sobreviven las viejas costumbres. Descubrí los temores de esos años aciagos, cuando los escasos isnotúes de las comarcas cercanas que aún conservaban sus mitos orales e ídolos precolombinos, proclamaron antiguas señales en predicción de estragos por la llegada de estos misteriosos foráneos y el incremento de la actividad electromagnética en los megalitos... asociado al despertar de poderes oscuros que los Chamanes Indígenas se vieron obligados a sojuzgar con cánticos y ceremonias, oídas durante semanas en las montañas y los ríos de la región. En cuanto a los pobres y gentiles cristianos... nunca se enteraron de la terrible batalla espiritual librada sobre sus cabezas y bajo el subsuelo mientras intentaban conducir su propia monotonía.
En una confidencia, nuestro profesor nos reveló que su deseo infantil fue estudiar Derecho en la Universidad Oriental de Ciudad Zamora... pero que su padre lo encaminó en la senda de la Medicina porque así lo dictaminaron sus creencias. Nunca fue comunicativo respecto a las verdaderas inclinaciones familiares tras la mascarada de católicos devotos, y fue en esas fugaces insinuaciones de un saber prohibido que despertó mi interés por él. Su primer instructor, Pedro Celestino Sánchez, vislumbró la capacidad del pequeño Gregorio y recomendó a su padre enviarlo a la capital con solo trece años, en un viaje solitario por la sierra trujillana recorriendo pueblitos y grandes ciudades en mula, barco y tren hasta llegar a Nueva Bolívar.
Mi búsqueda finalmente me regresó a la capital, detrás de un jovencito prometedor que inició sus estudios en el Colegio Villegas, obteniendo buenas notas y llegando a fungir como profesor de aritmética para los alumnos del primer curso. Gregorio cursó preparatoria y filosofía, graduándose de Bachiller en Filosofía e ingresando a la Universidad Central de Venezuela para iniciar sus estudios médicos con tan solo diecisiete años. No pasó desapercibido entre los nacientes círculos ocultistas de la época, que hacían de los anfiteatros sus demostraciones públicas en discusión de los arcanos metafísicos... Entre ellos se destacaron círculos herméticos como los Magos Negros de Angostura y eruditos que integraron puestos honoríficos en el Círculo Rossetti.
Las tertulias metafísicas y filosóficas que lo involucraron difícilmente pudieron abatirlo, pues sus contrincantes iconoclastas jamás pudieron reivindicar su creencia en un más allá invisible y la prevalencia de un Demiurgo que impregna la esencia de los pensamientos. Asistía a las misas dominicales de la Basílica Señora de las Nieves, y recibía la Eucaristía rezando el rosario con cada una de las cuentas de su camándula. Durante sus seis años de aprendizaje fue alumno sobresaliente, llegando a convertirse en el más destacado de la universidad. Impartió clases particulares para remunerar sus gastos y apoyar a sus amigos; y uno de ellos le inculcó la sastrería con la que confeccionó sus propios trajes. Sobre sus relaciones amorosas, como era un provinciano de bajo extracto social, era ignorado por la mayoría de casamenteras y jovencitas; salvo quizá por la señorita Conchita Elizondo, enfermera de cabello castaño y ojos jaspeados con la que solía pasear del brazo y asistir a misa. Según sus viejos compañeros, la señorita Elizondo sentía más que admiración por su compañero universitario, pero Gregorio jamás se permitió ver a su amiga con otros ojos. Muchos años después, en una confesión que le hizo a un allegado, durante las nupcias de su amiga Conchita con un adinerado portugués que estableció una fábrica de confitería en la ciudad, el médico se permitió arrojar lágrimas de arrepentimiento... leyendo la publicación del casamiento en el periódico.
—Debió casarse conmigo—lo escucharon decir antes de sumergirse en su silencio habitual—. Hubiera sido mejor marido que médico.
Al graduarse con el título de Doctor en Medicina en 1888, hablaba inglés, francés, portugués, alemán e italiano y dominaba el latín y hebreo, era filósofo, músico y teologo; decidiendo ejercer la medicina en su pueblo natal instalando un consultorio provisional. ¿Qué hizo de José Gregorio Hernández un intelectual tan diversificado y aún así, un filántropo caritativo dispuesto a entregar su cultivado conocimiento al próximo? Su figura se mitificó rápidamente—más por sus discursos altisonantes que por sus frecuentes querellas—, entre los estudiantes de ramas ignotas como la Metafísica y el Misticismo. Los eruditos de la Metempsicosis postulan que los componentes del alma atraviesan diferentes estadíos durante la transmigración a otras vidas, y que esta sustancia, purificada como la materia de un alquimista, podía desempeñarse mejor en su siguiente escalón como una forma de ascenso a la divinidad. ¿Gregorio era realmente un hombre sabio y humilde por generosidades del azar, o... en verdad pertenecía a un escalafón superior en esa Vía Óctuple de la reencarnación encaminada al Nirvana? ¿Existía una esfera más allá del ascetismo que dirigía su vida, rumbo a grandes misterios como los que guiaron a los profetas al servicio del Dios verdadero?
Se trataba de un genio sin la perversión maniática que caracteriza a este recurso escaso en la sociedad. Había consumido gran parte de los conocimientos médicos de vanguardia en la biblioteca universitaria y solía esperar semanalmente las notas de conferencias extranjeras que llegaban por correspondencia. Sus probados saberes de astrología y demonología le permitieron sondear volúmenes prohibidos como la traducción en latín del difamado Libro de los Grillos, resguardada con celo en una bóveda de la biblioteca; y una copia manuscrita del terrible Garra Negra, escrito por Nicolás Fedor, el último aprendiz del Negromante. Conocía al dedillo los descubrimientos anatómicos de la época, la farmacopea europea y los abecedarios de la epidemiología del trópico.
