Capítulo 7. Balada del Anochecer

Capítulo 7: ¡Si me lo sacas te mato!

—Te lo juro—prometió el tipo con máscara de dragón al otro lado de la barra. Estaba tan borracho que cada vez que bebía se quitaba la máscara y se la volvía a colocar. La mujer a su lado llevaba la túnica desprolija, el vino le manchaba los labios y la máscara de ninfa reposaba en su regazo—. Un pastor de Puente Blanco lo vio entrando en las viejas ruinas de la montaña Pezuña. Esa, donde hay un foso con cientos de restos humanos.
La mujer se pasó la lengua por los labios. Su cabello negro caía sobre sus senos. Ambos magos estaban bebiendo su primer salario, no dejaban de sacar un monedero a rebosar de oriones de plata. Clemente se preguntó de que Castillo eran... mientras la vida en la taberna desaparecía. Llevaba la capucha del abrigo de piel abombada. Los días eran calurosos y las noches muy frías. El clima se estaba volviendo loco.
Estiró la mano enguantada hasta la copa de vino y suspiró...
—Te creo—respondió la mujer. Era obvio que se lo quería llevar a la cama por las miradas que lanzaba.
«Esas brujas tienen la libido de diez mujeres» concretó Clemente Bruzual. Por lo que contaban, las brujas del bosque eran secuestradas de niñas y obligadas a aprender los ritos hasta convertirse en adultas. Pero muchas de ellas enloquecían al ver a los hombres bañarse en las canteras y escapaban para tener aventuras. Toda esa energía sexual reprimida desembocaba en una lujuria desbordante. Lo sabía, porque la mayoría de las mujeres de la Orden que había matado... tenían los tatuajes de las brujas. Una pequeña flor sobre uno de los senos o una luna en la nuca.
—¡Es un vampiro!—El mago se levantó, quitándose la máscara y la capucha. Clemente llevó instintivamente la mano al arma en su cinturón. El hombre apuntó a la mujer de ojos verdes, tenía rostro joven y cabello desgreñado—. El vampiro de la montaña Pezuña. El pastor vio que arrastraba dos cuerpos, dejando un rastro de barro y sangre revuelto en el camino. Las ovejas temblaban de miedo.
La mujer abrió la boca, comenzó a juguetear con un mechón de cabello oscuro.
—¿Qué es un vampiro?
—Un chupasangre—el hombre se dejó caer en la silla, somnoliento—. Es un cadáver viviente que se alimenta de los vivos para perpetuar su existencia—bostezó... tapándose la boca—. Y en el Norte hay más tragedias—miró a la mujer con una sonrisa malévola—. En la ciudadela de Valle del Rey, Gerard Courbet mató a la docena de magos que lo descubrió—la mujer soltó un gritito de terror—. ¡Sí, escapó después de torturar a los pobres magos! Los picó en pedazos muy pequeños y bebió de su sangre para absorber sus poderes.
—No puede ser—la mujer estaba pálida—. ¿Gerard Courbet es un... vampiro?
El hombre apoyó los brazos sobre la mesa.
—Puede ser.
Se fue a poner la máscara de dragón y la capucha. La mujer lo detuvo, tomando una de sus manos.
—Me gusta tu cara—sonrió, con las mejillas encendidas.
El hombre se sonrojó y clavó sus ojos en los de la mujer. La pelinegro se inclinó para besarlo, y él no se quejó. En la taberna vacía resonaba aquella batalla de labios, chupetones y sonidos húmedos. Clemente pagó por otra botella, escuchar aquellos murmullos le causó escozor en el agujero de su pecho. Allí donde alguna vez existieron emociones. Rompió sus juramentos durante aquella tormenta.
La mujer bebió un largo trago de su vaso y se lo escupió en la boca al hombre. Luego, los dos se levantaron tomados de la mano y subieron las escaleras a los dormitorios de la taberna.
Una bardo, al otro lado de la estancia, cantaba sonetos soeces con un laúd y un sombrero de pluma. Estaba borracha, las botellas se apilaban a su alrededor. Afinó las cuerdas, tocó una nota. Luego, una melodía alegre. Se detuvo... Negó con la cabeza y bebió otro trago de ron. Tocó otra melodía, pausada... como una voz que lloraba. Detuvo su soneto y se aclaró la garganta.
Entrada la noche de primavera, se acercó la hora más oscura y los terrores saldrían al velo sombrío. Las estrellas estaban desapareciendo. La mujer soltó una nota aguda, y siguió tocando aquella nota lastimera con aflicción.

Pude sobrevivir...
A un mar sin viento.
Pues supe conquistar tu piel.
Y encontré un segundo aliento.

Me hiciste un favor...
Me devolviste el miedo.
Por fin tengo algo que perder...
Si te vas y yo me quedo.

Y todavía me arrepiento.
De que no oyeras primero esta canción.
Antes de armar tu argumento...
Del que no pude escapar.

La mujer bebió un largo trago, el vino le salpicó el traje oscuro. Tosió y comenzó a cantar a grandes voces acompañada de una melodía melancólica que vibraba sobre las tablas de madera. La música atravesó su piel con pequeños cuchillos invisibles.

¡Sabes bien que yo!
¡Yo te salve de mil tormentas!
¡Pueden ser más perdí la cuenta!
Pues mi pronóstico fue estar contigo...
¡Y tú, si ya no hay sismo que te mueva!
Intenta verme y ponte a prueba.
Pues tu pronóstico es estar conmigo.

Sentía que moría. El frío le atravesaba cada membrana del cuerpo hasta reducirlo a un trozo de hielo compacto. La nieve lo rodeaba. Aquella sensación de congelamiento desaparecía con cada segundo. Se dejó morir en aquella eternidad helada con las heridas congeladas, y... Lo arrastraron. Un animal inmenso lo arrastró por una distancia impensable hasta un viejo edificio negro construido antaño. Era un lobo terrible, negro y peludo, de una vara y media de altura.

No se puede apagar...
Amor con fuego.
Te quieres desatar de mí.
Pero hiciste un nudo ciego.

Te voy a rogar...
Y yo nunca ruego.
Acepto ser el perdedor, porque sé que no es juego.

Clemente despertó rodeado de maquinas extrañas en un laboratorio abandonado. El animal lo miraba con misteriosos ojos violáceos. Una mirada inteligente. El humo flotaba en aquellas esferas oscuras mientras la tormenta bombardeada la isla con un frío de muerte. En aquella cámara oculta con despensas cubiertas de cristales brillantes de todos los colores... Un calor irradiaba de cada mineral. Algunos eran tan calientes que no podía tocarlos con las manos desnudas.
El lobo terrible tenía presas suficientes para el invierno, sin duda... No era un animal corriente. Tenía capas negras de alquimistas muertos, guantes, botas y calzones suficientes.
Las máquinas descompuestas eran formadas por largas mangueras que apestaban a sangre.

