La Corte de los Degenerados, Capítulo 1:
«La Corte de los Degenerados»
Gerardo Steinfeld
I.
—Soy yo, mamá, esta es una línea de usar y tirar así que no me guardes. No puedo decirte dónde estoy... lo siento. Sí, la policía me está buscando, pero no te preocupes. Ese ruido que oyes es... Jonathan hablando con un amigo por teléfono. ¿Aparezco en las noticias? Lo siento, sí... estamos intentando reparar nuestro error. No importa lo que digan los noticieros, nosotros no somos culpables. Estoy bien, es un... ambiente sano. Ellos no se meten mucho conmigo. Espero que todo salga bien, pero... no lo sé. La hemos cagado bastante. Perdón por haberte decepcionado, sé que tú y papá siempre quisieron lo mejor para mí. Te amo, mamá.
—¿Tu mamá? —Preguntó Ariel cuando colgó. Su mirada era más extraña de lo usual—. Deberías irla a visitar. La mía murió de sobredosis cuando tenía catorce años.
—Se nota—dijo el Ciempiés Rojo desde su butaca. Su rostro moreno era impasible y el traje castaño rojizo que usaba sobre la camisa oscura parecía fuera de lugar en aquel refugio de paredes y suelo grasiento, regado de grafitis obscenos y grietas de humedad—. La mía debe esperar con ansias mis huesos para hacerse un polvo de riqueza subastado al por mayor. Se hará millonaria a mis costillas...
Carlos entornó los ojos.
—Eso es... triste—pero el Ciempiés Rojo no continuó su monólogo—. ¿Con quién habla el Padre? ¿Y dónde está Míster África?
—Jonathan habla con un agente de la fundación y África debe estar drogado escuchando Lasso—Ciempiés cruzó las piernas en la butaca con el ceño fruncido. Era un mulato maduro de cabello canoso y mejillas arrugadas, su vestimenta era pulcra y sus zapatos parecían de funeral. Usaba perfume cítrico con notas de canela cual abogado desalmado. Apenas gesticulaba al hablar y no miraba a los ojos a nadie, su cara era una mueca eterna de autosuficiencia indescriptible—. Recuerdame comprar un desodorante para el baño y un perfume tropical para esconder el profundo olor a culo de este escondite. Sabrá Dios cuántas orgías debieron ver estas profanadas paredes por los anteriores cocaínomanos de Francis. No creo que exista suficiente desinfectante en el mundo para borrar los pecados de este tugurio...
Ariel se dejó caer en el sofá cercano al televisor antiguo y miró a la silla vacía junto a la mesita.
—Deja de burlarte del viejo maricon—dijo al aire, y Carlos frunció el ceño. No era la primera vez que veía al hombre hablar consigo mismo. Ariel estaba zafado con el tema de los espíritus y fingía conversar con personas inexistentes—. Seguro ha cogido a más putas que tú y yo juntos.
Ciempiés sonrió sin disimulo con sus labios oscuros como orugas.
—Una semana más y todos terminaremos como Ariel. ¡El baño es demasiado pequeño! ¡Siento las putas paredes tocando mi piel desnuda como besos de leprosos!
Carlos levantó una ceja, reflexivo.
—Pero te bañas cuatro veces al día.
Ciempiés torció la boca, disgustado.
—Me baño con los ojos cerrados.
El pequeño judío se levantó de un salto con los ojos como platos.
—¡Vladimir Parón ha regresado! —Ariel señaló la silla vacía con el rostro tenso. Era flaco como un palo, de cabellera oscura desgreñada y ojos protuberantes como esferas de cristal. Vestía de paisano con jersey vinotinto de tela robusta y bufanda roja—. ¡Me odia porque soy judío! ¡¿Quién odia a los judíos en el siglo veinte?!
Carlos suspiró y recortó por el pasillo del fondo para salir de aquel salón subterráneo de alfombra harapienta y techo. Subió los escalones al depósito superior atestado de mesas de trabajo antiguamente usadas para fabricar drogas. Las herramientas de laboratorio pululaban cubiertas de polvo y las manchas corrosivas se extendían por la mesa como motas de tinta. Habían casilleros y almacenes de sustancias que aún manaban gases nocivos cuando arreciaba el calor. Olía a amoníaco y la energía del generador a gasolina era pésima, haciendo que todo parezca muerto o en decadencia con un sabor inherente a óxido. La madriguera era estrecha, austera y oscura como una cueva de ratas adictas a los antidepresivos. Francis Herrera les prestó su peor refugio con la condición de dejarla fuera de la persecución.
Encontró los pies de África sobresaliendo de una mesa alargada y se aseguró de apagar la música en sus auriculares. Estaba tendido sobre la bata blanca y sin pantalones... inconsciente por el exceso de alcohol. No era negro, era más bien ambarino y de cabello castaño claro; pero todos le decían África porque conocía siete lenguas africanas.
Los gritos de Jonathan Jiménez llegaban desde el otro extremo y se asomó a la oficina para encontrar a un iracundo sacerdote de sotana sudorosa y alzacuellos amarillento esgrimiendo el teléfono como un ladrillo.
—¡Estamos jodidos, Salvador! ¡No podemos dejar que esa perra siga amenazando a la futura presidenta de esta nación! ¡Acabamos de salir de una dictadura, carajo! ¡Estoy seguro de lo que hablo sobre el Vicepresidente! ¡Mira, sigue ganando tiempo y esta noche conseguiremos la gran revelación! —Jonathan no llegaba a los treinta y se veía menor de veinticinco... El cabello negro y espeso era un revoltijo en su cabeza. Sus ojos oscuros eran fríos como el carbón, pero cuando se encendían parecían arder cuajados de ascuas—. ¡No seas ignorante, Salvador! ¡Es obvio que ellos mataron al anterior presidente y que también eliminaron al candidato fuerte de la Iglesia Evangelista para echarnos la culpa! ¡No puedes confiar en la policía por el asunto de Nicolás Fedor! ¡Pide a tus agentes que vigilen a la candidata Beatriz en el quirófano! ¡Disfrazarte de cirujano podría hacer la diferencia! ¡Esta noche entramos y salimos! ¡Ya sé, no mataremos a nadie! ¡Sin espectáculos! ¡No queremos más escandalos! ¡Mándame la dirección y registra nuestras identificaciones en la lista de mierda!
Jonathan colgó y se sentó en el escritorio. Lo miró de abajo a arriba con una sonrisa maliciosa... Sus ojos eran dos pozos insondables de negro vacío.
—¿Has asistido a un ceremonial satanista?
—No me gusta esa mirada.
—Carlos se acercó, dubitativo—. ¿A dónde vamos esta noche?
—Veremos una galería de joyas—Jonathan sonrió con malicia—. Tenemos invitaciones de honor. Será nuestro debut como los hombres más famosos del país. Cada año, desde los tiempos de Pérez Jiménez, hay una importante reunión presidencial en la Casa Solariega donde se reúnen los brujos más poderosos de américa, reclutados por magnates empresariales, políticos corruptos y altos funcionarios del país. Muy reservado. Ya sabes como es esto: quema de ídolos, orgías ceremoniales, pactos satánicos, oraciones al Moloch y sacrificios humanos.
—Padre, los muchachos están enloqueciendo...
—No me digas así, niño—buscó un paquete de cigarros en su sotana negra y encendió uno después de persignarse—. Y no te preocupes por esos degenerados. Somos famosos, ¿no oíste el comunicado del Fiscal General? Puede que afuera nos persiga el grueso de las fuerzas armadas de este país tercermundista, pero iremos a la mansión encubiertos—succionó el cigarrillo y sopló una nube de humo gris—. Para estas reuniones no hace falta ser un hombre de un millón de bolívares. Es un procedimiento simple: seremos las ofrendas a Baal.
—Vamos, niño—susurró Mister África en la oscuridad—. Ponte la capucha, entra en personaje y desempolva tus conocimientos teatrales.
—No puedo hacerlo—gimoteó Carlos—. Esto no es tan sencillo como ensayar diálogos frente a una cámara y después editar.
—Mírame, estamos metidos en esto—sintió su rostro acercarse en la oscuridad. Su aliento apestaba a comprimidos—. Eres inteligente... ¿Cuántos seguidores tienes? ¿Tres millones?
—Cinco y medio.
—¡Eso! —Lo palmeó en los hombros—. Conoces el juego.
—Pero nunca he hecho algo como... eso.
—Te saldrá natural, hombre de poca fe—África chasqueó la lengua—. Ariel podría ser drogadicto inestable, pero es profesional... y ha dado más viajes que todos esos brujos haitianos de la reunión. Mira—su voz se agravó—, he visto a ese pequeño judío masticar vidrios como caramelos, caminar sobre fogatas sin quemarse los pies y una vez se puso tantas avispas en el pene que se hinchó como una trompa de elefante. Está un poco loco, pero es un artista: locura y creatividad son dos caras de la misma moneda. Ahora guarda silencio, viene alguien.
Carlos cerró los ojos en el penumbroso calabozo. Habían interceptado uno de los camiones de trata, y él y África se mezclaron con las víctimas mientras desembarcaban en el estacionamiento privado de la reservada Casa Solariega. Vista al suelo, avanzaron por una calle desolada de esbelto mármol, atisbando por el rabillo del ojo una seráfica procesión de fuentes y estatuas angelicales aderezadas por bellas flores rutilantes bajo el nítido fulgor argentino. La luna relucía con pompas fúnebres para presenciar aquella fila de jóvenes secuestrados de todo el país por coacción... escogidos aquella velada por su lozanía y frescura como borregos de expiación. Sintió un gusano de remordimiento en las tripas mientras atisbaba rostros demacrados en las filas a través de pasillos oscuros y calabozos... ¿Así debieron sentirse los esclavos? África no se despegó de su espalda mientras eran separados en grupos, destinados a horrores inimaginables. La Casa Solariega era una construcción de fachada española y techumbre triangular salpicada de tejas... de numerosas habitaciones y residencias suntuosas enfiladas sobre patios majestuosos.
