Yo Soy El Diablo
Yo Soy El Diablo
«Para
Sebastián, el héroe de estas historias, que a los veinte años pensó que vivir
no valía la pena».
Matías
había sido un joven guapo de brazos voluminosos con una energía sexual tremenda
que gustaba de pasear en moto y disfrutar del dinero que su padre, un director
financiero importante, le ofrecía a raudales... Esperaba que el sabor de su
sangre fuera cálida y dulce, pero la sintió pesada y ferrosa cuando bajó por su
garganta.
Verónica
se relamió la sangre de los labios mientras buscaba sus bragas en el desorden
del motel. El sexo había sido vigoroso, pero la fijación de su amante con
hacerlo a la luz de las bombillas eléctricas la incomodó. Su rictus de muerte
era una cara cansada y lánguida con los miembros rígidos sobre las sábanas
ensangrentadas... La chica terminó de limpiar la sangre de sus senos y cabello
rojizo para vestirse en la penumbra. Tres salidas con sus paseos en moto habían
bastado para hartar su buen gusto, los mimados de las grandes ciudades siempre
tenían el mismo patrón de comportamiento infantil. No había que dejar que ellos
tomarán el control... una tenía que exprimirlos hasta que aparecía uno más
jugoso para deleitar su paladar siempre cambiante. Fue carismático, y hubiera
disfrutado más de esas emociones altaneras que despertaban las miradas
contemplativas de las otras mujeres al pasear juntos de no ser por sus ansías
diabólicas. Le gustaban los hombres atentos y buenos, esos que se dejaban
consumir hasta saciar su apetito vampírico... Los que se permitían
inocentemente albergar emociones por las féminas sin saber que aquello era una
sentencia mortal. Amaba el sabor de los hombres románticos y sus modos pueriles
de arrastrarse y suplicar...
Los
hombres eran criaturas sencillas e insignificantes, bastaba con un maquillaje
pretencioso, un escote sugestivo y una mirada lasciva para atraerlos a su
perdición. Las redes sociales construyeron un palacio de porcelana donde se
erguía su trono aterciopelado. La belleza era un poder fatal inimaginable que
convertía a los hombres en esclavos de las diosas venusinas... Ellos añoraban
el sexo, y ella disfrutaba del placer mientras cubrían sus necesidades.
El
cabello escarlata tejido en rizos mortales, el rostro esculpido por un
majestuoso cincel y los ojos hipnóticos bastaban para orquestar la veneración
de una reina con millones de seguidores. Miles de solicitudes y mensajes con
preposiciones a diario. Las fotos mostrando el busto prominente y las anchas
caderas de blancas piernas despertaban pasiones prohibidas tras el fulgor de
los ordenadores y las pantallas...
Verónica
era una Vampiresa que ostentaba el poder de su belleza para que los príncipes
de la Tierra se desnudaran ante sus pies, mostrando el vulnerable cuello tenso
de deliciosa sangre en arterias alucinadas con su resplandor. Sabía cómo
provocar a esos jóvenes exquisitos en sus motos deportivas y cautivar a los
maduros de espléndidos trajes que pagaban sumas cuantiosas por besar sus muslos
voluptuosos. Disfrutaba sus orgasmos retorcidos y sus voces guturales durante
el paroxismo. No se enamoraba de ninguno, exprimía su amor y pasión hasta
sentirse satisfecha... para luego succionar su vitalidad con los colmillos
sobresalientes como agujas de blancura inmaculada capaces de partir carótidas.
Otros
upiros se convertían en solitarios endriagos que habitaban cavernas y ductos
subterráneos alimentándose de ratas y animales callejeros en una enajenación
lunática que los volvía menos que bestias. Los más astutos se disfrazaban en la
modestia de la sociedad... aprovechando su longevidad para acumular y
despilfarrar fortunas. Aquellos seres inhumanos intentaban desesperadamente
imitar a sus antiguos congéneres... cuando debían sentirse superiores: ajenos
al deterioro de la muerte, refinados como linces y hermosos cual querubines.
Gregorio decía que el Hombre era la mayor creación de Dios, pero el Vampiro era
la mayor creación del Hombre. Los adoradores de la bestia asquerosa eran unos
satanistas locuaces, y su círculo hermético en los túneles del metro de Nueva
Bolívar era conformado por gente de todas partes. Eran distintos de esos
Revinientes vulgares que se levantaban de sus tumbas para atormentar a sus
seres queridos. Después de treinta años, ciertos olores estancados le
recordaban el sabor repulsivo de los jugos... El vello que recubría las
patas y los espolones de aquel horror
cerúleo seguía espantando su descanso con pesadillas remotas. Los ojos
sanguíneos la escudriñaban con sopor...