Sabes bien que yo...
Yo te salve de mil tormentas.
(Siempre me amaste aunque te mientas).
Pueden ser más... perdí la cuenta.
(Puedes salvarnos si lo intentas).
Pues mi pronóstico fue estar contigo...
Y tú, si ya no hay sismo que te mueva.
(Si ya no hay nada que te mueva).
Intenta verme y ponte a prueba.
(Serán tus ojos los que lluevan).

El invierno crudo se le hizo eterno. Las fiebres lo trituraban por dentro... pero, pudo sanar. En su espalda se formaron horribles cicatrices de proyección que demoraron ciclos en sanar. Cuando el deshielo derritió las montañas blancas que cayeron del cielo, Clemente Bruzual partió de la montaña Pezuña hasta la cristalería de su familia en las cercanías de Pozo Obscuro. El lobo terrible lo siguió, seguía sus pasos con antelación, olisqueando la hierba y alejándose de lugares habitados. El alma de un asocial estaba atrapada en la bestia.
Siguió las indicaciones de un mercader. En un par de días pudo llegar al Paraje, solo deteniéndose para dormir en algún rancho o cocinando los animales que el lobo terrible le traía. Su padre, Hurtado Bruzual, le había enseñado a sazonar la comida con los ingredientes que crecían en las lindes del bosque. El lobo terrible no comía carne cruda. Era... como una niña malcriada que solo procuraba comer lo mejor. Era un comensal muy estricto. Por cierto, un mercader le cambió uno de los cristales arcoíris por una botella de vino bastante malo. Del cual el lobo se bebió casi todo y comenzó a gruñir como si lo hubieran estafado a él.
La cristalería era un conjunto familiar de edificios de adobe: el horno de su padre y tío, el almacén, la despensa, los dormitorios y el laboratorio de crisoles. Su padre había estudiado la alquimia y sabía la fórmula para colorear diversos tonos en el cristal. Tenía una variedad de botellas de todas las formas. Clemente dormía en el desván, tenía una colección de figurillas talladas en madera. La tríada magnífica se exhibía en una repisa: los tres magos que ahuyentaron a un krakén de Pozo Obscuro; Rufus, Arsenio y Vladimir. Sam Wesen llevando la capa roja y una espada gastada. Della Robbia que tenía dos diminutos jaspes en los ojos. Una marioneta de Sir Cedric Scrammer.
El edificio estaba desolado: las ventanas rotas, las mesas volcadas y el horno apagado hace mucho. ¿Dónde estaba su familia? Encontró un par de restos humanos descompuestos en el desván. Eran huesos calcinados.
Por fin había regresado a casa... y encontró los huesos de sus padres sepultados sobre vidrios rotos. En la sala encontró los restos de una batalla: las paredes agujereadas por impactos revelaban que su familia había puesto resistencia y los Magos de la Integridad los acribillaron. Tocó uno de los agujeros en la pared, era un hoyo circular que despedía un ligero olor a incienso.
Gritó, encolerizado por una rabia ciega.
Clemente golpeó aquel agujero y la pared del estudio se vino abajo. Los nudillos se le cubrieron de sangre y astillas. Empezó a destrozar la casa, llorando por su ineptitud. ¡Si tan solo no fuera tan cobarde, y hubiese defendido al profesor Michael Encausse! No hubiera muerto y la Sociedad de Magos no estaría destruida. Pero, no... Siempre fallaba. Clemente nunca podía hacer la diferencia. No era un héroe talentoso como la tríada magnífica o Sam Wesen. Era un cobarde que se escondía con los calzones mojados de orina. Esos malditos Zorros secuestraron a todos los descendientes de familias peculiaridades y fueron por su madre.
Destrozó las paredes de la casa y se recostó con los ojos hinchados y los puños ensangrentados. El lobo entró sin hacer ruido y le olisqueó los nudillos cubiertos de astillas.
—Me hubieras dejado morir en la nieve—miró la pila de huesos ennegrecidos que reposaba sobre un agujero de cenizas—. No puedo ayudarte. No puedo salvar a nadie—el lobo se posó sobre los huesos calcinados. Olió su particular esencia... Estiró el cuello y negó. Tomó uno de los cráneos con los colmillos y lo puso junto al otro. Clemente los miró largo rato con detención. El calor los había reducido, pero eran los cráneos de su padre y tío—. ¿Dónde está el cráneo de mi madre?—El lobo terrible miró al desván y volvió a negar con su hocico—. Se la llevaron—Clemente se levantó con las manos en la cabeza—. ¡La tienen secuestrada en algún Castillo! ¡Claro, ella es la única que tiene la sangre peculiar!—Miró los agujeros calcinados en las paredes destrozadas—. Pero... No puedo hacer nada. Soy un inútil.
El lobo terrible mordió la capa negra, tirando de ella hasta desgarrarla. Clemente intentó quitársela del hocico, el bolsillo se rompió y los cristales que tomó del laboratorio para mantener el calor... se esparcieron en el suelo. Recogió uno con la mano enguantada, el calor traspasó el cuero. Era un cúmulo de quintaesencia cristalizada en un pequeño fragmento. Estudió las posibilidades: los Maeglifos de Contención tallados en su superficie podían ser liberados ante Maeglifos de Activación. Cada color representaba una Proyección o una Evocación Elemental. Clemente era un mago inservible que no dominaba el primer nivel: la Proyección Energética; pero... conocía de memoria todos los Maeglifos. Tuvo una idea siniestra.
«Es la única forma de salvar a mamá Delaila». Se decidió. Tomó papeles y tinta e hizo diagramas por un ciclo. Trazó un centenar de combinaciones de Maeglifos. Dibujó cada idea que se le ocurrió. Cada diseño rebasaba al otro en ingenio. Su padre Hurtado tenía todo tipo de herramientas en su estudio.
Clemente se puso a trabajar.
Uno de sus primeros experimentos por poco le arrancó los brazos. Quería descubrir el Maeglifo adecuado para liberar la energía almacenada en los cristales. Algunos Maeglifos al exponerse hacían brillar el cristal y otros intensifican su calor. Así que tomó un largo martillo, dibujó un Maeglifo de Liberación en la cabeza y con ayuda de un yunque... golpeó un cristal rojo. Un destello de chispas coloridas le calcinó las pestañas. La capa se le incendió y sus brazos fueron lacerados por una corriente desconocida. Los guantes de cuero estallaron en llamas. Logró apagar el fuego, pero el yunque tardó un par de horas en dejar de vomitar humo negro. Los guantes se derritieron en sus brazos y tuvo que arrancarlos con pinzas.
Sus brazos enrojecidos picaban con un escozor sofocante y las tiras de piel que faltaban descubrían un tejido rosáceo. Sus dedos sangraban con quemaduras superficiales. Aquellas heridas dolían tanto que le arrancaban lágrimas. El resultado fue increíble: la cabeza del martillo se había fundido y el yunque se deformó en una masa de acero derretido. Logró activar la Proyección Piroeléctrica contenida en el cristal. Pero había un problema... ¿Cómo dirigir la liberación energética de forma que no le vuele los brazos en pedazos?
Estuvo una semana quejándose del dolor, bebiendo infusiones relajantes y cubriendo sus brazos con pastas naturales y vendas. Le dolía muchísimo sostener una pluma y la tinta le carcomía los dedos. Se esforzó y diseñó un conducto tubular de madera de una vara de largo con Maeglifos de Conducción y Contención tallados con un cuchillo a lo largo del relieve. Tenía un extremo estrecho con una boquilla donde dejaría caer una canica de cristal y, el otro extremo, era una abertura pronunciada. La idea era encenderlo con una chispa y que el cañón fuera lo suficientemente resistente para conducir liberación de energía hasta la salida. Tuvo miedo de volver a hacerse mierda las manos, así que creó una palanca resorte con un pedernal en su punta.
