He cometido la mayor atrocidad que un ser humano pueda transgredir contra su especie. He roto todos los axiomas morales en la contravención de un horror prohibido... desafiando en lo más hondo de mi ser la voluntad de un Altísimo para con la vida y la muerte. Soy consciente de que asesiné al sujeto que ustedes creen que fue Ismael Bustamante, y pagaré con mi libertad, atormentado el resto de mis años venideros por el peso de mis decisiones. Pero afirmo, en caso de que la veracidad de mi horrible testimonio sea puesta en duda, que el hombre del milagro que volvió de la tierra de los muertos, no era tal sino una inmunda criatura proveniente de los negros bajíos infernales. Es posible que perteneciera a una jerarquía de malignas potestades, que intentó llamar a nuestro planeta mediante unos extraños dispositivos alienígenas... que desaparecieron subrepticiamente tras el altercado homicida ocurrido la Víspera de Nochebuena.

Estaba realizando mis pasantĂ­as como residente de medicina en el Hospital RĂłmulo Marcano de Ciudad Zamora. Era un joven dedicado y puntual que rápidamente fue acogido por el mĂ©dico cirujano y excelso profesor Ernesto Cruz; un excĂ©ntrico y paliducho doctor cuyos dotes con el bisturĂ­ y conocimientos anatĂłmicos lo convertĂ­a en el veterano más respetado del hospital. Era un hombre taciturno, propenso a la melancolĂ­a y los accesos etĂ­licos durante las largas jornadas de intervenciĂłn; por su desolaciĂłn y silencio, se lo confundĂ­a con un anormal noctámbulo, pero nada era más alejado de la realidad. El doctor Ernesto Cruz no era un maestro prestĂł a la conversaciĂłn, pero sus largos dedos embutidos en látex y sus ojos feroces de ofidio al acecho podĂ­an desentrañar los misterios de la carne como ninguno; prefiriendo los paseos madrugadores por el edificio impoluto mientras sorbĂ­a el nĂ©ctar ardiente de su petaca, al meditar sobre los susurros de las vĂ­sceras y las arterĂ­as. ParecĂ­a soportar mi presencia y se explayaba, conmovido, sobre los misterios más desconcertantes que habĂ­a descubierto bajo los tejidos. FrĂ­volo, embustero y propenso a la mordaz  reticencia... el repudiado mĂ©dico Ernesto Cruz escondĂ­a secretos oscuros en su garita hogareña. HabĂ­a denegado el consultorio privado, prefiriendo el martirio del quirĂłfano pĂşblico donde su sagacidad era puesta a prueba con el caudal de heridos y moribundos provenientes de las minas hampistas en las regiones aurĂ­feras. Solamente yo, su pupilo predilecto, pudo discernir el misterio en los recipientes escondidos por el mĂ©dico en su fenecido propĂłsito.

HabĂ­amos congeniado en la camaraderĂ­a del hospital, y nuestros debates rayaban en el descaro de lo que muchos otros mĂ©dicos en su oficio hubieran tomado por mĂ©todos poco ortodoxos que distaban de los principios morales por sus drásticas aplicaciones. No solo descubrĂ­ que mi maestro era un partidario acĂ©rrimo en reciclar todos los Ăłrganos posibles de los moribundos sin salvaciĂłn, para otros pacientes que los requirieran, incluso si estos donantes se rehusaban en vida. Incontables fueron los difuntos que se enviaron a la morgue como cascarones despojados de sus aparatos vitales. Inmoral, sĂ­... pero salvamos un centenar de terminales que posiblemente hubieran muerto esperando donantes. Sus tratamientos eran dudosos pero eficaces, y sus amplios conocimientos en los campos mĂ©dicos, quĂ­micos y más extrañamente, los mĂ­sticos relativos a la metafĂ­sica de los cuerpos durante premeditadas circunstancias astrolĂłgicas... conformaron la cumbre—aunque excĂ©ntrica—, de un hombre dotado para ejercer los rudimentos de HipĂłcrates.

