Capítulo 6. Veinte Mil Poemas de Amor
Capítulo 6: Bromuro de Pancuronio.
—No puedo enfrentar este mundo, que se derrumba encima de mí. Necesito protegerte, pero... ¿quién me protegerá de mí mismo?
—Jonathan... estás llorando dormido.
Exhaló un vaho templado y, propenso ante la bruma de la inconsciencia, que se abate sobre el cerebro al despertar de un sueño anormalmente obstinado, derramó lágrimas. Se sentía como un espectro iridiscente flotando en un mundo de maravillas, que había perecido en explosiones fulminantes de muerte e infamias. Las alteraciones mentales padecidas por el incuestionable insomnio y el crapuloso desorden quimérico, transgredieron sus soberbios sentidos. Vagaba por una superficie plana que se alargaba hacía el infinito, y la luminosidad mortecina bañaba la dimensión unidireccional con motas de lubricidad y dunas de estrellas perladas.
La aquiescencia de una deidad plutónica gobernaba sobre aquel mundo distorsionado por las sombras, y la zarabanda de gritos lo sustrajo con tal despotismo, que una película grasienta de ebriedad se desprendía de su piel arrastrándolo a una proyección tridimensional, y vacua; conformada por sonidos, sustancias y olores horripilantes. Se irguió en aquel espacio entre los tejados, asediado por el libertinaje de los elementos; tembloroso y enfermizo... Se había amarrado el revólver a la mano y presentía a sus perseguidores culebreando y destazando las casuchas arracimadas, como hongos fosforescentes violentando las superficies en las montañas de la locura. Estaba adolorido, y su nariz sangraba por el golpe recibido durante una vorágine de tempestad. Su último recuerdo consistió en escrutar los faros del automóvil desapareciendo en la carretera, mientras él saltaba por los tejados siendo atormentado por los disparos quisquillosos. Un abismo negro se abrió ante sus pies como una boca purulenta, y un lapso de tiempo después, nadaba en lagunas de olvido. Era perseguido por zorros cáusticos de insigne ascendencia trigueña, envueltos en constreñidos abrigos púrpuras, armados con mosquetes y cimitarras. Jonathan levantó el revólver al cielo, y jaló del gatillo con un estruendo atronador que sacudió los ramales de los magueyes carnosos y los centinelas grisáceos.
Saltó a un tejado metálico, y un fantasma claroscuro lo atrapó en pleno vuelo, viraron en una danza draconiana y las láminas podridas se deshicieron en una hojarasca herrumbrosa. El suelo frío y rasposo lo recibió con un beso doloroso que estremeció su costado y su brazo izquierdo... Rodó por el suelo con los pensamientos mezclados y escuchó el ulular del viento mentolado y los escarabajos deshuesando las troneras. El fantasma de candor evanescente esgrimió un pesado mandoble y trazó un arco de acero manifiesto. Jonathan puso los ojos en blanco, y escuchó el restallido de un látigo... Cayó de rodillas con pesadumbre y se apuntó el pecho con el cañón de la pistola.
Escuchó un tronar de dedos, y una voz suave cantar una sonata lozana. El rumor de un grueso telar precipitó su mente a espectros invisibles ataviados en túnicas negras.
—Y en la noche, que las estrellas salen... Yo pienso en ti, mi amor.
Jonathan negó con la cabeza frenéticamente, y la pistola tembló azogada en sus dedos. No consiguió escrutar la figura neblinosa formada por grajos ruidosos.
—Me despedí, pero te mentí... no me quería alejar.
La cabeza del zorro antropomorfo se disolvió en un amasijo pulposo de pelo quemado y carne chamuscada. La otra figura silbó, evocando ultrajes y lúbricas espantosas. Jonathan levantó su mirada y gritó de horror al contemplar el rostro escondido detrás de la máscara de plumas azabaches.
—¡Ya no puedo más! —Quería arrancarse los ojos para no volver a encontrarse con esa persona—. ¡Quise borrarte y olvidarte! ¡Pero te vuelvo a recordar! —Se mordió la lengua y su boca se llenó de sangre—. ¡Sufro de trastornos! ¡Siempre te quiero llamar!
