Prólogo, Veinte Mil Poemas de Amor

 Prólogo

HIC TUMULATUS EST MARTYRUM MALUM INCARNATUM.

«Aquí yace sepultada la maldad encarnada de los mártires».

Tradujo el epitafio de petroglifos ante aquella roca redonda que auguraba la tumba agazapada de la divinidad. El hundimiento en crepúsculos de somnolencia arcaizante en la tumba, eran antesalas a terrores enclaustrados herméticamente por años de desasosiego. Los huracanes de arena habían desenterrado mausoleos nefastos del desierto judío... revelando incontables accesos a necrópolis subterráneas de un pasado premonitorio a nebulosas de lo horrible.

El almizcle viciado de aquella cripta exhumaba un hedor ferroso y un malestar famélico agravado por el sentimiento tremendo de soledad... Aquella cueva sacrosanta podría tratarse del mausoleo de un antiguo mártir, o una figura de mayor renombre en la historia; jamás hollada por los tártaros sortilegios milenarios que protegían sus secretos y, que habían perdido aliento con las alteraciones mundiales.

Viviana esgrimió la linterna para estudiar las anotaciones del arqueólogo desaparecido y sus traducciones en griego del innominable Libro de los Grillos. Era la primera en aquella cueva desde hace dos mil años... y el delirio de locura atisbado en los secretos primordiales de la cripta bastaban para ocasionar apoplejías mentales. Las formas no euclidianas de las estalactitas y los bajorrelieves macabros tallados espectralmente en las erosionadas paredes rocosas... bastó para violentar su pragmático cerebro. Numerosas fueron las troneras y buhardillas de construcciones ancestrales desenterradas por el paso de apoteósicas ventoleras... y, consiguió adentrarse en los crípticos aposentos de los impíos por una entrada descubierta sobre un conjunto de dunas barridas. 

Se desdibujó ante sus ojos afligidos un mundo de locura y desesperación, ajena a la adulterada historia grecorromana concebida por los registros de la Santa Inquisición. Se sorprendió, garrapateando apresurados croquis de aquellos murales carcomidos por la maldad que narraban una prehistoria infrahumana, despellejando sus vestigios arqueológicos y concepciones de lo irreal. Intentó tomar fotografías, pero las ilusiones ópticas deformaban horriblemente los glifos arcanos y los fetiches de siluetas antropoides. Documentó su investigación, sudando por los nervios y perdió la noción del tiempo en aquellas cámaras fúnebres pletóricas de misterios babilónicos.

Los túneles repletos de grabados le susurraron secretos con voces sublimes acerca de una historia prehumana, posiblemente antediluviana o mucho más allende a nuestro territorio evolutivo. En ella, detalló cinceles de un lenguaje arabesco y horrible, de caracteres palimpsestos, sojuzgados de un estupor maligno que le congeló los vasos sanguíneos; imágenes preponderantes de un terror nocturno que imperó en la Humanidad desde la construcción de la titánica Torre de Babel hasta los jardines colgantes de la magnífica Babilonia. Un horror cósmico que rodeaba subrepticiamente a una figura masculina, marcado por una cruenta esvástica en el pecho y una ponzoña ofidia... que era presidido por su progenie de endriagos. Los artistas de aquel espectáculo espantoso esculpieron notas horribles y blasfemias de males execrables a una época donde la humanidad era solo un desprolijo simiesco, inmutable a las sucesiones de la jerarquía planetaria. La yuxtaposición de episodios vampíricos y desastres liderados por esta figura de nombre innominable, causaron en ella una repulsión aversiva a ciertos agentes citados con redundancia en opúsculos prohibidos y grimorios de tratadistas abyectos como el locuaz soñador Matías Juárez, cuyos escritos fueron plasmados de un horror sin límites a regiones inexploradas del espacio exterior y pesadillas plutónicas de engendros suprahumanos. 

 «Confía en ADONAI y no temas».