Al principio, nuestros discursos médicos sobre la extirpación, amputación y acanalado eran vanguardistas; solíamos disertar en nuestros recesos ociosos sobre las rarezas anatómicas, desde el común labio leporino y los apéndices adicionales... hasta las más escalofriantes consideraciones sobre los niños nacidos con miembros adicionales, glándulas deletéreas, química orgánica inusual y deformaciones plausibles. A su vez, recopilamos casos raros que la Comunidad Médica preferiría silenciar: gusanos parásitos de los ríos negros del interior, bacterias asesinas que convertían los órganos del cuerpo en pulpa carnosa y el expediente de un hombre que murió de un paro respiratorio y tres días después, durante el velorio, se levantó ejerciendo un comportamiento antropófago.

Estos últimos casos eran los de mayor interés para mi superior. No supe el alcance de su obsesión hasta que me condujo a su departamento, en un conjunto de altos bloques de edificios que se apretaban en la distancia de la carretera perimetral que rodeaba la ciudad, próximo al cementerio comunal y las sierras montañosas de los asentamientos campesinos. El departamento del doctor Cruz era un taller dedicado al estudio de ramas oscuras de la ciencia ocultista... con estanterías repletas de volúmenes cabalísticos, metafísicos y alquímicos. Su enajenación era tal, que durante las largas jornadas de quirófano en la sala de emergencias, se dedicó a robar ingredientes de índole sacrílega arrebatando a los cadáveres de vísceras, pelo, cartílago y otras rarezas supersticiosas. Su afición por el ocultismo lo llevó a estudiar tratados herméticos escritos por metafísicos eruditos sobre la naturaleza del cuerpo como Materia de espíritus, y las investigaciones pretenciosas de los brujos que estudiaron a los nigromantes selváticos de la frontera colombiana. Había confeccionado horripilantes opúsculos donde describía las diferentes artes de la sanación y la manipulación de la vida. En sus tétricas cátedras se hallaban manuscritos remendados sobre arcanos oscuros y ciencias pérdidas en el ocaso de los tiempos con nombres tan difusos como Julius Ébola, Ariel Betancourt y Nicolás Fedor...

Al principio guardé temor por las pretensiones de mi estimado profesor, pero a medida que estudiaba sus trabajos y me explicaba la influencia de los Elementales en los ciclos humanos, pude discernir que nuestra vulgar ciencia médica no era más que un conjunto de saberes empíricos. Fue en aquel departamento de hedor salitre, al fulgor de las velas y los pentagramas, que aprendí los secretos de los Planetas en su conjunción estelar. Realizamos incontables llamados a entidades extraterrestres en las infinitas dimensiones superpuestas, cuyas fronteras ignoraban la concepción del espacio y el tiempo. En aquella época nuestra productividad en el trabajo era notable, y pacientes que padecían mortales enfermedades sufrieron recuperaciones milagrosas que el doctor Cruz abdicó en nombre de sus profundos conocimientos.

Las leyes alquĂ­micas y las fĂłrmulas mágicas de nuestros rituales sanaron moribundos, curaron enfermedades asesinas y levantaron pacientes comatosos cuyo cerebro era una piltrafa lĂ­quida; pagamos el precio por cada vida salvada a travĂ©s de sacrificios y ofrendas de sangre a las sedientas deidades de la ConstelaciĂłn del DragĂłn y las Estrellas Negras. Éramos mĂ©dicos milagrosos, pero aĂşn existĂ­a una frontera incapaz de rebasar: la extinciĂłn de la vida. El envejecimiento y la entropĂ­a podĂ­an frenarse mediante la ingesta periĂłdica de ciertos quĂ­micos recogidos del rocĂ­o, fuentes soberbias de vitalidad como el sol o el claroscuro lunar, mediante rampas magnĂ©ticas. Mi propio maestro era la prueba del paulatino envejecimiento, pues un dĂ­a me legĂł un manuscrito titulado «CrĂłnicas PĂłstumas de JosĂ© Gregorio Hernández». En aquel cadalso del famoso Santo pude escudriñar sus experimentos sobre la muerte y la vida... y reparĂ© en la inusitada semejanza de mi mentor con el mĂ©dico beato. Se habĂ­a afeitado el bigote, el mentĂłn lucĂ­a una pelusa cana endurecida por la brisa, las mejillas agrietadas y los oscuros ojos como esferas eran inconfundibles ante la impresiĂłn fotográfica que figuraba en las páginas amarillentas; salvo por la espesa cabellera grisácea, era un retrato envejecido del mĂ©dico JosĂ© Gregorio Hernández, muerto hace cien años. Ante mĂ­, un espectro continuaba ejerciendo sus mĂ©todos mĂ­sticos en pos de la sanidad, cuyo mayor problema a solucionar era la Ăşltima consecuencia de la existencia: la muerte.

