El Nigromante

«El Nigromante»

Gerardo Steinfeld

He cometido la mayor atrocidad que un ser humano pueda transgredir contra su especie. He roto todos los axiomas morales en la contravención de un horror prohibido... desafiando en lo más hondo de mi ser la voluntad de un Altísimo para con la vida y la muerte. Soy consciente de que asesiné al sujeto que ustedes creen que fue Ismael Bustamante, y pagaré con mi libertad, atormentado el resto de mis años venideros por el peso de mis decisiones. Pero afirmo, en caso de que la veracidad de mi horrible testimonio sea puesta en duda, que el hombre del milagro que volvió de la tierra de los muertos, no era tal sino una inmunda criatura proveniente de los negros bajíos infernales. Es posible que perteneciera a una jerarquía de malignas potestades, que intentó llamar a nuestro planeta mediante unos extraños dispositivos alienígenas... que desaparecieron subrepticiamente tras el altercado homicida ocurrido la Víspera de Nochebuena.

Estaba realizando mis pasantías como residente de medicina en el Hospital Rómulo Marcano de Ciudad Zamora. Era un joven dedicado y puntual que rápidamente fue acogido por el médico cirujano y excelso profesor Ernesto Cruz; un excéntrico y paliducho doctor cuyos dotes con el bisturí y conocimientos anatómicos lo convertía en el veterano más respetado del hospital. Era un hombre taciturno, propenso a la melancolía y los accesos etílicos durante las largas jornadas de intervención; por su desolación y silencio, se lo confundía con un anormal noctámbulo, pero nada era más alejado de la realidad. El doctor Ernesto Cruz no era un maestro prestó a la conversación, pero sus largos dedos embutidos en látex y sus ojos feroces de ofidio al acecho podían desentrañar los misterios de la carne como ninguno; prefiriendo los paseos madrugadores por el edificio impoluto mientras sorbía el néctar ardiente de su petaca, al meditar sobre los susurros de las vísceras y las arterías. Parecía soportar mi presencia y se explayaba, conmovido, sobre los misterios más desconcertantes que había descubierto bajo los tejidos. Frívolo, embustero y propenso a la mordaz  reticencia... el repudiado médico Ernesto Cruz escondía secretos oscuros en su garita hogareña. Había denegado el consultorio privado, prefiriendo el martirio del quirófano público donde su sagacidad era puesta a prueba con el caudal de heridos y moribundos provenientes de las minas hampistas en las regiones auríferas. Solamente yo, su pupilo predilecto, pudo discernir el misterio en los recipientes escondidos por el médico en su fenecido propósito.

Habíamos congeniado en la camaradería del hospital, y nuestros debates rayaban en el descaro de lo que muchos otros médicos en su oficio hubieran tomado por métodos poco ortodoxos que distaban de los principios morales por sus drásticas aplicaciones. No solo descubrí que mi maestro era un partidario acérrimo en reciclar todos los órganos posibles de los moribundos sin salvación, para otros pacientes que los requirieran, incluso si estos donantes se rehusaban en vida. Incontables fueron los difuntos que se enviaron a la morgue como cascarones despojados de sus aparatos vitales. Inmoral, sí... pero salvamos un centenar de terminales que posiblemente hubieran muerto esperando donantes. Sus tratamientos eran dudosos pero eficaces, y sus amplios conocimientos en los campos médicos, químicos y más extrañamente, los místicos relativos a la metafísica de los cuerpos durante premeditadas circunstancias astrológicas... conformaron la cumbre—aunque excéntrica—, de un hombre dotado para ejercer los rudimentos de Hipócrates.

Al principio, nuestros discursos médicos sobre la extirpación, amputación y acanalado eran vanguardistas; solíamos disertar en nuestros recesos ociosos sobre las rarezas anatómicas, desde el común labio leporino y los apéndices adicionales... hasta las más escalofriantes consideraciones sobre los niños nacidos con miembros adicionales, glándulas deletéreas, química orgánica inusual y deformaciones plausibles. A su vez, recopilamos casos raros que la Comunidad Médica preferiría silenciar: gusanos parásitos de los ríos negros del interior, bacterias asesinas que convertían los órganos del cuerpo en pulpa carnosa y el expediente de un hombre que murió de un paro respiratorio y tres días después, durante el velorio, se levantó ejerciendo un comportamiento antropófago.