En
esos tiempos aún tenía su relación con Jesús, un muchacho desgarbado y tímido
que vivió con ella cuando eran dos adultos jóvenes abriéndose paso en el mundo.
Amaba a Jesús, pero sentía que la limitaba... era un joven sin aspiraciones a
futuro, perdido en el estanque con el que el país arrastraba a los hombres. Un
día despertó sin esa conexión romántica, y lloró... y terminó conociendo otros
hombres... que la completaban en aspectos que su pareja nunca pudo. Jesús fue
el primer hombre que consumió completamente: devorando sus emociones a placer y
desechando sus sentimientos cuando hartaba su monotonía; hasta que lo abandonó
y se mudó a la capital. Odiaba a su familia, quería escapar de todo...
Los
Adoradores Inmortales eran un gueto de drogadictos, prostitutas y alimañas
sociales que buscaban refugio en las profundidades del metro... rebuscando sus
vidas en las tinieblas con una filosofía absurda. Había llegado a conocer a
esas lacras sociales en sus condominios aislados, reuniéndose para oír charlas
nihilistas mientras consumían porquerías en peligrosas dosis que harían que el
cerebro de una persona corriente se fundiera. El horror cósmico que yacía en el
agujero del metro de una sección abandonada cambió por completo su perspectiva del
mundo... Aquellos hombres y mujeres considerados como gérmenes por la gente de
la superficie eran habitantes inmortales que habían pisado aquella ciudad mucho
antes de su fundación. El término «Vampiro» era poético, y aunque preferían un
estilo de vida sedentario y ermitaño... no dejaban de ser contravenciones
naturales. Verónica quería hallar los secretos de esa inmutabilidad física. Era
hermosa... pero no tan genuina como aquellos espectros inmaculados ajenos al
caos exterior para la eternidad de los tiempos. La condujeron hasta una
madriguera oscura, excavada en las profundidades de la roca hace millones de
años por espolones titánicos... y le mostraron el secreto detrás de su
inmortalidad.
Verónica
nunca olvidaría aquella impresión abominable: un engendro de proporciones
horripilantes y verrugas indescriptibles. Parecía un insecto ortóptero de piel
rugosa y cuerpo gomoso: un tórax hinchado sostenido sobre agudas patas
anteriores que alzaban una tonelada de carne infecta de coloración cerúlea.
Numerosos espolones aserrados de espinas le daban el aspecto de una mantis
vieja y velluda... cubierta de incontables ojos acuosos de un rojo sanguíneo
capaz de escudriñar en las profundidades de su alma y extraer de allí todos los
momentos felices. La cabeza del insecto era un embutido de órganos enfermizos.
Aquel artrópodo antenado de proporciones insólitas, el endriago alienígena
provenía de un planeta desconocido... que migró a la Tierra en la temprana
prehistoria como una crisálida blasfema. Gregorio era el representante de los
Adoradores Inmortales, era un español de la conquista que descubrió a la
criatura tras seguir las leyendas indígenas de un antiguo demonio en una
caverna... encontrándose con un titánico horror de las regiones plutónicas en
su cautiverio autoimpuesto tras su estado envejecido y calcificado. Nunca
borraría el hedor sulfúrico de la cámara ignominiosa en las profundidades de su
piel. Gregorio apuñaló una de las extremidades de la criatura alienígena y
sirvió una copa con la sangre bituminosa de contextura cerosa. Aquel néctar
pecaminoso era la llave de la eternidad... Su sabor agridulce y viscoso provocó
que Verónica enfermara gravemente y muriera con un desgarrador dolor de tripas,
calambres y convulsiones.
Revivió
horas después del fallecimiento con el rostro lozano esculpido de un hipnótico
candor. La criatura inmortal era la auténtica Fuente de la Juventud que los
españoles buscaron con desesperación: los componentes de su líquido vital
convertían a los hombres en upiros renacidos de la muerte al interrumpir sus
funciones vitales y prolongar su existencia indefinidamente mediante la ingesta
del nutritivo plasma sanguíneo de los seres vivos. ¿Por qué la sangre de esta
criatura inmovilizada por la vejez ofrecía la Maldición de los Revinientes
renuente a la esclavitud de la perfidia emocional con los antiguos queridos?
Gregorio teorizaba la existencia de larvas parasitarias que modificaban el
cuerpo... pero, Verónica presentía que el secreto era una realidad mucho más
horrible de lo que pudiera imaginar.
