Capítulo 8: Más allá del sol.
Estatuas de sal y sangre negra.
Gerard rasguñó la cuerda de la lira mientras los hombres bebían, soltando estruendosas risas. Realizó su papel de cantante y guardó la lira en el estuche. La carne asada del conejo olía tentadora, pero el bardo no podía permitirse tal gratitud, no la merecía.
—¿Ya terminaste de cantar, bardo?—Chilló uno de los hombres. Taumiel, era el que más hablaba y al que más detestaba—. Cantas unas canciones tan bonitas... como esa mujer que traes contigo.
Gerard se levantó del tocón y se dirigió a su carramoto mientras los hombres le gritaban cosas espantosas. Odiaba estar con aquellos bandidos, pero no había otra forma, corrían tiempos peligrosos en los caminos. Se deslizó por la lona, encontró a Pavlov dormida, tocó su frente y se entristeció porque la fiebre no bajó. Sentía mucha culpa. La trató de forma miserable por una tontería. No controlaba sus arrebatos de ira. Regresó, buscando perdón, para encontrarla postrada en cama.
—Pavlov—le apartó el cabello pegado al rostro—. Pronto llegaremos a Puente Blanco. Allí hay un famoso curandero llamado Jared Brosse que sanó a muchos de la peste sureña. Por favor, descansa.
Su esposa—aunque no estaban casados—estaba muy débil, casi no comía y su estómago no retenía la comida. Las mejillas ahuecadas le deformaban el rostro. Gerard la bañaba, lejos de la mirada lasciva de los hombres y la mantenía oculta en el carramoto mientras avanzaban por aquel bosque infinito. Al principio, los asaltantes quisieron robarle el carramoto y sus pertenencias, pero al descubrir que era el famoso bardo Gerard Courbet lo mantuvieron en su viaje como un rehén. Los complacía con canciones o cualquier cosa, evitando que lastimen a Pavlov.
El grupo estaba conformado por antiguos rebeldes y mercenarios que se ganaban la vida robando a los viajeros y mercaderes. La Guerra de Rebelión acabó, aquellos hombres no tenían un hogar donde regresar. Las cenizas los formaron. El bardo no participaba en sus actos depravados. S conformaba con cantarles, pero... cada noche se volvían más atrevidos.
Taumiel era un tipo arrogante, un campesino que se rebeló y se unió al rey Seth en su campaña. Sus ojos grasientos revelaban una mente perturbada. Antes del sitio a Valle del Rey, huyó junto a Leonel y Lorenzo.
—Leonel y yo estábamos planeando matar a sir Armistead y desertar, cuando nos atacaron los demonios—contó Taumiel, sombrío.
—¿Cómo son esos demonios?—Preguntó el cazador. Nadie sabía su nombre. Usaba una gruesa mascara de hueso, se la pasaba refunfuñando, fumando colas de escorpiones y tabaco.
Taumiel lo pensó un largo rato. Leonel fue el que respondió.
—Huelen a meados de puta—escupió arrugando la nariz—. No son hombres, pero tampoco son bestias.
—Vaya explicación de mierda.
Gerard dormía junto a Pavlov a medida que los hombres hablaban hasta altas horas de la noche. La fiebre de su mujer no bajaba y ni siquiera se podía levantar de las mantas. Estaba muy débil. La llevaba cargada todas las mañanas a un riachuelo cercano para bañarla, antes de continuar el trayecto. La sequía estaba empeorando y el calor se volvía insoportable. Cada riachuelo que encontraban era mucho más pequeño que el anterior. De todas formas se las arreglaba para desnudar a Pavlov, lavarle los pies y el cabello con una pastilla de jabón. A veces se desnudaba junto a ella y la abrazaba, débil, pidiendo perdón. Recogía agua y le humedecía trapos para mantenerla fresca.
Quizás, de lo único que se arrepintió fue de no ayudar a la chica. No podía volver a sus andanzas mundanas. Abandonó aquel camino cuando tocó fondo en los bajíos. La joven de capa deshilachada fue capturada por Lorenzo mientras llenaba su saco de agua. Entre los hombres la esnudaron y amordazaron, cada uno se sació con ella hasta que sus gritos desesperados fueron inútiles. La golpearon y violaron, sus nalgas estaban amoratadas y su cintura marcada con cardenales. Gerard tomó a Pavlov entre sus brazos, le cantaba sonetos suaves hasta que se dormía. Arrullos. Canciones de guerra. Los gritos estaban allí, en su mente, sollozos y golpes lamentables.
La chica lucía un aspecto demacrado atada al carromato de los bandidos, como un animal indefenso. No soportaba verla. Cuando los hombres le pedían que cantara miraba para otro lado. Impotente, al no querer abrazar su oscuridad. Sangre negra, sal, tinta podrida.