El Maeglifo de Liberación Energética más la chispa encenderían la Evocación de Combustión contenida en el cristal. A la prudente distancia de cinco varas colocó un costal relleno de paja. Posó cilindro de madera sobre dos horquillas clavadas al suelo.
Clemente ató el martillo a un resorte fijado en el suelo con una cuerda de cáñamo. El lobo resopló recostado a su lado, lo más lejos que podían de la detonación y ante una barricada. Tensó la cuerda, asegurando la trayectoria del impacto y... al soltar la cuerda, el martillo golpeó el cristal en la boquilla y el cañón explotó con una bola de fuego destructora.
La palanca se rompió y salió volando hasta su cara. Le provocó un corte en la frente. La nube amarilla subió hasta el cielo, desapareciendo en flamas brillantes... junto con sus esperanzas de redención. Clemente dejó escapar un sollozo, frustrado. Se mordió el labio y tenía la boca llena de sangre. Logró levantarse con un dolor de cabeza atroz y una ceja hinchada... La sangre corría por su cara como un hilo oscuro.
El fuego dorado ardía con desesperación sobre las flores coloridas de su patio. La madera explotó regando el patio con trozos chamuscados. Pero, el costal de señuelo a seis varas de distancia fue acariciado por las llamas. Un terciopelo oscuro lamía su zarrapastrosa hazaña. Estaba caliente al tacto. Clemente... había dirigido la explosión con los Maeglifos.
Sus manos demoraron otro ciclo en dejar de doler. Las ampollas en sus brazos ya no incomodaban. Cortó una gruesa tubería de una vara de largo. Era una de las cloacas de plomo de la letrina del estudio. Con las pinzas de su padre y el horno encendido, derritió algunas cacerolas y forjó pequeñas líneas de acero con moldes.
Luego con el martillo, carbón, pinzas y mucha paciencia... Moldeó el metal de forma que pudiera asemejarse a símbolos arcanos: Maeglifos de Conducción Energética, Conducción Calórica, Contención y Atracción Magnética. Los unió a una larga pinza y grabó sus diseños con calor en el tubo. Tal como lo había dibujado en el plano. Forjó una pequeña cámara con los anillos y collares de plata de su madre. La unió a uno de los extremos del tubo como una boquilla. Se pasó cinco días haciendo aquella cámara, para hacer que funcione... se basó en el método de la palanca detonadora.
Clemente colocó el pesado tubo sobre dos horquillas y encajó un fino cristal de color azul eléctrico en la cámara y preparó el pequeño martillo. Era una diminuta palanca unida a la cámara, en su punta tenía un pedernal con forma de cuña. Tiró del cáñamo a una distancia prudente, y soltó el pequeño martillo. La cámara soltó una chispa azulada, y con un centellazo seguido de un estallido sonoro... El muñeco fue reducido en mil pedazos chamuscados.
El destello azul lo cegó unos instantes, pero recuperó la visión con manchas moradas presentes en sus retinas. El cañón humeaba y estaba muy caliente... Una de las horquillas se rompió con el retroceso y reposaba en el suelo, pero el tubo de plomo no estaba roto. El saco de paja yacía carbonizado por la descarga. La liberación de energía había frito el pasto y los insectos cercanos.
Clemente lo había logrado. Descubrió un método para disparar proyecciones potentes. Ahora, el problema era que el cilindro de plomo era muy pesado para llevarlo todo el tiempo consigo. Probó cargando el cañón sobre su hombro y disparando. Al principio, el retroceso podía derribarlo pero podía acostumbrarse. Usaba un cordel para accionar el martillo detonador tras depositar la carga y un forro de cuero para evitar quemaduras. No era muy práctico para combatir.
El calor liberado durante el disparo volvía el arma difícil de maniobrar, tras la tercera descarga el plomo se agrietaba en las secciones más débiles. El arma alargada tenía un límite antes de necesitar enfriamiento. Sumado a que, para recargar necesitabas mucha concentración y tiempo. Podía fabricar un cañón más pequeño unido a una culata de madera para evitar lacerar sus manos, o... Podría reducir el tamaño de los cristales. De esa forma las cargas no dañarían la estructura del cañón y podría forjar modelos de fácil maniobrabilidad.
La reserva de municiones se redujo a menos de un puñado. Si las rompía en fragmentos perdían su densidad. Trazar Maeglifos en ellas se volvía una tarea imposible, aún con el más refinado instrumentos. Clemente empacó sus ensayos y bocetos, los cristales, algunos modelos, instrumentos, comida y cargó con el pesado cañón al hombro. También llevó consigo la varita de su madre.
La encontró mientras buscaba piezas en la habitación de sus padres... En un pequeño cofrecito de plata reposaba la larga varita de nogal con el mango de plata. Era un recuerdo atesorado de su querida madre Delaila Curie en sus años de aprendizaje. Delaila fue una estudiosa del Misticismo Corporal.
Clemente no sabía gran cosa de aquella rama basada en la inversión de energía para restaurar los tejidos, líquidos y vías del cuerpo mediante impulsos iónicos. Su madre había conservado sus libros, pero se perdieron. La piedra angular de aquel Misticismo era su incursión en la medicina. Todo lo que significó para Delaila Curie, su estudio y aplicación, había desaparecido.
Clemente fue testigo de ello cuando su padre se cortó un dedo con la hoja que dividía los paneles de vidrio. El trozo mutilado de dedo sangraba con futilidad. Delaila buscó su varita de inmediato. Con un movimiento, Imágenes Elementales y una concentración absoluta... Logró unir la falange y líneas sanguíneas cortadas. Su padre no perdió aquel dedo con una impresionante demostración. No entendía porqué Delaila renunció a su prestigiosa investigación en la sede. Se habría convertido en una importante figura y no hubieran pasado hambre durante la rebelión. Se lo iba a preguntar, ella debió tener un motivo importante para abandonar sus años de  dedicación.
Guardaba aquella varita como una reliquia. El recuerdo más preciado de Delaila. Era, sin duda... su arma más poderosa y su motivo para seguir avanzando a través del valle de las sombras.
Se demoró cuatro días de caminata hasta que un carruaje de verduras lo llevó hasta Puente Blanco. El granjero le preguntó sobre el arma, Clemente aseguró que era un artilugio para hacer magia. El lobo terrible llegó mucho antes que él al laboratorio. Desplegó sus papeles y el equipo en un taller con prensas y fuelles. El lobo terrible lo guió hasta una galería oculta donde se escondían ensayos de los alquimistas de aquel laboratorio. Los leyó con detenimiento... Era un informe de un hombre llamado Jean Ahing a cargo del lugar. Allí se detallaban cifras de una sustancia denominaba esencialina que se extraía en la cámara de aquellas mangueras obsoletas que se apilaban sobre cajas de acero. También se probaban los usos de la esencialina en armas y combustible. Le extraían aquello... a las personas.

