Capítulo 7. Canción de Medianoche de Courbet
Capítulo 7: Algo más que frío y soledad.
El bosque la acechaba, pronunciando un millar de oscuros susurros. Las sombras la miraban y cuando ella se volteaba a verlas, se ocultaban. El viento aullaba en una lengua indescifrable. Cuando se cansó de correr, estaba amaneciendo. Las ramas le habían arañado el rostro y la ropa se le pegaba a la piel, empapada. Le dolía la espalda de cargar la pesada bolsa de viaje.
Y así cayó en la cuenta del hambre y el cansancio que tenía... Intentó reclinarse en un sauce y descansar bajo la capa, pero descubrió que una rama se la había arrancado durante el trayecto. Annie estaba tiritando, sola. Era la niña que nadie quería. Una niña pérdida en un bosque infinito... Pensó en la posibilidad de regresar, pero no sabía por dónde volver. El cielo estaba nublado y no se podría guiar siguiendo las estrellas... Su mente seguía embotada. Todo parecía un sueño olvidado... ¿Por qué corría? Los recuerdos la culpaban. La oscuridad bailaba alrededor de ella como un grupo de macabros bailarines. Estuvo allí, reclinada hasta que el cielo se cubrió de los colores del alba y el día se transformó en uno de esos que pululan en las historias pero no existían en la realidad: un día perfecto de principios de otoño. Era cierto, el año comenzaba con las heladas.
Los árboles aún tenían su robusto color verde, apretados mientras se disputaban por la luz. A sus pies se arremolinaba una alfombra de hojas muertas. Miró con detenimiento las miles de hojas que se mecían en las ramas, dibujando el contorno del bosque como las canas tiñen la barba de un hombre que sabe que se aproxima la muerte. Así se mantenía: confundida, embotada, mareada, congelada y muy triste.
Ningún ruido se escuchaba... Salvo sus pisadas, ¿por qué caminaba? Una fina superficie de tierra húmeda cubría el suelo y chapoteaba ensuciando sus botas. Le dolían los pies, el pecho. Se sentía sola, enfadada con ella misma... El frío le traspasaba la piel con la brisa estacional. Caminó hacía ningún lado, hasta que sus piernas flaquearon y una raíz protuberante la derribó. Se levantó temblando, marchita... como las hojas que se le pegaban a la ropa y el pelo. Quería ir a Pozo Obscuro, pero ella...
«Pozo Obscuro». Tuvo un momento de lucidez. Si conseguía llegar allí... alguien podría salvarla. No podía volver con su padre, pero su familia la recibiría. Caminó hasta que la luna asomó en lo alto de los árboles. El firmamento se volvió rosa, luego violeta y por fin.... oscuro y deprimente. Sentía un agujero en el estómago, allí donde sabía que faltaba algo. La boca sedienta, tenía la garganta seca y necesitaba un sorbo.
La luna se reflejó en un charco, era lo más hermoso que Annie había visto. Hizo cuenco con las manos y bebió... Bebió como si fuera un elixir, era lo más delicioso que probó nunca. Tenía mucha hambre, así que bebió mucha agua, era dulce como la miel, pero le amargó el vientre y sufrió horcadas.
Un animal se movió en la oscuridad...
Annie se sobresaltó, su mente se llenó rápidamente de historias sobre monstruos y figuras retorcidas. Escuchó el gruñido del animal y un profundo aroma a frutas podridas. Corrió hasta un roble y subió, lo más alto que pudo. La sombra se difuminó. No era tan buena escaladora como Jean, pero las ramas eran robustas y se sucedieron una tras otra. Allí arriba, lloró... No pudo dormir esa noche... o quizás se durmió, sin darse cuenta. Cuando despertó, el sol estaba en lo alto del cielo. Desde la copa del árbol, podía ver moverse un animal de extraña figura, dirigiéndose al roble... Se inclinó para ver a un niño harapiento.
La rama se partió con un sonoro crujido.
Aquel niño cubierto de trapos reparó en su presencia. Llevaba... un largo cayado con una cuerda atada en tensión, sí... era un arco. Una de las armas que usaron los pueblos más allá del mar para derrocar al Antiguo Imperio. También llevaba un carcaj lleno de flechas colgando a un lado del cuerpo, sacó una y la puso en tensión con la cuerda llevándosela a la oreja...
—Baja de allí—dijo con voz pastosa, como si le costara hablar.
Al ver que no respondía, disparó. Annie cerró los ojos... cuando aquella flecha cortó el viento con un silbido y se clavó en el tronco.
—Baja—sugirió aquel niño. Se veía bastante pequeño, más que Annie.
Así que descendió, asustada y en el suelo el niño disparó otra vez. Clavó tres de esas flechas en el roble, rápido como una serpiente, antes de que Annie pudiera ver tensar la segunda flecha.
—¡Ya!—Ella levantó las manos, indefensa, estaba cubierta de hojas y de barro.
