Capítulo 9. Canción de Medianoche de Courbet
Capítulo 9: ¡Que le den por el culo a Giordano Bruno!
El anciano roble abrazaba la integridad del muro de piedra como un amante insensato.
Annie trepó en el cómo un roedor, la había visto miles de veces subirse. En ese tiempo ella era solo una niña menuda y cubierta de pecas, con una larga trenza color miel. La niña vivía en una pequeña casita de barro bajos en los barrios de Pozo Obscuro, pero solía escaparse a jugar con los hijos de los nobles al castillo, con Friedrich.
—Ven, Fred—lo llamó, y él... como era un niño de cabellos pálidos corrió detrás de ella.
En ese tiempo, Afinnius era un niño regordete de cabellos negros que correteaba por todo el Fuerte de la Ninfa. Era su mejor amigo. Los tres armaban grupos con los niños nobles que visitaban el castillo y armados de palos y cortezas endurecidas jugaban a la guerra. Los enfrentamientos se postergaban hasta el atardecer. Friedrich y Afinnius junto a una docena de niños perseguían a Annie y a casi todas las niñas que se defendían con bolas de tierra. Aunque sus recuerdos más felices vinieron después, Friedrich amaba luchar con ramas con Annie.
—Soy Sam Wesen—gritaba ella entre estocadas—. El Héroe Rojo...
—Y yo Anastasio—Friedrich retrocedía y se defendía con una sonrisa—. Tu enemigo—fingía que moría con una rama clavada en el pecho.
—Soy Courbet—aullaba ella—. El Mago de la Sal.
—Soy el malévolo Daumier, el Terrorífico, Señor de los Alquimistas Oscuros.
Annie se rio y dejó de pelear—. ¿De qué te ríes?—Friedrich frunció el ceño. No le gustaba que una niña se riera de él.
—Tú no pareces un alquimista.
Cuando le prohibieron ver a Annie. Creyó que iba a morir de tristeza, invitaron a un montón de niños del pueblo a guerrear en una apocalíptica batalla con bolas de nieve. Los niños nobles optaron por ocupar el castillo mientras un montón de niños zarrapastrosos subía por los muros con escaleras viejas. Friedrich y Affinius lideraron la defensa con mucha habilidad creando dos grupos: los que hacían municiones y los que lanzaban. Y estos se intercambiaban los puestos. Pero Annie los superó en número y la cantidad los aplastó. Sobre todo porque los niños se cansaron de turnarse.
Dejó de ver a Annie por muchos años, ante la furia de su padre por tales travesuras. Lo encerraron en su habitación. Se dedicó a estudiar libros de historia, matemáticas, geografía, leyes y filosofía... Con el tiempo Friedrich sería el próximo Lord Verrochio, el señor de Pozo Obscuro. Pero en el fondo, a Friedrich le interesaba la causa y efecto del dolor que la ausencia de Annie provocó en él. Estudiaba la alquimia en secreto, los trabajos de Giordano Bruno sobre la metafísica, para entender la calidad química de las emociones y su manifestación en un plano irreal. Cuando solo era el instinto de fusión de dos organismos, algo tan primitivo como el tiempo y tan mágico como el universo. Perdió horas incontables entre textos empolvados y noches tortuosas entre metales corrosivos y cristales que nunca pudieron eliminar el dolor en su pecho. Probó drogas, estuvo enfermo, en ocasiones muerto... pero nunca vivo. Descubrió las propiedades deletéreas del mercurio al probarlo en pajarillos con la finalidad de que no murieran... Así creció, con una falsa idea del amor, encerrado en cuatro paredes. Entre fracasos alquímicos.
Cuando su padre enfermó de gravedad. Friedrich intentó salvarlo, drenándolo con sanguijuelas y luego inspeccionando su sangre. Los trabajos de Giordano Bruno eran fascinantes, junto con las tesinas de Comodoro... pero al estar incompletos. No pudo hacer más que probar. Los logros y los errores los plasmaba en sus libros propios. Terminó por envenenar a su padre con arsénico... No se lo dijo a nadie.
Su madre, una mujer poco afable y llevada por las apariencias, se casó con su tío Noir Verrochio y juntos gobernaron Pozo Obscuro durante muchos años. Friedrich intentando que todo volviera a ser como antes, se encerró en su laboratorio. El que alguna vez fue su patíbulo de aprendizaje y habitación. Pasaba meses enteros allí, releyendo los experimentos fallidos y buscando respuestas. Quería revivir a su padre, algo imposible para la alquimia. Aunque nada era imposible si seguía cada lineamiento. Envenenaba conejos con altas dosis de arsénico, luego de muertos, limpiaba sus estómagos con una manguera. Los llegó a abrir vivos para investigar su funcionamiento. Les implantaba cristales, sustancias ferrosas, metales muy calientes en el lugar donde estaba el corazón. Pero no funcionaba.
Cuando Affinius regresó del Jardin de Etoiles graduado como mago de primer nivel y escribano. Friedrich le pidió infundir un cristal de cuarzo con su esencia, por sus propiedades energéticas y conductoras. Friedrich robó cuerpos del cementerio y le implantó el cristal en el pecho vacío, a un niño recientemente muerto. Los resultados fueron increíbles...
Desenterró el ataúd de su padre, pero solo descubrió un montón de huesos. Quemó todos los papeles y arrojó todos los cristales al océano. Retomó sus labores de estudio muy tarde, ya que su madre había tenido más hijos. Se encerró en su estudio de política, geografía e historia, pero esta vez... en la torre del castillo junto al árbol donde había escalado Annie miles de veces. Empezó a pasear por el pueblo, recorriendo los barrios más pobres. Al ver a las personas viviendo en tan denigrantes circunstancias, llenas de llagas y pestes. Decidió que quería hacer de la alquimia una ciencia para salvar a las personas, que no murieran como su padre.
Annie volvió a su vida como un pajarillo que vuela al árbol donde nació, tímida, majestuosa. Habían envejecido... Friedrich partiría a Valle del Rey para estudiar en la Maison de Noir. Esa noche ella subió por el árbol y le entregó su virginidad.
—Regresa conmigo, Fred—le susurró.
«Regresa a mí». Fue lo último que pensó antes de despertar, solo, en una cama vacía.
«Ese sueño fue real... pero este mundo es un sueño».
