Capítulo 6. Soneto del Amanecer

 Capítulo 6: Nadie amaría a un engendro como tú.

—Huesos viejos y sangre negra—Samael Daumier acarició los colmillos de su collar—. Los Daumier estamos malditos. Somos los hijos de los demonios y las mujeres. Nuestras mujeres engendran abominaciones y nuestros hombres llevan la maldad en las venas. 

Samael tenía ojos grandes y vidriosos, iris violáceas y brumosas. Su cabello pálido lanzaba destellos plateados. En su pecho brillaba un péndulo negro. Bajo las botas de su tío, descansaba un robusto perro de cacería con ojos de diferente color. El tapiz del suelo era la piel de un tigre serpiente. De las paredes colgaban animales disecados: pájaros coloridos, lobos albinos, tigres serpiente, un cuervo de tres ojos, botellas con serpientes bicéfalas y salamandras de fuego. Del techo colgaba un pajarraco de una vara de altura, plumaje prominente y dorado como fundillo.

—Camielle Daumier—sonrió, frívolo—. Yo te concedo una luna pálida donde puedas reflejarte hasta el día de tu muerte.

El cielo se tornaba lila. Estaba anocheciendo y las estrellas azules brillaban, tristes. Camielle apretaba la varita bajo el jubón negro. Annie caminaba erguida, como un animal orgulloso que llevaban al matadero. Al frente desfilaba Elias con una flecha tensa en el arco. El niño sobrevivió a todas las batallas de la rebelión. Al principio, Camielle lo miró como un niño andrajoso que moriría en cualquier momento. Elias resultó ser mucho más de lo que aparentaba. Era un mineral extraño... como el vidrio de volcán: afilado, versátil y robusto. Muchas capas bajo una cubierta empañada.

Camielle cerraba la fila con una mano enguantada aferrada a la varita de hueso, oculta en su bolsillo. Estaba preparado para su última encomienda, antes de ser nombrado oficialmente como mago por el profesor Pisarro y obtener una plaza en el Jardín de Estrellas. Su sueño de redención estaba próximo. Su anhelo oculto entre la envidia y los celos. El camino sangriento y cruel que recorrió no importaba, no significaba nada junto a la grandeza de convertirse en un oficial como los legendarios Della Robbia, Arsenio Verrochio, Sam Wesen y Cedric Scrammer. 

Apretó las muelas. El dolor lo estaba deshaciendo vivo, pero ningún malestar se comparaba con su destino. El destino de cada mago era el sacrificio, a cambio del recuerdo de su hazaña. Arsenio sacrificó la flota del Arenque para matar al krakén junto a la tríada. Sam Wesen perdió a su amada Maela a manos del Archímago del Frío, antes de fundar la Primera Orden. Cedric Scrammer llevó al Primer Castillo a la perdición. Camielle cerró el libro de Sam Wesen con los ojos brillosos. Era un niño, pero leía bastante bien. Era de escape de la realidad. Soñar con historias y perderse de su mundo de encierro.

—Padre—soltó. Lord Daumier escribía una carta a sus vasallos al otro lado del estudio. Generalmente, no lo dejaba entrar, pero Camielle quería ver su colección de libros—. ¿Yo también iré a estudiar Misticismo?

Johann Daumier mojó la pluma con el ceño fruncido.

—Claro que no—replicó, arañando el papel con la tinta—. Los Daumier no somos descendientes de magos. Ni una gota. Esos corderitos no quieren tener nada con nosotros. Persiguen a los magos errantes y negros como alimañas, guardando sus secretos para ellos. Hipócritas de vestiditos finos. Además, nunca aceptarían a un engendro como tú. Ni siquiera tu madre quiso que nacieras, pero la eutanasia no funcionó. Mi hermana y yo, cometimos nuestro peor error al tenerte.

—Lo siento, papá.

—No me digas así, soy Lord Daumier para ti—Johann derritió cera negra en el sobre y lo selló con el emblema de los Daumier: la media luna—. Todo es culpa de esa nodriza. Debería sacarle la lengua para que dejé de envenenarte la cabeza con cuentos sobre fanfarrones. Aunque, es la única que te soporta en esta casa. Ni siquiera Samael puede verte, sin sentir náuseas.

«Un monstruo como yo». 