Compartían cubículo con dos mujeres y un jovencito no mayor de quince años. Los encerraron por un par de horas... ninguno habló, parecían haber perdido la esperanza hace mucho tiempo. Carlos se contuvo de preguntar... y esperó pacientemente junto a África hasta que la puerta del calabozo se abrió y un sujeto anticuado que iba de alto cuello duro y solemne traje negro entró con un fusil cuerno de chivo. Usaba sombrero de copa y gafas redondas de lente oscura; les hizo una seña dirigido a la puerta. Entró con paso cansado, taconeando sus botas militares y los miró con gesto impasible. Un haz de luz cortó la penumbra como una franja aurifera... El hombre les lanzó una bolsa con tunicas blancas y les ordenó que se desnudaran. Los tres prisioneros obedecieron sin mediar palabra como autómatas... y el soldado fijó sus ojos en las dos mujeres; una morena voluptuosa y una pálida delgada. África se acercó con movimientos imperceptibles, pero el hombre se giró con gesto severo.
—Quítate la maldita ropa.
Míster África levantó las manos, mirando el fusil en los brazos nervudos del hombre... estaba a unos pasos y con un rápido movimiento señaló el rostro enemigo. Escuchó un vidrio romperse y un silbido agudo seguido de una nube de gas que cegó al hombre... África dió un pequeño salto para agarrar el fusil mientras retenía la corredera y el hombre caía desmayado por inhalación. Carlos abrió y cerró los puños mientras Míster África se apresuraba a desnudar al hombre... El joven quinceañero pareció reactivar su mente con un atisbo de lucidez acaecida por la tumultuosa promesa de liberación. Sus ojos cansados se iluminaron al contemplar la salida al nauseabundo infierno... y se irguió de un salto, medio desnudo, con las costillas asomando su pecho huesudo. Clavó los ojos en el umbral del calabozo y echó a correr con arrebatador regocijo... Míster África levantó el fusil ametrallador por el cañón e interceptó el rostro del prófugo con la culata. El joven se desplomó con la nariz ensangrentada.
Carlos se apresuró a sostener el fusil de culata barnizada con manos temblorosas. Era un arma larga y pesada... y apuntó a las asustadas mujeres mientras África terminaba el cambio. Luego, se deshizo del arma y procedió a quitarse la camisa deshilachada para colocarse un chaleco de guirnaldas tejidas que dejaban entrever su piel, se quitó los abultados vaqueros de mezclilla para liberar los ajustados pantalones de tela blanca. África sacó el pañuelo del mismo color de sus ropas y Carlos se lo llevó a la cabeza como turbante. Se quitó los incómodos y zarrapastrosos zapatos para extraer las pulseras y los collares de cuentas coloridas en representación a los Orishas de Don Nicanor y Elegua. Rompió la suela y extrajo la pintura de rimel con las yemas de los dedos para aplicarse sombra en los párpados. África lo ayudó a maquillar su rostro rápidamente con pintura blanca y roja para replicar una calavera... Rápidamente había desnudado al soldado para ponerse sus ropas y accessorios. Ató al hombre con mordazas para prevenir su despertar y amenazó a las mujeres con el fusil antes de salir del calabozo.
—Bien, la cámara está transmitiendo—dijo la voz de Jonathan en el comunicador de su oreja—. Suban, que la fiesta está a punto de empezar.
Carlos caminó con paso frenético mientras ajustaba la cámara espía en los rosarios de sus collares. Una veintena de celdas se extendían por aquel corredor terrorífico y subieron la escalera circular que conducía a un amplio depósito de camiones. Carlos
sentía los nervios destrozando sus intestinos mientras salían a un sendero inmaculado dentro de un alto muro circundando una residencia de casonas de doble piso y techumbre colonial. Las fachadas españolas de tonos pastel refulgían ante farolas emotivas y plazas populosas de importantes invitados a la celebración... al ritmo de descarados instrumentos musicales. La Casa Solariega era una residencia presidencial construida en lo alto de las montañas de la capital con vista a un paisaje salvaje de anchas carreteras y valles crepusculares. El amplio estacionamiento contenía medio centenar de camionetas y automóviles de lujo... y dentro, la reunión política más importante de la nación era celebrada. Se estremeció al recordar su ensayado papel, y recapacitó en los nudos gordianos que enredaban su destino. ¿Por qué había respondido ese maldito mensaje? La madeja de su destino parecía truncada por cómicos diabólicos.
—¿Cuál era tu nombre? —Míster caminaba erguido e irreconocible por las gafas y el sombrero.
Carlos suspiró, azogado.
—Urano.
El hombre contuvo una risa ronca. Jonathan a su vez rio con descaro por el comunicador.
—Muy bonito.
—Lo escogió Jonathan.
—El bautizo nunca fue su carisma—torció los labios en una media sonrisa—. Quería ponerle a mi hija Analia.
—¿Tienes una hija?
África mudó la expresión.
—Tenía...
Carlos suspiró y se mordió el labio.
—¿Creés que lo haré bien?
—No te preocupes.
—Si nos encuentran solo nos matarán a todos después de torturarnos en el Cuartel del Sol—dijo el audífono. África le dirigió una mirada de repudio—. Sin presiones.
Cuando llegan las horas de la tarde
Que me encuentro tan solo
Y muy lejos de ti
Me provoca volve' a los guayabales y aquellos sabanales
Donde te conocí
Mis recuerdos son aquellos paisajes
Y los estoy pintando exactos como son
Ya pinté aquel árbol del patio que es donde tú reposas
Cuando calienta el sol
Carlos se acomodó el audífono en el canal auditivo de la oreja derecha y procuró un perfíl bajo mientras la banda criolla cantaba el estribillo a todo pulmón sobre un escenario alto. El maquillaje había convertido su rostro bronceado en una calavera aguerrida de ojos hundidos en párpados negros. El turbante de paño blanco era pesado, y el aire frío atravesaba el chaleco de cuentas, raspando su piel desnuda como un cuchillo de hielo. El pantalón abombado de blanco inmaculado iba a juego con los collares coloridos, los brazaletes y los pendientes. La parafernalia religiosa era su carta de presentación... y junto a él se erguían, como estatuas petimetres, brujos nacionales y haitianos condecorados en la más alta jerarquía espiritual de las religiones Yoruba, Vudú y Mayombé. Sentía las arterias de su cuello refocilarse al compás de los tambores mientras eran presentados con nombres estrafalarios a los invitados de aquella celebración anual. Urano sonreía con modestia bajo la iluminación nítida de las guirnaldas y el plenilunio sobre el amplio patio colmado de mesas redondas, buffet ricamente aliñado, plantas exóticas e ídolos de madera en representación al Moloch, Baal y Belial.
Los brujos se mantenían impasibles, lejanos de cualquier conversación entre sus consultores y mecenas. El Presidente del Tribunal Supremo, Francisco Hidalgo, era un hombre de inminente calvicie y traje añil sobre camisa blanca, corbata negra y pantalones a juego. Iba acompañado de su secretaria, Valentina Guzmán, una joven morena de cabello largo y labios protuberantes.
—Nuestra Perra Mayor—anunció Jonathan por el transmisor—. Tiene a ese cincuentón como un títere... y no tarda en llegar el Fiscal General, Martín Bolívar, nuestro hombre de los huevos de oro—escuchó una risita—. Acaba de estacionar nuestro mejor amigo: Nicolás Fedor, el mago negro más solicitado de la nación. El último aprendiz del Negromante llegó a Diputado de la Asamblea.
—¿Crees que me reconozcan?
—Si tenemos suerte, tendremos a Florentino Duarte en primer plano de rodillas ante Satán. ¡El candidato presidencial del Partido Nueva República orando al Diablo! ¡Una sola foto encabezará las redes sociales durante el resto de la campaña!
—No creo que se exponga.
—Esta fiesta es en su honor—Jonathan sorbió por un platillo—. Su partido es una coalición fascista que busca la soberanía del antiguo dictador. Estoy seguro que el Presidente del Tribunal Supremo de Justicia y el Fiscal General estuvieron involucrados en el fallecimiento de Rómulo Marcano. El Vicepresidente ha limpiado mucha mierda... pero está dudando. Sabe que su cabeza será la próxima en rodar con tal de desestabilizar la nación.
—¿Crees que ellos estén involucrados en el atentado?
—Esos imbéciles contrataron a ese francotirador y nos echaron la culpa—Jonathan debió golpear su escritorio con la palma—. Hay un libro popular entre estos políticos del Partido Nueva República: Manifiesto para las Naciones, firmado con el pseudónimo de Nabucodonosor; un libro con ideas distópicas e irrisorias que proclama diabólicos métodos de gobierno. Es la Biblia para los degenerados.
—¿Qué? —Carlos frunció el ceño—. ¿Piensas que Florentino Duarte será otro Rómulo Marcano?
—Peor—susurró al micrófono—. Una revolución... como la de Stalin, pero con esteroides. Una vez lleguen al poder, este país se convertirá en un baño de sangre de segregación y dictadura. Estamos ante los líderes militares, políticos y empresarios más importantes de la nación... Todos habituados a la efusiva corrupción que la dictadura de Marcano perpetuó. ¿Por qué crees que el Partido Democrático y el Partido Evangelista son satanizados en sus campañas? No les conviene que llegue una persona como Beatriz Guzmán al poder... y las pocas autoridades que quedan están aterrorizadas.
»Nuestro sistema bolivariano está podrido hasta la médula. Los que llegaron a la cima fueron gracias a sus conexiones con Rómulo Marcano o los carteles bajo su dominio. ¿Quién pudo asesinar a un hombre tan importante como nuestro dictador? Ese de allá, el gordo sentado junto a la abuela de silicona, es Juan Pereira, el Ministro de Agricultura. El año pasado incrementó el Producto Interno Bruto en un tres porciento exportando medusas bola de cañón a Corea del Sur y partes de Asia.
—¿En serio?
—No, es uno de los mayores traficantes de metanfetaminas del continente—rio Jonathan con sorna—. Las medusas fueron la coartada perfecta para exportar diecisiete toneladas de cristal a la India para financiar la campaña política de Florentino. Es como Cristóbal Colón en drogas.
»Detrás del candidato hay una extensa red de necrológicas lucubraciones. La mayoría se mantiene al margen con títulos secundarios en el rol de gobernantes devotos. Pero, y el Vicepresidente Alvarez lo sabe, detrás del escenario se esconde un satánico complot capaz de sumir la geopolítica de Sudamérica en un impío estupor. Nuestra supuesta guerra contra el Caudillo colombiano se ha paralizado y nuestra economía entró en recesión. No sé quién sea Nabucodonosor, pero es la mente detrás de una crisis sin precedentes.
