Capítulo 9. Soneto del Amanecer

Capítulo 9: ¡Nunca debes tener miedo!

La espuma reventaba ante las piedras afiladas del risco. El mar caótico danzaba en tempestad mientras lloraba. Desde el borde, veis como las olas violentas arremetían contra la erosionada pared de piedra.
—¡Salta, cobarde!—Le gritó Lord Bramante mientras la brisa salitre le agitaba el cabello largo y canoso—. Todos los hombres de la familia deben saltar de este risco antes de poder subir a un barco.
—Pero, papá.
—¡Salta!—Su padre levantó la voz, rabioso—. ¡Nunca debes tener miedo!
Sus dedos gruesos como morcillas tiraron de su brazo y lo lanzaron del risco. Lo tomó del pescuezo. El viento le golpeó el rostro en suspensión, gritó, desesperado y cayó al agua salada. Templada como el acero frío. Se le metió en la nariz.
«Nunca debo tener miedo» pensó mientras se hundía en la oscuridad.  Las olas lo sumergían. Le faltaba el aire, los músculos se le acalambraron.
—Eres solo un pescador—le dijo aquella joven. Una amiga cercana de Marie du Vallée—. Entiende tu lugar. Marie se casará con el noble hijo de Lord Francis della Robbia. El señor del Valle de Sales. Se irá a vivir con él. Tú no eres nadie.
Los Bramante esperaban muchas cosas de él. Así que lo mandaron a estudiar en el Jardín de Estrellas junto a un montón de nobles ricos e hijos de magos. Se sentía como una vulgar cabra entre ovejas finas. Lo marginaban por su cuna y dinero. Los aprendices de magos lo veían desde arriba con altivez mientras que los hijos de los nobles lo pisoteaban para elevar sus humos. Era realmente horrible no tener a nadie con quién hablar. Los magos tenían a marginados entre los suyos, pero Carlos estaba solo.
No podía estudiar ni concentrarse con tantas miradas hostigadoras y compañeros saboteadores. Estaba asustado, y ese miedo lo llevó a refugiarse en la gran biblioteca, céntrica del instituto. Una colección de libros en estanterías tan altas que cubrían las paredes. No lo dejaban acercarse a la sección de Misticismo, pero encontró consuelo en las historias ilustres de Vidal Brosse. El talentoso cuentista viajaba por toda la isla recopilando historias de demonios, espectros y magos negros. Sus antologías sobre leyendas de las Grandes Familias eran especulares. La Sociedad de Magos le pagaba muy bien por sus tesis sobre magos negros de la historia.
Para Carlos era su forma de escapar de la realidad. En la otra mesa, la joven Marie du Vallée leía distraída, un poco regordeta, pero le gustaba su cabello rubio oscuro bajo el sol y su forma de arrugar la nariz. La miraba por momentos, cuando levantaba la vista del libro y le devolvía la mirada. Todo fue furtivo y secreto hasta que la joven amiga lo descubrió y lo humilló.
Se dio cuenta de su lugar. No sabía que significaba aquello que lo hacía sentir Marie, pero... No era lo correcto. Carlos se sonrojó mientras los otros se reían, se reían. Se reían. Estatuas burlonas que no desaparecían. Nunca regresó a la biblioteca. A veces, cuando cerraba los ojos, escuchaba las risas con dolorosas palpitaciones.
Se hundía en el mar mientras el agua salada llenaba sus pulmones. Estaba muy tranquilo y las risas lo dejaron de atormentar. Caía a un abismo con los ojos cansados. Los peces plateados le mordían las tiras de piel parda. En la oscuridad pantanosa del océano vislumbró una figura. La forma oscura se deslizó en el agua hasta atraparlo.