Tras la entrega de su certificado médico, el rector de la universidad se ofreció a ayudarlo económicamente para establecer un consultorio en Nueva Bolívar, pero el humilde profesor Gregorio le agradeció con estas palabras:
—¡Cómo le agradezco su gesto, Dr. Dominici! Pero debo decirle que mi puesto no está aquí. Debo marcharme a mi pueblo. En Isnotú no hay médicos y mi puesto está allí, allí donde un día mi propia madre me pidió que volviera para que aliviara los dolores de las gentes humildes de nuestra tierra. Ahora que soy médico, me doy cuenta que mi puesto está allí entre los míos.
Gregorio se preparó durante todos esos años para servir a la sociedad como un hombre completo: como el apócrifo Jesucristo que viajó por Alejandría, Grecia y Egipto descubriendo los Misterios Mayores en las escuelas de los sabios magos solo para regresar a Jerusalén y cumplir su profética empresa. El regreso a su pueblo natal fue celebrado con una jornada extenuante de revisiones y diagnósticos; fue entonces que su fama de milagroso se extendió entre los pueblerinos, llegando a viajar largos trechos para ser atendidos por aquel excelso curandero en alivio de sus dolencias y reumas sin pedir un solo Bolívar, llegando incluso a regalar medicamentos de su propia manufactura entre los pacientes más necesitados. En una misiva al rector Santos Dominici, de Nueva Bolívar, escribió:
Mis enfermos todos se me han puestos buenos, aunque es tan difícil curar a la gente de aquí, porque hay que luchar con las preocupaciones que tienen arraigadas: creen en los remedios que se hacen diciendo palabras misteriosas. La clínica es muy pobre: todo el mundo padece de disentería y de asma, quedando uno que otro enfermo con tuberculosis o reumatismo. La botica es pésima... No me atrevo a establecerme únicamente en Isnotú, pues los ancianos llegan de muy lejos aguantando las inclemencias del sol. Saldré pues, a recorrer esos pueblitos como mi forma de retribuir a Dios por mis dones.
Durante este período de osadía juvenil, del Doctor Hernández solo se tuvo noticia por medio de la abundante correspondencia sostenida con esos colegas de la capital que buscaban consejo en su sabiduría. Época en la que ejerció la medicina recorriendo los estados andinos y las poblaciones remotas para sanar y enseñar a los que no podían asistir a su consultorio en Isnotú. Los más ignorantes creían que los milagros médicos de Gregorio eran producto de una hechicería extranjera, incomparable a los brebajes de los curanderos locales y las pócimas y tinturas encarecidas a conveniencia que los artífices gitanos traían en sus caravanas. Las trifulcas con los chamanes rurales llegaron más pronto que tarde, aunque la devoción con la que era recibido en sus visitas nunca permitió que dañaran al buen hombre... que se decía tenía más poder que los embrujos de los magos negros y las maldiciones de los diablos.
En sus epístolas familiares se tiene constancia de sus partidas a los Llanos Negros durante las inundaciones estacionales que desatan epidemias, y las escarpadas montañas de Yara donde pululan las artes oscuras para enseñar a los provincianos sobre los peligros de la medicina primitiva de carácter teúrgico, la inexistencia de los humores corporales y la usura de los charlatanes. Iba por aquellas regiones abandonadas a los rituales esotéricos y las drogas peligrosas para inculcar el modernismo preventivo y los verdaderos remedios; ganándose el rencor sectario de ciertas doctrinas y la admiración de su sapiencia por parte de hombres letrados. Pero escribía con temor, sobre todo en las cartas dirigidas a su padre y hermanos, existía una insoslayable alusión a unos misteriosos perseguidores... siempre acechando sus pasos o ensuciando su nombre. En las pocas ocasiones que esta sospecha se confirmó, Gregorio recibió advertencias sobre una logia sombría e inmemorial que veneraba a un ser perverso denominado Gran Adversario.
Revisé las bibliotecas públicas y conversé con historiadores de grupos sectarios, y poco conseguí sobre esta indecible confabulación que seguía los movimientos del joven Doctor Hernández... como un león al acecho. Los enfrentamientos con gitanos envalentonados y taumaturgos arruinados fueron escalando hasta convertirse en amenazas, pese a los esfuerzos del joven Gregorio de apaciguar sus rabias con sus traslados a sitios empobrecidos y empáticas curaciones a los más necesitados. Había mecenas adinerados que le ofrecieron fortunas a cambio de servicios exclusivos que el doctor amablemente rechazo, pero cuyas limosnas aceptó para cubrir sus gastos y atender a los postrados que no tenían a nadie. Hay relatos que rayan en lo mitológico sobre esos días de persecuciones y espantos en las lomas—algunos de ellos ficticios, pero que contribuyeron a cultivar el sincretismo religioso y paganismo esotérico de su figura—, testimonios de fieras extrañas que buscaban atacarlo cuando se dirigía en la madrugada a revisar los signos vitales de sus pacientes... pero que al verlo se postraban atemorizados y huían. Hubo un episodio verdaderamente perturbador durante la epidemia de fiebre en los picachos nevados de Mérida, donde fue atacado a plena luz del día por un pájaro negro de seis alas y numerosos ojos rojos, que un carabinero de la ciudad abatió... pero que al examinar el cuerpo, se desintegró rápidamente y no quedó más que un charco bituminoso.