Estaba cubierto de sudor y el brazo le picaba, lo sentía muy caliente, en llamas. Perdió a su esposa y a su hija, volvía a estar solo en el laboratorio de su vida. Comodoro lo esperaba en el salón junto a los pocos magicians que permanecían fieles al rey y Lord Beret.
—Lord—lo saludó Beret con un movimiento de cabeza—. Los castellanos lo están esperando para el consejo de guerra.
Colocaron una gran mesa alta, forrada con un mapa detallado de la isla frente al trono desocupado. Las sillas las ocupaban Lord Beret inquieto, Comodoro lascivo, Anaís Ross dudosa, Lord Daumier impenetrable cuchicheando con su confraternización y el asiento vacío de Affinius von Leblond el castellano del Fuerte de la Ninfa, guardián de Pozo Obscuro. Tampoco estaba el señor de Puente Blanco, Lord Brunelleschi. El asiento de Friedrich a la cabeza de la mesa como portavoz del rey parecía frío, incómodo. Los magicians de pie, ocupaban el recinto. Guardaron silencio al verlo.
Sir Bell se recuperó gracias a los cuidados de Marcel Brosse. No llevaba la armadura, pero si estaba embutido en cuero y malla, llevaba una gran espada al cinto. Lo siguió cojeante mientras avanzaba por la sala y ocupado su asiento. Entre los magicians de espléndida capa roja con distintos ángeles bordados en hilo de oro, denotaba la ausencia de Sir Cedric y el Premierè Château. Los únicos que asistieron fueron los castellanos del Sexto y Tercer Castillo.
—¿Cómo se encuentra de salud el rey Joel?—Friedrich miró a Lord Beret, todos dirigieron sus cabezas hacía el anciano.
—Duerme, no come mucho y rechaza el elixir de Cinabrio—respondió el anciano.
Alzó la comisura de los labios aparentando normalidad. Friedrich lo convenció de revelar la verdad de su muerte con mesura—. Cada día que pasa nos despertamos con el miedo de que sea el último. Hemos perdido mucho y esta guerra de rebelión nos dejará devastados. Esto va más allá, mis señores... nuestra arrogancia nos condujo a envenenar nuestro hogar. Lo admito, es nuestra culpa, más que nada... mía. Pero no deberíamos lamentarnos y matarnos entre nosotros como bárbaros. Necesitamos a todos, a cada persona, cada sacrificio. Por un bien mayor, por la prosperidad que soñamos. Debemos tener esperanza. Si conseguimos que se restaure la paz y nos unimos para enfrentar esta crisis de recursos, la superaremos. Quizás no podamos sanar nuestra isla, pero más allá del mar existe un sueño de redención. Tierra fértil y ríos. Nuestro reino encontrará la salvación.
El murmullo recorrió el recinto, los nobles murmuraban entre ellos. Los magicians asentían, impasibles. Comodoro murmuraba con modestia. Lord Beret se revolvía en su silla con mirada ausente.
—El falso Rey Dragón respondió nuestra carta—anunció Comodoro. Le tendió el pergamino enrollado a Friedrich.
—Llegará a un acuerdo—concluyó, luego de releer la carta un par de veces—. Firma que no habrá conflicto si cedemos ante sus condiciones. Propone que se divida el reino, otorgándole el dominio de las tierras sureñas, los castillos y los tributos. Desde el valle de Rocca hasta las costas de Pozo Obscuro y parte del Paraje. Que aquel nuevo reino será gobernado por la familia Scrammer. Si se cumplen las peticiones, Seth Scrammer entregará a los rehenes que tomó de Fuerte de la Ninfa a Lord Verrochio y se sellará con un armisticio.
Friedrich sintió como la ira le entumecía el pensamiento. Comodoro abrió mucho los ojos. Los dedos que no tenía le escocieron...
—¡Es ridículo!—Estalló Friedrich—. Piden medio reino. La mitad de nuestras tierras. La mitad de nuestra gente y recursos. ¡Todo el sur! Tendríamos una isla dividida en dos. ¡Ni pensarlo!
—No sé qué pensarán—los ojos grisáceos de Beret resplandecían con astucia—. Esto es una teatralidad, ya verán. No tendrán suficiente con el sur. Poco a poco, seguirán avanzando y haciendo crecer sus fronteras. Tomaron tierras cada par de años, harán revueltas y se apropiaran del Instituto. Someterán a Puente Blanco y sus escalas llegarán hasta nuestras puertas. Dentro de cien años. Todos seremos vasallos de los dragones. Hasta los Château están amenazados.
—No pienso entregar el castillo de mi familia a los Scrammer—sentenció Friedrich. Apretó el puño de oricalco—. Pozo Obscuro pertenece, junto con sus impuestos a la familia Verrochio y los reyes Sisley. Son una fuente de ingresos consistente para la ciudadela, sin ellos; la crisis empeorará.
—¿Dónde están los representantes de Puente Blanco y Pozo Obscuro?—Preguntó Lord Daumier con indiferencia. Entre los presentes aparecieron máscaras de duda.
—Lord Brunelleschi no responde las cartas—aclaró Anaís Ross, determinada—. Parece que Puente Blanco prefiere mantener su neutralidad en la contienda.
—S8, Damian Brunelleschi es un cobarde religioso—sonrió lobuno Lord Daumier, miró a Friedrich—. Parece que Pozo Obscuro decidió apoyar al Rey Dragón. Los Verrochios reclaman el sur como propio en una alianza con los Scrammer.
Friedrich golpeó la mesa, enardecido, resonó como si se fuera a resquebrajar.
—Affinius es un traidor—replicó. Daumier le lanzó una mirada asesina—. Debió custodiar el pueblo y cobrar impuestos desde que el corazón de mi tío y padre adoptivo, colapsó. Seth Scrammer debió tomarlo como rehén durante su invasión a Pozo Obscuro y el muy cobarde se unió a su rebelión, traicionando a los señores que lo acogieron. Seguro ese mentecato de Seth, le prometió un título como auténtico señor de la ciudad a cambio de todas las fuerzas del sur. ¡Es un cobarde, un desleal y un mentiroso! Yo mismo me encargaré de colgarlo.
—Affinius tendrá sus motivos— dictaminó Lord Daumier con sorna—. Pero, sería complicado tomar Fuerte de la Ninfa sin destruir Pozo Obscuro. Puede que el traidor tenga a los Verrochio cautivos.
Friedrich enrojeció, una vena palpitaba en su cien.