El niño se le acercó, más curioso que malvado. No eran harapos lo que vestía, llevaba pieles cosidas. Su cabello era negro y enmarañado, además de llevar el rostro sucio y ceñudo. Más bien, parecía un fiero cazador en forma de niño... Le tocó el cabello rubio con torpeza y le vio los ojos azules, intrigado.
—No—No sabía que decir—... No hagas eso.
— ¿No?
El niño era unos dedos más pequeños que Annie. Le dio la espalda y, caminó. Cuando ya iba bastante lejos, se volvió y le hizo un gesto a ella para que lo siguiera. Lo siguió... Tuvo que adelantar el paso para alcanzarlo y caminaron cuesta abajo por la espesura. El niño no hacía más que tararear una cancioncilla. Un poco triste, por el tono de su voz. Aunque a él no se lo veía triste... pero, mucho menos... feliz. Llevaba aquel arco colgado del hombro con una tira de piel curtida. No era mudo, pero al parecer tampoco quería hablar mucho. Él entró en una especie de refugio dentro de un inmenso roble hueco. Annie no entró. Regresó unos momentos después. El niño tomó una rama del suelo y la señaló...
—¿Ramas?—Preguntó ella.
Él asintió... Así que Annie buscó las ramas más secas que encontró en el húmedo suelo del bosque y formó una pila. Un rato después, él la encendió usando la luz del atardecer fundiéndose en un prisma y un montón de hojas. Se sentaron juntos ante el fuego mientras un caldero de barro hervía. El niño añadía lo que parecían ser raíces y hierbas. Annie no dijo nada... No podía decir nada... se abrazó las rodillas. Aquel niño alimentaba el fuego con ramas, las llamas bailaban y crepitaban, anaranjadas.
—Gracias—fue todo lo que dijo.
Él le sonrió, embobado, y se puso a hacer tallas en su arco con una piedra negra muy afilada... El humo de la hoguera subía al cielo, giraba.
—¿Estás solo?—Le preguntó.
El niño asintió.
—¿De verdad, no hay nadie que te cuide, que te proteja?
Él negó con la cabeza.
—¿Proteja?—Susurró, confundido.
—Es cuando alguien se preocupa por ti y te aparta del dolor, del mal... Alguien que te quiere—se sonrojó con lo último que dijo.
El niño extendió el arco y lo recorrió con los dedos.
—Esto.
—¿Nunca nadie te ha querido?
El niño se quedó mirando el fuego, y Annie temió poner el dedo en alguna herida.
—Tranquilo, a mí tampoco—le sonrió y él hizo lo mismo.
Cuando el caldo estuvo listo. El niño sirvió dos cuencos y le dio uno a Annie. Estaba caliente, pero era delicioso. Tenía hongos, hierbas del bosque, algunos nabos, trozos de zanahoria. Ella bebió y comió como nunca... Pidió más y el niño estuvo contento de servirle más. Tomó aquel caldo y en su cuenco, justo al final, había una enorme cabeza de pescado. La sopa se le revolvió en el estómago. Sintió náuseas, corrió y vomitó en algún arbusto. Cuando regresó, apenada, él sólo se rio con ella y le hizo señas para que se sentará.
La miró por largo rato...
—¿Cómo te llamas?—Le preguntó ella.
Él ladeó la cabeza, parecía no entender.
—Annie—ella se señaló, y luego lo señaló a él.
—Elias...
—Elias—repitió ella.
Y sin darse cuenta, era de noche... Esta vez las estrellas deslumbraban el cielo. Vio a Mercurio que brillaba, bastante esa noche, a Orión alineado perfectamente y a Sirio, la estrella más brillante del cielo. Niccolo le enseñó que siguiendo a la estrella Sirio se llegaba al sur, a Pozo Obscuro. La miró largo rato... Si seguía aquella estrella, llegaría adonde su familia.
—Elias—lo llamó. El niño se concentró en el tallado de su arco—. Tengo que ir allí...
Él levantó la vista.
—No...
Fue todo lo que dijo.
—¿No?—Levantó una ceja—. ¿No te gusta estar solo?
Él negó con la cabeza, parecía triste.
—Siempre solo—se aferró al arco. La miró a los ojos con aquellos pozos negros que lloraban fuego—. No.
—Allí—señaló a la estrella que se perdía en la distancia, al sur—. Tengo que irme.
Elias compuso un semblante que Annie no comprendió, parecía que lo hubieran abofeteado.
—Mira—compensó ella—. Ven conmigo, así nunca estarás solo.
Con lo poco que aquel ser extraño pudiera entenderla, le dedicó una sincera sonrisa, le acercó unos dedos al rostro y le acarició la mejilla con unos dedos fuertes y duros como rocas. Annie no pudo evitar recordar al joven alquimista, sus dedos amables, sus labios calientes. Sentía un vacío en su mente, un agujero donde alguna pieza tratará de encajar. Fue cuando despertó... Su mente ahogada se sintió libre. Supo que había arruinado todo.