Un millar de manos lo arrastraron en su letargo hasta las profundidades del mar negro.
—Los hombres no lloran—su padre le dio un golpe en la cabeza.
Carlos contuvo el aliento. Las lágrimas bajaban hasta su boca. Su madre reposaba en el féretro con el rostro molido a golpes. Lord Milne se pasaba por la casa, íntimo amigo de su madre, un día escuchó un par de gritos y encontró a su madre con el Lord. Su padre la mató a golpes frente a sus ojos.
—¡Cállate, niño estúpido!
Carlos reprimió los sollozos. Lord Bramante le desfiguró el hermoso rostro con sus puños y la estranguló. Muerte y perdición. Era lo único que traía el amor. El cadáver de su madre tras pagarle con la misma moneda. Su padre saliendo de los lupanares con una sonrisa de idiota. Las olas rompiendo el risco. La espuma salpicando la cubierta. El torso velludo y desnudo de Lord Milne con las piernas de su madre alrededor. Los puños cubiertos de sangre. El llanto. El dolor. El amor la perdición. Un cabello dorado que resplandecía. Una conversación que nunca existió. El azul y el negro.
Despertó en una cama cubierto de mantas calientes. Le dolía la mitad del rostro y sentía un picor en la mandíbula. Levantó la mano adormecida y tocó una barba descuidada. No podía ver nada por el ojo derecho, de hecho, sentía un vacío en la cuenca. Un parche lo cubría. Se incorporó con el cuerpo dolorido, se sentó, una mujer entró y abrió la boca cuando lo vio.
—Despertaste, dormilón—dijo con un tono maternal. Llevaba mantas limpias en los brazos.
Carlos fue recobrando la memoria. Se estaba hundiendo en un mar negro y los peces se reían de él. Los hombres, estatuas de sal, eran devorados por animales mientras nubes rojas brotaban de sus cuerpos. Perdieron la batalla cuando los Daumier los traicionaron y aniquilaron la flota con las armas del puerto. Todo se nubló, repentinamente, y no recordó más.
—¿Dónde estoy?—Preguntó con la boca reseca. Tenía el cuerpo cubierto de cicatrices y una herida curada en la pierna que todavía le dolía.
—En Pozo Obscuro—respondió la mujer con una sonrisa—. Te encontramos en el puerto, saliste del mar. Nadie quiso ayudarte. Así que nosotras lo hicimos y te curamos en este lupanar.
«Pozo Obscuro—una corriente lo arrastraba en sus pensamientos. Su flota se hundió en el mar del norte—. ¿Qué pasó exactamente?».
—¿Quién ganó la guerra?
—El rey Seth Scrammer por supuesto.
Carlos asintió, confundido.
Friedrich perdió la guerra y murió. Los barcos de los Bramante y los Rude fueron sepultados en el mar. La flota pesquera desapareció. Era un fantasma. Las prostitutas lo encontraron y velaron por él hasta que despertó, el dueño del lupanar se lo permitió a las mujeres. Le ofreció trabajo como limpiador mientras recuperaba la memoria del todo. Le daba hospedaje, comida y le pagaba una moneda de cobre al día.
El lugar se llamaba La Casa de las Flores y hacía las veces de posada y taberna. Carlos limpiaba las sillas, las mesas, fregaba el suelo y ayudaba en la cocina intentando recordar, pero solo veía fragmentos. Se hundía en un negro abismo, escuchaba risas, olía la sal y la espuma. Recordaba su nombre. Pero no el lugar de donde provenía. Tenía profundas cicatrices en el cuerpo. No podía afeitarse ni cortarse el cabello porque le temblaban las manos. En el espejo de estaño solo reconocía a un espectro.
«¿Quién era Lord Bramante y Friedrich Verrochio?». Se preguntaba antes de dormir.
