La Alienación de Eduardo Rodríguez
La Alienación de Eduardo Rodríguez
Escribo esto en caso de cometer una locura, disculpándome de antemano por los daños consecuentes al horror que mi grupo de nautas desencadenó tras profanar los secretos allende el Muro de Ross, en nuestra expedición a lo desconocido. Éramos aventureros intrépidos que exploraban regiones remotas, concebidas en las ensoñaciones y la surrealidad que flota alrededor del planeta y entreteje el universo con telares cósmicos de pensamientos hiladores. Es cierto que los estupefacientes psicotrópicos nos transportaron a mundos de locura solamente concebidos por mentes destrozadas, pero aquello que encontramos y nos siguió a nuestra madriguera... es un espanto inimaginable que corrompe nuestro pensamiento y nos amenaza con despertar bañados en vísceras, tras una sangrienta alienación genocida provocada por la usurpación de nuestros cuerpos físicos.
Las
agoreras de sórdida depravación acontecen nuestra catadura ante las puertas de
lo innominable. Comenzamos nuestras exploraciones oníricas, sin presentir el
horror consecuente, impulsados por el hachís y los somníferos escalofriantes
que infestan las sierras y las reservas indígenas. Viajeros de lo desconocido,
indagando en aquel mundo de sombras como luminiscencias en mesetas oscuras
plagadas de horrores incomprensibles que escaparon de ciudades muertas y
civilizaciones olvidadas. Aprendimos en nuestra temprana temporada veinteañera
a recitar la Realidad Deseada para la Fórmula Onírica del Viaje Astral... y
mediante la gnosis del sueño lúcido fuimos capaces de desprender nuestras
esencias de la Materia. Flotamos a un vacío de quimeras tras desprendernos del
cascarón de piel, desgastado lentamente por el oxígeno... a un imperio de
titánicas murallas argentinas y bosques hirsutos estrangulados por hongos
fosforescentes.
Viajamos
a los negros pasillos bajo de Ciudad Zamora, descubrimos playas carmesí y el
fondo oceánico. Escenarios fascinantes se convirtieron en nuestra válvula de
escapatoria de una realidad vacua y monótona. Empezamos a soñar, y a explorar
las marismas ecuatorianas y las montañas inmaculadas de países extranjeros que
nunca hubiéramos concebido ver en vida. Renunciamos a la esclavitud del
espacio, pero seguimos encadenados a la carne, incapaces de permanecer
eternamente dormidos por la necedad del alimento y el sustento. Éramos cuatro
jóvenes resignados a la violencia del mundo, proscritos de la inmundicia de los
seres pululantes del mar de cemento y el sedante invisible que enreda el mundo
como una telaraña de algoritmos.
Habíamos
viajado a los rincones más apartados del sistema solar, imposibles de alcanzar
por cuerpos físicos: los océanos habitados por extrañas criaturas bajo los
continentes glaciares de una de las lunas de Júpiter, y el distante y frío
Plutón infestado de babosas gigantes. Habíamos presenciado descubrimientos
inconcebibles en los confines de la heliosfera solar, y nos atrevimos a viajar
más allá del océano nebuloso de rutilantes estrellas. El Símbolo Arquetípico de
la Puerta nos permitía regresar del borde galáctico y de las maravillas
siderales sin perdernos en las profundidades cósmicas...