«Es ella o Pavlov» se mantenía cuerdo con ese pensamiento.
—Seth Scrammer ganó la guerra—apuntó Lorenzo mientras afilaba sus puñales—. Significa que esta isla ya no estará tan jodida.
—Tú arruinas esta isla con existir—señaló Leonel con una sonrisa—. ¿A cuántos mataste en Pozo Obscuro antes de unirte a los honorables rebeldes?
Lorenzo recorrió el filo del puñal con los dedos. Su expresión era frívola, como si le contarán un chiste.
—No llevo la cuenta—levantó el puñal—. La vida siempre fue difícil para las personas como yo. Peleé todos los días, desde muy pequeño, para no morir tirado en una zanja. Lo acepto, maté a los que tenían precio sobre sus cabezas para comer.
Leonel sonrió, mostrando los dientes chuecos. Tenía un largo mosquete de madera negra y ribetes de oro, también escondía preciadas balas de esencialina en sus bolsillos.
—El único inconveniente fue cuando le pusieron precio a tu cabeza—torció el gesto—. ¿No es así?
Lorenzo se encogió de hombros.
—¿A quién le robaste esa arma?—Sus ojos codiciosos brillaban con un azul grasiento—. De seguro vale mucho en el mercado negro.
Leonel soltó una carcajada.
—El rey Seth me la dio para proteger y servir a la rebelión.
—Que se pudra el rey Seth—blasfemó Taumiel—. Los Verrochio deben estar sedientos de venganza por su hijo muerto. Esta isla está tan jodidamente marchita como un pastizal que el verano arruinó. Solo falta una chispa para que arda otra vez. Las ascuas de la guerra serán nuestra oportunidad.
Lorenzo bebió un largo tragó del saco de vino. Se mordió los labios.
—¿Qué me dices del Terror de la Noche?
—Historias—escupió el cazador.
—En las tabernas cuentan historias sobre un Rey Sangriento. Un terror nocturno que asesina a los perversos—replicó Taumiel encogiéndose de hombros—. Nadie sabe que son esos demonios. Salvo que conviven en Puente Blanco con los hombres. Otros, en Pozo Obscuro y el Paraje. No te culpo, muchos ni siquiera creen las historias de los mercaderes que visitan el pueblo. Existe un paraíso en ese lugar, para los creyentes del Sol. No hay impuestos. Pura fantasía.
«¿Puente Blanco está lleno de demonios?». Quiso seguir escuchando, pero los hombres empezaron a contar sus experiencias con los demonios. Lorenzo creía que eran mentiras. Gerard no sabía qué creer. Un par de días después, los hombres encontraron a otra joven en el bosque y la amordazaron junto a la otra. Era una joven rubia hermosa que huía del norte. La conocía de algún lado.
—No le pegues tan fuerte—replicó Taumiel con el ceño fruncido—. Va a quedar horrible.
El cazador se acercó a la joven y le miró el rostro con detención.
—¡Mierda!—Gritó con una sonrisa bajo la máscara de tigre serpiente—. Es la hija del rey Friedrich.
Todos lo miraron, incluso Gerard prestó mucha atención. Los hombres se reunieron en torno a la joven. Miraban su rostro y asintieron. El moretón en su ojo derecho le cerraba el ojo, pero el izquierdo era tan brillante como un zafiro.
—No puede ser—Leonel frunció el ceño—. ¿Cómo sabes?
—Friedrich me mandó a buscarla cuando los rebeldes nos atacaron. Tiene los ojos de los Verrochio. Sin duda, es Annie Verrochio. La pequeña princesa fugitiva.
Lorenzo se metió las manos en los bolsillos.
—¿Crees que el rey Seth nos pagué bien por su cabeza?
Taumiel escupió a los pies del joven asesino.
—¿Qué dices imbécil?—Apretó los dientes—. Debemos llevarla viva para que el rey la tenga como rehén.
—Es nuestra oportunidad—reiteró Lorenzo—. Esta noche lo haremos con una verdadera princesa.
—¿Y si le dice a Seth lo que le hicimos?
Lorenzo soltó una carcajada.
—¿A quién le importa lo que diga ella?—Sacó un puñal de su cinto—. El rey la quiere para apaciguar la ira de los Verrochio, no tiene hijos varones, pero podrá casarla con cualquiera. No habrá guerras en unos cincuenta años, al menos.
Gerard conocía a Annie Verrochio, era amiga de Niccolo. La niña lloró amargamente al ver el cuerpo del escribano cuando lo trajo al pueblo, después de la batalla. Un invierno sin verla y ya era una joven. ¿Qué debía hacer? No podía dejarla a merced de aquellos bárbaros. No otra vez. Sus gritos lo iban a atormentar muchísimos años más. Con cada hora que pasaba, un pensamiento horrible surgía en su mente. Estatua de sal. Niños degollados como pollos. No quería más muerte. Matanzas sangrientas. Lo peor ocurrió cuando ella lo reconoció.