La Muerte se arrancó su rostro ceniciento y lo señaló con un dedo huesudo. Su voz de ultratumba era provista de un resuello rasposo.
—Todos los suicidas han de encontrarse más allá del sol de medianoche.
Sintió los latidos de su corazón a través del cañón metálico de la pistola. Negó con la cabeza, famélico. Aún no era su hora...
—El día que me suicide, volarán al cielo miles de mariposas negras, nacidas de todos los cipreses que sembré infortunadamente... esperando ver florecer este desolado campo de piedras.
—Nunca aprendes, Jiménez, ya has estado aquí antes.
El fantasma claroscuro se evaporó con un silbido deshilvanado, y las sombras retrocedieron asustadas, garrapateando sobre el desprolijo suelo hasta esconderse en sus rincones más iracundos. El zorro muerto resultó ser un hombre velludo de piel cetrina, y el espíritu inquisitivo era el torturado y lozano Samuel Wesen. Su cabello pelirrojo se desparramó sobre su cabeza como una araña de fuego... y una gabardina negra escondía las auténticas proporciones de su cuerpo. No llevaba estilete ni fúsil, iba desarmado, pero los híbridos antropomorfos que lo perseguían murieron en extrañas circunstancias. El sueño fue abriendo paso al mundo como una llaga enconada, y sus ojos se acostumbraron a la tenue penumbra.
—No pude salvar a Ronny, lo siento—negó el pelirrojo—. Lo tenían rodeado en una casucha y fue acribillado con metralla dejando su cuerpo completamente destrozado. Se acercó a la entrada del infierno, pero la capilla era ocupada por una reverenda barricada que esconde sus males más execrables.
Jonathan palideció, siendo sofocado por un frío penetrante. Un calor horripilante escaló por su pecho y garganta como un bicho engullido que quería escapar fervientemente. Por instinto, acarició la joya negra en su muñeca, pero no la encontró... y palideció.
—¿Mi péndulo? —Gimoteó en vano—. ¿Dónde está? ¡Mierda! Lo perdí... ¡Mierda! ¡Mi péndulo! ¡Mi recuerdo!
Sam lo zarandeó por su visible perturbación... pero no se calmó, estaba transpirando y sofocado.
—Es solo un viejo y feo collar. Una piedra de plástico teñida de negro.
—¡Tú no entiendes! —Miró, frenético... Pudo haberlo perdido en la habitación o en la persecución—. ¡Es un recuerdo importante para mí! ¡Tiene un valor incalculable!
Jonathan rebuscó la baratija en los escombros, pero era imposible encontrarla por toda la trayectoria recorrida en su refriega. Cuando dio el hecho por imposible, decidió seguir a Samuel en su caminata por las callejuelas destartaladas de tierra fría y casas estrujadas por los vientos feéricos que procedían de las lomas septentrionales. Las penínsulas del olvido flotaban en el colectivo inconsciente y daban forma a contravenciones inenarrables que hervían en el abismo de las gargantas y recorrían, en jaurías diabólicas, los bosques espesos durante las noches sin luna. Los camposantos indígenas de la región albergaban mitos sobre seres descarnados, formados por miles de ojos y apéndices enfermizos, que desenterraban los cadáveres frescos y perseguían a las embarazadas.
Intentó disimular los temblores, pero Sam fingió no enterarse... Bordearon el pueblito desolado, estudiando su fisionomía estupefacta de techumbre tapizada y asfalto, y sus inherentes callejuelas de adoquines que confluían en plazas redondas de arbustos esqueléticos y bustos de próceres aguerridos. Un ambiente pesado y frío caía sobre sus hombros como una docena de manos martirizadas, y las lomas escarpadas ofrecían un páramo inhóspito de desasosiego y soledad; las cumbres titánicas se alzaban como un presidio en torno al pueblito alargado, poblado de gigantescas arañas, enterradas bajo toneladas de tierra y vegetación. Había un par de plazas imitando el estilo bolivariano, un sanatorio ruinoso de paredes maltratadas por el moho, una escuelita católica derruida y varios edificios de dos plantas desgarrados por los embates de la naturaleza. El sendero montañoso por el que discurrieron se hinchó como una vena purulenta, y dio paso a una calle de guijarros resbalosos que conducía a uno de los extremos del pueblito montañés.
