Capítulo 1. Veinte Mil Poemas de Amor

Capítulo 1: Ruega por nosotros los pecadores...

—¿Cuál es tu nombre, demonio?

El padre Claudio aferró la biblia beatificada con los lentes culo de botella empañados por el frío pavoroso que descendió en la habitación. La pequeña Francis se retorcía pesadamente sobre la cama desvencijada, ensañándose en una cólera elíptica de ominosas alusiones a perversa condenación eterna. Sus ojos oscuros brillaron con malignidad, y el delgadez de sus miembros y rostro enjuto... desdibujó un cabaret de formas tenebrosas que inducen y atrapan en la más remota locura. Las troneras de la habitación se estremecieron y una vibración pulsátil de irradiación y ritmo horribles lo esquilmaron a un reducto neutro de vago horror sintético; ciego e indefenso, ante aquella enconada guerra espiritual... que latía en la lejanía a vectores cáusticos e innombrables.

La entidad que poseía a su pequeña hermana habló con voz ronca y etérea, sin inmutarse ni en los pliegues del rostro, cual deforme ser embozado por una mantilla de tejido grasiento.

—Soy el Demonio del Meridiano, aquel que habita en la Tierra del Silencio.

Jonathan gritó de pánico ante el despliegue del circo horripilante, y atisbó las agujas perfiladas de chapiteles derruidos en junglas perfumadas de geometría controvertida y grotescos palacios de marfil. Aún recordaba las manos cáusticas de su madre posadas en sus hombros durante el exorcismo, y el cortejo de miasmas corrosivos que arrojó premoniciones a territorios abrasivos de luminosidad y ondas incandescentes. Las terribles voces guturales que brotaban en cauce de la garganta de su hermana flotaron en la estancia con morbosidad espumosa y pliegues neutros de antiquísima demencia. La habitación de paredes gastadas volvía a temblar en cada ensoñación, y una llovizna tórrida de vino mefítico bañó las tejas de la techumbre... Escuchó el rumor del ácido disolviendo la arcilla y los pórticos coronados de espinos del desequilibrado mundo onírico. Las voces ofidias pregonaron sortilegios y maldiciones en idiomas litúrgicos, y antiguos pasajes incognoscibles de ciencias paganas... La voluntad del sacerdote de rostro curtido flaqueó, y la niña se sentó, azogada, rio sardónica, y rompió su cuello de un tirón.

Jonathan despertó de la pesadilla, rompiendo la tensión de aquel litoral de abismos insondables que lo atormentaban desde abusivos tiempos pretéritos. Era como si en su cerebro vivieran esos momentos... congelados hasta que sin consentimiento, salían a hacer travesuras, sin mesura, con sus sentimientos. Escuchó el retumbar del portal, y buscó instintivamente un cigarrillo del aparador en la mesita de noche...

Miró a hurtadillas por el sudario de la cortina, y a través del crisol pudo avistar una figura de gabardina oscura y sombrero de copa que sostenía un maletín de cuero; solo podía tratarse de un emisario de malos presagios. En su habitación del segundo piso coexistía una ornamenta colección de valor sentimental y arqueológico: repisas repletas de libros confiscados de los más siniestros aquelarres, chucherías extravagantes de la mano de artesanos poseídos por fuerzas artísticas que rayaban en lo profano, y una mezcolanza de objetos anómalos procedentes de las cavidades más ignotas de la Fundación Trinidad. En el armario guardaba la espada muramasa que compró en el mercado negro, cuya maldición era augurio de derramamiento de sangre. Encendió el cigarrillo con el extraño yesquero con forma de calavera, cuyos ojos iridiscentes eran dos rubíes. Por alguna extraña razón, la llama era carmesí... cosa que desconcertó a los investigadores de lo sobrenatural. 

Volvió a escuchar el incesante toqueteo de la puerta de madera y espiró el humo grisáceo mientras la nicotina envolvía sus pulmones, inyectando dosis de presunta saciedad y vigor en su sistema circulatorio. Estudió en el espejo las inusitadas ojeras del rostro pálido, y su desprolijo cabello azabache... El Rey Rojo tatuado en su pecho solía arder cuando se encontraba en aquella ciudad de mala muerte, y los jeroglíficos arcaizantes en sus antebrazos picaban por la resequedad. 