Estos últimos casos eran los de mayor interés para mi superior. No supe el alcance de su obsesión hasta que me condujo a su departamento, en un conjunto de altos bloques de edificios que se apretaban en la distancia de la carretera perimetral que rodeaba la ciudad, próximo al cementerio comunal y las sierras montañosas de los asentamientos campesinos. El departamento del doctor Cruz era un taller dedicado al estudio de ramas oscuras de la ciencia ocultista... con estanterías repletas de volúmenes cabalísticos, metafísicos y alquímicos. Su enajenación era tal, que durante las largas jornadas de quirófano en la sala de emergencias, se dedicó a robar ingredientes de índole sacrílega arrebatando a los cadáveres de vísceras, pelo, cartílago y otras rarezas supersticiosas. Su afición por el ocultismo lo llevó a estudiar tratados herméticos escritos por metafísicos eruditos sobre la naturaleza del cuerpo como Materia de espíritus, y las investigaciones pretenciosas de los brujos que estudiaron a los nigromantes selváticos de la frontera colombiana. Había confeccionado horripilantes opúsculos donde describía las diferentes artes de la sanación y la manipulación de la vida. En sus tétricas cátedras se hallaban manuscritos remendados sobre arcanos oscuros y ciencias pérdidas en el ocaso de los tiempos con nombres tan difusos como Julius Ébola, Ariel Betancourt y Nicolás Fedor...

Al principio guardé temor por las pretensiones de mi estimado profesor, pero a medida que estudiaba sus trabajos y me explicaba la influencia de los Elementales en los ciclos humanos, pude discernir que nuestra vulgar ciencia médica no era más que un conjunto de saberes empíricos. Fue en aquel departamento de hedor salitre, al fulgor de las velas y los pentagramas, que aprendí los secretos de los Planetas en su conjunción estelar. Realizamos incontables llamados a entidades extraterrestres en las infinitas dimensiones superpuestas, cuyas fronteras ignoraban la concepción del espacio y el tiempo. En aquella época nuestra productividad en el trabajo era notable, y pacientes que padecían mortales enfermedades sufrieron recuperaciones milagrosas que el doctor Cruz abdicó en nombre de sus profundos conocimientos.

Las leyes alquímicas y las fórmulas mágicas de nuestros rituales sanaron moribundos, curaron enfermedades asesinas y levantaron pacientes comatosos cuyo cerebro era una piltrafa líquida; pagamos el precio por cada vida salvada a través de sacrificios y ofrendas de sangre a las sedientas deidades de la Constelación del Dragón y las Estrellas Negras. Éramos médicos milagrosos, pero aún existía una frontera incapaz de rebasar: la extinción de la vida. El envejecimiento y la entropía podían frenarse mediante la ingesta periódica de ciertos químicos recogidos del rocío, fuentes soberbias de vitalidad como el sol o el claroscuro lunar, mediante rampas magnéticas. Mi propio maestro era la prueba del paulatino envejecimiento, pues un día me legó un manuscrito titulado «Crónicas Póstumas de José Gregorio Hernández». En aquel cadalso del famoso Santo pude escudriñar sus experimentos sobre la muerte y la vida... y reparé en la inusitada semejanza de mi mentor con el médico beato. Se había afeitado el bigote, el mentón lucía una pelusa cana endurecida por la brisa, las mejillas agrietadas y los oscuros ojos como esferas eran inconfundibles ante la impresión fotográfica que figuraba en las páginas amarillentas; salvo por la espesa cabellera grisácea, era un retrato envejecido del médico José Gregorio Hernández, muerto hace cien años. Ante mí, un espectro continuaba ejerciendo sus métodos místicos en pos de la sanidad, cuyo mayor problema a solucionar era la última consecuencia de la existencia: la muerte.

