1918

 «1918»

Gerardo Steinfeld


Guillermo Calderón. Ciudad Zamora, 14 de Marzo de 1918.

Antes de ser enviado al presidio por los incontables delitos que se me adjudican, quiero dejar constancia del terrible pesar que corroe nuestra nación con la multiplicación del horror preternatural que asola esta aciaga época de plaga y muerte. Después de reiteradas negaciones y discusiones, he confirmado la existencia de terrores que despiertan tras el advenimiento del crepúsculo. Dentro de cien años, cuando estos documentos parezcan fábulas horripilantes de un oscurantismo ignorante... espero que hayamos comprendido que existen conceptos y criaturas más allá de nuestro entendimiento.

Hemos vivido extensos períodos de indescriptible caos, cuyo registro he organizado y compilado como secretario del alcalde, para dar claridad al horror que provino de los llanos occidentales... y que se levantó de sus fosas para escarmentar a los vivos en busca de sangre. Este antiguo y repudiado enemigo es, y seguirá siendo, la mayor aversión que persigue a los hombres desde el albor de la civilización. Temo por mis hijos... pido a Dios que, cuando encuentren estos documentos, la humanidad se atreva a creer sin miramientos en el horror ancestral que amenaza nuestros tiempos... emergiendo de su necrópolis, sedientos de sangre.

Comenzó hace tres años, en un 1915 marcado por las desigualdades de una Ciudad Zamora que crecía alrededor del Río Orinoco, cuyos amplios barrios campesinos prosperaban con la abundancia de plantaciones y sembradíos de cacao y café, alcanzando los límites de la sierra con una población creciente. El alcalde Luis Lozano era un totalitario Gomecista que reprimía las reyertas vecinas y sesgaba a los políticos opositores que se alzaban en su provincia como tumores extirpados a tiempo. Era un hombre casquivano de porte militar, rostro arrugado y bigote poblado... aderezado con uniformes espléndidos y medallas heredadas de sus antepasados caudillos. Yo, Guillermo Calderón, era su secretario, provenía de una acaudalada familia de mantuanos que conservaron un latifundio tras la abolición de la esclavitud, sosteniendo trescientos empleados mestizos a la cabeza de cuarentena leguas de cacao comercial y otras especies; así como un emporio de reses que alimentaba con cárnicos a una población que crecía gracias a la migración europea que huía de la guerra con todas sus alhajas. Mis estudios en la proverbial Real y Pontificia Universidad de Nueva Bolívar me prepararon para desempeñar el cargo con todos los auspicios. El alcalde Lozano esperó que mi competencia en su regio mandato pudiera sofocar las frecuentes revueltas en las plantaciones e incrementar la prosperidad de la ciudad, mientras crecía el comercio del puerto y florecían los suburbios. Sustraer recursos para su bolsillo, y gestionar las desapariciones de sus adversarios también formó parte de mi mascarada como administrador. Puede que el menester de la construcción del sistema ferroviario, la unificación de las rutas fluviales y la apertura de carreteras durante nuestro período... haya permitido que la enfermedad se esparciera con una magnitud anterior desconocida. En el pasado habíamos tenido azotes de cólera, paludismo y fiebre amarilla. Las fosas comunes donde ardían cadáveres, así como la ejecución pública de criminales; se llevaban a cabo cada cierto tiempo para demostrar que teníamos control. Y sí, lo teníamos... al menos hasta los días más oscuros del horror...