Creció mirando a los pájaros volar por la ventana, imaginando esa libertad al extender las alas. Quería salir de su encierro. Camielle bajó la mirada y se limpió las lágrimas de los ojos. El libro se le deslizó del regazo y cayó en la alfombra del estudio.

—¿Por qué quieres ser un mago?—Le preguntó la nodriza Mariela. Era una mujer bastante mayor con un rostro dulce y cubierto de arrugas. Fue la mujer que lo crío, le enseñó a leer y escribir.

—¿Por qué usted es nodriza?

Los ojos de la anciana vacilaron con tristeza.

—No pude tener hijos propios—respondió. Le tomó las manos pequeñas con las suyas, cubiertas de manchas y arrugadas—. Pero, tuve muchos niños que cuidar.

—Yo quiero ser libre—fantaseó Camielle—. Los magos de las historias viajan por la isla enseñando y curando a las personas. Matan demonios y salvan a los inocentes. Mariela, cuando sea un mago famoso te voy a curar y vas a tener muchos hijos. Serán mis hermanos y viviremos en una gran casa.

Mariela sonrió y lo abrazó.

—Por supuesto, mi niño.

No lo dejaban salir de la habitación. Mariela le llevaba la comida y lo acompañaba al baño por un pasadizo que la familia no usaba. Pocas veces pudo ver a su madre Alissa y desconocía a otros miembros de la familia. Ni siquiera sabía que su familia eran descendientes de nahuales. Mariela lo llamaba señorito Daumier. Sentía curiosidad por aquel nombre. No tenía buena fama, dado que su presencia en la historia acrecentaba movimientos de magos negros y brujos. Eran portadores de las mismas cualidades de posesión, asociadas con magia negra y rituales oscuros. Los poderes del nahual despertaron en él a través de sueños. Creía que eran sueños normales que olvidaba en el transcurso del día.

Soñaba que era un pájaro rojo que volaba libre desde la calle Obscura hasta el mercado en la calle Mercurio. Anidaba en la techumbre de una iglesia gigantesca. A veces, soñaba que era muy pequeño y corría por toda la casa, mordiendo trozos de pan y queso, rasguñando los sacos de harina o observando a Mariela preparar el desayuno con esmero. Recorría los recodos de la cocina, los pasadizos, las tuberías del techo, los salones secretos y las bóvedas.

En la casa había un gato tuerto de color. Otros naguales entraron en aquel animal. Su mente se convertía en un receptáculo adecuado. Soñaba que no hacía ruido al caminar, era uno con el gato. Le gustaba perseguir a Mariela por la cocina y verla limpiar la casa, a ella no le gustaban los animales.

Una mañana cuando era muy pequeño, corrió por la alfombra del estudio y vio a Mariela preparando el desayuno. No sabía que estaba dormido, a veces se confundía bajo la influencia de la mente sencilla del animal receptor. Se acercó a su pie. Un grito agudo lo sorprendió. Escuchó un golpe seguido de un crujido y un dolor atroz le atravesó la cabeza. Le vaciaron una olla de agua hirviendo en el cabello.

Se despertó, gritando. Sentía que le estaban abriendo la cabeza con una sierra y sacando los ojos con unas pinzas calientes. Los criados fueron corriendo a verlo y lo encontraron convulsionando en la habitación. Cuando recuperó la vista lo primero que descubrí fue a Mariela horrorizada, gritaba cosas sin sentido y no quería que nadie se le acercase.

—¡Son unos demonios en esta casa!—Gritó, enloquecida—. ¡No puedo soportarlo más! ¡No puedo mirarlo a los ojos sin sentir asco! ¡Lo odio, no quiero volver a trabajar en esta casa!