Habíamos exhumado cadáveres del cementerio a altas horas de la noche en detrimento a la rectitud clerical que se nos otorgaba como devotos al prójimo. Preparamos los Sigilos rúnicos, el Descenso de Potestades y los Círculos de azufre y sal... procurando desenterrar cuerpos íntegros para nuestra labor de reanimación recitando los Versos del hechicero Andrés Bello, las fórmulas metafísicas de Cornelius Agrippa y los Siete Planetas de Theophrastus Phillippus Paracelso. Estos últimos fueron los que liberaron la energía necesaria para la Reanimación, teníamos los planetas Marte, la guerra y el conflicto; y a Saturno, la muerte y los castigos... considerados los planetas más desfavorables y hostiles cuando entran en conjunción. Esa noche habíamos conjurado al «Intercesor» con resultados indescriptibles. La negatividad era plausible en nuestros medidores electromagnéticos, y... ante nosotros vimos retorcerse manos y pies de un cadáver putrefacto que gemía, desesperado en el Círculo Elemental.

Me precipité con todos los utensilios para auscultar los signos vitales cuando el doctor Cruz me apartó de un manotazo y vació la ruleta de su revólver en la cabeza infecta del cadáver reanimado. El cráneo cedió con un hedor insoportable mientras los jugos pútridos manchaban el suelo. Esa fue la apoteósica culminación de nuestra actividad, porque dejé de frecuentar su departamento...

Los ojos sin vida del muerto y la razón de su rostro negro intentando articular palabra quedaron grabadas en mi retina. Recuerdo con sopor las largas horas junto al profesor, ofrendando diezmos de sal y sangre a las criaturas que convocamos tras la capitulación de puertas ignominiosas. Llegué a soñar con los terrores siderales que intervinieron en nuestras cirugías: fuerzas oscuras e indescriptibles de infinito horror que flotaban en el lejano vacío de las constelaciones. He olvidado sus nombres, pero en pesadillas siempre los visitaré para cumplir mis juramentos de cenizas y pactos impíos. Esa noche de muerte llegué, tras despertar de la inherente fascinación, a repudiar nuestra investigación... porque temo las palabras que esa fatigada garganta intentó expulsar para conmemorar una imagen de infinita desesperación en los bordes cuánticos y los manantiales negros de los que beben las abominaciones estelares. Comencé a temer la oscuridad, y el cielo nocturno tachonado de estrellas distantes... que ante mi mente trastornada parecían incontables ojos bestiales.

No fue hasta mediados de este año que mi distancia del doctor Ernesto Cruz cuajó en una cordialidad estudiantil. Los milagros médicos achacados a los métodos del profesor se me antojaban terribles contravenciones... así como su mirada grasienta que en ínfima medida parecía deshuesar a cada ser que veía con quién sabe qué maquinaciones terribles. No fue hasta una noche aciaga que nuestras guardias se cruzaron, a un año de graduarme y regresar a Puerto Bello para montar mi consultorio, pero esa noche tuvimos una emergencia que despertó todas las alarmas y provocó un pandemonio que arrastró a todo el personal médico. Un accidente de tránsito arrojó un saldo de dieciséis moribundos al hospital y todos los médicos, cirujanos y enfermeras se precipitaron en una tempestad de sangre, alcohol y medicamentos. Parecía que una picadora de carne había mutilado un autobús... y las dos docenas de heridos se apretujaban con contusiones, fracturas y cortes tratados por los residentes. Los cirujanos estaban contra las cuerdas, y ante mí apareció una camilla con un hombre inconsciente que precisaba una trepanación y una inspección por hemorragia interna presente en la coloración violácea del plexo solar. La sangre fluía a borbotones de sus heridas...

Un séquito de enfermeras me apoyó en esas tortuosas horas de bisturí, respiradores, cauterización, trepanación craneal, suturas y químicos intravenosos. El hombre que llegó al quirófano, Ismael Bustamante, era menos que un estropajo sanguíneo cuyas graves hemorragias empaparon mis guantes, bata y pantalones... Las horas de cirugía se sucedieron con pesar mientras escuchaba lamentos, sollozos y los signos vitales de mi paciente apagarse en un vaivén desmesurado. Hice lo que pude, intenté mantener con vida al hombre... pero, en un instante su corazón se detuvo y el timbre agudo de la máquina me hizo estremecer con un sopor maligno. Solté el escalpelo y la succionadora, convertido en la estatua ensangrentada de un dios impío... y mandé fuera a las enfermeras mientras extendía las cortinas en un claustro improvisado. Necesitaba estar a solas con el cuerpo muerto de Ismael Bustamante... y me abstendré de contar los horrores que conjure en murmullos y los implementos utilizados. Durante semanas enteras correrían rumores sobre un gas estelar que descendió al momento de mi aislamiento, así como una falla eléctrica que sumió al hospital en penumbra durante cortos segundos. Una de las enfermeras preguntó si estaba rezando, y otra se horrorizó ante el caudal de palabras ininteligibles que se oyeron fuera de la cortina... pero, aquellas disertaciones se esfumaron cuando el tintineo del lector cardíaco y los respiradores reanudaron su marcha. Salí del escondrijo como un sobreviviente del holocausto, algunos podrían afirmar que tenía un corte en la palma desnuda... pero, la mayoría concertó que debió ser sangre del paciente. En este interrogatorio no caben explicaciones sobre Elementales y Fórmulas Planetarias...