—¿Gerard?—Lo llamó, tenía las manos y los pies amordazados—. Soy Annie. Gerard, sálvame. Llévame lejos de estos hombres.
—¿Así que el bardo conoce a la princesa?—Taumiel lo tomó del hombro, desprevenido—. ¿Aún es virgen, verdad?
Annie tenía lágrimas en los ojos.
—Por favor. Ayúdame.
Gerard levantó la mirada, sentía la voz chillona. Miró los ojos azules como agua estancada del asesino y asintió.
—No—mintió con esfuerzo—. No la conozco, quizás solo me escuchó cantar en el campamento.
—Pues a mí me parece que se conocen—confesó el cazador detrás de él. Tenía la mano en el puño de la espada—. Recuerda que solo eres un cantante que sigue vivo por capricho y ella nos pertenece.
—Por supuesto—sonrió Gerard—. Solo soy un cantante que lleva a su esposa con los curanderos.
Pavlov empeoraba. La fiebre no había bajado en días y por las noches no paraba de toser. El calor la sofocaba. Gerard tuvo la espantosa idea de perderla, de enterrarla en algún lado del camino mientras aquellos demonios lo atormentaban. Odiaba a aquellos hombres.
No podía vivir sin Pavlov. A pesar de las cosas que dijo e hizo, la amaba. Ella fue la primera en corresponder su amor, de devolver sus besos y entregarle su cuerpo. Recordaba la vez que Anaís Ross, la hija ilegítima de Lord Milne... lo rechazó tan cruelmente. Hace mucho tiempo ya, que llegó a Valle del Rey, esperando olvidar las atrocidades que vivió de niño en Pozo Obscuro.
Gerard se escabulló por su ventana, trepando la enredadera del muro y cantó aferrado al alféizar. Anaís lo escuchaba con una sonrisa y las mejillas sonrojadas. Tuvo una vida dura en el lupanar de su madre antes que su padre la reconociera. Era tan hermosa para sus ojos como un manantial de miel, años después, ella se convertiría en la Jefa de la Guardia de la Ciudad, pero aún así, amó su esencia. La primera vez que la vio en las calles y sus miradas se encontraron, un sentimiento despertó en él. Lo atraía, lo llamaba. Esa noche bebió demasiado y se sentó en su cama mientras hablaban. Cuando intentó besarla, ella lo rechazó.
—Márchate—pidió con la expresión tensa—. Entiende tu lugar. Eres un cantante muerto de hambre y yo una señora noble. Fui la única hija de Lord Milne porque su auténtica esposa era infértil. Me esforcé para merecer el título nobiliario y ser digna de lo que me heredaron. De donde venimos no determina el lugar adonde iremos, pero no puedo permitirme amarte como eres ahora. Por favor... vete.
No la volvió a visitar más.
Jean Ahing le decía que estaba loco y se lo creía. Un poco loco como para perseguir su sueño de encontrar el amor y la felicidad, como le prometió a su protector. Otro mago negro muerto. Cantó la canción equivocada en el peor lugar y terminó en la cárcel, para poco después, huir en un teatro armado con un guardia rebelde infiltrado en el Fuerte de Ciervos. Terminó en Rocca Helena, enseñando a cantar y componer canciones a la joven Pavlov. Sin saber, que su vida cambiaría al encontrar aquella paz en su mirada y las delicias bajo su piel.
Gerard creció en una granja del Valle de Sales como el hijo andrajoso de una mujer solitaria. Nunca supo quién era su padre... aunque, el único hombre de cabello y ojos dorados era el señor Francis della Robbia. El dueño de las tierras donde creció. Vivía en una granja de varias casas, encerrado en cuatro paredes de troncos cortados de madera vieja. No tenía gran cosa más que un saco de arpillera para vestirse y una constante hambre atenazante en su interior. Su madre trabajaba todo el día y cada vez estaba más flaca, la vio desaparecer ante sus ojos. Quería ayudarla, pero nadie debía saber que existía. Era un fantasma en una villa campesina muy pobre.
Francis della Robbia tenía una gran casa en la colina mientras sus inquilinos vivían en un puñado de casas. Lo rodeaban campos de cultivo que el Lord administraba con avaricia. Era lo más parecido a ser esclavos. Todos los tributos pertenecían a los della Robbia.
Su madre era muy débil como para trabajar en el campo, hacía lo que podía como costurera por un poco de comida. Aún lloraba por las noches al no poder hacer nada, mientras ella se mataba de hambre. Parecía un esqueleto cubierto de piel, el cabello se le caía con la brisa y las personas la despreciaban. Creían que tenía una enfermedad. Una enfermedad llamada Gerard, escondida en su casa como una alimaña.