Pero Jonathan se interrumpió porque Nicolás Fedor subió al escenario para despedir el espectáculo. No parecía un diputado de la Asamblea Nacional, iba más bien ataviado en una túnica violeta ceñida con un fajín de seda verde, apoyado sobre un extraño bastón cuya cabeza era un cráneo de tigre pintado con colores vivos y decorado con argollas de distintos metales preciosos. Estaba seguro que bajo la túnica usaba alpargatas, y en sus manos huesudas de largos dedos relucían joyas en honor a los siete planetas. Usaba pesados rosarios de piedras negras y collares de semillas y colmillos. Su rostro era austero, duro como un hueso, cuajado de arrugas, frente protuberante, nariz aguileña y mandíbula severa... su voz era grave y profunda como una cascada lejana.
—Sed bienvenidos—anunció a la treintena de importantes invitados en las mesas—. Voluntad, Materia, Espíritu. Salve Satán... Salve Lilith, Salve la Madre Tierra.
Carlos tragó saliva, sintió unos escalofríos inusitados recorriendo sus pies descalzos como punzadas. Le pareció escuchar un coro demoníaco de seres espectrales revoloteando en la infinidad del firmamento, translúcidos y semicorporeos: inescrutables en la inmensidad como un enjambre macabro de alas correosas y pezuñas satíricas. Eran los servidores impíos de un centurión de dioses obscenos provenientes de los abismos inferiores.
Ariel Sananes se hacía pasar por un brujo llamado Flegeton, uno de los ríos de fuego del Inframundo, había escogido ese nombre cuando fue aprendiz del mago montenegrino Okeanos, en su tempestuosa juventud. Vestía un telar andrógino color ciruela abrochado sobre el hombro izquierdo con un pentaculo de plata en representación al Sendero de la Mano Izquierda: la Peregrinación Negra. Esa noche volvía a ser Flegeton, y su rostro expresaba templanza como una maldición autoimpuesta de nobleza y magnanimidad.
Urano lo escudriñó de abajo a arriba con su rostro convertido en una calavera simiesca de singularidad paradójica. Los tambores fueron azotados por los otros brujos con un ritmo violento de salaces sueños africanos... vibrando en lo profundo de sus vísceras, extrayendo recuerdos de noches escarlatas en ancestrales parajes.
—¡Fuerza! —Gritó con voz potente y su tamaño parecía aumentar ante el repique de los tambores. Los brujos repitieron la palabra con voces varoniles—. ¡FUERZA!
Tras el devocional, los participantes se recostaban en el suelo rodeados de velas mientras los brujos ofrecían cánticos y alabanzas a los espíritus que bailaban sobre sus cuerpos. Habían más de cuarenta personas vestidas con tunicas blancas, entre ofrendas y bendecidos, aspirantes de mayor crecimiento bajo el influjo de la sustancia divina del universo: Olodumare la fuente última del «aché». Los Orishas pronto descenderían para consagrar a sus apadrinados. Cada Santero poseía un Patrono para su Crecimiento, el de Flegeton era Shango, el Dios Yoruba del Rayo.
Flegeton buscaba convertirse en Materia, y Urano le serviría como Banco durante el proceso de posesión espiritual. Bailaba, agitaba su cuerpo, daba vueltas y era rociado por el licor espirituoso escupido de la boca del Banco... El fuego iba inundando su cuerpo como un torrente caudaloso de embriaguez. Saltaba, gritaba palabras arcanas de un idioma litúrgico y enterraba los alfileres en su carne con arrebatos de placer. Gritaba impropios quiméricos bajo la influencia de un violento espíritu vikingo que Urano contenía con devoción. El Espíritu de transición bajaba y tomaba el control de su cuerpo, dando a sus piernas y brazos una rigidez y fuerza omnipotente... como si fueran de acero. Las navajas cortaban su carne con chasquidos húmedos, y la sangre fluía en cálidos ríos de vapor. Comía carbonos encendidos y saltaba sobre brasas con el rostro ensangrentado mientras Urano lo guiaba en su apoteósica empresa. El Espíritu Vikingo cumplió su procesión y cedió el puesto a un antiguo brujo cubano llamado Negro Armando: un hombre sabio de rancio abolengo tribal que hablaba con voz melodiosa.
—¿Dónde están las mujeres? —Anunció, eufórico. Urano le colocó unos lentes oscuros para ocultar sus ojos torcidos, y lo ayudó a sentarse en una silla de ruedas. Su acento era inconfundible: grave, profundo y gutural—. Traigan el ovino que le vo' a pica' la yugular.
Los brujos rindieron pleitesía ante la presencia del Negro Armando y trajeron un ternero blanco de vientre robusto. Urano le puso el cuchillo amolado en las manos temblorosas, asió firme el mango mientras retenían al animal, y hundió el filo en la garganta, cortando el pelaje y la carne... hasta rebanar la arteria con un chillido indescriptible. Los brujos se precipitaron con los cuencos de madera mientras Negro Armando anunciaba oraciones a las Tres Potencias regionales bajo el amparo de Olodumare: María Lionza, Guaicaipuro y Negro Felipe. Despidió a los acólitos tras entonar una bendición y... como un arrebato energética, Flegeton fue presa de un extenuante cansancio. Los ojos se le cerraron tras el cierre de la canalización y, cumplido el légamo de aperturas, cedió ante la somnolencia y se durmió.
Jonathan observó a través de la pantalla a los brujos ornamentados levantar los cuencos rellenos de sangre y mojar la punta de sus manojos de hierba para esparcir gotas escarlatas sobre los participantes consagrados. La octava parte del PIB recostado sobre un patio, cubiertos de velas, círculos de sal y flores perfumadas: ministros gordos con esposas tuneadas, coroneles ambiciosos y diputados usureros. Ojalá pudiera ingresar con una ametralladora y disparar una ráfaga con tal de purgar el país de aquellos parásitos.
Ciempiés Rojo observaba a su lado con el rostro inescrutable. Iba trajeado de castaño rojizo con camisa de paño y corbata de puntos... y miraba las pantallas del interior conectado a la red de cámaras residenciales. El interior de la furgoneta era espacioso...
—¿A dónde vas? —Jonás miró la cámara espía de Carlos entrando en una de las casonas. Dejando atrás el paisaje de bultos de sebo desconyuntados y Ariel dormido en una silla de ruedas con el rostro ensangrentado y la lengua sobresaliendo de los labios—. ¿No puedes aguantar tanta presión?
—Necesitó respirar—entró en un cuarto de baño—. Acabo de ver a un hombre cortarse el interior de la boca con una navaja.
—¿Mucho para ti? —Habló Jonathan en su oído—. Yo veo esos vídeos para desayunar.
—Cállate.
—Si no puedes vomitar, métete un dedo en la garganta. Te aliviará—dijo, risueño. Carlos le mostró el dedo que quería ver reflejado en el espejo del baño—. Esa es la actitud.
Terminó de lavarse la sangre de las manos y salió del elegante baño de mármol estilizado y perfume cítrico. Abrió la puerta y se encontró con una mujer mayor de exuberante maquillaje y operaciones. Llevaba el cabello corto y matizado... parecía una muñeca envejecida de pulcro vestido azul y pulseras de plata. Ciempiés se colocó sus lentes para estudiar el tamaño de sus senos. Jonathan capturó el rostro y buscó las coincidencias para encontrarse con una geta sorpresa.
—Nunca te había visto—dijo la mujer madura de radiante frescura—. ¿De dónde eres?
Carlos se paralizó sin mudar la expresión. Escuchó la risa amortiguada de Jonathan perforando su tímpano.
—Carolina Uzcategui, la Ministra de Relaciones Exteriores. Noventa y ocho porciento de silicona—dijo, complacido—. Cambio de planes, muchacho. Esta será tu verdadera prueba. Síguele el juego y quizás salgas ganando con una camioneta nueva.
—Soy...
Jonathan se quitó los audífonos y giró la silla al Ciempiés.
—¿Crees que se lo vaya a coger?
El hombre sonrió, malicioso.
—¿Cuánto?
—Quinientos bolívares.
En la transmisión Carlos parecía dudar ante las insinuaciones de la mujer. Jonathan le dió el impulso final y vio como ambos subían unos escalones a una habitación. Ciempiés estaba sacando el fajo de billetes cuando una situación alarmó a ambos: en la habitación no había cama. Jonathan conectó el audio de la transmisión para descubrir un potro de tortura, anaqueles repletos de esposas, cadenas, látigos, falos plásticos y vibradores.
Jonathan le arrancó los billetes a Ciempiés.
—El muchacho se sacó la lotería.
Carolina cruzó la habitación finamente decorada con motivos tradicionales para extraer de un armario una llave y un cuchillo de hueso hecho con la sierra ósea de un pescado. Llevaba altos tacones e iba y venía por la habitación... hasta que abrió un cuartito aislado y sacó a un niño indígena menor de cinco años. Carlos dejó escapar una exclamación.
—Has todo lo que te diga—anunció Jonás, inquieto—. Esto es oro.
La mujer le pidió a Carlos más cercanía para pasarle el puñal y el agarre del niño. Luego, se dirigió al potro de tortura y se inclinó para amarrar sus propias manos... teniendo de frente la cámara.
—Corta su cuello y salpica mi cara con su sangre.
—¿Qué? —La cámara enfocó al pequeño indígena de cabello liso y desgreñado.
—Tenemos que sacarlo—apuntó Ciempiés Rojo—. Debe ser una trampa.
—No—Jonás levantó un dedo, expectante—. Está completamente excitada, debe ser una mezcla de opioides y fetiches. La gente con mucho dinero desarrolla intereses espeluznantes.
—Carlos es solo un niño—replicó el mulato—. ¿No viste su reflejo? Está a un grito de caer desmayado.
—Espera...
Carolina abrió la boca y cerró los ojos para recibir el baño de sangre. Carlos enfocó el puñal en su mano temblorosa y dijo... «no puedo». La mujer se levantó del potro como si nada, agarró el brazo del muchacho y lo arrastró hasta el sitio para ponerle los brazaletes. Carlos debía estar tan aturdido que no pudo responder hasta demasiado tarde... La situación se invirtió rápidamente y él era el cautivo mientras la mujer sostenía el puñal y la garganta del infante.
—Tendré que castigarte.
—Por favor...
—Te meteré un vibrador por el Urano, ¿quieres eso?