HabĂ­amos exhumado cadáveres del cementerio a altas horas de la noche en detrimento a la rectitud clerical que se nos otorgaba como devotos al prĂłjimo. Preparamos los Sigilos rĂşnicos, el Descenso de Potestades y los CĂ­rculos de azufre y sal... procurando desenterrar cuerpos Ă­ntegros para nuestra labor de reanimaciĂłn recitando los Versos del hechicero AndrĂ©s Bello, las fĂłrmulas metafĂ­sicas de Cornelius Agrippa y los Siete Planetas de Theophrastus Phillippus Paracelso. Estos Ăşltimos fueron los que liberaron la energĂ­a necesaria para la ReanimaciĂłn, tenĂ­amos los planetas Marte, la guerra y el conflicto; y a Saturno, la muerte y los castigos... considerados los planetas más desfavorables y hostiles cuando entran en conjunciĂłn. Esa noche habĂ­amos conjurado al «Intercesor» con resultados indescriptibles. La negatividad era plausible en nuestros medidores electromagnĂ©ticos, y... ante nosotros vimos retorcerse manos y pies de un cadáver putrefacto que gemĂ­a, desesperado en el CĂ­rculo Elemental.

Me precipité con todos los utensilios para auscultar los signos vitales cuando el doctor Cruz me apartó de un manotazo y vació la ruleta de su revólver en la cabeza infecta del cadáver reanimado. El cráneo cedió con un hedor insoportable mientras los jugos pútridos manchaban el suelo. Esa fue la apoteósica culminación de nuestra actividad, porque dejé de frecuentar su departamento...

Los ojos sin vida del muerto y la razón de su rostro negro intentando articular palabra quedaron grabadas en mi retina. Recuerdo con sopor las largas horas junto al profesor, ofrendando diezmos de sal y sangre a las criaturas que convocamos tras la capitulación de puertas ignominiosas. Llegué a soñar con los terrores siderales que intervinieron en nuestras cirugías: fuerzas oscuras e indescriptibles de infinito horror que flotaban en el lejano vacío de las constelaciones. He olvidado sus nombres, pero en pesadillas siempre los visitaré para cumplir mis juramentos de cenizas y pactos impíos. Esa noche de muerte llegué, tras despertar de la inherente fascinación, a repudiar nuestra investigación... porque temo las palabras que esa fatigada garganta intentó expulsar para conmemorar una imagen de infinita desesperación en los bordes cuánticos y los manantiales negros de los que beben las abominaciones estelares. Comencé a temer la oscuridad, y el cielo nocturno tachonado de estrellas distantes... que ante mi mente trastornada parecían incontables ojos bestiales.