El frío era más inclemente en aquella cara de la loma fantasmagórica, y una niebla almidonada descendía subrepticiamente, envolviendo las arboledas de ramas protuberantes y las techumbres con tentáculos blancos y horripilantes. Las celosías de las ventanas estaban cegadas, y los portales fueron sellados con tablones y remaches... y la neblina había encapotado el cielo pálido como una cúpula de desesperación. Fueron vetados del planeta, y las casuchas arracimadas sobre la loma parecían gigantes dormidos envueltos en sudarios translúcidos. La ceguera fue tal, que lo único perceptible eran las grietas en los adoquines y las malezas que se abrían paso entre las rendijas del pavimento. La vida desapareció, y en su lugar flotó un cúmulo de pseudo pensamientos dispersos... Ni siquiera pudieron descifrar los sortilegios tallados en las losas hexagonales y los obeliscos de cemento que se alzaban como agujas de olvido. La niebla, espesa y húmeda, los atrapó en sus masas de sueños...
Y sin avistar, más por la leve ausencia de luz diurna, se toparon con una capilla abandonada y sepultada en tinieblas. Un mal rectante huía de su portal desprovisto de puertas y sus ventanas quebradas... La pintura corrida había desaparecido de su estructura, dejando todo gris y muerto. Y las cruces que rodeaban el edificio delataron la presencia de un antiguo camposanto aparentemente inutilizado. La niebla escapaba del campanario como si de humo blanco se tratase, pero ningún calor era percibido... y en el interior encontraron el más carcomido desorden y abandono. Las sillas, los altares y el atrio; todos de madera, se pudrieron hace incontables décadas hasta que solo quedaron cascarones de hongos y alimañas.
Las estatuas de yeso del Cristo Redentor y la Virgen María, fueron vandalizados y ridiculizados; el Hijo de Dios lucía un pene obsceno adherido a su entrepierna mientras la madre llevaba escrito groserías y dibujos lúbricos en su manto. El resto de estatuas fue destrozado o robado... y el umbral que conducía al salón episcopal estaba completamente negro; tan obscuro... que el solo contemplar su lejanía era suficiente para congelar la sangre del cerebro. No era oscuridad: era el vacío aterrador materializado en sustancia. Un ser viviente parcialmente material emergió de aquella negrura más terrible que el Averno, y su fisionomía escrupulosa se desdibujó como una sombra de miles de diablos bailarines.
Un fauno de mil ojos de pelo hirsuto con un pentagrama de sangre pintado en la frente... El sucio egipan esgrimía una flauta furibunda de la cual arrancaba notas agudas y horripilantes, mientras sus largas patas velludas iban taconeando el suelo con un andar crapuloso y malsano. Detrás del ser demoníaco repleto de ojos oliváceos, emergió, como una aparición, el achaparrado y negrísimo, Eduardo Tunez; famoso brujo perdido en algún sitio de los llanos orientales.
El ser altísimo con el vientre robusto plagado de ojos emitió un chirrido con su flauta de hueso parecido a un aullido abominable, y se cruzó de patas antes de sentarse en el suelo. Era tan alto como el brujo y ellos, estando sentado, y el doble de pie. Sus cuernos retorcidos de cornamenta grisácea y su cabeza alargada de cabrio impío, podían llegar al techo.