Carlos quería gritar pero la postura se lo impedía. No podía zafarse... Ciempiés se levantó de la silla, inquieto al escuchar el zumbido de un aparato vibratorio con forma de falo masculino.
—¡Hay que sacar al muchacho!
—Tenemos evidencia de violación ejercida por una dominatrix—Jonás golpeó la mesa—. Solo espera un poco más... ¿Habrá practicado el sadomasoquismo con algún otro ministro?
—¡Le quitarán la virginidad más preciada para un hombre!
—¡Espera!
Carlos gritó, atragantado, mientras el niño rompía a llorar. Los grilletes que retenían sus manos se estremecieron mientras la cámara enfocaba la alfombra rústica del suelo.
—Cállate, maldito hombre—dijo la Ministra con éxtasis mientras hundía la punta del falo en lubricante—. Esto es lo que se merecen todos.
—¡No! ¡Deje mis pantalones!
—¿No usas ropa interior, eh?
—No, no, no... ¡Dios!
—Solo la puntita.
—¡¡¡No!!!
Un golpe sonoro irrumpió en el barullo, debajo de oía el zumbido del vibrador.
—¿Quién eres? —Carolina apareció ante la cámara confrontando a una persona indivisible—. ¡Fuera de aquí!
—Lo siento, señora—se oyó el siseo de un gas y la mujer cayó desmayada en sus brazos—. No habrán sombras esta noche.
—¡Míster África! —Sollozó Carlos.
El hombre de lentes oscuros y sombrero de copa miró directamente la cámara y Jonás cambió la transmisión a su audífono. Ciempiés se dejó caer pesadamente en su asiento y suspiró de alivio.
—África, me encanta tu vestuario de traficante de órganos.
—Púdrete, sapo de cloaca. ¿Por qué el niño parece un esclavo sexual?
Carlos gimoteó con voz ronca.
—No...
—Tiene los pantalones abajo y—África se interrumpió y se quitó el sombrero para ponérselo en el pecho con gesto fúnebre—. Lo siento, muchacho. Te acaban de aumentar el calibre.
— Sácalo... despacio... por favor.
—Empuja un hielo por su ano si hace falta—dijo Jonás cambiando a la línea general—, pero regresen a la fiesta de inmediato. El Vicepresidente Jorge Alvarez acaba de llegar a la que podría ser su última reunión.
Míster África se inclinó sobre uno de los muebles de la sala de reuniones y plantó el micrófono adhesivo. Aquel espacio era una habitación amueblada de alfombra roja y numerosos armarios... Debía ser un salón de recreación porque un plasma gigantesco pendía de la pared flanqueado por dos lámparas de lava púrpura. Jonathan le advirtió por el auricular que se estaban acercando... y el hombre se escondió en un armario contiguo a un yeso de José Gregorio Hernández. Dentro del armario se halló una montaña de cartuchos de película de olor plástico envejecido, y consiguió ver a través de una rendija con una franja de visión reducida. Dos hombres entraron en la sala, trajeados como importantes ejecutivos: el Vicepresidente Jorge Alvarez y el Fiscal General de la República, Martín Bolívar. África pegó la espalda al fondo del armario y contuvo la respiración...
El Vicepresidente era ancho de espaldas, de mentón limpio y cabello corto y negro, tachonado de pinchos por el gel fijador. Usaba camisa blanca, saco oscuro y corbata vinotinto con un pequeño broche de la bandera nacional. «El doctor del manicomio—exclamó Jonathan en su oreja. Ciempiés podía verlo a través de la cámara—. El hombre que dirigía esta nación mientras Rómulo despilfarraba... ¿Cómo pudimos haber sobrevivido tantas décadas bajo el mando de un Dictador sin vergüenza? Jorge Alvarez es la respuesta natural a la anarquía desmesurada. Es un conciliador nato y enemigo público del Partido Nueva República. Quieren sacarlo de cuajo para colocar a un títere político en su trono».
—Ya sé porque el Dictador bajaba de su cabina cubierto de sangre—Jorge mudó su expresión—. Nunca quiso invitarme a sus celebraciones orgíasticas.
—Rómulo Marcano habrá tenido sus motivos.
—Era un imbécil degenerado—escupió Jorge—, ¿por qué me trajeron a este sitio?
Martin Bolívar se acomodó la corbata roja al cuello de la camisa celeste. Iba con su saco y pantalones rayados con parches en los codos, y zapatos de gamuza añil. En su pecho destelló una aguja de oro con una esmeralda tallada en forma de ojo. Era alto y de vientre ancho con una espesa barba grisácea sobre el mentón como tentáculos plateados. Sobre el cabello llevaba un sombrero de ala ancha oscuro con un listón de terciopelo rojo y bordado de hilo dorado.
—Se estima otra caída del petróleo tras la fundación del Panarabismo—dijo el fiscal. Atravesó la sala con paso suave, con una mano en el bolsillo—. Los países arábicos han firmado un convenio para incrementar la producción nacional de sus miembros y cerrar sus exportaciones al mercado internacional. Tras el cese de las guerras desean autonomía para su expansión... Nuestra economía se vería nuevamente amenazada sí la oferta mundial desciende.
Jorge levantó una mano, mostrando la palma. Se ajustó los lentes al puente de la nariz.
—No estamos en el dos mil. No dependemos netamente del petróleo para financiar nuestras... actividades—miró por la ventana al patio donde se oficiaba la ceremonia—. Sé perfectamente que los ministros son traficantes. Conozco cada uno de los laboratorios en la isla de Margarita, sé cuánto dinero se produce con la exportación de... medusas, y sé cuánto es desviado del Tesoro Nacional. Pero no soy tan ignorante como para basar nuestra economía en el ilícito. Esto no es América.
Martín levantó el control remoto y encendió el inmenso televisor. Una escena pornográfica iluminó la habitación con desaforados gemidos... y el fiscal procedió a apagar la pantalla y abandonar el controlador.
—Lo siento—miró fijamente a Jorge—. Prosigo: infraestructura.
El Vicepresidente asintió, ladeando la cabeza.
—Un proletariado ocioso como nuestro pueblo necesita trabajar—chasqueó la lengua—. Fábricas estatales de zapatos, textiles y alimentos para el consumo nacional. Productos más baratos y sin aranceles. Un auge del sector público gracias al mayor lavado de dinero de la historia. Por eso la economía no sufrió un declive cuando terminó la guerra con Colombia y las donaciones se detuvieron—se encogió de hombros—: los productos extranjeros se encarecieron, pero nuestras fábricas se mantuvieron a la altura. Durante la crisis petrolera nuestro país cayó en la miseria y cientos de personas murieron de desnutrición... Miles por las enfermedades ante la falta de insumos médicos. ¿Cuántos escaparon de este país como si fuera el infierno en la Tierra? —Señaló sobre su hombro con el pulgar y frunció el ceño—. Baja de la camioneta blindada, camina por las calles de la Capital y no habrá un solo niño desnutrido o un desempleado mendigando. Yo lo hago cada vez que puedo... y ninguna basura política o sucia mentira se siente mejor que la sensación de que estás haciendo las cosas bien.
Martín asintió, sereno.
—Eres un santo—se acercó a Jorge—. ¿Por eso mató al dictador Rómulo Marcano?
El Vicepresidente dió un paso furibundo y encaró al Fiscal General con el rostro iracundo convertido en una máscara roja.
—¡Desearía haber matado a ese loco drogadicto! —Enseñaba los dientes al gesticular como un perro rabioso—. ¡Cada noche rezaba a Cristo para que tuviera una sobredosis y amaneciera asfixiado con su propio vómito! ¡Solo sabía hacer el ridículo en televisión y despilfarrar el Tesoro Nacional con su séquito de sanguijuelas! —Comenzó a transpirar—. ¡Desearía haberlo estrangulado! ¡Pero, no! —Sonrió, con los ojos escupiendo ascuas—. No tuve la dicha... Cuando muera, espero ver en el infierno a mi antiguo compadre, para volverlo a matar yo.
—¿Quiere conservar su puesto como vicepresidente de esta Gran Nación?
Jorge se sentó en un sillón, y con una mano temblorosa se quitó los lentes. Estaba sudando a chorros con el rostro congestionado.
—¿Vienes a sobornarme con un puesto de honor en tu Nueva República?
—Nos gustaría contar con sus servicios administrativos. El pueblo es afin a su causa.
—Al pueblo no le importa la causa—apretó las muelas—. Lo único que les importa son los cambios. El descerebrado del Dictador derrochó millones en bonificaciones y programas ineficaces causando un déficit fiscal e inflación de horror... y esa gentuza se habituó a la pobreza. ¿Quieres que te diga mi última voluntad? Tienes que eliminar todos estos bonos—levantó una mano—. Sé que perjudicará la carrera de Florentino, pero... ¿sabes qué? Durante todo este período, eliminé esos ministerios de adorno que fundó Rómulo y fui reduciendo esos bonos del Estado para invertir en infraestructura: fábricas operativas, mejora en los servicios públicos y asfaltado... Y esos imbéciles aún siguen añorando los bonos crediticios del Dictador. Desgraciados inservibles, por eso este país no progresa—miró a Martín con los párpados apretados—. Te pido, sea quien seas, que inviertas ese dinero sucio en acuíferos, plantaciones y fábricas reales... No dejes que nuestro país vuelva a depender de las potencias mundiales.
África apartó el fusil cuerno de chivo y lo depositó con cuidado en el armario. Extrajo la Zamorana nueve milímetros de su cinturón, quitó los seguros y la alimentó discretamente... Su corazón bombeaba rápidamente como una locomotora. Buscó el silenciador del cañón en su bolsillo...
—¿Usted sabe quién soy? —Martín se rascó la barba grisácea.
Jorge levantó las palmas.