Bajó al rellano por la ruidosa escalera y recibió al Padre Anaximandro con una sonrisa sardónica y un suéter oscuro con cuello de tortuga para el prodigioso frío de la temporada tempestuosa en Ciudad Zamora. Un cielo plomizo e inmaculado atiborrado de nubarrones amorfos se precipitó en la lejanía con esporas de desolación.

—Jiménez—el padre de rostro curtido y ojos cerúleos lo escudriñó con los labios inexistentes fruncidos en una mueca de serenidad exultante. Tomó asiento en un taburete y cruzó los dedos nudosos sobre la mesa del salón amueblado, de piso barnizado, paredes mostaza y estantes colmados de reliquias variopintas de procedencia cosmopolita—. ¿Por qué no has respondido las convocatorias de la Junta del Tabernáculo?

Jonathan se encogió de hombros con el cigarrillo entre los dedos.

—No tengo buena cobertura.

—¿Por qué te escondes en Ciudad Zamora?

—Porque no hay buena cobertura.

El padre frunció el ceño y aspiró profundamente para calmarse, de todos los eunucos del sacerdocio romano... su señoría Anaximandro era el más severo. 

—Es una capital lamentable y empobrecida.

—Aquí hay buenos amigos—fumó despacio y exhaló un vaho infame—. En este lugar... no me siento tan solo como de costumbre. Últimamente mis días son grises y apagados, ¿crees que es mi culpa? Yo mismo cave la tumba, y me sepulté mientras brillaban las luces de toda esta ciudad. Lo merezco, ¿sabes? Este presuntuoso homenaje es mérito de mi agobio en Tokyo... Me ha frustrado mi pequeñez ante las ruines exigencias de mi oficio, y el entendimiento de un panorama multiforme e infinitesimal de horrores expandió mi perspectiva. Esos dementes telepáticos y sus Bakemono...

Se detuvo para fumar en silencio mientras contemplaba el cuadro al óleo que colgaba de la pared que separaba la cocina del salón. El retrato del demonio era horripilante, inenarrable y su incidencia en la psique procuró cierta transposición a terrores primitivos y umbrales de prodigiosa imaginación para el caldero artístico de tales horrores... pues, asemejó un ser que escudriñaba las esferas del mundo detrás de un espejo de pintura. Suposiciones tales rebasaban los límites de la solemnidad de aquellos catedráticos versados en materias prohibidas ante cuestiones equidistantes de edades y estirpes vetadas de la singularidad tridimensional. El demonio inmortal era un ser antropomorfo de gruesa túnica grasienta, y largos brazos angulosos y embadurnado de una grotesca mantilla grasienta y bituminosa. Pero aquel horror que rebasaba y desmentía la comprensión sojuzgada de la demonología, y otras artes espirituales... era una tórrida y pulposa cabeza de insectoide, formaba por caparazones oscuros repletos de pinzas con forma de garfio que parecían retorcerse insuflados de una vida inusitada... La cabeza del ciempiés poseía antenas horripilantes que estudiaban la huera eternidad, rodeada por un nimbo de apetencias mezquinas, imputando sacrificios, leyes filosóficas y moralidades incognoscibles. La silueta ocasionaba ceguera condicional y los jeroglíficos pintarrajeados en el marco de bronce exponían una antigüedad relevante a los albores confinados por los faraones egipcios. El detalle posiblemente más nefasto y perturbador de la pintura, inspirada por pesadillas descarnadas a un autor desdichado, era aquella aura ínfima que reposaba en el insólito paisaje lovecraftiano de maravillas fragmentadas en horribles tumbas abiertas, picos brumosos y marismas de oleaje oleaginoso... imputando cierta perspectiva de locura y profunda sapiencia. La parcial demencia transmitida por los ruegos ofuscados constituía el contorno execrable del auténtico núcleo crepuscular de silencio y misterio, pues bajo el brazo de aquella criatura, servidumbre y patrono de las tinieblas más intrínsecas del Averno, reposaba un libro de tamaño anormal, encuadernado con un rostro humano, que únicamente podría tratarse del innominable y pasmoso, Libro de los Grillos; salvoconducto a regiones ajenas al hexágono poliédrico del universo tangible... y pasaporte a reinos de seres mefíticos, hechizos cáusticos y pedestales de ónice por los que fluían sanguíneos ríos de locura. Azzaroth, el escriba del sol negro que habita en el Meridiano.