La oscuridad se movió entre los árboles, una forma negra parecía emerger de alguna grieta y rectar hacia ellos como un mal que surge de las entrañas de la tierra. Elias se levantó de golpe y apagó la hoguera con sus zapatillas, hasta que solo quedaron los carbones enrojecidos. La tomó del brazo y la guío hasta su escondrijo en aquel roble hueco.
—¿Qué?—Él le puso un dedo en los labios.
La sombra inmensa cruzó el campamento. Parecía un oso, solo que los osos no andan a dos patas, no tienen las extremidades tan largas y mucho menos los ojos dorados. Annie sintió unos dedos helados y afilados que le tocaban el cuerpo. Había visto aquella figura la noche anterior. Ahogó un grito. En un instante, aquella silueta se desvaneció, pero una repugnante presencia a frutos podridos los confinó a aquel árbol hueco. Elias cubrió la entrada con una enorme corteza y se recostó sobre una piel de animal. Annie se sorprendió de lo que encontró en aquel escondite cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad. Podía ver mejor que otros en la penumbra debido a una leve concentración energética que era capaz de enfocar en sus ojos... gracias a su dominio del flujo de quintaesencia en su cuerpo. No la usaba a menudo, porque sus ojos brillaban en la oscuridad y con los repentinos cambios de luz podía ser cegada. No había mucho en particular: pieles, frutas, hierbas, un par de cuchillos de piedra y otro negro de «obsidiana», un gran trozo de ámbar, un saco de cuero para el agua, utensilios de barro cocido, otro arco y una docena de flechas y, en un rincón, una copa de oro con piedras incrustadas. Dejó la bolsa de viaje, debía bañarse antes de cambiarse. Annie se acercó a la copa, vio que aún tenía vino, muy dorado y de aroma dulce.
—¡No!—le espetó Elias. Se había quitado un montón de pieles del cuerpo y se veía más menudo y pequeño con las costillas expuestas.
—¿Qué tiene?—Olisqueó el contenido. Le haría falta mucho más pero, con eso bastaría para conciliar el sueño. Su olor era todo clavo, miel y canela. El sabor de los besos...
—El Dios del Bosque me dio esa copa.
—¿El Dios del Bosque?
Elias asintió.
—Sí, me dijo que la bebiera para terminar—dijo. No lo podía creer—. Esta era su casa. No lo recuerdo bien, pero él me enseñó a vivir y antes de irse para siempre. Me dio esta copa para morir.
Annie sintió un nudo en la garganta.
—¿Por qué haría eso un dios?
—Es bastante duro vivir—se mordió los labios—. Durante mucho tiempo vi a los animales, supongo que me parezco a ellos. Y también los he visto morir, se quedan tan quietecitos y tranquilos. Así que... —Se interrumpió, de un momento a otro dejó de hablar. Bostezó y se recostó para dormirse enseguida... Annie dejó la copa y se recostó a su lado.
«Que cruel». No solo la vida había sido cruel con él, hasta los dioses lo habían abandonado. «Todos los dioses son crueles, por eso estoy en este sitio con él. Los dos estamos condenados».
Se acercó a su rostro sintiendo una cálida respiración,era un niño de labios finos, nariz afilada y orejas bonitas. Su aliento olía a pinos y frutas, a la lluvia y a la hierba mojada... Olía al bosque. Buscó sus labios hasta... que tocó los de él, eran calientes, él era real y eso estaba bien...
—Muchas gracias—cerró los ojos y esperó dormir sin soñar. Pero no lo logró.
Sus sueños eran verdades oscuras y en este Elias era un muñeco de madera que no podía moverse, y un corpulento esqueleto de ojos rojos lo partía en dos. En ese momento, cayó en la cuenta de que era solo una pesadilla. Una pesadilla.
Los árboles duende pululaban en aquel rincón apartado... Sobre el suelo había una alfombra de hojas azules que olían a podrido. Elias se detuvo frente a un enorme árbol duende de tronco oscuro, sus ramas angulosas se exhibían, desnudas. Sacó su cuchillo de obsidiana e hizo una talla. A lo largo del trayecto había dejado ogham en los árboles mientras avanzaban al sur, a Pozo Obscuro.
Los árboles duende eran muy curiosos a la vista: eran de madera oscura, sus ramas de retorcían donde llegará la luz de la luna y sus hojas azules parecían cuchillos serrados. Annie conocía las hojas secas por su uso, nunca había visto a un árbol duende, eran muy raros... Y allí dominaban el bosque. Ver tantos juntos era insólito, pero no por menos surrealista. Louis le dijo una vez que las mujeres tomaban el té de sus hojas para no embarazarse. Ella también leyó que si se preparaba una pasta concentrada y se esparcía dentro de la vagina, la mujer podía acabar infértil o abortar... El ungüento lo utilizaban las brujas en sus ceremonias de nombramiento para esterilizar sus vientres.
