Capítulo 7. Cien Mil Días de Tinieblas
Capítulo 7: La Isla Esperanza.
«30 de octubre, 2032».
—Hace siete años aconteció el Colapso que destruyó la civilización conocida como Humanidad—los relámpagos cerúleos trazaron sombras horripilantes en las paredes vetustas de las cavernas húmedas—. Todo lo que conocíamos, nuestras vidas... fueron entregadas a la desesperación en un amanecer rosáceo. La luz del Sol Rojo convirtió a los seres vivos en pulpa carnosa, y destrozó sus mentes en una entidad sobrenatural a la que llamamos Legión. La zona cero de esta catástrofe, es la Isla Esperanza, sede de la ignota Corte de Magiares, pero... por razones que desconozco, la población de la isla y los mares circundantes, no sufrieron los efectos de la luz.
El tubo metálico encalló en dos montículos erosionados que se alzaban como los cuernos de una fallecida deidad famélica, petrificada y enterrada en la arena blancuzca de la playa abrasiva. A lo lejos, se perdían las nubes de tormenta en un hervidero caótico de nubarrones sangrientos. Un crisol de fuego apoteósico al filo del umbral de la realidad. La luz del amanecer caía sobre su piel con destellos pálidos y fantásticos...
Los años de oscuridad causaron una inusual ceguera, y el uso de gafas oscuras se volvió obligatorio. La hojalata se esparció por la arena caliente, y los restos de marinos desgraciados se volcaron sobre el fino polvillo y la espuma del mar revoltoso. Las rocas de aquella playa estaban esmeriladas, y cruzadas de garras y destrozos pronunciados. El extraño yermo que se extendía a la distancia, plagado de colinas, montañas y montículos... era horriblemente deforme e increíble: se alzaban cúmulos rocosos y agujeros despiadados, subrepticiamente desapercibidos bajo zarzales espinosos de un enjambre aceitoso. Sam despertó, semidevorado por tentáculos de arena húmeda en aquella costa pérdida, bajo un sol apacible, pero inofensivo, como prueba de la idiosincrasia humana al marginal pestilente de volición divina. Sueños de cangrejos, espumarajos de salitre y trompetas de ángeles bermellón. Soñó con la caverna, las Puertas de Piedra al desmoronarse y la luna congelada en los anillos del planeta vagabundo.
La daga de relámpagos cerúleos trazó círculos de colores vivificados, y centellas de neones en turmalinas. La punta de oricalco, infinitamente afilada, de la daga plateada, cortaba su visión con perturbadora ensaña.
El cabello de la pelinegra era adornado por mechones de arena.
—¿Cómo sé que no eres un clon?
—El viejo Gini se masturbaba en tu shampoo.
—¡Carajo!—Jessica enfundó la daga en su cinturón y blasfemó en varios idiomas distintos—. ¡Ese maldito asqueroso! ¡Yo creía que no le funcionaba la espada! ¡Malditos elixires de la nueva época!
Sam se levantó, con el jersey sucio de arena y manchas de salitre. El regusto amargo de la tinta, y la piel tostada... lo atraparon con ensoñaciones de mares tempestuosos y cortinas de hechizos sacrílegos. A la distancia, se perdían las olas y se levantaba el caos pletórico del hervidero demoníaco de mares sanguíneos y engendros del abismo, desatados de su prisión con los infiernos invertidos. Los mares cristalinos de la Isla Esperanza eran azules, transparentes y revoltosos...
Amanda Flambée se ajustó el jersey oscuro y sacudió la arena de sus botas.
—Hasta acá llega el Sol Rojo, y su derrame de maldiciones—tenía el pelo canoso enmarañado de arena—. Kausell se ahogó, y sus cadáveres fueron despedazados por los demonios...
Sam carraspeó, e intercambió miradas con Jessica.
—Esos... engendros...