El padre Anaximandro se pasó una mano blancuzca por el rostro pálido de barbilla prominente y lampiña.

—¿Y el otro muchacho?

—¿Samuel? —Se dominó, y acarició el rosario con la cruz tallada en su pecho... La madera rojiza era cálida y reconfortante al tacto—. Era un buen joven, con talento; pero el caso Bakemono... fue demasiado. Las cosas que vimos en aquellas cuevas marcadas por portales rojos a países habitados por espíritus... Lo rompieron de la forma más horrible concebida.

—Él es uno de «ellos»—el padre frunció los labios y se persignó mentalmente, ensimismado—. Lleva los genes del diablo en la sangre...

Jonathan sonrió con disimulo, y suspiró...

—Quería alejarme, padre—terminó de consumir el cigarrillo y apretó la colilla en su puño con ardor—. Me estoy ahogando en esta marea de cemento, y lo único que anhelo es que algún día me deje de doler.

El padre alto de traje oscuro y gabardina negra recorrió la sala, escrutando los vestigios enmohecidos por las calamidades rendidas ante la cadencia de pesadillas espirituales, y ostensibles caudales de mutación extraídos de fosas subyacentes a degeneraciones evolutivas. Sus ojos impregnados de ego fueron retenidos por una peculiar mano fosilizada en un cilindro vidrioso: cuatro dedos parecidos a zarpas, hecha de un caparazón calcáreo procedente de un crustáceo abominable. Aquel mitón de hueso fue amputado a un batracio de las profundidades submarinas tras un maremoto; allí abajo, donde se retuercen y gritan, engendros marinos aglutinados en un ciclo tortuoso.

El Japa Mala bendecido por yoguis hindúes sellaba en ceremonia sacra a un abominable libro de tamaño incompresible. Las ciento ocho cuentas de madera envolvían el manuscrito encuadernado en una extraña piel rojiza, cuya portada era un rostro humano de rictus afligido... y en su lomo relucían los caracteres horribles de algún idioma alienígena. El libro innominable y sus terrores incólumes fueron desterrados por gruesos talismanes de papiros antiguos, formulados por kanjis japoneses de la prosa de monjes budistas. Los tratados alquímicos y opúsculos de ciencias arcaizantes llenaron las repisas, y los atrapasueños colgaban de la techumbre de maderos del primer piso. El estudio, el depósito y el balcón eran el doble de custodiados por fuerzas restrictivas para ahuyentar intrusos astrales de sus dominios... y su contenido ignoto y sacrílego representaban un torbellino de éxtasis pavoroso y supranatural.

El padre Anaximandro frunció los labios y clavó sus globos oculares de rugosas cuencas, en el fragor de las iris profundamente negras del joven pistolero. Levantó su pesado maletín y soltó los broches dorados para extraer una resma de cartas, mapas y manuscritos ictericios. 