Elias le hizo señas para que se acercará... Pasaron muchas noches juntos. Estar con él era un recuerdo cálido, significaba que el mundo seguía girando. Avanzaban al sur siguiendo las estrellas que marcaban en los troncos durante la noche. En sus trayectos, ella le enseñaba palabras y él se conformaba con traerle de comer y cuidarla. A veces durante el ocaso, Elias se sentaba junto al fuego y tallaba en su arco con aquel código indescifrable. Otras veces, durante la larga noche, Annie lo veía olisquear aquella copa envenenada que se empeñaba en llevar consigo.
Elias podía ser pequeño, pero su arco era mortífero. Mataba conejos y lémures y se los llevaba a Annie junto con hierbas y raíces. Él los desollaba y los cocinaba con una certeza mecánica. Los ogham que dejaban a su paso eran (según Elias), para que el dios del Bosque los siguiera en su camino.
—¿Cómo es ese dios?—Le preguntó Annie mientras Elias se incorporaba.
—Se parece a todos los animales.
Dos días después comenzaron las lluvias. No pudieron avanzar durante tres días y solo comieron frutas pasadas y raíces. Cuando la tempestad se detuvo, el suelo se convirtió en un lodazal donde te podías hundir hasta la cintura. El frío era terrible. La humedad los había empapado y Elias no paraba de toser. El niño le prestó unos cuantos abrigos de pieles cosidas para protegerse de los elementos. Intentaron encender el fuego durante las lluvias, pero todo estaba mojado. Pensó que sería más fácil tomar de la copa dorada, que morir de hipotermia. Ambos se quedaron dormidos dentro de una cueva que se adentraba en las profundidades de la tierra. Sobre la superficie se precipitaba un torrente helado de pecados acumulados, lavando al mundo.
Cuando amaneció. Annie levantó y se desperezó... Durante toda la noche lluviosa no paró de temblar acurrucada entre las pieles junto a Elias. El niño no despertó... Tenía las pestañas cubiertas de escarcha, la piel lechosa y los labios amoratados. Annie tocó su frente y se asustó... estaba frío como un muerto. Hubiera llorado, pero un engranaje en su mente entró en su lugar y un pensamiento estancado la sobresaltó. Hizo una pira con toda la leña húmeda, junto a Elias. Cogió el cuchillo de obsidiana e hizo una talla en la madera, no sabía gran cosa de Maeglafia, pero se concentró en aquel Maeglifo. Sintió como el calor se desprendía de sus manos y empezó a tiritar. El símbolo humeaba...
La madera empezó a humear, crepitó y estalló en llamas... La hoguera ardía con un resplandor naranja mientras Annie añadía ramas cada vez más grandes. Le acarició el cabello a Elias. Salió de la cueva. El suelo parecía más firme, aunque seguía resbaloso. Una capa de hielo cubría el lodazal con una impecable película cristalina. Se las ingenió para recoger un montón de agujas de pino.
Regresó a la cueva y Elias la esperaba sentado junto al fuego. Tuvo la sensación de haberlo visto mil veces de esa forma, escribiendo con el arco en el regazo. Se le anegaron los ojos de lágrimas y fue corriendo a abrazarlo. Aún tenía los labios amoratados, pero había recuperado color.
—Pensé que te habías ido—Elias tenía la voz temblorosa—. Todos me terminan dejando, aún no estoy acostumbrado.
—Yo nunca me iría.
Él le sonrió, dejó que lo mimaran y le cantarán mientras le preparaba la infusión de agujas de pino para que se recuperará. No solía cantar a menudo, pero a él parecía gustarle. Cantó... «Un paraíso para los niños» mientras el caldero hervía, cuando iba a la mitad de «El dragón rojo en el mar de hielo» le sirvió la tasa a Elias. Todos los niños conocían la batalla del Héroe Rojo contra el archímago Anastasio. La historia decía que tras su cruenta pelea hace siglos, el lago Aguamiel seguía congelado en sus profundidades.
—¿Quién era el Héroe Rojo?—Preguntó de repente.
Annie dejó de cantar.
—Muy bien—suspiró—. Ocurrió hace unos novecientos años. Antes de ser un héroe, fue un joven risueño llamado Sam. Provenía de la antigua y noble familia Wesen, descendientes del dragón blanco Ar’esch. De cabello y ojos rojos como al sol del atardecer. Sam Wesen era talentoso para el Misticismo y estudió en el Jardin de Etoiles junto a una joven llamada Maela. Estaba muy enamorado, pero ella no correspondía su amor.
»Su corazón le pertenecía a Anastasio. Se decía que era el vástago de una mujer y un demonio del frío, entidades que vagan entre las personas durante los inviernos más crudos. Todos creían que era insensible, cruel y subnormal. Lo marginaron. Le tenían miedo, porque poseía el invierno en su interior. Sabía los secretos del hielo y la nieve.
»Pero Maela no pensaba como los demás, había visto en él algo más que frío y soledad. Le quitó el polvo a su corazón y encendió una llama en su interior. Con el tiempo, Anastasio aprendió a convivir, tuvo amigos, tocaba la lira y amaba a Maela. Compuso una hermosa canción llamada «Flores de hielo» donde describe a Maela como la joven con el sol en el cabello, la luna en la sonrisa y la vida en los ojos. Ellos se amaban muchísimo.