A José Gregorio se le atribuyeron numerosas curaciones milagrosas, exorcismos y despojos... pero fueron sus encuentros sobrenaturales los que labraron el nombre que aún resuena entre las Cortes Espirituales del Sorte y los apadrinamientos de la Santería. La pugna contra el Diablo Rojo de La Victoria, la vez que impidió la Resurrección del Taita Boves en el Camposanto de Coro, los brotes de vampirismo en las sierras y su lucha contra las plagas convocadas por los aprendices de Nicolás Fedor... representan más que leyendas hercúleas de sus viajes juveniles por el país. Son un conglomerado de demostraciones caritativas que prueban su trascendencia como el portador de una luz disuasoria que buscó orientar a una humanidad pérdida en las sombras de más allá del tiempo.
En uno de sus viajes de vuelta al hogar para consultar sus propósitos con su padre Benigno—paseando por los alrededores montañosos y perdiéndose hasta el anochecer en los antiquísimos megalitos—, se encontró con una carta de su maestro, Calisto González, donde era recomendado al presidente de la República para asistir a París para estudiar ciertas materias experimentales y contribuir a la modernización de la medicina venezolana. La noche antes de partir a Caracas, según vivencias de infantes hoy ya jornaleros, se desató un temporal en la comarca que hizo estremecer las techumbres de las casas y batir las ventanas... con gritos de trueno que iluminaron la cristalería y ablandaron el ímpetu de los más orgullosos. Fue como si «el Dios vivo» hubiese bajado en esencia de un gran monte para sacudir la tierra...
Hilario Ruíz recuerda haber quedado atrapado en una caverna mientras regresaba de jugar a la pelota con unos amigos de otro pueblo. La lluvia tormentosa lo obligó a buscar refugio, y confesó bajo juramento cristiano, que las montañas se sacudían mientras descendían luces misteriosas del cielo... hasta el megalito de piedra negra donde cinco hombres se encontraban tomados de las manos alrededor de uno de los mesones en lo que parecía un devocional cristiano. Observó, a pesar de la lluvia vertiginosa y el resplandor de los relámpagos violetas cortando el paroxismo del momento, un recital de voces hipnotizantes... que lo envolvieron como una abeja aturdida por el humo de un apicultor. No sabía lo que veía, pero sospechaba con la insensatez de los niños, que su expectación era prohibida y severamente castigada... aún así, no pudo reprimir sus gemidos de pavor al contemplar lo que parecía un aparato formado por espejos giratorios sobre el mesón, lanzando destellos al vacío... y desprendiendo un hálito enfermizo de proteica plasticidad. Aquel espectáculo indecible duró hasta que la tormenta amainó, y corrió rápidamente a casa sin contarle nada a nadie por muchos años...
El joven Hilario, hoy un viejo canoso de complicaciones cardíacas, jamás supo qué había presenciado... pero nunca volvió a mirar a la familia Hernández con los mismos ojos. Cada vez que se avecina una tormenta sus crisis nerviosas lo hacen delirar... recordando aquellos espectros incandescentes que descendían de la cúpula nubosa ante el llamado de sus intercesores. Ahora bien, ¿qué eran estas manifestaciones energéticas capaces de alterar el clima y trastornar a los descuidados que veían sus ceremonias? ¿Y qué aparatos desconocidos por la ciencia guardaban bajo su dominio con tal de convocar fuerzas de otros mundos? Mis investigaciones me arrastraban a misterios insondables tras la verdadera cara de los Hernández y sus perseguidores pertenecientes a una secta desconocida bajo los auspicios de un innombrable dios...
De aquellas habladurías supersticiosas no se tiene registro, pues la mayoría analfabeta acostumbrada a las enseñanzas de la misa dominical difícilmente podía distinguir los prodigios naturales de la inclemencia divina. Para sus mentes subdesarrolladas, aquellas materializaciones y fulgores desconocidos no podían hallar otras connotaciones que las satánicas contrarias al clero católico... pero, en las anotaciones póstumas del profesor Hernández yacen revelaciones fascinantes sobre el origen de estos fenómenos y su significado.
En noviembre de 1889, se encontraba cursando estudios en los laboratorios de Charles Robert Richet, profesor de Fisiología Experimental en la Escuela de Medicina de París. En el laboratorio de Mathias Duval estudió las áreas de Microbiología, Histología Normal, Patología, Bacteriología, Embriología, Fisiología Experimental y otras ramas del saber... donde, según sus propias palabras, aprendió por medio de enseñanzas oníricas proyectadas por congéneres de índole esotérica, la construcción de ciertos aparatos metálicos que sorprendieron a los Círculos Herméticos de la época, dedicados en su mayoría a avivar las extintas ascuas de la Alquimia y los Sigilos Cabalísticos de John Dee.
