El Nigromante
«El Nigromante»
Gerardo
Steinfeld
He
cometido la mayor atrocidad que un ser humano pueda transgredir contra su
especie. He roto todos los axiomas morales en la contravención de un horror
prohibido... desafiando en lo más hondo de mi ser la voluntad de un Altísimo
para con la vida y la muerte. Soy consciente de que asesiné al sujeto que
ustedes creen que fue Ismael Bustamante, y pagaré con mi libertad, atormentado
el resto de mis años venideros por el peso de mis decisiones. Pero afirmo, en
caso de que la veracidad de mi horrible testimonio sea puesta en duda, que el
hombre del milagro que volvió de la tierra de los muertos, no era tal sino una
inmunda criatura proveniente de los negros bajíos infernales. Es posible que
perteneciera a una jerarquía de malignas potestades, que intentó llamar a
nuestro planeta mediante unos extraños dispositivos alienígenas... que
desaparecieron subrepticiamente tras el altercado homicida ocurrido la Víspera
de Nochebuena.
Estaba
realizando mis pasantías como residente de medicina en el Hospital Rómulo
Marcano de Ciudad Zamora. Era un joven dedicado y puntual que rápidamente fue
acogido por el médico cirujano y excelso profesor Ernesto Cruz; un excéntrico y
paliducho doctor cuyos dotes con el bisturí y conocimientos anatómicos lo
convertía en el veterano más respetado del hospital. Era un hombre taciturno,
propenso a la melancolía y los accesos etílicos durante las largas jornadas de
intervención; por su desolación y silencio, se lo confundía con un anormal
noctámbulo, pero nada era más alejado de la realidad. El doctor Ernesto Cruz no
era un maestro prestó a la conversación, pero sus largos dedos embutidos en
látex y sus ojos feroces de ofidio al acecho podían desentrañar los misterios
de la carne como ninguno; prefiriendo los paseos madrugadores por el edificio
impoluto mientras sorbía el néctar ardiente de su petaca, al meditar sobre los
susurros de las vísceras y las arterías. Parecía soportar mi presencia y se
explayaba, conmovido, sobre los misterios más desconcertantes que había
descubierto bajo los tejidos. Frívolo, embustero y propenso a la mordaz reticencia... el repudiado médico Ernesto
Cruz escondía secretos oscuros en su garita hogareña. Había denegado el
consultorio privado, prefiriendo el martirio del quirófano público donde su
sagacidad era puesta a prueba con el caudal de heridos y moribundos
provenientes de las minas hampistas en las regiones auríferas. Solamente yo, su
pupilo predilecto, pudo discernir el misterio en los recipientes escondidos por
el médico en su fenecido propósito.
Habíamos
congeniado en la camaradería del hospital, y nuestros debates rayaban en el
descaro de lo que muchos otros médicos en su oficio hubieran tomado por métodos
poco ortodoxos que distaban de los principios morales por sus drásticas
aplicaciones. No solo descubrí que mi maestro era un partidario acérrimo en
reciclar todos los órganos posibles de los moribundos sin salvación, para otros
pacientes que los requirieran, incluso si estos donantes se rehusaban en vida.
Incontables fueron los difuntos que se enviaron a la morgue como cascarones
despojados de sus aparatos vitales. Inmoral, sí... pero salvamos un centenar de
terminales que posiblemente hubieran muerto esperando donantes. Sus
tratamientos eran dudosos pero eficaces, y sus amplios conocimientos en los
campos médicos, químicos y más extrañamente, los místicos relativos a la
metafísica de los cuerpos durante premeditadas circunstancias astrológicas...
conformaron la cumbre—aunque excéntrica—, de un hombre dotado para ejercer los
rudimentos de Hipócrates.
Al
principio, nuestros discursos médicos sobre la extirpación, amputación y
acanalado eran vanguardistas; solíamos disertar en nuestros recesos ociosos
sobre las rarezas anatómicas, desde el común labio leporino y los apéndices
adicionales... hasta las más escalofriantes consideraciones sobre los niños
nacidos con miembros adicionales, glándulas deletéreas, química orgánica
inusual y deformaciones plausibles. A su vez, recopilamos casos raros que la
Comunidad Médica preferiría silenciar: gusanos parásitos de los ríos negros del
interior, bacterias asesinas que convertían los órganos del cuerpo en pulpa carnosa
y el expediente de un hombre que murió de un paro respiratorio y tres días
después, durante el velorio, se levantó ejerciendo un comportamiento antropófago.