—Tengo entendido—dijo para apartar el comentario de Daumier—. Que Seth Scrammer asienta su ejército en Rocca Helena—Marco, el acólito de capa negra que era su subordinado, colocó una figura de madera que asemejaba un dragón, sobre la zona del mapa que indicaba el pueblito a orillas del lago—. Un sitio pequeño, junto al Aguamiel y rodeado de montañas. Lo tomó como base desde que pasó por la espada a todo Deuxiemè Château. La fortaleza podría resistir un asalto, pero el ejército es vulnerable fuera de la fortificación.
—De seguro construyó murallas de tierra y tiene vigías en los bosques—sugirió sir Desmond Morris, el anciano y calvo castellano del Troisième Château—. Un gran ejército sería detectado, si nos acercamos mucho al campamento por la cadena montañosa.
Alfred Van Lene carraspeó. Era un fiero magician expulsado del Premierè Château por comportamiento depravado. Fue acogido por sir Desmond como subordinado, aunque poseía un temperamento despreciable. Miró largo rato el mapa. Era un tipo robusto y alto, con una horrorosa cicatriz que le surcaba el rostro, casi partiéndole la cara en dos. Sus ojos grises lanzaban destellos. Aquel hombre... olía a madera ardiendo y humo de incendios.
—Huirían en desbandada, días antes de que un buen ejército pudiera dar el golpe—asintió con voz arenosa. «Desesperación, muerte»—. Tendría que ser un ejército pequeño, pero formidable... El cual destruya al ejército y quemé el pueblo en un ataque nocturno.
—¿Un ejército de magicians?—proclamó una voz. Era una joven magicians de cabellos castaños claros.
Sir Desmond Morris clavó su mirada en ella. Sus ojillos vivaces llameaban, lanzaban ondulaciones. Su calva incipiente estaba flanqueada por mechones blancos, una barba dura cubría su mandíbula.
—¿Se puede saber quién eres?—Señaló, con dureza.
—Claude Leroy del Sixtième Château, señor—la chica de brillante capa roja hizo una reverencia con una sonrisa de tonta.
—¡Nadie te dijo que podías hablar, Claude Leroy!—Replicó sir Desmond—. Esto no es una discusión del Jardin de Etoiles. ¡Esto es un maldito consejo de guerra!
La chica Leroy bajó la cabeza.
—¡Cállate, viejo de mierda!—Imploró Marian Louvre, castellana del Sixtième Château. Una mujer morena y vivaz de ojos negros, de corta estatura—. Nunca has ido a la guerra. No descargues toda tu mierda con mis protegidos, ¿entendido?
—Que locuaz, señora Louvre—Sir Desmond tomó la empuñadura de su espada—. Espero que en el campo de batalla tenga cuidado. Ya sabe lo que pasa con las mujeres en las guerras. Sobre todo con las pequeñas. Podría pisarla sin querer...
—¿Es una amenaza, sir imbécil? —se escuchó como los magicians, escoltas de Mariann Louvre desenvainaban las espadas—. Debe tener la cabeza muy floja, se le puede caer en cualquier momento si no deja de decir chorradas.
Alfred Van Lene, el gigantesco demonio rojo, fue desenvainar su mandoble, pero sir Desmond lo detuvo con una sonrisa de concupiscencia.
—Estamos ante los nobles.
Alfred gruñó y guardó su espada.
—Bien, ahora podemos hablar del ataque—carraspeó Friedrich, con el ceño fruncido—. El ejército de Seth cuenta con al menos unas trescientas personas, sin contar las del pueblo. Se dice que lo siguieron una parte de los habitantes de Pozo Obscuro. Asesinos, violadores, ladrones. La basura de la bahía. Tienen armas y el castillo para resguardarse, en caso de ataque.
—En Troisième Château tenemos cincuenta magicians—el anciano caballero paseó la mirada por el mapa. Se sabía que Desmond tenía el castillo más guarnecido de la isla, no escatimaba al evaluar a los participantes—. Podríamos ser la vanguardia, como la guarnición más grande.
Friedrich sintió como las comisuras de sus labios aleteaban.
—No—dijo—. Sería muy arriesgado en un diez contra uno. Seth también posee un número reducido de magos renegados. En cuestión de números, si se le une Puente Blanco, él tendrá ventaja en la batalla contra toda la isla. Pero... la idea de una vanguardia de reconocimiento, liderada por sir Desmond Morris, es más segura si suponemos una retaguardia numerosa.
—En Sixtième Château tenemos veinte magicians—replicó Mariann—. En el Paraje no se escuchan noticias de guerra, la gente se resguarda con neutralidad. No es mi deber, pero dejaré el castillo desolado para marchar a la batalla para detener un conflicto mayor.
—Bien... La retaguardia estará conformada por el Sixtième Château y un destacamento de alquimistas, que avanzará junto a la guarnición del Troisième Château y se unirá a la contienda en Rocca Helena—anunció Friedrich colocando las figuras en el mapa y moviéndolas en una línea recta hasta el dragón—. La retaguardia le seguirá el paso. Llevando los carros y las provisiones mientras la vanguardia avanza golpeando el pueblo.
Sir Desmond Morris parecía satisfecho, el suyo y el de Louvre eran los únicos Castillos que acudieron a la reunión. El Primer Castillo estaba ocupado por fantasmas, el Segundo y el Séptimo lo imitaban. Los Castillos construidos por Vallar Sisley en conmemoración a las hazañas de la Orden de Magicians fueron creciendo con los años. Hasta ocupar la isla con su velo de protección contra los magos negros. Cada uno tenía historias y rivalidades. Un castellano podría estar a otro para quitarle su castillo. El estatus del castellano correspondía la posición de su castillo en contraste con la Sociedad de Magos. De manera que el Primer Castillo era el más importante. Pero hacía cien años que no había un duelo entre castellanos.
—¿Alquimistas?—Marian Louvre parecía intrigada—. No sería mejor llevar una escuadra de guardias. Unos doscientos de apoyo, vasallos de los Daumier y otros nobles.
Comodoro despegó los labios arrugados.
—Los novicios de la Maison de Noir están entrenados en el uso de las nuevas armas que cambiarán el curso de esta guerra—por supuesto, Comodoro hablaba de las ballestas y las máquinas que fabricaron los artesanos—. Un destacamento de alquimistas llevará estas armas al campo de batalla y probaran su efectividad. Una cosa más...
—¿Sí, Comodoro?
—Pido a la vanguardia que capture a la mayor cantidad de personas posibles. Son unos traidores y les haremos pagar por sus crímenes de la forma adecuada. No tienen que estar... necesariamente intactos, mis señores.
