Guillermo
CalderĂłn. Ciudad Zamora, 14 de Marzo de 1918.
Antes
de ser enviado al presidio por los incontables delitos que se me adjudican,
quiero dejar constancia del terrible pesar que corroe nuestra naciĂłn con la
multiplicación del horror preternatural que asola esta aciaga época de plaga y
muerte. Después de reiteradas negaciones y discusiones, he confirmado la
existencia de terrores que despiertan tras el advenimiento del crepĂşsculo.
Dentro de cien años, cuando estos documentos parezcan fábulas horripilantes de
un oscurantismo ignorante... espero que hayamos comprendido que existen
conceptos y criaturas más allá de nuestro entendimiento.
Hemos
vivido extensos perĂodos de indescriptible caos, cuyo registro he organizado y
compilado como secretario del alcalde, para dar claridad al horror que provino
de los llanos occidentales... y que se levantĂł de sus fosas para escarmentar a
los vivos en busca de sangre. Este antiguo y repudiado enemigo es, y seguirá
siendo, la mayor aversiĂłn que persigue a los hombres desde el albor de la
civilizaciĂłn. Temo por mis hijos... pido a Dios que, cuando encuentren estos
documentos, la humanidad se atreva a creer sin miramientos en el horror
ancestral que amenaza nuestros tiempos... emergiendo de su necrĂłpolis,
sedientos de sangre.
ComenzĂł
hace tres años, en un 1915 marcado por las desigualdades de una Ciudad Zamora
que crecĂa alrededor del RĂo Orinoco, cuyos amplios barrios campesinos
prosperaban con la abundancia de plantaciones y sembradĂos de cacao y cafĂ©,
alcanzando los lĂmites de la sierra con una poblaciĂłn creciente. El alcalde
Luis Lozano era un totalitario Gomecista que reprimĂa las reyertas vecinas y
sesgaba a los polĂticos opositores que se alzaban en su provincia como tumores
extirpados a tiempo. Era un hombre casquivano de porte militar, rostro arrugado
y bigote poblado... aderezado con uniformes espléndidos y medallas heredadas de
sus antepasados caudillos. Yo, Guillermo CalderĂłn, era su secretario, provenĂa
de una acaudalada familia de mantuanos que conservaron un latifundio tras la
aboliciĂłn de la esclavitud, sosteniendo trescientos empleados mestizos a la
cabeza de cuarentena leguas de cacao comercial y otras especies; asĂ como un
emporio de reses que alimentaba con cárnicos a una poblaciĂłn que crecĂa gracias
a la migraciĂłn europea que huĂa de la guerra con todas sus alhajas. Mis
estudios en la proverbial Real y Pontificia Universidad de Nueva BolĂvar me
prepararon para desempeñar el cargo con todos los auspicios. El alcalde Lozano
esperĂł que mi competencia en su regio mandato pudiera sofocar las frecuentes
revueltas en las plantaciones e incrementar la prosperidad de la ciudad,
mientras crecĂa el comercio del puerto y florecĂan los suburbios. Sustraer
recursos para su bolsillo, y gestionar las desapariciones de sus adversarios
también formó parte de mi mascarada como administrador. Puede que el menester
de la construcciĂłn del sistema ferroviario, la unificaciĂłn de las rutas
fluviales y la apertura de carreteras durante nuestro perĂodo... haya permitido
que la enfermedad se esparciera con una magnitud anterior desconocida. En el
pasado habĂamos tenido azotes de cĂłlera, paludismo y fiebre amarilla. Las fosas
comunes donde ardĂan cadáveres, asĂ como la ejecuciĂłn pĂşblica de criminales; se
llevaban a cabo cada cierto tiempo para demostrar que tenĂamos control. Y sĂ,
lo tenĂamos... al menos hasta los dĂas más oscuros del horror...
La
precariedad de los hospitales, el insalubre alcantarillado y la renuencia de la
directriz a invertir sus preciadas morocotas de oro en la mejorĂa del
abastecimiento potable y el exterminio de plagas que proliferaban en los
suburbios y contaminaban los alimentos; contribuĂan al contagio periĂłdico de
enfermedades durante el invierno. TenĂamos brotes controlados de malaria ante
la carencia de fumigaciĂłn, y otras tantas pestilencias que contenĂan los
roedores. Las embarcaciones contaminadas del interior y los barcos extranjeros
traĂan consigo enfermedades raras y contagiosas, pero los mĂ©dicos de cabecera
hacĂan fortuna en nuestros puertos infestados. AsĂ como los cuantiosos
aranceles, que apoyaban la costosa remodelaciĂłn del MalecĂłn. Gran parte de
nuestros ingresos municipales provenĂan de los impuestos aduaneros; y mantenĂa
a los ciudadanos, hastiados de tributos... dóciles y obedientes. Me abstendré
de especificar los gastos del alcalde y sus allegados, no quiero degenerar la
imagen militante y señorial de Luis Lozano... solo diré que su costoso mandato
era dado a las exquisiteces mundanas de la crápula.