Posteriormente se trasladó a Berlín para estudiar Histología y Anatomía patológica, los alemanes disfrutaron de su espíritu ingenioso y las ansias del Doctor Hernández por revelar sus secretos teutonicos... como remorando esas ciencias ocultas del pasado para extraer conceptos frescos y aplicarlos a sus campos de estudio. Su ritmo de trabajo era neurótico, y consiguió descubrir un montón de propiedades en un laboratorio de vegetación criptógama repleto de instrumentaria refinada. Esta época es difusa, pues los científicos europeos subestiman las capacidades sudamericanas... y el profesor fue observado muy poco por sus colegas en sus ensayos. Sus desventuras en el país germánico le labraron muchos amigos—y enemigos según su correspondencia—, siempre a la expectativa de unos siniestros perseguidores que acechaban el umbral de su vida... pues existió el rumor de un tiroteo que el profesor nunca confirmó, pero que mantuvo a las autoridades universitarias pegadas al telégrafo tras la premisa de que el Doctor Hernández fue herido de bala. Aquello nunca se confirmó, ni siquiera durante la autopsia se revelaron las cicatrices de un intercambio de disparos...
Culminados sus estudios, Hernández regresó a Venezuela para convertirse en profesor de la Universidad Central en Nueva Bolívar; suministrando equipos médicos de vanguardia al Hospital Vargas, por instrucciones del gobierno. A él se debe la introducción del microscopio en Venezuela y la introducción de las cátedras de Histología Normal y Patológica, Fisiología Experimental y Bacteriología... dedicándose por más de veinte años a la formación de médicos profesionales y seres humanos íntegros en sus valores—con ciertas interrupciones misteriosas que no le impidieron retomar poco después sus enseñanzas—; publicando trabajos varios en la Gaceta Médica. El hombre que conocí y admiré fue un impulsor y pionero de la docencia científica y pedagógica en el país. Sus enseñanzas basadas en lecciones explicativas, con observación de los fenómenos vitales, la experimentación sistematizada, prácticas de vivisección y pruebas de laboratorio... hicieron de la Universidad Central un nicho de formación sin igual en Sudamérica, con el movimiento médico renovador en el que destacaron grandes médicos como Pablo Acosta Ortiz, padre de la cirugía moderna; y más tarde Humberto Fernández Morán: Creador del bisturí de diamante. Desde entonces los científicos venezolanos han aportado a los avances, cuyas menciones honoríficas en este opúsculo son necesarias para esclarecer los misterios en torno a la vida y muerte de José Gregorio Hernández: Jacinto Convit, desarrollador de la vacuna para la lepra; Francisco Antonio Rísquez y José Manuel de los Ríos, fundadores del primer hospital de la Cruz Roja; Lya Imber, primera mujer médico de Venezuela, graduada en 1936; entre muchos otros, que seguirán avanzando por impulso de nuestros ilustres paisanos.
Tras este interregno en ovación a nuestros ejemplares predecesores académicos, regresemos al genio médico de esa época de grandes cambios: en sus lecciones coloreó y cultivó microbios e hizo conocer la teoría celular de Virchow. Por otra parte, es destacada su faceta como fisiólogo y biólogo, conociendo a fondo la física, la química y las matemáticas, ciencias básicas y trípode fundamental sobre la que reposa toda la dinámica animal. Nunca dejó de ser católico franciscano de la Orden Seglar, empero, pese a su labor científica. Su faceta religiosa con todo lo encomiable que sea considerada en el plano místico, no debe opacar el inmenso aporte que realizó a la ciencia.
En 1907, decidió abocarse a la vida religiosa—insuflado por razones trascendentales de su vocación y el dolor de no poder salvar a algunos de sus pacientes—, luego de discutir el caso con el arzobispo de Caracas, monseñor Juan Bautista Castro, envió una carta al prior de la Orden de San Bruno en la Cartuja de Farneta, cerca de Lucca, Italia. Un año después fue admitido en el monasterio de clausura, tomando el nombre de Hermano Marcelo. Sin embargo, nueve meses después de su ingreso, enferma de tal manera que el Padre Superior dispone su regreso a Venezuela para su recuperación. Este período es velado por el silencio, pues tras la lectura de sus notas necrológicas y mis investigaciones personales respecto a sus perseguidores... no es improbable un intento de envenenamiento por parte de esa cofradía subrepticia que buscaba extinguir las llamas de la ilustración.
Regresó a Nueva Bolívar en abril de 1909, y ese mismo mes recibió permiso para ingresar en el Seminario Santa Rosa de Lima, aunque durante mucho tiempo, según sus cartas personales, siguió anhelando la vida monacal... Transcurridos tres años, se embarca a Roma con su hermana Isolina para ingresar en los cursos de Teología en el Pontificio Colegio Pio Latino Americano, preparándose para el monasterio. Pero una vez más sus planes se vieron frustrados por la enfermedad: una afección pulmonar que le forzó a retornar al país. Pero esta vez, los colegas médicos que siguieron su caso quedaron desconcertados... pues la afección no parecía tener un origen patológico, y los síntomas desaparecieron tan pronto llegaron las cartas de sus hermanos esparcidos por la nación, en busca de un no sé qué intangible perdido en las regiones mineras y las escarpadas altiplanicies de Yaracuy.
Sobre estas repentinas y fulminantes afecciones de las que se recuperaba milagrosamente en lapsos cortos... no me queda más que especular sobre posibles insidias conjuradas por los enemigos familiares en concordancia a oscuros rituales vistos por esas fechas en las laderas cercanas a pueblos remotos—ritos y creencias de los cuales no soy muy ducho—, para quebrantar el espíritu de José Gregorio Hernández y maldecir su cuerpo. Ningún colega, por más cercano que fuera a su intimidad, descubrió el contenido críptico de aquellos mensajes... y solo nos quedan teorías irracionales respecto a la naturaleza de las consultas privadas del Doctor Hernández a los brujos más famosos de la capital y sus urgentes misivas hoy destruidas. ¿Estaba a merced de una disputa formidable entre una fuerza de maldición y otra de repulsión? ¿Qué eran estas repentinas perturbaciones en su bienestar? ¿Podrán los sortilegios conjurados por los brujos en las montañas ejercer una complicación cardíaca o una repentina sintomatología capaz de postrar a un hombre lozano? Una tarántula invisible y purulenta se cernía sobre el Doctor Hernández, y fueron las ceremonias sanadoras y las protecciones de su familia... lo que levantó al buen hombre de su lecho. Las enfermeras que atendían al anciano Gregorio, decían que al amanecer su habitación estaba purificada por un perfumado angelical... y las visitas privadas de su hermana—de las que nadie se atrevió a interrumpir o espiar—, lo reanimaron más que cualquier sucedáneo inoculado en sus venas.