—Hace unos meses acontecieron violentos huracanes en los desiertos de Asia y África—arguyó el anciano hombre de rostro pacífico y voz grave—. Tormentas de arena levantándose como gigantescos titanes invisibles, barriendo las dunas más antiguas del planeta y reabriendo las entradas a hipotéticos mausoleos de ciudades muertas, pirámides improbables y criptas ancestrales de épocas pretéritas. Esclarecer el surgimiento de estas imprevistas fosas llamó la atención de la arqueología internacional y los saqueadores mercenarios del mercado negro en el mundo ignoto. Una Guerra Santa se está librando en el mundo Islámico, cual cruzadas ocupadas por los templarios... y los descubrimientos van de la mano con la destrucción implicada. Egipto, Arabia, Irán, Sudán y numerosos países han dictado leyes para la conservación y estudio... y el Vaticano formó parte del convenio de preservación. Enviamos a multitudes de eruditos a terreno baldío, y descubrimos una ciudad subterránea que cruzaba gran parte del mundo antiguo, con túneles y cámaras inocuas infestadas de escorpiones y ratas negras. Un bálsamo de ironía relató vivencias del pasado, y un terror carnoso a agentes desconocidos que obligaron a la humanidad, en una edad temprana, a refugiarse durante las noches... de endriagos diabólicos. Hemos trazado teorías y diagramas acerca de este misterio, y las leyendas locales solo murmuran reiterativas epifanías sobre genios y abominables pusilánimes del desierto. Impostores disfrazados de hombres, pero que no eran tales. Una de nuestras mejores espeleólogas desapareció hace dos meses... Careció de sentido que una científica experimentada se esfumará repentinamente, pero, asumimos que la guerrilla le habría asesinado al invadir territorio vulnerable. Pero, el mismo día que no regresó... hubo un temblor de tierra que achacamos a la actividad sísmica frecuente... y cierta psicosis colectiva por pesadillas que concebimos a la paranoia de la perdida de Viviana Gonzalez. A medida que íbamos trazando mapas de los túneles subterráneos y las ciudades ciclópeas enterradas... más científicos empezaron a desaparecer sin motivo. El gobierno egipcio nos proporcionó un refuerzo militar, pero los grupos mercenarios lejos tenían que ver con el horror que se retorcía bajo nuestros pies. Durante semanas tuvimos que suspender investigaciones, y extrañas pesadillas invadían las noches de los más imaginativos estudiosos. Hubo casos de depresión, paranoia y un par de suicidios que levantaron la creencia de una maldición liberada de las profundidades del pasado. Los huesos extraídos estaban roídos y fue... cuando encontramos los manuscritos de la doctora Viviana, manchados de sangre—los documentos envueltos relucían manchas oscuras de olor ferroso—. Y... su esqueleto descarnado. El espectáculo de horrores fue impensable, y todo empeoró cuando, repentinamente, cesaron... Yo mismo soñé con una figura envuelta en una túnica escarlata con cabeza de demonio que bajaba por una escalera de arenisca; pero eso no viene al caso, pues... lo que sea que se haya removido por miles de años en la necrópolis subterránea del desierto, desapareció sin dejar rastro. Pero, este mes... una revolución de asesinatos comenzó desde Roma, trazando un curso depravado, hasta Venezuela. Todos los asesinatos ocurrieron sin un patrón de víctimas, salvo por la completa ausencia de líquidos en los cuerpos mutilados. Se acercaron al Vaticano, lo estudiaron... pero, desviaron su atención hasta llegar a este país. Todo esta conectado por las muertes acontecidas desde entonces... Un caos vampírico se ha levantado de tumbas ignominiosas.

Jonathan examinó los textos rescatados, estaban firmados por el difamado autor Jesús Herrera, investigador cuyos manuscritos fueron confiscados por el Vaticano hace varios años... Aquel apellido conllevaba un peso descomunal en la preponderancia estructural del mundo ignoto. Los registros litúrgicos y anotaciones de índole mitológica, hebrea y persa, señalaron antiguos mitos antediluvianos y bíblicos. En ellos, traducidos a español de pergaminos antiguos y tablillas cuneiformes, se leían pasajes inhóspitos de tribulación y persecución... ante un horror concerniente a razas malignas que se vestían con pieles de hombres, engendraban híbridos quiméricos con las mujeres, y degustaban niños en aquelarres adoradores de Satanás y Behemot. Algunos códices fueron encriptados en un complicado anagrama de idiomas y caracteres complejos, que haría necesario de cierto apéndice para descifrar su tartárico enigma. Los diagramas en los mapas antiguos poseían una geometría invertida a continentes extraños, y la noción de pequeñez ante la inmensidad indecidible en el equilibrio de las cartas provocó una polícroma carencia en el espesor de la historia análoga. Descuadrar las cartas firmadas por el desaparecido hombre requerirían de un considerable diezmo de esfuerzo mental. 

La lluvia carecía de sonido, y un relámpago penetró su resplandor en la casa cuadrada de dos pisos con fachada tosca de madera y recibidor de columnas jónicas. El semblante del padre no transmutó, inexpresivo con su máscara de cera ensombrecida bajo el ala del sombrero. Se quitó un anillo de oro del dedo meñique y lo colocó sobre la mesa, ni un millón de cigarrillos lo haría olvidar la tozudez y la firmeza de las palabras masculladas por el austero caballero romano.

—Esta es una orden sacerdotal de la más alta jerarquía—confesó Anaximandro, y el ángulo de su perspectiva creyente dominó parcialmente el augurio del taciturno joven laico—. El Papa Vitelio—frunció los labios finísimos—, fue atormentado en sueños por estas doce sombras del pasado... hasta que su salud decayó. En su lecho, ha dictado una orden eclesiástica de máxima autoridad para abdicar el cargo extinto de Inquisidor a Jonathan Aldous Jiménez Belisario—con sus dedos manchados empujó el anillo dorado de la cruz encendida—. Se ha restablecido el Tribunal de la Santa Inquisición para perseguir a los protestantes contra los dogmas de la fé. La Junta del Tabernáculo bajo tu responsabilidad, pasará a ser autoridad espiritual del mundo físico como juez y verdugo.