Incapaz
de soportar la ingesta periódica de aquel brebaje repugnante—puesto que los
Adoradores Inmortales solo consumían este cóctel en vez de cazar sus presas—,
se abrió camino a un mundo corriente y superficial. Tras la metamorfosis
quimérica que acrecentó su belleza innata ascendió como una mujer distinta: una
divinidad renacida de colmillos ofidios. Los hombres siempre se habían
inclinado ante su potestad, y pudo moverse como una mariposa a través de las
ciudades cosmopolitas. El ansía de beber sangre no era tan descontrolado como
creía... Una vez al mes un ardor en su bajo vientre le pedía la ingesta
sanguinaria, y encontrar candidatos dispuestos a entregar sus cuerpos nunca fue
dificultoso. La indiferencia al succionar sangre era la misma que sentía al
desechar un amante aburrido en la letrina de la monotonía... Los jóvenes
frescos enloquecían con una mujer fatal de escote generoso y curvas asesinas,
metiéndose en las sábanas de la locura carnal hasta quedar exhaustos... para
despertar a medianoche con un súcubo demoníaco pinchando sus cuellos con largos
colmillos. Los hombres casados eran el alimento más sencillo: discreto, rápido
y nutritivo. Las redes sociales habían automatizado un proceso que en el pasado
requirió meses de exhibición: los varones no paraban de enviar textos
proponiendo encuentros privados. Los más simples y pusilánimes eran su plato
mensual de plasma sanguíneo, y los más interesantes la colmaban de regalos
caros y momentos entretenidos que hacían de su elección una maravilla... hasta
que su dulzura se apagaba. Usualmente estos últimos regresaban, rogando con
obsequios y transferencias bancarias. La mayoría de las veces, la despedida
carnal era mucho mejor que una copiosa ingesta sanguínea; rara vez devoraba a
uno de esos novios dulces que la hacían flotar en sueños almidonados.
Disfrutaba los meses de pasión engullendo sangre de posibles pretendientes
dispuestos a jugarse matrimonios por un cuarto de hora de sexo incómodo. Sí
mató deliciosamente a los malnacidos que se atrevieron a golpearla o engañarla...
disfrutando hasta la última gota que sus venas hinchadas pudieron sangrar. Pero
esos hombres buenos que enamoran y aburren con su sentimentalismo... tenían que
ser abandonados como recuerdos inmutables antes de convertirse en estorbos.
Verónica
huía a las ciudades vecinas, consiguiendo refugio y comida gracias a esas
aplicaciones de citas y las invitaciones de sus admiradores. Algunas veces se
topó con psicópatas que creían tenerla bajo su farol de gas hasta que les
mostró los colmillos. Ciudad Zamora era un pueblo grande y aparentemente
tranquilo del que podía alimentarse y disfrutar con jóvenes gustosos de meterse
bajo su falda, despilfarrando en falsas impresiones. Había escuchado sobre un
Justiciero misterioso que vagaba en las noches deteniendo ladrones y apoyando a
las autoridades... Aunque gran parte de las personas lo tenían por fábula de
buen samaritano, otros lo veían en los periódicos como un lunático más que
debía ser apresado en el psiquiátrico.
Después
de morfar la sangre de su último pretendiente, asistió a una fiesta parroquial
en el Malecón del Río. La petimetre decoración de colores vistosos llenó el
espacio con música y jolgorio inmaculado, celebrando el día de una de esas
vírgenes patronas. Verónica estaba de cacería, el vestido soez de un negro
terciopelo subía peligrosamente hasta su cintura y robaba miradas... paseándose
como una fiera en la multitud de ojos desorbitados. Al entrar en un bar
atestado, varios hombres le ofrecieron sillas pero las rechazó amablemente
mientras aceptaba con cordialidad los tragos y se mezclaba con el ruido. A
veces venían sin necesidad de mirarlos, preguntando si era modelo y entablando
monólogos cómicos. No le interesaba ninguno de esos adanes prefabricados por
dioses mediocres, desprovistos de talentos y carentes de imaginación; esos eran
rechazados por veinte evas antes de darse por vencido y ahogarse en alcohol. La
procesión de la Virgen sobre la marea de gente terminó con el depósito de aquella
caja vidriosa sobre un patíbulo en el ancho malecón. Se celebraría un concierto
animado, pero antes... un sacristán guapo no mayor de veinte años conjuró una
oración y un discurso conmemorativo; la sotana oscura y estola púrpura le daban
un aspecto austero. Verónica tenía su alimento predilecto: jóvenes educados,
divertidos y deliciosos. El sacristán de cabello castaño, ojos oscuros y rostro
refinado se movía y hablaba con una discreción hipnótica... tenía la fisionomía
de esos católicos vírgenes incapaces de mirar a las mujeres hermosas a los
ojos, creyentes de que masturbarse les restaba años de vida. Tras la
culminación del discurso descendió del patíbulo visiblemente nervioso.