Por las noches su madre dejaba la puerta abierta y se escapaba a mirar la gran casa en la cima de la colina. Los fuegos salían de ella como luces coloridas. Quizás si llegaba a la cima de la colina y conocía a su padre, mamá no tendría que darle su comida. Una mañana su madre no se pudo levantar de la cama. Le dolían las piernas y estaba más pálida que nunca.
—Perdóname—lo abrazó mientras se quedaba dormida—. Perdón por traerte a este mundo sin nada que darte.
Gerard se recostó junto a ella, escuchando su débil respiración. No era culpa de su madre, era suya por nacer.
«Mamá estuvo largo rato pensando en algo más que decirme—sacó la lira del estuche y tocó las cuerdas—. Pero, murió diciendo aquellas duras palabras».
Francis della Robbia tenía varios hijos de cabello dorado. Todos vivían como una gran familia en la gran casa de la colina. Sin saber lo que era el frío, el hambre o la soledad. No los odiaba, no sentía nada. Estaba solo en el mundo desde que mamá murió. Un campesino llamado Vintas con una pata de palo, lo encontró cuando el cuerpo de su madre apestaba. Lo llevó al campo a trabajar por la comida. Estuvo un largo tiempo arando el campo y comiendo poco. Hasta que una mañana huyó del Valle de Sales escondido en un carruaje de calabazas, era muy pequeño y cabía en un saco de arpillera. Llegó a Pozo Obscuro y vivió en las calles como mendigo. Siempre tenía hambre y frío. Encontró un hogar en una azotea donde los otros vagabundos no lo molestaban. Existían niños crueles que llevaban a otros más pequeños a las garras de los magos negros, a cambio de dinero. No sabía lo que hacían con esos pobres diablos, pero ninguno escapaba vivo o entero de aquellos brujos.
Un día, una taberna despertó su curiosidad, generalmente, si se paraba a pedir en algún sitio frecuentado le golpeaban la cabeza con una porra hasta que se largaba. Debía tener cuidado, porque había visto a otros niños morir con la nariz sangrante después de recibir aquellos golpes. Abandonados en callejones como bultos de carne para los perros y los ratones. Se escabulló, siguiendo instintivamente el sonido dulce de una cuerda y una voz.
Un bardo vestido de blanco tocaba la lira en un rincón del recinto. Tenía el rostro curtido surcado de arrugas y los ojos castaños fijos en la barra. El cabello negro grasiento le caía sobre los hombros mientras cantaba apasionado. Los sonidos eran como gotas de lluvia sobre un cielo triste al final del otoño. Era constante, suave y grave. Su voz era pausada y acompasaba el ritmo con el pie.
En el momento en que te vi, no...
Imaginé que eras así.
Pero ahora que te conocí, yo...
Siento que me muero por ti.
Si es que yo te cuento.
Todo lo que siento...
Seguro que pierdo...
Seguro que pierdo.
Se sentó en el otro rincón, envuelto en oscuridad. Si algún empleado lo veía lo iba a sacar a patadas y no quería interrumpir una canción tan bonita. Era el único que escuchaba en la desolada taberna. Gerard sonrió complacido. Sentía mucha paz con aquella voz rompiendo el silencio del lugar. Un calor crecía en su estómago, transformando el hambre en cosquilleo, como si tuviera una brisa caliente en el pecho. Quería escuchar más y más.
Te lo quiero confesar.
Que muchas veces te lo intenté contar...
Pero me lo tuve que callar, para no arruinar.
Por miedo a que tú me vayas a dejar...
Pues me conformo con tu amistad.
Aunque me sienta mal.
Porque nosotros nunca vamos a estar...
Contigo la paso bien, te digo porqué.
Me hiciste ver las cosas que no pude ayer.
¿Quién era aquél bardo y por qué aquello lo cautivaba? Era el momento más espectacular de su vida. Se olvidó por un momento que era un niño harapiento, que sus pies estaban duros como el cuero por no tener calzado y que no comía desde ayer en la mañana. Que su cabello dorado estaba ennegrecido por el sucio y las pulgas lo atormentaban. No tenía frío. Era feliz. El bardo cambió su voz lenta a una más potente y rápida.
Cuando no sé de ti te juro que yo me desespero.
No me aguanto, demoras y espero.
Yo sé que apenas te conozco recién.
Pero ahora siento que te quiero.
Y yo quisiera invitarte a salir.
Pero no tengo dinero.
Aunque prefiero hacerte canciones.
Contigo para ser sincero.
Es que tienes unos ojos que iluminarían mi alma.
Y una voz hermosa que mi paisaje retrata.
Acaso que no ves que cuando caminas desfilas.
Miremos al cielo hasta que se ponga lila.