Jonathan cogió el anillo de oro y detalló el ornamento de la cruz encendida en fuego con la inscripción: «NIHIL PAR DEMONIUM NES DEMOSTRATUM», trazando una parábola alrededor de la venía sacrosanta. Un supremo pasaporte para librar batallas encarnizadas... ahora no era un agente romano, era una autoridad del Vaticano, y las basílicas debían prestar veneración a su semejanza.  

—Primero—dijo. Su rostro pálido y sombrío, de ojos negros y cabello revuelto, adquirió una mutación maligna, albergando una suavidad almidonada, y una severidad impropia... de facciones afiladas y negrura capaz de arrastrar las constelaciones—. Dictaré axiomas para concebir un tribunal a la altura, prohibiendo los votos de celibato, la denigración y la guerra santa—fueron sus primeras postulaciones. Volvió a vestir el espléndido traje negro del sacerdocio, confeccionado por sastres italianos, pantalones oscuros y zapatos elegantes de gamuza. El traje escondía sus tatuajes de diagramas mágicos, y la gabardina negra era espléndida—. Deben estar desesperados—sonrió, y se calzó el alzacuellos de plástico... El rosario de cuentas envejecidas relucía junto con el crucifijo bendito, fragmento de la Vera Cruz bañada en la sangre divina—. ¿Saben que están haciendo un trato con el diablo? Soltaré la cadena de Cerbero para que los mastique eternamente como al bien amado de Judas Iscariote.

Podía sorber el supurante odio que bullía en torno al padre Anaximandro tras la concesión. La orden eclesiástica fue firmada y sellada por el Papa Vitelio, y una carta de su santidad le cedió los derechos investigativos en el Vaticano que tanto deseaba, y una ceremonia caballeresca de ungimiento con óleos sagrados para la restauración de la Santa Inquisición Romana. Jonathan se ajustó la gabardina de numerosos bolsillos, también escondió el cartucho de navaja anómalo, el yesquero inagotable de llama carmesí; y el revólver que le regaló su mentor, Fernando Escalona, durante su aprendizaje en demonología.

En Ciudad Zamora tenía viejos amigos, uno de ellos era Paulina Herrera, hija del susodicho investigador desaparecido, que lo recibió amablemente con una sonrisa sardónica y un rifle Winchester muy antiguo de madera, con bayoneta y ribetes de plata. La alegría con que la delgada chica pelinegra lo recibió, era reflejo del pudor impregnado hasta el tuétano en su delgadísimo cuerpo de zarigüeya.

—¡¿Dónde están mis malditos dos mil dólares?!

Jonathan subió las manos, y el pequeño cuarzo negro asomó de su muñeca mutilada.

—Vanidades, querida—no parpadeó. El cañón del largo mosquete olía a azufre—. Voy a pagarte con intereses.

—¡Maldita sea, Jonás! —Bajó el arma y frunció el ceño. Tenía los labios pintados de rojo y una chaqueta ambarina con pantalones de pana y botas militares—. ¡Hace dos años me pediste cuarenta kilos de cocaína rosa... y te desapareciste junto al pelirrojo! ¡Ya no te daré más sustancias sin pagar! ¡Págame el dinero o necesitarán una pala para arrancar lo que quede de tu cabeza en el pavimento!

El complejo de tres pisos que pertenecía a los Herrera era de color malva, con ventanas coloreadas de añil... y habitaciones secretas repletas de instrumentos alquímicos ilegales y grimorios restringidos. No trataba con Paulina desde que acogió bajo su seno al extraño Samuel Wesen, cuyos dones para el domino de fuerzas energéticas propicias de su estirpe... resultaron grotescos y fuera de lugar entre los acólitos racistas del sacerdocio católico. La colección de los Herrera era fuente frecuente de ocultistas y taumaturgos, por su complejidad y abundancia en tratados presuntamente quemados por hogueras... Tales como el Borellus, traducciones del Libro de los Grillos y la Turba, del Convenio de Salem. Samuel y él se involucraron con un cargamento de huesos exhumados en camposantos de guerra y panteones de brujos ignominiosos, que atravesarían la frontera de Brasil en poder de la guerrilla colombiana para el maquiavélico Nigromante Kausell Courbet... y tuvieron que chantajear a los refinados indígenas de esas tierras sin ley, con la mejor droga alcaloide del mundo ignoto.