»Anastasio se graduó con honores como archímago de la institución, mucho antes que Maela. Tenía poderes excepcionales que usó para construir puentes, diques, murallas, caminos... Aun así, visitaba a Maela con frecuencia. Llevándola a visitar hermosos lugares congelados. Poseía un poder misterioso que raras veces se muestra en nuestro pueblo. Pero nunca podían estar en la intimidad, porque el cuerpo de Anastasio era frío como el hielo.
»Sam Wesen era calor de verano, encantaba a todos con su lengua de miel. Todos querían estar con él. Sam amaba a Maela con intensidad, ella siempre había sido reservada. Su amor ajeno no se comparaba con las cientos de enamoradas que lo perseguían. Así que la raptó y le confesó todo su amor... y con la ausencia de Anastasio, ella lo aceptó. Su amor fue creciendo a medida que el Mago del Hielo se esfumaba por estaciones.
»Cuando Anastasio descubrió el amor que Sam y Maela se profesaban. Su corazón se resquebrajó, su alma se partió y la bondad que existía en su interior se desvaneció... No aceptaba que el amor de ella ya no le pertenecía. Su tristeza fue tan grande que sumergió a la isla entera en un invierno perpetuo. Fueron años difíciles y las personas iban ante Anastasio pidiendo que se marcharse de la isla. Él se negaba...
»Magos poderosos de la época intentaron matarlo, pero Anastasio era implacable como el invierno. Dejó de confiar en las personas y vivió como ermitaño en las montañas. Sus poderes crecían junto con su rabia, congelaba todo lo que tocaba. Pasó una década sin que saliera el sol cuando amanecía, la gente moría, los niños no nacían...
»Maela, junto a Sam... emprendieron un largo viaje hasta el valle de hielo que custodiaba Anastasio, el actual lago Aguamiel. Ella se disculpó, pero él no pudo perdonar su abandonado. Ella lo abrazó y, Anastasio al sentir la vida que crecía en su interior... Lo congeló todo, al menos la mitad de la isla fue cubierta de hielo, mató a Maela y entró en la locura. Sam juró vengarse del archímago. Apenas escapó, la esencia roja de los Wesen lo había salvado de las garras de la muerte. Pero Sam hubiera dado todo por morir junto a su amada. Nadie podía detener al Mago del Hielo, nadie... Sam Wesen fue hasta donde Anastasio junto a un centenar de magos en una batalla que duró un día y una noche. Cuando amaneció, el mar de hielo donde pelearon era rojo. Sam y otros pocos sobrevivieron... Fueron los héroes que trajeron de vuelta el amanecer.
—No—replicó Elias.
—¿Qué?
—Sam robó el corazón de Maela, él es el villano. Anastasio estaba solo. Maela era su luz, su razón de vivir. Sam lo mató mucho antes de su batalla.
—Aun así—No lo había pensado de esa manera—... El Héroe Rojo salvó a muchas personas. Puede que Mala haya amado a Anastasio, pero su ausencia la lastimaba mucho más que su frialdad. Ellos nunca podrían estar juntos porque el cuerpo del joven era peligroso, inestable. La distancia que él impuso para protegerla, fue la razón de que su amor muriera.
—Sam salvo a personas que no le importaban—dijo consternado—. ¿Cómo detuvieron a Anastasio?
—Hay muchas versiones: unos dicen que se suicidó al no poder soportar el peso de sus desgracias. Otros, que una lanza lo alcanzó en el pecho y otros dicen que sigue congelado en lo profundo del lago Aguamiel porque las heridas que recibió en aquella batalla contra la legión de magos fueron demasiadas.
—¿Y qué crees tú?—Los ojos oscuros de Elias brillaban.
—¿Yo?—Esa pregunta la sorprendió, aunque también había divagado en cuestión—. Sam Wesen era astuto, no podía ganar un duelo contra el a
Archímago del Frío. Nunca nadie podría. Anastasio resoplaba tormentas, sus ademanes esculpían murallas de hielo sólido y podía infundir vida en sus esculturas. Sam estaba rodeado de magos hábiles, me gusta imaginar una formación de embestida sobre sus imponentes caballos mientras atravesaban el valle como una flecha en llamas ante la oscuridad. Imagino murallas de hielo estallando en pedazos ante proyecciones y rvocaciones. El polvo, la nieve y la sangre. Los magos destrozando a las esculturas animalescas con centellas, llamaradas y corrientes. Anastasio envuelto en una rabia ciega en medio de la batalla... Un descuido sería la muerte. Una lanza, una espada o un cuchillo es la muerte. Una docena de enemigos lo rodeó y lo redujo. Nadie es invencible de esa forma.
»Cuando el amanecer regresó y cesó la tormenta. El rey Sisley alabó el regreso de Sam con su capa teñida de rojo, por la sangre de los magos que murieron defendiendo la isla. Las personas lo reconocieron como el Héroe Rojo del amanecer y la primavera. Se hicieron muchas canciones de Sam Wesen y sus aventuras... Junto a la Primera Orden de Magicians Juramentados.
