Los Demonios En Las Paredes
«Los Demonios En Las Paredes»
«Gerardo Steinfeld»
Un martes de octubre de 2009, Eliana Guzmán desapareció
sin dejar rastro en el vecindario comunal donde su familia se había
residenciado al llegar a una temprana y floreciente Ciudad Zamora. El misterio
detrás de su arrebato, y el de los otros habitantes de aquel conjunto de casas
modernas provocaron un éxodo que dejó el vecindario inhabitado en los márgenes
de la ciudad... siendo frecuentado por satanistas que convertían las casas
abandonadas en tugurios de adoración al Mal. Las luces extrañas y las apariciones
siguen sorprendiendo a las autoridades locales, aunado a la muerte del anciano
Solomeo que dejó un secreto cabal tras su horripilante muerte...
Tímida
por naturaleza, la pequeña quinceañera no tenía amigos externos a los hijos de
los vecinos de aquel condominio de edificios subyacentes que rodeaban un
círculo de pavimento, del que discurrían callejuelas menores. Era una franja
pacífica de casas construidas en los tiempos de abundancia que convirtieron la
nación en una eminencia petrolera. Los otros niños que sobrevivieron al terror
en el vecindario contarían muchos años después como la tranquila convivencia
fue interrumpida tras el hallazgo del anciano Ezequiel Solomeo en un avanzado
estado de descomposición, cuya reputación de brujo huraño acrecentó el
advenimiento de un horror ajeno a nuestra comprensión.
Los
padres de Eliana habían celebrado nupcias con el avanzado estado de embarazo
que traería a la jovencita al mundo... construyendo su casa en un terreno
comunal cedido por el gobierno local. La colina donde se irguió el vecindario
avistaba las carreteras que atravesaban Ciudad Zamora y el lejano río que
discurría como una franja oscura en el horizonte tachado de suciedad grisácea.
Los vecinos eran gentes agradables ajenos a las querellas, salvo por el viejo
Ezequiel Solomeo, cuya deteriorada casa era un reducto descascarillado e
incoloro. El anciano había batallado un lustro en la frontera colombiana como
veterano de la guerrilla, y aquella casa cuadriculada de ladrillos y ventanas
cubiertas era su refugio senil... Corrían rumores de que el fuego de la metralla
lo trastornó al punto de repudiar los fuegos artificiales y ruidos sonoros, y
que conocía las artimañas relacionadas con la hechicería negra que se practica
en las selvas fronterizas. Solo se lo veía salir de casa tras recibir su
pensión, en cuyo momento los niños insuflados por los prodigios de la
curiosidad espiaban sus ventanas y miraban a través de los agujeros en sus
paredes, avistando extrañas repisas colmadas de velas... así como formas
retorcidas que conmovían sus infantiles mentes con terrores quiméricos.
El
problema recurrente con los fuegos artificiales o el escándalo de los niños era
motivo de queja para el anciano... viéndose murmurar como un gavilán al acecho
cada vez que llegaba navidad. Su flemático semblante era perentorio de
trifulcas vecinales... al punto de llegar a rabietas problemáticas. Advertía
del horror que provocaba el exceso de ruido... temeroso de las sombras
proyectadas por el crepúsculo al atardecer.
Se
lo tomaba por brujo debido a su parafernalia religiosa de ostentosos rosarios y
amuletos diversos: Manos de la Hamsa dibujadas en sus ventanas, cruces de palma
en sus puertas y toda una colección de símbolos herméticos pintados en las
esquinas de su choza. Era un hombre supersticioso de rostro derretido y escaso
cabello grisáceo... cuyos vecinos veían hablar con los muertos y persignarse
cada vez que encaraba el amanecer. Muchas veces presenciaron su enterramiento
de fetiches al anochecer, en la inmediatez de su hogar... susurrando oraciones
ininteligibles con un nerviosismo pueril. No recibía visitas, ni hablaba con
nadie salvo para regañarlo por el escándalo. Una vez al año, la última semana
de octubre... desaparecía hasta terminada la festividad del Día de Todos los
Santos. Los chismosos decían que Ezequiel subía la Montaña del Sorte durante
las peregrinaciones negras al Espíritu de María Lionza, sin conocer la verdad
detrás de su fuero supersticioso.