Al girar por el corredor, me encontré con el profesor, descansando las piernas fatigadas tras una complicada cirugía a un niño de seis años. El hombre que se hacía pasar por Ernesto Cruz escrutó mi semblante, percibiendo el alborozo que las enfermeras y los médicos residentes proclamaron ante la aparente resurrección. Ismael Bustamante estuvo clínicamente muerto durante tres minutos. Mi profesor me dedicó una mirada indescriptible, apretó las muelas y asintió lentamente con la cabeza...

Aquello fue el principio de un horror inimaginable, cuyos síntomas benignos escondían una presencia más allá de lo que nuestras mentes puedan conciliar. Duraba tres minutos el cuerpo del sujeto conocido como Ismael Bustamante yació sin vida en una camilla ensangrentada. Hemos estudiado el fenómeno de la manifestación del alma... y nuestras pesquisas supernaturales intentaron infructuosamente revertir el estado interrumpido de las funciones vitales. Creíamos que el alma—un atisbo de la mente—, era a su vez el cuerpo... y que la reanimación de uno traería el otro. No sabíamos cuánto nos equivocamos con respecto a esta hipótesis, fundada en los principios laicos de la neurociencia, porque... ¿éramos algo más que cerebros piloteando cuerpos? Ismael Bustamante había vuelto a ejercer sus funciones vitales por obra de las oscuras artes que aprendí bajo la tutela del Nigromante. Había intentado en vano recitar los Versos y las fórmulas... pero la premura de la situación me empujó a una conjura horripilante cuyos auspicios desterraron cualquier pretensión ignominiosa. No fue hasta que mi antiguo mentor me preguntó qué había convocado como «Intercesor», cuando mi mente se nubló de dudas respecto a la naturaleza de los muertos. En nuestras ceremonias ignotas habíamos invocado deidades desfiguradas provenientes de panteones extintos y seres abisales de un pretérito cósmico allende los cúmulos gaseosos incandescentes... pero, teorizamos la existencia de supremos horrores nacidos de un Vacío Primigenio anterior a todo orden divino. En la horrida colección de manuscritos arcaizantes encontramos atisbos de entidades retorcidas operando en vectores de locura; creíamos que eran criaturas inverosímiles producidas por la alienación de los ermitaños, pero en nuestra reunión con presencias iracundas, viajeros alienígenas de una era inmaterial, concebimos la vastedad y el horror predador de este bosque oscuro universal.

La rápida recuperación de Ismael Bustamante se abdicó a la intervención divina de ángeles. Mi mentor y yo lo observamos con detención, era nuestro primer caso de resurrección... habíamos estudiado los nigromantes Caribes que levantaban a sus muertos para continuar guerreando contra los españoles; pero esos cadáveres eran marionetas de carne incapaces de pensar por sí mismos, achacados a rudimentarios sortilegios que rendían pleitesía a demonios primitivos. Mi ovación fue más allá: había conjurado en mi desesperación una monstruosidad innombrable, cuyo terror se esconde más allá de la Constelación del Dragón. Uno de los heraldos malditos del Demonio Meridiano, cuya intersección era presagio de catástrofes incognoscibles. Encarnación del Horror y la Desesperación, Odrareg; el Necrófago Estelar que se alimenta de dioses muertos...

