Capítulo 6. Canción de Medianoche de Courbet

Capítulo 6: Le corté los pezones.

El mago moribundo había llegado sobre un caballo reventado que botaba espuma por la boca... El sanador Marcel le dijo que, debido a sus heridas, el hombre no volvería a caminar. Condujo a Friedrich hasta el aposento en donde alojaron al único sobreviviente del asalto al Segundo Castillo. Marcel Brosse se pasó una mano por la espesa barba blanca, recorrió el anillo de oro con los dedos. 

—Pensé que moriría—sus ojos cobrizos denotaban sabiduría—. Tenía un cuchillo en los omóplatos y otro en la cadera, sangraba como un cerdo cuando lo trajeron. 

El hombre estaba sentado en la cama, mudo. Sus ojos miraban a la distancia. Parecía roto, deshecho, su barba negra estaba salpicada de canas, su cabello era largo y enmarañado. Sus ojos no brillaban. Friedrich no pudo evitar verse reflejado en aquel hombre... con el alma partida, al perder el amor de su vida. No había nada que hacer, y el llanto en sus ojos no se podía detener. Estaba solo...

—¿Quién eres?—Le preguntó.

 El hombre no respondió... ni siquiera lo miró.

—Es normal—replicó Marcel—. Lleva dos días así. No se sabe cómo va a reaccionar una persona, si... Bueno... Tienes amigos, comes con ellos, trabajas con ellos y bebés con ellos. Un día les rajan la barriga a todos y ves como, desesperados, se meten las tripas. Muchos van a la batalla y no regresan, no mueren.... pero es así de sencillo, no regresan. 

—Sí—sintió como le ardía la mano que no tenía—. Pero aun así, debemos saber qué ocurrió con Lord Ralld Archer. 

—¿Lord Archer?—Inquirió el hombre, atontado—. ¿Está aquí? 

—No, solo tú has regresado. 

El mago se llevó las manos a la cabeza en un gesto con el que Friedrich estaba familiarizado. 

«Está acabado—comprendió, cargado de lastima—. Como yo al perder a mi esposa... a mi hija». 

Los días en la Casa de Negro fueron agitados con todo el revuelo causado por Giordano Bruno y los acólitos que lo apoyaban. La calidad de las botellas estaba decayendo. Los nuevos métodos de destilación se aplicaban. Pero, al regresar a casa... siempre estaba Lady Verrochio para escuchar a Friedrich. Es verdad, ella se fue

... La había amado y la había perdido. La extrañaba cada vez que despertaba y no veía su rostro. Cuando las prosas le recuerden... todas esas lindas cosas que no pudieron lograr.

—Cuéntanos—prosiguió Lord Verrochio—. ¿Cómo te llamas? 

—Bell—hizo una mueca de dolor al recordar su nombre—. Bell Archer. Soy el primogénito de Lord Archer, el hijo del fauno.

—Entiendo—asintió—. Soy Lord Friedrich Verrochio. Representante de los alquimistas en la Corte, Señor de Pozo Obscuro y Fuerte de la Ninfa—Friedrich era el regente de las tierras sureñas—. Lord Archer recoge el impuesto de Rocca Helena y las tierras del suroeste. ¿Qué ocurrió en Segundo Castillo? 

—Fue una carnicería, Lord—aclaró Bell Archer—. Extraños mensajes le habían llegado a mi padre. Traición y amenazas... Los campesinos de Rocca Helena se negaban a pagar el impuesto anual y las aglomeraciones en torno al pueblo causaron revueltas. El ambiente era pésimo, los cultivos se echaron a perder y los ánimos eran terribles. Lord Archer... se mantuvo firme, dirigiendo el castillo. No le preocupaban los manifestantes, ni ese cabecilla rebelde que se hace llamar rey. Los magos servimos a la Sociedad de Magos y a la Corte del Rey. Cumpliendo nuestros deberes. Es cierto, extorsionamos a algunos granjeros que cuidaban con celo sus graneros llenos. Necesitamos comer y la hambruna golpeó el castillo.

»Mi hermano menor, Brent Archer. Había dispuesto la guardia nocturna. Horas tras el anochecer, dormíamos. Los enemigos saltaron las murallas y nos tomaron por sorpresa. Éramos treinta magos preparados en el castillo. Aún así... Nuestras fuerzas no bastaron. La turba de campesinos nos superaba en número diez a uno. También había magos entre los suyos. Nos masacraron... llevados por el cansancio. Me escabullí en la oscuridad mientras el acero arrancaba horrorosas notas de la carne de mis compañeros... me escondí. A mi padre lo mataron, le cortaron las piernas y le cosieron unas patas de cabra.

»Brent, mi hermano... Lo vi asesinar a mis compañeros. Nuestros compañeros. Fue su traición la que condenó al Segundo Castillo. Fingió su guardia, mató a sus compañeros y dejó a los rebeldes subir por las escaleras. Derribaron las puertas... Mataron a todos. Magos leales al reino fueron asesinados por las personas que juraron proteger.

Cuando Bell terminó de hablar tenía los ojos enrojecidos y la voz quebrada. Friedrich apenas podía creer lo que escuchó. Los sureños nunca habían causado revueltas... Tenía entendido que Lord Archer era sanguinario en cuanto a mantener su posición de poder. Aun así, que unos campesinos hayan acabado con la guarnición de un castillo era difícil de creer. El miedo siempre podía controlar a los más débiles. Los magos representaban su esperanza ante la adversidad. ¿Por qué se voltearon contra su fuente de sueños?

—¿Qué más viste? 