—¡Ya te dije que no regreses a mendigar aquí!—Una mano dura lo tomó del brazo con brusquedad y tiró de él, hasta sacarlo del lugar—. ¡Fuera de aquí!
Salió de su ensimismamiento en un charco de desperdicios. Por un instante, imaginó que tenía una lira en las manos y sus dedos rasgaron cuerdas invisibles. Cantó desafinado, algo sin rima y... Se dio cuenta de su realidad. El brazo le dolía y tenía marcados los dedos del tabernero en la piel blanca. Gusanos morados.
—Niño—lo llamó una voz. Giró sobre su eje y el bardo vestido de blanco lo miraba con ojos entristecidos—. ¿Quieres comer algo conmigo?
Los ojos se le llenaron de lágrimas. No recordaba la última vez que alguien lo trató como una persona. Por un momento, dejaría de tener hambre. Asintió, limpiándose las lágrimas y entró junto al bardo en la taberna. Ante la mirada acusadora del tabernero.
Le sirvieron un plato de avena dulce y agua limpia. Se lo comió, intentando disimular los sollozos. El agua sabía mucho mejor cuando no era de un charco. La comida caliente lo reconfortaba mucho más que las sobras y frutas podridas que encontraba en la basura. Se sentía de vuelta en casa. Como si mamá estuviera junto a él.
—Gracias, señor.
El bardo asintió con una sonrisa y levantó las palmas.
—Hace mucho que nadie me escuchaba con tanto entusiasmo.
Las personas lo miraban con curiosidad, era un niño harapiento y sucio, comiendo en la misma mesa junto a un elegante bardo. Guardó una hogaza en un mantel sucio para que no se lo robaran los otros niños de la calle.
—¿Por qué lo guardas?—El bardo lo miró de forma extraña mientras partía un pedazo de pan y lo mordía.
—Es para comerlo antes de dormir—miró a sus pies sucios—. Para que no me lo quiten cuando me vaya.
El bardo levantó una ceja, dubitativo.
—¿No quieres venir conmigo?
No supo qué pensar. Si iba con aquel bardo no volvería a tener hambre y frío por las noches. Tendría un hogar, un padre. Lo que siempre anheló. Aunque, existían historias de magos negros que engañaban a los niños de la calle para sacrificarlos en sus rituales. Era una propuesta arriesgada, asintió, débilmente. Había escapado de su anterior vida en el Valle de Sales, podía escapar de un mago negro. Se mordió el labio.
—Un gusto—se presentó el bardo y le tendió una mano cubierta de callos. a
Algo en aquel gesto amable lo llamaba, era sincero—. Soy Courbet, bardo y mago itinerante.
Le estrechó la mano y sintió una extraña electricidad que le erizó los vellos del brazo. Olía a sal y humo.
—Gerard.
—Vamos a viajar mucho, Gerard—anunció Courbet con una sonrisa misteriosa—. Vamos a cantar y escribir canciones por toda la isla, ¿sabes lo que es un soneto? También haremos otros trabajos menos ortodoxos. Vine a la ciudad en búsqueda de un noble aprendiz.
Gerard negó con la cabeza.
Entró en la tienda y vio a Pavlov temblando en las sábanas, estaba febril. Recordó losas de piedra manchadas de sangre. Unos dedos llenos de callos tocando una lira desafinada. Una última promesa que no pudo cumplir. La habitación olía a sulfato. Caía la noche y con él, sus pensamientos más oscuros. Una estatua de sal se quebraba en mil pedazos y una gran serpiente marrón se tragaba a otras negras, más pequeñas. Lunas y anillos dorados.
—Bardo—lo llamó Taumiel con la lengua enredada, fuera del carramoto—. Danos esa botella de vino que tienes escondida.
Los labios de Pavlov estaban amoratados mientras temblaba. Gerard tomó el estuche de la lira y la botella de vino, besó la frente de su amada. Se despedía. Estatuas de sal. Herrumbre. La sonrisa de Courbet y su voz de soprano. Salió del carramoto con una sonrisa.
—Eso—los ojos lascivos de Taumiel se clavaron en la botella de vino—. Queremos desvirgar a la princesa, pero primero, queremos beber. No somos animales.
—Por supuesto—conservó aquel vino, estrictamente guardado, para una ocasión especial. Nunca pensó que se lo daría a unos crueles bandidos. Ellos hurgaron en sus cosas, se quedaron sus monedas, pero Gerard no quiso darles aquella botella—. Este vino es muy caro. Me lo regaló el mismísimo Seth Scrammer cuando estaba ebrio durante un banquete en Rocca Helena. La mejor cosecha de hace unos cincuenta años en Pozo Obscuro. Los viñedos Ortiga de los Fonseca.
—Los mejores viñedos son los de Pozo Obscuro—recalcó Taumiel, burlón. En realidad, los únicos viñedos estaban en Pozo Obscuro, pero era muy idiota para saberlo.