—¿Dónde estabas, Wesen?—Jessica rebuscó en la playa con la mirada. Los artefactos de metal yacían destartalados, destrozados y machacados. Los cadáveres eran madrigueras de cangrejos y gusanos—. Las revueltas de los Cambiantes fueron... un desastre. Hace unos doce años de la revolución. La Corte de Magiares invirtió muchos recursos para librar una guerra secreta: millones de muertos, ciudades sepultadas en incendios devastadores, desaparecidos, cierres... El globo sufrió un colapso de información tergiversada y los ojos fueron cegados por alas de murciélago. Estuvimos a un llanto de acabar en un exterminio nuclear... Tus amigos Cambiantes murieron en tropel. Todo... cambió desde entonces. ¿Dónde estaba Samuel Wesen?
Sam frunció los labios y apartó los pensamientos.
—No estaba... en este mundo.
—Eso ya no importa—Jessica desenterró una varita alargada de espino negro—. No estuviste allí... Y los Cambiantes, los pocos que sobrevivieron a las masacres, fueron deportados a una isla. El resto es una triste historia—miró los vestigios de una batalla desastrosa en aquel yermo desolado: los agujeros en el suelo de explosiones, los huesos devorados por los insectos y las depresiones del terreno—. Lo siento, no estuviste con nosotros... cuando lo peor ocurrió. Las puertas del hades arrojaron sombrías formas de terror encarnado.
Se abrieron paso a través del yermo, en bifurcaciones y montañas de huesos azotados por la brisa y el sol inclemente. La colección de horrores se extendía en un camposanto descubierto, infestado de zarzales aceitosos con frutos membranosos y hojas lascivas... Aquel espectáculo macabro los sumergió en deprimentes pensamientos de ejércitos sepultados y calaveras con nombres perdidos. Las montañas en el horizonte escondían la polis inmensa, cuyos suburbios crecían en tinieblas, y escondían secretos devastadores de épocas remotas. El yermo fue cediendo paso a árboles frondosos y altos, siendo aquel... el difamado Bosque Espinoso, poblado por los terrores del Homúnculista, las misas negras de las brujas, y los aquelarres ceremoniales en terroríficas orgías de sangre. Se imaginó como alguno de esos héroes antiguos, habitando y recorriendo los bosques nublados, visitados por sus antepasados celtas. La Tríada Magnífica, Sir Cedric Scrammer, Samael Wesen, Sanz Fonseca y Gerard Courbet... Héroes antiguos de historias enterradas en el hielo.
—«Te amaré hasta que los mares se sequen... y sobre sus restos salados, perduren, nuestras almas eternas».
Jessica se giró con una sonrisa.
—¿Conoces la Canción de Medianoche de Courbet?
—Esta isla solo ha escrito tragedias y canciones desesperadas.
—Es una lastima que nunca te hayas convertido en Sonetista.
—Nací con alma... ¿Es un pecado?
—¿Te gusta pelear, verdad?
—Me gustaba el sexo.
—¿Y qué pasó con eso?
—Los seres humanos ahora me causan repulsión—Sam arrugó la nariz, despectivo—. Son sacos de sangre, órganos y desechos. Se intoxican con venenos por placer; son sucios, sudorosos, apestosos y ruidosos.
—Pasaste mucho tiempo en esos niveles subterráneos—Jessica bajó por una pendiente y tuvo cuidado de no tropezar con las raíces bulbosas de un centinela espinoso—. Creí que habías muerto y me sentí triste por ti. Sin tu reproche, y así sin más... Con mis pensamientos, tú me dejas solamente, y mirando hacia atrás. Sam, si estaba equivocada, olvida lo pasado... y volvamos a empezar.
Sam soltó una risita cansada.
—No te voy a follar.
—¡Carajo, Sam!
Amanda rompió a reír.
—Son como dos perros viejos—ella encabezaba la fila y se adentraba a la penumbra de los árboles vivientes. La techumbre de enredaderas y la alfombra hinchada de hojas marchitas los rodeó como un túnel de vegetación—. Todo el día mordiéndose, y corriendo detrás del otro. Dejen de hablar... y caminen más deprisa. Los Sonetistas deben estar buscando nuestro rastro.