—¿Para qué quiere a un pueblo entero, rector?—Louvre entrecerró sus ojos.
Comodoro sonrió.
—Eso es secreto por ahora, señora Louvre.
La sala se fue vaciando conforme iban trazando la ruta, las provisiones y las recompensas dadas para lanzar el golpe contra Seth Scrammer. Al final del día, Friedrich bebía vino sin pronunciar palabra mientras Lord Beret y Comodoro mantenían una discusión sobre la recolección de esencialina. Le dolía la cabeza. Aparte de ellos... solo quedaba Anaís Ross en la sala, su escolta había desaparecido.
—¿Qué era eso que no pudiste revelar a Marian Louvre?—preguntó Friedrich, el vino picoso lo estaba mareando.
Anaís estaba distraída, escuchando lo que se decían los ancianos. Levantó la vista y sus ojos oscuros se encontraron con los suyos. Beret y Comodoro se miraron, pensando en aclarar la verdad de una vez por todas.
—Ah—los labios de Comodoro se agitaron—. Como usted sabe, Lord Verrochio. Hace unos días el laboratorio junto a la colina Pezuña volvió a entrar en funcionamiento. Usted ordenó abastecer los castillos con las nuevas armas del rey y necesitamos un sitio ideal para incrementar la producción.
—Creí que bastaba con la Maison de Noir...
—Tenemos problemas para deshacernos de los desechos. Es sabido, que junto a la colina Pezuña se excavó un foso de desechos... durante la época en que las minas estaban repletas de minerales y metales preciosos. Hemos remodelado las instalaciones. Para un uso más eficiente, gracias a que se encuentran remotamente alejadas de cualquier poblado. Y así, aumentar el nivel de secretismo y seguridad. Cuando usemos las instalaciones para albergar a los rebeldes cautivos. El lugar es vigilado por alquimistas bien pagados.
Lord Beret asentía de aprobación y sus ojos grises parecían complacidos.
—Entiendo—Friedrich tamborileó la mesa con los dedos, miró a Anaís—. También escuché que están preparando un refugio de guerra para ancianos, lisiados y enfermos fuera de la ciudad. Me parece muy noble. La Jefa de la Guardia está encargada de elegir a los que irán a tal refugio. No sabía que eran tan bondadosos y se preocupaban por la seguridad de sus inferiores. Pero... ¿Existe tal refugio?
La mujer palideció e intentó negar con la cabeza. El nerviosismo creció en su mirada y el cabello crispado se arremolinó en su cuello pálido.
—Debe comprender que no quedan sujetos de extracción—Beret deslizó sus manos por toda la isla, sus dedos arrugados viajaron desde Pozo Obscuro hasta Valle del Rey, barriendo los riachuelos y montañas—. Las celdas del Fuerte de Ciervos están despobladas y corren rumores espeluznantes entre los alquimistas. Estamos seleccionando a los mejores para la supervivencia. Solo queremos fortalecer nuestro pueblo.
—Tal refugio, no es sino... el laboratorio—terció Comodoro—. Muchos lo llaman el Abismo. Nuestra querida Anaís, se encargó de elegir a aquellos que no tengan utilidad y enviarlos con sus alquimistas hacía el abismo de la liberación. Muchas familias están peleando por enviar a sus miembros más ancianos a un refugio que no existe. Quieren terminar con el hambre, la pobreza que representan las parias.
Friedrich horrorizado intentó despejarse apurando la copa de vino amargo, llenó otra y la bebió de un trago. Quemando su garganta con ardor. No podía hablar...
—Debería alegrarse, Lord Verrochio—replicó Anaís, sus labios finos estaban pálidos como papel—. La crisis de alimentos esta mejorando debido a sus sacrificios. Las familias están más felices, creyendo que todo estará bien para esas personas que no pueden valerse solas. Esta naciendo la esperanza y más candidatos se unen al ejército real para pelear contra Seth Scrammer y su rebelión.
Cada sacrificio era necesario. Recordó a Annie, pérdida y sola. A su esposa, muerta. Él, abandonado... Estaban haciendo lo correcto, pero... ¿por qué se sentía tan equivocado y vacío? A punto de contemplar una guerra, haciendo todo para causarla. Rodeado de personajes crueles de caracteres siniestros.
—Así es—sonrió Beret—. Podremos decirles que la rebelión atacó el refugio y mató a todos, sin misericordia. Sería el incentivo ideal para encender las llamas de la unificación.
—No—admitió Friedrich con dureza—. Comenzamos exterminando a lo peor de las calles creyendo que traería orden, y eso nos convirtió en... genocidas. ¡Viejos y enfermos, una mierda! ¿Qué sigue? ¿Vamos a exterminar familias enteras por no poseer sangre peculiar, como sugirieron generaciones anteriores de alquimistas y filósofos?
—Eugenesia—apuntaló Beret en respuesta—. Tomamos a las familias con mejores rasgos, poseedoras de quintaesencia y descartamos a las débiles, para que la naturaleza siga su curso.
—El exterminio de personas no es la solución.
—Es bien sabido—correspondió Comodoro—. Que la naturaleza elige a pocos para prosperar, mientras que al resto les toca desaparecer. Giordano siempre decía que solo los más aptos deberían tener descendía. Que solo los rasgos necesarios deberían transmitirse y para los demás, eutanasia. Este proceso debería ser llevado a cabo por la corona para preservar un buen acervo de individuos.
Friedrich estaba borracho.
—¡Que le den por el culo a Giordano Bruno!
—Friedrich, cálmate... por favor—Anaís tenía la voz quebrada.
Midió con la mirada a Anaís Ross. La mujer de piel clara, cabello crispado y castaño parecía a punto de llorar. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—¡Cállate!—Rugió, encolerizado—. Usted como Jefa de la Guardia debería proteger a los débiles, no elegirlos para ser enviados a laboratorios. Debería preocuparse de las criaturas que deambulan por la ciudad de noche... y no de este exterminio ¡Usted es peor que estos ancianos, porque los apoya!
La mujer rompió a llorar, se levantó para replicar y salió de la sala a trompicones. La vio alejarse con un sentimiento desagradable creciendo en su interior, aferrado en su pecho. El mareo desapareció, junto con las ganas de seguir bebiendo.
—Ya terminó, Lord Verrochio—Beret parecía severo.