Elias se quedó dormido. Al día siguiente partieron al sur, bajo una tenue llovizna. El niño despertó muy curioso y le interesó todo lo que había más allá del Bosque Espinoso, que era todo lo que conocía.
—¿Quién es el rey?
—El actual rey se llama Joel Sisley, es el último que queda de una antigua dinastía.
—¿Dinastía?
Los árboles se agitaban, desnudos, ante el viento cada vez más frío. Debían llegar a su destino antes del invierno.
—Una familia de gobernantes que cede el poder de una generación a otra.
—¿Y por qué es el último?
Annie ya empezaba a impacientarse.
—Verás, hace mucho tiempo nacieron dos príncipes. Uno era fuerte y valiente, era el mayor; el otro era sabio y cauto. Su padre, que era el rey de esa época, los llenó de alegría en un reino próspero... Gobaith nunca fue una tierra de abundancia, pero se podía vivir bien. Cuando ambos fueron mayores, el rey le otorgó el poder al menor de sus dos hijos, porque era sabio.
»El primogénito no se lo tomó a mal. Él sabía que lo suyo eran las aventuras y las batallas. Así transcurrió el tiempo. El hijo menor se casó con una bella mujer y tuvo muchos hijos que alegraron el castillo. El hijo mayor dedicó el resto de su vida a las mujeres, a las aventuras y a la gloria.
»El antiguo rey murió porque dejó de beber el elixir de Cinabrio, feliz de ver a sus hijos prosperar. Y cuando ambos hijos eran ancianos y el menor ya no podía atender sus deberes y las aventuras del mayor se habían acabado, partiendo de vez en cuando para enfrentar a la vejez con su espíritu indomable. Se llamó a una asamblea, para decidir cuál de los hijos sería el próximo heredero, siguiendo la filosofía del antiguo rey, fue elegida la hija menor, una joven bella, pequeña y muy inteligente. Se celebró un festín mientras el primogénito de la historia, más anciano, salió de cacería porque se sentía eufórico. Pero, el hijo mayor del rey se llenó de rabia. El trono le pertenecía a él por ley y tradición... Durante el festín se emborrachó y asesinó a todos en el salón, a sus padres y a sus hermanos... Luego se lanzó de la torre más alta del castillo.
»El primogénito que se había salvado, muy anciano, no podía poseer esposa y mucho menos engendrar. Decidió alargar su vida tanto como el elixir de Cinabrio se lo permitiera. Él... Joel... Es el último de los Sisley.
Se hizo un breve silencio mientras Elias pensaba.
—¿Huyes del rey?
—No—la voz le salió chillona—. No tiene que ver con él.
—Entonces—Elias se detuvo—. ¿Por qué huimos?
Annie se mordió la lengua, los pies le dolían.
—No huimos—aclaró—. ¿Nunca te has enamorado?
Elias entrecerró los ojos.
—¿Enamorado?
—Es cuando quieres mucho a alguien y quieres estar con esa persona. Lo sientes... aquí—se tocó el pecho y deslizó los dedos por el vientre—. ¿Tú amas algo?
Elias realizó un amplio ademán a todo lo que lo rodeaba.
—Amo al bosque, los árboles, la tierra, el agua... Es todo lo que necesito —Se ruborizó—. Te amo a ti.
Annie se tomó esas palabras con extrañeza.
—Yo amé a alguien que no debí. Mi mente se nubló y herí a los que me querían... No podré regresar por la culpa. Pero iremos a Pozo Obscuro. Allí gobierna la familia Verrochio en el Fuerte de la Ninfa. Allí nos recibirá mi familia.
Cuando el sol se estaba escondiendo, las sombras se alargaron y las estrellas nacieron. Elias buscó un sitio junto a un arroyo que fluía muy crecido bajo una superficie delgada de hielo, perdiéndose a la distancia, entre las montañas. Montaron un campamento para pasar la noche.
—¿Si seguimos este arroyo llegaremos al Aguamiel, al Valle de Hielo de Anastasio?—preguntó Elias. Encendió la hoguera mientras mascullaba preguntas.
—Probablemente... El lago es muy grande. Aunque el mar es más grande aún. El agua salada rodea esta isla olvidada, hasta donde la vista no alcanza a ver.
—Quiero ver el Aguamiel, y quiero ver el mar—se acostó junto a ella bajo una piel tupida—. ¿Me llevarás?
—Sí—le prometió—. Duerme...
En sus sueños solo había confusión. Un dragón escarlata con las alas agujereadas y rotas estaba tendido a la orilla de un enorme lago, rodeado de montañas verdes. La tierra se abrió y se despedazó bajo su vientre y como no podía volar. La grieta se lo tragó. Una lechuza blanca con cara de hombre fue derribada por un millar de flechas, acabo como un erizo. El pájaro aullaba como una persona y... Elias estaba hecho de madera y lo partían en dos. Friedrich se ahogaba en un océano de zafiro.