La sustancia se destilaba de la sangre peculiar mediante un proceso de condensación en una rampa magnética. La esencialina que se desprendía de la sangre era un gas que se cristalizaba al ser expuesto a una temperatura muy baja. Luego, el cristal se embutía en un recipiente hermético y mediante impulsos eléctricos se convertía en un líquido. De allí, forjaron las municiones para los cañones que se usaron durante la batalla de Valle del Rey.
El visionario de aquella idea siniestra fue Lord Beret y el que dio la orden de acción fue el rey Friedrich Verrochio. Le sacaron sangre a cientos de personas hasta matarlas, y... ahora los mosquetes estaban sueltos por toda la isla. Clemente no sabía para qué se llevaron a su madre, pero el solo imaginar lo posible... Lo horrorizó. Una rabia ciega se apoderó de él. Los planos de los primeros modelos funcionales estaban intactos... Pudo aplicar los conocimientos a sus diseños.
Cogió unas treinta balas de diferentes colores y las fundió en un caldero. Resultando una pasta rosada de la cual moldeó un centenar de pequeños cristales del tamaño de una uña. Aquello era similar a la transmutación. Trazó un Maeglifo de Absorción Calórica y un cristal incoloro se tornó de color rojo brillante y caliente. Un cristal que encerraba el calor.
Había una lista detallada de las transmutaciones viables llevadas a cabo con Maeglafia. También logró construir un modelo compacto del cañón de un disparo, del tamaño de una mano para llevarlo oculto. La munición se encajaba en la cámara del cañón y funcionaba con el método del martillo pedernal. Fabricó una pistola de boquilla ancha. En teoría, la explosión sería contenida por el pequeño cañón gracias a la Maeglafia de Contención Energética. Cuando Clemente disparó el arma a una de las máquinas succionadores... El pedernal se atoró en la cámara y la pistola explotó en su mano. La nube de fuego dorado envolvió sus dedos con un ardor que le arrancó gritos.
El latigazo de dolor le llegó hasta el codo. Se confió... y su mano estaba destrozada. La carne roja y los músculos se veían a simple vista. Había perdido todas las uñas, trozos de falange, medio anular y de su meñique solo quedaba un trozo. Era un milagro que no perdiera los dedos, solo las puntas de estos.
Sangró, vomitó y se retorció de dolor. La locura lo estaba envolviendo... En sus sueños veía un mar de aceite negro que engullía la playa gris. Veía siluetas removerse en el agua espumosa y surgir, cubiertos de escamas y... ¿llorando? Sintió mucha pena por aquella fila de criaturas desconocidas.
En su rabia ciega quemó los diseños que dibujó... Estaba harto de seguir nadando en la oscuridad. Tenía el pie atado al fondo del mar y solo se ahogaba más rápido. Las tinieblas lo envolvían. El mar le recordaba la triste inmensidad. ¿Qué habría del otro lado? ¿La leyenda era cierta? ¿Eran los últimos humanos del mundo? Cuando la barcaza de aquel marinero los llevó al puerto de Pozo Obscuro, Clemente no dejaba de mirar aquel timón circular... ¿Cómo podía manejar un barco tan grande con aquella rueda? Daba vueltas, giraba... Crujía. Así era la vida: una ruleta.
«Una ruleta» pensó, recostado en el suelo con la boca llena de espuma. Si la cámara fuera un círculo que girará, podría disparar varias canicas. Podría reemplazar el pedernal del martillo por un... Maeglifo de Liberación. Por supuesto...
—Una ruleta—se levantó con la mano mutilada envuelta en un paño ensangrentado. El lobo terrible sacó la lengua. Clemente corrió hacía él y le acarició las orejas—. ¡Una ruleta, precioso!
Se puso a escribir con su otra mano y trazó dibujo tras dibujo. Siempre pudo escribir con ambas manos. Dibujó aquel timón del marinero. Un círculo para disparar seis municiones antes de recargar. El gatillo accionaría la rueda de forma que el grabado del Maeglifo chocaría con la munición y esta, al detonar, saldría expulsada por el cañón. La rueda gira cuando cae el martillo, colocando otro cristal en el cañón del arma. Fuego rápido, preciso y letal. De esta forma el pedernal nunca se rompería. Era un método sencillo, que se maldijo por no haberlo pensado antes.
Clemente vació la copa de vino agrio en su boca. El escozor le invadió la garganta deliciosamente, bajando por su pecho con tentáculos cálidos. Los guantes ocultaban sus manos mutiladas. El abrigo de lana marrón le llevaba hasta las pantorrillas, por dentro llevaba un chaleco negro tachonado y el cinto del que colgaban las dos pistolas. Los bolsillos llenos de monedas. Una varita de nogal escondida en su pantalón de lana y un puñal oculto en sus botas altas de cuero duro. Le pagó al cantinero una gruesa moneda de plata por la bebida y una habitación.
Se levantó, un poco mareado por el alcohol, y se dirigió a la cantante... que dormía descuidadamente abrazando el laúd. Clemente suspiró... Un día un loco le cortaría la garganta. No era muy alto, pero aquella mujer era diminuta. La cargó con esfuerzo y la llevó hasta una habitación en la segunda planta. Su cuerpo delgado se estaba acostumbrado a cargar pesos significativos. La dejó sobre la cama y la arropó, dejó el laúd en la mesita.
—¿Vas a violarme?—La mujer habló adormecida.
—No...
—No tengo nada valioso—la mujer se retorció, tentadora, en las sábanas. Clemente le quitó los zapatos—. Estoy borracha... puedes violarme y no recordaré nada.
—Que no.
—Eres un ladrón muy aburrido.
—Podría ser un asesino—sonrió, torcido.
—No—la mujer negó con una sonrisa—. No, eres un buen chico. Siempre eres tan bueno conmigo—le mostró los dientes en una sonrisa mal intencionada—. Si me violas no diré nada.
—Yo no violo mujeres.
—¿Por qué no quieres acercarte a nadie?
Clemente miró las pinturas en las paredes. Eran cuadros eróticos. «Carajo, los pintores de la isla son todos unos guarros», pensó. La mujer se quedó dormida.
—Porque—se encorvó, sombrío—. Soy una persona con problemas. Muchos problemas...
Cerró la puerta y se dirigió a la habitación contigua. Escuchaba voces y golpeteos. El sonido de las pieles retozando. Clemente sacó una moneda con un Maeglifo y la dejó, con cuidado... en el suelo. El sonido se redujo a un murmullo y desapareció en una tonada. Aporreó la puerta con los nudillos, pero los toques no produjeron ningún sonido. La abrió y entró, sus pasos no provocaron ningún ruido sobre las tablas del piso. El hombre desnudo tenía una rodilla apoyada en la cama, las manos levantando las rodillas de la mujer y el rostro congestionado por el esfuerzo. La mujer sobre su espalda gemía con soltura mientras la penetraban, sus manos pequeñas jugaban con sus senos. Las caderas del hombre se movían con velocidad, agitando sus nalgas.