—¿Qué tienes allí, Taumiel?—Exclamó Leonel mientras limpiaba su mosquete, nunca lo llevaba cargado.
Lorenzo levantó la vista de sus puñales con una sonrisa. Quizás era muy rápido apuñalando, nunca lo había visto matando. El bandido más preocupante era el cazador, tenía una mirada intimidante, una espada larga y afilada. Llevaba un escudo circular de roble con un pentagrama tallado. No lo veía por ningún lado.
«Los cinco elementos—pensó Gerard mientras se sentaba junto a los bandidos en torno a una hoguera brillante, feroz—. ¿Será el cazador un mago negro o... un asesino de magos?».
—¿No deberían llamar al cazador?—Preguntó Gerard mientras sacaba la lira del estuche y la afinaba.
—Que se joda ese imbécil—escupió Lorenzo—. Solo tenemos una botella. Además, él suele perderse por horas.
Gerard asintió, esperanzado de que el cazador no apareciese hasta la madrugada. En su cerebro se encendían antorchas, se pagaba el precio de sangre por la esperanza. Estaba vaciando su mente.
—¿Cuál botella?
Toda certidumbre se vino abajo. El cazador se deslizó desde las sombras apestando a un humo delirante. Llevaba dos espadas al cinto y varios cuchillos ceñidos al jubón sucio.
—Le quité la botella del rey Seth al bardo—gritó Taumiel, con la botella en alto—. Ven a beber con nosotros. Será el mejor vino que probarás en tu vida.
Taumiel abrió la botella y derramó un poco de su contenido en el suelo.
—Para los muertos.
Leonel frunció el ceño, furioso.
—¡Jódete, no desperdicies tan buen vino con tus creencias!
—¡Jódete tú, estúpido!
Taumiel sirvió las cinco copas con el espeso vino. Su aroma hacía cosquillas en la nariz como una flor perfumada. El líquido parecía aceite negro en la oscuridad. Lorenzo cogió la copa con una sonrisa. El cazador era ilegible. Gerard tocó una cuerda y arrancó una nota aguda mientras los bandidos olían el excelente vino. El bardo sonrió, cínico
—¿Una canción para el momento?—Vociferó Gerard Courbet con los ojos dorados echando chispas.
—Sí, canta una canción antes—pidió Taumiel.
—¡Púdrete, yo quiero beber ahora!—Replicó Leonel apretando los labios.
—No somos animales—respondió Taumiel—. Vamos a disfrutar esto, porque es una oportunidad única que nos regala Gerard Courbet. Héroe y bardo.
—Así es, no somos animales—corroboró Lorenzo, olisqueando el vino con los ojos cerrados—. Taumiel tiene razón, canta Gerard.
El bardo miró al cazador.
—¿Alguna petición?
—Una canción corta—sugirió el cazador, enfurruñado, impaciente.
—Canta esa que le encantaba a Kevin Kaarl—exclamó Taumiel—. Esa sobre el dios rojo Marte.
—¿Qué dios rojo?—Leonel entrecerró los ojos—. Serás idiota. Marte es un planeta rojo.
—Muy bien—Gerard tocó las cuerdas. Arrancaba notas graves y constantes, solemnes—. Esta canción es para ustedes. Beban un poco. Todos, adelante.
El grupo de bandidos sentados en el tronco, sorbió un poco del vino y suspiró, complacido. Gerard se alejó, con la melodía ponzoñosa que embota los sentidos. Recordó a Anaís Ross con una sonrisa. ¿Dónde estará?
Desde el cielo todo es más bonito.
Déjame, llevarte a las estrellas otra vez.
Como la noche de ayer.
Vámonos a Marte, donde nadie vaya a buscarte.
Ni a ti, ni a mí.
Donde todo es más callado y solitario para los dos.
¡Donde no hay nadie más... que tú y yo!
Dejemos, La Tierra llena de gente tan mierda.
Que nos quiere aplastar.
¡Vámonos de viaje a las estrellas y a Marte!
¡A olvidar nuestros problemas, tan punzantes!
¡Contemplemos las constelaciones y todas nuestras visiones!
¡Que nos quitan el vacío!
Que sentimos en La Tierra.
Taumiel sonrió antes de toser.
Las lágrimas le saltaron de los ojos y vomitó un chorro de sangre... se derrumbó sobre la hoguera. Leonel cayó al suelo, vomitando un caldo sanguíneo... se arrastró por el suelo. El cazador derramó la copa envenenada y saltó con la espada en la mano. Lorenzo se apretó el cuello con los ojos saltones, su rostro ennegrecía. Debía ser fuerte una vez más, por Pavlov y esas chicas indefensas. Gerard se levantó, sin importar que el espectro sangrante de Courbet lo persiguiera.