No fue hasta mediados de este año que mi distancia del doctor Ernesto Cruz cuajó en una cordialidad estudiantil. Los milagros médicos achacados a los métodos del profesor se me antojaban terribles contravenciones... así como su mirada grasienta que en ínfima medida parecía deshuesar a cada ser que veía con quién sabe qué maquinaciones terribles. No fue hasta una noche aciaga que nuestras guardias se cruzaron, a un año de graduarme y regresar a Puerto Bello para montar mi consultorio, pero esa noche tuvimos una emergencia que despertó todas las alarmas y provocó un pandemonio que arrastró a todo el personal médico. Un accidente de tránsito arrojó un saldo de dieciséis moribundos al hospital y todos los médicos, cirujanos y enfermeras se precipitaron en una tempestad de sangre, alcohol y medicamentos. Parecía que una picadora de carne había mutilado un autobús... y las dos docenas de heridos se apretujaban con contusiones, fracturas y cortes tratados por los residentes. Los cirujanos estaban contra las cuerdas, y ante mí apareció una camilla con un hombre inconsciente que precisaba una trepanación y una inspección por hemorragia interna presente en la coloración violácea del plexo solar. La sangre fluía a borbotones de sus heridas...

Un séquito de enfermeras me apoyó en esas tortuosas horas de bisturí, respiradores, cauterización, trepanación craneal, suturas y químicos intravenosos. El hombre que llegó al quirófano, Ismael Bustamante, era menos que un estropajo sanguíneo cuyas graves hemorragias empaparon mis guantes, bata y pantalones... Las horas de cirugía se sucedieron con pesar mientras escuchaba lamentos, sollozos y los signos vitales de mi paciente apagarse en un vaivén desmesurado. Hice lo que pude, intenté mantener con vida al hombre... pero, en un instante su corazón se detuvo y el timbre agudo de la máquina me hizo estremecer con un sopor maligno. Solté el escalpelo y la succionadora, convertido en la estatua ensangrentada de un dios impío... y mandé fuera a las enfermeras mientras extendía las cortinas en un claustro improvisado. Necesitaba estar a solas con el cuerpo muerto de Ismael Bustamante... y me abstendré de contar los horrores que conjure en murmullos y los implementos utilizados. Durante semanas enteras correrían rumores sobre un gas estelar que descendió al momento de mi aislamiento, así como una falla eléctrica que sumió al hospital en penumbra durante cortos segundos. Una de las enfermeras preguntó si estaba rezando, y otra se horrorizó ante el caudal de palabras ininteligibles que se oyeron fuera de la cortina... pero, aquellas disertaciones se esfumaron cuando el tintineo del lector cardíaco y los respiradores reanudaron su marcha. Salí del escondrijo como un sobreviviente del holocausto, algunos podrían afirmar que tenía un corte en la palma desnuda... pero, la mayoría concertó que debió ser sangre del paciente. En este interrogatorio no caben explicaciones sobre Elementales y Fórmulas Planetarias...

Al girar por el corredor, me encontré con el profesor, descansando las piernas fatigadas tras una complicada cirugía a un niño de seis años. El hombre que se hacía pasar por Ernesto Cruz escrutó mi semblante, percibiendo el alborozo que las enfermeras y los médicos residentes proclamaron ante la aparente resurrección. Ismael Bustamante estuvo clínicamente muerto durante tres minutos. Mi profesor me dedicó una mirada indescriptible, apretó las muelas y asintió lentamente con la cabeza...