—¿Qué has sabido de tu padre?

—Hace diez años que me dejó sola, maldito insensible—le apuntó a los ojos con el arma—. ¡Habla, Jonás! ¡Sabía por las malas lenguas que estabas residenciado en Ciudad Zamora! ¡Tú, desgraciado!

El joven hizo girar el anillo de oro en su dedo meñique y sacó del bolsillo interior de la gabardina el prodigio de papeles atado con cordones. La mujer bajó el arma y le pidió que entrara... fue entonces que pudo descubrir un corredor con piso de madera oscurecida, abastecido con muebles jaquelados, paredes blancas y diplomas universitarios de la más alta categoría en diversas ramas de la química... El corredor conducía a habitaciones cerradas con llave, y el susodicho salón amueblado de amplia envergadura, del cual en la esquina suroeste se alzaba una intrépida escalera de caracol negra... Jonathan se sentó en una mesa de vidrio, frente a frente con la fiera, separados por un jarrón de agua a modo florero, esculpido en cerámica del paleolítico, con bocetos de animales salvajes.

Paulina ojeó las cartas y los opúsculos codificados, huraña... hasta que se topó con la firma del autor y su semblante tosco dio un giro de trescientos sesenta grados a una inusitada melancolía.

—Jesús Herrera—levantó su mirada de ojos negros. Ella era delgada y blanca como su madre—. Mi padre... estos documentos...

—Me darán acceso a la Biblioteca Privada del Vaticano—jugueteó con el anillo de oro—. Todos los manuscritos confiscados de tu padre serán devueltos, si... trabajas para mí traduciendo estos documentos. No me permiten decir mucho sobre lo que está pasando, pero... se han levantado terrores de fosas abismales tras diversos terremotos en territorio islámico. El talibán atestigua el despliegue de un recital de miedo, cuyos bastiones necrófagos del inframundo corroboran una viciada contravención de las leyes naturales. Tu padre investigó distintas civilizaciones antediluvianas y descubrió razas prehumanas que procedían de estanques evolutivos sumergidos en filtros de extinción, y estrellas lejanas allendes al vacío sideral, que gobernaron en miles de planetas durante una fructífera época precursora. Estos textos enigmáticos, codificados con magistrales fórmulas alquímicas que los eruditos del vaticano no pudieron descifrar... podrían contener la verdad detrás de su desaparición, y su divulgación podría destronar el calendario cósmico del universo... desde la vagancia transgálactica de los draconianos congelados en el Cometa de Sangre, hasta la danza de los homínidos saurios y los moradores escamosos de las profundidades del Mediterráneo.

Paulina soltó el rifle y una lágrima rodó por su mejilla. Su rostro era apático, pero sus labios podían proferir una bella sonrisa disimulada. Su perfume de mastranto era exquisito...

—¿Mi padre está vivo?

—Como su hija, eres la única que puede descifrar su paradero y divulgar este menstruo desordenado.

La mujer se mordió los labios con el cuello enrojecido, y se limpió las lágrimas.

—Él se fue cuando yo tenía dieciséis, tuve que sobrevivir sola en esta cruel sociedad... ¿Por qué debería buscarlo?

—Él no se fue, Paulina—replicó Jonathan—. «Ellos» se lo llevaron...

—¿Ellos? —Palideció—... ¿Los Sonetistas?

—No—terció, horrorizado. Buscó un cigarrillo de menta y lo encendió sin tregua—. La Cumbre Escarlata...

Paulina subió la escalera seguida del sacerdote. El segundo piso contenía un reducto corredor repleto de habitaciones amuebladas, y un taller magnífico de veinte varas de grosor que contenía mesas metálicas a rebosar de alambiques humeantes, estanterías clasificadas en sulfatos, sales, alcoholes, bases y reactores; retortas llenas de químicos, hornallas, atanadores, procesadoras, rampas magnéticas, frascos de elíxires, destiladores, bombarderos de cationes, cámaras presurizadas, hornos colisionadores de partículas, conservas de cristales, prensas de electrones y huevos filosóficos. No había laboratorio químico en Latinoamérica como el de los Herrera, el único comparable existía en Estados Unidos bajo la jurisdicción del Convenio de Salem, el triple de grande que aquel... y mucho más abastecido. Aquí, Paulina era capaz de replicar cualquier sustancia con los métodos más sofisticados inculcados por su padre. La mujer sostuvo en sus manos una llave de estaño con forma de cisne, que usó para abrir un portal escondido detrás de un estante de ácidos reactivos. El reducto espacio hermético contenía baúles con libros envejecidos, de dificultoso seguimiento, que encerraban secretos antiguos plasmados por sabios y hechiceros perseguidos en sueños por desdeñables seres sin rostro. 