—Maldito—aulló el cazador y Gerard le derramó su vino en la cara. El cazador tropezó con el tronco y cayó de espaldas.
Gerard le robó la espada a Leonel que se arrastraba a gatas y la hundió en la garganta de Lorenzo con las dos manos. El asesino emitió sonidos asquerosos con la garganta destrozada. Sacó la punta del arma y un reguero de sangre le salpicó la pierna. El bardo saltó sobre el cazador y descendió el mortífero arco de acero con un estallido metálico. El cazador detuvo su espada con la suya y se levantó, blandiendo la larga hoja como una extensión de su brazo. Arremetió contra el bardo con una tempestad de tajos, que desvió y evitó al retroceder.
A Gerard le dolían los hombros por el esfuerzo. Detuvo los fuertes golpes del cazador con los nervios a punto. No lograba parar el empuje del arma, tenía los hombros cubiertos de pequeños cortes. Los brazos le sangraban. Retrocedía, adolorido, ante la fiera embestida del hombre. Era mucho más fuerte y hábil.
«Un árbol negro cargado de frutos rojos» imaginó, junto al ladrido de mucho perros.
Un dolor le recorrió las venas del cuello y el ardor lo apuñaló detrás de los ojos. Le dolió el cerebro con palpitaciones. La patada del cazador le privó de aire y retrocedió. No realizaba proyecciones desde hace mucho tiempo. Gerard levantó la espada ensangrentada. Vio niños sacrificados en el ritual, colgando de los pies con las gargantas cercenadas. Las gotas de sangre negra caían de sus cabellos empapados.
La espada del cazador cortó el aire y lo sacó de su letargo. Dio un par de pasos atrás, evitando los espadazos enojados. Le dolía la cabeza. No podía concentrarse por el dolor. No podía hacer proyección sin revivir aquellos espantosos recuerdos. La sensación de electricidad le producía náuseas. El ritual de Sublimación.
Las espadas chocaron y la suya se partió en medio. El cazador le alcanzó un puño en la cara y la boca le supo a sangre.
Gerard retrocedió a zancadas, sacando la bola de sulfato de sus ropas. Se concentró en la Imagen Elemental. Las lecciones de Courbet. Sintió una corriente eléctrica recorriendo su cuerpo y la expulsó por el catalizador en forma de un relámpago blanco. La centella bañó al cazador. Hilos de humo salieron del escudo de roble, no se destruyó. El pentagrama tallado funcionaba como un antimaleficio. Apretó los dientes cuando el cazador saltó sobre él con un espadazo. La bola de sulfato se le cayó de las manos.
Detuvo un tajo cerca de su pierna con los restos de la hoja. Sintió un mordisco frío y el muslo se le cubrió de sangre con un ardor. Sus movimientos se volvieron erráticos y débiles. Continuó enzarzado en la lucha a muerte con el corazón acelerado. Las venas del cuello palpitantes. El cazador lo acorraló con un movimiento descendente y no pudo detener del todo, el impulso del espadazo. El acero atravesó la tela de su hombro y cortó la piel con un pellizco. Gerard se mordió el labio, alejó el acero con las dos manos cerradas en la empuñadura. Dio un paso atrás, agachó la cabeza y la hoja enemiga le recortó el cabello.
—Odio a los malditos magos—gritó el cazador. Se lanzó al bardo con una tormenta de acero.
Gerard intentó contraatacar. Un latigazo le adormeció el hombro y su espada partida se clavó en el escudo de roble con un crujido. El cazador lo miró a los ojos. Vio la muerte en aquellos pozos de sangre. El corazón se le detuvo mientras la espada cortaba su costado. Un destello lo cegó. El calor le golpeó el rostro y se tambaleó. La máscara del cazador se resquebrajó con la proyección. Olía a canela quemada y huesos chamuscados.
Gerard abrió los ojos y levantó los brazos con un tajo violento. La punta rota de su espada atravesó uno de los ojos del cazador con un asqueroso estallido sanguinolento. Derribó al hombre, saltando sobre él y le deshizo el rostro con la espada. Aferrada con ambas manos, siguió mutilando aquel rostro hasta que sus brazos estuvieron salpicados. La cabeza del cazador se convirtió en una pulpa de sesos, pelo, sangre y huesos.
Gerard estaba cubierto de sangre, adolorido.
Se le olvidó respirar y tomó aliento con los pulmones sofocados. Se levantó, cubierto de sudor y sangre, temblando. El cuerpo del cazador se agitó levemente. Gerard saltó de espanto y le clavó la espada en el vientre hasta que sus vísceras asomaron. Miró alrededor y vio a las chicas con las cuerdas chamuscadas, quemadas con evocación. Annie asintió con la cabeza mientras le cortaba las cuerdas de las manos a la otra chica.
—Estoy bien, Gerard—dijo. Aquellos ojos azules brillaban cansados.