Nunca volvió a ver a Mariela. Desde ese día, un criado diferente le llevaba la comida y tenía que suplicarle que lo acompañará al baño. Sospechaba que los criados se turnaban para llevarle la comida, como si fuera un castigo estar con Camielle. Era... muy difícil estar solo todo el día. Leía hasta que le dolían los ojos y cuando dormía, no podía evitar el influjo del alma. El pobre animal receptor lo rechazaba. Una llave que no tiene cerradura. Repudiaba sus poderes. Su maldición hereditaria. Sus sueños  agradables de exploración, se convirtieron en pesadillas insufribles. El aventurero ratón que viajaba por la laberíntica mansión, se convirtió en una alimaña que escapaba de sus demonios. Pero, si lograba estudiar junto a los mejores magos de la isla, podía descubrir una manera de romper su maldición. Sus sueños de tortura desaparecían. El Misticismo de la Mente, aquella rama inexplorada del árbol del conocimiento, era su respuesta. La redención estaba escondida detrás de una puerta. Buscaría a magos negros y brujos con tal de descubrir sus secretos. No importa cuánto tiempo llevase, o el precio de su cruzada. Rompería la maldición de los Daumier

Conoció a Samael Daumier cuando fue a verlo a su habitación. Seguía siendo un niño, pero crecía rápido... igual que sus facultades. Samael era lo más parecido a los magos negros en las historias del Héroe Rojo. Era un tipo joven y enérgico, se vestía con colores oscuros y tenía el cabello plateado. El semblante amargado de un lobo pálido. La tez blancuzca y los ojos como esferas de humo espectral. De su cuello colgaba un péndulo oscuro. Todo en él apestaba a maldad y corrupción. 

Poseía un robusto perro gris cubierto de cicatrices, sus ojos diferentes fascinaban: el ámbar temerario y el hielo templado. Varias aves de rapiña, cuervos parlanchines, petirrojos, azulejos y loros. Le gustaba ir de caza con su jauría de perros. Para el tormento de los cocineros, traía animales para que los preparasen en las cocinas. Su fama de cazador era un hito en la isla, su principal afición eran los animales raros: lobos albinos, ciervos plateados, salamandras de fuego y rarezas del bajo mundo. En su estudio coleccionaba disecados a numerosos animales exóticos. Tigres serpiente, gatos azules y una cabeza de lobo con tres ojos. Sus colecciones atraían a los comerciantes más ricos de la isla.

En Pozo Obscuro tenía fama de espía y asesino. Con sus poderes robaba información para que los mercaderes se arruinen entre ellos. Ganaba buenas comisiones a costa de la cizaña. Asesino como ninguno, su gremio era reducido y temido en los bajíos. Samael Daumier era la sal y el humo del bajo mundo. Johann lo envió al sur.

Camielle espió mercancías de puertos lejanos y conversaciones, convertido en un cuervo. Nadie sospechaba del cuervo comiéndose a la paloma muerta, o del ratón que no pueden ver. Conoció de vista a un hombre temerario llamado Fiodor Bocha el Sanguinario, asesino a sueldo y amante de las telas finas. Llegó a cruzar miradas con el intimidante Acromantula, un mago negro que aterrorizó el Paraje. Samael manejaba el mercado, era el juez de las mercancías y mantenía contentos a los Verrochio con los bolsillo llenos. Más de uno vez lo vio, regalando cofres de plata a Basilio Verrochio. 

Su tío salía a cazar en una de sus mascotas favoritas: un grueso lobo albino. Camielle lo seguía en el cuerpo de un perro manchado. En el pantano del Paraje soltaron una jaula apestosa. La jauría cazaba a un jabalí monstruoso. Lo persiguieron por los robustos arbustos y los árboles del Bosque Espinoso, trotaron por el fango rumiante, siguiendo el olor de la sangre. Lo acorralaron entre mordiscos y gruñidos. Camielle aferraba una de sus patas, retorciéndose con los colmillos chorreando sangre. El jabalí enloqueció, en una rabia desesperada, embistió al perro manchado y destrozó sus costillas con los colmillos. Los intestinos del perro reventaron. El jabalí hurgó en sus extrañas abiertas con el hocico, desesperado. Lo acribilló la jauría. El perro manchado tardó demasiado en morir.

Camielle regresó a su cuerpo, vomitando. Sentía clavos en las costillas y los intestinos le dolían, espantosamente. Temblaba, recordando como el jabalí hurgó en sus entrañas sangrientas. Su padre apareció en las sombras del pantano, con el traje negro cubierto de insignias. Samael regresó del trance. Fiodor Bocha, que los custodiaba, tenía el cinto cubierto de puñales.

—Tienes un sabor horrible—confesó Johann, escupiendo al suelo—. Samael pierde su tiempo enseñándote. Solo eres un estorbo.