—Mató al verdadero Martín Bolívar y se hace pasar por él—lo juzgó con la mirada—. Sé que el Fiscal General acompañó al Presidente al pueblo de Jazmín a una asamblea importante... y que todos murieron en un atentado terrorista, excepto—lo señaló con un gesto—. Debe ser otra marioneta de Nabucodonosor. Puede que haya asistido a esta fiesta y escuche nuestra conversación como un demonio omnipresente... Leí su Manifiesto para las Naciones—se lamió los labios—. En un mundo perfecto, se cumpliría cada paso de su estrategia—sonrió, burlón—. Es solo un soñador, por eso los escritores no deberían ser presidentes. Pero, si me está escuchando y quiere eliminarme de su terreno... solo le pido que revise mi servidor personal—se dejó caer pesadamente en el sillón—. Allí encontrará ficheros con todos los altos funcionarios involucrados en el narcotráfico de estupefacientes y los medios para lavar ese dinero mediante la implementación de fábricas. Es un estudio del mercado internacional y la infraestructura de nuestra nación: pautas políticas, reconversiones económicas y demás actualizaciones de leyes aduaneras y fiscales que podrían beneficiar a los sectores—cruzó los dedos sobre su vientre—. Hice los cálculos y las proyecciones... y pienso que únicamente podrá ser posible si alguien con determinación llega al poder. Sé a lo que he venido... estoy tan cansado—suspiró, y cerró los ojos—. Quería retirarme y llevar una vida tranquila. Sin más sorpresas, ni alarmas. No apoyaré al candidato de la Cofradía de Nabucodonosor... y si debes matarme para cumplir tu encomienda de negociación, no te lo impediré. Le dediqué mi vida entera a esta nación de pobres, brutos e ignorantes... y moriré en paz, sabiendo que al final sí pude hacer la diferencia.
El Vicepresidente suspiró, plácido.
—Con un hombre como tú, la Gran República no se hubiera disuelto—Martín extrajo la aguja de oro de su corbata.
—¿La Gran Colombia del Libertador? —Jorge frunció el ceño, dubitativo—. ¿Eso no fue hace doscientos años?
—Con tu apoyo hubiéramos desplazado a Beatriz Guzmán del foco público—levantó la aguja de punta hueca—. ¿Una mujer en la presidencia?
—Que tolerante.
Martín se aproximó, empuñando la aguja de oro... Jorge cerró los ojos y estiró el cuello. El Fiscal General de la República se inclinó sobre el Vicepresidente de la Nación y... Míster África salió del armario precipitadamente con la pistola en alto. Ambos hombres espabilaron de sobresaltado ante el desconocido.
—Vota por Beatriz, perra—presionó el gatillo y el disparo resonó amortiguado.
Nicolás Fedor ofició la quema del altivo Moloch de madera frente a las Materias poseídas por los espíritus más importantes de la reunión: Simón Bolívar, Negro Felipe, el difunto Brujo Raúl Isidoro y el Generalísimo Vicente Gómez. El humo negro que brotó del demonio poseía el olor empantanado de trincheras anegadas de lluvia bajo el monótono silbido de metralla sardónicas.
Carlos contempló los sahumerios erráticos de los Bancos mientras sostenían los incensarios de plata colgados de cadenillas... y le pareció distinguir extrañas figuras de funestas deidades entre los miasmas vaporosos. Su cabeza daba vueltas en insidiosos peregrinajes a idólatras tierras mientras Jonathan repetía en su oído que intentase regular su respiración. Oía plegarias anunciadas por acólitos oscuros, estudiosos de negras escrituras, y lentamente caía en el sopor de la abulia. Intentó relajar el cuerpo pero le dolían bastante los músculos del esfinter...
El Brujo levantó su báculo de osamenta y las llamas crepitaron con estupor, proyectando haces de chispas rojas al cielo nocturno... convocando ancestrales pasajes de lenguas muertas relativas a torres oscuras en planetas mórbidos. Los acólitos de vestimenta estrafalaria, capucha enmascarada y parafernalia de beata santería trajeron a los sacrificios humanos: jóvenes lozanos de tunicas blancas, afeitados y perfumados. Carlos dio un paso al frente, imitando a los brujos haitianos y cubanos invitados a la ceremonia como Bancos... mientras las Materias bailaban y se estremecían ante el repique de los tambores; veía a los posesos cortarse con afeitadoras, beber peligrosas cantidades de licor y fumar gruesos rollos de tabaco bajo los efectos anestésicos de la sugestión.
Trajeron braseros de bronce con forma de estrellas de nueve puntas y cuencos ceremoniales para la Gran Ofrenda de Expiación... y el tumulto de la celebración parecía llegar a su cénit mientras se alineaban los siete Sacrificios de Sangre ante el patíbulo de Nicolás. Los dos brazeros adyacentes fueron alimentados con maderas finas de aroma perfumado, consumando fuegos soeces con vigor... y les ofrecieron un hombre y una mujer en honor al devorador Dios del Fuego. Sus gritos ascendieron como jirones de tempestad mientras las llamas besaban sus pieles como susurros candentes hasta que sus cuerpos carbonizados yacían en éxtasis mortuorio. A Urano le ofrecieron el honor de oficiar uno de los sacrificios con un cuchillo de hueso cuya empuñadura de nudos contenía rosarios de semillas...
Carlos se acercó al brazero mayor ante Nicolás Fedor junto a los otros acólitos. Jonathan seguía pidiéndole calma mientras continuaba la transmisión... y se aferró al cuchillo como si fuera el único objeto existente en el universo. ¿Dónde estaba Ariel? Los brujos menores colocaron de rodillas al joven que le tocó como sacrificio, y notó al joven quinceañero de nariz rota y ojos morados que suplicaba por su vida, aún llevado por el estado alterado de los psicotrópicos.
—Odrareg Nevesor Toson—conjuró el Brujo a grandes voces, agitando su báculo sacerdotal. Parecía desvanecerse en el aire como un cúmulo de plumas violetas—. Concede nuestro llamado, Intercesor de la Puerta de Piedra. Discípulo del Gran Adversario: el Demonio del Meridiano.
Las llamas estallaron con arrebatos ensordecedores y los acólitos procedieron a rebanar el gaznate de los sacrificios. Una sintonía energética pasó a través de su cuerpo como una corriente. Algunos dudaron y cortaron limpio y rápidamente la garganta de sus víctimas, otros disfrutaron visiblemente el procedimiento: abriendo la piel y cortando con deleite la arteria. Parecían a un espasmo de eyacular mientras la sangre fluía a borbotones de las cabezas cercenadas... Los chorros sanguíneos parecían llenar aquella olla de bronce como un elixir exquisito. Carlos aferró el filo del puñal contra el cuello del muchacho, escuchándolo pedir por su vida y llorar... agarrando su cabello con fuerza.
—Mátalo—dijo Jonathan en su oído. El brujo haitiano a su lado pareció notar su flaqueza—. Si no lo matas, ellos te matarán a ti.
Carlos apretó las muelas con las arterias del cuello tensas, aferró el cuello y... lo hundió en el cuello del brujo mulato a su lado. Escuchó un crujido de hueso con un gorgojeo mientras la carótida se partía y los músculos se desgarraban... sacó el puñal y la sangre manó como una tubería rota. Una mano lo aferró del brazo y cortó sus tendones, escuchando un alarido... Saltó atrás con el cuchillo mientras aquellas sombras de velo oscuro se elevaban, y los amenazó. El repique de los tambores, las voces y la letanía se frenó de súbito para caer en un descomunal silencio cual precipicio insondable.
Carlos siguió retrocediendo con el cuchillo en alto, dispuesto a todo... con los nervios destrozados mientras escuchaba gritos ininteligibles en sus tímpanos. El patio daba vueltas como un caleidoscopio repulsivo: los brujos menores, Nicolás Fedor agitando el báculo, los braseros colmados de fuego, el aroma de los cuerpos chamuscados y el susurro del viento frío levantando la terracota de los tejados.
Nicolás apuntó con su bastón, y las cuencas vacías del cráneo de tigre se iluminaron como faroles mortecinos. Un silbido indescriptible de gas ionizado pasó por su cuerpo, atravesando cada célula con una vibración dolorosa. Sintió el resplandor pálido pasando por sus vísceras con ardor... y su vista se dirigió al cielo nocturno tachonado de estrellas caprichosas. Estuvo suspendido horizontalmente durante un par de segundos... y luego su espalda besó el suelo.
—¡Mierda! —Jonás metió mano bajo el escritorio y sacó la espada japonesa en su funda de madera.
—¡Tú lo pusiste en esa situación! —Le reprochó Ciempiés Rojo. Las arrugas en sus mejillas morenas parecían las dunas esculpidas por el sol de un desierto nocturno—. ¡Sabías que el muchacho se iba a quebrar!
Jonathan giró sobre la silla con la katana muramasa en el regazo. Abrió un cajón, extrajo el revolver de plata con la leyenda grabada en el cañón: «Junta del Tabernáculo», y lo guardó en la pistolera.
—Sí, lo sabía—confesó, risueño. Aferró la madera dura de la empuñadura, cubierta por piel de tiburón y ornamentada con pequeñas piezas metálicas de oro, grabada con míticos japoneses. Aquel sable estaba maldito: siempre que era desenvainado, debía pagarse un saldo de sangre—. Necesitaba una causa mayor para intervenir. —Se levantó y quitó el alzacuellos eclesiástico de la gargantilla en la sotana negra... y acarició la astilla de la Vera Cruz—. Se puso la larga gabardina oscura repleta de bolsillos—. ¿Me ayudarás a sacar al Vicepresidente o te vas a masturbar en la cabina de la furgoneta mientras?
Ciempiés Rojo torció el gesto, despectivo.
—Oraré por ti.
Salió al sereno de la medianoche. El plenilunio se alzaba en la cúspide del cielo mientras las altas murallas del estacionamiento intentaban esconder los picachos escarpados de las altiplanicies boscosas de aquella cadena accidentada de furtivas carreteras. Jonás recorrió el desfile de automóviles y camionetas de lujo como en una exhibición de los últimos modelos lanzados al mercado: neumáticos relucientes, latonería pulida y cristales inmaculados como prismáticos. Allí estaban los fondos públicos.
Entró en el recibidor sosteniendo la funda de madera, pero no encontró a ningún mercenario o funcionario. La casona principal que conducía al amplio patio de la residencia había caído en un silencio pesaroso... pero, cuando llegó al patio descubrió la causa con mórbido furor. Las criaturas que engullían los cadáveres de los brujos haitianos y los altos funcionarios del Estado eran familiares del terrorífico Nicolás Fedor. Estos seres convocados de estatuillas de madera artesanal eran entidades sobrenaturales de la tierra conocidos como Sirvientes... bajo la potestad del mago negro.
Carlos seguía inconsciente a los pies de Nicolás, al otro lado del patio. Debió descubrir su identidad, porque lo tenía aprisionado ante la presa de una serpiente constrictora... cuyos anillos envolvían el cuerpo del joven.