El hombre vaciló un momento, indeciso. 

—Un dragón. 

—¿Un dragón?—Marcel entrecerró los ojos y resopló. 

—Me refiero a una persona—replicó Bell, indeciso—. Fue él quien mató a Lord Archer, a mi padre. Llevaba una armadura roja y un yelmo de dragón. Montaba un caballo de fuego y tenía una espada llameante. Era un dragón, sin dudas. Cuando se quitó el yelmo, después de pasar por la espada a todo el castillo. Lord Verrochio... Tenía—su boca tembló—... El cabello rojo como la sangre.... salpicado de blanco. Era mayor... y sus ojos eran rubíes, brillaban con el fuego de su espada. Todos los rebeldes gritaban. En ese momento cogí un caballo mientras una docena de personas caían encima de mí, por los pelos... pude huir de la batalla.

Friedrich le hizo una seña al sanador Marcel, que salió del lugar enseguida. 

—Hiciste bien en venir, Bell Archer, hijo del fauno—entonó Friedrich, teatral—. Puedo ver en tus ojos la cólera, sé lo que anhelas, quieres a tú hermano.

Bell lo miró con sus ojos inexpresivos, apagados. Marcel entró al momento con una taza de un espeso brebaje azulado. 

—Ahora formarás parte de algo más grande que tú. Tu vida, tus sueños, tus deseos.... Tu redención. Tendrá lugar cuando logres aniquilar a nuestros enemigos. Existe un puesto para ti como un caballero. Es un honor para un mago—Bell asintió con un ligero halo de lucidez—. Bebe esto—tomó la taza y bebió—. Te hará más fuerte, más obediente y capaz de cumplir tu objetivo. Levántate—el hombre temblaba con los labios manchados de púrpura—. Sir Bell el Señor del Bosque Susurrante.

Sir Bell se levantó: imponente, erguido; como si sus heridas no existieran. Sus ojos se cerraron, sintiendo un latigazo de dolor. Los abrió... portaba un brillo azulado en las iris inexpresivas, malvadas. Friedrich contempló su andar desgarbado. Su postura indolora ante las tinieblas.

—Serás la espada que proteja al reino

Bell hincó una rodilla. Friedrich se mordió la mejilla.

La Corte se reunió en el salón del trono al atardecer. Todos los miembros asistieron menos el rey Joel, que dormía en sus aposentos. Friedrich ocupó asiento con sir Bell detrás de él. Le habían confeccionado una inmaculada armadura azulada con runas verduscas, se mostraba atemorizante con el yelmo de cabra de enormes cuernos retorcidos. 

Sam llegó junto a sir Mandrin, sir Preston y sir Vincen de escolta; y una joven pálida con los ojos vendados. Sir Preston, de armadura negra, llevaba una caja de madera que goteaba sangre. 

«Otro regalo para el rey—dictaminó asqueado—. ¿De quién será esta cabeza?». 

A su vez llegó sir Erich, que apenas podía sostener su peso junto a una docena de guardias. El Señor del Fuerte de Ciervos y Jefe de la Guardia de la Ciudad parecía cansado y acalorado. Sus tres papadas brillaban con un sudor grasiento. Lady Anaís Ross apareció por primera vez en la Corte. Ella era el remplazo elegido por Lord Beret, luego de eliminar al entrometido Lord Milne. Se trataba de una hija ilegítima del noble, la cual heredó los recursos de su padre. El hombretón nunca se casó, pero engendró varias hijas bastardas que se disputaron su herencia. La mayor era Anaís, hija de una puta de Pozo Obscuro que no tomó el té de hojas de duende. Comodoro llegó, con un par de alquimistas que cargaban un arca de madera con ribetes de plata, se mostraba señorial y sonriente. 

Friedrich suspiró, encabezando la mesa en el puesto que debía ocupar el rey. De los siete castillos que el rey Vallar había construido en honor al Héroe Rojo... tres estaban desiertos. Todo iba a cambiar... o eso quería pensar. Aún conservaba las tropas de la Guardia de la Ciudad y los nobles a sus vasallos. Todos ocuparon sus asientos frente al trono en la mesa alargada de caoba.

—Un gusto conocerla, Lady Anaís —dijo. Le causaba nostalgia aquel nombre. 

—El placer es mío, Lord Verrochio.

Era una mujer alta y menuda, con el cabello castaño crispado y los ojos atrevidos. Una ingenua que Lord Beret manipularía, seguramente escogió a la más crédula de las bastardas del mercader más rico de todos. 

—Me da gusto que todos vinieran—replicó Friedrich con aspereza. 

Lord Beret sonrió con nerviosismo y se frotó las manos.

—¡El rey nunca asiste al consejo!—Chilló el gordo de sir Erich. Su aliento denotaba que había bebido sin control. Todos se enteraron de que estaba ebrio. Últimamente se había vuelto más obstinado y preguntaba por Joel en cada consejo que se celebraba—. Ya me cansé de escuchar hablar a este viejo.

—Bien—replicó Lord Beret con calma—. El rey Joel habla mucho de ti. 

Sir Erich perdió el poco color que tenía. 

—¿Cómo dices? 

Beret asintió con una débil sonrisa. 

—Lord Beret habla con la voluntad del rey— dijo Friedrich mecánicamente, casi como un autómata—. Nuestro rey.

—Así es—continuó Beret mirando al gordo—. Dice que eres una bola de sebo inútil, que piensa en un... nuevo Jefe para la Guardia. 

Sir Erich negó con la cabeza, su rostro comenzó a amoratarse. 