La precariedad de los hospitales, el insalubre alcantarillado y la renuencia de la directriz a invertir sus preciadas morocotas de oro en la mejoría del abastecimiento potable y el exterminio de plagas que proliferaban en los suburbios y contaminaban los alimentos; contribuían al contagio periódico de enfermedades durante el invierno. Teníamos brotes controlados de malaria ante la carencia de fumigación, y otras tantas pestilencias que contenían los roedores. Las embarcaciones contaminadas del interior y los barcos extranjeros traían consigo enfermedades raras y contagiosas, pero los médicos de cabecera hacían fortuna en nuestros puertos infestados. Así como los cuantiosos aranceles, que apoyaban la costosa remodelación del Malecón. Gran parte de nuestros ingresos municipales provenían de los impuestos aduaneros; y mantenía a los ciudadanos, hastiados de tributos... dóciles y obedientes. Me abstendré de especificar los gastos del alcalde y sus allegados, no quiero degenerar la imagen militante y señorial de Luis Lozano... solo diré que su costoso mandato era dado a las exquisiteces mundanas de la crápula.

Fue a mediados de 1915 cuando, tras una tormentosa estación septembrina arribó un buque de carga fluvial, con el motor de vapor y el casco destrozados, la mercancía dañada y la tripulación muerta. La embarcación llegó a puerto una noche de tormenta, en la que se veía a Dios fulgurar el firmamento con sus relámpagos salvajes antes de quedar atascada en el bajo calado del río. Aquella barcaza pertenecía a un tabaquero español establecido en los llanos, un hombre mezquino cuyos contratos envenenados explotaban a sus trabajadores. Aquella región del país era de las más atrasadas en la industrialización, y sus habitantes analfabetos adoraban a las ánimas de las montañas arrojadas a ceremonias de bestialismo basadas en las negras hechicerías de ritos africanos e indígenas. En aquellas montañas atrasadas aún se hallaban mesetas inexploradas y sillares de piedra apostados por los diablos para concertar aquelarres nocturnos en unión con las brujas inmortales; y se alzaban templos dedicados a los muertos, custodiados por extrañas criaturas sin cabeza. El cabotaje conformado por rollos curados de tabaco se pudrió, y los seis navegantes yacían en la galera... asesinados de forma horripilante y misteriosa. A su vez, llegaron a oídos del alcalde los rumores de que, durante el accidente que atrapó el casco del barco en el fondo arenoso, una figura saltó de la embarcación al puerto y se escabulló en la noche del Malecón. El estado de los cadáveres encontrados en el almacén, delataron que sus muertes se acontecieron en sucesión al rescate de un sospechoso malhechor que fingió naufragar en las riveras cercanas para usurpar el barco con oscuras tetras, degollando el cuello de sus intrigantes. Los cuerpos estaban enteros y sin signos de lucha, salvo por las horrendas heridas homicidas halladas en sus cuellos: dos pequeños orificios en la parte baja de la oreja derecha, abriendo la carótida. Todos los muertos presentaban síntomas de deterioro prematuro en sus rostros rugosos y sus miembros flácidos. No quisimos asociar aquello a fábulas supersticiosas, y se mandó enseguida a dar sepultura a los muertos; sin exequias o ceremonias religiosas.

Teníamos pendiente la construcción de un puerto más grande, así como chusma encargada de «trabajos sucios» más pertinentes. Ciudad Zamora era un centro comercial que bullía con barcos de vapor y migrantes adinerados que requerían domicilio. Se fundaban escuelas, despachos y clínicas... Venían cerrajeros, zapateros, agricultores, buhoneros, cerveceros y abogados. El trabajo ocupaba mi mente, había que poner orden a un país cuyas leyes no terminaban de secar su tinta en los pergaminos con el gobierno del Conciliador. No estaba enterado del horror que se gestaba en los sierras montañosas, las plantaciones distantes y los túneles subterráneos del Malecón. Puede que haya descartado la noticia de la profanación del cementerio y la desaparición de los náufragos muertos como un fenómeno intrascendente insuflado por el fanatismo del párroco y las cofradías protestantes. Transcurrieron meses desde el incidente, corriendo noticias funestas achacadas a los desvaríos puritanos y las exultantes agrupaciones de Santería que pululaban en la región tras el mestizaje cultural. ¿Por qué fui tan ciego?