—Exorcista—proclamó Nicolás con sorna—. ¿Ha venido a oficiar nuestra ceremonia sacrosanta?
Jonás no despegó la vista del anciano de túnica morada y fajín verde. Las bestias quiméricas eran los sapos gigantes con rostros humanos de las leyendas étnicas del interior del Amazonas... La hechicería oscura refinada por los Aprendices del Negromante correspondía ramas ignotas como el Sacrificio de la Encrucijada, el Hexágono Maldito y los Guardianes Infernales Convocados. El grimorio Garra Negra de Nicolás Fedor era un manual de Nigromancia y Caoísmo por excelencia, y para aquellos que conocían los Secretos del Hermetismo no existían los temores infundados. Sabía que mientras tuviera la protección espiritual de la Vera Cruz, bautizada en la sangre de Cristo, colgando de su cuello... los egregores conformados por energías negativas no podrían acercarse sin ser aniquilados por la inminente diferencia de polaridad. Las Reliquias Santas eran Dominios Positivos Perpetuos.
Pasó junto a un sapo de dos metros y medio de altura y ancho como un tanque de agua que sorbía con su boca infecta las vísceras de una mujer gorda y pálida. El anfibio era marrón y en su espalda sobresalían manchas brillantes color amarillo... Pero su rostro era una mueca humana indescriptible de ojos saltones, nariz protuberante y mandíbula hundida. Habían cuatro monstruosidades de cuerpo rechoncho, piel gruesa y verrugosa, patas posteriores fuertes como mástiles. Abrían sus bocas anchas como cavernas para levantar los cadáveres con el adhesivo de sus lenguas hinchadas para triturar la carne y los huesos en el interior de un morro purulento, colmado de cientos de colmillos delgados y largos como agujas. Los chasquidos húmedos de la carne y las vísceras eran repulsivos: formaban una sinfonía horripilante de crujidos y sorbos, al compás de un croar mefistofelico producido por gargantas ensangrentadas. Las criaturas demoníacas del folclore indígenas eran aberraciones comehombres que intentaban explicar la desaparición de niños pequeños en las lagunas y los pantanos. Su fábula podía concebir seres incognoscibles cuya fuerza y ferocidad era proporcional al terror de su concepción.
El quinto Sirviente era una anaconda cornuda de piel cetrina y cola de cascabel: una criatura quimérica nacida del horror ofidio colectivo; producto de innumerables historias de serpientes gigantes que mataron hombres blancos, negros e indios. Una criatura nacida del miedo a la espesura de la selva, a la que se le atribuían características impropias a su verdadera naturaleza en una parodia satánica y ponzoñosa de la anaconda silvestre. Esta criatura perversa, ancha como un tronco, aferraba el cuerpo del joven Carlos. Sonrió al recordar el terror pavoroso que las serpientes podían provocar en Míster África.
En el archivo de la Fundación Trinidad se describía a Nicolás Fedor como un mago negro habilidoso de la época revolucionaria que aprendió del Círculo Hermético de Andrés Bello junto a magos negros como Enrique Palacios en Ritos Paganos para propiciar la victoria del Libertador hasta que fue seducido por las artes oscuras del Negromante y el Taita. Era un anciano poderoso y peligroso; el último aprendiz de una larga línea de hechiceros adoradores de dioses oscuros como Odrareg y el Meridiano.
—Simón Bolívar y Andrés Bello se cagarían en sus caballos al saber que eres diputado de la Asamblea Nacional—dijo Jonás ante el Brujo—. Acabas de matar a la mitad de los ministros, un cuarto de los diputados, gobernadores y grandes jefes militares de su nación.
—Mangos podridos—señaló al muchacho con su Yaguatero; el catalizador de su Manifestación—. ¿Carlos Orsetti, en serio? Sus cortos hablando de runas vikingas y vibraciones son repugnantes. ¿Por qué todos ven sus videos sobre chakras y energías cósmicas?
Jonás se encogió de hombros.
—Es más fácil que asistir a misa cada domingo—aferró la empuñadura y desenvainó un trozo de la hoja. La quimera siseó, sacando su lengua bífida y arqueando su cuerpo para atacar—. O... sacrificar niños a dioses sanguinarios.
—El precio de la vida es la muerte—Nicolás levantó una mano de dedos huesos y la serpiente se enroscó alrededor del cuello de Carlos... La respiración del muchacho se vio cortada—. Tu niño de oro mató a uno de mis acólitos... ¿Su vida valía menos que la suya?
—Déjalo ir, y te dejaré vivir.
El Brujo parecía divertido y balanceó el báculo con un tinteneo de argollas.
—¿Crees que puedes cortar mi cabeza?
—No—Jonás negó con la cabeza—. Yo no... pero él sí.
Señaló a Flegeton... y Nicolás Fedor se giró a tiempo para recibir una descarga de polvo vidrioso. El pequeño judío parecía destellar como un espejismo con los ojos inyectados de sangre. Los tatuajes en la piel lechosa de sus brazos y torso formaban la totalidad del alfabeto hebreo utilizado por la Kabbalah. En su espina dorsal estaba grabado a tinta el Árbol Sefirótico de la vida, compuesto por las Diez Emanaciones Espirituales de Dios que conforman el universo: las Sefiras se unían por los veintidós senderos, identificados con letras del alfabeto hebreo. Los Símbolos Elementales en sus antebrazos parecían encenderse en brasas al lanzar las astillas de zafiro: los minerales se encendían en chispazos cerúleos y estallaban con descargas de negatrones ante el Reflejo protector de Nicolás Fedor.
—¡Saturno! —Conjuró Ariel, recitando las Fórmulas Elementales de los Planetas a medida que lanzaba los fragmentos de mineral—. ¡Dios de la Muerte! ¡Devorador de sus hijos!
Las ropas místicas del judío se habían chamuscado. Estaba medio desnudo con el pecho velludo al aire, exhibiendo tatuajes cabalistios. Nicolás Fedor retrocedió con el Yaguatero en alto, aguantando el ímpetu de la taumaturgia con estallidos plateados y chispazos agudos. Los símbolos cubrían completamente el cuerpo de Ariel con letras y fórmulas, y el Tetragramatón: «YHWH», tatuado en el pecho; el nombre del Dios del antiguo Reino de Israel y Judá. Nicolás levantó su Yaguatero con ambas manos.
Jonathan desenvainó la espada y la serpiente cornuda abrió sus fauces para desplegar los colmillos... Saltó al frente y encajó la funda de madera en la boca del reptil. Empujó con fuerza la pesada cabeza, y de una fiera punzada... atravesó el tejido blando de la garganta y el cerebro del monstruo. Escuchó un chillido mientras el ser se agitaba hasta que finalmente liberó a Carlos de su presa mortal. El monstruo se evaporó con un soplido de viento dejando atrás un montículo de arenisca grisácea...
Nicolás Fedor murmuró un discurso, y agitó su Yaguatero para disipar la sobrecarga energética. Flegeton cruzó los brazos para proteger su rostro y el ímpetu lo arrojó atrás como la embestida de un toro invisible... gritó de espanto y rodó por el suelo del patio ensangrentado con la piel de los brazos enrojecida.
Jonás empuñó la katana y atacó al Brujo con un tajo, el cráneo del báculo detuvo la hoja... pero no se detuvo y continuó atacando: se agachó para pasar bajo su defensa, saltó la funda y asió firme la empuñadura con ambas manos para atacar con un movimiento de estocada dando un pronunciado giro con un juego de pies. La punta curva de la espada japonesa cortó el viento con un silbido diabólico y se abrió camino en el costado de Nicolás, atravesando la túnica, la carne y el hueso... pero la sensación fue inusual: se sintió como atravesar un frasco plástico relleno de arena. La imagen del Brujo se distorsionó como arrastrada por el viento y en menos de un segundo estalló en una nube de arena caliente y polvo oscuro... Jonathan retrocedió, y descubrió a un Nicolás Fedor intacto al otro lado del patio. Se había transportado detrás de sus sapos gigantes.
—¡Dios de la Guerra! —Conjuró Flegeton, había hincado la rodilla y apuntaba con un arco imaginario. Sus músculos estaban tensos... y frente suyo había dibujado con tiza roja la Sefirá Gevurá, y en sus manos sostenía un puñado de azufre. Después de pronunciar una fórmula hebrea, prosiguió a conjurar el Planeta Marte—. ¡Río de Sangre! ¡Padre Marte, te ruego y te suplico que seas misericordioso y clemente conmigo, y me brindes fuerza en la tribulación!
Flegeton sangraba por un corte en la frente: un hilo rojo bajaba hasta su mentón. Con la punta de los dedos estiró el azufre amarillo, y la sustancia se encendió como una flecha de ardiente fuego rojo...
—¡¿Quién coño eres?! —Jorge estaba ansioso y no dejaba de mirar el cadáver del Fiscal General con ojos pasmados.
—Señor Vicepresidente—Míster África guardó la pistola en su cinturón y sacó el fusil cuerno de chivo del armario—. ¡Será asesinado si se queda!
Martín Bolívar yacía tendido de espaldas sobre el suelo con un agujero de bala en la frente y un charco sanguíneo que crecía alrededor de su cabeza. Míster África se acercó al Vicepresidente, apaciguador, y tomó su brazo.
—¡Lo van a asesinar!
—¡Acabas de matar al Fiscal General! —Miró a la cara de África y frunció el ceño, severo—. ¡Te conozco! —Señaló su rostro—. ¡Eres el Doctor José Miguel Urdaneta! ¡Cada hora anuncian tu nombre en la radio como uno de los criminales más peligrosos de la nación!
Míster África arrugó la nariz, dubitativo.
—¿Todavía existe la radio?
—¡Intentaron matar a Beatriz Guzmán!
—Mire—bajó la voz y clavó sus ojos en los del Vicepresidente—. Conozco sus programas de radioterapia gratuíta y subsidio médico. Fui voluntario en las intervenciones quirúrgicas de emergencia en zonas pobres y trabajé incansablemente sin recibir un solo Bolívar. No lo hice por la plata. Sé que es un buen hombre... ¡El mejor entre toda esta basura de políticos corruptos! ¡No puedo dejar que...!
Pero no pudo terminar, porque Martín Bolívar se había reincorporado... La bala salió de la abertura como un gusano metálico y cayó al suelo. El Fiscal General abrió unos ojos castaño oscuro y se limpió los coágulos de sangre y materia gris del rostro con un pañuelo. El Vicepresidente no parecía creer lo que veía porque palideció en un tono enfermizo... Míster África levantó el fusil y amartilló la palanca de recámara.
