Epílogo. El Jardín de los Lamentos
Epílogo
Ya no te quiero, es cierto...
Pero cuánto te quise.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Jazmín fue asesinada por su novio. Encontraron su cuerpo apuñalado tras caer del departamento donde vivía... El joven, en un arrebato de ira y celos, la apuñaló numerosas veces, e intentó ocultar el homicidio como un suicidio... infructuosamente. Se sintió culpable, pero eran asuntos que escaparon a su control.
Sebastián se aferró al barandal del malecón en la angostura del río turbulento mientras atardecía, y ante sus ojos, como acuarelas... se mostraron bellos destellos de oro sobre la corriente revoltosa. El campo de sol anaranjado bañó el inmenso puente moderno con luces de neón y sueños de náyades fantasmales. El agua arrastró barcoluengos alargados de pescadores tostados por el atardecer. La Piedra del Medio se alzó, abruptamente, del agua con varias arboledas solitarias. Y los amantes en las bancas iban de paseo e intercambiaron besos tímidos a orillas del río de los sueños...
Sebastián respiró para despejarse, y los ojos se le llenaron de lágrimas saladas. Pensó en las canciones, pinturas y poemas que aquella ribera enternecida evocó en la mente de artistas lóbregos. Meditó sobre las melancolía de la despedida y los astros nubosos perdidos en estelas de materia oscura y caos cósmico. Había visto seres nauseabundos y viscosos en las profundidades del abismo. Los misterios del mundo se volvía tangibles ante la perturbación desconocida.
El Justiciero de Ciudad Zamora lanzó la máscara y la chaqueta azulada al río del olvido. Sebastián decidió continuar con su vida y estudiar, renunciando al sueño de dolor y redención del mundo maldito. Sabía que Sena Fonseca regresaría para arrastrarlo a la Isla Esperanza y sus laboratorios maquiavélicos. Los Sonetistas en su pueril perfidia lo conducirían al olvido de escrúpulos vertiginosos.
Podía escuchar las pezuñas del diablo desfilar desde un camino de sal hasta su Puerta de Piedra...
Miró la primera estrella titilante que apareció en el cielo purpúreo con astucia. El astro brilló, incandescente, y su tono desapareció... dejando un manchón negro de vacío en el cielo. Permaneció en el malecón, contemplando el cielo extraño tachonado de constelaciones familiares y aquel agujero de vacío que se extendía con tentáculos de oscuridad. Recordó los secretos malditos del Libro de los Grillos y la demencia en la que Jonathan Jiménez había caído al regresar a la superficie. Solo duró unos pocos meses en Venezuela, se puso bastante delgado y más alto, y el cabello desgreñado creció hasta volverse una melena espesa. Y sus ojos, antes serenos e insolentes, se tornaron solubles, inquietos y aterrados. Los músculos de su rostro siempre estaban tensos y rehuía de ciertos lugares con espasmos. Una vez, lo vio abrirse una muñeca hasta el hueso con un cuchillo peligrosamente afilado... y, tan rápido y profundo, como atravesó la carne... se curó. No podía descifrar el milagro, ya que era un hombre de ciencia, pero el joven estaba decidido a emprender un último deseo en su viaje de redención por el ruinoso mundo pletórico de misterios.
No conocía los horrores que veían aquellos ojos grasientos, o los secretos de su alma atormentada. Jonathan solo repetía extrañas frases y, en la soledad, le susurraba a los fantasmas con voz gutural. Quizás, también debería viajar por el mundo y descubrir la verdad oculta de la humanidad antediluviana. O encontraría la muerte, antes que la Corte de Magiares pidiera reclamar su carne, y los océanos se llenen de sangre, y las mareas entierren las metrópolis con luces rosáceas de eutanasia.
Sebastián miró por última vez aquella piedra sepultada por el río, y desechó el fracaso de Jazmín y su vida. Juntó las manos en la boca y gritó, improvisando el tono de aquella canción desesperada:
Paseando una vez
Por el malecón...
Extasiado me quedé
Al ver una flor, perfumando el río
Era angelical
Como el azahar
Y corría, y corría...
Buscando el horizonte se perdía
La quise tocar
La quise abrazar
Quise amarla como a ti
Ni que fuera un mago
Para contener la fuerza del río
Y se fue ocultando
Y se fue marchando
Luego desapareció,
Pasaron los años
Y el arcano tiempo la alejó de mí
Por eso en mis sueños
Cuando la recuerdo
Triste voy al malecón
Para ver si el río cambia la corriente
Y vuelvo a ver, mi flor...
Sonetos tristes, canciones de despedida y maldiciones de amor. Renunciaría a sus sueños y quemaría el mundo entero.
La barcaza se alejaba con parsimonia, sobre la corriente sinuosa del turbulento río oscuro. Sebastián se debatía, inquieto... mientras veía fijamente la sonrisita cómplice de Sena Fonseca y los Sonetistas vestidos de negro que escudriñaron la oscuridad mientras la embarcación se alejaba. A lo lejos, veía un portal de pórfido y una isla nublada.
En el río del destino, se encontraba el espectro de la muerte y sus pájaros escarlata...
«Volveremos a vernos, sé que estamos juntos, en alguno de esos infinitos mundos posibles...»
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