Capítulo 8. El Jardín de los Lamentos

 Capítulo 8: Sin amores, ni rencores.

¡Grabé en la penca de un maguey tu nombre!
¡Unido al mío, entrelazados!
¡Como una prueba ante la ley del monte!
¡Que allí estuvimos, enamorados!

¡Tú misma fuiste quién buscó la penca!
¡La más bonita, la más esbelta!
¡Y hasta dijiste que también grabara!
¡Dos corazones, con una flecha!

¡Ahora dices que ya no te acuerdas!
¡Que nada es cierto, que son palabras!
¡Yo estoy tranquilo porque en fin de cuentas!
¡En nuestro idilio, las pencas hablan!

¡La misma noche que mi amor cambiaste!
¡También cortaste, aquella penca!
¡Te imaginaste que si la veía!
¡Pa' ti sería, como una afrenta!

¡Se te olvidaba que el maguey sabía!
¡Lo que juraste, en nuestra noche!
¡Y que a su modo él también podría!
¡Recriminarte, con un reproche!

¡No sé si tú ya no te acuerdas!
¡Que ven tus ojos, la ley del monte!
¡¡¡Las pencas nuevas que al maguey le brotan!!!
¡¡¡Vienen marcadas, con nuestros nombres!!!

Sebastián levantó la barra de oricalco y se concentró, para darle la forma de un lucero del alba con bola de púas. Descendió el pesado mango y la cabeza del autómata se deshizo en una explosión de astillas y terracota. La arcilla azulada de su relleno cedió ante los golpes...
Los autómatas de sulfato emergieron de los túneles con rudimentarias armas oxidadas. Melissa los fulminó con proyecciones y Marcel barrió sus filas, al cortarlos en pedazos con espadas de viento. Sena sonreía, impasible, y cerraba la fila junto al fornido Cambiante de mente vacua. Descendieron por la abertura de una trampilla en el sótano de la Casa de San Isidro, y bajaron por una escalinata de piedra erosionada a un túnel zigzagueante y húmedo. La extraña sensación de disociar en el estómago de una gigantesca serpiente marina le pareció repulsiva. Sena escudriñó un glifo tatuado en su mano que aparecía y desaparecía ante las luces pálidas de sus varitas.
—Cuando la Corte de Magiares infiltró a Jonathan en Trinidad—contó la mujer y levantó la varita. Los reflejos que lanzaba causaron manchas púrpuras en la visión del justicia enmascarado—. Lo marcamos con Maeglafia. Desde hace tiempo lo teníamos fichado, para interrogarlo y extraer sus recuerdos... queríamos eliminarlo por contactar con la entidad oscura en la Montaña del Sorte. Conocí a Jonathan en un bar de Colombia—sonrió, risueña—. Nunca había visto a un joven tan borracho, aturdido y bailando solo... con una botella de licor bajo su brazo—soltó una risita y las formas del tatuaje cambiaron hasta formar otro glifo—. La primera vez que bailé con él, me vomitó el vestido. Es una buena persona, solo tuvo muy mala suerte. He visto sus recuerdos: su desasosiego inminente, sus sueños efímeros y lo mucho que quería a su familia. Él nunca lo admite, pero sus padres nunca se amaron... y se culpa por la muerte de su hermana. Creo que esa pésima fortuna suya le traerá desesperación, porque él es portador de buenas intenciones... y nosotros, muy en el fondo... no.
Bajaron por túneles estrechos y cámaras mortuorias de techo bajo y losas de mármol. Marcel era bastante inquieto, en ningún momento estaba tranquilo: silbaba, tarareaba, entonaba estribillos de canciones en inglés, español y francés, con voz de tenor y soprano intercaladas; movía los brazos muy rápido y solía reírse de súbito ante chistes que se le ocurrían de souvenir. Melissa era la antítesis del joven gabacho: taciturna al símil de la mudez, recta, espigada, morena de nariz respingona y de ojos oscuros, peligrosamente nerviosos.