Camielle tragó saliva, la boca le sabía a sangre. Los árboles se perdían a lo largo del pantanoso bosque. Las sombras desaparecían. No lo pensó, salió corriendo. Sin mirar atrás. Se adentró al bosque mientras Samael lo llamaba. Estaba cansado. Corrió hasta los confines del mundo, donde no podían encontrarlo, ni lastimarlo. Quería huir de su vida. Quiso desaparecer. La libertad. Encontró refugio en una cueva y se la pasó durmiendo, habitaba los cuerpos de los animales del bosque y los traía a la cueva para consumirlos cuando su cuerpo verdadero sentía hambre.

Consumió animales de su misma especie por el placer de causar terror. Llegó a cazar niños que se perdían en el bosque. Disfrutaba persiguiendo sus pequeños cuerpos y arrancarles la piel del vientre mientras sus ojos saltaban. Los gritos desesperados lo llenaban de una extraña euforia. Quería comer, matar, desgarrar y tragar. La carne sabía mucho mejor cuando estaba tensa del miedo. Poco a poco, la bestia fue apoderándose de la mente. Todo seguía nublado como un sueño. Camielle Daumier era una bestia. Un bailarín de cuerpos hambriento.

Un día encontró un rastro de aromas desconcertantes, olía a recuerdos. A frutas silvestres y a soledad. Persiguió ese aroma hasta encontrar a un joven vestido de negro con el cabello rojo brillante, en un claro del bosque. Estaba llenando su saco de agua en un estanque. Su aroma era escalofriante, el solo pensar en su sabor le hacía salivar. Camielle habitaba en una bestia grande, negra, con el pelaje cubierto de sangre seca y restos de niños. Suciedad y muerte. Inspiraba terror a todos los seres del bosque, incluso los dioses abandonaban a sus elegidos cuando estaba hambriento. Los ojos rojos del mago sintieron compasión al verlo, aquella lastima lo asustó. Una rabia ciega se apoderó de él y saltó con las fauces abiertas, esperando masticar aquella carne y beber sangre roja, espesa, caliente.

Un ardor luminoso le nació en el interior de la boca. Sintió que sus órganos explotaron. Se ahogó en su propia sangre mientras moría. Despertó en la cueva, flaco y aturdido. Cubierto de hojas y siendo víctima de los insectos. La boca le sabía a sangre y sentía un calor perenne dentro de su cuerpo. ¿Seguía vivo? Una luz provenía de la entrada de la cueva, una sustancia roja muy caliente. La figura oscura olía a rosas. La luz del amanecer finalmente llegaba a sus ojos.

—¿Héroe Rojo?—Camielle se arrastró ante aquella silueta que sostenía un sol carmesí. El mago se agachó ante él y le acarició el cabello desgreñado.

—Puedes convertirte en un monstruo, pero nunca dejarás de ser una persona. Eres débil, vulnerable. El monstruo del Paraje era solo un niño herido.

Sam lo llevó al Jardín de Estrellas como infiltrado. El profesor de Evocación Pisarro du Vallée lo instruyó sobre las rupturas de energía primitiva. Durante meses, estuvo aprendiendo ejercicios de reconocimiento, memorizando Imágenes Elementales y aprendiendo una rama en desarrollo. El departamento de Investigación aprobó el estudio. Aprendió a absorber su quintaesencia de las rupturas. Guiados por leyendas, se exacerbó su estudio al desarrollo de nuevas fronteras. Pisarro prometió enseñarle el camino del Misticismo si lo obedecía. Pasaba todo el día con dolor de cabeza, repitiendo procedimientos y manipulando extraños artefactos. En secreto, se instruyó en el despacho del profesor con su biblioteca personal. Siguió aprendiendo cada día y practicando.

Quería demostrar que era un mago para poder viajar por la isla, salvando a los magos negros de su miseria, así como Sam lo salvó a él. Pero la guerra estalló, Pisarro y Sam, y otros miembros de la Sociedad de Magos renunciaron a sus puestos de neutralidad para atender el llamado de Sir Cedric Scrammer. La

Rebelión de los Dragones. Regresó a Valle del Rey para infiltrarse junto a Sam y un desconocido mago negro en el Castillo de la Corte. No esperaba encontrar su pasado. La vieja casa de los Daumier estaba sobre una pequeña colina en la calle Estrella. Caminó por esa calle con la esperanza de ver a Mariela y preguntarle porqué lo odiaba.