Estos
últimos casos eran los de mayor interés para mi superior. No supe el alcance de
su obsesión hasta que me condujo a su departamento, en un conjunto de altos
bloques de edificios que se apretaban en la distancia de la carretera
perimetral que rodeaba la ciudad, próximo al cementerio comunal y las sierras
montañosas de los asentamientos campesinos. El departamento del doctor Cruz era
un taller dedicado al estudio de ramas oscuras de la ciencia ocultista... con
estanterías repletas de volúmenes cabalísticos, metafísicos y alquímicos. Su
enajenación era tal, que durante las largas jornadas de quirófano en la sala de
emergencias, se dedicó a robar ingredientes de índole sacrílega arrebatando a
los cadáveres de vísceras, pelo, cartílago y otras rarezas supersticiosas. Su
afición por el ocultismo lo llevó a estudiar tratados herméticos escritos por
metafísicos eruditos sobre la naturaleza del cuerpo como Materia de espíritus,
y las investigaciones pretenciosas de los brujos que estudiaron a los
nigromantes selváticos de la frontera colombiana. Había confeccionado
horripilantes opúsculos donde describía las diferentes artes de la sanación y
la manipulación de la vida. En sus tétricas cátedras se hallaban manuscritos
remendados sobre arcanos oscuros y ciencias pérdidas en el ocaso de los tiempos
con nombres tan difusos como Julius Ébola, Ariel Betancourt y Nicolás Fedor...
Al
principio guardé temor por las pretensiones de mi estimado profesor, pero a
medida que estudiaba sus trabajos y me explicaba la influencia de los
Elementales en los ciclos humanos, pude discernir que nuestra vulgar ciencia
médica no era más que un conjunto de saberes empíricos. Fue en aquel
departamento de hedor salitre, al fulgor de las velas y los pentagramas, que
aprendí los secretos de los Planetas en su conjunción estelar. Realizamos
incontables llamados a entidades extraterrestres en las infinitas dimensiones
superpuestas, cuyas fronteras ignoraban la concepción del espacio y el tiempo.
En aquella época nuestra productividad en el trabajo era notable, y pacientes
que padecían mortales enfermedades sufrieron recuperaciones milagrosas que el
doctor Cruz abdicó en nombre de sus profundos conocimientos.
Las
leyes alquímicas y las fórmulas mágicas de nuestros rituales sanaron
moribundos, curaron enfermedades asesinas y levantaron pacientes comatosos cuyo
cerebro era una piltrafa líquida; pagamos el precio por cada vida salvada a
través de sacrificios y ofrendas de sangre a las sedientas deidades de la
Constelación del Dragón y las Estrellas Negras. Éramos médicos milagrosos, pero
aún existía una frontera incapaz de rebasar: la extinción de la vida. El
envejecimiento y la entropía podían frenarse mediante la ingesta periódica de
ciertos químicos recogidos del rocío, fuentes soberbias de vitalidad como el
sol o el claroscuro lunar, mediante rampas magnéticas. Mi propio maestro era la
prueba del paulatino envejecimiento, pues un día me legó un manuscrito titulado
«Crónicas Póstumas de José Gregorio Hernández». En aquel cadalso del famoso
Santo pude escudriñar sus experimentos sobre la muerte y la vida... y reparé en
la inusitada semejanza de mi mentor con el médico beato. Se había afeitado el
bigote, el mentón lucía una pelusa cana endurecida por la brisa, las mejillas
agrietadas y los oscuros ojos como esferas eran inconfundibles ante la
impresión fotográfica que figuraba en las páginas amarillentas; salvo por la
espesa cabellera grisácea, era un retrato envejecido del médico José Gregorio
Hernández, muerto hace cien años. Ante mí, un espectro continuaba ejerciendo
sus métodos místicos en pos de la sanidad, cuyo mayor problema a solucionar era
la última consecuencia de la existencia: la muerte.
Habíamos
exhumado cadáveres del cementerio a altas horas de la noche en detrimento a la
rectitud clerical que se nos otorgaba como devotos al prójimo. Preparamos los
Sigilos rúnicos, el Descenso de Potestades y los Círculos de azufre y sal...
procurando desenterrar cuerpos íntegros para nuestra labor de reanimación
recitando los Versos del hechicero Andrés Bello, las fórmulas metafísicas de
Cornelius Agrippa y los Siete Planetas de Theophrastus Phillippus Paracelso.