Nos
conocimos en la universidad, seccionados por las desavenencias sociológicas a
un rincón de moralidad y represión repulsiva. Cuestionamos la estructura y los
moldes, hasta que finalmente Gabriela nos empujó al abismo de los sueños
insuflados por estupefacientes y deyecciones equinas. El Eduardo Rodríguez que
conocían en público era un joven estudioso de aptitudes sobresalientes,
hastiado del sistema académico y las proyecciones futuristas de una carrera
inútil en un país degenerado a la corrupción. Las guerras fronterizas del
presidente Rómulo Marcano contra el Caudillo colombiano habían debilitado una
infraestructura económica que dependía grandemente de las generosas donaciones
internacionales. Sabía lo que todos, y me negué a ver la usura y el latrocinio
político mientras sellaba las grietas en la caja de cerámica que envolvía mi
esfera de realidad. Me graduaría de una universidad corriente con un título que
determinaba mi rol en el mecanismo hegemónico... subsistiendo de mendrugos
bonos gubernamentales y ejerciendo mi papel en un progreso ilusorio hasta la
accidentada festividad de mi defunción. Un nombre menos en la infinita
maquinaria del sistema totalitario y fascista, en el cual nacían y morían
cientos de miles de ectoparásitos pusilánimes.
Gabriela
me condujo de la mano a un paradisíaco éxtasis psicótropo, donde nos despedimos
de la carne y los roles fundacionales convirtiendo nuestras mentes en fantasmagorías
celestes capaces de atravesar fronteras sin la necedad de trámites aduaneros...
para explorar sitios que el insignificante dinero nos hubiera arrebatado.
Las
descomunales escafandras se disolvieron en una lluvia de mariposas fragantes
gracias a la farmacopea y las sustancias naturales de las sierras. Pasábamos
días enteros convertidos en luminiscencias incoloras, recostados en un gueto
con las venas inundadas de suero... pero, la mente era incapaz de vivir sin el
cuerpo. El precio a pagar era la debilidad motriz y el desgaste físico. La vida
tenía precio...
Recibía
manutención de mis familiares en el extranjero mientras culminaba mis estudios,
pero a medida que me fui adentrando en la surrealidad, descuidando mi
responsabilidad académica... ese ingreso se volvió inexistente. Dejé de
arrendar y me mudé junto a Carlos, un larguirucho y desgreñado moreno que vivía
en un reducto de choza destartalada, escondida en la foresta de un jardín
estadal abandonado al descuido. Vivíamos como ratas, esperando los escasos
bonos que el gobierno otorga. los miserables y abandonando nuestra imagen a la
decadencia deplorable de las chabolas y
nidos de ratas que surgían en los barrios de calles estrechas y sucias. Carlos
se nos unió tras colapsar por los rigurosos estudios médicos y las extenuantes
jornadas en el Hospital Rómulo Marcano, donde presenció horrores quirúrgicos y
accidentes deplorables. Durante años sobrevivió automedicado con píldoras
salutíferas y boticas naturalistas, hasta que
la gravidez del estrés y el aislamiento... terminó trastornando su
mente. De todos, era el que más prolongados viajes ejercía y cuyo
consumo—fabricado por él mismo—, era desorbitado y peligroso. Su fisionomía era
la de un pordiosero de ojos enrojecidos, pero sus importantes conocimientos
químicos y médicos, aunado a la calidez de su trato, lo convertían en un
muchacho honrado... desechado por el infortunio.
Quizás
la persona más experimentada era Miriam, una veinteañera con cuerpo de
renacuajo y cabello podado que conocía más secretos sobre la surrealidad que
cualquier otro nauta onírico. La diminuta y menuda joven alternaba plenamente
una existencia corriente y una expedición incognoscible a regiones plutónicas
concebidas por los sueños. Ella fue la que nos enseñó la Fórmula de la Realidad
Deseada, y conseguimos trascender a la conjunción de una realidad adyacente,
nacida del cúmulo de pensamientos de los seres existentes en mundos
superpuestos y aparentemente finitos pululantes en mesetas fantásticas
habitadas por los Innombrables. Seres quiméricos compuestos por fragmentos de
pensamientos disgregados de la reencarnación y atormentados por el paso
indetenible y superfluo de los eones. Juntos estudiamos las anécdotas que el guayanés
Matías Juárez registró en sus diarios, publicados como novelas heroicas, pero
que guardaban horripilantes secretos sobre el Mundo Onírico y los Innombrables;
y descubrimos que su tercer manuscrito, póstumo, antes de publicarse fue
requisado por una autoridad desconocida. Este texto inédito escondía la razón
del porqué se arrancó los ojos y fue internado en el psiquiátrico para fallecer
poco después, llevándose su ignominia a la tumba. Ojalá hubiéramos obedecido
sus advertencias...