Se metió en problemas con los niños nobles que estudiaban en la biblioteca de Niccolo. Le rompió un brazo al joven Jean Rude porque tenía una varita sin ser un mago, fue más por instinto. Realizaba algunas proyecciones débiles. Atormentaba a la pequeña Annie, porque no soportaba que tuviera un futuro brillante solo por ser la hija de un noble en una grandiosa familia de magos. Rencor, envidia, ira. Se fue llenando de odio. Inclusive, participó en las actuaciones de Sam para seducir y engañar a Annie Verrochio mediante sueños falsos. La bruja Gallete Sangreazul llenó su mente de fantasías y le vendió a Sam un labial de belladona para poner bajo su control a la niña. Por orden de Pisarro, debían desaparecer la llave que escondía Friedrich Verrochio antes de que Beret y sus magos negros encontrarán la Biblioteca Prohibida. Mintió, mató y creyó por su sueño. Cada vez se acercaba más a su destino: acceder a la biblioteca del Instituto. En ella, podía encontrar la forma de romper su maldición. Si lograba unirse a la Sociedad de Magos como aprendiz, podría unirse al departamento de Preservación y hojear el material confiscado a los magos negros en los depósitos. Los Daumier serían libres de aquella maldición.

Durante el verano tuvo que abandonar a Sam para partir junto Pisarro a Rocca Helena. El Mago Rojo del Anochecer murió a manos de Friedrich Verrochio durante una sublevación. Siguió entrenando e intimó con un escribano que también obtuvo su esencia de una fuente misteriosa. No tenía sangre peculiar, pero al contrario que él, no necesitaba absorber la energía de las rupturas. Aquel poder era parte de su furor. No sobrevivió a la

Batalla de Rocca Helena. Con la muerte de Niccolo Brosse, su único amigo, siguió abandonando su humanidad. Pero... ¿Por qué ahora? ¿Ya no la odiaba? ¿Sentía amor por Annie? Su cuerpo cálido en invierno lo ayudó a pasar las noches. La forma en que lo besó y lo hizo acabar. Su orgasmo. Su carácter indomable. 

Camielle apretó las muelas y sacó la varita de su bolsillo.

Se limpió los labios y caminó cojeante detrás de ella. La mano cubierta de ampollas. El pie donde se le clavó la saeta le dolía terriblemente. Cuando Annie le soltó las manos de los amarres, después de montarlo hasta su satisfacción, saltó sobre ella y la estranguló, pero no pudo apretar lo suficiente. No pudo matarla. Pisarro le ordenó que la llevara al bosque y la llenará de agujeros. Su verdadera familia lo esperaba en la ciudad. Lo abrazaron al saber que estaba vivo. Su madre lloró y su padre lo abrazó. ¿Lo querían?

—Creímos que estabas muerto, hijo—sollozó Alissa. Lo estrechó entre sus brazos—. No quería perderte. Yo siempre te quise, pero lo que pasaba entre tu padre y yo era una locura. Si le decíamos al mundo que existías, nos hubieran arruinado—le acarició el cabello—. Eres el producto de nuestro amor. Te queremos, hijo.

—Lo lamento, Camielle—replicó Johann Daumier, llorando—. Perdóname.

«Puedes convertirte en un monstruo, pero nunca dejarás de ser una persona—tenía que ser un monstruo una vez más. Camielle suspiró. Perdió a todos los animales, pero tenía la Proyección. El primer escalón del Misticismo. Recuperó parte de su energía con el vínculo que estableció con Annie cuando... se conectaron. El sexo para los magos era una forma de concepción de energía. Existía un intercambio equivalente de fuerzas al unirse—. Solo debo matarla, y así podré tener la vida que me negaron».

Con la guerra ganada, Pisarro volvería a la Institución y Camielle sería un miembro. Podría dedicarse al Misticismo de la Mente. Convertirse en un mago de segundo nivel. Un mortificador. Lo único que tenía que hacer era disparar. La maldición desaparecía. No habrían más pesadillas. Sus hijos no tendrían que desgarrar el vientre de sus madres. La maldición de sangre. La varita de hueso vibró.