—Su majestad nunca haría eso—masculló, ceñudo. 

—Sir Erich—replicó Friedrich—. Hace unos días un grupo irregular robó un preciado hallazgo... 

—¡El cual recuperamos!—El gordo golpeó la mesa con una manaza del tamaño de un jamón. 

Los guardias al fondo de la sala murmuraban impasibles.

—Su mejor época quedó atrás, sir—terció Friedrich levantando la voz—. Lo único que hizo con rotundo éxito, los últimos diez años... fue beber y engordar como una morsa desesperada. Ya pensé en alguien más dispuesto para el cargo.

Sir Erich abrió tanto los ojos que casi saltaron de sus cuencas. 

—¡¿Quién!? 

Lord Beret se volvió a Friedrich, curioso. 

«Un leal, codicioso y apto informante—la sonrisa le afloró, sin disimulo—. Uno que no me va a traicionar mientras lo cubra de oro y lo tenga cerca, sí... Así podré eliminarlo si falla». Se removió en su silla por el capricho.

—El tiempo lo dirá mis señores—recalcó Friedrich. Lo mejor sería pensar su siguiente movimiento, antes de perder más piezas importantes. Moverse con sutileza.

Sam se adelantó como si le leyera el pensamiento.

—Antes que nada—con un ademán mostró la caja que sostenía sir Preston. Se levantó, la abrió y sacó una cabeza por el cabello. Friedrich sintió que le ardía la mano pérdida al reconocer la cabeza—. Este fue el que robó el hallazgo referente a la biblioteca de Julián—. La cabeza cortada tenía los ojos desorbitados. La sangre seca cubría su cuello—. Se hacía llamar Gene, mató a muchos guardias y robó el mapa por orden del Rey Dragón. Le arranqué la verdad junto con la lengua.

Friedrich sintió como la sangre se le congelaba bajo la piel. La joven flacucha de ojos vendados se aferró a la capa negra de Sam. Era una niñita, pero acompañaba al joven en todo momento. Quiso gritar, pero no le salieron las palabras. Sus manos buscaron, instintivamente, la redecilla de pelo de la reina Chase Sisley.

—Me dijo cosas inquietantes sobre aquel supuesto dragón—Sam entrecerró los ojos rojos—. Cosas que nos ponen en peligro. 

Sir Preston guardó la cabeza de Gene. Todos guardaron silencio... 

—Rector—Friedrich hizo una seña a Comodoro, el anciano se levantó de su asiento. Uno de los alquimistas le tendió un cañón alargado de madera brillante con ribetes de plata—. Han transcurrido más de dos mil años desde que fuimos recluidos en esta isla, vivimos con miedo. Estas son las armas que empuñan nuestros enemigos más allá del mar. Utilizan el fuego para disparar plomo y matarse entre ellos. En el pasado nos rehusamos a tomar los arcos y las flechas. Las llamamos armas para cobardes, le dimos la cara al enemigo y fuimos aniquilados.

»Hasta ahora... hemos encontrado un camino de redención, para hacer realidad el sueño de los reyes Sisley... ¿O no, Comodoro? 

Comodoro sonrió y se paseó por la mesa. 

—Mis señores—carraspeó el anciano—. Por orden de Lord Beret, Lord Verrochio y el rey Joel. Diseñamos un arma que aprovecha el poder de la quintaesencia. El poder de nuestro pueblo. Nuestro poder—un acólito joven le tendió un cristal fino, centelleante, puro—. Esta es una réplica de una bala enemiga. Está hecha de quintaesencia cristalizada. Esta sustancia la conocemos los alquimistas como esencialina. El mosquete es un arma que aprovecha la munición—metió una brillante y afilada munición roja en una cámara. Apuntó a un robusto escudo de hierro que otro acólito dispuso en el salón sostenido por un poste de madera—. Juzgad con vuestros ojos la vehemencia de esta maquinaria.

Comodoro tiró del gatillo, las chispas volaron por la cámara. El estruendo de una bandada de aves cubrió el salón, el mosquete vomitó una nube de esencia viviente. La nube de fuego escarlata que envolvió el acero a tres varas de sustancia. El escudo silbó, enrojeciendo, y desapareció con un estallido envuelto en flamas doradas. Se partió en pedazos. Los restos esparcidos en el suelo, ardían al rojo vivo. 

Friedrich le sonrió a Comodoro. El anciano tenía las manos macilentas aferradas al arma, su túnica oscura olía a combustible.

—Eso—el anciano recorrió con los dedos arrugados el mosquete, que despedía un humo rojo de su boquilla—. Es solo el comienzo. 

La niña ciega temblaba de miedo y le susurró al oído a Sam. Los alquimistas trajeron el arca. La madera crujió y cedió, la tapa de madera fue retirada con avidez... Había al menos una docena de mosquetes en la caja rellena de serrín: sencillos de madera pulida con Maeglifos de Contención tallados en su relieve. Friedrich estudió el complicado alfabeto de los magos en el pasado. Conocía las runas. También estaban otros mosquetes más ornamentados: con ribetes de latón, plata y oro

—Es todo un hito—admitió Comodoro—. Fabricar los mosquetes requiere un avanzado conocimiento sobre maeglafia. Pero la verdadera maravilla son los cristales—uno de sus acólitos de capa negra. Se acercó con un cofrecito de plata, el anciano lo abrió con manos temblorosas, descubriendo una docena de dedos de cristal: azules, verdes, dorados, blancos, violetas. Tomó uno—. La esencialina es moldeada a partir de esencia pura, cristalizada mediante conocimientos alquímicos.