Sabemos
que en sus años mozos se alistó al Ejército Bolivariano y sirvió como guardia
fronterizo en el Amazonas, custodiando alcabalas por donde cruzaban grandes
camiones... resguardando la frontera de invasiones guerrilleras. Su pasado es
difuso y oscuro, hay constancia de sus permisos al interior de los pueblos
interregnos para unirse a las ceremonias ocultistas y anécdotas de camaradas
jubilados sobre los extraños rituales de cruzados y rezados al que se sometían
los militares para protegerse de las balas y las maldiciones selváticas. En
esos cuarteles, al ser promovidos a soldados distinguidos era costumbre de un
brujo chamánico del batallón oficiar una ceremonia de rezado en la que eran
apadrinados por un Espíritu y se les clavaba una insignia bendita en el
pecho. En los cuarteles fronterizos de
las regiones remotas, las promociones de Cabo Segundo y Primero eran promovidos
con un rito místico en el cual le implantaban bastoncillos de hueso en el brazo
y los juramentaban bajo la influencia de los Espíritus del país. Cada promoción
en la armada venía coronada por un ritual mágico según la tradición. La superstición
y el panteísmo eran la regla en el ejército venezolano... con la veneración de
altares consagrados a Orishas en los cuarteles, batallones y divisiones de
infantería. Así como las avionetas y embarcaciones militares eran benditas por
curas y oficializadas por brujos.
En
los archivos de las Fuerzas Armadas Bolivarianas se tiene constancia de un
suceso escalofriante ocurrido en lo profundo de la selva que involucró al Cabo
Segundo Ezequiel Solomeo, delimitando su futuro en el ejército con una baja por
«colapso mental». Hacía treinta años de aquella expedición al Amazonas que
terminó por cobrarse las vidas de soldados distinguidos bajo su cargo y la
inmolación del Cabo Primero. Los indígenas adyacentes al cuartel de la zona
temían a una región desconocida de la selva colombiana en la que helicópteros
de reconocimiento avistaron formaciones piramidales enterradas por la espesa
foresta. Los habitantes de la reserva tenían prohibido viajar a aquella
extensión por un miedo irracional a los dioses transmitido por sus antepasados:
existían leyendas de criaturas sin forma y hombres sin cabeza con los estómagos
abiertos. Las pirámides en cuestión resultarían un sorprendente hallazgo
arqueológico para la nación, comparable al descubrimiento de las ruinas mayas,
y el ejército decidió enviar un pelotón de soldados terrestres a las estepas
húmedas con tal de abrir camino a los arqueólogos de la Universidad Oriental de
Ciudad Zamora, que más tarde los acompañarían en el segundo viaje. La
expedición fue encabezada por el Cabo Primero Jesús Martínez... liderando a
veinte hombres en los que estaba incluido el Cabo Solomeo. El equipamiento era
precario, y los diez días pautados... culminaron en un retraso de un mes. Una
división partió en busca del pelotón perdido, encontrándose con una tribu de
soldados enloquecidos y andrajosos intentando regresar al cuartel...
completamente desquiciados. Antes de presentar su informe, el Cabo Primero,
Jesús Martínez, se disparó en la cabeza con su fusil... y los soldados
sobrevivientes se negaron a hablar del horror selvático. Ezequiel confesó que
sí encontraron las pirámides, pero que no era un sitio que uno pudiera
imaginar...