Los
cuatro exploramos estas regiones ajenas al entendimiento y la concepción del
cosmos. Visitamos ciudadelas muertas sembradas de terrores y los paisajes
devastados de un apocalíptico escenario plagado de gigantescos esqueletos y
cráteres polares. Inmensas dunas convertidas en cristales por calores
desorbitados y seres descomunales que yacían petrificados en el olvido. Las
criaturas de las tierras de la discordia gobernaban sobre parajes abandonados.
Los Innombrables, sombras difusas del pretérito, se rehusaron a narrar el
acontecer de esa capitulación divina. Estas entidades de la surrealidad
conocían secretos anteriores a la formación de los planetas: historias de nubes
ardientes en vacíos siderales y criaturas oscuras refugiadas en cometas de
cinabrio. Vaticinaban un futuro incierto para la humanidad, donde la
proliferación de una raza de arácnidos cartilaginosos se había alzado en la
Tierra tras cien años de plagas que torturaron a nuestra especie... Así como
las epopeyas de incontables mundos que perecieron en una disputa cósmica
olvidada por los astros.
El
Sello de la Puerta nos permitía viajar a regiones inconmensurables y lejanas
constelaciones del firmamento, y los Sirvientes de Mirian nos guiaban a
senderos imaginarios de columnas escarlatas y templos dionisíacos en cumbres
estelares, donde vivieron y soñaron los primeros dioses hasta que fueron
diezmados por los demonios...
Habían
sitios a los que no podíamos acceder. Un miedo irracional nos impedía
dirigirnos a la Constelación del Dragón, así como tugurios abandonados en las
mesetas oníricas donde cientos de nautas habían desaparecido. Aunque, también
existían sitios en el planeta que repelían nuestras conjuras. Existían
mansiones de magos negros construidas sobre sortilegios, así como montañas
encantadas y bases militares que nos provocaban el despertar inmediato si nos acercábamos
lo suficiente. Las bibliotecas secretas del Vaticano eran terreno sacrílego,
pero el lugar más misterioso del planeta era la Muralla de Ross: una
altiplanicie gigantesca que escondía un páramo antártico jamás ollado por la
Humanidad.
Aquella
era la última frontera de nuestra raza. La estrella Algol, conocida como la
«estrella del Diablo», iluminó un cielo polar bombardeado por auroras boreales
de franjas aguamarina y destellos brillantes, cuya reverberación confundía las
inmensas arañas de patas blancas con los montículos níveos de las titánicas
altiplanicies congeladas del desierto antártico. En la distancia, como una
cortina ignominiosa, se alzaba el inmaculado muro de hielo que escondía un
aciago y vetusto paroxismo. Sobrevolamos la costa bituminosa adentrándonos en
la blancura impoluta de aquellos valles custodiados por cataratas sangrientas y
quimeras horripilantes, aunado a los escarpados glaciares y las cavernas
subterráneas que sepultaban horrores antediluvianos. La muralla se alzó,
inexpugnable, pero los hechizos prehistóricos no pudieron anular nuestra
presencia... hasta que penetramos. Miriam había conjurado los ritos requeridos
con nuestra sangre para que las Potestades nos permitieran el paso. Atravesando
un muro de kilómetros de espesor, y calando el hielo en lo profundo de nuestras
esencias hasta rebasar al otro lado: un páramo desolado de montañas
iridiscentes y noche boreal. La impresión que tuvimos de aquel país inexplorado
nubló nuestro juicio, habíamos ido más allá que cualquier presencia humana en
la Tierra. Los rumores de la gruta a un continente perdido parecían realidad
cuando visitamos una cornucopia sepultada en hielo y aguanieve. Una región que
decayó tras el albor de una civilización de la que solo sobrevivieron estructuras
ciclópeas irregulares sepultadas por la glaciación. Pero, no éramos los únicos
allí. Habíamos turbado una presencia que durmió durante eones en el aislamiento
polar, y la precipitación del horror sobrevino a nuestra intrusión con una
calamidad negra e inescrutable cabalgando en una maraña de terciopelo. Era la
muerte del tiempo...