La inextricable llamarada de delirio caleidoscópico desdibujó una caprichosa asimetría de petroglifos antiguos, de texto cuneiforme y exótico vértigo ciclópeo cuyos jirones de susurros inaudibles conferían una orquesta dionisíaca, típica de aquelarres a la Víspera de Walpurgis, y rasgueos ratoniles en el interior de las paredes durante la Noche de Todos los Santos. Las diabólicas esvásticas y los símbolos arcanos de fulgor índigo, invadían los extramuros dimensionales de encanto noctámbulo... revelando una balaustrada de enculebraciones fantásticas de ciudades muertas y mares estigios. Las bifurcaciones a salones oblongos y bóvedas mortuorias herméticamente selladas por centurias, resguardaron un hedor carmesí y una oscuridad violácea de bastiones necrófagos provenientes de infiernos policromos; cuyas sombras retrocedieron ante bustos de pórfido, estatuas de basalto y poliedros ciclópeos, cuyas jambas y dinteles góticos fueron grabados por un alfabeto asirio en sartas descomunales de plegarias a ángeles retorcidos y bonanzas holladas a demonios intrusos. Un osario de huesos desperdigados sobre las losas rectangulares narró una última epopeya violenta, cobrándose numerosas víctimas ante un mal desterrado a cavidades profanas de la existencia irracional. Los huesos presentaban muescas de colmillos, estaban rotos y triturados, descarnados hace incontables ciclos y regados de oxidadas armas rudimentarias de la regencia romana. Aquella antesala del terror relucía grilletes y vestigios de cadenas carcomidas, que en una determinada circunstancia pretérita retuvieron un mal encadenado en aquel mausoleo. Los carceleros debieron conformar una cohorte de centauros capaces de enclaustrar a los mefíticos prisioneros, infestados de una maldad supurante, proveniente de una sustancia primordial evacuada del vacío exterior... y las tallas de una revelación femenina con alas de murciélago, asociada a la mitología judeocristiana por la maléfica Lilith y su progenie de demonios. 

Aquellas imágenes se repetían en los murales mientras se adentraba en los corredores soterráneos de la necrópolis... Los opúsculos de los Herrera la ayudaron a traducir los glifos inscritos en las jambas, de manera que consiguió guiarse a través de las gusaneras como un viajero argonauta que estudiaba las contestaciones. Confiaba en su instinto de exploradora y su experiencia en espeleología para no perderse en las grutas naturales, y la arqueología irracional de la estructura cuyas escalinatas espirales y rellanos poblados por el polvo tejieron un entramado de niveles oblicuos a una cámara principal que auguraba el misterio precursor de la tumba. El padre Geber destinó los recursos necesarios para que ella fuera la primera en recopilar información para Revelaciones sobre aquellas cavidades desenterradas en el desierto por los cambios climáticos.

Viviana reprimió las arcadas producidas por el supurante hedor a descomposición, inherente a la inocuidad y ausencia de organismos, e intentó evadir los sentimientos encontrados hacía fobias atemporales. Tenía una linterna de repuesto y una máscara purificadora ante la exposición de gases nocivos viciados en la atmósfera de la caverna. Los manuscritos la guiaron con parsimonia por el intrincado laberinto pétreo a un abominable e incomprensible latir cósmico, batir de un corazón cristalino y encarnado en inframundos esquivos a matemáticas y propiedades físicas bidimensionales de esferas híbridas. Finalmente, después de atravesar pilas de huesos triturados violentamente y marcados por mordidas... encontró el origen de aquel latido envolvente, proveniente de un tabernáculo sellado con una gigantesca piedra rotativa, marcado con un tetragrámaton de letras hebreas cuya transliteración sería: «YHWH», nombre idílico del Dios único de los judíos, samaritanos y cristianos. Debajo de esta inscripción pudo escudriñar otro nombre, cuya figura trascendental reclamaba una importancia venerable. Como a través de prismáticos, aquella cámara relucía, contra todo pronóstico, con una débil luz violácea que reverberaba en una danza espectral de fantasmas crepusculares. Descubrió más nombres tallados en los dinteles con caracteres arabescos que conferían cierta repugnancia a sus blasfemias. Gracias a su rudimentario arameo antiguo pudo trasladar los axiomas.

«Judá, Rubén, Gad, Aser, Neftalí, Manasés—nombró, consternada—... Simeón, Leví, Isacar, Zabulón, José y Benjamín».

Reconoció estos nombres, pero no pudo unir su significado con conjeturas coherentes... puesto que encabezaban, crípticamente, portales subyacentes a la roca del tabernáculo. Aquella era una cueva muy antigua de piedra precámbrica... y un rumor efervescente de flautas y trompetas macabras solía borbotar del interior de la tumba sacrílega. El tetragrámaton grabado en el centro de la puerta rotativa tenía bajo su custodia el nombre del hombre más influyente de la historia. Aquel que cambió el curso del tiempo con su nacimiento, enseñanza, muerte... y resurrección. 

«Yeshua bar Yosef».

—Jesús, hijo de José—susurró; constipada—. Esta fue la tumba del Mesías...

Los doce nombres tallados en la roca atrajeron recuerdos enterrados de enseñanzas litúrgicas... y se halló ante el descubrimiento arqueológico más importante de la historia humana. La prueba de fe cristiana más grande del mundo se encontraba detrás de aquella roca, y no podía legar aquello a la dinamita de los saqueadores que destruían la integridad de los santuarios impolutos para usurpar sus tesoros. Un deseo imperó en sus pensamientos y disolvió todo el miedo en la oscuridad obnubilada que envolvía aquella estancia. Dejó de escuchar el terror de las flautas estrafalarias y los latidos soeces de aquel órgano gangrenoso. Envalentonada, realizo presión en la senda roca redonda que sellaba aquella tumba... y, desvanecido por el creciente ateísmo de los años, aquel sortilegio debilitado no hizo más que ceder. La constante actividad sísmica de la región extraña aflojó aquella saliente y el portal se desprendió de su ciclópea abertura... liberando un aliento encerrado por miles de años que delató una putrefacción cadavérica capaz de enloquecer los sentidos. Le pareció que un vapor salitroso emergía de la negrura, y el monumental pórtico circular rodó hasta abrir una boca a abismos insondables de terror. Apuntó con la linterna aquella inmensa oscuridad y se topó con un litoral carroñero de nula existencia... el vacío más remoto de materia y tiempo.