—Sí—Friedrich pensó en lo que iba a decir... Cerró la boca—. Hagan lo que quieran.
Se levantó y salió de la sala. El patio estaba vacío. Sentía las orejas enrojecidas mientras se acercaba a su torre. Tenía muchas cosas que pensar, le molestaba que los ancianos hayan actuado a sus espaldas, porque sabían que se opondría. Friedrich podría ser un insensible, pero estaba en contra del asesinato de inocentes. No podía creer que Anaís Ross, la hija ilegítima del honrado Lord Milne, apoyará tales aberraciones. Beret y Comodoro estaban a solo un paso de llevar a cabo la selección artificial, estipulada por el Homúnculista y otros alquimistas anteriores que cayeron en el olvido. Nunca recordaba, pero no olvidaba. Los asesinatos misteriosos continuaban en la ciudad, al punto de que aparecían familias enteras descuartizadas... pero ella se preocupaba por obedecer a Lord Beret.
Subió por la torre del Hombre Arrojado, por la cual se había lanzado Carl Sisley después de asesinar a toda la familia real, excepto a Joel. Anaís Ross lloraba abrazada a sus rodillas, con el rostro oculto entre los brazos y el cabello castaño claro revuelto sobre las piernas cortas. Sus ojos enrojecidos lo juzgaron
—¿Qué haces aquí?—Preguntó con aspereza la mujer.
—Esta es mi habitación—replicó disgustado—. Quítate de la puerta, mujer.
Anaís se enjugó los ojos con el dorso de la mano, su capa azul estaba manchada de hollín.
—Sabes lo difícil que fue hacer todo eso—sus labios temblaban—. Yo no quería, pero sabía que si me rehusaba... me harían lo mismo que a esos delincuentes. Estaba asustada. No podía dormir por las noches. Me imaginaba con esas mangueras incrustadas en mi piel, succionando mi sangre hasta matarme. Todas esas familias confiaron en mí, creyendo que protegería a sus miembros más viejos y enfermos. Los engañé... les mentí y fueron condenados a la muerte. He estado sufriendo mucho desde que me dieron este cargo. Nadie creé en mí y siempre me ven como una niña suertuda. ¡Los odio... Te odio, Friedrich! Es muy difícil vivir con todos estos problemas y me echaste en cara que estoy obrando mal.
Anaís rompió a llorar y Friedrich maldijo por lo bajo. Nunca pensaba en lo que estaba pasando por la mente de aquella mujer. No creía que lo hacía porque estaba asustada. Y descubrió que él también estaba asustado. Que detrás de toda acción y todo pensamiento se ocultaba, al margen: el miedo a desaparecer. Le temía a los magos negros que sembraban espinas envenenadas en el trono.
—Lo lamento—se arrodilló junto a ella. De cerca, pudo oler un perfume de jazmín y caoba. Aquellos ojos almendrados vacilaron y se cerraron, asustados—. No debí descargar mi rabia en ti. Estaba... perturbado. Yo... creo en ti. Lo siento...
Se levantó y metió la llave en el cerrojo de la puerta, la madera crujió y cedió. Entró y se detuvo, porque tiraban del dobladillo de su capa negra. Anaís seguía aferrada a él, no se levantaba del suelo.
—¿Por qué no te has ido?—Friedrich intentó quitarle el dobladillo de las manos.
—¿Puedo pasar?
—No, márchate—masculló, ceñudo—. No quiero niñas en mi habitación.
Cerró la puerta, pero Anaís se escabulló y entró a su habitación en penumbra. Friedrich encendió el aceite rancio de una lámpara de hierro con un yesquero de pedernal. Las velas perfumadas se le acabaron.
—Creí que tendrías una habitación más grande—Anaís paseó la mirada. La pequeña habitación con una sencilla mesita donde colocaba la lámpara, los papeles y una pequeña cama—. Aquí no hay nada. Ni siquiera tienes una buena cama.
—¡Podrías callarte e irte de aquí!—Friedrich ya no la soportaba—. Tengo cosas que pensar. Hoy no podré dormir.
Anaís se quitó la capa con elegancia, era bastante más baja que Friedrich. Debajo llevaba un abrigo de piel, también se lo quitó, y las botas altas ocultaban unos pequeños pies rosados.
Friedrich abrió la puerta.
—Por favor... Vete.
No quería, no. Anaís se acercó, trémula con la camisa desabrochada.
—Escuché que tiene una gran casa en la calle Obscura. Pero que no se la pasa allí desde que murió su esposa—Anaís colocó una mano en su pecho y cerró la puerta ante el espasmo de Friedrich—. Es muy noble y... triste. ¿No sé siente muy solo por las noches?—Le desabrochó la capa y tiró de él hasta inclinarlo ante su rostro—. Me siento tan sola... No tengo a nadie que me ayude con mi problema desde que... —besó a Friedrich, hambrienta. Ella cobijó su boca, mordió sus labios, sus manos hábiles arrancaban la ropa de su cuerpo. El deseo crecía a medida que la tocaba, que sentía su presencia—. Hágame suya, Lord Verrochio.
Podía escuchar su corazón retumbando a toda velocidad... Estaba asustado. Anaís descubrió el cuerpo de Friedrich con lentitud y se sorprendió al ver el brazo de oricalco que se adhería a la carne del hombro y el pecho. Las cicatrices de fuego subían en espiral por su costado, arañando su piel con tejido rosáceo, rugoso al tacto.
—¿Te duele?—La mujer tenía lágrimas en los ojos mientras recorría con sus dedos el metal frío de su brazo... Sus cicatrices duras.
—No...
Friedrich estiró el brazo de oricalco y acarició el rostro de la mujer con dedos fantasmales. Estar junto a otro ser humano era... caluroso, tierno, amable. No reconocía aquellas sensaciones de proximidad. Estuvo demasiado tiempo solo... que olvidó como se sentía el afecto. Ni siquiera podía sentir eso. Se sentaron en la pequeña cama y se besaron con ternura como dos jóvenes. Se amaron, descubriendo la piel del otro en intimidad.
El día de la declaración de guerra contra el Rey Dragón. Los nobles se reunieron en el amplio salón del trono. Los sirvientes habían limpiado las empolvadas hileras de sillas ante el trono de madera oscura y oro macizo. Se mostraban los nobles más importantes de Valle del Rey. Representantes de las calles de toda la ciudad, todos con un pequeño ejército de vasallos a su disposición.