Estos últimos fueron los que liberaron la energía necesaria para la
Reanimación, teníamos los planetas Marte, la guerra y el conflicto; y a
Saturno, la muerte y los castigos... considerados los planetas más desfavorables
y hostiles cuando entran en conjunción. Esa noche habíamos conjurado al
«Intercesor» con resultados indescriptibles. La negatividad era plausible en
nuestros medidores electromagnéticos, y... ante nosotros vimos retorcerse manos
y pies de un cadáver putrefacto que gemía, desesperado en el Círculo Elemental.
Me
precipité con todos los utensilios para auscultar los signos vitales cuando el
doctor Cruz me apartó de un manotazo y vació la ruleta de su revólver en la
cabeza infecta del cadáver reanimado. El cráneo cedió con un hedor insoportable
mientras los jugos pútridos manchaban el suelo. Esa fue la apoteósica
culminación de nuestra actividad, porque dejé de frecuentar su departamento...
Los
ojos sin vida del muerto y la razón de su rostro negro intentando articular
palabra quedaron grabadas en mi retina. Recuerdo con sopor las largas horas
junto al profesor, ofrendando diezmos de sal y sangre a las criaturas que
convocamos tras la capitulación de puertas ignominiosas. Llegué a soñar con los
terrores siderales que intervinieron en nuestras cirugías: fuerzas oscuras e
indescriptibles de infinito horror que flotaban en el lejano vacío de las
constelaciones. He olvidado sus nombres, pero en pesadillas siempre los
visitaré para cumplir mis juramentos de cenizas y pactos impíos. Esa noche de
muerte llegué, tras despertar de la inherente fascinación, a repudiar nuestra
investigación... porque temo las palabras que esa fatigada garganta intentó expulsar
para conmemorar una imagen de infinita desesperación en los bordes cuánticos y
los manantiales negros de los que beben las abominaciones estelares. Comencé a
temer la oscuridad, y el cielo nocturno tachonado de estrellas distantes... que
ante mi mente trastornada parecían incontables ojos bestiales.
No
fue hasta mediados de este año que mi distancia del doctor Ernesto Cruz cuajó
en una cordialidad estudiantil. Los milagros médicos achacados a los métodos
del profesor se me antojaban terribles contravenciones... así como su mirada
grasienta que en ínfima medida parecía deshuesar a cada ser que veía con quién
sabe qué maquinaciones terribles. No fue hasta una noche aciaga que nuestras
guardias se cruzaron, a un año de graduarme y regresar a Puerto Bello para
montar mi consultorio, pero esa noche tuvimos una emergencia que despertó todas
las alarmas y provocó un pandemonio que arrastró a todo el personal médico. Un
accidente de tránsito arrojó un saldo de dieciséis moribundos al hospital y
todos los médicos, cirujanos y enfermeras se precipitaron en una tempestad de
sangre, alcohol y medicamentos. Parecía que una picadora de carne había
mutilado un autobús... y las dos docenas de heridos se apretujaban con
contusiones, fracturas y cortes tratados por los residentes. Los cirujanos
estaban contra las cuerdas, y ante mí apareció una camilla con un hombre
inconsciente que precisaba una trepanación y una inspección por hemorragia
interna presente en la coloración violácea del plexo solar. La sangre fluía a
borbotones de sus heridas...
Un
séquito de enfermeras me apoyó en esas tortuosas horas de bisturí,
respiradores, cauterización, trepanación craneal, suturas y químicos
intravenosos. El hombre que llegó al quirófano, Ismael Bustamante, era menos
que un estropajo sanguíneo cuyas graves hemorragias empaparon mis guantes, bata
y pantalones... Las horas de cirugía se sucedieron con pesar mientras escuchaba
lamentos, sollozos y los signos vitales de mi paciente apagarse en un vaivén
desmesurado. Hice lo que pude, intenté mantener con vida al hombre... pero, en
un instante su corazón se detuvo y el timbre agudo de la máquina me hizo
estremecer con un sopor maligno. Solté el escalpelo y la succionadora,
convertido en la estatua ensangrentada de un dios impío... y mandé fuera a las
enfermeras mientras extendía las cortinas en un claustro improvisado.