Llegaron a un viejo claro del bosque donde la luz mortecina derramaba su azur sobre montículos de hojas muertas, y el lodazal almacenado de centurias de erosión y abandono. Las crecidas de otoño cubrían el bosque con tormentas eléctricas, y los riachuelos se desbordaban, arrastrando todo a su paso. Estaban en verano, y las sequías evaporaron todo rastro de humedad. La mujer pisoteó el claro en varias partes, buscando un suelo falso, y después de numerosos intentos... Consiguió lo que buscaba: cubierta por una gruesa alfombra de podredumbre, se escondía una trampilla circular de pesado acero herrumbroso. Sam y Jessica hicieron esfuerzo por levantarla, sudando, y sobrecargaron los músculos de sus brazos para arrancar la trampilla. Las vías energéticas de sus brazos protestaron con picor, el desuso de aquellas articulaciones le costó calambres. Frecuentemente, llegó a fortalecer los músculos de sus piernas con el flujo energético para saltar y correr a niveles sobrehumanos. Debía tener mucho cuidado de no desgarrar los músculos, o triturar los huesos por el esfuerzo exagerado que conlleva la manipulación del flujo energético.
Un chillido demencial emergió del agujero excavado en la tierra, junto a una pestilencia, típica de criptas malditas y mausoleos plagados de cadáveres vivientes. El hedor fue suficiente como para detenerse a pensar, solapadamente, en adentrarse a aquellas entrañas abandonadas de laberintos inciertos, y pesadillas selladas. Amanda desapareció en el agujero por una vetusta escalera de caracol, y Jessica la imitó... Sam contuvo el aliento y se adentró por la escalera, girando en peldaños crujientes, y ajustando sus ojos a la oscuridad con flujo energético. Un mundo se desdibujó en las tinieblas mientras los corredores de piedra, y las antiguas cámaras secretas se sucedían en su indetenible viaje por las gusaneras negras hasta la ciudad habitada por los exiliados.
Las pesadillas del Homúnculista poblaron, hace doscientos años, aquellas cavernas labradas por manos huesudas, y sembraron el terror en el Bosque Espinoso y la isla. Los poblados se escondían en las noches bajo plegarias, las familias eran descuartizadas por extrañas criaturas y los Magos Rojos tomaron acción... al desmantelar el laboratorio y los horrores escondidos en sus escondrijos de piedra. Sam pensó, que los habitantes híbridos podrían persistir en su rumiante existencia, allí abajo, escondidos detrás de dinteles derruidos y puertas cegadas. Pero tal afirmación era imposible: los homúnculos poseían un período de vida muy breve, y eran infértiles. Desconocía el método de creación de tales horrores, pero la alquimia era una rama extensa y oscura.
—Los túneles de la isla datan de tiempos remotos—Amanda esgrimió una telaraña de relámpagos brillantes y sus dedos arrojaron negras siluetas a las paredes erosionadas y la humedad hermética—. Se dice, que son más antiguos que el viejo continente y la Época de los Espíritus. Más antiguos que el Exilio de la Ciudad Eterna. Sus pobladores originales fueron los desahuciados pseudohombres escamosos, extintos, en guerra contra los Primigenios. Sus túneles y secretos fueron sepultados por la Muerte Fría hace más de cien mil años. Estos túneles fueron sus refugios de redención, para esconderse del caos que desataron estas incursiones de las estrellas.
—Podría morir acá, y nadie lo sabría.
—Han muerto, y se han enterrado tesoros en estas cámaras sacrílegas—replicó Amanda—. Por evos, este escondrijo a servido a generaciones de magos negros en su adoración del Caoísmo: alquimistas locos, los Círculos del Florista y los Discípulos de Azazel el Loco; incontables creyeron que el Libro de los Grillos se escondía en estas cámaras malditas. Es ese poder tenebroso el que buscamos.