Friedrich se mordió la lengua, para no preguntar los métodos con que Comodoro obtenía esencialina. Aunque le picaban los dedos de curiosidad... Los métodos secretos de los alquimistas eran poco ortodoxos, cuando de obtenerla se trataba... Era mejor no preguntar. 

—El diseño de la primera serie solo permite un disparo—sonrió el anciano, otro acólito le puso un mosquete de madera oscura, ribeteada de oro bruñido, en las manos blandas—. Hemos fabricado un centenar, Lord Verrochio. Estamos intentando doblar esa cifra, para muy pronto aplacar a los insurrectos. 

«Aplacar a los insurrectos». Reflexionó Friedrich, mientras los dedos fantasmas le picaban en el muñón. «Otra forma de decir: matar personas que no quieren más guerra, hambruna y muerte». 

Lord Beret se frotó las manos. Bajo el sol de la mañana que entraba por los ventanales se veía pálido como un muerto. 

—Con un centenar bastará—dijo enseñando aquellos dientes blancos.

Comodoro encajó otro cristal rojo en la cámara. Friedrich detalló tallas en la superficie de la munición. La esencialina cristalizada parecía ondular despidiendo calor. Dentro de la cámara, divisó los Maeglifos de Contención y Conducción Energética. Evitaban que el mosquete estallará en las manos de quién accione el mecanismo. Si Friedrich estaba en lo correcto: al presionar el gatillo, el mineral transmutaba al ser expuesto a símbolos, liberando la esencia concentrada en una explosión... contenida a través de la longitud del mosquete, expulsando por la boquilla el disparo. Comodoro cerró la cámara y apuntó al techo del salón. No hacía mucho calor, pero a Friedrich la ropa se le pegaba al cuerpo. 

Era un sistema fascinante, pero un problema no dejaba de dar vueltas en su mente alquímica. Sir Bell se mantenía firme dentro de la armadura, detrás de él, parecía esculpido en piedra. Apretó el gatillo. El salón se iluminó, escarlata y dorado... Una gran llamarada brotó como un chorro del mosquete, cubriendo el techo con un resplandor. El calor abofeteó el rostro de Friedrich. La llamarada subía en torrentes desde la boquilla... Expulsada desde aquella pequeña garganta de dragón flamígero.

—¡No solo podemos hacer municiones de esencialina pura, que resultan en una explosión de energía ionizada!—Explicó el anciano con la frente perlada de sudor, tenía que hablar a gritos. El fuego dorado se arremolinaba, lamiendo el techo alto. La boquilla dejó de chorrear espuma llameante. La nube se deshizo en el aire dejando un profundo olor sulfuroso. Comodoro bajó el mosquete, enseñó dos cristales: uno resplandeciente y translúcido que parecía beberse los colores del mundo... sin refinar. El otro rojo con maeglifos tallados en torno a su superficie. Caliente al tacto—. A través de la Conversión y la aplicación de cambios externos, podemos refinar municiones en distintos estados elementales, sin necesidad de la Conjuración de la Evocación Elemental. No hay límites para la alquimia. Con esto, hasta los que no fueron bendecidos con la quintaesencia, podrán emplear el Misticismo para la contienda—Comodoro le tendió el mosquete a un acólito con una sonrisa de satisfacción.

Sam torció el gesto. 

—No hay caminos sencillos—declaró. Lord Beret ensanchó su sonrisa, escudriñando sus facciones—. Es una herramienta interesante, pero... ¿Qué pasará cuando llegué a las peores manos? 

Beret lo tomó del hombro, parecía susurrarle algo. 

—Naturalmente—se dirigió a los demás después de apaciguar al joven pelirrojo—Su uso será exclusivo... No queremos que estas poderosas armas sean causantes de trifulcas y provocaciones.

La mujer de cabellos crispados y piel clara levantó la voz e interrumpió a Lord Beret: 

—¿Cómo obtiene la esencialina suficiente para fabricar la munición, rector Comodoro?—Preguntó Anaís Ross y todos repararon en su presencia. Ella los miró a todos de forma severa, sus ojos castaños, antes brillantes y tentativos... se llenaron de oscuridad—. Tengo entendido, que la esencialina no es un mineral presente en la naturaleza. Los alquimistas la obtienen, destilando sus propiedades inmateriales... de las sustancias que conforman la existencia. 

Purificando los cuatro elementos, de tal forma... que solo permanece la energía en su estado primigenio. Aun así, con pobres resultados... 

»Pero... La cantidad de mineral necesaria para la distribución de tantas armas es ridícula. ¿Acaso los alquimistas de la Casa de Negro, descubrieron un método para destilar esencialina suficiente o... encontraron una reserva mineral en una fuente desconocida? 

Anaís Ross parecía satisfecha con su duda, la cual también venía circulando por la mente de Friedrich. Era cierto, la esencialina no era algo que se obtenía, sin una significativa inversión de esfuerzo y tiempo. Sam escudriñaba el rostro demacrado de Comodoro, intentando leer sus pensamientos... Sir Erich no dejaba de parpadear con la boca abierta, ridículo. 

—¿Y bien, rector?—Inquirió Friedrich, dubitativo. La alquimia siempre le había picado la curiosidad, quizás esa haya sido una de sus razones para estudiar... quizás—. Exponga sus métodos. 

Comodoro paseó la mirada por la mesa que se extendía en medio del salón. Si bien deslumbró a los principales miembros de la Corte, los perdería con la misma facilidad... con lo que estuviera a punto de decir. Cruzó miradas con Lord Beret, quien había ideado aquella novedosa arma y Friedrich pensó que quizás ambos estaban compenetrados la planificación 

—Mis señores gimoteó el anciano, al parecer... no quería exponer el delicado método—. El proceso consiste en... 