Sena desfiló en frente con la varita expulsando haces de luz violácea. Los tres magos poseían olores, sonidos y... frecuencias de ondas peculiares. Eran distintos al resto de las personas, en ellos... existía una inusitada energía piroeléctrica, convirtiéndolos en baterías moduladas de radiación electromagnética. Notó que sus campos magnéticos eran distintos en singularidad e intensidad al de otros seres vivos.
Sebastián esgrimió el mangual de oricalco y ayudó a Jonathan a incorporarse en dos piernas. Un relámpago cerúleo inundó la cúpula y trazó un surco negro en el techo humedecido, y se precipitó una tenue llovizna de agua verdosa.
El Carnero de Oro y el Venado de Plata confrontaron a los Sonetistas a expensas de un Libro de los Grillos roto y descosido, en un círculo de niebla. Melissa y Sena levantaron las varitas humeantes, expulsando destellos aromáticos que fulminaron las serpientes de mercurio brillante que se alzaban del charco plateado a los pies del mago con yelmo cornudo. La joven morena disparó un chorro amarillento y le destrozó un asta al Mago del Mercurio.
El Venado retrocedió, indeciso, levantó sus manos y de ellas salieron dardos. Sena realizó un movimiento de barrido y las agujas plateadas rebotaron ante una vibración misteriosa que distorsionó la luz con un pulso.
Jeremías permanecía enzarzado en una batalla contra un ser de mercurio derretido. El hombre se transformó en un grueso perro pardo del tamaño de un oso... y exhibía heridas prominentes: le faltaba una oreja, un trozo del vientre asomaba en carnes tirantes y una de sus patas fue arrancada brutalmente. En su cabeza había un dardo de oro, inyectado en su cerebro grisáceo. El color amarillo invadió sus mucosas enfermizas. El Cambiante retrocedió, exhalando miasmas sangrientas, y saltó sobre la esfera de mercurio derretida en un remolino de plata y pelaje sucio. Finalmente, el Cambiante rodó por el suelo y se lanzó en un salto al Mago del Mercurio, al tiempo, que este respondía con una sarta de espadas plateadas que crecieron del charco.
El lobizón pereció congelado en el aire con un estallido de sangre y mercurio... y se retorció, con el torso y la garganta perforados por la docena de picas brillantes. Permaneció suspendido un metro, hasta que su propio peso, temblando de dolor, lo hizo hincharse y descender... El Venado gritó cuando una proyección le alcanzó el yelmo y le derritió la plata en el rostro.
Melissa murmuró una Proyección Punzante y su varita emitió una flecha de luz rosácea. En el pecho del Mago del Mercurio apareció un agujero negro, con un estallido de hueso y sangre. El hombre dio dos pasos atrás, palpó la herida y dio un respingo... antes de caer como un plomo de costado. El mercurio perdió toda su consistencia solida y el lobizón ensangrentado cayó al suelo con estrépito. El charco rojo crecía sobre el manantial plateado... y sus heridas no se cerraron.
—Patricia—gimió el Cambiante y se arrastró. Se levantó sobre tres patas, chorreando sangre a raudales—. Y volver... Volver... Quiero volver.
El lobizón dio un par de saltos y cayó de frente, cerrando las mandíbulas de golpe. Sus ojos amarillos perdieron el brillo enfermizo, y un su lugar quedó un fulgor blanco. El dardo de oro en su cráneo comenzó a taladrar sus sesos molidos. El pelaje ensangrentado, y mutilado. Jeremías continúo gimiendo en aquella pose lamentable, murmurando palabras sin sentido... hasta que adquirieron un tono más lucido.