Anaís Ross, era representante de la calle Mercurio como heredera del fallecido Lord Milne, su ilegítimo padre. Lucía una reluciente capa azul, junto a otros que había ascendido como comandantes en el ejército real. La mujer estaba al fondo, custodiando la entrada y sus prodigiosos guardias vigilaban en cada rincón. También había guardias de menor rango, envueltos en capas moradasz armados con lanzas.
Una guerra contra el régimen de Seth Scrammer en el sur estaba a punto de ser declarada. Era el día propicio para acabar con la contienda, antes de empezar. Lord Beret yacía de pie junto al trono vacío, miraba nervioso la sala atiborrada mientras se frotaba las manos. Su estratagema de controlar el cadáver del rey para propiciar el movimiento podría salir mal de una y mil maneras distintas. Sabía que no era una guerra convencional, era una lucha por los recursos. Una simulación de prueba para probar las nuevas armas antes de partir a las tierras más allá del mar. Friedrich aparentaba seguridad, tenso, de pie como vocero frente a las filas de asientos. Esperando... Los días eran cada vez más fríos a medida que las lluvias tomaban fuerza. Atacarían antes del invierno. Aunque los pocos recursos que tenían... No parecían ser suficientes para resistir las nevadas. Pronosticadas las más inclementes, por los eruditos de las estrellas. Bajo la capa negra, estaba ardiendo. Sudaba como si aquella sala fuera un horno.
En la primera hilera estaba Lord Johann Daumier, representante de la calle Obscura, junto a sus hermanos; vestían de negro como alquimistas y tenían extraños animales silenciosos de mirada penetrante. Lord Daumier era pálido, su cabello blanco le daba el aspecto de un lobo albino. Friedrich sentía un desagrado por la familia. No solo eran la familia representante de la calle Obscura, donde vivía, sino que también poseían el vasallaje más numeroso de la ciudad. Más por las atrocidades de sus antepasados qué por juramentación formal. Las familias de la calle más grande les temían y los respetaban, sin disimulo. Les precedían otras familias menores de Obscura como los Leroy presentes por la señora Melissa Leroy, y detrás de ellos la calle Etoile del desembarco, llena de pescaderos sin sesos. Al fondo se veía al rector de la Maison de Noir, Comodoro, junto a unos cuantos acólitos de negro. Sam llegó por último a la audiencia, cuando no había asientos. Detrás de él ,estaban sus caballeros traqueteando en acero: sir Mandrin envuelto en una gruesa coraza roja con colmillos tallados. Sir Preston llevaba su armadura azul centelleante y el guantelete al puño de la espada. Sir Vincen era el más fiero, ataviado en una armadura violácea con runas verdes pintadas y protecciones ceñidas con correas de cuero. Eran figuras de acero, altas e imponentes y entre ellas se abría paso una pequeña y delgada joven de cabellos plateados con los ojos vendados.
Sir Bell gruñó detrás de Friedrich, estaba junto a la pared esculpido como una estatua. Echó mano a la espada en la vaina, pero se detuvo con una mirada inquisitiva de Friedrich. Su caballero estaba armado con una armadura azul grisáceo, su yelmo era de cabra demonio con cuernos largos y retorcidos. Llevaba atado al brazo un grueso escudo de roble y cuero, con un fauno pintado.
—¡El rey Joel Sisley!—anunció Friedrich viendo al rey aparecer por las escaleras, su andar desgarbado denotaba un desuso inaudito de las piernas. El pellejo de su rostro colgaba flojo—. Rey de Gobaith y de los Celtas. Rey de las islas y las tierras más allá del mar.
Joel Sisley entró a la sala desde una puerta junto al trono, que conducía a la torre del Rey. Estaba más flaco y pálido de lo que recordaba, caminaba despacio, tambaleándose. Huraño y desgastado. Llevaba los colores blanco y violeta de la familia real. La corona de oro bruñido con diseños de distintos animales fantásticos, tenía doce piedras distintas, que se le hendían en la piel arrugada de la frente. Se sentó en el trono, jadeante. Beret manipulaba su cuerpo como un titiritero. Todos guardaban silencio...
—Es un placer—Joel jadeaba cuando alzaba la voz—. Mis señores de Valle del Rey. La ciudad más grande de Gobaith... Nos enfrentamos a una amenaza que avanza desde el sur—Tosió, se aclaró la garganta. Sus ojos violáceos portaban un brillo pardusco. La voz penetrante que salía de aquella garganta pertenecía a los pensamientos de Beret—. Se hace llamar Rey Dragón. Seth Scrammer nos desafía. Creímos haber exterminado la amenaza de los dragones... Pero estos se alzan, engreídos, desde Pozo Obscuro —Miró por un instante a Friedrich—. Hasta las montañas próximas a Valle del Rey. Debemos aplacarlos, antes de que lleguen ante nuestras murallas con su ejército de traidores... ¡Se han atrevido a desafiar el poder que tenemos! Es cierto que una época oscura se cierne sobre nuestra isla. Han sido tiempos duros para todos. Pero, no es momento de pelear entre nosotros. Debemos unirnos más que nunca y hacerle frente a esta rebelión. Antes... de que nos enfrentemos con nuestro enemigo en común: la extinción.
Joel se interrumpió en un mar de toses. Los nobles intercambiaban susurros, curiosos y confundidos. Lord Beret murmuraba algo mientras el rey mientras recuperaba color. Sam le lanzaba miradas conspirativas, estaba listo. Ruido en el salón creció, cada palabra retumbaba dentro de su cabeza.
— ¡Mis señores!—Ordenó Friedrich y todos guardaron silencio.
—Lord Verrochio—pronunció Joel, decidido—. ¡Es cierto! ¡Tiempos de cambio llegan! Nuestras tierras se marchitan y desde el sur una plaga atormenta a los granjeros. El hambre es el peor veneno del pensamiento... Debemos pelear esta batalla y ganarla, para hacerle frente a las conquistas del futuro. Esta isla ha sido nuestra prisión por miles de años. ¡Es hora de salir a conquistar nuestras tierras! ¡Recuperemos nuestro imperio, mis señores! El Rey Dragón reclama la isla. Vamos a hacerle frente, sin negociaciones... y tomaremos lo que es nuestro—Joel se levantó, sus rodillas temblaban—. ¡Derrocaremos al falso rey y saldremos a conquistar el mundo! ¡Le declaró la guerra al Rey Dragón! ¡Declaro la guerra al mundo! ¡Declaro la guerra contra la extinción de los celtas, en este mundo que se aferra a olvidarnos! ¡Hagamos arder la isla Esperanza.