Aspiró el néctar manifiesto de aquel manicomio de almanaques vetustos e indagó en los menesteres que los apóstoles creyeron llevarse a la tumba tras la crucifixión del Mesías... El pacto diabólico del décimo tercer apóstol y la maldición de Caín. La Reina de los Mártires y de los Profetas, Madre de Abominaciones. Los Nosferatu de las cavernas sepulcrales allende la Tierra Hueca, los Nefilim de la estrella Vega que descendieron en una época de hibridación y celo, el sulfuroso Caronte de avaro presagio que navega sobre el mar Estigio en una barcaza de huesos cobrando el peaje con monedas benditas... Y el Cadejo Blanco en su cueva liminal detrás del velo irreal del mundo onírico. La sinfonía de vida y muerte, y la reencarnación cíclica... El patriarca Azzaroth, y su Ojo escrutando el planeta durante los cien mil días de tinieblas del verano boreal. Las descripciones de aquellos opúsculos, inscritos de hechizos negros en latín y sánscrito... surtieron un efecto alucinante. Un sol de medianoche propicio del verano boreal, del cual emanaban plegarias, rezos y cánticos bienaventurados a burdeles de rameras, esfinges y jinetes de aberraciones cromosómicas. Un cóctel de depravación que enloquecería a los más descabellados ateístas, enajenados tras recitar los versos escritos con excremento, defecados por el hereje Marqués de Sade.

El aspecto de Ronny era lamentable: vestía la misma prenda sudorosa desde hace un ciclo, y apestaba a petricor y clorofila. Su rostro era una máscara lóbrega de fausto decrépito, cual desvelo exonerado cuajo mella en su cutis trigueña. Las patillas desgreñadas y el bigote incipiente inhibieron un asomo de depresión horrible... y la proverbial panza de alcoholismo delató el martirio de su opresivo cautiverio. El antes rozagante y vigoroso herbolario, había sufrido un urdido envejecimiento prematuro en su afable expresión; siempre fue un guayanés puritano de estatura excesiva y prosaica timidez, pero su personalidad era un reducto de cadáver autónomo. Su casucha de bloques, rejas, asfalto y techumbre de láminas... estaba tapiada de jardines colgantes, macetas y huertas del más estilizado carácter de consumado amante de las plantas. Desde que su concubina lo abandonó, el hombre se extravió, con el corazón machacado, en la más terrible precocidad de los excesos; sin temor a la crítica popular y el endeble escarnio. Hastiado, rutinariamente fue visitado por sus antiguos criado con esmerada paciencia y mimos, pero la ansiedad alcohólica y la exasperante depresión lo hundieron en la más paupérrima negligencia y aislamiento social. Durante dieciséis veranos amó a aquella mujer sin reparo, su única relación sentimental desde los extraordinarios años de juventud... amantísimos de lo eterno y noble, añoraban jurarse fidelidad en el altar. Nunca fue un individuo de acérrima autoestima, pero aquella traición lo destruyó. El trauma del abandono lo encarceló en una prudente reclusión acompañado de sus plantas.

—Eres un desastre, Urbano.

—Gracias, veterano—sonrió el herbologo, y vislumbró su esmalte dental deteriorado—. Los policías son unos chismosos.

—¿Policías?

—Lo siento—miró al interior de su residencia con ominosa petulancia—. Hice el nudo y enlacé la horquilla... pero, no tuve el valor suficiente y llamé a emergencias.

—Ronny...

—Nunca me quiso—ver llorar al gigante era excesivo—. Nunca nadie me va a querer... Ahora sí presiento que me voy a quedar solo.