—Extraemos la quintaesencia de los seres vivos—aclaró Lord Beret, levantando las manos. Comodoro bajó la mirada—. Es impresionante... La cantidad de esencialina líquida que se puede destilar de una onza de sangre, antes de su cristalización. Hemos hecho las pruebas en animales, pero los mejores resultados se obtienen de los seres humanos. Específicamente, de los que poseen la quintaesencia en su sangre. 

Friedrich se lo imaginaba, pero sintió unas agujas pinchándole el estómago. Hacían sus experimentos con personas... No pudo evitar un recuerdo cruel que había llevado a cabo por su propia convicción, intentó alejarlo. Anaís Ross se apartó el pelo castaño del rostro, su mirada se transformó... de severa a horrorizada. Sam parecía inquieto y no dejaba de mirar a Lord Beret y a Comodoro con el ceño fruncido. Todos en el salón de retratos y cortinas rojas... parecían asfixiados, como si hubieran intoxicado el aire. 

—¿Con... quiénes experimentaron?—Sam parecía muerto de rabia. Su cuello enrojeció tanto como su cabello, sus puntas azules estaban perdiendo color.

Esta vez, fue Comodoro quien respondió, sereno: 

—Teníamos demasiados novicios, muchos de ellos inservibles—El anciano sonreía de manera grotesca—. Hace tiempo, conocí a Beret... cuando inició sus estudios como alquimista. Me planteó los experimentos... pero, fue hace poco... que los llevamos a cabo con una docena de jóvenes. Un descubrimiento grandioso que podría cambiar nuestra historia. Los resultados fueron impensables. ¡Teníamos la esencialina equivalente a diez años de producción... en tan solo tres días! 

—¿Murieron los novicios?—Lady Anaís parecía al borde de las lágrimas. 

—La mayoría murió, Lady Ross—aclaró Beret ante la mirada dura de Sam—. Sus cuerpos no aguantaron la extracción de las escasas facultades energéticas que poseían. Pero... descubrimos cosas maravillosas, sus muertes no fueron en vano. ¡Serán por el bien de nuestra isla! 

—¡Ocurrirá lo mismo que el Homúnculista!—Gritó sir Erich con el rostro amoratado, no dejaba de señalar a Lord Beret y a Comodoro—. ¡Ustedes son unos demonios, por personas como ustedes la alquimia debería ser prohibida... como en los tiempos del rey Julián! 

Eso había colmado su paciencia. Necesitaba descargar su rabia, o destrozaría la mesa. Friedrich hizo callar al gordo con una mirada asesina. 

—¡Sir Erich es relevado de su cargo y Anaís Ross será la nueva Jefa de la Guardia! —Masculló, cortante—. Si sigue hablando, le mandaré a cortar la lengua... ¿eso quiere?—El gordo abrió la boca para protestar, pero se calló—. ¡Muy bien!—Se dirigió al anciano alquimista con severidad, mientras Anaís y Sam lo miraban ceñudos—. Rector Comodoro. No quiero que utilicé a los novicios en sus experimentos. Tengo entendido, que la ciudad se está volviendo peligrosa. Bien... Quiero que todos los asesinos y violadores sean enviados a las celdas de la Casa de Negro y les extraigan hasta la última gota de sangre de su cuerpo. A los ladrones les van a cortar el anular. Todos los que terminen en las celdas del Fuerte de Ciervos sin el anular, envíenlos a la Casa de Negro, de inmediato. 

»Distribuyan los mosquetes con celo junto con las ballestas. Enséñeles a los guardias, a usarlos sin desperdiciar la escasa esencialina que obtengamos y eviten a toda costa que lleguen a manos de nuestros enemigos. Manténgalos escondidos en bodegas. No sabemos quién es el Rey Dragón, pero no podemos confiarnos con que organicé un golpe a la corona... con nuestras propias armas. 

Anaís Ross sonrió mientras se limpiaba las lágrimas y Lord Beret asintió con la cabeza 

—Sí, Lord—dijo Comodoro con una reverencia. 

Friedrich se levantó, señorial, la capa negra revoloteó a su alrededor mientras salía del salón. El muñón lo estaba destruyendo en vida... El calor rectó por su brazo mutilado hasta alojarse en su costado. La brisa fría del otoño le golpeó el rostro, las nubes de tormenta encapotaban el cielo con un color plomizo. El aire olía a tormenta y humedad. Friedrich subió por la torre hasta su habitación... La oscuridad lo envolvió. Necesitaba estar solo, las personas lo abrumaban con su asfixiante cúmulo de problemas. De alguna forma... soñaba con escapar de aquella prisión de grandeza. Mezclarse con la manada y perderse, pero no podía abandonar. Necesitaba descansar... pero lo único que sabía era avanzar. Aunque estuviera solo y atormentado. Aunque sufriera cada día con el recuerdo... Porque quería un poco de atención y cariño.  Buscó una vela para encender cuando alguien tocó la puerta.

El cazador hincó una rodilla con una reverencia. 

—Lord Verrochio—dijo, su voz áspera como una lija sobre el acero. Bajo la calavera de bestia que, usada como máscara, sus ojos café rojizos brillaban, divertidos—. Me ha llamado y aquí estoy.

—Bien, levántate—ordenó. 