Los primeros síntomas de aquella apología del horror fueron avistamientos nocturnos en las plantaciones marginales y apariciones escalofriantes en los suburbios. Los campesinos se persignaban ante las autoridades cuando relataban como los espantos descendían de la sierra y se alimentaban en las noches con la sangre de los más jóvenes. Las marcas cerúleos de diminutos orificios y manchas sanguíneas detrás de las orejas se contagiaron en aquel populacho como una enfermedad extraña que venía acompañada de debilidad anémica. En las zonas más lejanas del perímetro se propagó este letargo... a pesar de que los enfermos no sabían explicar cómo y cuándo habían aparecido estas pequeñas heridas. Las figuras a las que se acusó de perpetrar la atrocidad no eran más que fantasmagorías de apariciones en las sierras y fábulas ignominiosas relativas a fallecidos, hasta que la gente comenzó a morir de agotamiento o fue incapaz de resistir las enfermedades estacionales. Los entierros clandestinos de esos analfabetos se vieron intrigados por los supuestos cometidos de Palería y denuncias de brujas voladoras; el alcalde subestimó los casos y prohibió a la prensa publicar información relacionada para no alborotar el avispero. Cortamos mucha controversia con la censura política, enviando funcionarios a disipar las dudas de la población rural...

Las embarcaciones provenientes de las costas para comprar café, cacao y otros enseres se hayaron con un mercado cada vez más reducido. «Es por la fiebre amarilla que azota las plantaciones—me atreví a exponer ante las investigaciones periodísticas que perseguían al alcalde Luis Lozano—. Esta temporada de lluvias multiplica los contagios de paludismo, cólera y tuberculosis». Desviando la atención mediática con infestación de hongos, ratas y otras plagas endémicas que solían estropear los sembradíos... respondiendo con la compra extranjera de fertilizantes y pesticidas en un despilfarro de recursos que me hundía cada vez más en la incertidumbre.

Puede que crean que era un ignorante de los sucesos. Pero yo conocía el horror, el funcionario Gabriel Amador, encargado de investigar el caos que germinaba en las sierras, enviaba informes desconcertantes y aterradores que el alcalde Luis negaba estupefacto como una estratagema de la oposición... mientras se hundía en el alcoholismo y la indiferencia.

Me atrevo a transcribir uno de los informes que envió el funcionario Gabriel Amador antes de desaparecer durante una jornada nocturna en un accidente relacionado al

vampirismo, que más tarde fue sofocado por la prensa nacional. El documento redactado es escalofriante, y me sigue provocando desconfianza, a pesar de haber presenciado encuentros de primera mano. Amador era un hombre de confianza, antes de aseverar que enloqueció, prefiero creer que existen conceptos más allá de nuestra comprensión. Existen fuerzas oscuras que provienen de tierras lejanas donde gobiernan la muerte y los espectros...

«Se ven, dicen los campesinos, a hombres muertos desde hace varios meses. Estos reviven a los días, levantándose al anochecer y volviendo a la tumba al amanecer. Estos muertos inexplicablemente escapan de sus tumbas sin remover la tierra, que van desde el más sencillo ataúd hasta los mausoleos ornamentados; sin distinción de raza o riqueza. Estos pueden llegar a conversar con sus antiguos conocidos mientras deambulan en la inmediatez de sus pueblos. Chupan la sangre de sus prójimos al dormir... sin que estos sientan el mínimo atisbo de dolor; pero las víctimas no mueren por causa del sangrado, pueden llegar a vivir mucho tiempo incluso siendo alimento regular de estas criaturas, pero... enseguida mueren, y lo he comprobado, estos "marcados" salen de sus tumbas como abominaciones. Los habitantes de la comarca se han liberado de sus peligrosas visitas utilizando métodos turbadores pero eficaces: exhumándolos, empalándolos, cortándoles la cabeza, arrancándoles el corazón o quemándolos. He visto como, en signo de precaución ante la infestación, les rellenan la boca con cemento a fallecidos que nunca, que se sepa, hayan tenido contacto.

Se da a estos “Revinientes” el nombre de upiros o vampiros.»