—¡Ay, ay, ay!—Gimió la bruja colorada de un tierno rosado. El hombre resoplaba, penetrándola con profundidad—. ¡No me lo saques! ¡No! ¡No me lo saques! ¡Ay, que rico! ¡Si me lo sacas te mato!
Clemente sujetó una pistola y se acercó a ellos inmerso en la oscuridad. Levantó el arma y presionó el gatillo... Un resplandor pálido iluminó la habitación. El cabello espeso del hombre se cubrió de sangre cuando su cráneo se abrió con un estallido. Como si hubiera explotado por dentro.
La mujer gritó mientras Clemente agarraba al hombre del cuello y lo lanzaba al suelo. El cuerpo se desplomó inerte. La apuntó con el arma... La mujer se cubrió los senos con los brazos y la intimidad con las piernas cruzadas. Sí, era una bruja del Bosque Espinoso, tenía una pequeña flor tatuada encima del seno izquierdo. Una bruja Espino.
—¿Dónde están los prisioneros de Saigneè?—Preguntó, apretando los dientes.
La bruja miró al cuerpo de su amante muerto, y soltó un grito de horror. El color desapareció de su rostro.
—¡¿Eres el Asesino de Magos?!
Clemente la golpeó con el cañón del arma. Su mejilla se hinchó y su labio comenzó a sangrar. Buscó resistirse con una patada, ya no le importaba estar desnuda. Clemente dio un paso atrás y la mujer saltó de la cama, buscando su varita. El joven disparó, la rodilla de la mujer se deshizo con un crujido y un destello plateado que terminó con un reguero sanguinolento.
Cayó sobre el cadáver del hombre, llorando de dolor, desperdiciando su sangre en el suelo. De su rodilla pendían hilos de músculo y el hueso blanco asomaba, horroroso.
Clemente se acercó, cauto. El arma se dirigió a ella... Expuesta ante él, sus gritos de terror se convirtieron en súplicas quejumbrosas y lloriqueos.
—¿Adónde llevaron a las familias que secuestraron?—Clemente levantó la voz. No estaba enfadado, pero su voz denotaba autoridad.
La mujer se encogió, negando con la cabeza y llorando... desesperada.
—¡No sé!—Respondió con un hilo de voz—. ¡¡¡No lo sé!!! ¡Por favor, no me mate! ¡No, por favor! ¡Haz lo que quieras, pero no me mates!
Clemente se inclinó. Sintió mucha lastima por aquella mujer. Pero había visto quién era... No podía permitirse aquel error. No podía permitirse ser humano con aquellos que le habían arrebatado a los suyos. Apretó los dientes.
—Lo lamento...
La mujer rompió a llorar aún más fuerte. Estaba desesperada y los mocos se escurrían por sus labios. Su voz quebrada a penas podía formar palabras...
—No, por... favor... ¿Quién... es?
—Yo soy la venganza.
Clemente disparó y uno de los senos de la mujer reventó con un estallido rojo. La bruja miró al techo estremecida, su cabeza tembló y perdió la vida. Los dos cadáveres permanecían, estupefactos. Abrió la puerta, recogió la moneda con el Maeglifo de Absorción Sonora y la guardó en su bolsillo. Salió de la taberna ante la brisa fría de la noche. Era un velo sin estrellas, más negro que nunca. Solo la luna creciente se asomaba por las rendijas de las nubes.
Se decían muchas cosas sobre él... Pero nadie decía la verdad. Lo llamaban asesino, violador y... loco. Muchos creían que Courbet había vuelto de entre los muertos para matar a todos los Magos de la Orden. Pero, Clemente solo quería volver a ver a mamá.
En Puente Blanco las patrullas buscaban, desesperadas. Los Zorros se paseaban como fantasmas carmesí por las callejuelas desoladas. El pueblo fue reconstruido después del incendio y las guerras con calles de tierra y casuchas destartaladas.
Una noche, los demonios volverían a salir y a devorar a los infieles. Eso aseguraban los Creyentes del Sol, y que la peste de hace unos unos años fue un castigo divino. Los sacerdotes pregonaban a todas horas aquella profecía fúnebre. Bel dejó salir a los demonios para devorar a los hombres malvados.
«Vaya religión lamentable e hipócrita». Clemente suspiró... Incluso entre los magos errantes había quienes llevaban con orgullo el sol de bronce en el pecho. Aquello lo veía como una debilidad, los Zorros adeptos al sol maldecían a su dios antes de morir como miserables. La primera vez que mató fue a una joven a la que quiso interrogar, pero un medio de los nervios... terminó disparándole. Vomitó mucho, y no quiso comer nada por la culpa. Aquellos rostros venían a él en sueños. Cada vez que mataba a alguien que se lo merecía una parte de él se perdía. ¿A quién más mataría antes de que acabe la noche? Podía enfrentarse a ellos en las sombras. Podría matarlos uno a uno como ratones hasta que la Orden de la Integridad se desangre.
Lo había pensado, pero... no podría. No solo. ¿Se arrepentía de descender a aquel nivel? Sí, todo el tiempo. Pero la rueda se rompió. Su alma estaba condenada y arrastraría a todos los culpables consigo.
El Templo de las Gracias se alzaba, negro, con gruesos pilares y ventanas que ardían con vigor. Parecía una bestia gigantesca que dormía, pacífica, ante la noche oscura. Los Zorros vivían en ella como garrapatas alimentándose de la sangre de la sociedad. Clemente... era su depredador.
Los Magos de la Integridad terminaron la empalizada, los troncos altos apuntaban al cielo como flechas afiladas. Clemente se deslizó por un taller con techo de pizarra, se pegó a la pared del callejón de adobe y salió por un agujero que había hecho hace poco.  Los árboles lo rodearon como espectros oscuros. La luna se iba a esconder y no podría ver. Una rama se quebró bajo su peso, pero no emitió ruido. Todas las vibraciones que producía eran sorbidas por los grabados en sus botas. Los árboles habían retoñado y los frutos verdes esperaban ansiosos el caluroso verano.
La oscuridad se impuso. Clemente aún no controlaba su flujo energético para ver en las tinieblas. Sacó la varita de nogal y ató el extremo inferior a un cristal de esencialina con un cordel. Pensó en la Proyección Lumínica y la punta comenzó a brillar. Tenía una linterna. Llegó a la montaña Pezuña cuando la noche se volvió más obscura y silenciosa. Los ruiseñores cantaban en las ramas de los árboles frondosos.