—La Corte de Magiares lo robó y juró nunca manipular su contenido—Sam sintió un escalofrío y miró la densa oscuridad por encima de su hombro. Había habitado en tinieblas por meses, consumiendo píldoras de vitaminas y matando monstruos quiméricos... ¿Por qué se sentía incómodo?—. Los manuscritos están malditos, y...
—Los Siete Libros Malditos de la Creación—Jessica tembló ligeramente—. Escritos por poetas poseídos por entidades oscuras en una inspiración demoníaca para encerrar los misterios del Origen Divino del Todo. Es imposible... Tal fuerza primordial escapa de la comprensión y decodificación de los seres humanos. Por eso, sus autores sucumbieron en trágicas muertes. El Libro de los Grillos es el más temible, el Culto de la Ciudad de los Huesos invocó al Panteón de las entidades más oscuras de la existencia, y... El precio de tal poder es la locura.
—Yo sostuve el Libro de los Grillos—proclamó Amanda—. Lo sostuve por un segundo en nombre de la Cumbre Escarlata, y su poder hipnótico fue suficiente para destruir mi voluntad... ¡Debí dejar a ese hombre destruirlo!
Se levantó un profundo silencio, y Sam apretó los puños, indeciso. Jessica temblaba, y Amanda fruncía el ceño, y miraba con horror sus manos envejecidas. Los túneles no terminaban, vagando en sueños moribundos y riendo junto a los demonios de un universo desconocido. El caos imperaba en lo profundo, y el silencio prosaico era una puñalada en las costillas.
—¿Entonces... manipularon el Libro de los Grillos?
Amanda se detuvo, se dio media vuelta y sus ojos cerúleos lanzaron destrucción en estado puro.
—¡Esa maldita cabeza en la botella!
No dijo más, y arrancó a caminar, echa una fiera. Amanda olía a cerezo, tormenta y libros viejos... Era más puritana que oligarca, y más belicosa que reflexiva. Su quintaesencia era de un cerúleo pálido, que recuerda los relámpagos de las tormentas... Debió gozar de una belleza exuberante en juventud, porque, a pesar de las arrugas del cuello y las manos, era bastante fresca y su cabello grisáceo portaba mechones rubios. Trabajó para la Cumbre Escarlata después de renunciar al sistema de los Sonetistas, y conocía los secretos sucios del mundo ignoto.
El hedor a fertilizantes orgánicos y levaduras mutantes reveló que se adentraron bajo uno de los campos de sembradíos. Sam imaginó las gigantescas extensiones de frescas verduras, lechugas y árboles frutales; cultivadas por incesantes Manos Negras, vestidos con túnicas escarlatas rituales y los rostros muertos cubiertos por máscaras de madera. Por supuesto, hace cincuenta años que no se utilizaban cadáveres animados con Nigromancia como mano de obra; la tecnología reemplazó este proletariado para mayor eficacia. Pensó en gigantescas carrozas automáticas, regando químicos, repartiendo fertilizante, excavando, y cultivando... Todos los servicios básicos en la isla eran automatizados: comida, agua, construcción, ropa y salud. Los habitantes se dedicaban al estudio, el arte, la ciencia, la guerra, el placer y la adicción a los cristales de pensamientos. No existía sistema monetario, más que las fichas de provisiones asignadas a los habitantes por defecto. Los habitantes en la Isla Esperanza eran clasificados por sus genes Furya y sus aportes a la sociedad, para consignar los matrimonios obligatorios y los programas de clonación. Era un sistema... terrorífico.
—De aquí en adelante—Amanda se detuvo ante un umbral negro del que una escasa luz dorada arrojaba destellos de polvo. Era la ascensión a la superficie—. Deberían tomar una decisión: continuar, o unirse a la libertad. Escojan su sueño de redención o... mueran—miró a Jessica—. Los Fonseca necesitan herederos: su acervo genético se ha estado debilitando desde que su hermano Gregorio sucumbió con el Sol Rojo. Verla, será como un milagro—señaló a Sam, dubitativa—. Tú eres el último portador de los genes Furya tipo W, genes extintos. Podrían matarte y formar cien clones para la repoblación, pero... Si te unes a ellos, podrían convertirte en un semental de clones femeninos. Las mujeres de la Isla Esperanza se han convertido en ninfómanas con los cristales de memoria y orgasmos... y querrán tener tus hijos. Y yo... podría volver a ver a mi hermana.