siendo
dado de baja poco después de la crisis nerviosa, dejando un espacio en blanco
en su vida. Algunos dicen que vivió en la calle como un vagabundo pordiosero
hasta que el gobierno le asignó una pensión de jubilación y una pequeña casa
por su servicio militar. El horror que el Cabo Solomeo vivió en las estepas
temidas por los indígenas arraigo en su senil cerebro la superstición y el
aislamiento... temeroso de salir a la amparo del anochecer. Los nombres de los
otros soldados involucrados en la expedición se perdieron de los archivos,
tachados como desertores de la patria... La vivencia de esos hombres alienados
forma un secreto conjunto y horripilante que se hubieran llevado a la tumba de
no ser por lo encontrado en la casa del anciano Solomeo. Su encuentro
misterioso con la fuerza desconocida era un perentorio de lo que desataría un
horror inconcebible muchos años después...
La
soledad de Ezequiel traía consigo secuelas paranoicas como una maldición
incognoscible. Su médico le recomendó la ingesta de antidepresivos y
ansiolíticos para reprimir un estrés posterior a un trauma psicológico
significativo... Los familiares vivos de Ezequiel lo tomaron por lunático y lo
marginaron. Su estado únicamente mejoró tras muchos años de pastillas y fuertes
dosis de medicación que lograron nublar su mente destrozada. Hasta que
finalmente consiguió dopar su sistema con placebos religiosos tras inmiscuirse
en los cultos de la Montaña del Sorte en Montenegro. Un recordatorio de cómo
los efectos sugestivos de la superstición chamánica pueden influenciar en
beneficio del alivio anímico. Ezequiel Solomeo era un solitario desgajado de
una sociedad que lo repudiaba: un fracaso de hombre refugiado en las creencias
espiritistas.
Los
años de estricta convivencia vecinal deformaron su vejez en embrutecimiento...
desconociendo cabalmente los fenómenos modernos de la televisión, electricidad,
el sistema telefónico o los milagros de la medicina. Vivía acuartelado en una
cuarentena autoimpuesta de soledad y desasosiego... Sus últimos años fueron de
una enajenación que vaticinaba un descenso a los rincones más precipitados de
desconexión mental.
En
sus últimos años reaparecieron los síntomas de locura: comenzó a susurrar al
atardecer y cubrir su casa con toda alegoría perniciosa de fetiches mágicos. El
Mal que intentaba repeler—o contener—, se manifestaba en esos estadios
ceremoniales de cánticos atemorizantes que esparcían el desconcierto y el sopor
entre los vecinos. El viejo Solomeo era un hombre taciturno y melancólico, pero
durante esas horas macabras parecía discutir y batallar contra una legión en su
claustro: los sonidos, gritos y maldiciones brotaban de las ventanas selladas y
los marcos de las puertas como zumbidos de plagas bíblicas. Los niños que
jugaban en las calles se paralizaban de terror y los adultos preocupados
cerraban con llave sus puertas... Los animales temían con desespero aquella
enajenación psicótica que culminaba con un estallido famélico de palabras
ininteligibles y golpes secos como de huesos chocando. El olor sulfúrico que
desprendía la casa impregnaba el vecindario con un lamento mefistofélico...
Esas noches presentían que el anciano esperaba en vela al ángel de la Muerte,
susurrando en la penumbra aniquilada por un círculo de luz evocado por un
caudal de velas de cera.
«Eta
eta, seifina Odrareg». Lo imitaban los niños en la acera... temerosos y
envalentonados. Aquellas palabras se grabaron profundamente en sus infantiles
mentes... hasta llegar a convertirse en rugidos sardónicos y guerrilleros.
Aquellas proclamaciones solitarias no parecían agravarse, eran difusas
convergencias de alucinación que desencadenaban ataques ansiosos. Un médico
residenciado en el vecindario había dicho que el Señor Solomeo padecía
esquizofrenia en cierto grado, muy arraigada en los campos de superstición, que
en fechas de expectativa general provocaban ese efecto sugestivo. Las fiestas
santas y los feriados mundanos surtían un cóctel psicótico en su mente,
desencadenando una reacción espeluznante...