—Patricia, quiero... volverte a... encontrar—repitió aquel nombre. Repentinamente, sus ojillos se agitaron tras recobrar el sentido de la realidad—. Es cierto, esos malditos... me obligaron—el lobizón aulló, en un llanto desconsolado y abominable. Nadie podía conocer su profunda tristeza, pero verlo inmerso en tamaña melancolía... lo destrozó—. ¡Yo devoré a Patricia y nuestros hijos! ¡Malditos Sonetistas!
—Pobre criatura—Sena posó un pie sobre la cabeza del animal. Como una virgen sacra dominando un demonio purulento.
La Sonetista pronunció un conjuro y de su varita brotó una sustancia brillante y rojiza. La cabeza del lobizón resplandeció, se hinchó con los ojos desorbitados... y explotó en una nube de hueso, sesos y sangre. Las tres patas de la bestia perdieron fuerza y se desparramó, temblando, y soltando chorros sanguíneos por las vías sanguíneas del cuello destrozado...
Marcel pronunció una especie de conjuro en un idioma desconocido y machacado... y la brisa de la bóveda hermética lo rodeó en un poderoso remolino. La gabardina negra lucía manchones de quemaduras e hilos descosidos, pero se mantenía firme con los ojos impávidos. El joven extendió una mano y ante sus dedos se reunió un cúmulo de corrientes energéticas, silbando y cortando en una endiablada sinfonía de esferas y aros invisibles de viento. El remolino giró como un violento caleidoscopio, y... con un pulso, aquel cúmulo espeso salió disparado en una embestida de miles de toros translúcidos. Vio las losas de piedra deshacerse ante los cortes del aire comprimido.
El Carnero, con la máscara cuarteada y una herida sangrante en un brazo... levantó sus manos y pronunció un sortilegio en aquella lengua desconocida, de ángeles y demonios. De sus manos envejecidas brotaron tormentas de relámpagos cerúleos y púrpuras, que envolvieron la esfera de espadas con potentes chorros de centellas. Los sonidos emitidos por aquella fuerza destructora, fueron... una armoniosa voluntad de violines y arpas eternas. Las centellas reventaron contra el techo abovedado y las paredes. Las espadas de viento volaron, trazando profundo arañazos en la piedra.
Sebastián cargó con el peso del joven sacerdote y juntos se deslizaron por la oscuridad de un túnel mohoso. Jonathan estiró las piernas adoloridas y emprendió una marcha lenta y cansada, con las manos pegadas a las paredes húmedas. Sebastián se preguntó la distancia que recorrían en la oscuridad, atormentados por el rumor despiadado de goteras y fugas de agua distantes. La batalla de los magos fue desapareciendo en la oscuridad, y los estallidos lejanos eran música de otro mundo. Esperó un milagro, una conexión entre las cuevas, tenía la certidumbre, de atravesar diferentes puntos del país. Había escuchado leyendas de la Cueva del Guácharo, y agujeros en el espacio. Se sentía como un viajero a lo desconocido, cuando la única forma de viajar entre las cuevas subterráneas era sin fuente de luz, para no molestar las entidades y bestias existentes dentro de esas regiones plutónicas. Sebastián esperó a que sus ojos se ajustaron a la penumbra, para poder reconocer su espacio en medio de la oscuridad. La pareció distinguir seres amorfos, de piel aspera, que podrían ser guardianes de las oscuras estructuras. Estas sombras difusas los escudriñaron en la prudente distancia con ojos espectrales.
—Sebastián—la voz del joven sacerdote parecía un llanto distante—. Ven acá. Creo que... puedo ver en la oscuridad.
El Justiciero tanteó las paredes con las manos enrojecidas y pisó firmemente el suelo mohoso, extendió los brazos al vacío y sintió el agarre del joven en la ligera barra de oricalco. Aquel material era extraño... era grueso y brillante como la plata, pero tan ligero como una pluma. Mediante impulsos electromagnéticos podía transfigurar su dimensión y longitud.