Escuchó a un bardo rubio cantar una canción de guerra en la taberna. Mientras acariciaba una lira sus ojos se humedecieron. Recordaba aquellos nombres, pero al cerrar los ojos veía estatuas de sal.
—Suéltame—uno de los hombres de la barra tocaba a Fleur. Una de las mujeres que lo cuidó.
Carlos le quitó las manos al hombre del cuerpo de la mujer de forma automática. El tipo se levantó con cara de pocos amigos. Era tan alto como Carlos y robusto como un toro. Carlos comía bastante, pero seguía siendo flaco y perdía la visión por momentos. Le faltaba un ojo. El golpe le volteó el rostro con un crujido y se le nubló el ojo que le quedaba. Cayó al suelo de tablones y escuchó que los vasos de vidrio se quebraban.
—¡No, déjalo!
El acero raspó una funda de cuero con un chirrido. Recuperó la visión y un corro de hombres con los puñales afuera lo rodeaba. Tenían las narices rotas y los ceños fruncidos.
—¿Qué pasaría si matarán al pobre?—Vociferó un hombre. Se acercó desde el fondo con los pulgares al cinto, del que colgaban una espada y un puñal. Era alto, su cabello color arena, largo, rizado y ojos azules brillantes—. Seguro que Lord Affinius los mandará a ahorcar.
Los hombres lo miraron largo rato, midiendo las circunstancias. Se dieron media vuelta y se marcharon. El hombre de ojos azules le sonrió mientras se levantaba del suelo, a Carlos le rompieron la nariz con el golpe. El hombre le invitó un trago mientras recuperaba la lucidez. Se llamada Vourbon y le gustaba embriagarse todo lo que podía y mucho más.
Junto a Carlos bebió incontables botellas y relató un sin fin de historias sobre pescadores desaparecidos, sirenas, serpientes marinas, niños que desaparecían en el agua y krakens. Historias de puerto. Era muy entretenido escuchar a Vourbon. E un almanaque de historias como Vidal Brosse. ¿Cómo quién? ¿Quién era Vidal Brosse y por qué lo recordaba?
A veces cuando bebía mucha cerveza o ron fuerte, recordaba fragmentos de su vida. Algunos rostros burlones se reían de él. Una joven regordeta de cabellos dorados como el sol y una cubierta de madera meciéndose bajo sus pies. Debió ser capitán de algún barco porque al ver las estrellas podía recitar sus nombres y guiarse sin problemas. Sabía leer y escribir, así que las prostitutas especulaban que era el hijo de un noble.
Vourbon lo buscaba cada noche y juntos recorrían la nocturna ciudad de Pozo Obscuro. El puerto era muy transitado e iban en busca de prostitutas hermosas o peleas. Compartieron una mujer, a pesar de que Carlos no sabía qué hacer. Se metieron en pleitos y ganaron cicatrices por igual. Se metían en barcos a escondidas, robaban espadas y puñales ornamentados. Las coleccionaban bajo la cama de Vourbon en una posada de mal agüero. Tenían puñales con cachas de marfil, de plata, de oro, con piedras preciosas y sencillas de hierro.
Vourbon tenía problemas con la ley. Los guardias buscaban a un hombre con sus mismas descripciones en las tabernas. Los bajíos de Pozo Obscuro estaban plagados de asesinos, traficantes y estafadores. Con frecuencia, Carlos golpeaba o quedaba golpeado en un callejón cuando Vourbon lo buscaba para ir a robar mercancías. Luego, iban a beber o a pagar por los favores de una mujer. Un día, Vourbon habló muy serio con él.
—No soy quién tú crees—estaban bebiendo un vino agrio. Iban por la octava botella.
—A mí, me parece que eres un cruel ladrón.
Vourbon se río. Era de risa fácil, pero también de mecha corta. De todas formas, Carlos se alegraba de tener a un amigo como él.