Gerard seguía en la lucha. El corazón le dolía y las piernas le temblaban. No podía soltar la espada, tenía los dedos aferrados a la empuñadura. Lorenzo temblaba en un charco de sangre que crecía en torno a su garganta desgarrada. Leonel murió abrazando el cuerpo de Taumiel mientras las llamas los lamían. Caminó hasta Annie con las piernas flojas. La otra chica no hablaba, seguía adormecida por el trauma. Aquellos hombres, hicieron cosas horribles con ella.
—Ya están muertos—musitó—. No pueden hacerte nada.
La chica asintió, débilmente.
—La conozco—vociferó Annie. Le quitó la espada de los dedos, forcejeo con sus dedos entumecidos hasta que la espada rota cayó al suelo con un estallido metálico—. Es la hermana de una amiga. Se llama Claude Leroy. Me atraparon porque quería soltarla. Ella es una maga del Sexto Castillo.
Gerard asintió. Podía ver los restos hechos jirones de una tela roja colgando de sus hombros... tenía horribles ojeras y estaba muy flaca. Recogió la espada partida del suelo, se alejó y empezó a cavar una tumba. Annie lo ayudó. La tierra estaba muy dura. No debía dejar los cuerpos sin enterrar porque los fantasmas lo perseguirán hasta el final de sus días. Los debía enterrar en la tierra y en su mente. Annie tenía los dedos manchados de tierra y sangre, arrastraba a los cadáveres hasta la fosa.
—¿Se vuelve cada vez más fácil el matar personas?
Gerard negó con la cabeza. Los cuatro cuerpos malolientes reposaban en un agujero maltrecho, cosecha de moscas de sangre, debía quemarlos.
—Cada vez es más difícil.
—¿Incluso si son personas horribles?
—Sí—replicó. Clavó la espada en el agujero y extrajo un trozo de tierra con las manos desnudas—. Incluso si eran personas horribles—recordó a Courbet y los adoquines manchados de sangre—. Todos tenemos sueños. Es cierto. Pero, no todos tuvimos las mismas oportunidades.
Levantó la mirada del suelo, vio la enorme colina del valle y la gran casa iluminada en la cima. Los niños jugaban en la hierba mientras él moría de hambre en el puñado de casas destartaladas. La vida era injusta, insufrible, cruel y vacía. Recordó la melodía de Courbet, la risa de Ross y el orgasmo de Pavlov. Pero también, la vida es hermosa, abundante, gentil y llena de esperanza. A pesar de todo, amaba sus cicatrices y no quería perderse.
«El precio de los vida es la muerte».
Escuchó un ruido en el carromato de Pavlov y corrió de inmediato. Su esposa se retorcía en espasmos. Estaba convulsionando por las fiebres. Saltó sobre ella, intentando retenerla en sus brazos. Se estremecía con los ojos vidriosos y espuma brotando de su boca.
—¡No, Gerard!—Gritó Annie al entrar—. ¡Suelta a Pavlov, ella tiene que superarlo! ¡La podrías lastimar!
Gerard la abrazó, estaba ardiendo. Cerró los ojos llenos de lágrimas. ¿Por qué tenía que volverle a ocurrir? Después de tanto luchar para salir del abismo, las escaleras se convertían en arena.
—Estoy aquí—lo abrazó—. No te vayas, estoy aquí. No quiero perderte, Pavlov. Eres todo lo que me queda. Te amo, eres una tonta. Te amo muchísimo. Y también creo que eres una grandísima tonta por querer a un desastre como yo.
Estaba amaneciendo. Los cadáveres eran cubiertos por zumbidos de moscas. Los sonetos sangrientos y las canciones desgarradoras. Pavlov temblaba cubierta de sudor. Sus ojos se cerraron. Gerard abrió la boca para entonar una sonada. Lloraba con la voz quebrada. Las canciones tristes.
Cuán gloriosa será la mañana.
Para dar la bienvenida al Dios de amor.
Donde todo será color de rosa.
En la gracia fragancia del señor.
Cuán gloriosa será la mañana.
Cuando venga nuestro salvador.
Las naciones unidas como hermanas...
Bienvenida daremos al señor.
No habrá necesidad de la luz y el resplandor.
Ni el sol dará su luz, ni tampoco su calor.
Allí llanto no habrá, ni tristeza, ni dolor.
Porque entonces Bel el Rey del Cielo.
Para siempre será consolador.
¡Más allá del sol!
Más allá del sol.
¡Yo tengo un hogar, bello hogar!
Dulce hogar.
Más allá de sol.
Pavlov se quedó dormida. Gerard la abrazó, sintiendo los latidos de su corazón desaparecer. Su último rayo de esperanza se desvaneció. La boca le sabía a herrumbre, salitre y tinta. Sangre negra.