El hombre obedeció. Llevaba una vieja capa marrón, una enorme calavera cubría su cabeza. Su mandíbula desnuda estaba mal afeitada, dos colmillos largos le llegaban al cuello. Friedrich se preguntó el tipo de animal que tendría esa estructura ósea. Marco lo llevó hasta su habitación en la torre. Una figura sinuosa y macabra.

—He escuchado de ti—masculló Friedrich—. Las cosas que haces que haces.

—Uno hace lo que puede en tiempos difíciles—su sonrisa era amarilla, tenía dientes afilados. Despedía un profundo olor a tabaco y sudor rancio. 

—Necesito encontrar a alguien. 

La sonrisa del cazador se ensanchó...  

—¿Muerto?

—Una niña, muy valiosa. 

—Cien.

—No... 

El cazador parecía divertido. Annie era importante para Friedrich, pero ofrecer cien oriones de plata era demasiado en aquellos tiempos. 

—Entonces no perderé mi tiempo, Lord. Tenemos métodos sutiles, muy eficientes a la hora de encontrar y... 

—¿Cincuenta oriones de plata te satisfacen?—Odiaba negociar con extorsionistas. Aquel hombre no debía descubrir que buscaba a su hija, o intentaría cobrar más por un rescate. 

—Ochenta—bramó el cazador y sus ojos lanzaron destellos—. Diez para cada uno—parecía ansioso—. ¿Y qué hacemos si la niña está acompañada? 

Friedrich sonrió esta vez. Esperaba esa pregunta. 

—Lo que se hace en una cacería: matar. Pero a ella, no le toques un cabello... o te voy destripar vivo y te colgaré de tus tripas. 

—Tres noches—el cazador se humedeció los labios con la lengua—. Regresaré a la ciudadela, y también traeré como trofeo a quien se la llevó.

Friedrich se sentó en el trono a escuchar las terribles quejas de las personas. Un par de ancianos desnutridos llegaron a la estancia, se quejaban de no haber probado bocado en días y a la anciana le reventó el corazón en plena audiencia. Los guardias se los llevaron a rastras. Un montón de personas llegaron a quejarse de los precios desorbitados de los alimentos y otro grupo llegó a quejarse sobre los jaques, quienes habían empezado a asesinar a cualquier alma que saliera por las noches para quitarle, sin reparo, sus pertenencias.

Las sospechas de Friedrich contra Sam no pararon de crecer. Había asesinado a su valioso informante y colgado su cabeza de una pica en la Torre del Hombre Arrojado. Se paseaba por el castillo junto a su séquito de caballeros y una jovencita ciega. Quizás él hubiera secuestrado a Annie, su instinto se lo decía. Nadie sabía que perdió la redecilla de pelo... pero, si Sam o Lord Beret lo descubrían... podía darse por muerto. Se sentía bailando en su pantomima. Mientras se eliminaban piezas en el juego de los poderes. Una sombra negra entorpecía el objetivo del reino...Un traidor que conspiraba contra la Corte. 

Sir Bell permanecía junto a la puerta, vigilante, rara vez dormía... Aquel brebaje inventado por Beret lo había vuelto otra persona, casi ni hablaba. Friedrich se ocupaba del reino, recibiendo quejas y peticiones, revisando los gastos de la Guardia de la Ciudad y disputando en las trifulcas de comerciantes arruinados. Hizo las veces de juez en el Fuerte de Ciervos. Juzgó a un centenar de ladrones, de los cuales cortó los dedos a los menos graves y la mano a los más entusiastas. Debía dar un mensaje. A los asesinos y violadores los envió, sin reparo, a la Casa de Negro. Había prostitutas acusadas de ladronas y otras tantas que rebanaron el cuello de sus clientes. Friedrich arrugó la frente... No le desagradaban las mujerzuelas, pero las juzgó de igual forma y mandó con Comodoro. A las más despiadadas para que les extrajeran la esencialina hasta matarlas. 

Había casos excepcionales. Unas brujas envenenaron a un niño enfermo... y unos padres preocupados buscaban a sus hijas perdidas. Algo extraño ocurría en Valle del Rey. En los próximos días, aparecían cadáveres en las calles. Algunos robados por ladrones, otros cercenados hasta parecer irreconocibles, e incluso violados... bajo extrañas circunstancias. Llegaban personas con extraños relatos sobre animales inusuales avistados en el bosque, mutilación de ganado y desaparición de niños. Friedrich no creía que fueran animales. Respondió doblando la guardia de la ciudad y declaró un toque de queda permanente a partir del anochecer. Eso redujo en gran medida la preocupación del pueblo, pero los casos inusuales persistían. Al menos cada noche, una familia era atacada en los sectores más alejados de la ciudad. Las personas eran devoradas y las casas acababan destrozadas. 

Eso inquietaba a Friedrich, cuando iba a visitar los restos cerca de las murallas. Intentó colocar puestos de guardias en aquellos lugares, pero eso solo empeoró las desapariciones cuando los mismos guardias eran atacados en sus vigilias. Tenía que descubrir que ocurría cerca de las murallas. No parecía ser ataques humanos, por el estado en el que quedaban las víctimas. 

Pasaron tres días, y nada... Cinco días y nada. Prometió pagar oriones de plata a una figura misteriosa que desapareció. No se había escuchado ningún rumor del Rey Dragón, pero se comentaba que podría esconderse en al menos cien lugares distintos. Aunque ocultar un creciente ejército heterogéneo, no sería fácil. 