—De hecho soy un noble—replicó Vourbon con una sonrisa. Carlos soltó una carcajada, pero al ver el rostro del hombre; asintió, serio—. Soy Vourbon Verrochio. Affinius me busca, porque represento un peligro para su autoridad.
Carlos tragó saliva.
—¿Por qué me dices esto?
—Cuando te vi, enseguida te reconocí—replicó Vourbon—. Puede que no lo sepas, pero eres Carlos Bramante. El heredero de la compañía pescadera más grande del norte. O... al menos así era. Perdimos la guerra y mi tío murió. No lo apoyamos desde un principio, nuestra familia lo desterró cuando se casó con una plebeya. Él llegó muy lejos siendo el hombre que era y no el que esperaban. Con su muerte, los Verrochio sufrimos una perdida significativa. Nos quitaron el castillo herencia y el título nobiliario. Pero, nunca nos quitarán nuestro orgullo. Necesito a Lord Bramante. Tu flota fue aniquilada por la traición de los Daumier. Con todo lo que robamos, compraremos un gran barco y quiero que seas el capitán.
—¿Yo?—La idea de ser capitán activó un engranaje en su cabeza. Quería sentir la cubierta mecerse bajo sus pies. Revivirlo.
—No tienes nada que perder—apuntó Vourbon, meneando la cabeza—. Vamos a saquear los barcos de nuestros enemigos. Cortaremos sus suministros. Yo seré tu primer oficial y cuando recuperes la memoria. Nadie podrá hundirnos.
Carlos sonrió, malicioso.
Al siguiente día, vendieron todos los puñales en el mercado negro y obtuvieron ganancias significativas: más de seiscientos oriones de plata. Compraron un grueso barco de dos mástiles con una gran vela negra. Les costó tres monedas de oro (trescientos oriones de plata).
Invirtieron el resto en suministros y armas. Vourbon, lengua de miel, atrajo a toda clase de granujas de los bajíos para piratear en su misión, en búsqueda de aventuras, mujeres y fortunas. Le regaló a Carlos una espada larga, ornamentada con zafiros y una amplia túnica de capitán azul marino con bestias del mar bordadas en hilo de plata. Los lacayos abordaban, cargando los suministros en el puerto. Carlos le dio unas treinta monedas de plata a cada una de las mujeres que lo cuidaron y cincuenta al dueño del lupanar para que no las contratara como prostitutas; sino como camareras, cocineras y limpiadoras.
—Capitán Bramante—le espetó Vourbon, envuelto en lino azul y con un sombrero de plumas de cuervo—. Todos los barcos famosos tienen un nombre. ¿Cuál es el nombre de este barco?
Carlos pensó largo rato mientras se mordía el pulgar.
—Marie du Vallée—sugirió.
—¿Su primera novia?
Carlos se mordió el labio inferior. No lo recordaba.
Pagaron un impuesto de diez oriones de por anclar el barco. Zarparon con la embestida de las olas. Ante la vista de un horizonte despejado fue recobrando la memoria. Los amaneceres se sucedían uno tras otro, tenían poesía. Sonetos solemnes de oro fundido sobre cristal de galeno. Era un capitán otra vez y el mar los recibía en su gloria. Los gusanos fregaban la cubierta y Vourbon Verrochio bebía todo el alcohol que quería. El mundo volvía a tener sentido. Pero, Marie du Vallée seguía rondando el barco como un fantasma. Solo los hombres podían abordar el barco, porque una mujer era de mal augurio.