Fue
a mediados de 1915 cuando, tras una tormentosa estaciĂłn septembrina arribĂł un
buque de carga fluvial, con el motor de vapor y el casco destrozados, la
mercancĂa dañada y la tripulaciĂłn muerta. La embarcaciĂłn llegĂł a puerto una
noche de tormenta, en la que se veĂa a Dios fulgurar el firmamento con sus
relámpagos salvajes antes de quedar atascada en el bajo calado del rĂo. Aquella
barcaza pertenecĂa a un tabaquero español establecido en los llanos, un hombre
mezquino cuyos contratos envenenados explotaban a sus trabajadores. Aquella
regiĂłn del paĂs era de las más atrasadas en la industrializaciĂłn, y sus
habitantes analfabetos adoraban a las ánimas de las montañas arrojadas a
ceremonias de bestialismo basadas en las negras hechicerĂas de ritos africanos
e indĂgenas. En aquellas montañas atrasadas aĂşn se hallaban mesetas
inexploradas y sillares de piedra apostados por los diablos para concertar
aquelarres nocturnos en uniĂłn con las brujas inmortales; y se alzaban templos
dedicados a los muertos, custodiados por extrañas criaturas sin cabeza. El
cabotaje conformado por rollos curados de tabaco se pudriĂł, y los seis
navegantes yacĂan en la galera... asesinados de forma horripilante y
misteriosa. A su vez, llegaron a oĂdos del alcalde los rumores de que, durante
el accidente que atrapĂł el casco del barco en el fondo arenoso, una figura
saltĂł de la embarcaciĂłn al puerto y se escabullĂł en la noche del MalecĂłn. El
estado de los cadáveres encontrados en el almacén, delataron que sus muertes se
acontecieron en sucesiĂłn al rescate de un sospechoso malhechor que fingiĂł
naufragar en las riveras cercanas para usurpar el barco con oscuras tetras,
degollando el cuello de sus intrigantes. Los cuerpos estaban enteros y sin
signos de lucha, salvo por las horrendas heridas homicidas halladas en sus
cuellos: dos pequeños orificios en la parte baja de la oreja derecha, abriendo
la carĂłtida. Todos los muertos presentaban sĂntomas de deterioro prematuro en
sus rostros rugosos y sus miembros flácidos. No quisimos asociar aquello a fábulas
supersticiosas, y se mandĂł enseguida a dar sepultura a los muertos; sin
exequias o ceremonias religiosas.
TenĂamos
pendiente la construcción de un puerto más grande, asà como chusma encargada de
«trabajos sucios» más pertinentes. Ciudad Zamora era un centro comercial que
bullĂa con barcos de vapor y migrantes adinerados que requerĂan domicilio. Se
fundaban escuelas, despachos y clĂnicas... VenĂan cerrajeros, zapateros,
agricultores, buhoneros, cerveceros y abogados. El trabajo ocupaba mi mente,
habĂa que poner orden a un paĂs cuyas leyes no terminaban de secar su tinta en
los pergaminos con el gobierno del Conciliador. No estaba enterado del horror
que se gestaba en los sierras montañosas, las plantaciones distantes y los
túneles subterráneos del Malecón. Puede que haya descartado la noticia de la
profanación del cementerio y la desaparición de los náufragos muertos como un
fenĂłmeno intrascendente insuflado por el fanatismo del párroco y las cofradĂas
protestantes. Transcurrieron meses desde el incidente, corriendo noticias
funestas achacadas a los desvarĂos puritanos y las exultantes agrupaciones de
SanterĂa que pululaban en la regiĂłn tras el mestizaje cultural. ¿Por quĂ© fui
tan ciego?
Los
primeros sĂntomas de aquella apologĂa del horror fueron avistamientos nocturnos
en las plantaciones marginales y apariciones escalofriantes en los suburbios.