Existe un registro policíaco alejado de la esfera cotidiana de esos días, pues era 1915 y nuestro personaje se encontraba muy lejos del sitio, dictando sus cátedras universitarias a una distancia considerable... sintiéndose melancólico y preso de una abulia misteriosa que lo abatía días antes de esas intermitentes recaídas reumáticas que hinchaban sus piernas y suspendían sus ánimos. Montenegro es una provincia montañosa donde el sincretismo africubano y cristiano había forjado una sociedad de profundas creencias esotéricas... aunado a la Montaña Sorte, refugio de un culto indígena dedicado a la diosa María Lionza y las Cortes Espirituales bajo su potestad. Es un pueblo dedicado al turismo por la constante afluencia de peregrinos en busca de los misterios de la montaña y los celebrados Baile de la Candela... donde pueden encontrarse brujos y hechiceros de todas las doctrinas para cumplir con Trabajos de sanación y abundancia a cambio de dinero. Por supuesto, eran numerosos los casos alarmantes de Misas Negras y profanación de tumbas para saquear huesos... que se declararon leyes locales para castigar estas maldades.
El joven Enrique Belisario fue detenido por la policía local tras ser denunciado por un vecino que lo vio excavando en el camposanto cristiano con una pala. Aquello no era nuevo, pues los oficiantes del Palo Mayombé solían contratar muchachos desahuciados para robar sepulturas o sembrar maleficios en tierra de muertos. El muchacho confesó que un hombre le pagó una valiosísima morocota de oro por desenterrar un frasco de vidrio, según sus indicaciones, guardado en el mausoleo de un hombre que falleció por crisis nerviosa. Dijo que todo estaba tal y como lo describió el desconocido, pues el contenedor sellado estaba enterrado en la tumba, sobre el ataúd... dentro se encontró con numerosos palos, huesos y huevos podrido; y una fotografía descolorida, la primera que veía en su vida: un hombre bigotudo con traje y sombrero de copa. No sabía leer, pero el artículo decomisado por la policía tenía un nombre grabado en los que parecía ser sangre: José Gregorio Hernández Cisneros. Aquella perversión, junto con los terribles hallazgos de sapos con fotografías del susodicho embutidas en sus bocas cosidas... representaron un caso espeluznante de perjuicios místicos y difamaciones, cuyos responsables nunca fueron hallados. Enrique jamás aclaró quién fue aquel anónimo salvador, pero a sabiendas de la protección fraternal... podemos tener una idea de su identidad.
Hubo otra corta interrupción en sus cátedras, pero esta vez sin apartarse del ámbito académico: en 1917 viajó a las ciudades de Nueva York y Madrid para realizar estudios, dejando provisionalmente encargado al doctor Domingo Luciani. Fue solo, sin compartir correspondencia con nadie hasta su regreso, del cual llegó visiblemente turbado... viajando por última vez a Isnotú para reunirse con sus hermanos en torno al megalito, trayendo consigo unas misteriosas tablas metálicas de las que nadie supo. No quedó constancia sobre esta asamblea arturiana—salvo las declaraciones póstumas que se me confirieron—, pues poco después... los miembros de la familia se despidieron para migrar a tierras lejanas con otras identidades; vaticinando la oscuridad y la muerte que se cernía en la nación, catástrofe para la que ningún medio estuvo preparado. Sobre los fenómenos meteorológicos acontecidos en el simposio, tampoco hay registro...
El Doctor Hernández reinició su actividad docente el 30 de enero de 1918, y trabajaría incansablemente en la hecatombe más siniestra de nuestra era. En el Libro del Apocalipsis se muestran pasajes aterradores, exégesis del mar sanguíneo que encendió el Viejo Mundo bajo el fuego ametrallador de dos coaliciones: los Aliados y las Potencias Centrales; profetizado con la caída del káiser germano y el zar ruso... y engendrado en la ardiente península ibérica. En un solo día vinieron las plagas de muerte, duelo y hambre, y las ciudades fueron quemadas con fuego. «Al jinete del caballo amarillo se le da potestad sobre la cuarta parte de la Tierra, para matar con espada, con hambre, con pestilencia».
Según los informes epidemiológicos, los primeros reportes del brote sucedieron durante el último año de la Primera Guerra Mundial, en un ámbito de mucha circulación transnacional. La enfermedad habría aparecido en Asia, y para abril de ese aciago año la gripe ya era epidémica en zonas urbanas de Estados Unidos... dónde pasaría luego a Francia a finales de mes. En mayo se propagó por Suiza, Austria, Hungría, Bulgaria, Grecia, Polonia y Rusia. En julio perdería intensidad, pero una segunda ola de la pandemia comenzaría a mediados de agosto infectando al resto del planeta...