Los informes de campesinos que mantenían a raya a los revinientes llegaban periódicamente de parte de los funcionarios, que difundían los métodos de control en los pueblos en prevención de estos encuentros. No fue hasta el año siguiente, uno de los más oscuros que he vivido... que una plaga de difteria y tuberculosis, agravada por la lluvia, mató a cientos de hombres, mujeres y niños. El incontrolable infortunio dejó plantaciones enteras repletas de moribundos que fallecían en sus campos, pudriéndose bajo el sol... esparciendo un hedor insoportable. En medio de este dantesco panorama, se propagaron las habladurías sobre vampiros que asistían a orgías de cadáveres. Se siguió empleando cruces como protección en las puertas y a los muertos sospechosos se les clavó estacas o se quemaron; pero hubo plantaciones y pequeños pueblos donde la tasa de mortalidad fue demasiado alta. Hubo montañas de cadáveres que no fueron enterrados o «purificados», y grupos familiares que huyeron a la urbe cuando los incontables necrófagos empezaron a levantarse...

En la ciudad tuvimos un crecimiento exponencial de vivienda y población como en ningún otro año. A finales del 1916, teníamos catorce barrios nuevos, un índice de pobreza precario y una desigual inusitada. Había brotes repentinos de gripe y otras infecciones traídas de las plantaciones abandonadas que degeneraron en incontables muertes por la desnutrición. Ciudad Zamora era un cúmulo de suburbios destartalados, callejuelas sin pavimentar y madrigueras hampistas pérdidas en la delincuencia y la usura. Secuestros, robos, violaciones y asesinatos se vivían diariamente en este infierno estancado. El comercio del puerto empeoró con la caída de la producción... y se sobrevivía a duras penas con el encarecimiento de los alimentos y el debilitamiento de la infraestructura comercial. Estábamos perdiendo autoridad, y los casos de Revinientes vistos en los alrededores de cementerios y fosas comunales... fueron más intensos que nunca. En una semana tuve un centenar de avistamientos en los barrios del camposanto, así como incontables personas que despertaban con dolorosos orificios en el cuello... y gente honrada que se topaba con familiares difuntos o finados colegas a horas de la madrugada en desafortunados encuentros. Los lúgubres suburbios de casas herrumbrosas eran páramos nublares donde, al ocaso, se podían vislumbrar visitantes noctámbulos y siluetas retorcidas desdibujadas por el fulgor mortecino de los faroles y el claroscuro argentino de la luna septentrional. Se veían a las rutilantes figuras irrumpir en casuchas y mansiones por ventanas para ingerir el líquido vital de los durmientes, y se hizo común el escándalo nocturno de las patrullas. Tuvimos accidentes relacionados con ladronzuelos confundidos con revinientes que fueron apaleados hasta la muerte... así como aterradores casos de bebés robados y enfermos que creían firmemente estar contagiados con la «marca». Estos últimos se obsesionaron con los revinientes, imitando sus andanzas nocturnas y su apática melancolía... atacando viviendas, asesinando y bebiendo sangre. La criminalidad de la ciudad engendró un malestar incontrolable, no teníamos idea de dónde se escondían los centenares de Revinientes; ya que los camposantos fueron requisados a profundidad con estacas y candela... hasta que un policía avistó a un solitario inmiscuirse en el alcantarillado.

Ciudad Zamora fue una vetusta colonia extendida en la angostura del río, famosa por los túneles secretos y los edificios imponentes de rica historia que sirvieron de asilo político y cuarteles guerrilleros durante la Revolución. El Libertador era un masón de renombre, y en los años sucesivos a sus conspiraciones se ensancharon, abrieron y cerraron cientos de túneles que recorrían el subterráneo. Las mansiones masónicas poseían entradas secretas, y en todo el Malecón y la inmediatez de la ciudad se podían ollar las rutas y bóvedas que aprovechamos para escatimar gastos en la construcción de alcantarillado y pozos sépticos.