Los campesinos se persignaban ante las autoridades cuando relataban como los
espantos descendĂan de la sierra y se alimentaban en las noches con la sangre
de los más jóvenes. Las marcas cerúleos de diminutos orificios y manchas
sanguĂneas detrás de las orejas se contagiaron en aquel populacho como una
enfermedad extraña que venĂa acompañada de debilidad anĂ©mica. En las zonas más
lejanas del perĂmetro se propagĂł este letargo... a pesar de que los enfermos no
sabĂan explicar cĂłmo y cuándo habĂan aparecido estas pequeñas heridas. Las
figuras a las que se acusó de perpetrar la atrocidad no eran más que
fantasmagorĂas de apariciones en las sierras y fábulas ignominiosas relativas a
fallecidos, hasta que la gente comenzĂł a morir de agotamiento o fue incapaz de
resistir las enfermedades estacionales. Los entierros clandestinos de esos
analfabetos se vieron intrigados por los supuestos cometidos de PalerĂa y
denuncias de brujas voladoras; el alcalde subestimĂł los casos y prohibiĂł a la
prensa publicar informaciĂłn relacionada para no alborotar el avispero. Cortamos
mucha controversia con la censura polĂtica, enviando funcionarios a disipar las
dudas de la poblaciĂłn rural...
Las
embarcaciones provenientes de las costas para comprar café, cacao y otros
enseres se hayaron con un mercado cada vez más reducido. «Es por la fiebre
amarilla que azota las plantaciones—me atrevĂ a exponer ante las
investigaciones periodĂsticas que perseguĂan al alcalde Luis Lozano—. Esta
temporada de lluvias multiplica los contagios de paludismo, cĂłlera y
tuberculosis». Desviando la atenciĂłn mediática con infestaciĂłn de hongos, ratas
y otras plagas endĂ©micas que solĂan estropear los sembradĂos... respondiendo
con la compra extranjera de fertilizantes y pesticidas en un despilfarro de
recursos que me hundĂa cada vez más en la incertidumbre.
Puede
que crean que era un ignorante de los sucesos. Pero yo conocĂa el horror, el
funcionario Gabriel Amador, encargado de investigar el caos que germinaba en
las sierras, enviaba informes desconcertantes y aterradores que el alcalde Luis
negaba estupefacto como una estratagema de la oposiciĂłn... mientras se hundĂa
en el alcoholismo y la indiferencia.
Me
atrevo a transcribir uno de los informes que enviĂł el funcionario Gabriel
Amador antes de desaparecer durante una jornada nocturna en un accidente
relacionado al
vampirismo,
que más tarde fue sofocado por la prensa nacional. El documento redactado es
escalofriante, y me sigue provocando desconfianza, a pesar de haber presenciado
encuentros de primera mano. Amador era un hombre de confianza, antes de
aseverar que enloqueció, prefiero creer que existen conceptos más allá de
nuestra comprensiĂłn. Existen fuerzas oscuras que provienen de tierras lejanas
donde gobiernan la muerte y los espectros...
«Se
ven, dicen los campesinos, a hombres muertos desde hace varios meses. Estos
reviven a los dĂas, levantándose al anochecer y volviendo a la tumba al
amanecer. Estos muertos inexplicablemente escapan de sus tumbas sin remover la
tierra, que van desde el más sencillo ataúd hasta los mausoleos ornamentados;
sin distinciĂłn de raza o riqueza. Estos pueden llegar a conversar con sus
antiguos conocidos mientras deambulan en la inmediatez de sus pueblos. Chupan
la sangre de sus prĂłjimos al dormir... sin que estos sientan el mĂnimo atisbo
de dolor; pero las vĂctimas no mueren por causa del sangrado, pueden llegar a
vivir mucho tiempo incluso siendo alimento regular de estas criaturas, pero...
enseguida mueren, y lo he comprobado, estos "marcados" salen de sus
tumbas como abominaciones. Los habitantes de la comarca se han liberado de sus
peligrosas visitas utilizando métodos turbadores pero eficaces: exhumándolos,
empalándolos, cortándoles la cabeza, arrancándoles el corazón o quemándolos. He
visto como, en signo de precauciĂłn ante la infestaciĂłn, les rellenan la boca
con cemento a fallecidos que nunca, que se sepa, hayan tenido contacto.
Se
da a estos “Revinientes” el nombre de upiros o vampiros.»