¿Tres minutos sumido en la absoluta entropía negativa eran suficientes para arrancar el alma del cuerpo? ¿Eran reales los principios de la metempsicosis y la extrapolación de las dimensiones superiores e inferiores pregonadas por los rabinos durante milenios? El cuerpo de Ismael Bustamante despertó de su letargo tres meses antes de lo previsto: abrió sus ojos malignos como un recién nacido que estudia el mundo sin proferir palabra. La enfermera nos llamó rápidamente, y asistimos como dos gárgolas penitentes a la examinación del resucitado. Comprobamos el correcto funcionamiento de sus funciones y sensibilidades, el daño cerebral no afectaría más que su locomoción... y la terapia física haría que su existencia volviera a la cotidianidad. Respondía nuestras preguntas en susurros, y cuando su esposa e hijos asistió al hospital, los reconoció con la desdiches propia de quienes yacen recluidos. Nunca había sido pesimista, pero esperaba lo peor: un fallo renal, un paro cardíaco o una degradación repentina de los tejidos. Pero el tiempo transcurrió rápido, e Ismael emprendió la dolorosa recuperación motriz de sus piernas entumecidas. Atentos a cualquier atisbo o acción que delatará el horror... inclusive, tomamos turnos para vigilar al paciente pese a nuestras obligaciones.

Estábamos al tanto de cada rumor y acontecimiento originado por el extraño paciente Ismael Bustamante. Antes del accidente era ducho al deporte nacional, la parlería y las apuestas futbolísticas... pero, desde el acontecimiento que interrumpió su vida, se sumió en el cambio consciente más intrigante que hallamos visto. Parecía interesarte por las obras científicas más diversas: astronomía, geología, mecánica, electricidad y en momentos más recatados, dejaba volar la curiosidad con volúmenes metafísicos. Solía pedirle estos libros a su esposa, extrañada por la singularidad que desarrollaba su cónyuge jamás iletrado o enterado de otras pasiones que no fueran las deportivas. Esta peculiaridad despertó la intriga en mi mentor; por el contrario yo, más escéptico, aseguraba que el sujeto no quería desperdiciar su existencia en el hedonismo optando por cultivarse en los saberes que conmovían su curiosidad con una renovada visión.

Ante sus hijos se mostraba arisco, y su esposa confesó que nunca había sido tan distante en su relación. Esto, y otros motivos inexplicables transcurridos durante su período en el hospital... nos obligaron a continuar la investigación más allá del sanatorio tras su rehabilitación y baja. La concubina del susodicho, doña Lucía Jiménez, era presta a la superstición y colaboró cuando le pedimos que mantuviera vigilado a su pareja, informándonos de todas sus desavenencias y anormalidades. Incapaz de reconocer a la persona que aparentaba ser aquel hombre, otrora afable y bienamado; sus modos eran superficiales y no parecía interesado en las banalidades de su entorno, salvo para estudiar una composición estelar que había trazado con su rápido aprendizaje astronómico. Esta obsesión alteró a la mujer, y tuvimos que convencerla sobre los posibles daños psíquicos que sufrió su mente durante la apoplejía y la trepanación craneal... normalizando su cambio de perspectiva y sus intereses. Aunque en nuestras más catastróficas conjeturas ideamos que los recuerdos y pensamientos de Ismael Bustamante se vieron reducidos infinitamente por la usurpación de una criatura de longevidad inefable, posiblemente anterior a cualquier concepción de tiempo ideada por los humanos. Esta entidad cabal y pensante había sido arrastrada desde el albor de las tinieblas por el canal de la conjuración, y su aparente infiltración en nuestro mundo daba mucho que pensar sobre la naturaleza de estas manifestaciones y aparentes «resurrecciones» clínicas.

Habíamos ideado fórmulas para desatar el conjuro, pero tras numerosos fracasos concluimos que la posesión del receptáculo era incorruptible. No podíamos dañar aquella presencia tanto como podíamos corromper la mente de cualquier otro ser humano... y las soluciones eclesiásticas que aportó Lucía tampoco afectaban a la grotesca criatura retenida en el cuerpo de Ismael Bustamante.

Durante la Noche de Brujas, se apoderó de él un furor inaudito como el de un lunático, hallándose a altas horas de la madrugada recorriendo las calles lúgubres del Malecón cual espanto, y arrodillándose en los tumultos del Panteón abandonado. Fueron muchos los que atestiguaron al hombre hablando con el viento y cayendo desmayando tras sumergirse en trances psicóticos. Cuando su mujer lo halló, la Víspera de los Santos... lo escuchó maldecir en una lengua espeluznante que «parecía el sonido de una garganta humana desgarrándose—nos dijo por teléfono—, creí que se estaba ahogando, pero pronto... sentí que no estaba solo».