Tenía ganas de estar con una mujer, pero por alguna razón, su vida anterior fue muy solitaria. Veía aquel fantasma de plata al anochecer, invitándolo a una fiesta privada en el aceite negro del mar. Una sirena mortífera que lo esperaba. Llevaban tres días en el mar y aún no avistaban a ningún barco. Era solo cuestión de tiempo para que llegasen al norte. Bajo cubierta, los hombres bebían mientras el barco reposaba sobre las aguas tranquilas del anochecer. Vourbon escuchaba embelesado a un bardo rubio que cantaba ebrio. Carlos se sentó en la mesa de Vourbon y un remero llamado Baltazar le palmeó la espalda con una fuerza devastadora.
—Capitán Bramante—lo volvió a golpear—. Es una maravilla que un bardo tan talentoso nos siguiera en nuestro viaje. Nada más y nada menos, que el famosísimo bardo Gerard Courbet.
El bardo cantaba tan ebrio como Vourbon, que tenía la cara escondida entre los brazos, a punto de vomitar sobre la mesa. Cantaba con lucidez. Carlos sonrió, se nubló su ojo bueno.
Sentía que el fantasma de Marie du Vallée bailaba sobre los tablones al ritmo de la lira. El ojo se le llenó de lágrimas cuando el bardo terminó su canción. Las mesas tenían toda clase de bastardos. En las mesas que el alcohol desaparecía más rápido abundaban los hombres enamorados. La música lo invadió con un escozor.
—¿Por qué está tan ebrio?
Vourbon levantó la cabeza con una sonrisa enferma.
—Su esposa murió hace poco—se mordió el labio—. Lo convencí de abordar el barco para entretener a los hombres en nuestro peligroso trabajo. Gerard Courbet, el Hijo de la Sal como lo llaman en los bajíos.
Carlos sentía que se hundía en el mar. Su cuerpo estaba muy pesado y unas sombras negras se reían de él. Odiaba aquello. Siempre otra persona lo pisoteaba. De ahora en adelante, nadie sería capaz de detenerlo. Iba a ser un auténtico pirata. Las notas agudas lo traspasaban.
—Envenenó a su esposa—blasfemó un hombre barbudo con una enorme jarra de cerveza—. El bardo Courbet se casa al final del año, para no tener frío durante el invierno y en la primavera las envenena. Es un tipo inteligente.
—¡No las envenena!—Clamó otro hombre desde una mesa. Le faltaba un ojo como Carlos—. Se la pasa viajando y en cada pueblo tiene un buen número de amantes. ¡Joder es un tipo afortunado! ¡Lo tiene todo con esa voz y esa facha!
—Yo escuché que estranguló a su esposa antes de la batalla de Valle del Rey—reiteró un viejo de barba enmarañada—. Es de buena suerte matar a una mujer antes de una batalla.
—¡¿Qué hablas viejo loco?!—Gritaron todos los de la mesa al unísono.
—Claramente su esposa lo descubrió en la cama con una amante—confesó un hombre con una sonrisa crédula—. Los caballeros de la batalla donde triunfó Seth Scrammer, lo veían con dos mujeres distintas cada noche. ¡A la vez!
—¡Joder!
El bardo arañó las cuerdas, estaba demacrado. Sus ojeras eran profundas como un abismo insondable. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Las notas eran agudas y pausadas, tristes como una lluvia en medio del mar. Marie du Vallée estaba en sus pensamientos. Regresando y dando vueltas como una bailarina de plomo. No sabía si podía avanzar. La extrañaba. La quería otra vez, así... sin miedo. Sin miedo. Y no importará cuál sea su edad. Estaría esperándola para pedirle otra oportunidad. ¿Quién le rompió el corazón a quién? Ojalá pudiera recordarla, y saber, cuál fue el motivo de la separación.
—Tanto tiempo que ha pasado—cantó el bardo Courbet. La voz ronca. Se limpiaba las lágrimas. De alguna forma, lo entendía y quería llorar con él. Sentir su dolor—. Y todavía no te he olvidado. Tomamos caminos que fueron separados. Pero—tocó una cuerda—. Pero...