La
última vez que se lo vio vivo presentaba un aura taciturna y conservadora, de
mirada pacífica más que ceñuda y una depreciación en su rostro tan visible como
un espanto. La muerte se cernía sobre Ezequiel, y un ambiente pesado se respiró
esa extraña semana, pues se avecinaba la Víspera del Walpurgis; una festividad
asociada a las brujas. El estruendo comenzó con una vociferación de barítono
que duró hasta el anochecer, los vecinos más cercanos creían escuchar otras
voces mezcladas con la garganta afligida del anciano... y uno de ellos avistó
una masa blanca e iridiscentes de burbujas que descendió del cielo y se metió
bajo la rendija del portal. Una exclamación inenarrable sucedió a la salmodia
infrahumana... que sorprendió tanto a los niños más sensibles que comenzaron a
llorar. Los perros ladraron desesperados, y los gatos se habían escondido bajo
las camas... todo parecía desembocar a una culminación horripilante. Los
objetos en el interior de las viviendas circundantes volaron de los estantes y
las mesas. Los rezos a la Virgen y los Padrenuestro acompañaron las palabras
extrañas desatadas en la casa del lunático... Aquel clamor se prolongó entrada
la noche hasta que rompió a llover una tormenta vesánica que escondió en su
torrente la manifestación de un horror. Nadie quiso hablar del estruendo que
rompió la calma de la tormenta a la medianoche, ni del pequeño sismo que
sacudió las ventanas o de la sombra que brotó debajo de la puerta de la casa
del anciano. Aquello era tabú. El grito final de un hombre loco es un sonido
aberrante que causa desconcierto.
El
cadáver de Ezequiel Solomeo no apestó hasta una semana después, cuando un hedor
dulzón inundó el vecindario causando malestar. El policía Enrique Gómez tuvo
que forzar la puerta de su rudimentario tugurio, acompañado de la comunidad que
se precipitaba en desbandada a escudriñar los oropeles que el anciano había
ocultado por dos décadas. Su austera cabaña era un reducto miserable y oscuro,
poco menos que una habitación con una colcha desvencijada y una cocina
eléctrica que despedía un humo insípido. Las condiciones de vida en que
Ezequiel Solomeo sobrevivió, conmovió el corazón de sus vecinos... Su alacena
consistía en mendrugos de harina, escasas legumbres y deprimentes enseres. Su
agua provenía de la tubería principal en cuentagotas que debía acumular antes
de ingerir. La falta de ventilación en su claustro sofocó a los curiosos y
conmovió a los vecinos que habían visto a aquel hombre desnutrido y enloquecido
emerger a la realidad tras rumiar en la más deplorable miseria. Las velas de
sebo eran su principal fuente de luz, y los fetiches de huesos cubrían
completamente la superficie de las mesitas podridas. Tenía curiosos libros
confeccionados por su propia mano que narran, en caligrafía temblorosa y con
abundantes errores ortográficos, las vivencias de su juventud como militante y
el advenimiento de un horror inimaginable tras su muerte.
Los
fetiches de huesos tallados eran una colección horripilante de diminutas
representaciones de animales y dioses indígenas. Se hallaron atrapasueños
cubiertos de telarañas y sendos casquetes de bala con un polvillo azulado que
asociaron con lapislázuli molido. Las paredes del interior presentaban un
avanzado deterioro: cubiertas por horrendos grabados de figuras antropomorfas y
dibujos geométricos que recordaban los «Sigilos» de los brujos. Cada sección de
las paredes era tapizada por el nombre de un dios, una oración o un símbolo
capaz de contener poder. «Thor, Yahvéh... Amón». Pentagramas y letras de
idiomas cosmopolitas. Runas, fórmulas mágicas, serpientes, jeroglíficos y
códices indígenas. Su espíritu había perecido en agonía, con una mueca
imborrable de supremo horror que deformó su boca en un rictus amargo y sus
manos en garras entumecidas. Lo que más despertó fascinación—y sigue
alimentando el mito—, fue el pentagrama dibujado en el suelo de la única
habitación, donde vivió sus momentos finales tras una violenta caída,
triturando los huesos agujereados de su cadera y provocando un paro cardíaco.