Necesitaba estar a solas con el cuerpo muerto de Ismael Bustamante... y me
abstendré de contar los horrores que conjure en murmullos y los implementos
utilizados. Durante semanas enteras correrían rumores sobre un gas estelar que
descendió al momento de mi aislamiento, así como una falla eléctrica que sumió
al hospital en penumbra durante cortos segundos. Una de las enfermeras preguntó
si estaba rezando, y otra se horrorizó ante el caudal de palabras
ininteligibles que se oyeron fuera de la cortina... pero, aquellas
disertaciones se esfumaron cuando el tintineo del lector cardíaco y los
respiradores reanudaron su marcha. Salí del escondrijo como un sobreviviente
del holocausto, algunos podrían afirmar que tenía un corte en la palma
desnuda... pero, la mayoría concertó que debió ser sangre del paciente. En este
interrogatorio no caben explicaciones sobre Elementales y Fórmulas
Planetarias...
Al
girar por el corredor, me encontré con el profesor, descansando las piernas
fatigadas tras una complicada cirugía a un niño de seis años. El hombre que se
hacía pasar por Ernesto Cruz escrutó mi semblante, percibiendo el alborozo que
las enfermeras y los médicos residentes proclamaron ante la aparente
resurrección. Ismael Bustamante estuvo clínicamente muerto durante tres
minutos. Mi profesor me dedicó una mirada indescriptible, apretó las muelas y
asintió lentamente con la cabeza...
Aquello
fue el principio de un horror inimaginable, cuyos síntomas benignos escondían
una presencia más allá de lo que nuestras mentes puedan conciliar. Duraba tres
minutos el cuerpo del sujeto conocido como Ismael Bustamante yació sin vida en
una camilla ensangrentada. Hemos estudiado el fenómeno de la manifestación del
alma... y nuestras pesquisas supernaturales intentaron infructuosamente
revertir el estado interrumpido de las funciones vitales. Creíamos que el
alma—un atisbo de la mente—, era a su vez el cuerpo... y que la reanimación de
uno traería el otro. No sabíamos cuánto nos equivocamos con respecto a esta
hipótesis, fundada en los principios laicos de la neurociencia, porque...
¿éramos algo más que cerebros piloteando cuerpos? Ismael Bustamante había
vuelto a ejercer sus funciones vitales por obra de las oscuras artes que
aprendí bajo la tutela del Nigromante. Había intentado en vano recitar los
Versos y las fórmulas... pero la premura de la situación me empujó a una
conjura horripilante cuyos auspicios desterraron cualquier pretensión
ignominiosa. No fue hasta que mi antiguo mentor me preguntó qué había convocado
como «Intercesor», cuando mi mente se nubló de dudas respecto a la naturaleza
de los muertos. En nuestras ceremonias ignotas habíamos invocado deidades
desfiguradas provenientes de panteones extintos y seres abisales de un
pretérito cósmico allende los cúmulos gaseosos incandescentes... pero,
teorizamos la existencia de supremos horrores nacidos de un Vacío Primigenio
anterior a todo orden divino. En la horrida colección de manuscritos
arcaizantes encontramos atisbos de entidades retorcidas operando en vectores de
locura; creíamos que eran criaturas inverosímiles producidas por la alienación
de los ermitaños, pero en nuestra reunión con presencias iracundas, viajeros
alienígenas de una era inmaterial, concebimos la vastedad y el horror predador
de este bosque oscuro universal.
La
rápida recuperación de Ismael Bustamante se abdicó a la intervención divina de
ángeles. Mi mentor y yo lo observamos con detención, era nuestro primer caso de
resurrección... habíamos estudiado los nigromantes Caribes que levantaban a sus
muertos para continuar guerreando contra los españoles; pero esos cadáveres
eran marionetas de carne incapaces de pensar por sí mismos, achacados a
rudimentarios sortilegios que rendían pleitesía a demonios primitivos. Mi
ovación fue más allá: había conjurado en mi desesperación una monstruosidad
innombrable, cuyo terror se esconde más allá de la Constelación del Dragón. Uno
de los heraldos malditos del Demonio Meridiano, cuya intersección era presagio
de catástrofes incognoscibles. Encarnación del Horror y la Desesperación,
Odrareg; el Necrófago Estelar que se alimenta de dioses muertos...
¿Tres
minutos sumido en la absoluta entropía negativa eran suficientes para arrancar
el alma del cuerpo? ¿Eran reales los principios de la metempsicosis y la
extrapolación de las dimensiones superiores e inferiores pregonadas por los
rabinos durante milenios? El cuerpo de Ismael Bustamante despertó de su letargo
tres meses antes de lo previsto: abrió sus ojos malignos como un recién nacido
que estudia el mundo sin proferir palabra. La enfermera nos llamó rápidamente,
y asistimos como dos gárgolas penitentes a la examinación del resucitado.