Jonathan sostuvo el otro lado de la barra y se encaminó en la negrura como un ser de tinieblas. No mentía, sus pasos eran seguros y rozaba sus dedos con las paredes para percatarse de que aquello no era una alucinación. Sentía que iban a círculos, que ascendían y descendían en criptas y pasadizos a inframundo abismales. La oscuridad se cernía sobre ellos, estranguladora. Caminaron un largo trecho, y sintió que giraron en una bifurcación de la que provenía una corriente de aire. También escuchó un llanto y el resuello de los mocos.
—Fallé—dijo el joven sacerdote—. Sostuve el Libro de los Grillos en mis manos, y... lo perdí. El fragmento de la Vera Cruz se hizo astillas en mis dedos. Todo el poder beatificado de la sangre del Mesías se perdió. Los Sonetistas obtuvieron el conocimiento maldito más peligroso del mundo, y... Todo será mi culpa. El espíritu del tiempo me lo advirtió: vendrán calamidades, los demonios poblarán la tierra con abominaciones y los océanos se convertirán en sangre. Las maldiciones y venenos que esconde ese libro solo podían destruirse con la Esencia Divina, pero... la Concepción de las Fuerzas Disuasorias se opone a transgredir ese futuro inevitable. Es uno de los mundos posibles, Sebastián. Y este es uno de los peores...
—Jonathan...
—¡No lo entiendes, Sebastián!—Gritó, asustado—. ¡Estos ojos...! ¡Lo que han visto, y... siento que estoy cambiando! ¡Este viaje de redención está condenado al fracaso! ¡Regresé a Venezuela para hacer el cambio, después de aprender los secretos del mundo ignoto! ¡Y en mis primeros casos, no pude detener a las brujas de los Andes!—La respiración de Jonathan se congestionó y bajó el tono—. Los reportes alegaban risas, hedor a putrefacción, caminatas en las techumbres y azotes bruscos de las ventanas; así mismo... animales muertos dentro de las habitaciones, cocinas y baños: ardillas, aves, peces y ratones envueltos en raíces... a veces sin cabeza o alguna extremidades. Tambien, desapariciones de adultos mujeriegos y bebedores, en los paramos... Sin dejar rastro evidente que pudiera conducir a una investigación policial. Los patrones de desaparición tambien existieron en niños recién nacidos. Era una pesadilla sin fin.
»Los Teques, Barinas y Tinaquillo fueron presas del terror, y... esas malditas mujeres pájaro—reprimió un sollozo y exhaló profundamente—. No siempre pude salvar a los posesos en los exorcismos encubiertos por la iglesia. ¡Necesito un maldito cigarrillo!—Caminó en la oscuridad y pensó, chasqueó la lengua y se limpió las lágrimas—. Hace cuatro años, en Maracaibo, una niña de ocho años atentó contra la vida de su hermana mayor, ahorcando a la otra niña con una fuerza sobrehumana. No logró romper la garganta y la diócesis me encomendó el exorcismo. El caso se parecía al de mi hermana menor... y me involucré demasiado. El demonio se reía de mis intenciones, y me habló como si me conociera. Fueron semanas de horror demoníaco, y la niña falleció dos meses después... en la Catedral de la Divina Pastora. No hay día que no piense en ella, y en mis fallas...
»Y el año pasado, que la Iglesia Católica me acogió después de mi expulsión de Trinidad. En Caracas, un hombre de cincuenta años, viudo, intentó contactar con su esposa, y fue dominado por un ente maligno. No tenía control en él, pero me confesó secretos de las personas a su alrededor, que no merecían vivir... El espíritu lo obligó a hacerse daño, hasta llegar a las fracturas de dedos y pies, le parecía divertido el sufrimiento del anciano. Hice lo que pude, otros exorcistas participaron del interrogatorio y este me señaló, diciendo que me esperaba Meridiano en el Infierno. Las sesiones continuaron hasta que... el hombre terminó con su vida, rompiendo su propio cuello.
Sebastián guardó silencio y se desorientó... Escuchó el tono del pequeño teléfono y vio el nombre de Jazmín en la pantalla. Cortó la llamada sin pensar.