El salón se llenó de aplausos que sofocaron los jadeos y toses de Joel. El discurso que preparó Beret había funcionado mejor de lo previsto. El barullo de aplausos le produjo incomodidad. La guerra próxima... ¿Por qué le producía tan mal presentimiento? Joel había omitido todos los detalles desagradables
—Señores—Habló. El silencio envolvió la sala. Se dirigió al trono en medio de las butacas, las miradas estaban clavadas en él—. He descubierto la razón de todas nuestras desgracias.
Lord Beret lo miró de reojo con una sonrisa. «Es joven» pensó. En algún momento... Sam dispondría a sus espadas para matar a todos en la sala, claro; si todo empeoraba. Habían planeado el derrocamiento y a su vez, Beret descubrió verdades que Sam descuidó a su paso. Sam intentó envenenarlo, pero el veneno no hizo más que saciar la sed de Beret. Reveló ante Friedrich, que era cómplice de Seth Scrammer. Friedrich dudaba acerca de las intenciones, de aquel líder de bandidos y violadores. Según Sam, la mejor opción era atacar a Beret durante la declaración de guerra. Demostrarle a los nobles sus oscuros poderes.
El joven pelirrojo paseó la mirada por la sala abarrotada.
—Mis señores—anunció, inquieto. Clavó los ojos en Beret—. Una maldad ha estado creciendo durante años. El reino ha decaído. Los niños mueren por el hambre y la peste. La comida se echa a perder. El agua esta envenenada—un murmullo recorrió el salón. Joel murmuraba, ceñudo—. Estoy hablando del mismísimo Rey Dragón—el ruido aumentó repentinamente... Pero cesó, de súbito, cuando volvió a hablar—. Un sucio y vil mentiroso... está entre nosotros. Presente—sus tres caballeros desenvainaron las espadas brillantes—. ¡Se hace pasar por uno de nosotros, gobernando y dirigiendo nuestros ejércitos a la destrucción! —Señaló al trono con una mano negra, enguantada—. ¡Es Friedrich Verrochio! ¡Él es el Rey Dragón! ¡Quiere dividir el reino con sus mentiras! ¡Desea apoderarse de las tierras sureñas como siempre han deseado los Verrochio!
Los nobles se levantaron de los asientos, exaltados, decenas de personas lo miraban y los guardias lo apuntaban con sus lanzas... Los tres caballeros tenían las espadas relucientes, apuntándole.
—¡Mentiroso, hipócrita!—Farfulló Friedrich rabioso, sentía el rostro encendido. La mano que no tenía le picaba y no lo dejaba pensar con claridad—. ¡Es mentira! Mentira...
Los nobles hablaban entre sí, asustados. Muchos amenazaban e insultaban a Friedrich. Johann Daumier lo miraba con una sonrisa lasciva.
—Friedrich Verrochio—Sam se hizo escuchar cuando la marioneta del rey pidió silencio entre toses—. Ese hombre ha planeado un golpe a la corona durante la declaración de guerra. Lord Verrochio nos mintió a todos. ¡Es un usurpador!
Desde la multitud enardecida se escuchaban cosas como: «maldito traidor» o «mentiroso de mierda», junto a un montón de maldiciones. Los guardias no sabían que hacer ante la incredulidad de Anaís Ross.
—¡Silencio!—Gritaba Joel con la voz ronca—. ¡Silencio! ¡Cállense todos!
Los guardias redujeron a la multitud que intentaba acercarse a Friedrich. Parecía que querían destrozarlo. Las butacas se voltearon, furiosas. Sam provocó la rabia de la nobleza. Los pescadores lo señalaban. Los mercaderes importantes se susurraban con el rostro congestionado. Friedrich era el centro de toda aquella euforia.
—¡Silencio!
Anaís Ross miró a Friedrich y se acercó rápidamente a través de la multitud de manos que intentaban agarrarlo. Un par de guardias lo rodearon para escoltarlo fuera de la sala. Un círculo de cuerpos lo envolvió mientras Anaís, sujeta a su brazo, murmuraba de preocupación.
Joel se levantó, señalando. Todas las miradas se dirigieron a Sam, rodeado de sus caballeros. Ningún placer se compararía con el que Friedrich sintió al ver a Sam perder el color del rostro. Sus labios temblaban.
—¡Es un mentiroso! —Aulló Friedrich, furioso. Lo repitió miles de veces...
Sam se tambaleó y se apoyó en sir Mandrin. Los nobles dejaron de forcejear con los guardias y lo miraron. Los Daumier habían desaparecido...
—Hemos descubierto tu falsedad—Lord Beret le dedicó una sonrisita—. Te pavoneas entre lobos siendo un perro sarnoso.
Sam miró a Joel, luego a Beret, a Friedrich y volvió a ver a Joel. La marioneta se dejó caer, apesadumbrado en el trono. Su expresión estaba colmada de desesperación.
—¡Mentiras del Rey Dragón!
—¡Silencio!—Rugió Joel, visiblemente cabreado—. ¡Ejecuten a este mentiroso! Los Verrochio son los siervos más fieles del reino.
Los guardias se abrieron paso, mientras la multitud formaba un círculo alrededor de los caballeros de Sam. El círculo creció en medio de las butacas aplastadas. El joven estaba pálido y sus ojos rubí estaban oscuros... La doncella plateada se aferraba a él, al borde de las lágrimas. Las lanzas formaron un muro alrededor de ellos, cercándolos con puntas de acero filoso. Friedrich contempló como cerraban el círculo para encerrar a los traidores.
—¡Suelten las espadas!—Sentenció Anaís Ross, detrás del círculo de lanzas.
Otra docena de guardias entraron en desbandada a la sala, con lanzas, espadas y ballestas. Sam parecía aterrorizado, como si hubiera chocado de golpe contra una muralla abismal, extraña... Las lanzas largas se acercaban, amenazantes, sus puntas destellaban. Los caballeros se apretujaron, protegiendo a los dos jóvenes con sus corazas.