Aquello fue el principio de un horror inimaginable, cuyos sĂ­ntomas benignos escondĂ­an una presencia más allá de lo que nuestras mentes puedan conciliar. Duraba tres minutos el cuerpo del sujeto conocido como Ismael Bustamante yaciĂł sin vida en una camilla ensangrentada. Hemos estudiado el fenĂłmeno de la manifestaciĂłn del alma... y nuestras pesquisas supernaturales intentaron infructuosamente revertir el estado interrumpido de las funciones vitales. CreĂ­amos que el alma—un atisbo de la mente—, era a su vez el cuerpo... y que la reanimaciĂłn de uno traerĂ­a el otro. No sabĂ­amos cuánto nos equivocamos con respecto a esta hipĂłtesis, fundada en los principios laicos de la neurociencia, porque... ¿Ă©ramos algo más que cerebros piloteando cuerpos? Ismael Bustamante habĂ­a vuelto a ejercer sus funciones vitales por obra de las oscuras artes que aprendĂ­ bajo la tutela del Nigromante. HabĂ­a intentado en vano recitar los Versos y las fĂłrmulas... pero la premura de la situaciĂłn me empujĂł a una conjura horripilante cuyos auspicios desterraron cualquier pretensiĂłn ignominiosa. No fue hasta que mi antiguo mentor me preguntĂł quĂ© habĂ­a convocado como «Intercesor», cuando mi mente se nublĂł de dudas respecto a la naturaleza de los muertos. En nuestras ceremonias ignotas habĂ­amos invocado deidades desfiguradas provenientes de panteones extintos y seres abisales de un pretĂ©rito cĂłsmico allende los cĂşmulos gaseosos incandescentes... pero, teorizamos la existencia de supremos horrores nacidos de un VacĂ­o Primigenio anterior a todo orden divino. En la horrida colecciĂłn de manuscritos arcaizantes encontramos atisbos de entidades retorcidas operando en vectores de locura; creĂ­amos que eran criaturas inverosĂ­miles producidas por la alienaciĂłn de los ermitaños, pero en nuestra reuniĂłn con presencias iracundas, viajeros alienĂ­genas de una era inmaterial, concebimos la vastedad y el horror predador de este bosque oscuro universal.

La rápida recuperación de Ismael Bustamante se abdicó a la intervención divina de ángeles. Mi mentor y yo lo observamos con detención, era nuestro primer caso de resurrección... habíamos estudiado los nigromantes Caribes que levantaban a sus muertos para continuar guerreando contra los españoles; pero esos cadáveres eran marionetas de carne incapaces de pensar por sí mismos, achacados a rudimentarios sortilegios que rendían pleitesía a demonios primitivos. Mi ovación fue más allá: había conjurado en mi desesperación una monstruosidad innombrable, cuyo terror se esconde más allá de la Constelación del Dragón. Uno de los heraldos malditos del Demonio Meridiano, cuya intersección era presagio de catástrofes incognoscibles. Encarnación del Horror y la Desesperación, Odrareg; el Necrófago Estelar que se alimenta de dioses muertos...

¿Tres minutos sumido en la absoluta entropĂ­a negativa eran suficientes para arrancar el alma del cuerpo? ¿Eran reales los principios de la metempsicosis y la extrapolaciĂłn de las dimensiones superiores e inferiores pregonadas por los rabinos durante milenios? El cuerpo de Ismael Bustamante despertĂł de su letargo tres meses antes de lo previsto: abriĂł sus ojos malignos como un reciĂ©n nacido que estudia el mundo sin proferir palabra. La enfermera nos llamĂł rápidamente, y asistimos como dos gárgolas penitentes a la examinaciĂłn del resucitado. Comprobamos el correcto funcionamiento de sus funciones y sensibilidades, el daño cerebral no afectarĂ­a más que su locomociĂłn... y la terapia fĂ­sica harĂ­a que su existencia volviera a la cotidianidad. RespondĂ­a nuestras preguntas en susurros, y cuando su esposa e hijos asistiĂł al hospital, los reconociĂł con la desdiches propia de quienes yacen recluidos. Nunca habĂ­a sido pesimista, pero esperaba lo peor: un fallo renal, un paro cardĂ­aco o una degradaciĂłn repentina de los tejidos. Pero el tiempo transcurriĂł rápido, e Ismael emprendiĂł la dolorosa recuperaciĂłn motriz de sus piernas entumecidas. Atentos a cualquier atisbo o acciĂłn que delatará el horror... inclusive, tomamos turnos para vigilar al paciente pese a nuestras obligaciones.