Jonathan perpetró al húmedo hogar que apestaba a fertilizantes, ante la convicción de extinguir el fuero de la desolación que desgranaba al hombre... Las macetas ocupaban las mesas del invernadero general del enloquecido maestro, y los volúmenes de literatura vanguardista relataban sobre almanaques de exóticas costumbres para la maceración de los retoños, y la compilación de especímenes extraños. El vasto conocimiento del hombre incursionaba en el sempiterno misticismo de márgenes poblados con hongos fosforescentes y amargas vainas de efectos alcaloides. Durante años, sostuvo implacablemente la ubicación exacta del Jardín del Edén en Venezuela... y juró que lo encontraría.

El invernadero de crisoles olivos filtraba la luz solar para bañar especies de flores raras, zarzales singulares, helechos de hojas coloridas y tubérculos provenientes de rincones pictóricos. Los fenotipos variopintos de aquella cantera abundante en riqueza vegetal eran obra de la obsesión recolectora, y la infranqueable frivolidad del patibulario de exuberante tamaño, y velludo aspecto. Siempre había sido un profesional jardinero, y su huerta abasteció de flores y hierbas medicinales a Ciudad Zamora... pero, su notoria fascinación por el ocultismo lo llevó a comprar semillas prejuiciosas y raíces protuberantes de supersticiones ignominiosas. Aparte, era un experimentado curandero en el campo de la medicina tradicional, y su licenciatura en enfermería era de reputación favorable. Su negocio de medicina naturista se veía empobrecido debido a la escasa apertura en su renunciamiento social, y su patrimonio pendía de un hilo engañoso.

Jonathan giró el anillo en su meñique.

—¿Eres católico o... protestante?

Ronny barrió el polvo de un taburete amueblado y le ofreció asiento junto a una mesa destartalada, atestada por frascos de aceites esenciales y herramientas rudimentarias para su elaboración. En una cúpula consiguió detallar un retoño de árbol Duende, cuyas hojas cerúleas y lunares, poseían propiedades esterilizantes permanentes. El hombre llevaba un delantal mugroso, botas plásticas y vaqueros copiosamente desgarrados y descoloridos. 

—He llegado a pensar, que Dios no existe... o es bipolar.

—¡Tienes puntuación perfecta!

El hombre no consiguió discernir los desaires del joven sacerdote, de alzacuellos y rosario sacrosanto. Jonathan tardó en explayarse sobre los drásticos acontecimientos que lo aquejaban y sonsacarle algunas preposiciones para un avezado de su calibre. El pragmático semblante de Ronny se fue deshuesando a medida que una exposición radioactiva de inagotable horror imbricó burdamente su pensamiento, y su barrera de creencias se desmoronaban en un deslave de genuino miedo... El bloqueo psicológico logró desencadenar una tempestad de escrúpulos... y al culminar la discusión, Ronny Urbano no volvería a escudriñar el abismo insondable del tiempo con el mismo hálito de insignificancia. Los temores primitivos basados en las conjeturas preceptoras de poetas iconoclastas... alegaron desestimada perspicacia hacía realidades superpuestas y engendros mefíticos que sobrevuelan el cielo nocturno en forma de gigantescos gases miasmáticos.

El herbologo tuvo que sentarte para contener las horcadas. Ante la repulsión de la realidad, solo nos queda vomitar. Finalmente, su deber era lucubrar en sórdidas proyecciones para extirpar aquel mal semejante... y para ello tendría que recurrir a los más diabólicos mozos de aviesa genealogía. Los monstruos quiméricos de prosapia desconocida prevalecían por una senectud inmemorial... según la biblioteca metafísica del ausente Jesús Herrera, y los mensajes tétricos de horror secular que plasmó desde algún momento pretérito, advertían de un malestar sin precedentes que podría ocasionar bautismos de sangre y el tambalear de los cimientos en que se sostenía la concepción de la civilización, volcando toda pericia cuerda a un abominable infierno dantesco de locura vampírica.

—¡Debes encontrar al pelirrojo!

Chantaje o no, el terror consiguió sofocar el aturdimiento melancólico del sensible Ronny por una euforia de incredulidad.

—Imposible—negó Jonathan, inmutable. El asombro contrajo los párpados del hombre—. Por mucho que lo necesitemos para que la humanidad pueda seguir existiendo... Él fue cegado por la venganza.


«Capítulo anterior × Capítulo siguiente»

Veinte Mil Poemas de Amor en Wattpad

Sígueme en redes como:

Gerardo Steinfeld

@gerardosteinfeld10