Fuimos
catapultados del viaje en un estado de catalepsia y sopor indescriptibles:
febriles y pasmados en el reducido tugurio con el sudor químico apestando los
raídos colchones donde agonizaban nuestros cuerpos. El lustro de fiebre se
prolongó hasta el amanecer mientras el claroscuro lunar nos embriagaba como un
láudano... hasta que el delirio se desvaneció con estupor. No hablamos de ello,
sabíamos que el cruzar de aquella puerta prohibida había conjurado un mal
inconcebible. ¿Cómo pudimos ser tan ciegos e insensibles para permitir que la
curiosidad nos haya arrastrado al horror? ¿Cabe la posibilidad de que existan
otras deidades en este universo, dioses malignos y monstruosos que gobiernan en
convenciones de locura ajenas a las leyes de las entidades concebidas por los
hombres? Los clérigos de las ínsulas atlánticas habían advertido en sus
opúsculos sobre los terribles horrores marcianos escondidos en ventosos
páramos, desoladas tundras, lúgubres marismas, acantilados, riscos nublados y
valles estériles... desde la fundación del planeta; arrastrados por cometas. En
nuestras expediciones ignotas avistamos guivernos de alas afeitadas en antiguos
coliseos ruinosos y criaturas repulsivas apresadas en torreones semiderruidos,
únicamente concebidos por arcanos quiméricos enterrados por maldiciones. El
Altísimo perdone nuestra usurpación pecaminosa, y los arcángeles otorguen
preces mortuorias a nuestras almas atormentadas por la maligna fuerza que
atrajimos del páramo antártico allende al Muro de Ross. Los nuevos dioses
repudian el prelado pagano de aquellas mezquitas construidas sobre casquetes de
hielo, santuario de monstruosos kráken, dragones marinos y leviatanes del
grueso de ínsulas que en el silencio se oyen rumiar bajo las gélidas y sucias
aguas. Aquel encuentro desató una tragedia impensable, perdimos la voluntad de
los sueños y la autoridad ante las Llaves... y nuestra ensoñación se vio
infecta de tormentas negras y brumas fétidas. Períodos de frustrante
somnolencia y paranoia delataban la presencia de un horror cernido sobre
nuestras vidas como una tarántula cósmica destinada de tejer sus redes
pesadillescas hasta la alienación.