—¿Qué eres? —Preguntó con desdén y alineó las miras al rostro de aquel ser.
Martín realizó un movimiento inadvertido con los dedos y una corriente invisible arrancó a Míster África del suelo en un violento torbellino que lo estrelló contra la cercana pared del ventanal. Se golpeó el hombro, la cadera y la rodilla al chocar de costado... Los vidrios reventaron con el estallido agudo de cientos de cristales sardónicos. La boca le supo a herrumbre. El golpe fue abrupto y espontáneo sobre una superficie de adobe, y cayó al suelo sofocado de dolor, incapaz de respirar...
—¿Estás Rezado? —Martín volvió a atravesar la corbata con la aguja de oro. África intentó respirar, pero las bocanadas de aire eran insuficientes. El Fiscal General se acercó e inclinó con los ojos entornados sobre el hombre—. Tampoco puedo leer tu mente.
Por supuesto, había recibido el efecto de la Repulsión en su propio cuerpo... pero eso solo probaba que la Saeta conjurada por aquel ser era de un calibre sin precedentes: aún sentía su corazón estremecerse por la punzada del embrujo. Antes de ser Míster África, José había sido médico militar en los batallones de la frontera amazónica, y su cuerpo fue sometido a los Rituales de Cruzado para repeler proyectiles de frente; y Rezado, para protegerse de maleficios. En los sangrientos procedimientos un Chamán Pura Sangre había cortado su piel con un utensilio de hueso para formar cruces escarificadas, y dentro de su cuerpos habían insertado pequeños cristales sagrados y astillas de huesos tallados con arcanos.
Martín levantó una mano hacía Jorge. El Vicepresidente tembló de pavor y se elevó unos centímetros del suelo, colgado de un nudo corredizo imaginario cerrado en su garganta. África luchó contra el embotamiento producido por el dolor y la asfixia... cuyas sensaciones remitían. Buscó en su mente algún Conjuro de Inversión para cancelar la Saeta, pero estaba demasiado estropeado para pensar con claridad.
Jorge cayó al suelo entre toses y Martín quedó petrificado, apretando los dientes, incapaz de mover un músculo como aprisionado por pesados grilletes. Detrás del fiscal se sobreponía la figura altiva e inmaculada de Antonio Gonzalez Rossetti; apodado Ciempiés Rojo: traje castaño rojizo, camisa blanca y corbata a juego. El mulato de rostro maduro sostenía un ídolo de madera firmemente amarrado con ataduras de cuero.
—Yo te encadenó—sentenció el Palero—. ¡La justicia llegó! Abran paso a Chango, su balanza no tiene preferencias en la Tierra. Protégeme de los Seguidores de la Oscuridad y ten piedad de los que no comprenden tu sendero de justicia.
La Forja de Cadenas Espectrales había atado el cuerpo de Martín con Signos grabados en el fetiche humanoide... pero, el poder de aquel ser era demasiado como para contenerse, y Ciempiés Rojo dejó caer el ídolo. El pequeño objeto atado con amarres de cuero resonó en el suelo como si pesara una tonelada... agrietando el suelo. Martín realizó un movimiento rígido, y arrastró un pie con esfuerzo. Las arterias de su cuello se tensaron mientras enrojecía... El ídolo de madera se ennegreció con un silbido mefitico.
—Vámonos—dijo el mulato al Vicepresidente, y este obedeció sin rechistar.
Ciempiés Rojo bajó corriendo las escaleras de la casona seguido del Vicepresidente Jorge y Míster África para salir al patio interior. Escuchó un estallido de presión barometrica y una sucesiva onda de calor pasó por su cuerpo antes de que la explosión lo golpease con un ventarrón de polvo y astillas: la casona se vino abajo tras ser embestida por el cuerpo carbonizado de un descomunal sapo verrugoso.
El patio era un erial de barro ennegrecido, cuerpos desmembrados, casonas derruidas y cúmulos de llamas rojizas... Dos columnas de fuego dorado se alzaban al cielo, girando como remolinos auríferos, mientras Jonathan ayudaba a un maltrecho Carlos a huir de la conflagración. El Presbítero sostenía los hombros del muchacho mientras les llovían aluviones candentes. Ariel semidesnudo los seguía, encarando al enemigo: un demoníaco homínido con torso, cabeza y brazos de caimán; coronado por cuernos retorcidos y ojos ardientes como fuegos fatuos. El saurio antropomorfo de largo morro colmilludo y piel gris piedra estaba cubierto de escamas acorazadas, alcanzaba los tres metros de altura y era robusto como un toro dopado con esteroides olímpicos. Su boca era flamas, como lenguas rojas que descendían del cielo para evaporar el planeta. Era una presencia imponente y demencial, y al verlo en su interior se removió una mezcla de horror y fascinación indescriptible.
—¡Es el Rey Babá! —Gritó el pequeño Ariel corriendo a ellos—. ¡El Rey Caimán del Orinoco! ¡El Dueño del Fuego!
Se precipitaron en desbandada, corriendo fuera del patio al recibidor para llegar al camión en el estacionamiento. Escuchó una violenta inhalación como un manantial desbocado de aguas turbulentas. Atravesaron a toda velocidad la edificación de la entrada... y el baño de fuego cayó sobre el recibidor como un embate infernal: las vitrinas estallaron, las plantas decorativas se incendiaron y las paredes parecían ondular. Ciempiés iba detrás del Vicepresidente, con Míster África a su lado y Ariel empujando su retaguardia. Salieron rápidamente al estacionamiento, bañados en sudor, y escucharon un estallido proveniente del patio intramuros. Una forma oscura cruzó el cielo y aterrizó sobre una camioneta con un estremecimiento... Aquel caimán gigantesco de espalda ancha y espinas puntiagudas se alzó como un titán: la garganta hinchada por el fuego reluciente vislumbrado a través de las escamas. El Rey Babá abrió sus fauces grotescas, emanando una exhalación calurosa, antes de escupir un chorro ígneo.
—Siete Rayos—conjuró el Ciempiés Rojo extrayendo un fragmento de hueso de su bolsillo: la quijada de un Palero centenario—. Oshun, Elegua, Chango... ¡Protejan mi camino!
La quijada explotó con un chisporroteo ante la cortina de fuego amarillo en un vórtice ignominioso. El remolino creció, y una sombra roja surgió de su expansión con las garras en alto... Ciempiés de encogió de temor con el rostro perlado de sudor ante el corpulento gigante abalanzado sobre él, abrió la boca para gritar y la succión centrífuga de la furgoneta por poco lo arrastró al impactar el costado del Rey Babá. El caimán rodó ante la colisión con un bramido salvaje.
Un enrojecido Ariel se rostro temoroso y brazos cubiertos de ampollas le tendió un mano desde la cabina trasera. Ciempiés subió de un salto y se encontró con un Carlos mugriento con el chaleco de cuentas tostado sobre la piel del pecho; y al Vicepresidente Jorge, enmudecido y arrinconado, visiblemente alterado por la conmoción. Jonathan iba al volante mientras Míster África empuñaba el fusil... La furgoneta aceleró y se perdió en la carretera, atrevasando las curvas montañosas de aquel accidentado paisaje nocturno.
—¿Qué era eso? —Preguntó el Vicepresidente, tembloroso.
—El Rey Babá de la mitología del Orinoco—dijo Jonathan Jiménez con voz altiva, miró por el retrovisor con ojos severos—. Nicolás Fedor debió doblegar a ese poderoso espíritu con una ofrenda desquiciada.
La furgoneta se conmocionó ante la embestida de un cuerpo en la parte trasera. Las compuertas crujieron y el computador y demás aparatos cayeron de su sitio. Esperaron unos segundos mientras la furgoneta aceleraba, pero esta vez el inmenso animal consiguió aferrarse al techo de la cabina. Carlos gritó y se llevó las manos a la cabeza en señal de desesperación mientras Ariel saltaba de su asiento para cubrir al Vicepresidente... Míster África pasó el cañón del fusil por la rendija que separaba los de la cabina de conducción, y abrió fuego. El cubículo se llenó de pitidos ensordecedores mientras las balas atravesaban el metal. Una de las compuertas se despegó mientras Carlos gritaba de pánico, y una franja de la carretera apareció... El cartucho se vació, y Jonathan aprovechó la conmoción para describir una pronunciada curva con el vehículo. La otra compuerta se despegó, y aquel ser monstruoso con ella... Ambos rodaron por el pavimento soltando chispas y rugidos. Aceleraron, colocando prudente distancia mientras descendían por un montaña... pero aquel humanoide se colocó a cuatro patas y trotó, más veloz que cualquier caballo, convertido en una fiera diabólica.
—¿Cómo lo matamos? —Preguntó Ciempiés.
Ariel negó con la cabeza. Tenía la cara cubierta de cenizas y el cabello corto chamuscado en varias partes. Era bastante delgado sin los usuales suéteres, y no esperaba hallar tal cantidad de obscenos tatuajes en su piel.
—No se mata—recalcó, jactancioso—. Es inmortal: su piel es dura como la piedra y puede escupir fuego como un dragón. Su leyenda representa el orígen del fuego para los indígenas dea región...
—Tucusito le robó el fuego—dijo Carlos, macilento. No quería levantar la mirada—. Lo hizo reír, y luego le sacó las brasas de la garganta. Pero... los animales nunca descubrieron como usarlo.
—¿Reír? —Ciempiés frunció el ceño, escéptico—. ¿Y cómo lo vamos a divertir?
Carlos se llevó las manos a la cabeza y empeñeció, metiendo la cabeza entre las rodillas. Estaba en su límite...
Jonathan los miró por el retrovisor, burlón...
—¿Algún caimán habrá recibido un rayo en la cabeza alguna vez?
Ariel se encogió de hombros.
—Flegeton se quedó sin azufre amarillo y cuarzo azul. No habrán Elementales sin Tributos.
—¡Malditos Planetas ávaros! —El sacerdote golpeó el volante—. ¡Ciempiés! ¡¿Podrás convocar a los Susurros del Viento Oscuro?!
—Ni hablar—negó el mulato—. Es demasiado peligroso...
—¡Viejo de mierda! —Jonathan frunció el ceño—. ¡¿Crees que esto es un juego?!