Los velones se consumieron regando cera en charcos sanguíneos, y los grabados
en las paredes concibieron teorías indescriptibles de satanismo y brujería.
Su
muerte trajo revelaciones trascendentales del otro mundo, con el descubrimiento
de un testamento con las narraciones del horror que sufrió la expedición
militar a las mesetas selváticas temidas por los indígenas. El folio llenaba
más de doscientas páginas de textos sueltos, descripciones redundantes,
leyendas indígenas sobre la Tierra de los Muertos, informes detallados de la
cantidad de suministros y avances en cartografía. Debió pasar incontables horas
recopilando información de las región amazónica y organizando metódicamente sus
memorias dispersas. Se trataba después de todo, de un hombre chiflado, que
solía escribir pasajes para recorrer las cicatrices del horror grabadas en su
cabeza.
La
expedición encabezada por el Cabo Primero Jesús Martínez partió del Cuartel
fronterizo con una veintena de soldados en la que figuraban distinguidos y el
superior Cabo Segundo Ezequiel Solomeo. Partieron con buen rumbo siguiendo las
indicaciones del Cacique Miguel y las advertencias de los Yanomamis sobre
aquella cadena montañosa, destino de la expedición, que albergaba
construcciones hechas por los demonios de la Tierra de los Muertos. Las
leyendas eran como el queroseno de leña que alimentaba las noches sin luz
eléctrica... Cientos de ellas eran deformadas en el cuartel por los militares
que recorrían las delimitaciones terrestres y convivían con los indígenas. El
Cabo Martínez no se preocupaba por las atrocidades que los hombres sin cabeza
cometieron con los indios o... las horribles presencias demoníacas que
custodiaban la franja de espesa pelambre boscosa en la que se encontraban las
pirámides que custodiaban una puerta intraterrana. Los arqueólogos
universitarios teorizaban la existencia de una civilización avanzada en el
Amazonas que fue barrida por las epidemias traídas por los españoles mucho
antes del auge de la civilización moderna, y aquella sería la prueba
contundente.
Las
diferentes interpretaciones de lo sucedido solo podían delatar el miedo vivido
por los soldados durante su descenso a las regiones plutónicas en aquel follaje
indómito jamás hollado por seres humanos... Diez días transcurrieron,
batallando con la espesura que amenazaba con cerrarse a su espalda y
asfixiarlos en una tumba vegetal. Las serpientes, tarántulas y alacranes
pululaban en las estepas con la agresividad perentoria de una natura
enardecida, rabiando con expulsarlos de sus verdes dominios. En aquellas
regiones olvidadas las leyendas de los perezosos, armadillos y anacondas
gigantes no parecían fábulas insufladas. Temían el ulular misterioso de la
brisa al azotar la espesa enramada de la que colgaban enredaderas... Los
zarzales espinosos los mordían con espuelas carnívoras, y los bananos ofrecían
plátanos envenenados de semillas vigorosas. La ponzoña, la enfermedad y la
soledad los consumían... pero como buenos soldados obedecían convertidos en
autómatas infrahumanos.
Desde
una altiplanicie abrupta avistaron las formas irregulares del valle hirsuto:
picachos de vergel y colinas cortadas limpiamente en pasarelas frondosas. El
descubrimiento de aquellas construcciones ciclópeas acrecentó la incomodidad de
los soldados. La estructura cónica de las bóvedas era comparable a la
arquitectura del renacimiento, y los bajorrelieves erosionados narraban
epopeyas en un lenguaje indescriptible que recorría las cámaras pétreas de su
interior. Las ruinas de aquella civilización desconocida permanecían inmutables
en la meseta selvática... rumiantes durante miles de años de desolación. Las
rampas salientes de las pirámides conducían a guaridas subterráneas y túneles
inundados de aguas hediondas... despertando malestar entre los presentes. Aquel
extraño conjunto de edificaciones debió construirse con fines ajenos al
asentamiento, porque su habitabilidad era nula, empujando al batallón a acampar
sobre una pasarela basáltica despejada de impurezas vegetales por los machetes
romos. El sol se fundió en el horizonte con un beso moribundo que regaba fulgor
aurífero sobre las superficies rocosas de las inmensas edificaciones.