Comprobamos el correcto funcionamiento de sus funciones y sensibilidades, el
daño cerebral no afectaría más que su locomoción... y la terapia física haría
que su existencia volviera a la cotidianidad. Respondía nuestras preguntas en
susurros, y cuando su esposa e hijos asistió al hospital, los reconoció con la desdiches
propia de quienes yacen recluidos. Nunca había sido pesimista, pero esperaba lo
peor: un fallo renal, un paro cardíaco o una degradación repentina de los
tejidos. Pero el tiempo transcurrió rápido, e Ismael emprendió la dolorosa
recuperación motriz de sus piernas entumecidas. Atentos a cualquier atisbo o
acción que delatará el horror... inclusive, tomamos turnos para vigilar al
paciente pese a nuestras obligaciones.
Estábamos
al tanto de cada rumor y acontecimiento originado por el extraño paciente
Ismael Bustamante. Antes del accidente era ducho al deporte nacional, la parlería
y las apuestas futbolísticas... pero, desde el acontecimiento que interrumpió
su vida, se sumió en el cambio consciente más intrigante que hallamos visto.
Parecía interesarte por las obras científicas más diversas: astronomía,
geología, mecánica, electricidad y en momentos más recatados, dejaba volar la
curiosidad con volúmenes metafísicos. Solía pedirle estos libros a su esposa,
extrañada por la singularidad que desarrollaba su cónyuge jamás iletrado o
enterado de otras pasiones que no fueran las deportivas. Esta peculiaridad
despertó la intriga en mi mentor; por el contrario yo, más escéptico, aseguraba
que el sujeto no quería desperdiciar su existencia en el hedonismo optando por
cultivarse en los saberes que conmovían su curiosidad con una renovada visión.
Ante
sus hijos se mostraba arisco, y su esposa confesó que nunca había sido tan
distante en su relación. Esto, y otros motivos inexplicables transcurridos
durante su período en el hospital... nos obligaron a continuar la investigación
más allá del sanatorio tras su rehabilitación y baja. La concubina del
susodicho, doña Lucía Jiménez, era presta a la superstición y colaboró cuando
le pedimos que mantuviera vigilado a su pareja, informándonos de todas sus
desavenencias y anormalidades. Incapaz de reconocer a la persona que aparentaba
ser aquel hombre, otrora afable y bienamado; sus modos eran superficiales y no
parecía interesado en las banalidades de su entorno, salvo para estudiar una
composición estelar que había trazado con su rápido aprendizaje astronómico.
Esta obsesión alteró a la mujer, y tuvimos que convencerla sobre los posibles
daños psíquicos que sufrió su mente durante la apoplejía y la trepanación
craneal... normalizando su cambio de perspectiva y sus intereses. Aunque en
nuestras más catastróficas conjeturas ideamos que los recuerdos y pensamientos
de Ismael Bustamante se vieron reducidos infinitamente por la usurpación de una
criatura de longevidad inefable, posiblemente anterior a cualquier concepción
de tiempo ideada por los humanos. Esta entidad cabal y pensante había sido
arrastrada desde el albor de las tinieblas por el canal de la conjuración, y su
aparente infiltración en nuestro mundo daba mucho que pensar sobre la
naturaleza de estas manifestaciones y aparentes «resurrecciones» clínicas.
Habíamos
ideado fórmulas para desatar el conjuro, pero tras numerosos fracasos
concluimos que la posesión del receptáculo era incorruptible. No podíamos dañar
aquella presencia tanto como podíamos corromper la mente de cualquier otro ser
humano... y las soluciones eclesiásticas que aportó Lucía tampoco afectaban a
la grotesca criatura retenida en el cuerpo de Ismael Bustamante.
Durante
la Noche de Brujas, se apoderó de él un furor inaudito como el de un lunático,
hallándose a altas horas de la madrugada recorriendo las calles lúgubres del
Malecón cual espanto, y arrodillándose en los tumultos del Panteón abandonado.
Fueron muchos los que atestiguaron al hombre hablando con el viento y cayendo
desmayando tras sumergirse en trances psicóticos. Cuando su mujer lo halló, la
Víspera de los Santos... lo escuchó maldecir en una lengua espeluznante que
«parecía el sonido de una garganta humana desgarrándose—nos dijo por teléfono—,
creí que se estaba ahogando, pero pronto... sentí que no estaba solo».