Los
informes de campesinos que mantenĂan a raya a los revinientes llegaban
periĂłdicamente de parte de los funcionarios, que difundĂan los mĂ©todos de
control en los pueblos en prevención de estos encuentros. No fue hasta el año
siguiente, uno de los más oscuros que he vivido... que una plaga de difteria y
tuberculosis, agravada por la lluvia, matĂł a cientos de hombres, mujeres y
niños. El incontrolable infortunio dejó plantaciones enteras repletas de
moribundos que fallecĂan en sus campos, pudriĂ©ndose bajo el sol... esparciendo
un hedor insoportable. En medio de este dantesco panorama, se propagaron las
habladurĂas sobre vampiros que asistĂan a orgĂas de cadáveres. Se siguiĂł
empleando cruces como protecciĂłn en las puertas y a los muertos sospechosos se
les clavó estacas o se quemaron; pero hubo plantaciones y pequeños pueblos
donde la tasa de mortalidad fue demasiado alta. Hubo montañas de cadáveres que
no fueron enterrados o «purificados», y grupos familiares que huyeron a la urbe
cuando los incontables necrĂłfagos empezaron a levantarse...
En
la ciudad tuvimos un crecimiento exponencial de vivienda y poblaciĂłn como en
ningĂşn otro año. A finales del 1916, tenĂamos catorce barrios nuevos, un Ăndice
de pobreza precario y una desigual inusitada. HabĂa brotes repentinos de gripe
y otras infecciones traĂdas de las plantaciones abandonadas que degeneraron en
incontables muertes por la desnutriciĂłn. Ciudad Zamora era un cĂşmulo de
suburbios destartalados, callejuelas sin pavimentar y madrigueras hampistas
pérdidas en la delincuencia y la usura. Secuestros, robos, violaciones y
asesinatos se vivĂan diariamente en este infierno estancado. El comercio del
puerto empeorĂł con la caĂda de la producciĂłn... y se sobrevivĂa a duras penas
con el encarecimiento de los alimentos y el debilitamiento de la infraestructura
comercial. Estábamos perdiendo autoridad, y los casos de Revinientes vistos en
los alrededores de cementerios y fosas comunales... fueron más intensos que
nunca. En una semana tuve un centenar de avistamientos en los barrios del
camposanto, asĂ como incontables personas que despertaban con dolorosos
orificios en el cuello... y gente honrada que se topaba con familiares difuntos
o finados colegas a horas de la madrugada en desafortunados encuentros. Los
lúgubres suburbios de casas herrumbrosas eran páramos nublares donde, al ocaso,
se podĂan vislumbrar visitantes noctámbulos y siluetas retorcidas desdibujadas
por el fulgor mortecino de los faroles y el claroscuro argentino de la luna
septentrional. Se veĂan a las rutilantes figuras irrumpir en casuchas y
mansiones por ventanas para ingerir el lĂquido vital de los durmientes, y se
hizo común el escándalo nocturno de las patrullas. Tuvimos accidentes
relacionados con ladronzuelos confundidos con revinientes que fueron apaleados
hasta la muerte... asà como aterradores casos de bebés robados y enfermos que
creĂan firmemente estar contagiados con la «marca». Estos Ăşltimos se
obsesionaron con los revinientes, imitando sus andanzas nocturnas y su apática
melancolĂa... atacando viviendas, asesinando y bebiendo sangre. La criminalidad
de la ciudad engendrĂł un malestar incontrolable, no tenĂamos idea de dĂłnde se
escondĂan los centenares de Revinientes; ya que los camposantos fueron
requisados a profundidad con estacas y candela... hasta que un policĂa avistĂł a
un solitario inmiscuirse en el alcantarillado.
Ciudad
Zamora fue una vetusta colonia extendida en la angostura del rĂo, famosa por
los tĂşneles secretos y los edificios imponentes de rica historia que sirvieron
de asilo polĂtico y cuarteles guerrilleros durante la RevoluciĂłn. El Libertador
era un masón de renombre, y en los años sucesivos a sus conspiraciones se
ensancharon, abrieron y cerraron cientos de tĂşneles que recorrĂan el
subterráneo. Las mansiones masĂłnicas poseĂan entradas secretas, y en todo el
MalecĂłn y la inmediatez de la ciudad se podĂan ollar las rutas y bĂłvedas que
aprovechamos para escatimar gastos en la construcciĂłn de alcantarillado y pozos
sépticos.