Estábamos al tanto de cada rumor y acontecimiento originado por el extraño paciente Ismael Bustamante. Antes del accidente era ducho al deporte nacional, la parlería y las apuestas futbolísticas... pero, desde el acontecimiento que interrumpió su vida, se sumió en el cambio consciente más intrigante que hallamos visto. Parecía interesarte por las obras científicas más diversas: astronomía, geología, mecánica, electricidad y en momentos más recatados, dejaba volar la curiosidad con volúmenes metafísicos. Solía pedirle estos libros a su esposa, extrañada por la singularidad que desarrollaba su cónyuge jamás iletrado o enterado de otras pasiones que no fueran las deportivas. Esta peculiaridad despertó la intriga en mi mentor; por el contrario yo, más escéptico, aseguraba que el sujeto no quería desperdiciar su existencia en el hedonismo optando por cultivarse en los saberes que conmovían su curiosidad con una renovada visión.

Ante sus hijos se mostraba arisco, y su esposa confesĂł que nunca habĂ­a sido tan distante en su relaciĂłn. Esto, y otros motivos inexplicables transcurridos durante su perĂ­odo en el hospital... nos obligaron a continuar la investigaciĂłn más allá del sanatorio tras su rehabilitaciĂłn y baja. La concubina del susodicho, doña LucĂ­a JimĂ©nez, era presta a la supersticiĂłn y colaborĂł cuando le pedimos que mantuviera vigilado a su pareja, informándonos de todas sus desavenencias y anormalidades. Incapaz de reconocer a la persona que aparentaba ser aquel hombre, otrora afable y bienamado; sus modos eran superficiales y no parecĂ­a interesado en las banalidades de su entorno, salvo para estudiar una composiciĂłn estelar que habĂ­a trazado con su rápido aprendizaje astronĂłmico. Esta obsesiĂłn alterĂł a la mujer, y tuvimos que convencerla sobre los posibles daños psĂ­quicos que sufriĂł su mente durante la apoplejĂ­a y la trepanaciĂłn craneal... normalizando su cambio de perspectiva y sus intereses. Aunque en nuestras más catastrĂłficas conjeturas ideamos que los recuerdos y pensamientos de Ismael Bustamante se vieron reducidos infinitamente por la usurpaciĂłn de una criatura de longevidad inefable, posiblemente anterior a cualquier concepciĂłn de tiempo ideada por los humanos. Esta entidad cabal y pensante habĂ­a sido arrastrada desde el albor de las tinieblas por el canal de la conjuraciĂłn, y su aparente infiltraciĂłn en nuestro mundo daba mucho que pensar sobre la naturaleza de estas manifestaciones y aparentes «resurrecciones» clĂ­nicas.

Habíamos ideado fórmulas para desatar el conjuro, pero tras numerosos fracasos concluimos que la posesión del receptáculo era incorruptible. No podíamos dañar aquella presencia tanto como podíamos corromper la mente de cualquier otro ser humano... y las soluciones eclesiásticas que aportó Lucía tampoco afectaban a la grotesca criatura retenida en el cuerpo de Ismael Bustamante.

Durante la Noche de Brujas, se apoderĂł de Ă©l un furor inaudito como el de un lunático, hallándose a altas horas de la madrugada recorriendo las calles lĂşgubres del MalecĂłn cual espanto, y arrodillándose en los tumultos del PanteĂłn abandonado. Fueron muchos los que atestiguaron al hombre hablando con el viento y cayendo desmayando tras sumergirse en trances psicĂłticos. Cuando su mujer lo hallĂł, la VĂ­spera de los Santos... lo escuchĂł maldecir en una lengua espeluznante que «parecĂ­a el sonido de una garganta humana desgarrándose—nos dijo por telĂ©fono—, creĂ­ que se estaba ahogando, pero pronto... sentĂ­ que no estaba solo».