Enviamos divisiones policiales y militantes a los túneles de la ciudad... y hallamos incontables madrigueras de revinientes dormidos en improvisados sepulcros, cubiertos con sudarios hediondos. Cientos de ellos, recostados como muertos esperando la reanimación del anochecer. Que Dios y la Virgen se apiaden de nosotros... Estábamos infectados hasta la médula. El alcalde se encerró en su despacho a meditar una solución, mientras en las calles se congregaron agrupaciones de mormones, judíos, católicos, cristianos protestantes y brujos... arracimados en violentas trifulcas sobre la naturaleza de aquel horror.

El gobernador estatal, Francisco Palacios, decretó por telégrafo restricciones para la ciudad... mientras se esperaba tomar acción. Se estableció una cuarentena y se suspendió el escaso comercio fluvial. Pensamos en verter incontables litros de gasolina e inundar los túneles con fuego... pero no sabíamos el alcance del despilfarro y las contingencias posibles. Las perturbadoras noches se cebaron en toda clase de supersticiones, y la brutalidad con que respondieron los revinientes interceptados consiguió turbar aún más la población. Los meses oscuros dieron paso a un año aciago sembrado de miseria y hambrunas... así como una parálisis económica que afectó las fábricas y dejó desempleado a la mayoría. En los cementerios se estableció la norma obligatoria de rematar a los muertos destrozando su corazón y cercenando su cabeza... pero los impedimentos morales de la religión obstaculizaron el procedimiento. Es difícil enumerar la cantidad de tumbas removidas al atardecer para exhumar al cadáver y cortar su cabeza. Las iglesias de todas las religiones eran santuarios de lunáticos que creían estar protegidos del Mal. Estábamos al borde de un colapso endémico, pero aún así, las carreteras cerradas no pudieron frenar el éxodo por otras vías terrestres. Las provincias vecinas no querían recibir a los zamorences por el temor insuflado gracias a los esfuerzos de la prensa local, y todo aquel que poseía heridas o cicatrices en el cuello—en algunas localidades se satanizaron marcas de nacimiento y lunares—, era marginado, proscrito y hasta linchado. Las calles estaban vacías, y los mercados vendían a precios desorbitados lo poco que conseguían del suelo o el río. Parecía que la muerte y la desolación habían convertido Ciudad Zamora en un campo de batalla... y los enjambres de revinientes se multiplicaban conforme más muertos sin purificar eran enterrados en el camposanto o abandonados en los callejones. ¿Qué días eran aquellos que los muertos caminaban y conversaban con los vivos en las noches tenebrosas? Sacerdotes eclesiásticos, pastores exánimes, curanderos chamánicos y estudiosos universitarios asistían al despacho con cientos de propuestas para lidiar con los revinientes. Algunos los defendían, creyendo que estaban aprendiendo a convivir con los vivos... y otros exponían su plausible terror. Un médico me expuso su teoría de que ellos podrían reemplazar y esclavizar a los hombres como la cúspide evolutiva de la especie homínida, si no llegábamos a un acuerdo bilateral. Hablé con el Cabalística de un círculo hermético... que sostenía la hipótesis de un infierno clausurado que devolvía las almas. Un fanático evangelista exigía hablar con el alcalde sobre la llegada del Día del Juicio... y un científico que decía ser un alquimista, quería capturar un ejemplar de reviniente para desarrollar un elixir de inmortalidad.

Había perdido la esperanza, planeando mi huida de la ciudad... cuando el alcalde Luis Lozano rompió su silencio llamando al Jefe de la Policía, Vicente Gonzalez; y a una gran variedad de hombres capaces: banqueros, fiscales, empresarios y militares. Se lo veía cansado, envejecido y macilento... pero encabezaría una de las decisiones más importantes de su vida. Él mismo, junto a un centenar de activos policíacos y militares, entrarían a los túneles al amanecer cuando el último de los revinientes haya vuelto a su nefasto sepelio, y los mataría.