—La mafia china descubrió mi identidad—confesó el Justiciero, y apretó los dientes ante el ardor de la garganta—. Era mi primer año, y me escabullía por las noches para hacer justicia en la corrupta ciudad. Estudiaba en la universidad, y emprendía el negocio de mi familia... No teníamos muchas cosas propias. Las cosas eran difíciles para nosotros desde que asesinaron a mi padre y tío en las minas. Yo era... otro delincuente en la radio local. No era un asesino, pero sí... conseguí salvar bastantes personas. Cuando comencé, o hasta donde puedo recordar... el camino nunca fue sencillo. No podía estar en todos lados. Por cada persona que salvé, murieron otras tres—se lamió los labios y la voz se le quebró—. Cuando descubrieron mi identidad... rastrearon mi celular y quemaron vivas a  mi madre, tía, primas y abuela. La casa en llamas me persigue en pesadillas. Fue mi culpa... No debí jugar al Justiciero con estos poderes impropios. El saber que ellas sufrieron por mis fallas, me atormenta cada día.
El túnel terminó y subieron una escalinata lúgubre a la Ciudad Pérdida bajo las arenas del Orinoco. La cúspide del techo abovedado ascendía, rematado en lo que solo podía ser la erosionada y altiva Piedra del Medio, que usaron los nativos para medir las crecidas del río. La ciudad sumergida en la ciénaga era infestada por criaturas desconocidas y alimañas infernales. Los chapiteles y torreones huesudos emergían de la suciedad grisácea. El recuerdo reflejado de un mundo extinto, de seres olvidados.
Sebastián y Jonathan desfilaron por el camino empedrado de la muralla con la esperanza de encontrar una salida a la superficie. Allí, la luz era escasa, pero de alguna forma, las siluetas se desdibujaron sin prescindir en relieves y dimensiones superfluas. El joven justiciero se dio vuelta ante un silbido y se encogió, ante una punzada de dolor en su vientre. Vio nacer un dardo amarillento con un destello, y el restallido de la carne al abrirse.
Sebastián cayó al suelo con un grito y notó la sangre manchando su chaqueta.
El fantasma escarlata saltó de las tinieblas con un puñal reluciente de oro macizo. Apareció ante ellos cubierto de garfios sombríos.
—¡Los tengo!—Amenazó el hombre bajo de rostro moreno, barba escasa y ojos enfermizos; sin la máscara de bronce, la altivez de su postura era más bien floja y degradante. Empuñó la daga frente al debilitado Jonathan—. ¡Vi cuando guardaste la página del Libro de los Grillos en tu bolsillo! ¡Dámela, y la venderé en el mercado negro por muchísimo dinero!
Jonathan apretó los puños, con la túnica escarlata desgarrada.
—¡Solo una página es suficiente para liberar el poder maldito de ese manuscrito!
Vio que la túnica bermellón del moreno estaba desgarrada, y una profunda cortada en su vientre sangraba espantosamente.
—¡Voy a matarlos a ambos!
—¡Todo por el maldito dinero!
Sebastián intentó levantarse y el dolor lo atenazó con una horripilante sensación en el vientre. El dardo de oro se adentró más profundamente en sus entrañas, y gritó, ante la sensación de la sangre brotando...
El moreno se lanzó con una puñalada y se encontró con Jonathan. El joven cerró los dedos sobre la hoja afilada y su mano se manchó de negro... Intentó agarrar al moreno por el cuello y vio como el filo del cuchillo se liberó del agarre, cubierto de sangre. El Mago de Oro gritó, con los ojos encolerizados y en una embestida, apuñaló varias veces a Jonathan en el torso... El puñal dorado se cubrió de sangre negra. Ambos parecían acordonados en una especie de abraza mortífero, hasta que el joven sacerdote empujó al moreno con un desgarro de tela. El Mago de Oro se tambaleó y por un segundo, creyó que caería en la ciénaga purulenta, y sería descarnado solapadamente por violentas plagas; pero... cayó sobre los cuartos traseros sobre el adarve de la muralla, a orillas del agua ponzoñosa.