El
concierto se animó con interpretaciones famosas traídas por la alcaldía para
celebrar el final de la guerra en la frontera colombiana. Pudo abrirse muchas
puertas con sutiles palabras influenciadas por su belleza. Le gustaban los
hombres religiosos, esos cuyas convicciones los torturaban hasta ceder ante los
encantos de una vampiresa... Se moría de ganas por ver la lujuria despierta en
el rostro del joven sacristán, lo usaría en la intimidad y cuando no pudiera
más saltaría a su cuello para succionar su vida. Se estremecía con solo
pensarlo... Preguntó a un policía la dirección a la catedral donde se guardaban
los preparativos del evento. No podía esperar, ansiosa de hallarse cara a cara
con ese joven de cutis lozano y porte señorial.
La
Catedral era un inmenso edificio de torres altas presidida por una plaza
resguardada por secuoyas y bancas ocupadas por parejas enamoradas. La estatua
de Bolívar parecía un espectro en el centro del lugar, bajo la sombra de la
imponente iglesia. Dentro permanecía el joven sacristán en un salón oblongo
repleto de butacas y motivos religiosos... sentado frente al altar.
—¿Es
muy tarde para confesarse? —Preguntó Verónica, acercándose como un felino al
acecho—. Porque hay muchos pecados sucios que quisiera...
—Señorita—el
rostro del sacristán era un poema...
El
sacristán se deshizo de la estola y el alzacuellos sacerdotal. Con un
movimiento fluido, lanzó una cruz de plata a los pies de Verónica. Ella se rio,
burlona. El sol y las bagatelas religiosas no funcionaban contra los vampiros.
Verónica jugó con el escote mientras recogía un mechón naranja detrás de su
oreja...
—Sucio
demonio—el joven desenfundó una pistola.
Verónica
por primera vez desde su metamorfosis, sintió gusanos retorcerse en sus
entrañas. Una figura oscura entró en la Catedral y cerró las puertas de
roble... era un hombre con capucha y ropa negra. La sombra de un fantasma
nocturno...
—¿Quién
eres? —La Vampiresa tembló...
—Yo
soy el diablo—aquella figura encapuchada solo podía tratarse del Justiciero de
Ciudad Zamora...
Verónica
intentó correr cuando escuchó el tintineo de los vidrios romperse y el fogonazo
de la metralla atravesando su carne como hierro ardiente... aquello no fue
suficiente para matarla. Las ráfagas de balas vinieron de todas direcciones y
la penetraron con estallidos de dolor indescriptible amortiguados enormemente
por el efecto desgastante de la muerte nerviosa. Intentó lanzarse al sacristán,
convertida en un estropajo sanguíneo, pero... una fuerza surgió de su interior
con un zumbido magnético que asió su cuerpo y la arrastró por el suelo
marmoleño. No sabía cuántas personas habían irrumpido en la catedral. Se irguió
completamente ensangrentada para escudriñar con odio al Justiciero de
vestimenta oscura que custodiaba la puerta... Corrió mostrando los colmillos, y
vio una mano oscura levantarse en la penumbra rojiza. Las balas en su interior
se revolvieron como lombrices, recibiendo un empujón de repulsión magnética que
licuó sus intestinos. Verónica cayó al suelo cegada por las luces mientras
aquella unidad de funcionarios vestidos con uniformes tácticos la apresaban.
Fusiles, cascos de polímero y escudos de plexiglás. ¿La habían emboscado? Lo
último que vio fue el emblema de una organización que desconocía: un trípode
que sostenía una llama de fuego. Pensó en laboratorios, disecciones y horrores
experimentales.
—Finalmente
la atrapamos—el sacristán se inclinó para mirarla a los ojos con frialdad—.
Abran su cuerpo para extirpar las larvas antes que rompan el contenedor. No
queremos más epidemias vampíricas en esta región del país...
—Señor
Salvador—un funcionario con casco de polímero le tendió un escalpelo...
El
joven castaño se inclinó con el bisturí en la mano mientras el resto de
funcionarios traía cápsulas metálicas rellenas con hidrógeno. Verónica no podía
moverse, habían apresado sus miembros en una camilla plegable con grilletes...
y en su interior sentía que se retorcían serpientes nauseabundas desesperadas
por emerger. El falso sacristán llamado Salvador enterró el escalpelo en su
abdomen y cortó una línea perpendicular hasta la ingle...