—El Chacal ha atormentado el mundo con su naturaleza ignota—blasfemó el brujo, moreno como el café y de ojos diminutos. Vestía una camisa blanca con chaleco negro, pantalones grises, apargatas de madera y un sombrero de paja con una pluma azabache que solo podía pertenecer a un pájaro demencial—. Los Doce Reyes Magos de Israel se han levantado de sus tumbas, invocados por fuerzas tenebrosas y hechizos de sangre por el ancestral Mago de la Sal—un pentagrama invertido fue dibujado en la frente del brujo, y sus ojos llameantes se estremecían ante las melodías fúnebres del espíritu inmundo, mediador de Esferas dimensionales y proyecciones corpóreas más allá de los dotes humanos convencionales—. Mucho más antiguos que la primera civilización humana, estos híbridos provenientes de las estrellas son los vástagos antediluvianos del arconte Caín, Último Señor de los Primigenios, posterior a la Muerte Fría... y fueron paridos, concebidos por el sufrimiento y el pudor, por el parásito interestelar Lilith. Los Innombrables cantan sus canciones, ya muertos, con lóbrega tristeza... Narran que el advenimiento del Arconte traerá un renacimiento para los Primordiales y los adoradores del Dios Loco... y tendrán potestades sobre las Esferas del Conocimiento y la Hechicería capaces de desvelar los misterios de la luna y las estrellas—la voz metalizada del moreno se deshizo en un hilo... fue como si bajarán el volumen de súbito y un eco espectral proveniente de cavernas execrables manara en forma de gases mefíticos—. La Víspera del Walpurgis sacrifiqué los siete gallos y dibujé el Círculo de los Siete Elementos coronado con la cabeza del macho cabrio como receptáculo... Y fui capaz de descender por los sesenta y seis escalones de basalto hasta la Primera Puerta de Piedra construida por los Inmortales, razas semi físicas incompresibles, durante su servidumbre ante los Primigenios. Recorrí durante siete ciclos el desierto vidrioso hasta que la Constelación del Dragón devoró el firmamento con sus ojos llameantes y sus incisivos cósmicos... y los Innombrables, fragmentos de almas extraviadas, se reunieron conmigo en el Noveno Círculo de Piedra para parlar sobre los misterios de las figuras que yacen en tinieblas carmesíes. Sus epopeyas narraron los secretos de océanos plagados de fulgores en eras noctilucas, y paisajes mesozoicos... cuando diversas razas se disputaron la hegemonía del planeta, uno de los últimos habitables en la galaxia.
»Uno de ellos, el fragmento de un ser emplumado cuya especie agonizante fue exterminada por los Demonios de la Tierra; me relató diversos relatos sobre los Primigenios, organismos derivados del oro, a diferencia de nosotros: masas de carbono y hierro. Entre ellos existió un conflicto... presidido por Caín, uno de sus arcontes malditos, y un pacto ancestral con un parásito interestelar para dar cabida a monstruosidades inenarrables que fueron imitadas puerilmente en los círculos sacrílegos de Sodoma y Gomorra. Más allá de este umbral encontrarán las respuestas, y todo se remontará a un capítulo inconcluso en la Isla Esperanza. Épocas de héroes grandiosos y monstruos como ustedes...
El Centurio de los Mil Ojos emitió un chirrido metálico con su flauta que heló la sangre, y se levantó, sus cuernos rozando el alto techo, para adentrarse en la negrura del umbral con su andar peculiar, taconeando como un diablo maquiavélico. Eduardo abrió su boca, y esta se expandió como una vipera, negra y profunda. Sus ojos se distorsionaron y su cuerpo estalló en llamas carmesíes... y se deshizo en un vaho de chispas cerúleas; que saltaron desde su cabeza hasta sus pies, disolviendo estas partes respectivamente. De la silueta inmaterial del brujo solo quedó un hedor mezquino a tufo y azafrán....
Jonathan tembló visiblemente y escudriñó la fisionomía de Sam con gesto turbado. El pelirrojo parecía esculpido de una única pieza de ónice vidrioso, y su tez pálida resplandecía ante los rayos de luz luna que se filtraban por las rendijas del techo agujereado... La cicatriz que iba del lóbulo de su oreja hasta el puente de la nariz le confería cierta gravedad a su tosca cara, pero compensaba esta deficiencia con unos ojos tan rojos que parecían charcos de sangre derramada por prostitutas pelirrojas.
El Inquisidor buscó instintivamente el péndulo en su muñeca, pero no lo encontró y se sintió mal por ello.
Sam carraspeó, cruzado de brazos.
—¿Era muy importante esa baratija?
—No—sonrió, libertino y señorial... Envuelto por la locura—. Era un presente de mi pasado que quería llevar siempre conmigo. Arruiné todo... Ella dijo que no quería perderme, pero lo que no sabía... fue que ya me perdió, y pienso, que desde hace mucho tiempo... yo también la perdí. La perdí... He perdido todo, y ahora me encuentro en el umbral ante las puertas de la oscuridad.
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