Nunca
supimos con qué o quién estuvo conversando Ismael, puede que el mundo este
poblado por extrañas criaturas que somos incapaces de ver... y que muchas de
ellas solo puedan visitar estas tierras en ciertas fechas. El aislamiento del
hombre se volvió más inhóspito, y Lucía temió por sus hijos... mientras Ismael
dedicó su tiempo a recolectar extraños cristales de cuarzo y distintas piedras
naturales para tallar figuras geométricas de una magnífica contextura y forma.
La abstracción de su oficio escondía la cúspide de su alienación, pues en las
noches solía vagar por la casa o el patio para calcular el ángulo de las
estrellas con unos rudimentarios aparatos que construyó él mismo. Una mañana,
encontró a su esposo excavando agujeros para enterrar sus esculturas rocosas de
formas irregulares. A partir de ese momento, el horror comenzó a manifestarse
como nunca: se oían susurros ininteligibles, los metales cotidianos soltaban
espontáneos chispazos de estática, los niños veían sombras en el patio y una
iridiscencia brillaba como un espejismo en los círculos de tierra que Ismael
excavó. Una vez le preguntó a su esposo de qué se trataba y él simplemente
respondió que «los Visitantes no pueden entrar sin invitación».
Lucía
creía que su marido estaba loco, y que en Nochebuena planeaba culminar el
último de sus artefactos de piedra. El doctor Cruz y yo habíamos visitado a
Ismael Bustamante con tal de desentrañar el secreto de sus dispositivos
alienígenas formados por distintos trozos de piedras pulidas y talladas, que se
unían con rigurosos encajes en formas retorcidas e indescriptibles. La aparente
asimetría de sus rudimentos y las composiciones minerales confería a sus piezas
únicas la armonía irrepetible que solo una mente enloquecida podría apreciar.
Nuestras
entrevistas eran rápidas y rutinarias: chequeamos la presión sanguínea, la
frecuencia cardíaca, los nervios craneales y la respuesta motriz. El interés
del paciente por la astrología era impresionante, y sus conocimientos en los
diversos campos de la física y la química se habían expendido rápidamente.
Temíamos que el ser que poseía el cuerpo de Ismael Bustamante planeara una
hecatombe como ninguna ante la apertura de una puerta ignominiosa... y
esperamos, pacientemente, hasta el solsticio de invierno. Habíamos dispuesto
las horas para interrumpir la ceremonia planeada por la criatura que se hacía
pasar por Ismael Bustamante... y esperamos la señal de doña Lucía al clarear de
las extrañas luces que ascendieron de la tierra en el momento de su ejecución.
Acá
mi relato se torna inverosímil y siniestro. Albergamos dudas hasta el último
momento. No estábamos preparados para enfrentar el horror que danzaba en aquel
patio sembrado de estática y presencias que oprimían nuestros pulmones. Para
comprobar la veracidad de aquella contravención me atreveré a asociar las
auroras boreales captadas en el cielo durante las horas más oscuras de esa
noche... así como la gigantesca sombra mefítica que muchos habitantes avistaron
en las nubes durante el estallido de los fuegos artificiales. Solo diré que los
dispositivos que fabricó Ismael Bustamante funcionaron, y que vimos colores
indescriptibles y oímos sonidos enloquecedores en una tormenta de fulgores
ignífugos y soles negros. La Muerte estaba allí.
Saltamos
el muro y diez minutos después, Ismael Bustamante yacía muerto tras seis
disparos contundentes. No sabría decir si el homicida fue mi compañero, el
desaparecido doctor Ernesto Cruz, quien era mucho más viejo, sabio y extraño de
lo que creí; y yo, el joven residente que pagará los pecados del horror que
invocó al violar por pretensión las leyes existenciales que mantienen este
mundo unido con delicados hilos terrenales. He escuchado rumores sobre la pena
máxima por homicidio, solo tengo una súplica para con la justicia si llego a
fallecer en esas cárceles diabólicas: incineren mi cuerpo. He entablado
conversaciones con entidades ansiosas de pernoctar en nuestro mundo para llevar
a cabo abominaciones impensables, por ende, prohíbo que este cascarón de piel
sea el receptáculo de un horror... y con mi último rezo suplico al Altísimo, si
aún no ha sido devorado, que donde sea que estos enjambres deambulen en el
vacío sideral... jamás se encuentran con nuestro aislado y agonizante planeta.