No había vuelto a soñar desde hacía muchas noches. El tiempo era una bruma que se diluía en sus vidas como la brisa en el mundo. Durante los días, cada vez más cortos y las noches cada vez más largas... Extrañaba a Sam, aquel que le hizo tanto daño, a su padre, Niccolo y Louis. Por las noches lloraba... Elias no se daba cuenta o si lo hacía, no lo decía. Cada minuto parecía una eterna agonía atravesando aquella espesura terrible. Hubiera preferido que sus labios siguieran vírgenes, para así no desear con tantas fuerzas aquel anhelo. Tenía ganas de vomitar, mucho frío... Fiebre. Un malestar recurrente y un cansancio lamentable.
Se negó a encariñarse con Elias, quizás su amor fuera el más puro y sincero. Pero no lo amaba... Era incapaz de reconocer el amor verdadero. No lo podía amar, no era su amigo. Annie le había enseñado un montón de palabras al niño, y Elias por su parte le había enseñado como encender una hoguera, despellejar un conejo, construir un refugio y una vez, a disparar su arco. La cuerda era dura y tensar la flecha requería una fuerza significativa. No pudo disparar.
Las lluvias estaban empeorando. Había días nublados con lloviznas frecuentes, días negros de aguaceros incesantes y ruidosos estallidos de luz retumbando a lo lejos. Como si una disputa entre los dioses reflejará una guerra celestial en la tierra. También pensaba en su madre, Annie Verrochio, la mujer que cautivó al Gran Señor de Pozo Obscuro y representante de los alquimistas. Nunca escuchó mucho de ella, era hermosa decían, había un retrato suyo colgado en la habitación de su padre. Tenía ojos soñadores y un cabello color miel.
Nunca la pudo conocer, pero de haberlo hecho, la extrañaría. Quizás si pudiera conocer a su querida madre, no hubiera terminado así, saber lo que era su amor y su consejo... La hubiera salvado de las garras envenenadas de Sam. Pero no existe la redención en este cruel mundo. Cariño y cuidado. No podía entender qué era el amor verdadero... Todo aquello era una ilusión. Su sueño de encontrar el amor era falso. Porque ella no sabía lo que era el amor, no podía encontrar algo que no conocía. Annie la había matado y su padre la odiaba por ello. Aquel odio creció, cuando Annie robó la redecilla de oro que Lord Verrochio guardaba con tanto rigor.
Tenía que llegar a Pozo Obscuro, al sur, donde su familia podía prestarle asilo... Esconder la redecilla de oro se convirtió en una necesidad.
La noche que el Dios del Bosque fue a visitarlos, Annie casi se desmaya del susto. Era una mezcla grotesca de todos los animales del bosque: un ser pequeño de una vara y media, cuernos de ciervo, cara de búho, brazos de lémur, torso y patas de lobo y una larga y adusta cola de zorro. Era horripilante.
Cernunnos llegó ante ellos sin hacer el menor ruido. Elias lo abrazó rebosante de alegría. El ser se fijó en Annie con sus ojos amarillentos.
«Has llegado muy lejos». No era un pensamiento suyo. ¿Aquel ser hablaba con su mente?
Elias miró a Annie de reojo.
—Es ella, no puedo dejarla sola.
No sabía si ruborizarse u ofenderse.
«No deberían continuar—proclamó Cernunnos—. La potestad que tengo sobre el bosque. La perdí en aquel páramo desolado que yace frente a ustedes».
—Tenemos que continuar para llegar al sur—replicó Annie—. ¿Cómo llegaremos a Pozo Obscuro?
«Nunca llegarán—la forma en que lo dijo o... ¿Lo pensó? Parecía profética—. Den media vuelta y regresen o... —miró a Elias, intimidando con sus pensamientos—. Podrías leerme lo que escribiste».
El niño buscó su arco y se sentó frente al fuego, veía a Annie de soslayo.
—No sé qué escribir—leyó los ogham que cada noche tallaba en la madera—. He estado solo por mucho tiempo. Hoy estuve a punto de beber de la copa. La soledad me está consumiendo. Me divertí mucho aquí. Pensé que podría estar solo siempre... Me equivoqué.
»Fui a buscar mi última cena con lo mejor que recogí, estos comienzos del otoño. Y luego conocí a esta chica. La compañía es algo que no cambiaría por nada.
»Siento una llama en el pecho cuando ella me sonríe. Cuando una de mis flechas perfora ese lugar en algún animal, se muere. Supongo que no podía vivir sin estos sentimientos que ahora siento... porque me dan vida. Ella llora por las noches, así como lo hacía yo... cuando estaba solo. Ella se quiere marchar y yo la sigo con la esperanza de seguir un poco más... junto a ella. Me llevo conmigo le copa envenenada, porque sé... que ella no pertenece aquí conmigo, y cuando la pierda... beberé para nunca más sentir dolor.
»Sé que no seré feliz, rodeado de construcciones y de personas que no quiero conocer. La poca felicidad que tengo en el bosque no me basta. Ella se irá pronto, lo siento con la certeza de que perderé lo que más amo.