Se recaudó un impuesto lamentable. Pero se mantuvo en pie el reinado. Lord Beret mantenía relaciones con los constructores de galeras en Pozo Obscuro, pero después de unos días dejaron de enviar reportes. Llegó una noticia espantosa un tiempo después de aquella interrupción. El falso Rey Dragón perdió un tributo a su causa en Pozo Obscuro... En otras palabras, saqueó la ciudad sin matanza alguna. Según el mensaje, se llevó todas las armas, el dinero y la comida... seguido de un buen número de seguidores en sus filas. Sam fue a hablar con él. Friedrich le tendió una trampa. Mezclo el veneno de belladona en el vino que le iban a servir a Sam. Compartieron la cena en la estrecha habitación de Friedrich. Ni sus caballeros ni su compañera asistieron. 

—Lord Verrochio—carraspeó Sam, arañando un jugoso trozo de panceta—. No dudo acerca de su forma de dirigir el reino. Pero las tensiones entre nuestro enemigo y nosotros, son cada vez más inestables. 

Con el impuesto del falso Rey Dragón en Pozo Obscuro. Una serie de alarmantes noticias llegaron a Valle del Rey. Claro, las pocas que llegaban. Los mensajes desaparecían en el bosque inmenso, trescientas leguas de espesa e inescrutable vegetación y oscuridad. Las prostitutas se vendían a precios de regalo, los más pobres a penas comían una vez al día, otros ni comían... Los lobos hambrientos—quería creer en eso—se metían en las casas y devoraban a familias enteras. Los caminos abarrotados de despiadados malhechores. En el Paraje se comían hasta a los gatos. Toda clase de rumores horrorosos. Al igual que abundaba pura superstición sobre el fin de los tiempos... Las brujas del bosque lloraban. Los sacerdotes anunciaban que el Día Final llegaría. Cuando el sol quemé al mundo con su fuego castigador.

—La gente se come a sus muertos en Pozo Obscuro—Friedrich miró a Sam por encima de su copa de vino. Estaba como le gustaba: picoso, dulce, con notas de recuerdos... El alcohol le picaba en la garganta—. Ayer un centenar de jóvenes desnutridos desfiló por Puente Blanco. Siguiendo su sueño de prosperidad tras los ideales dragón, no podían llorar de lo marchitos que tenían los ojos—tomó un trago que le rectó, caliente, por el pecho—. Nuestros enemigos tienen toda la razón para odiarnos—recordó lo que le había dicho Gene sobre el hambre y el caos—. Yo lo haría. 

Los ojos rubí del joven lanzaron chispas.

—Tiene razón—dijo al fin. Bebió un lento sorbo y arrugó la nariz—. Haremos cosas indebidas por el bien mayor. Aunque... no sean los mejores métodos—titubeó un momento tras decir aquello. Lo necesario para que la belladona envenenara su mente. 

—Matar a niños de hambre no es lo mejor—era difícil imaginar a Annie con las mejillas hundidas, hambrienta, sola—. Si el pueblo que pelea por nosotros nos odia, dará igual quien sea el rey. Podrían derrocar nuestra posición con una revuelta bien orquestada. Espera un poco más y entrarán por las puertas del castillo en jaurías sedientas de matanza—esperó la reacción de Sam—. Lord Beret piensa matarnos antes de la batalla. 

Sam permaneció pensativo, se vio las manos y frunció el ceño.

—No—replicó con un leve tartamudeo—. Yo también pienso eso, es decir... El tiempo se acaba, estamos matando esta isla. Lord... en el sur los árboles no crecen. Las personas piensan en el Rey Dragón como una solución, lo siguen llenos de esperanza. Cuando seguí a Lord Beret hasta el castillo no pensé que llegaría tan lejos. 

Friedrich asintió con la cabeza, estaba comenzando a marearse. Había bebido muy deprisa... 

—Los criminales están desapareciendo, Sam—dijo sin pensar—. Cuando se necesiten fabricar más de esos... cristales. ¿De dónde crees que los sacarán?—La idea lo preocupaba—. Comenzarán con los ancianos, con los convalecientes, con los tullidos y los deformes. Lord Beret solo piensa en el poder, que no necesitamos... pero que queremos—en los tiempos del rey Vallar... se casaban las familias de sangre peculiar para mantener pura la quintaesencia, que estaba desapareciendo—. Después, purgaran a los desgraciados por la esencia. Imagina campos de extracción de esencialina, montañas de cadáveres marchitos—la cabeza le daba vueltas, pero aquellas dudas lo carcomían por dentro. Se esforzó por esbozar su mejor máscara de horror—. ¿Qué deberíamos hacer, Sam? Si Lord Beret sigue en el poder, nosotros...

Sam lo miró largo rato con los labios apretados. Sus ojos dudaban.

—Nada—aclaró—. No podemos hacer más que cumplir nuestros roles. 

Friedrich apretó la mandíbula, detestaba a los mentirosos. 

—¿De verdad?—Hizo una mueca de consternación—. Yo pienso que... podemos hacer la diferencia. Pienso.

—¿Traición?—Sonrió Sam, sin disimulo—. No eres nada contra Beret. 

Friedrich no pudo disimular la sonrisa. 

—Aun así—sus dedos fríos tamborilearon la mesa—. He escuchado sobre cierta figura que finge estar de parte de Lord Beret. Una figura descartable que trama aniquilar al mago negro ante la primera oportunidad. Un conspirador que sigue, ciegamente... a nuestro enemigo—señaló a Sam. Su rostro se ensombreció. 

—No.

—¿No?—El silencio empezó a pesar—. Eres un traidor, un mentiroso de mierda, todo lo que dices es basura. 