El padre Geber y altos mandos del Vaticano sustrajeron turbadores cábalas de los apóstoles, cuyos manuscritos apócrifos de pretensiones esotéricas presidieron una interrupción de la rígida ciencia mundana... con atroces consecuencias. El hipnótico perfume de olíbano pesaba en aquella cámara de rústica mampostería... y la pestilencia del vetusto ataúd desolado trajo consigo vagos recuerdos evanescentes de engendros viscosos y coágulos bituminosos. El albacea testamentario de la Junta del Tabernáculo tenía que pagar veracidad junto a la cohorte de eruditos de exótica excentricidad... por intentar escindir aquella polis atemporal y sacra, de origen extraterrestre... qué algún hechicero diabólico evocara de las estrellas siderales. Los albores confinados a la tumba desdibujaron ante sus ojos una redundancia de arabescos mucho más remotos e inteligibles que cualquier alfabeto conocido.... posiblemente antediluviano. El grabado en el suelo de la cripta conformó la silueta de un hombre corpulento con el pecho marcado de una maligna esvástica... Aquella línea cincelada en la roca maciza tenía unos cuatro dedos de profundidad y uniformidad aparente. Pensó de súbito, en las leyendas judías del hombre maldito por Dios, aquel desgraciado que cometió el primer asesinato de la humanidad, matando cruelmente a su propia sangre. El hombre maldito que debía vagar hasta el fin de los días... cuya descendencia demoníaca arrastraría eslabones de aquella malsana cizaña y sembraría la discordia entre los hombres. Se sintió exacerbada de un estupor gélido, y los petroglifos incognoscibles en la mampostería conformaron una sinfonía oscura de náyades promiscuas, faunos morbosos, egipanes infantes e íncubos pérfidos que empuñaban jabalinas y flautines de notas fúnebres. Se sintió presa de un terror gelatinoso cuando creyó entrever siluetas altas que emergían de decrépitos letargos en una profusión de un horror cósmico preñado de espejismos desconocidos. La música macabra latía desde espectros inherentes del mundo tangible y los dogmas de lo existente... y una voz metálica y dolorosa susurró los nombres de los pecadores; presa de una ansia horrible de respiración asfixiada en estertores.

«Judá, Rubén, Gad... Aser, Neftalí, Manasés... Simeón, Leví, Isacar... Zabulón, José... Benjamín».

Viviana gritó cuando las doce figuras pálidas y altas, de rostros apopléticos, la rodearon en una vorágine de emociones connotadas por un terror pulposo y un advenimiento de pesadillas. Los engendros vestían indumentaria podrida, algunos iban descalzos con los pies blancuzcos rematados en un garras amarillentas; así como unas garras sobresalían de sus horriblemente largos dedos surcados de venas cerúleas. Sus desgreñadas cabelleras negras raleaban canas grisáceas y sus portes denotaron una autoridad austera. Sus brazaletes, collares, coronas y anillos presentaban un estado de oxidación deplorable y una corrupción nefasta. Adeptos de una tempestad de locura, sus rostros de nariz fina y lóbulos anchos auguraron un poema mortuorio ante la inanición y el cruel envejecimiento. De sus bocas negras sobresalían colmillos serpentinos y amarillentos... y sus ojos ciegos inyectados de un sudario membranoso, hirvieron con fervor. 

La mujer gritó desesperada ante el huracán de muerte que se cerró a su alrededor, y un dolor atenazante rompió su cuello de una dentellada, seguido de un salpicadero rojizo y un colapso sanguíneo... Los colmillos se adentraron en su piel y desgarraron con horror. Solapadamente se halló manoseada por una veintena de manos violentas... empapada de una refriega sanguínea y húmeda que manó a borbotones. El hambre la despedazó con dentelladas y zarpazos que abrían su carne con latigazos de dolor. Se hundió en el suelo, asediada por los engendros demoníacos que reían atrozmente con prominentes voces risueñas. Todo lo que vio por la escasa luz de la linterna que resbaló de sus dedos... era aquel liquido rojo y la pétrea oscuridad. Apestaba a herrumbre... y escuchaba aquellas mandíbulas masticar con gula caníbal y satisfacción. Mordían su carne y desgarraban, sorbían sangre de sus arterías y clavaban sus garras en su vientre para extraer sus órganos jugosos.

La estaban devorando...


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