Annie contuvo las lágrimas, mirando al monstruo y al niño con los ojos enrojecidos. No podía creer que estaba lastimando a Elias. A veces lastimamos a nuestros cercanos con nuestras acciones, sin notarlo.
«¿Es lo que quieres Elias?». Cernunnos escudriñó al niño.
Elias asintió, tembloroso.
Siguieron avanzando contra las advertencias de la deidad. El bosque se abría y se cerraba a su alrededor. Los árboles empezaban a perder color y se mostraban chamuscados en algunas partes. Cada día la luz duraba menos y el suelo lodoso, congelado y resbaloso... No los dejaba avanzar mientras llovía. Hubo días nublados, sin sol. Después de cruzar un par de montañas... Todo el bosque desapareció en una cadena montañosa ennegrecida por un incendio. Los árboles muertos estaban quemados hasta las raíces y se desmoronaban a la vista.
Ese día habían avanzado bastante y estaban bajando una cordillera bajo un cielo encapotado. Annie le estaba enseñando palabras y Elias le estaba explicando cuáles plumas servían para hacer flechas.
—Anoche había demonios—soltó Elias repentinamente.
Annie no quería pensar en aquello. Había visto largas sombras humanas donde escuchó de ruidos animales.
—Antes no estaban—prosiguió, sus ojos almendrados vacilaban, asustados—. Antes... no tantos. No pertenecen al bosque. No huelen como los otros animales. No comen para sobrevivir. No te conté esto, pero hace días cuando fui a cazar, encontré a un venado muerto. Un demonio se lo había estado comiendo, le arrancó las tripas y le destrozado las patas. Las marcas... Ningún animal desgarra de esa manera la carne. Seguí rastreando al demonio, siguiendo un rastro de sangre y zarpazos en los árboles. Encontré un animal, más grande de los que hay en este bosque... o en esta isla. Era más que un hombre, aunque también era un poco menos que un hombre... porque también era como un caribú. Con grandes cuernos y garras.
»Subí a un árbol sin hacer ruido. Saqué una flecha y la puse en tensión llevándome las plumas a la oreja... Mis dedos sudaban y no podía controlar el temblor de mis manos. Aquel animal no parecía olerme o si lo hacía, no le importaba. La flecha silbó y atravesó su gruesa nuca cubierta de pelo gris tupido. La punta le salió por el pecho... No gimió, solo se levantó sobre las pezuñas traseras como nosotros. Su torso y sus largos brazos desarrollados estaban cubiertos de sangre. Me miró, largo rato... con unos ojos dorados de cielo negro. No volví a dormir muchas noches, esperándolo. Hay cosas en este bosque que no fueron creadas por la Gran Madre.
Annie sintió un dedo gélido recorriendo su espina... Sabía que personas desaparecían en el Bosque Espinoso sin dejar rastro, a causa de las creaciones del Homúnculista. Descendían con los pies enterrados en el barro resbaloso. Los árboles carbonizados brillaban con un tono húmedo de azabache. Escuchó una rama romperse y una sombra alta con cabeza de demonio saltó sobre ella. Dejó escapar un grito y cayó en el barro. Seres con cabeza de animal brotaron de los árboles en medio del atardecer, bajaban de las montañas desiertas. Los rodearon, aullando con... ¿espadas en las manos?
Elias sacó una flecha en lo que se tarda en respirar y los demonios se quedaron quietos... Se movieron despacio, ante el niño nervioso con el arco en tensión. Annie sintió una pesada respiración y la figura de un hombre apareció ante ella.
—Maten al niño—ordenó con voz grave desde dentro de una calavera de tigre serpiente—. La niña es la que buscamos.
—¡No!—Annie se levantó como un felino.
El hombre la tomó por el cabello y la sometió derribándola con su escudo. Había un pentagrama grabado en su escudo de roble, atado con una cuerda cáñamo a su brazo. Bajo una capa de piel de oso llevaba un jubón sucio de cuero negro. La retorció contra el suelo y la boca se le llenó de tierra. Annie luchó, pero su diminuto cuerpo no pudo con el peso del hombre. La flecha voló y se incrustó en el escudo de madera, los ojos rojos del cazador brillaron. Las numerosas figuras los rodeaban, sin escapatoria.
—Colette—le hizo una seña a una mujer con máscara roja de conejo.
La mujer se acercó y agarró a Annie como un carnero al que se fuera a sacrificar. De nuevo opuso resistencia, pero no encontró fuerzas. La boca le sabía a tierra. El cazador se acercó a zancadas a Elias...
El niño disparó dos flechas y las dos de encajaron en el roble. La tercera silbó cortando el aire y dio de lleno en la máscara de hueso... El hombre le arrancó el arco de las manos el niño y lo golpeó con el puño. Elias se desplomó mientras Annie lloraba. Una gacela de plata con un puñal se le abalanzó encima... El cazador con la máscara de tigre levantó el arco con la vida y obra de Elias escrita. Con un hincapié, lo partió a la mitad.
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