Nunca supimos con qué o quién estuvo conversando Ismael, puede que el mundo este poblado por extrañas criaturas que somos incapaces de ver... y que muchas de ellas solo puedan visitar estas tierras en ciertas fechas. El aislamiento del hombre se volvió más inhóspito, y Lucía temió por sus hijos... mientras Ismael dedicó su tiempo a recolectar extraños cristales de cuarzo y distintas piedras naturales para tallar figuras geométricas de una magnífica contextura y forma. La abstracción de su oficio escondía la cúspide de su alienación, pues en las noches solía vagar por la casa o el patio para calcular el ángulo de las estrellas con unos rudimentarios aparatos que construyó él mismo. Una mañana, encontró a su esposo excavando agujeros para enterrar sus esculturas rocosas de formas irregulares. A partir de ese momento, el horror comenzó a manifestarse como nunca: se oían susurros ininteligibles, los metales cotidianos soltaban espontáneos chispazos de estática, los niños veían sombras en el patio y una iridiscencia brillaba como un espejismo en los círculos de tierra que Ismael excavó. Una vez le preguntó a su esposo de qué se trataba y él simplemente respondió que «los Visitantes no pueden entrar sin invitación».

Lucía creía que su marido estaba loco, y que en Nochebuena planeaba culminar el último de sus artefactos de piedra. El doctor Cruz y yo habíamos visitado a Ismael Bustamante con tal de desentrañar el secreto de sus dispositivos alienígenas formados por distintos trozos de piedras pulidas y talladas, que se unían con rigurosos encajes en formas retorcidas e indescriptibles. La aparente asimetría de sus rudimentos y las composiciones minerales confería a sus piezas únicas la armonía irrepetible que solo una mente enloquecida podría apreciar.

Nuestras entrevistas eran rápidas y rutinarias: chequeamos la presión sanguínea, la frecuencia cardíaca, los nervios craneales y la respuesta motriz. El interés del paciente por la astrología era impresionante, y sus conocimientos en los diversos campos de la física y la química se habían expendido rápidamente. Temíamos que el ser que poseía el cuerpo de Ismael Bustamante planeara una hecatombe como ninguna ante la apertura de una puerta ignominiosa... y esperamos, pacientemente, hasta el solsticio de invierno. Habíamos dispuesto las horas para interrumpir la ceremonia planeada por la criatura que se hacía pasar por Ismael Bustamante... y esperamos la señal de doña Lucía al clarear de las extrañas luces que ascendieron de la tierra en el momento de su ejecución.

Acá mi relato se torna inverosímil y siniestro. Albergamos dudas hasta el último momento. No estábamos preparados para enfrentar el horror que danzaba en aquel patio sembrado de estática y presencias que oprimían nuestros pulmones. Para comprobar la veracidad de aquella contravención me atreveré a asociar las auroras boreales captadas en el cielo durante las horas más oscuras de esa noche... así como la gigantesca sombra mefítica que muchos habitantes avistaron en las nubes durante el estallido de los fuegos artificiales. Solo diré que los dispositivos que fabricó Ismael Bustamante funcionaron, y que vimos colores indescriptibles y oímos sonidos enloquecedores en una tormenta de fulgores ignífugos y soles negros. La Muerte estaba allí.

Saltamos el muro y diez minutos después, Ismael Bustamante yacía muerto tras seis disparos contundentes. No sabría decir si el homicida fue mi compañero, el desaparecido doctor Ernesto Cruz, quien era mucho más viejo, sabio y extraño de lo que creí; y yo, el joven residente que pagará los pecados del horror que invocó al violar por pretensión las leyes existenciales que mantienen este mundo unido con delicados hilos terrenales. He escuchado rumores sobre la pena máxima por homicidio, solo tengo una súplica para con la justicia si llego a fallecer en esas cárceles diabólicas: incineren mi cuerpo. He entablado conversaciones con entidades ansiosas de pernoctar en nuestro mundo para llevar a cabo abominaciones impensables, por ende, prohíbo que este cascarón de piel sea el receptáculo de un horror... y con mi último rezo suplico al Altísimo, si aún no ha sido devorado, que donde sea que estos enjambres deambulen en el vacío sideral... jamás se encuentran con nuestro aislado y agonizante planeta.


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