Nunca supimos con quĂ© o quiĂ©n estuvo conversando Ismael, puede que el mundo este poblado por extrañas criaturas que somos incapaces de ver... y que muchas de ellas solo puedan visitar estas tierras en ciertas fechas. El aislamiento del hombre se volviĂł más inhĂłspito, y LucĂ­a temiĂł por sus hijos... mientras Ismael dedicĂł su tiempo a recolectar extraños cristales de cuarzo y distintas piedras naturales para tallar figuras geomĂ©tricas de una magnĂ­fica contextura y forma. La abstracciĂłn de su oficio escondĂ­a la cĂşspide de su alienaciĂłn, pues en las noches solĂ­a vagar por la casa o el patio para calcular el ángulo de las estrellas con unos rudimentarios aparatos que construyĂł Ă©l mismo. Una mañana, encontrĂł a su esposo excavando agujeros para enterrar sus esculturas rocosas de formas irregulares. A partir de ese momento, el horror comenzĂł a manifestarse como nunca: se oĂ­an susurros ininteligibles, los metales cotidianos soltaban espontáneos chispazos de estática, los niños veĂ­an sombras en el patio y una iridiscencia brillaba como un espejismo en los cĂ­rculos de tierra que Ismael excavĂł. Una vez le preguntĂł a su esposo de quĂ© se trataba y Ă©l simplemente respondiĂł que «los Visitantes no pueden entrar sin invitaciĂłn».

Lucía creía que su marido estaba loco, y que en Nochebuena planeaba culminar el último de sus artefactos de piedra. El doctor Cruz y yo habíamos visitado a Ismael Bustamante con tal de desentrañar el secreto de sus dispositivos alienígenas formados por distintos trozos de piedras pulidas y talladas, que se unían con rigurosos encajes en formas retorcidas e indescriptibles. La aparente asimetría de sus rudimentos y las composiciones minerales confería a sus piezas únicas la armonía irrepetible que solo una mente enloquecida podría apreciar.

Nuestras entrevistas eran rápidas y rutinarias: chequeamos la presión sanguínea, la frecuencia cardíaca, los nervios craneales y la respuesta motriz. El interés del paciente por la astrología era impresionante, y sus conocimientos en los diversos campos de la física y la química se habían expendido rápidamente. Temíamos que el ser que poseía el cuerpo de Ismael Bustamante planeara una hecatombe como ninguna ante la apertura de una puerta ignominiosa... y esperamos, pacientemente, hasta el solsticio de invierno. Habíamos dispuesto las horas para interrumpir la ceremonia planeada por la criatura que se hacía pasar por Ismael Bustamante... y esperamos la señal de doña Lucía al clarear de las extrañas luces que ascendieron de la tierra en el momento de su ejecución.

Acá mi relato se torna inverosímil y siniestro. Albergamos dudas hasta el último momento. No estábamos preparados para enfrentar el horror que danzaba en aquel patio sembrado de estática y presencias que oprimían nuestros pulmones. Para comprobar la veracidad de aquella contravención me atreveré a asociar las auroras boreales captadas en el cielo durante las horas más oscuras de esa noche... así como la gigantesca sombra mefítica que muchos habitantes avistaron en las nubes durante el estallido de los fuegos artificiales. Solo diré que los dispositivos que fabricó Ismael Bustamante funcionaron, y que vimos colores indescriptibles y oímos sonidos enloquecedores en una tormenta de fulgores ignífugos y soles negros. La Muerte estaba allí.

Saltamos el muro y diez minutos después, Ismael Bustamante yacía muerto tras seis disparos contundentes. No sabría decir si el homicida fue mi compañero, el desaparecido doctor Ernesto Cruz, quien era mucho más viejo, sabio y extraño de lo que creí; y yo, el joven residente que pagará los pecados del horror que invocó al violar por pretensión las leyes existenciales que mantienen este mundo unido con delicados hilos terrenales. He escuchado rumores sobre la pena máxima por homicidio, solo tengo una súplica para con la justicia si llego a fallecer en esas cárceles diabólicas: incineren mi cuerpo. He entablado conversaciones con entidades ansiosas de pernoctar en nuestro mundo para llevar a cabo abominaciones impensables, por ende, prohíbo que este cascarón de piel sea el receptáculo de un horror... y con mi último rezo suplico al Altísimo, si aún no ha sido devorado, que donde sea que estos enjambres deambulen en el vacío sideral... jamás se encuentran con nuestro aislado y agonizante planeta.

Las Brujas de Ciudad Zamora

«Gerardo Steinfeld, 2025»

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