—¡Las runas! —Gritó Carlos, desesperado, y se dirigió tanto a Jonathan como a Ciempiés Rojo—. ¡Todo tiene un opuesto, ¿no?! ¡Entonces... dibujaré los símbolos de inversión e invocaremos el nombre del adversario del Rey Babá! ¡Tucusito, el pajarito!
Ciempiés miró largamente a Jonathan, estudiando sus ojos negros como carbones.
—Vamos a morir.
Jonathan se inclinó por la ventanilla.
—¿Funcionará?
Carlos dudó por un momento, pero finalmente se decidió y asintió con la cabeza. Pidió a Ariel su tiza roja y se agachó sobre el suelo de la cabina. La carretera describía curvas pronunciadas perdiendo velocidad, y el gigantesco caimán de cresta espinosa y miembros libinidosas corría, incansable, con un espumarajo de ascuas manando de su hocico jurásico. La pesadilla se acentuaba con fétida gelidez, vista desde un baluarte lascivo de desesperación... El Vicepresidente estaba pálido, recostado en el asiento neumático, sofocado por el zumbido de bestiales moscardones. Carlos sostuvo la barra de tiza entre el índice y el pulgar... y comenzó a trazar una línea torcida, estaba temblando como un febril catatonico.
—¡¿Tienes Mal de Parkinson?! —Le gritó el Vicepresidente Jorge.
Carlos abrió la boca para replicar y la tiza se le escapó de los dedos, y cayó a la carretera. El Rey Babá se aproximaba como una locomotora rabiosa de ojos ardientes, cegados por la vendimia de los emisarios de Belial. Ariel se agachó junto al enmudecido Carlos y lo calmó...
—Está bien—susurró mientras ponía una mano enrojecida en su espalda—. Es solo tiza.
—¡No! —Se quejó el muchacho con lágrimas en los ojos—. ¡No hago nada bien! ¡Soy un maldito cobarde!
Ariel intercambió una mirada con Ciempiés. La perilla chamuscada del judío estaba cubierta de quemaduras y cenizas... El mulato se pasó una mano por el rostro y suspiró de queja. Metió la mano en el bolsillo del saco escarlata y extrajo el pañuelo de seda, lo desdobló y le tendió una barra de fina tiza a Ariel Sananes. El judío asintió.
—Tiza ceremonial hecha con sal de la tierra—Ciempiés de cruzó de brazos y clavó su vista en la bestia que los iba alcanzando—. Es más cara que toda la furgoneta.
Ariel se inclinó y comenzó a dibujar las Runas Nórdicas que Carlos describía: Espina, Transmutador y Consagración. Debajo de la Línea Rúnica dibujó un Espiral con dos flechas paralelas que apuntaban a la carretera... El muchacho se sentó con las piernas cruzadas.
—Ahora tenemos que invocar al Adversario para invertir la presencia del Rey Babá.
—¿Cómo? —Ariel se pasó una mano por el cabello sucio—. ¿Satanás?
—No... Tucusito—la reacción general fue de absoluto desconcierto—. ¡Es un aguinaldo navideño para niños! ¡Pero las canciones tienen poder! ¡Recuerden que los hechizos que recitamos comenzaron como himnos y estrofas! ¡Tenemos que cantar su canción! ¡Ahora!
El Rey Babá recortó la distancia rápidamente, y saltó hasta la cabina destrozada, aferrándose al techo con una de sus potentes garras. Abrió su hocico impío para rugir un satánico estruendo formado por zumbidos de millares de abejas. Sus ojos hundidos lanzaban oscuras revelaciones corruptoras de almas. Las escamas apergaminadas eran Saturnales proclamaciones de piedras erosionadas y lagunas infestadas de depredadores y carroñeros. La cabina se estremeció con profanas invitaciones a orgías cabíricas, y el robusto caimán abrió sus fauces. La garganta se hinchó, dilatando las escamas del gaznate con un hálito boreal de ascuas.
—¡Tucusito, tucusito! —Proclamó Carlos con voz temblorosa—. ¡Llévame a cortar las flores!
El Rey Babá detuvo su erupción y los miró, desconcertado. Casi parecía humano... Ciempiés Rojo no lo podía creer. Los hombres se unieron al unísono con voces desafinadas y graves cuál recital de perros engripados.
Tucusito, tucusito
Llévame a cortar las flores
Piensa que en las navidades
Se cortan las mejores
¡Vuela, vuela!
¡Llévame a cortar las flores!
Te vestiste de amarillo
Pa' que no te conociera
Amarillo es lo que luce
Verde nace donde quiera
Cuando repitieron el estribillo a coro, el Rey Babá se llevó una mano al hocico con los ojos cerrados y dejó escapar un rugido de resignación. Su garganta se hinchó y el canal ignífugo se abrió, las escamas se dilataron con espasmos brillantes mientras la combustión ascendía por su laringe. Las primeras brasas asomaron por los colmillos aserrados, pero se detuvo con un espasmo cuando la punta de la espada japonesa atravesó una de las aberturas en su garganta hinchada: el Vicepresidente Jorge clavó profundamente el sable, abriendo la carne purulenta. El Rey Babá tosió un vaho de chispas rojizas y lanzó un zarpazo, Ciempiés saltó sobre el Vicepresidente y las garras de ocho centímetros le abrieron un profundo corte en el hombro. Ambos rodaron por la furgoneta.
Cuando la espada fue arrancada del grueso cuello del Espíritu, un chorro de sangre hirviendo manó como una vena de agua perforada, cayendo sobre Carlos. El muchacho gritó de dolor mientras la sustancia oscura quemaba su piel como ácido sulfúrico... El Rey Babá metió la mitad de su cuerpo descomunal en la cabina y abrió sus mandíbulas aserradas para arrancar la cabeza del joven.
—¡Muérete, maldito! —Míster África abrió fuego con una ráfaga de balas.
Los proyectiles rebotaron contra las escamas adamantinas del titánico ser, pero una consiguió acertar en la abertura practicada en la garganta. El Rey Babá parecía sollozar de dolor con un líquido parecido al magma volcánico bajando por su pecho robusto y vientre protuberante. Míster África vació el cartucho y Jonathan pegó un frenazo... El Rey del Orínoco flaqueó en su agarre y cayó, rodando, por la carretera. Su pesado cuerpo finalmente quedó tendido de costado como un saurio desconyuntado.
—¿Está muerto? —Preguntó Ariel.
El cuerpo tembló con un espasmo convulsivo e intentó levantarse apoyando las zarpas humanizadas de sus brazos. Estaba demasiado debilitado... y sangraba profundamente por la hemorragia volcánica en su gaznate.
—¡No! —Jonathan cambió a reversa y pisó el acelerador.
La furgoneta aceleró rápidamente y golpeó el pesado cuerpo con el parachoques trasero. La cabina se estremeció al embestir como un toro al Rey Babá, y todos escucharon el quejido final de su señoría ribereña como un estertor famélico. Jonathan bajó de la furgoneta con las manos en los bolsillos de la gabardina oscura, se inclinó sobre el cadáver del Rey Babá y lo vio desaparecer: el cuerpo de trescientos kilos se encogió, dejando escapar por las escamas un miasma inodoro con un chirrido, empequeñeciendo como un globo hasta que la coraza se agrietó y despedazó en una pequeña montaña de arenisca grisácea y fragmentos de huesos. El sacerdote metió la mano en el polvo hasta encontrar la estatuilla de piedra del Rey del Orínoco.
Ciempiés Rojo ayudó a bajar al Vicepresidente de la cabina destrozada. Jorge estaba ileso, pero el corte en su hombro sangraba bastante, manchando su inmaculada camisa hecha a medida por los mejores sastres del país. Se quitó el saco para no arruinar la textura. África se acercó a él con una camisa desgarrada para inmovilizar su brazo, y luego fue a asistir a Carlos. Las gotas que salpicaron al muchacho solo quemaron la piel, y se recuperaría con cicatrices... pero estaba demasiado alterado. Ariel había recibido muchas quemaduras y necesitaría anestésicos y antibióticos durante semanas; o eso fue lo que recomendó Míster África.
—Eso fue una mierda—Carlos estaba sentado sobre la acera, hecho un ovillo.
Jonathan se encogió de hombros, y buscó un paquete de cigarros en su bolsillo.
—Todos estamos vivos—señaló la carretera—. Tuvimos suerte, pero no siempre será así. Sacamos al Vicepresidente y tenemos suficiente evidencia para hundir la campaña de Florentino—fumó despacio, y los miró uno a uno—. En este juego o perdemos horriblemente, o perdemos como los mejores—sonrió, lobuno—. Pero, esta noche ganamos con todas las papeletas.
El Vicepresidente Jorge se colocó junto al sacerdote con semblante severo.
—No dejaré que esos monstruos lleguen al poder.
Jonathan aplaudió.
—Bien dicho.
—Respaldaré a Beatriz Guzmán en todo lo que pueda—Jorge estaba sudando, congestionado—. Promulgaré leyes contra la brujería de ser necesario.
—¡Eso! —Asintió el sacerdote con el cigarrillo en la mano—. ¡Volvamos a los tiempos de la Inquisición Católica!
—¡No le entregaré este país a Nabucodonosor! —El Vicepresidente se desanudó la corbata y abrió los botones del cuello—. ¿Hace mucho calor?
—Es normal—Míster África se acercó al hombre y lo ayudó a sentarse en el parachoques de la furgoneta—. Debe estar agitado por todo lo vivido esta noche. Volvamos a Nueva Bolívar y le pondré un suero que lo ayudará con la deshidratación... No se preocupe, señor vicepresidente. Soy uno de los mejores médicos de nuestro país.
Jorge asintió, con un bigote de sudor sobre el labio. Levantó una manga para limpiar el sudor de su frente con el dorso de la mano, y la tela se incendió con una combustión espontánea. El hombre gritó intentando arrancar su camisa... pero el fuego provenía de adentro de sus órganos. Intentaron salvarlo, pero no tenían medios para extinguir el fuego que brotaba del interior del Vicepresidente... carcomiendo su piel y destrozando sus huesos. Sus ojos se hincharon como esferas de vidrios antes de estallar con un chisporroteo grasiento. Su cabello se prendió en fuego mientras la piel del rostro se abría, cuajado de jirones rosáceos, asomando el hueso de una calavera amarillenta. Murió gritando, devorado vivo por la gula del infierno...
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