Fue
entonces cuando el horror se desencadenó de las tumbas milenarias para ascender
por los escalones vetustos del interior de la necrópolis. Una oscuridad
perpetua cayó como un telón sobre la expedición y ni el fuego más bravo
consiguió despejar las inquietudes de los hombres. Las horas pasaban lentamente
en la perturbable agonía de su vigilia... incapaces de descansar. Silencio,
incluso los mosquitos habían desaparecido aquella noche sin luna. La Tierra de
los Muertos... habían dicho los indígenas sin disimulo, y aquel asfixiante
panorama se precipitó sobre sus precarias vidas como una maldición. El Cabo
Martínez mantenía su fusil en el regazo, tallado como una gárgola sobre la
roca.... escuchando el chapoteo del agua estancada que provenía, enervante, del
interior de los túneles. El joven Solomeo debió imaginar mil horrores
indescriptibles brotando de las fosas abisales de aquel cementerio... cerrando
los ojos a deshoras y parpadeando con el corazón desbocado cuando un movimiento
repentino o un alboroto subterráneo quebrantaba su desconexión.
Estaba
dormido cuando la forma blancuzca se precipitó al círculo luminoso del fuego
con un grito inhumano parecido a un quejido... Ezequiel Solomeo con manos
temblorosas escribió y reescribió el aspecto siniestro de aquella monstruosidad
bípeda: sin cabeza, de brazos y piernas largas... y con la barriga abierta
mostrando una deforme hendidura de incisivos purulentos, esparciendo el hedor
putrefacto del agua infecta... al lanzarse con bestialidad sobre un soldado y
engullir su cabeza con su vientre abierto. Nunca olvidaría el crujido del
cráneo al romperse y el chasquido húmedo del cerebro al convertirse en pulpa
sanguínea cuando el morro purulento destrozó el hombre. El Cabo Martínez liberó
una ráfaga de disparos que iluminó la noche con fogonazos ensordecedores...
Solomeo avistó incontables formas descabezadas surgir de las grutas
subterráneas, y sus relatos se confunden con ignominiosas descripciones de
sombras reptantes que emergían de las fosas y las grietas como emanaciones
negras del abismo.
Los
soldados sobrevivientes al infinito horror de aquella pesadilla dejaron atrás
una esencia mucho más significativa que su cordura... cuando el equipo de
rescate consiguió recuperar los elementos sobrevivientes, arrastraron a nuestro
mundo un Mal imperecedero que seguiría eternamente a los desgraciados. El Cabo
Jesús Martínez se liberó prematuramente del martirio, y no tengo razones para
negar que el resto del batallón terminó por seguir sus pasos cuando el tormento
se volvió insoportable.
Ezequiel
Solomeo se sintió perseguido. La locura había separado la razón de la realidad
con una estridente paranoia... abandonando su mente a las pesadillas y las elucubraciones
más descabelladas. Fue dado de baja del ejército y repudiado por sus congéneres
civiles ante la demencia paranoica que lo hacía saltar de los sitios oscuros,
desconfiar de sus cercanos y guarecerse hasta el amanecer en un estado
atemorizado e indescriptible que terminó por causar temor. Ezequiel Solomeo
veía y hablaba con criaturas inexistentes que lo perseguían en las tinieblas.
Se había convertido en uno de los «Elegidos» de un dios loco disgustado en su
letargo prehistórico con los seres repulsivos que pululaban en la superficie
terrestre, formando colonias inefables.