Últimamente ando demasiado loco.
Miro a la gente y solo veo tu rostro.
Nunca decidimos separarnos.
Pero bueno la pasamos.
Intentando olvidarnos de todo.

¿Y si te digo que me encuentro muy mal?
¿Y si te digo que no puedo olvidar?
Todo lo vivido cuando estuve a tu lado.

¿Y si te digo?
¿Y si te digo?
¿Y si te digo que no me voy de acá?

Hasta que me mires como meses atrás.
Todo este vacío no se me va a sanar.
Si no te tengo para la eternidad.

Sé que nos peleamos y que nos odiamos.
Pero no podemos negar que si nos amamos.
Esto ya no es sano, claro que te extraño.
Siento que mi vida sin tu amor es un fracaso.

Estoy pensando, muy desesperado.
El tiempo que perdí por orgulloso, enojado.
Tuve mis errores eso me hace humano.
Pero afrontarlo me hace en alguien dedicado.

Y esos que ahora hablan, hablan.
Déjalos que mueran de rabia, rabia.
Ellos buscan derrumbar lo nuestro.
Porque en lo suyo nunca les va bien.

Las mesas se cubrieron de música.
Todos los hombres malvados empezaron a cantar, ebrios, con los ojos hinchados de lágrimas. Marie, plateada con el cabello brillante, realizó una pirueta. Carlos escondió la cabeza en los brazos y lloró, amargamente, mientras el montón de voces se unían bajo la cubierta grasienta. Agudas, graves, dispersas, desafinados. Todos los villanos aullaban al unísono en un poderoso coro:

¡Últimamente ando demasiado loco!
¡Miro a la gente y solo veo tu rostro!
¡Nunca decidimos separarnos!
¡Pero bueno la pasamos!
¡Intentando olvidarnos de todo!

¡¿Y si te digo que me encuentro muy mal?!
¡¿Y si te digo que no puedo olvidar?!
¡Todo lo vivido cuando estuve a tu lado!
¡¿Y si te digo que no me voy de acá?!

¡Hasta que me mires como meses atrás!
¡Todo este vacío no se me va a sanar!
¡¡¡Si no te tengo para la eternidad!!!