Enviamos
divisiones policiales y militantes a los tĂşneles de la ciudad... y hallamos
incontables madrigueras de revinientes dormidos en improvisados sepulcros,
cubiertos con sudarios hediondos. Cientos de ellos, recostados como muertos
esperando la reanimaciĂłn del anochecer. Que Dios y la Virgen se apiaden de
nosotros... Estábamos infectados hasta la médula. El alcalde se encerró en su
despacho a meditar una soluciĂłn, mientras en las calles se congregaron
agrupaciones de mormones, judĂos, catĂłlicos, cristianos protestantes y
brujos... arracimados en violentas trifulcas sobre la naturaleza de aquel
horror.
El
gobernador estatal, Francisco Palacios, decretó por telégrafo restricciones
para la ciudad... mientras se esperaba tomar acciĂłn. Se estableciĂł una
cuarentena y se suspendiĂł el escaso comercio fluvial. Pensamos en verter
incontables litros de gasolina e inundar los tĂşneles con fuego... pero no
sabĂamos el alcance del despilfarro y las contingencias posibles. Las
perturbadoras noches se cebaron en toda clase de supersticiones, y la
brutalidad con que respondieron los revinientes interceptados consiguiĂł turbar
aún más la población. Los meses oscuros dieron paso a un año aciago sembrado de
miseria y hambrunas... asà como una parálisis económica que afectó las fábricas
y dejĂł desempleado a la mayorĂa. En los cementerios se estableciĂł la norma
obligatoria de rematar a los muertos destrozando su corazĂłn y cercenando su
cabeza... pero los impedimentos morales de la religiĂłn obstaculizaron el
procedimiento. Es difĂcil enumerar la cantidad de tumbas removidas al atardecer
para exhumar al cadáver y cortar su cabeza. Las iglesias de todas las
religiones eran santuarios de lunáticos que creĂan estar protegidos del Mal.
Estábamos al borde de un colapso endĂ©mico, pero aĂşn asĂ, las carreteras
cerradas no pudieron frenar el Ă©xodo por otras vĂas terrestres. Las provincias vecinas
no querĂan recibir a los zamorences por el temor insuflado gracias a los
esfuerzos de la prensa local, y todo aquel que poseĂa heridas o cicatrices en
el cuello—en algunas localidades se satanizaron marcas de nacimiento y
lunares—, era marginado, proscrito y hasta linchado. Las calles estaban vacĂas,
y los mercados vendĂan a precios desorbitados lo poco que conseguĂan del suelo
o el rĂo. ParecĂa que la muerte y la desolaciĂłn habĂan convertido Ciudad Zamora
en un campo de batalla... y los enjambres de revinientes se multiplicaban
conforme más muertos sin purificar eran enterrados en el camposanto o
abandonados en los callejones. ¿QuĂ© dĂas eran aquellos que los muertos
caminaban y conversaban con los vivos en las noches tenebrosas? Sacerdotes
eclesiásticos, pastores exánimes, curanderos chamánicos y estudiosos
universitarios asistĂan al despacho con cientos de propuestas para lidiar con
los revinientes. Algunos los defendĂan, creyendo que estaban aprendiendo a
convivir con los vivos... y otros exponĂan su plausible terror. Un mĂ©dico me
expuso su teorĂa de que ellos podrĂan reemplazar y esclavizar a los hombres
como la cĂşspide evolutiva de la especie homĂnida, si no llegábamos a un acuerdo
bilateral. HablĂ© con el CabalĂstica de un cĂrculo hermĂ©tico... que sostenĂa la
hipĂłtesis de un infierno clausurado que devolvĂa las almas. Un fanático
evangelista exigĂa hablar con el alcalde sobre la llegada del DĂa del Juicio...
y un cientĂfico que decĂa ser un alquimista, querĂa capturar un ejemplar de
reviniente para desarrollar un elixir de inmortalidad.
HabĂa
perdido la esperanza, planeando mi huida de la ciudad... cuando el alcalde Luis
Lozano rompiĂł su silencio llamando al Jefe de la PolicĂa, Vicente Gonzalez; y a
una gran variedad de hombres capaces: banqueros, fiscales, empresarios y
militares. Se lo veĂa cansado, envejecido y macilento... pero encabezarĂa una
de las decisiones más importantes de su vida. Él mismo, junto a un centenar de
activos policĂacos y militares, entrarĂan a los tĂşneles al amanecer cuando el
Ăşltimo de los revinientes haya vuelto a su nefasto sepelio, y los matarĂa.