Jessica se cruzó de brazos.
—¡Ni hablar!
—Le hice una promesa a mi mejor amigo—Sam avanzó al umbral—. Soy un hombre de palabra, y me he retrasado siete años en cumplirla.
Amanda lo miró, entristecida.
—¿Ese amigo tuyo valía la pena?
Sam sonrió, y recordó el aguacero frío cayendo sobre Finch y Nelson mientras corrían por las calles de Montenegro.
—La lealtad de un hombre debe ser lo más importante en su vida.
Amanda estiró una mano, y los relámpagos cerúleos brotaron con el chillido de un millar de aves embravecidas. Sam imaginó los cuatro elementos en un espiral y extendió un reflejo protector mientras las fuerzas primigenias lo empujaron por los escombros. Fue deslizado por la inercia, y el hedor a tormenta inundó la cámara... Jessica giró la varita sobre su cabeza y de ella, brotó una cascada de zarcillos de fuego en una nube rojiza. Amanda barrió el aire, y las partículas ionizadas formaron telarañas de finos rayos en una danza disonante de cuerdas gélidas. El fuego y el rayo, ambos formas de energía evolucionada, se encontraron, se embistieron, e inundaron la cámara con chispazos verdosos y violentos. El caos pletórico inundó en cúmulos de calor y vibraciones el estrecho recinto pétreo... y los espectros de flamas bailaron en las paredes haciendo estremecer los pilares del mundo. Jessica volvió a menear la varita, y vomitó una llamarada poderosa en un látigo amarillo... El fuego golpeó una pared, y esta se vino abajo con un derrumbe y un caos de polvo.
«Cenizas en la base de un árbol muerto».
Sam llevó una mano a la cintura, aspirando el aroma a hierro caliente, y la estiró con toda su fuerza hacía la mujer rubia, liberando un chorro de sustancia piroeléctrica de partículas hipercargadas. El chorro de aceite fosforescente trazó una línea a Amanda y... una ventisca despiadada de corrientes energéticas silbó en sus oídos. El fuego caótico se extinguió en el apoteósico resoplido de una monstruosa deidad invisible... y Sam fue lanzado a la pared más cercana por aquella corriente devastadora. Se estampó contra la superficie y se golpeó la cabeza. Vio a Jessica ser reducida, cuando la corriente la aplastó, y se desparramó, primero sobre las rodillas, y luego a cuatro patas... ante el peso del aire feérico. La corriente sinuosa cortaba el viento y varias sombras caóticas, vestidas con trajes negros caros y de corbata, irrumpieron en el espacio reducido.
Eran Corrodo Gini, Verónica Flambée y otros Sonetistas que desconocía. Sam intentó incorporarse, con la espalda adolorida y señaló al anciano. Las corrientes de aire silbaban y cortaban...
—¡Eres un mentiroso!
—¡Hermana!—Gritó Amanda y levantó los brazos—. ¡Han pasado años desde... aquello!
Verónica le dedicó una mirada severa, medía más de dos metros, uno de sus ojos era verde y el otro, azul; y la falta de emociones en su rostro cruel era despiadada. Tenía una horrenda cicatriz en el cuello, parecida a una quemadura. La Sonetista dijo algo después de leer superficialmente sus mentes, y el alto y anciano Corrodo Gini barrió el aire con un ademán.
Escuchó un resoplido, y un llanto distinto al cantar del viento solemne...
Y Amanda desapareció en un estallido húmedo de sangre y huesos cuando, cien mil espadas del diablo, formadas por cuchillas de aire comprimido, la rebanaron en trozos... hasta convertirla en una montaña de carne sanguínea.
La presión del aire cedió y, desapareció...
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