Su
estado psicótico intentó ser suavizado con medicamentos, pero el bolsillo vacío
y el abandono fraterno convirtió lentamente al alienado en un paria. No supo
cuándo se halló en la indigencia, pidiendo en los semáforos para calmar su
estómago y gritando durante las noches tormentosas en que era perseguido por
engendros pesadillescos limitados por los vectores de su mente.
Fue
en esa miseria que encontró el consuelo psicotrópico de la brujería; para él,
sus demonios reales requerían de métodos «veraces» para ahuyentar su presencia.
El contacto con brujos lo relegó a las artes empíricas de los hechiceros de la
Montaña del Sorte, famosos por convertirse en Materia de espíritus durante los
Rituales de Descenso y por sus limpias energéticas en los altares panteístas.
Aquel individuo trastornado regresaba lentamente a la sociedad mientras sus
conocimientos mágicos iban en aumento... rodeando su cuerpo con amuletos de
hueso y estudiando las ciencias negras que encadenaban su alma como narcóticos.
Durante años estuvo preparándose para un Acto de Liberación: las fórmulas
mágicas y los preparativos para una gran ceremonia fueron plasmadas en sus
papeles con anticipación al Walpurgis que terminó con la vida del decrépito
anciano. Los manuscritos fueron requisados por la policía y la casa se selló
para evitar exploraciones indebidas... mientras que el horror que sobrevino
después marcaría eternamente al vecindario.
El
viejo Solomeo era temido por los niños con su satírica forma infantil de
desdibujar el mundo. Desde su muerte, las antiguas burlas transmutaron en un
digno respeto, quizás influenciado por la miseria del difunto... Los
acontecimientos que transcurrieron los meses posteriores al infortunio son un
recordatorio de los misterios del mundo. Al atardecer, sobre las sombras
magenta del claroscuro matizado por los colores del crepúsculo, se proyectaban
extrañas impresiones que hicieron de aquella hora un tabú para los juegos y las
reuniones. El vecindario se había permeado de todo evento inexplicable al punto
de que sus habitantes estaban familiarizados con la actividad inexplicable: los
platos saltaban de sus lugares, los animales enloquecían al anochecer y los
avistamientos de visitantes nocturnos se hicieron frecuentes. Aquella
incomodidad se había enterrado profundamente en las mentes de los vecinos...
como una presencia maligna que impera en un sendero invisible a nuestras
convenciones.
Eliana
Guzmán era propensa a las parálisis vespertinas, hallándose completamente
inmóvil sobre la cama tras despertar de una pesadilla febril. Los minutos de
rigidez eran realmente espeluznantes, pues el cerebro evocaba imágenes y
sonidos perturbadores que se confundían con cacofonías espeluznantes. Aquella
mañana, la joven señorita se había despertado repentinamente en un cuerpo que
no le pertenecía, incapaz de soportar su propio peso. Un ruido llamó su
atención, y los ojos despiertos buscaron la fuente de aquel arañazo seco...
encontrando una muesca perpendicular que rasgaba el concreto de la pared
contigua a su cama. Intentó gritar y arrebatar sus miembros flácidos,
prisionera de su cascarón de carne. El sonido era repetitivo y desesperado,
comparable al arañar de la puerta de un perro que intenta desesperadamente
entrar al hogar para guarecerse de las explosiones artificiales. Miró aquel
punto negro que sobresalía como una tumoración, rasgando y escarbando el
concreto... Un rostro indescriptible asomó de aquella membrana plasmática y una
mueca purulenta terminó por provocar un depravado alarido que despertó a sus
padres.