Los edificios de piedra negra se habían derruido en diversas partes. Los escalones se deshacían en polvorientas pisadas y las alimañas poblaban en las cámaras abandonadas. Era un lugar tranquilo y desolado, donde podía filtrar los pensamientos en nuevos artilugios para mantener la mente ocupada. Entró por una de las aberturas en el edificio central, cuidándose de no pisar los hilos de esencialina. La cámara de extracción estaba sellada. Revisó los pisos inferiores: los hilos estaban en su lugar; atados a barriles sepultados con gases nocivos. Los almacenes desprovistos de vida eran invadidos por la vegetación dominante. Subió las escaleras hasta su estudio en el segundo piso del tercer edificio.
La puerta estaba insonorizada y ni un rayo de luz salía de ella. La abrió, desactivando la Maeglafia que unía la cerradura con un símbolo propio. El lobo terrible se levantó sobre sus cuatro patas, era casi de su altura. El hombre de rasgada y sucia túnica escarlata estaba atado a la silla con sogas gruesas que le trituraban los miembros. El collar de oro con retenedores denotaba con su máscara dorada de fénix.
Clemente se acercó al prisionero y le quitó la máscara. Las ojeras eran profundas en su rostro enmarcado de golpes.
—Hueles horrible.
Marcus levantó los ojos cansados, no perdía aquella ferocidad en su semblante. Ni con el lobo terrible gruñendo ante su cara y cubierto de sus propios desechos.
—Es que—su garganta estaba seca. Sus labios se caían a pedazos—. Me orine... y me cagué encima.
—Hubieras pedido permiso.
Marcus Escamilla mostró los dientes que le quedaban.
—¿Para... dejarme... marchar?
—No—se inclinó ante el terrateniente—. Para hablar.
Marcus estiró el cuello, desafiando su serenidad. Clemente tomó la vasija de agua y se la acercó al rostro moribundo después de dar un abundante trago. El joven miró la vasija de agua como si fuera el tesoro más grande del mundo.
—¿A cuántos has... matado, asesino?
—Por lo que veo—Clemente se encogió de hombros y contó con los dedos—. Aún no los suficientes.
Marcus lo miró, suplicante. Casi sintió placer al ver sus ojos quebrarse, pero no podía permitirse sentir nada por aquel hombre.
—Agua.
—¿Tienes sed?
—Sí...
—¿Quieres que te orine en la boca?—Obviamente no iba a hacer tal cosa. Pero Marcus se creía todo—. No. No te lo mereces—lo tomó por el cabello grasiento y lo obligó a mirarlo—. ¿No vas a decirme dónde están los prisioneros?
—¿Cómo... cargará con tantas muertes en su conciencia?
—Con mucha práctica—le metió el cañón de la pistola en la boca—. Aunque, te puedo pedir algún consejo. No me sirves. Te hubiera matado... pero, no quieres dejar sola a tu hermanita. ¿No quieres hacerle compañía?
—Cállate.
La sacó la pistola de la boca. Le había cortado algunos dedos, arrancado uñas,  dientes, golpeado... Grabado la piel con metales ardientes. Se estaba quedando sin ideas crueles. No podía matarlo, no a él... El Terrateniente del Sur. Sin duda, tenía las respuestas que Clemente quería. Pero sabía, que al hablar... su vida perdería valor.
Marcus se aferraba a eso para mantenerse cuerdo. Un mortificador le habría sacado la verdad en una hora, pero todos esos crueles magos negros se unieron a la Orden de la Integridad. Los errantes eran un montón de imitadores.
—¿De verdad tu vida vale tanto?—La única opción que le quedaba era quebrarlo mentalmente. Con la única debilidad que Marcus tenía—. Llevás días secuestrado. No lo sabes... Lamento tu pérdida—sonrió al notar la agitación del joven. Estaba turbado después de tanta tortura. La debilidad le invadía, debilitando su carácter—. Es una pena que ella no haya encontrado otra forma de solventar su dolor. La única salida que encontró ante su desesperación... fue la muerte.
Marcus levantó la mirada, afligido.
—¿Cómo?
—Tu hermana se lanzó de una torre—sonrió lobunamente. Las agujas que clavaba en la mente de Marcus estaban sangrando—. ¡La encontraron despedazada en el patio de armas!
—¡Mentira!
—La pobre Mia—Clemente puso la cara más triste que ensayó. Guardó la pistola en su funda y se retiró a la mesa cubierta de diseños y artefactos, iluminada por una lámpara de vidrio con un cristal del tamaño de un huevo. Una lámpara roja—. Es poético: la hermana mayor juró proteger al hermano menor. Y al no poder cumplir su promesa, se quitó la vida para protegerlo en la próxima—sus manos buscaron la pistola de un disparo. Era de boca ancha y usaba municiones esféricas de alta potencia. Roble con ribetes de acero. El lobo se levantó y se acercó al panel de oscurecimiento en la ventana—. Y tampoco voy a matarte... Aún te queda mucho por sufrir. Hasta que mueras de sed. Aunque... prefiero matarte de hambre.
Marcus miró al suelo, su rostro amoratado enrojeció. Dos lágrimas cayeron por sus rendijas. Sobre la mesa reposaba un largo cilindro metálico con una boquilla en forma de dragón y una cámara rotatoria desmontable con Maeglifos pintados. Un casco abollado de acero que terminaba en punta. Una olla deformada a martillazos.
—Yo...
—Eres un cobarde—recalcó Clemente, levantando la voz. Se acercó a zancadas—. Estás solo, Marcus. Siempre lo vas a estar, porque alejas a todos los que amas. Porque no soportas que alguien te quiera.
—¡Cállate!
Clemente resopló, levantó una mano para abofetear su mutilado rostro. Se contuvo... No valía la pena. Lo único que le provocaba aquel esperpento era lastima. Mirarlo era miserable, oler su almizcle de desechos y sudor era un castigo.
—Eres un estorbo para todos los que te rodean—soltó, despectivo—. Y vas a morir sin servir para nada.
La nuez de Marcus tembló. Estuvo largo rato al borde de las lágrimas... Sorbiendo por la nariz y tragándose los nudos. Pero se quebró... como todos. Rompió a llorar como un niño pequeño, temblando y ensangrentado. Clemente lo miró largo rato... Escuchando como los pasos resonaban sobre la gravilla. Uno de los hilos tensos en la mesa se rompió. El lobo comenzó a gruñir, su lomo se erizó. Clemente amenazó con la pistola a Marcus. Era su sentencia.
—No vales la pena—le colocó el arma en la frente. Marcus impuso su ceño ante el cañón de la pistola—. Te voy a matar y nadie nunca lo sabrá.
—Tu... familia—susurró. Clemente retiró el seguro del martillo—. Todos... fueron llevados al instituto. El rector es... Michael Encausse. Fingió su muerte... para despistar a la Sociedad de Magos.
Clemente bajó el arma y la enfundó en su cinturón.
—Eres patético, pero no te voy a matar. Yo no. Tienes mi palabra de mago.