Para 1918, Venezuela contaba con una población de tres millones de personas, y uno de cada cuatro habitantes era portador de tuberculosis; se disponía de un médico por cada cinco mil personas. La mayoría radicaba en zonas rurales con una expectativa de vida menor a los cuarenta años por los brotes epidémicos recurrentes de paludismo, fiebre amarilla, viruela, peste bubónica, sarampión, difteria, tifus, tétanos, cólera, disenterías y lepra.
Los primeros reportes de la enfermedad se reportaron en La Guaira, en octubre, en un grupo de marineros que regresaban de España luego de una escala en las Antillas Neerlandesas. Quince días después, se reportan quinientos infectados en total, y se declara el primer fallecido por la peste. En menos de dos días, había casos en Nueva Bolívar y para finales de octubre se había esparcido a los estados centrales por las vías ferroviarias. La gripe epidémica llegó a Valencia en la segunda quincena de octubre, entrando por las goletas de Puerto Bello.
El gobierno de Venezuela subestimó la gripe y prohibió a la prensa publicar información relacionada a los casos. El presidente Juan Vincente Gómez se confinó durante la pandemia en su hacienda de Maracay por tres meses. En sus telegramas privados se anuncia: «La novedad que han comunicado de epidemia es exagerada. Solo hay un catarro que dura dos días». En un reporte del Director de Sanidad Nacional se lee: «La epidemia de gripe es sumamente contagiosa pero no presenta ninguna gravedad. Muchos enfermos la pasan caminando y no se registra ningún caso fatal». ¿Había una maligna complicidad detrás de esta manipulación mediática? ¿Sería esta una regresión a la Peste Negra que diezmó Europa tras su liberación de los grilletes infernales?
Entre noviembre y mediados de diciembre se contabilizó hasta mil fallecidos solo en la capital, con un pico de cien muertes diarias. En contra de la censura de la prensa, el periódico Notas de Barquisimeto, dirigido por el poeta Juan Guillermo Mendoza, publicaba el 3 de febrero de 1919 los síntomas de la enfermedad: «Este catarro no afecta la garganta, se representa con poca fiebre pero con graves signos de postración, explosión súbita y repentina desaparición, si antes no causaba la muerte. Al parecer en nariz y garganta, expansión rápida por respiraciones, toses y estornudos».
No había registros y los cortejos fúnebres se anexaban y los cuerpos se apilaban sin ataúdes. Los muertos eran abandonados en las carreteras por sendos carretones para luego ser incinerados en fosas comunes, como fue el caso de las Catacumbas de Ciudad Zamora. Para finales de 1918, los pueblos campesinos en Yaracuy, Nueva Andalucía y ciudades grandes como Puerto Bello y Táchira... fueron declarados en cuarentena y reportaron fallecimientos todo el año de 1919.
En Nueva Bolívar se estableció la Junta de Socorro Central, presidida por el doctor Luis Razetti en colaboración con el resto de distritos y estados; encabezada por médicos famosos como Francisco Antonio Rísquez, José Gregorio Hernández y Vicente Lecuna. Se estableció una cuarentena general, suspendiendo las actividades en las escuelas, iglesias y centros de ocio, las visitas a cementerios y la anulación de todo evento público. Varios hospitales colapsaron, y se tuvo que habilitar hospitales ambulantes. Hubo una gran cantidad de donativos para ayudar contra la pandemia por parte de instituciones como la Cruz Roja, el Consejo Municipal de Barquisimeto, la Cámara de Comercio, la Compañía del Ferrocarril, la Casa Blohn, el Círculo Rossetti, los Magos Negros de Angostura y la Sociedad de la Divina Pastora.
La Junta de Socorro habilitó automóviles para el transporte de ataúdes y de cadáveres al cementerio. El Cementerio General del Sur tuvo que contratar personal de emergencia para poder gestionar la crisis, y los ilustres médicos cubrieron los gastos funerarios de los fallecidos pobres, estos últimos eran enterrados en una fosa bautizada la «Peste Vieja».
En Maracaibo se creó la Liga Sanitaria. Se prohibieron las reuniones públicas y se cerraron los comercios. La Virgen de Chiquinquirá, asociada a la región, no hizo la procesión anual en 1918. También se impuso una cuarentena de seis días para los viajeros que llegaran de La Guaira y Puerto Bello.
Bajo consejo de la Junta de Socorro, el gobierno tomó medidas como la desinfección diaria de trenes y transportes públicos, denuncia obligatoria de casos nuevos y aislar a pacientes infectados. Se aconsejaba evitar el beso de salutación entre mujeres, por lo que se le denominó la gripe del beso.
Valencia siguió el ejemplo con un verdadero despliegue de humanidad e instaló en el Capitolio de Valencia la «Junta de Vigilancia, Sanidad y Socorro de Valencia», convocada por el Presidente del Estado Carabobo, General Emilio Fernández. Se aprobó una serie de acciones de tipo profiláctico como los toques de queda, la limpieza en las aceras de las casas con soluciones antisépticas, el confinamiento de las familias en sus viviendas, la prohibición de velorios, la información diaria por parte de los médicos sobre los casos detectados, y la fumigación de la correspondencia. Se tomaron medidas de tipo asistencial, como la distribución de medicinas y alimentos desde varios dispensarios parroquiales en cada municipio, la organización de médicos disponibles, la creación del Hospital de Santa Rosa—que llegó a albergar a más de cien hospitalizados—, el despacho gratuito de recetas por parte de varias boticas, el funcionamiento de cocinas públicas en cada parroquia y la hospitalización de enfermos en los corredores y salones del liceo Divina Pastora a cargo de los padres salesianos, con la ayuda de las Damas Católicas de Valencia y los servicios de las hermanas franciscanas del Asilo San Antonio.