Sir Preston cogió la punta de una lanza en su guantelete, con brusquedad, y se la arrancó de las manos a su portador, le clavó el asta en el ojo. La sacó con un estallido sanguíneo y volvió a clavársela a otro guardia, en el pecho. La sala se llenó de gritos. Los nobles huían, precipitados fuera del lugar, golpeándose y empujándose en la entrada. La escolta de Anaís lo protegía. Las espadas relucientes subían y bajaban alrededor del círculo de guardias. Lanzaban destellos mientras arrancaban quejidos. Las puntas de las lanzas reventaban ante las armaduras, mientras aquellas hojas cortaban y seccionaban miembros. Pero las lanzas se partían solas. No... Chocaban contra un reflejo invisible ante los caballeros. Sam erigió una barrera para protegerse. Un guardia huyó de la sala con el muñón de su mano chorreando sangre. Los cadáveres empezaron a caer alrededor de los escudos de acero del pelirrojo. Un charco de sangre que crecía alrededor de ellos. Anaís Ross intentaba sacar a Friedrich y Beret de la sala junto a su escolta. Las guardias arremetían con sus lanzas, partiéndose... Las espadas cortaban rostros, cabezas, brazos. Un hombre cayó, chorreando un torrente rojo por la garganta ante él. Sam murmuraba proyecciones y sus manos disparaban destellos rojos. La veintena de guardias de redujo. Los hombres mutilados se retorcían en el suelo.
—Sir Bell—ordenó Friedrich.
El caballero azulado gruñó de aprobación. La sala estaba vacía, salvo por los curiosos que seguían allí. Las butacas maltrechas permanecían volteadas. Bell se acercó, envuelto en la coraza de destellos plateados y azules. Su espada larga brillaba bebiéndose los colores del lugar. Sir Mandrin clavó su espada de las tripas de un guardia de capa morada, el hombre se derrumbó muerto. El caballero de coraza roja la sacó con un sonido húmedo. Levantó la vista ante sir Bell, fiero.
Ambos se miraron antes de batirse a muerte.
El caballero azul y el rojo levantaron las espadas largas con ambos brazos y el acero centelleó al chocar con el acero
El aullido recorrió la estancia, cortando el griterío como un cuchillo caliente. Las espadas ascendían y descendían, propinando golpes a los yelmos que se cubrían de abolladuras. Los aullidos gélidos recorrían el silencio. El chisporroteo de una llamarada que devoraba todo lo que encontraba... El escudo de sir Bell estalló en miles astillas, partiendo en dos al fauno con un sonoro golpe de espada.
El caballero de Friedrich retrocedió unos pasos... Llevó su espada con una lentitud embriagadora detrás de su cabeza, dio un paso y su espada cortó el aire en un mortífero arco descendente. El caballero rojo detuvo el arco con su mandoble y como un fiero brisotón, cayó sobre sir Bell, con una fuerza y velocidad estremecedora. El caballero azul retrocedió dando tumbos, paró tres espadazos con torpeza y el cuarto le dio de lleno en el hombro... La espada descendió, partió una de los cuernos de su yelmo y la hombrera saltó hecha pedazos ante el golpe. El caballero azul cayó sobre una rodilla... La escuchó estallar con un crujido.
Sir Bell lanzó un aullido, no se podía levantar. Levantó la espada, jadeante, con una mano... mientras se aferraba la rodilla destrozada. Pero no podía detener el ataque de sir Mandrin: el mandoble le acertó en la visera, partiéndola... La sangre no tardó en gotear por su yelmo. El caballero rojo levantó su espada, triunfante... descendió el acero sobre el yelmo roto de sir Bell y Friedrich atrapó la punta de su espada entre los dedos de oricalco. Sir Mandrin lo miró a través del yelmo con aquellos ojos siniestros... Quería recuperar la espada. Friedrich no lo permitió, retorció la hoja con un movimiento. La espada se deformó en un pedazo de acero curvo, se arrugó se partió en dos. Friedrich levantó el puño, era del mismo tamaño que Mandrin. Golpeó al caballero rojo en la visera con su mano de oricalco, el acero se resquebrajó y se tambaleó con el yelmo hecho pedazos. Friedrich volvió a golpear al hombre en la visera con su puño. Tenía una fuerza incontenible. Sir Mandrin cayó de espaldas al suelo.
El calor rectó por el brazo de Friedrich.
—Levántate—terció. Sir Bell se levantó con un crujido. Su pierna colgaba en un ángulo horroroso.
Las puertas casi volaron de los goznes cuando el gigante de acero entró. Su armadura negra brillaba, pulcra. Tenía un mandoble de dos varas con una enorme cruz de empuñadura. Los ojos que se veían a través del yelmo de dragón eran rojos como la sangre coagulada.
Sam palideció al verlo. Tenía una lanza en las manos, estaba cubierto de sangre y... ¿temblaba? Sus piernas giraban, junto con la lanza. Cortaba gargantas, cercenaba y mutilaba extremidades girando sobre su eje. La lanza se rompió... Las saetas disparadas de las ballestas chocaban contra el reflejo de su cuerpo. Pero no podía mantenerlo siempre
Sir Preston y sir Vincen lo protegían, las saetas incrustadas en sus armaduras sangraban. Se dirigieron hacía sir Cedric con las espadas manchadas de sangre... Atacaron a la vez, pero el caballero negro detuvo ambas espadas con un movimiento. La fuerza de los dos hombres no pudo derribar al gigante. Su mandoble se elevó y cayó sobre sir Preston... cuya espada se habría partido si sir Vincen no hubiese detenido el mandoble con la suya. Forcejearon mientras las saetas volaban. Sir Preston, rápido como una serpiente, asestó un espadazo a sir Cedric en la protección del muslo. La hoja se partió en cuatro pedazos. Cedric emitió un gruñido parecido a un grito. El mandoble del gigantesco caballero negro, cortó con ferocidad el aire, destrozó el gorjal del cuello y arrancó la cabeza de sir Vincen... Una lluvia de sangre cubrió la armadura negra del gigante.
Sam giraba la lanza, intentando abrirse paso entre los guardias. Cojeaba mientras se movía, protegiendo a la doncella plateada. Los guardias lo reducían con sus lanzas, formaban un círculo imperfecto en torno a él... Sus ojos reflejaban desesperación. Friedrich cogió una de las lanzas esparcidas en el suelo, cubierto de sangre. La sostuvo tan fuerte que el asta crujió entre sus dedos de oricalco. La levantó y... Sam lo miró. Sus ojos rubí se salieron de sus órbitas.
La espada de sir Cedric se abrió paso en el yelmo de sir Preston, se atascó en su cráneo y arrancó la hoja con una patada. El caballero cayó, retorciéndose en medio de gritos de dolor. La sangre espesa salía de su visera a borbotones.
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