Los árboles se abrían paso ante ellos. Los encerraban como centinelas desesperados. Si Annie moría, la guerra terminaría. Los Verrochio no tendrían motivo para levantarse contra Seth Scrammer. No habría otra rebelión. La paz estaba en sus manos. Camielle debía disparar, disparar, disparar. Matar a su querida Annie. A la joven que le dio calor y lo cobijó cuando no tenía a nadie más. La misma que se masturbó a su lado en días hormonales. Maldijo para sus adentros. Los ángeles lo llaman placer divino, los demonios tortura infernal, los hombres lo conocen como amor.

—Elias—dijo. Se detuvo con el corazón acelerado—. Aquí.

Elias sabía que lo debía hacer. Al principio, no quiso traicionar a Annie pero Pisarro lo convenció con lo que el niño quería: el bosque y el respeto para los árboles y animales. Annie se detuvo con el ceño fruncido. Llevaba un vestido negro, pantalones de tela y botas altas.

—¿Qué hay aquí? 

Camielle levantó la varita, conteniendo la respiración. Los dedos le temblaban. ¿Se enamoró de Annie? La persona que más odiaba despertó una parte de él que desconocía. Desde que la encontró besándose con Renoir, no podía dejar de imaginarse a él besándola. Quería... hacer muchas cosas con ella.

—Lo lamento, Annie.

La joven se dio la vuelta.

—¡Elias!

La cuerda tensa silbó y la flecha salió a toda velocidad en una línea mortífera. Camielle realizó un movimiento feroz con la varita y envió un pulso. La flecha rebotó, cambió de dirección, cortándole el hombro y perdiéndose en los árboles. Elias tensó otra flecha, rápidamente.

«Maldición—sabía que no podía confiar en aquel niño—. Un árbol negro deshojado, delante de un rojo amanecer». 

La sustancia roja voló de su varita como un proyectil, regando el aroma de una rosa. Se hundió en el rostro del niño y su cabeza se deshizo en un estallido de sangre y sesos. Annie profirió un grito de horror con los ojos saltones, con la varita en ristre le lanzó un estallido plateado. Camielle se ocultó detrás de un olmo. Una explosión de corteza ensució el suelo del bosque seguido del olor a madera quemada. Miró fuera de su protección. Annie también se escondía entre los árboles. Vio una silueta con cabello dorado.

—Un perro negro, su pelaje mojado con sangre—conjuró Camielle. Su varita vomitó un chorro azulado. El sonido de muchas serpientes silbando. El tronco explotó en astillas. El árbol cayó, cortado en varios pedazos. La corteza se le metió en los ojos.

—Una casa estalla en llamas a mitad de la noche—escuchó decir a Annie.

Un zarcillo de fuego rojo emergió desde un árbol frutal y salió al encuentro. Camielle corrió entre los árboles esquivando las llamas. Sentía que se desmayaba. El vómito en la garganta. Annie expulsaba zarcillos candentes. Acabó con las puntas del cabello chamuscado. Se escondió por un momento, detrás de un roble con el corazón acelerado. El viento silbaba desenfrenado. Camielle salió de su cobertura, miró a los árboles. Apuntó la varita, al árbol agujereado, directo a Annie. Ella hizo lo mismo. Los aromas se condensaron en una nube.

—Un estanque congelado—dijo ella.

«Un estanque congelado—pensó Camielle. Respiró profundamente el aroma a menta—. Su superficie esparcida con hojas marchitas». 

La sustancia azul, candente, salió de la varita de Camielle con un estallido

—Su superficie esparcida con hojas marchitas—terminó de decir Annie.

Ambas esferas de esencia se rozaron en el aire y salieron disparadas. Camielle se derrumbó con un fiero ardor en el hombro y la varita de Annie se desintegró. Escuchó un grito de dolor y ambos cayeron. Se lastimó una rodilla, pero se mantuvo en pie. Se levantó rápidamente, apretando la mandíbula. Annie intentó hacer lo mismo, tenía las manos enrojecidas.

Camielle estuvo a punto de lanzar la varita con su ademán.

—Una grieta negra en un muro de piedra—conjuró un pulso.

Annie gritó, embestida por la fuerza oscura y rodó por el suelo con una mueca de dolor. El cabello se le ensució de hojas. Recortó la distancia a zancadas. A Camielle le tembló la mano tener a Annie tan indefensa. Estuvo largo rato de pie, mirándola.