El tratamiento de esa época consistía en purgantes de aceite de ricino, pociones expectorantes y tónicas, reguladores del corazón e inyecciones de aceite alcanforado. La forma clínica dominante, casi exclusiva, fue la respiratoria. Así mismo, la enfermedad dejaba sin fuerzas al paciente y eran muy comunes las complicaciones pleuro-pulmonares, razón por la que la mayoría de los enfermos moría en el lapso de las primeras cuarenta y ocho horas del contagio. El limón se cotizaba muy alto y se purificaba la atmósfera colgando en los rincones de las habitaciones una penca de sábila. En los pueblos más remotos se popularizó la ingesta de infusiones y brebajes placebos, así como rezos a la Divina Pastora. Aún es posible ver colgada en portones del interior de viejas casas la oración a Santa Rosalía, patrona de las pestes.
El periódico católico La Religión atribuía la epidemia a causas morales como el «afán inmoderado de divertirse», así como al «aire viciado, la oscuridad y la humedad». Pero las declaraciones que estaba por publicar el Doctor Hernández hubieran cambiado completamente la percepción pública... de no ocurrir uno de los accidentes—aunque mis suposiciones creen que el infortunio fue en realidad un atentado—, cuya tragedia arrebataría a uno de los hombres más importantes de la época.
El 29 de junio de 1919 en horas de la tarde, José Gregorio Hernández salió a la esquina de Cardones a atender personalmente a una enferma en medio de la avenida desolada, pero no pudo llegar... porque fue atropellado por un hombre desconocido al volante de un Essex. El doctor Hernández cayó golpeándose la cabeza contra el filo de la acera, lo que ocasionó una fractura en el cráneo. Un carabinero lo recogió y lo llevó en sus brazos al Hospital Vargas, donde encontró ningún médico, entonces decidió buscar a Luis Razetti.
Cuando llegamos al hospital, encontramos al capellán Tomás García con la noticia de que el Doctor Hernández había fallecido, a sus 54 años de edad. Razetti firmó el acta de defunción... y telegrafió a su hermano José Benigno Hernández para comunicar la terrible noticia.
El final llegaría en 1920 con ochocientas muertes ese año. La epidemia se apaciguó en febrero, pero las perturbaciones habían trastornado a la población... por lo que fueron comunes los casos de «Revinientes» documentados por la alcaldía de Ciudad Zamora y, los avistamientos de extrañas reuniones sectarias en las fincas del Llano Negro. El Gobierno del Generalísimo Gómez declaró el 30 de diciembre de ese año, «constando por datos oficiales en este despacho que la gripe aparece ya extinguida en esta patria», eliminando las medidas restrictivas. Sin embargo, reportes académicos seguirían contabilizando muertes... no reconocidas en cifras oficiales, en estimaciones que rondan veinticinco mil. Luis Razetti, médico cabecera de la Junta de Socorro Central de la época, consideró la gripe como el «mayor cataclismo» nacional desde el terremoto de 1812 y el cólera de 1855.
José Benigno Hernández retornó a la capital como albacea de su hermano mayor, cuyo notorio parecido con el finado me sorprendió de una forma inefable: salvo por el bigote característico... podría decirse que el Doctor Hernández había regresado de la Tierra de los Muertos. Según su testamento, los aparatos científicos sin patentar de su creación pasarían a la custodia de su hermano... mientras que sus ahorros y pensiones serían destinadas a obras caritativas para alimentar a los huérfanos y atender las llagas de los pobres. Veía las sombras que rodearon su vida esfumarse en el silencio de la muerte, pues... su hermano pronto regresaría a sus andanzas y no tendría oportunidad de descubrir el misterio de los Hernández. El Doctor Razetti conocía mi interés biográfico, y me reveló el manuscrito póstumo que su amigo Gregorio preparó en previsión de un accidente... prometiendo bajo juramento cristiano, que destruiría el material necrológico después de mi interpretación.
Debo admitir que es un texto demasiado denso para mi gusto, y que sus revelaciones sobre vampiros estelares sobrevivientes a la Edad Pérmica o Triásica, se me antojaron fábulas de un filósofo megalómano... que intentaré transcribir previa la incineración de estos documentos. El Doctor Hernández llegó a conclusiones aterradoras sobre el origen de la epidemia, que de haberse publicado en la prensa nacionalista... el estallido lumínico hubiera revelado los horrores escondidos en las sombras de la sociedad.
Benigno Hernández y Josefa Cisneros eran acólitos de un culto milenario fundado desde el florecimiento de la civilización humana—aunque sus disertaciones proclamaron cataclismos anteriores que redujeron edades pretéritas a escombros—, en el país de Sumer: cuna de civilizaciones como Babilonia, Mesopotamia y Egipto. Cuya labor primordial era la prevalencia del intelecto mediante la protección de individuos alcanzados por la «Iluminación» del Dios verdadero: una fuerza cósmica e insustancial que descendía de vectores divinos mediante ceremonias y reliquias de otros tiempos. Este culto encarnaba la benevolencia del Hombre en sus múltiples adoraciones: Amón, Ishtar, Ra, Zeus y Yahwe; eligiendo individuos prometedores según las señales astronómicas del Gran Dios y enseñándoles los Grandes Misterios para contribuir al desarrollo de las sociedades humanas, ya sea en avances científicos que ayudan a prevenir catástrofes o enseñanzas teosóficas que remodelan el pensamiento de los hombres vulgares. Pero desde su apogeo se vieron amenazados por la irrupción de la Orden Esotérica del Gran Adversario: una entidad aborrecible, perversa, poderosa e innominable era representada como un pólipo gangrenado capaz de influir en el mundo físico con sus múltiples Apóstoles devotos al Caoísmo.