Sebastián intentó levantarse y el dolor en el vientre lo cegó: escuchó los pulsos magnéticos del corazón del planeta, y los últimos mensajes emitidos por una estrella pulsante que desapareció hace millones de años en la oscuridad. Vio la sonrisa de Jazmín, y... presionó la herida punzante con los dedos ensangrentados. La punta del dardo era encrespada, y sus dientes se abrían paso en sus vísceras con ardor.
Escuchó un resuello y vio, ante el supremo terror del mundo, como una senda serpiente de ojos rojizos emergió de la inmensa y miasmática ciénaga de tonalidad purpúrea, cuyas escamas embarradas se abrían ante el aire con un verdor repugnante... el grosor del cuello del monstruo lo hizo cuestionar la profundidad de aquella ciudad sumergida en podredumbre, cuyas cúspides sobresalían del agua arcillosa. La serpiente mostró sus colmillos amarillentos para engullir al hombre de un bocado. Vio al bajo moreno desaparecer en las fauces de la mitológica deidad... Tan repentino, como aterrador, y el monstruo se sumergió de un chapuzón en la ciénaga.
Jonathan corrió hasta él y se arrodilló ante el malestar. Sebastián negó, con el rostro famélico y sudoroso. Recordó el puñal atravesando el torso del joven sacerdote y extendió una mano a la túnica escarlata rota y la gabardina negra chamuscada. Vio los espacios de los cortes en la ropa que dejó el cuchillo al perforar y... las cicatrices rosáceas en la piel pálida.
—Me estoy muriendo—dijo, débilmente... con cada inhalación sentía el ardor crecer en sus costillas, e hincharse con dolor—. Lo siento, no voy a salir de estas catacumbas...
Jonathan frunció los labios, con los ojos vidriosos. La expresión en su rostro exhibía una virulenta locura, y miró, nervioso, las formas invisibles revoloteando en la penumbra.
—¿Tú también puedes verlos?
Sebastián tosió, y la boca le supo a óxido.
—¿Qué?
—Las almas de los condenados—gimió Jonathan, y una mueca de horror se dibujó en su cara—. Ellos no saben que están muertos, y somos foráneos en sus tierras malditas.
—Jonathan...
El joven levantó sus manos enrojecidas y ensangrentadas: tenía astillas rojizas incrustadas bajo la carne de las palmas y los dedos. La piel había sanado sobre las virutas de madera, y... el paso del cuchillo a través de los dedos dejó una pálida cicatriz en las falanges. Jonathan bajó sus manos sobre el dardo enterrado, el oro se derritió, y brotó de la herida como una cuenca de fundillo. Sebastián apretó los dientes cuando el joven hizo presión con las manos, y un calor excretado por sus dedos lo atravesó con regocijo. El calor fue creciendo hasta volverse insoportable, pero no gritó o emitió sonido alguno. Notó una brizna mentolada de agua de rosas y...
Jonathan levantó las manos ensangrentadas con los ojos desorbitados. La herida desapareció, dejando la piel tersa y ardiente al tacto. El dolor fue desapareciendo hasta que una impresionante de vitalidad lo cobijó... Despertó de la febril ensoñación ante el milagro de sangre y carne. Sebastián palpó la herida del dardo, y no reconoció ningún dolor o abertura. El dardo de oro se derritió...
—Jonás—dictó una voz femenina empuñando una varita. Miró la silueta ensombrecida de Sena Fonseca y los Sonetistas que la acompañaron. La mujer sostenía un pesado maletín de acero, rodeado de glifos mágicos, y adentro solo podía imaginar los secretos terroríficos del confiscado libro maldito—. Sin amores, ni rencores.





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