Eliana
fue encontrada sollozando en su cuarto, demasiado asustada para explicar lo que
sus ojos habían visto en la confusión mental de la parálisis. Su madre
descubrió la grieta larga y desigual que surgía de la pared como un perentorio
del horror al que estaban condenados y que intentó con desesperación brotar de
la pared. Cuando la marea de terror parecía calmarse, una proclamación de
pánico despertó al vecindario: un hombre solitario que vivía en un anexo a la
casa de los Guzmán emergió sobresaltado y gritando de su recinto. El hombre se
despertó a medianoche para contemplar una sombra negra brotando como líquido
bituminoso debajo de su cama... La forma de oscuridad absoluta se arrastró por
el suelo y se levantó como una masa etérea. El estado en que quedó el hombre se
contagió entre los adultos como una emanación del Mal. No tardaron en revisar
el tugurio de Ezequiel Solomeo, y desenterrar los extraños secretos que plantó
en su jardín estéril. Tras unas horas de excavación, encontraron sembrada una
zarpa de hueso envuelta en tela naranja, saquitos repletos con semillas secas
de distintas plantas y figuras de barro desgastadas similares a las imágenes
Yoruba del panteón bendito y una estatuilla de María Lionza sobre un chigüiro.
Concluyeron que Ezequiel Solomeo fue un satanista y que todas sus
manifestaciones serían absueltas con la intervención de un sacerdote.
La
primera impresión del Padre Antonio fue la de una Infestación Demoníaca,
proclamando un «Dimicatio» clerical donde participó la mayoría creyente del
vecindario. Durante la ceremonia se tomaron de las manos, oraron, encendieron
velas y expulsaron el Mal con rezos católicos. El portal referido por el
sacerdote se cerró con la culminación del discurso, y el vecindario fue
bendecido con una aparente calma. Las familias volvieron a retomar sus vidas
con prudencia durante semanas enteras de inactividad... hasta que la
desaparición de un perro provocó el desconcierto y la incertidumbre. El animal
parecía haberse esfumado tras una noche de inquietud que mantuvo al resto de
canes sollozando. La conjuración del anciano Solomeo no podía cerrarse por
canales ortodoxos de religión universal. Los adultos de aquella época creían en
las teorías más disparatadas acerca de un horror innominable invocado por aquel
brujo... sin tener la más remota certeza de que el pusilánime y decrépito
anciano había intentado proteger a los niños del Mal que lo arrastró a una
muerte lamentable.
La
madre de Eliana estaba encinta, esperando a un retoño que crecía en su vientre
con la misericordia de los ángeles. Quizás el avistamiento del horror concebido
en el espejo de la cocina logró colmar todas sus dudas... Había decidido
mudarse del vecindario, quizás fue la depresión del embarazo tras diez años de
intentos frustrados, más estaba dispuesta a huir del Mal que aterrorizaba el
vecindario. Pero, aquella madre no estaba preparada para la desaparición de su
única hija tras una violenta noche de tormenta en la que sus gritos fueron
escondidos por el fragor de la lluvia y los relámpagos. Los últimos días en que
Eliana Guzmán fue vista se la vio preocupada, ansiosa y perdida. Amaneció, y no
fue encontrada en casa... Las ventanas tenían protectores metálicos y la puerta
era inaccesible para ella sin la llave que su madre guardaba al anochecer en su
habitación cerrada con seguro. Lo único plausible era la grieta que se extendía
en la pared contigua a su cama, y que tras la mudanza y el abandono no tardó en
desmoronar la pared. La mancha negra de aquel horror trastornó en gran manera a
la embarazada que estuvo a punto de perder al bebé, y que no volvió a sonreír
por el resto de sus días...
La
desaparición de Eliana Guzmán provocó el éxodo masivo de los moradores de aquel
vecindario alguna vez habitado. Las casas se fueron deteriorando con el
abandono, y transcurridos los años, se han convertido en madrigueras de
alimañas humanas que celebran orgías de sangre y conmemoran la reminiscencia de
un horror inconmensurable que ni siquiera la hechicería del loco Ezequiel
Solomeo y los esfuerzos del clero pudieron contener, y que arrastró a una niña
hasta el infierno infinito escondido entre las paredes de la Tierra de los
Muertos.