Esta lucha dicotomica por las inclinaciones del género humano habían remodelado la faz del mundo y la historia incontables veces... hasta que prevalecieron los Siervos del Gran Dios en nuestra era, no sin fracasos rotundos desencadenados por el crapuloso ingenio de estos enemigos del orden y el progreso: el destierro de la Dinastía Ptolemaica en Egipto, la destrucción de Alejandría, el asesinato de Jesucristo, la caída y desestabilización de Roma, la corrupción de la Santa Inquisición Católica, el oscurantismo medieval, la perversión de América y las Guerras Mundiales en su ansia de ensangrentar el planeta y multiplicar la maldad.
Su deseo era la perpetuación del caos y desorden interrumpido por el Código de Hammurabi: compendio de leyes y decisiones judiciales babilónicas; que impedían a los auténticos hombres excelsos reinar y matar bajo sus propias doctrinas satanistas. Para suplir sus necesidades primitivas se habían asentado en las cúspides jerárquicas aspirando a controlar el dinero y el poder... adaptándose para algún día destruir el legado que los Iluminados utilizando sus propias máquinas. Esta aniquilación del hombre bueno había ocurrido en pasadas eras, pues la evidencia geológica—ridiculizada por los informes arqueológicos sensacionalistas—, hallada por los cronistas en base a antiguas leyendas de pueblos sumergidos y ciudades flotantes en cordilleras indomables... supone la existencia de antiguas civilizaciones arrasadas por conflictos que redujeron la población significativamente en suposición de un atraso tecnológico al período cavernario.
En los cientos de miles de años, quizás millones en la escala evolutiva, cuando la primitiva humanidad avanzó en una ambivalencia de períodos... se pudieron vislumbrar edades gloriosas iluminadas por la antorcha del conocimiento, cegadas por los apóstoles de deidades alienígenas y perversas que provocaron plagas, guerras y hambrunas inimaginables con sus permutaciones de otras dimensiones... en su afán de alimentarse del dolor. Estas edades de expansión y destrucción representaban el equilibrio del mundo en una pugna de astros... para los que no éramos más que piezas en sus tetras maquiavélicas.
El Culto de los Iluminados vaticinó catástrofes profetizadas por los apóstoles de uno de sus más grandes hijos: una Gran Guerra seguido de enfermedades y tribulaciones... y había enviado a sus emisarios a muchas naciones de la Tierra para amortiguar los estragos de esta destrucción planificada. Los Hernández siguieron el meteorito hasta el Lago de Maracaibo, y se asentaron en Isnotú a la cercanía del megalito de sillería negra que representaba un enigma arqueológico... y que no era otra cosa que la tumba de un hechicero del pasado remoto maldecida con las huestes de razas muertas. Los Hernández utilizaron un aparato legado por aquellos conocimientos perdidos en el ocaso del tiempo... e invocaron la esencia del Dios verdadero desde su mundo superior e inalcanzable, que les ofreció visiones para revelar el sendero pedregoso que salvaría al hombre bueno de la segregación y el ostracismo. Los otros emisarios en tierras lejanas debieron obrar de forma similar, porque a pesar de las catástrofes y la multiplicación del Mal... el saber y la justicia se han impuesto sobre los perversos.
Desde muy joven, José Gregorio Hernández demostró ser un candidato idóneo para convertirse en Iluminado, y su peregrinación por los diversos caminos del hombre le permitió conocer los misterios del corazón y la voluntad de Dios. Su obra significó un valor incalculable en el avance de la medicina, y las semillas de su labor ayudaron a nuestro país a sobrevivir en sus horas más oscuras... así como otros magnánimos personajes colaboraron para solucionar los problemas del mundo. Sus viajes a Europa, en los que entabló reuniones con los Cultos de Magia y Ocultismo más importantes de la época... fueron consignados por los acólitos superiores en busca de un artefacto alienígena extraordinario llamado Tabla Cromada, que halló junto con otros Iluminados en una tumba antigua que era mejor nunca señalar. Inscripciones de arcanos draconianos compuestos por raros carácteres procedentes de las estrellas... en los que paleógrafos ocultistas habían teorizado ideogramas sobre pretéritos eones y enseñas similares a las aberraciones contenidas en el ignominioso Libro de los Grillos.
Aunque la Orden Esotérica del Gran Adversario asesinó al buen hombre desde sus patíbulos lujuriosos, pero jamás pudieron robar la Tabla Cromada celosamente guardada por José Benigno Hernández. Las revelaciones finales del texto me horrorizaron profundamente, pues eran las conclusiones del Doctor Hernández sobre los perpetradores de sus frecuentes intentos de homicidio. Había descifrado algunos pasajes del artefacto alienigena, y se acercaba a una gran revelación cuando ocurrió su trágico desenlace. El sadismo inmemorial de esa logia todopoderosa esperaba el próximo advenimiento de un cambio astrológico... para despertar al Gran Adversario de su ensoñación cósmica y reinar sobre las montañas de hombres muertos.
El Sepulturero de Puerto Bello
«Gerardo Steinfeld, 2025»
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