El rostro de Marcus se mostró sereno. Sus ojos confusos recuperaron un rastro de esperanza ciega. Clemente se llevó los dedos a la boca y silbó. El lobo terrible se erizó, rabioso, y se lanzó a Marcus, derribando la silla. El joven gritó horrorizado mientras aquellos dientes malolientes le arrancaban la garganta a dentelladas. Su sangre salpicó el morro del lobo. Aquellas fauces rezumando líquidos arrancaron tiras de piel de su rostro y sus ojos vivos se llenaron de desesperación antes de morir. Clemente se asomó por el panel de oscurecimiento. Los magos ya habían rodeado el edificio, tenían crisoles de luminosita, ballestas y arcabuces de esencialina. Había cubierto varios puntos del edificio: círculos con Maeglifos de Absorción Energética hechos de sal y esencialina que imitaban las emisiones energéticas humanas. Los señuelos despistaban a los intrusos de su escondrijo real.
Clemente se retiró a la mesa, el corazón le latía a toda velocidad. Sacó las dos pistolas ruletas y les encajó seis balas a cada una en la rueda. Tomó la pistola cañón y cargó una de las bolas de esencialina por la boquilla. Suspiró profundamente, intentando calmarse... Los muertos que había sepultado, salieron de sus tumbas para despedazarlo con un frenesí diabólico.
Cogió uno de los cristales alargados de color rojo, desmontó el largo cilindro y lo armó. Los ojos del dragón refulgieron. La puerta crujió con un golpetazo, uno de los goznes se despegó. El lobo retrocedió, mostrando los dientes...
En la mesa reposaba una sartén ovalada de cobre, un pentagrama ominoso relucía en su superficie pulida y los Maeglifos Energéticos rodeaban la estrella. Se colgó el escudo como pechera. Volteó la mesa como barricada, y esperó. Lo único que escuchó en aquellas cuatro paredes salpicadas de grabados... Era su respiración agitada. Estaba nervioso. Las palmas le sudaban y sus labios parecían papeles arrugados. Tenso. Escuchó un golpe en la madera...
Clemente esperó hasta que la puerta se rompiera, respirando con dificultades. El sudor le picó en los ojos ante la espera. La madera se rajó y partió en tres pedazos. Clemente levantó las pistolas, el casco dejó de temblar en su cabeza, o... ¿Había perdido el miedo? Un destello lo espantó, la coraza metálica en su pecho le trasmitió un fiero calor. Su corazón se detuvo, dejó de respirar. Comenzó a disparar a los fantasmas escarlata que surgían de aquel portal. Las bolas plasmáticas levantaban nubarrones de polvo, arrancando trozos de las paredes... Las proyecciones se desviaban a los glifos en las paredes. Parecía que espíritus cambiaban la trayectoria de los destellos con fuerzas disuasorias. La mesa estalló en astillas... Clemente se dobló por la cintura con un grito en los labios. Vio luces ante sus ojos cegados. Sintió que bañaron su torso con aceite hirviendo. Sus oídos zumbaron. Escuchaba gritos y quejidos, pero no dejó de disparar hasta que sus dos pistolas estuvieron vacías. El lobo terrible saltó sobre uno de los magos y le arrancó la nariz con todo y máscara.
Clemente desenfundó la pistola cañón, apuntó a sus pies y soltó un fiero disparo. El proyectil deshizo el suelo en cenizas candentes y saltó por aquel agujero a una altura reducida. Aterrizó sobre la grava del recibidor. Los magos lo siguieron, apuntándole con sus varitas y ballestas. Clemente corrió por la planta baja del tercer edificio mientras los estallidos sonaban en sus orejas. Los metales que llevaba como protecciones chocaban como cacerolas, algunos se fundieron. Las siluetas rojas se desdibujaban en las tinieblas de los alrededores, con varas de hielo punzante.
Sentía que lo perseguían fantasmas.
Deshizo el Maeglifo en la cerradura de la cámara de extracción y entró. Cerró la puerta de un golpetazo. Aquel ancho portón se tambaleó bajo el impulso de decenas de proyecciones. Escuchaba gritos detrás de la barrera de madera reforzada. Una centella estuvo a punto de derribar su estructura. Pero los goznes estaban soldados con potentes Maeglifos de Absorción Energética que disipaban la energía.
Clemente preparó la mesa de largos cañones tubulares cargados con canicas de esencialina y la deslizó, de modo que apuntara al portón. Tenía saetas clavadas por todo el cuerpo. Se quitó el metal derretido del pecho cortando los gruesos cordones. Se deshizo de las protecciones destrozadas de las muñecas, los muslos y las pantorrillas. Se arrancó la única saeta que penetró en su piel: una en la pantorrilla que sacó con un gimoteo. No era muy profunda la herida pero sangraba bastante. Se tocó la frente, la fricción de un pulso le calentó el casco de hierro y le chamuscó el cabello.
Clemente armó la hilera de tubos y los detonadores se tensaron por hilos brillantes. El portón crujió ante un estallido eléctrico y se estremeció. Recargó sus pistolas. La gruesa madera se meció bajo una flama azulada que derritió las piezas metálicas, y...
Clemente miró con detenimiento los goznes enrojecidos.
El percutor soltó un chasquido metálico al encajar la esfera en el cañón. Una calma se levantó sin abrumar el crepúsculo del amplio almacén. Fue por un momento eterno y fugaz de silencio inmutable. Una explosión violácea retorció las puertas hasta desmoronar su forma rectangular en ángulos complicados. Clemente cortó los hilos de esencialina unidos a una maraña y la ráfaga de metralla fusiló a los magos detrás del portón con una tempestad de luces coloridas. Los tubos vomitaban, uno tras otro, disparos rojos, blancos, azules... Los chorros de luz perforaban y destrozaban la carne. La mesa se estremeció con la docena de cilindros reventando y bailando hasta enrojecer.
Clemente se puso una máscara de acero en la cara: un diablo. La tormenta de gritos y disparos retumbó por todo el edificio con una sinfonía interminable. Una centena de disparos después... reinó una momentánea calma de silencio mientras los tubos humeantes soltaban vapor y se rompían. Los cuerpos mutilados se arrastraron en un amasijo de carne y sangre mezclado con la grava del suelo. Una veintena de cuerpos desgarrados emitía una música horroroso e infernal.