El bardo rompió a llorar. El lugar estalló en aplausos y el entrechocar de las bebidas. La cubierta olía a sal, ron, caramelo, cerveza, grasa y sudor. El día siguiente llegó cargado de una reseca que entorpecía a los lacayos mientras limpiaban la cubierta y pescaban.
—¡Barco a la vista!—Gritó Roberto Melchor, el observador, desde el castillo de proa. Carlos corrió con leves latigazos de dolor en la pierna.
—¡Corten las sogas!—Ordenó a grandes voces. Los lacayos dejaron caer las velas negras que se hincharon al momento con el viento, poniendo el barco en movimiento—. ¡A los remos! ¡Tomen el barco de esos malditos honestos!
La cubierta se estremeció con un crujido y los remos apuñalaron las aguas turbulentas mientras la espuma lamía al Marie. Vourbon se dirigió a la proa con la espada desenvainada y el rostro demacrado. La reseca lo estaba destruyendo. El velero apareció en el horizonte sobre un mar despejado. Tan azul como el cielo. Su cubierta estaba llena de moluscos mientras que los hombres a bordo, avistaron al barco negro que se acercaba a toda velocidad.
«Nunca debes tener miedo».
Un dolor detrás del parche lo aturdió. Recordó un risco y olas violentas. Tuvo mucho miedo. Vio un lupanar de satén de púrpura con mujerzuelas. Las astillas volaron.
Les llovieron saetas y flechas que se hundían en el agua y rozaban la cubierta. Ninguna lo tocó. Avanzaron a toda marcha, hasta que embistieron al otro barco con un estallido de espuma y un sonoro crujido. Lanzaron los ganchos. Carlos desenvainó la espada y se lanzó al barco enemigo.
—¡Al ataque perros del mar!—Rugió, seguido de un griterío.
—¡Por la princesa Annie Verrochio!—Proclamó Vourbon con el acero en lo alto.
—¡Por los Verrochio!—Rugieron los lacayos al unísono. Los dos barcos se llenaron de la música de las espadas y el desgarrido de la carne.
Las velas se agitaban con el viento. El agua se tornaba roja conforme caían los cuerpos desmembrados al agua. Carlos avanzó entre los hombres, lanzando tajos con su espada hasta que terminó roja y brillante. El capitán enemigo lo miró con el ceño fruncido y cayó encima de él con un gigantesco mandoble que, al impacto; se le entumecieron los hombros. En respuesta, Carlos fue rápido, lo rodeó y le clavó la espada en una rodilla. El capitán cayó con las muelas apretadas y Carlos le destrozó la garganta de un tajo con el filo del arma. La sangre manchó su túnica de capitán.
Sus hombres saquearon el barco, descubriendo una mercancía de especias costosas, ballestas y saetas, algunos artefactos alquímicos de los cuales Carlos conservó un catalejo para ver a la distancia. Un mago de túnica descolorida por el salitre estaba encerrado en lo profundo del barco con pesados grilletes. Lo amordazaron junto a los otros rehenes. Perdieron a tres lacayos, pero tomaron el barco gracias a su superioridad numérica.
Vourbon Verrochio levantó la voz por encima del barullo. La cubierta estaba manchada de sangre en diferentes partes y las saetas rotas esparcidas por todo el lugar. Las aguas se agitaban, rojas, derramando su espuma en la cubierta.
—Este barco fue tomado en nombre de los Verrochio—pronunció el noble a los rehenes—. Pueden perseguirnos en la otra vida si quieren, pero recuerden que en esta. Nosotros los Verrochio, nos alzamos más unidos que nunca.
El mago se levantó con una sonrisa, era bastante viejo, sus ojos brillaban lascivos y tenía una piedra roja colgando de un relicario en su cuello. Los lacayos murmuraban sobre maldiciones y brujos del mar, que envenenan a la tripulación antes de devorar todos sus cuerpos. No creyó tal cosa.
—¿Cuál es su reprimenda mago?—Preguntó Carlos Bramante, limpió su espada.
—Capitán—la voz del mago se levantó sobre las aguas como el humo de un abismo. El cabello gris le colgaba ralo y el pellejo flojo del cuello—. Estos hombres me tomaron prisionero cuando huía. Soy un astrólogo versado, escriba y mago. Déjenme acompañarlos y nunca se perderán en el mar, ahuyentare a las bestias de las profundidades, convertiré el agua salada en dulce como la miel y los alimentos no se echarán a perder mientras tenga un pie en esta embarcación. Estarán bajo la protección del dios impío Thoth.
«Thoth es un demonio que se disfraza de dios para alimentarse de los vivos—recordó fragmentos de los cuentos de Vidal Brosse. Pero, todo estaba bajo una cortina de niebla—. Thoth engaña a los magos negros para que le otorguen sacrificios a cambio de poder sobre el universo existente».
Las historias mentían, se equivocaban. Él era un fantasma desterrado, escuchó muchas historias que lo tachaban de mujeriego y borracho para encubrir al diligente hombre que fue traicionado por los Daumier. Las historias se equivocan respecto a las personas y los dioses. Esperaba estar en lo correcto.
«Nunca debes tener miedo—le dijo su padre antes de lanzarlo por el risco donde reventaban las olas—. Salta, cobarde».
—Bien, mago—Carlos ordenó que le quitarán las cuerdas de las viejas extremidades—. ¿Cuál es tu nombre?
El mago se presentó con una elegante reverencia y una sonrisa de felicidad.
—Aleister Crowley, el Mago Negro del Anochecer, para servirle.
Carlos arrojó a los prisioneros cargados de cadenas por la borda. Las velas negras se hincharon por la brisa hasta llevarlos a los confines del mundo. Capturaron otro barco el día siguiente.
—Soy Vourbon Verrochio—clamó el hombre rubio. El aire salitre le agitaba el cabello y la espuma de la marea reventaba contra el casco—. El hijo menor de los Verrochio. Sufrimos la ruina y la deshonra por las penurias cometidas por Seth Scrammer. Seremos los que derriben al nuevo rey. Los asesinos de dragones. Sigan a Seth y encontrarán la muerte. Síganme a mí, y les entregaré el mundo.

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