Carlos
había sufrido grandemente el impacto de la impresión horripilante: no dormía, y
la catalepsia inmovilizaba su cuerpo con nerviosos espasmos. El cabello
desgreñado se tornó quebradizo y apelmazado, y la ingesta continúa de
medicamentos provocó en él un estado perpetuo de letargo y apatía. Miriam había
dejado de asistir al gueto, y Gabriela presentaba una decrepitud inusitada en
su rostro diminuto de coloración pálida. Pesaba noches en vela, temblando en la
oscuridad y dosificando sus temores con píldoras y anestésicos halogenados. Si
antes procurábamos dormir todas las horas posibles, ahora rehusamos aquella
disertación con frustración. Las pocas veces que el cansancio inoculaba sus
dedos fantasmagóricos en mi cerebro, los mares ardientes y charcas sanguíneas
me arrastraban a pesadillas indescriptibles de las que Carlos me despertaba
piadosamente para verter cafeína concentrada en mis labios mustios. No sabía
cuánto tiempo duraría nuestro tormento... o sí podía detenerse. Había vivido en
un aislamiento inescrutable durante tanto tiempo, que el exterior me parecía un
infierno insoportable de ruidos, olores y sensaciones tortuosas. Perdía el
sentido de la orientación en las callejuelas, y la luz mortecina de las
lloviznas despertaba un eco remoto en lo profundo de mi cerebro que auguraba el
ladrido de una jauría de perros malignos y descarnados. Tras un luengo de
pesares y con el agotamiento de los químicos narcóticos y estimulantes, nuestra
locura se volvió desquiciada... Los alrededores vegetales del reducto
destartalado de nuestra morada fueron esquilmados en busca de raíces, hongos y
plantas para mitigar el cansancio. Fue en ese despiadado desenfreno que
comenzaron los ataques. Yo sabía que al sucumbir ante los estragos del sueño,
Carlos era influenciado por una fuerza externa que lo empujaba a levantarse y
acechar los alrededores, o simplemente se quedaba de pie, mirando un punto
distante en el techo agujereado; pero esta vez, se precipitó a las calles como
un sonámbulo maníaco y un automóvil lo embistió de costado con el ímpetu de un
toro. Carlos quedó tendido en la acera, temblando en un charco oscuro... hasta
que espiró su último estertor con un mugido inhumano. Me pareció creer que sus
piernas destrozadas intentaron moverse tras la muerte. Observé pasmado, hasta
que se llevaron su cuerpo destrozado, dejando una mancha escarlata en el
pavimento que la lluvia no tardó en remover. Fue en esos momentos que decidí a
evitar el sueño a toda costa, y a cubrir con grilletes improvisados mis piernas
cuando el estrago era indetenible. Siempre despertaba en posiciones extrañas y
adolorido... Algo estaba intentando apoderarse de mi cuerpo dormido.
Gabriela
regresó ante mí convertida en una lunática, mirando con nerviosismo por encima
del hombro y temblando ante los susurros de los condenados. Había perdido la
mitad de su peso, y la fisionomía esquelética exhibía un demacrado estado de
perpetua vigila. Tenía heridas en los brazos y piernas, y no paraba de decir
que terminaría con su vida antes que «eso» la poseyera.
Miriam
había enloquecido una noche atrás, y había apuñalado hasta la muerte a su
marido... así como a la madre de este y los sobrinos que se quedaban en casa.
Días antes había perdido la razón, encerrada en el baño por horas y gritando
como loca al contemplar el cielo... pero, esa noche, finalmente perdió el
sentido y una locura homicida nubló su juicio, terminando con un baño de sangre
y el suicidio de la joven tras abrirse de cuajo la garganta. La alienación y la
muerte sobrevienen como consecuencia fatal tras la suspensión consciente.
Gabriela, psicótica y desquiciada, repetía enajenaciones sobre las fórmulas que
los antiguos egipcios orquestaron en sus largos y elaborados rituales
funerarios para impedir que los cuerpos, mientras el alma se separaba de ellos,
no fuera presa de espíritus maléficos capaces de reanimarlos y hacerles salir
de la tumba. Repitió varias veces la tradición de los sepultureros de decapitar
el cadáver o destrozar su corazón antes de enterrar. No quise escucharla, y
desde ese día no la he vuelto a ver...
Se
me han acabado los remedios y fármacos, esperó la muerte en la soledad de mi
madriguera, escribiendo esta advertencia sobre las fatalidades que esperan a
los soñadores que se atreven a rebasar fronteras sin medir consecuencias. Sí,
existen los horrores... Dios nos salve de ellos en su infinita misericordia. En
el exterior pululan terrores desterrados de nuestra comprensión, más allá de
los cúmulos estelares... Visitantes desde una surrealidad liminal, atraídos por
los nautas que los arrastran a nuestro mundo. Cometeré una locura, si no
termino primero con mi propia alienación. Antes de abandonar este recipiente...
debo confesar que fui y siempre seré, un joven que soñó con escapar de la
crueldad y el hastío de este mundo.