Una muchedumbre de voluntarios se ofreció a acompañar al alcalde, entrando al subsuelo, armados con martillos, estacas, puñales, machetes y barriles de combustible. Fueron a su vez párrocos y predicadores dispuestos a brindar exequias y oraciones a los difuntos. Durante tres, días entraron al amanecer y salieron al crepúsculo, ensangrentados y cansados. No otorgaré detalles sobre las matanzas, las emboscadas y los tiroteos en la oscuridad que dieron un saldo de dieciséis fallecidos y otros tantos heridos; tampoco escribiré sobre las particularidades de estos necrófagos y sus extrañas variaciones. Los hombres y mujeres que entraron a esas cavernas malditas vieron cosas escalofriantes y adoraciones sangrientas que es mejor desterrar de este manuscrito. Dieron muerte a unos trescientos de ellos durante su vulnerable estado. La mayoría inusualmente inactiva, apenas respondió cuando se le cortó la cabeza o se le apuñaló el corazón... pero hubieron casos desafortunados de revinientes extraños que seguían activos a plena luz del día y que presentaron una enconada resistencia. Los cartuchos de balas y la airada turba consiguieron eliminar con dificultades a estos endriagos abominables. A su vez, la policía se encargó de mutilar decenas de cadáveres fallecidos en los hospitales y desenterrar viejas urnas—algunas de hasta cien años—, para cortar cabezas frescas. Hubo familias que mantuvo encadenados a sus allegados revinientes con tal de esperar una cura, pero estos fueron neutralizados por la policía sin miramientos y exterminados cuando el día adormeció sus cuerpos. Uno de los casos más tristes fue de un hombre que mantuvo encadenadas a su esposa e hija, y alimentándolas con individuos callejeros que secuestraba y tiraba en las fosas del drenaje.

El alcalde asistió a su despacho para redactar instrucciones a los enterradores sobre cómo preparar cualquier muerto que tuviera los síntomas del vampirismo. Finalmente, tras una quincena despiadada y sangrienta, el Mal parecía haber terminado... y Luis firmó un acta a la policía para disculparse en nombre de las familias afectadas por todos los revinientes muertos y difuntos mutilados. Que aún siendo upiros, fueron seres humanos. Ese día, envejecido y cansado, dijo que la ciudad estaba limpia y que volvería a florecer en los años venideros. Subió a su despacho, ingirió un trago de aguardiente mientras contemplaba los yataganes que le regaló el presidente Juan Vicente Gómez... y se apuñaló el corazón. Lo encontré muerto sobre su silla, contemplando impasible el cuadro de la Batalla de Maracalí: el Libertador montando su caballo blanco con sable en alto en oposición a los realistas. Luis Lozano fue un hombre orgulloso que asumió toda la culpa sin importar ser tachado de genocida...

Dentro de cien años, cuando esta verdad salga a la luz, espero que recuerden al hombre que salvó el país y que fue malversado por sus contrincantes políticos como un tirano y un asesino. Los reportes de revinientes en las calles son cada día más escasos ante las medidas de la Ley, pero existieron y dejarán una huella imborrable en nuestra Ciudad Zamora. Aquellos engendros capaces de desangrar a los durmientes y esparcir su plaga... en un futuro, si Dios es generoso, no serán más que leyendas; pero tenemos constancia de su horror en este pasado cercano. Espero que los hayamos exterminado a todos, porque aún, un año después, las fosas siguen apestando a muerte y en los cementerios, los difuntos se siguen mutilando para prevenir otra multiplicación...

Los viajeros siguen desapareciendo en las sierras y en los llanos continúan temiendo a los que se levantan de las tumbas como mensajeros infernales. En este mundo existen misterios que jamás llegaremos a comprender, y que se remontan a una edad demoníaca y monstruosa que los cronistas solo alcanzan a teorizar. Siempre viviremos con ese incesante temor a la noche y la oscuridad... porque sabemos quiénes se esconden en las tinieblas, temerosos del albor del firmamento.

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