—¿No vas a matarme?—Apuntó la joven, con la respiración entrecortada. Le sangraba la nariz. Levantó el mentón, orgullosa—. ¿Acaso te enamoraste mí?

Camielle apretó los dientes, su boca sabía a metal. Debía matarla  rápidamente con una Proyección Mortífera. El sueño de redención. Estaba escribiendo sus sonetos dorados. La maldición de los Daumier. La incapacidad para sentir amor por alguien que no comparta la sangre del demonio. El camino roto, los unió, aunque estaban destinados a no permanecer juntos.

—Un árbol negro—pronunció la Proyección Punzante con un estremecimiento. Los vellos se le erizaron. La varita brilló, pálida, con un calor sofocante. Sentía las entrañas frías mientras imaginaba el ladrido de muchos perros—. Cargado de frutos rojos.

Camielle cerró los ojos, colmados de lágrimas.

La varita estaba tan caliente que le quemaba los dedos. Recordó una mancha roja en la luna, una lágrima y un prado adornado de flores púrpuras con nostalgia. Solo debía soltar, gritar morir, descargar la esencia. Se mordió el labio. Disparó la proyección con un sonoro estallido y abrió un agujero negro en un roble moribundo. 

Annie reventó en carcajadas. Se limpió la sangre de las manos con el vestido desgarrado. Se veía extravagante con el color oscuro de los Daumier, cubierta de sangre y polvo. Se puso de pie y le colocó las manos en el pecho a Camielle, le dio un pequeño empujón. El cabello revuelto y los ojos brillantes como zafiros.

—¿De verdad no quieres matarme?—Preguntó con la voz afligida. Se mordió el labio inferior con una sonrisa.

—Yo... quiero que huyamos—pidió Camielle. Estaba siendo sincero con sus sentimientos—. No sé por qué, pero quiero estar contigo. No estoy seguro de muchas cosas en la vida. A veces, no quiero seguir viviendo. He perdido a muchas personas. Lo he perdido todo. Pero contigo. Quiero seguir aquí. Nunca he sentido esto por nadie—sonrió—. Creí que era incapaz de amar. Supongo que es inevitable. Te quiero, Annie. No quiero hacerte daño, no quiero un título. Solo quiero que estés bien. 

Annie le echó los brazos al cuello y le acarició el cabello plateado, acercó sus labios. Podía verse reflejado en aquellos ojos inmensos. Sintió que nadaba en maravillas. Un nuevo sueño crecía dentro de él con ilusión. Estaba volando sobre un río de oro que vomitaba espuma celestial. Un cosquilleo le nació en el pecho. ¿Estaba enamorado? ¿Los Daumier podían sentir amor hacía otra persona? Annie deslizó una mano por su pecho y un calor lo envolvió. La cuca trazaba círculos con sus dedos. La sangre se le agolpó en el corazón. Ella estiró el cuello, buscando sus labios. Su sonrisa de ninfa juguetona.

—Pero tú no me gustas.

Un dolor estalló en sus costillas y la boca se le llenó de sangre. El frío lo traspasó. Un ardor le salió por la espalda con mucho dolor. Annie soltó una risita. Camielle deslizó las manos por su pecho hasta tocar un agujero negro. Metió un dedo y tocó su corazón palpitante. Lo sintió detenerse. Le faltaron fuerzas para mantenerse de pie. No pudo respirar y exhaló sangre. Vacío. Que desolación. Cayó en el suelo, sobre un charco de sangre que crecía a su alrededor. La vista se le nubló.

Annie sonrió y sus ojos brillaron trémulos.

—¿Creíste que quería estar con alguien así?—Rio a todas voces—. Nadie amaría a un engendro como tú.

Camielle intentó decir algo, tenía la garganta obstruida. Unas manos huesudas lo estrangularon. Se quedó dormido, arropado por un frío espectral. Un río lo llevó lejos y lo sumergió. La redención se perdió. Dejó todos sus sueños plasmados en una persona y desaparecieron. El amor es un veneno demasiado cruel. Sintió un pie pisar su cabeza con desprecio y una voz distante que se burlaba.

Abrió los ojos en la oscuridad.

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