—¡Cierra la boca!—Aquellos ojos rojos estaban inmersos en llamas—. ¡No sabes lo que dices! 

Friedrich se levantó, enardecido. 

—Sí, lo sé—terció con una sonrisa—. Porque yo también soy un bastardo traidor. 

Sam frunció los labios... parecía confundido, su mente vacilaba. 

—¿De qué me hablas? 

—Traicione a mi rey. Entregué nuestro reino a un mago negro. Dejé entrar el mal al Castillo de la Corte. Nuestros enemigos tienen todo el derecho de odiarnos. Porque yo me odio. Desde que abrí esas sepulturas, y vi salir el mal... No he dejado de pensar en eso. En todo lo que está pasando por mi culpa... En todas las muertes que he causado. Creamos nuestros propios demonios. Quizás no le puse la corona al Rey Dragón, pero si le di motivos. Envenenamos nuestra isla... Nuestro sueño de redención. El paraíso que el Rey Exiliado forjó para nuestros hijos.

»Necesito tu ayuda, Sam. Eres un mago... lo puedo sentir. Portas el uniforme de los alquimistas. Tienes un buen corazón, has... hecho cosas terribles para mantenerte al nivel de Beret. Pero tu único anhelo es matarlo, deshacerse de esa carga. Porque te esta destruyendo.

—Beret—Sam no sonreía. Sus ojos brillaban trémulos, cansados—. Tengo que matarlo, antes de que sea demasiado tarde. Yo... voy a proteger a esta isla del futuro sombrío. De los magos negros. Aunque... no tengo la fuerza. Soy un... autodidacta. Beret es—se mordió el labio—... Tú no lo entiendes. No es quien dice ser. Es más que un mago negro con conocimientos de nigromancia. Lo sé... Es alguien más. Es muchísimo más viejo que nadie en la isla. Más que Joel Sisley. Todo lo que soy es una mentira, no soy esto. Yo... nunca podré vencerlo.

—Te he visto asesinar a derrocadores—negó con la cabeza—. Tu mente es invencible. Lograste engañar a un mago negro. Te haces llamar como un héroe legendario. Por eso, tengo una propuesta.

Sam arqueó una ceja, dubitativo... 

Friedrich bajó hasta las celdas de la torre Vidal, la torre más alta del castillo. Dos docenas de escalones conducían al recóndito escondite en las entrañas de la piedra. Intentó serenarse mientras descendía. Se detuvo ante la gruesa puerta de roble, levantó la argolla de bronce. Friedrich la hizo sonar... Un par de ojos grises, congelados, aparecieron tras la rejilla. Beret abrió la puerta con un sonoro chirrido, llevaba un delantal de herrero y gruesos guantes de cuero. Estaba cubierto de sangre. 

—Adelante—le sonrió. Tenía los dientes blancos manchados de salivilla rosada.

La celda olía a sangre y sudor. Había dos grandes mesas. Una de fresno cubierta de largas velas de sebo, papel y tinta. La otra de ébano, cubierta de herramientas ensangrentadas. Los dedos fantasmas le ardieron. La mujer colgaba desnuda, los grilletes trituraban sus manos, la cadena colgaba del techo del recinto. Un sangriento vestido de sangre seca cubría su piel pálida.

—La mujer era muda—Lord Beret torció la boca—. Gimoteaba como una cerda. Al principio la hice escribir una historia—señaló la mesa de fresno—. No me convenció. Así que le destrocé los dedos de los pies con un martillo. Lloraba y le costó escribir una historia más convincente, podría haber entrado en su mente... pero la azote y le corté los pezones. Sus deliciosos chillidos entonaron una canción verdadera.

Señaló a la mujer, colgaba muerta. 

—¿Escribió con la verdad?—Preguntó Friedrich. 

—Detesto a las personas que luchan hasta desfallecer por algo que no obtendrán—se quitó los guantes de cuero—. Se lo hice saber antes de matarla.

—Pronto habrá una asamblea de guerra—anunció Friedrich, sin contener su felicidad—. Nuestro traidor llevará a sus caballeros. Espera que el rey Joel asista junto con... usted. Quiere exhibir ante los nobles sus poderes oscuros. Planea... revelar sus atrocidades.

—Es perfecto —Lord Beret asintió enérgico—. Lo que me reveló esta mujer, es prueba suficiente para desechar a esa pieza sin utilidad. El único inconveniente serían aquellos caballeros que lo siguen. Tengo al adversario perfecto, para matar a un falso dragón... 

Lord Beret hizo un amplio gesto y un retumbar de pasos llegó desde el fondo. Una gigantesca armadura negra se acercó a ellos desde la oscuridad, su yelmo era una cabeza de dragón y se veían a través de las rendijas de su visera un par ojos rojos, muertos. En su peto estaba tallado un relieve de alas de murciélago. Medía al menos dos varas y era robusto como un roble. Friedrich contuvo el aliento ante el gigante. No podía creerlo

—Nuestro caballero les hará frente a todos nuestros enemigos—aclaró Beret—. No puede hablar. El veneno le destrozó la garganta. Pero, nuestro guerrero es más poderoso y obediente que nunca—el caballero negro gruñó, como un demonio. Olía a metal ardiente, carne chamuscada y pelo quemado—. Solo un dragón puede acabar con otro—se frotó las manos—. Levántate, Sir Cedric, el Dragón Escarlata Revivido. Te he hecho libre para gobernar con tu vara de hierro. Sin piedad.

«Capítulo anterior × Capítulo siguiente»


Instagram: @gerardosteinfeld10
Facebook: Gerardo Steinfeld