Clemente salió al encuentro con las pistolas en alto, disparó a los que intentaron levantarse de aquel pantano de cuerpos agonizantes. Una docena de magos dobló por el corredor con las varitas brillosas. Huyó a través de un pasillo estrecho se dirigió a una de las aberturas en la cara trasera del edificio. La Orden rodeó la entrada. Le disparaban desde las escaleras. Las saetas le llovían si se pasaba por una ventana. Cruzó las cámaras lo más rápido que le permitían las piernas. Su abrigo de piel comenzó a humear cubierto de chispas y un baño de sudor no lo dejaba ver con claridad. En cada esquina veía a un mago escarlata. Huyó por un corredor de puertas destartaladas en uno de los edificios y la cabeza le dio vueltas con un estremecimiento de calor. Quedó sordo por un momento. Fue como si le hubieran soltado una bola de plomo en el cráneo.
El casco estalló en fragmentos regando su cabello con metales. Pero no se detuvo, se esforzó por seguir corriendo. Aunque su cabeza diera vueltas y su cabello humeara. Atravesó los almacenes. Llegó hasta el último almacén con solo dos cargas en una pistola. La puerta se desmoronó con un disparo... Solo le quedaba una bala. Esperó hasta que el retumbar de pasos llegará al vasto depósito de viejas cajuelas. Clemente se escondió entre las altas estanterías. Apestaba a un almizcle de sudor y pelo chamuscado.
—¡Se escondió aquí!—Se amontonaron en el almacén.
Una docena de Zorros corrió a él con las varitas encendidas y penetró en el amplio almacén. Decidieron acribillar todo lo que estuviera allí. Las cajas volaron en pedazos y los estantes se derrumbaron. Clemente disparó al barril oculto y la nube de gas olor almendra se alzó, envolviendo a los magos de túnicas escarlatas con una asfixiante niebla venenosa. Comenzaron a toser y gritar despavoridos.
Clemente sujetó el cilindro metálico con boca de dragón. Salió por la abertura oculta entre las altas repisas... a la oscuridad perpetua del anochecer. Los escombros de la techumbre se venían abajo ante los disparos de los magos. El aire se nubló con aquel gas incoloro, pero ondulante y pesado. Venenoso y mareante con una inhalación. Sus gritos desesperados escaparon por las estrechas aberturas del edificio, pero la única salida realmente ancha para salir había sido usada por él. Cargó el cilindro de ancha boquilla, giró la cámara y tiró del gatillo. La pistola expulsó una nube de fuego azul. El gas volátil concentrado en el edificio se encendió. Las ventanas estallaron en llamas y los alaridos de espanto subieron hasta el cielo en forma de vahos. El almacén ardió y los bailarines de llamas intentaron escapar, desesperados.
Clemente se escondió en los arbustos, la máscara no lo dejaba respirar con tranquilidad, pero el aire estaba envenenado. Sacó una bolsa de cuero repleta de canicas y cargó rápidamente la ruleta. Disparó a los diablos que se abrían paso a través de las paredes, envueltos en llamas. Las estrechas grietas humeantes del calabozo del infierno vomitaba humo blancuzco. Clemente los mató uno a uno, sin pensarlo... Las pistolas comenzaron a calentarse. Los cuerpos se apilaron en las aberturas, lamidos por el fuego destructor. El tercer edificio pareció levantarse unos centímetros con un estallido.
Una a tras otra, se sucedieron las explosiones en los edificios del laboratorio. La construcción comenzó a sucumbir con las cargas ocultas, se liberó el cianógeno en los barriles, que se encendió con la nube de fuego que envolvía los corredores. El edificio entero ardió, sulfuroso, las cargas del edificio central detonaron poco después. Una nube de polvo ardiente se levantó cuando los edificios comenzaron a derrumbarse. Los gritos acompasaban a los estallidos. Una oscuridad neblinosa se alzó sobre las construcciones derruidas.
Clemente resopló y se deshizo de la máscara mientras se alejaba a través de los matorrales espinosos.
Cometieron el error de atacarlo en su guarida. La química era un arma poderosa, y junto al ingenio era una máquina letal. Fabricó aquel gas con sacos de semillas de manzana, cloro y reacciones eléctricas. El cianógeno era mortífero, y en altas concentraciones... tan inflamable como el oxígeno.
Clemente silbó... Escuchó una maraña de pelo acercarse desde los arbustos.
El lobo terrible saltó hasta él con el pelaje ensangrentado. Montó sobre su lomo y afincó los muslos sobre el pelaje espeso. El lobo trotó sobre los arbustos y árboles centinelas. Agachó la cabeza evitando los ramales. Pasaron junto a una serie de carruajes y los caballos enloquecieron al oler al lobo demencial. Clemente echó un vistazo a los destrozos, antes de desaparecer en la oscuridad del Bosque Espinoso: el laboratorio ardía y se caía a pedazos. El humo pesó en sus pulmones. Respiró profundamente y una punzada de dolor le recorrió el pecho. Tenía una saeta clavada en las costillas, otra en el hombro derecho y una ensartada en un muslo adormecido. La sangre corría por su estómago. Tendría que cauterizar la hemorragia interna con la varita.
Las quemaduras de la batalla ardían con más intensidad a medida que se alejaba del ruido. Una mancha sangrante en su otra pierna lo incomodó, debió ser una Proyección Punzante que cortó su vía sanguínea. La sangre llenó su zapato. El abrigo se había chamuscado y deshecho en distintas partes.
Cerró los ojos, ante la brisa fría.
No importa a cuántas personas asesine. Volvería a ver a su madre... La salvaría de las garras de la Orden de la Integridad. Conocía el lugar al que debía acudir. El Instituto en el cual lo atormentaron por años debido sus pésimos atributos místicos. El profesor Michael Encausse lo engañó... No lo perdonaría. Sintió rabia e impotencia al recordar como los Zorros lo quemaron vivo en aquel elefante de sulfato.
Se estaba quedando dormido. Algunos tentáculos de cansancio se cernían sobre sus miembros. Los párpados pesados no lo dejaban tranquilo. No podía dormirse... debía detener el sangrado.
Michael... El elefante. La nieve enterrando su cuerpo.
Todo fue una estratagema para desaparecer, y tomar el control de la sede. Era un mentiroso. Un manipulador que obligó a Clemente a matar... ¿Todos esos muertos no tenían significado? Quería salvar a su madre Delaila de los terribles experimentos que Michael Encausse llevaba a cabo. Y matar, finalmente... al hombre que lo engañó. Aunque la isla entera estuviera en su contra... y la Orden de la Integridad lo persiguiera; quemaría hasta sus cenizas putrefactas con tal de llevar a cabo su venganza.
Para mitigar el odio que manchaba su alma iría hasta los confines de lo correcto para saciar su rabia escondida. Aunque perdiera la vida en tan cruento acto.
—Michael... Encausse.
Era el nombre del último hombre al que debía asesinar.

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