Una
muchedumbre de voluntarios se ofreció a acompañar al alcalde, entrando al
subsuelo, armados con martillos, estacas, puñales, machetes y barriles de
combustible. Fueron a su vez párrocos y predicadores dispuestos a brindar
exequias y oraciones a los difuntos. Durante tres, dĂas entraron al amanecer y
salieron al crepúsculo, ensangrentados y cansados. No otorgaré detalles sobre
las matanzas, las emboscadas y los tiroteos en la oscuridad que dieron un saldo
de dieciséis fallecidos y otros tantos heridos; tampoco escribiré sobre las
particularidades de estos necrófagos y sus extrañas variaciones. Los hombres y
mujeres que entraron a esas cavernas malditas vieron cosas escalofriantes y
adoraciones sangrientas que es mejor desterrar de este manuscrito. Dieron
muerte a unos trescientos de ellos durante su vulnerable estado. La mayorĂa
inusualmente inactiva, apenas respondiĂł cuando se le cortĂł la cabeza o se le
apuñaló el corazón... pero hubieron casos desafortunados de revinientes
extraños que seguĂan activos a plena luz del dĂa y que presentaron una enconada
resistencia. Los cartuchos de balas y la airada turba consiguieron eliminar con
dificultades a estos endriagos abominables. A su vez, la policĂa se encargĂł de
mutilar decenas de cadáveres fallecidos en los hospitales y desenterrar viejas
urnas—algunas de hasta cien años—, para cortar cabezas frescas. Hubo familias
que mantuvo encadenados a sus allegados revinientes con tal de esperar una
cura, pero estos fueron neutralizados por la policĂa sin miramientos y exterminados
cuando el dĂa adormeciĂł sus cuerpos. Uno de los casos más tristes fue de un
hombre que mantuvo encadenadas a su esposa e hija, y alimentándolas con
individuos callejeros que secuestraba y tiraba en las fosas del drenaje.
El
alcalde asistiĂł a su despacho para redactar instrucciones a los enterradores
sobre cĂłmo preparar cualquier muerto que tuviera los sĂntomas del vampirismo.
Finalmente, tras una quincena despiadada y sangrienta, el Mal parecĂa haber
terminado... y Luis firmĂł un acta a la policĂa para disculparse en nombre de
las familias afectadas por todos los revinientes muertos y difuntos mutilados.
Que aĂşn siendo upiros, fueron seres humanos. Ese dĂa, envejecido y cansado,
dijo que la ciudad estaba limpia y que volverĂa a florecer en los años
venideros. SubiĂł a su despacho, ingiriĂł un trago de aguardiente mientras
contemplaba los yataganes que le regalĂł el presidente Juan Vicente GĂłmez... y
se apuñaló el corazón. Lo encontré muerto sobre su silla, contemplando impasible
el cuadro de la Batalla de MaracalĂ: el Libertador montando su caballo blanco
con sable en alto en oposiciĂłn a los realistas. Luis Lozano fue un hombre
orgulloso que asumiĂł toda la culpa sin importar ser tachado de genocida...
Dentro
de cien años, cuando esta verdad salga a la luz, espero que recuerden al hombre
que salvĂł el paĂs y que fue malversado por sus contrincantes polĂticos como un
tirano y un asesino. Los reportes de revinientes en las calles son cada dĂa más
escasos ante las medidas de la Ley, pero existieron y dejarán una huella
imborrable en nuestra Ciudad Zamora. Aquellos engendros capaces de desangrar a
los durmientes y esparcir su plaga... en un futuro, si Dios es generoso, no
serán más que leyendas; pero tenemos constancia de su horror en este pasado
cercano. Espero que los hayamos exterminado a todos, porque aún, un año
después, las fosas siguen apestando a muerte y en los cementerios, los difuntos
se siguen mutilando para prevenir otra multiplicaciĂłn...
Los
viajeros siguen desapareciendo en las sierras y en los llanos continĂşan
temiendo a los que se levantan de las tumbas como mensajeros infernales. En
este mundo existen misterios que jamás llegaremos a comprender, y que se
remontan a una edad demonĂaca y monstruosa que los cronistas solo alcanzan a
teorizar. Siempre viviremos con ese incesante temor a la noche y la
oscuridad... porque sabemos quiénes se esconden en las tinieblas, temerosos del
albor del firmamento.
Las Brujas de Ciudad Zamora
«Gerardo Steinfeld, 2025»
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