Capítulo 5. Soneto del Amanecer
Capítulo 5: Sin amores ni rencores.
—Fred—su esposa Annie le acarició la mandíbula afeitada—. Te ves muy guapo.
La miró de pies a cabeza, el vestido azul oscuro de los Verrochio se le pegaba a la silueta de comadreja. La larga trenza color miel le llegaba a la cintura, perfumada con flores silvestres. Friedrich sonrió.
—Tú... te ves bellísima.
La Iglesia del Sol en la calle Umbral era un inmenso edificio con cúpula. El tragaluz redondo se alineaba con el sol del mediodía. El culto de Bel colgaba pinturas y cortinas del sol dorado. El sumo sacerdote Theon, viajó en persona desde el Templo de las Gracias para oficiar el matrimonio. En el castillo se celebró un banquete nupcial y la noche de bodas se entregó a toda clase de caricias y desvelos.
La cama estaba ensangrentada y el rostro de Annie estaba lívido. Friedrich no dormía, esperando que su esposa se levantará tras el arduo parto. Estaba triste, impaciente, irritable, desolado. Se casó con ella, a pesar de que su madre lo prohibiera. Los Verrochio del Fuerte de la Ninfa lo repudiaron, pero se ganó un puesto en la corte del rey como representante del sur y el Gremio de Alquimistas.
De la hermosa Annie solo quedó una pintura y un frasco de cenizas en un jarrón de cerámica con una ninfa grabada. Esperando el día que la Penitencia, en el aire todos los hombres serían reducidos a cenizas y luego Bel, con su luz divina, traería a los buenos a la vida para habitar con los dioses. Pero para Friedrich, todo era palabrería y mentiras que los sacerdotes decían para lucrar en su empresa. No existían cielos, ni infiernos, ni dioses o demonios. Lo único real era la efímera, triste y desgastante vida.
Annie fue el verano de su vida. Con su fallecimiento, las brasas se apagaron. Lo único que Friedrich Verrochio esperaba era la muerte.
Estaba solo, roto, cada versión suya, por siempre.
La gota se deshizo en un charco sucio. La alfombra de paja que cubría el suelo terroso estaba húmeda y olía a musgo. Allí en la oscuridad, no importa cuánto durmiera. Siempre estaba cansado.
La vida había sido muy difícil hasta ahora. Allí abajo, en las gusaneras del Fuerte de Ciervos, no sabía si era de día o de noche. Le servían una comida, cada vez peor y lo atormentaban los pensamientos.
Tosió y la garganta se le llenó de polvo.¿Era una persona malvada? ¿Nadie lo quería ayudar? ¿Estaba destinado a morir sin volver a ver la luz del sol? Dormía para olvidar su miseria en uno de los rincones de la celda. Fingía que estaba muerto. Se estaba mezclando con aquella oscuridad insípida. ¿De verdad fue un rey? Estaba olvidando su nombre. Lo único que lo mantenía cuerdo era la imagen de una niña: unos rizos dorados como el sol y unos ojos tan inmensos como el océano. ¿Pero quién era aquella niña? ¿Y por qué la extrañaba tanto?
Un ariete golpeaba su cerebro, insistentemente. Veía soldados con holgadas capas moradas ser aplastados por dioses de piedra gigantescos. No sabía nada de Anaís, una mujer que no recordaba con claridad, pero que necesitaba. Algunas sombras de su pasado se burlaban de él. ¿Así se sentía la muerte? Tan... vacía.
—¿Fuiste feliz matándome?—Le preguntó un joven de capa negra y ojos rojos. Estaba en medio de la celda como un demonio a medianoche—. ¿Al menos, fuiste buen rey?
«Ya estoy harto».
¿Quién era aquél joven de mechones rojos y azules? Tenía recuerdos enterrados en lo profundo de su mente. Cada vez que dormía una puerta al inframundo se abría. Los pájaros volaban alto, hasta los confines del cielo, solo para dejarse caer de muerte al suelo. Ya no quería recordar. No puedo con tanto. Ojalá nunca hubiera nacido.
—Friedrich.
«No quiero pensar».
¿Por qué ella tuvo que irse?
El parto se complicó y la cama estaba manchada de sangre. No la quería perder... nunca la quiso perder. ¿Por qué hizo tantas matanzas? Ordenó la muerte de tantas personas por capricho. Por un sueño. Annie se fue.
«Ella se ha ido para siempre, deja de pensar en eso». Al final, aunque quiso dejar de extrañarla, no pudo y comenzó a extrañarse él mismo.
—Friedrich.
¿Fue un mal padre? No podía mirar a su hija sin sentir esa profunda tristeza. Ella era un recuerdo viviente que seguía clavando sus colmillos envenenados.
—Lo lamento—se disculpó con los ojos llenos de lágrimas—. Perdóname por... nunca estar contigo. Perdóname por hacerte llorar, por no hacerte reír y por causarte tanto dolor. Yo estaba en tinieblas y... terminé arrastrándolas hacia ti. Por favor, perdóname, por todo lo que no pudimos hacer juntos Yo... sé que nunca podrás perdonarme.
—Te perdono, papá. Nunca te odié.
Annie le sonrió, sentada en el otro rincón de la celda. Friedrich gritó con la voz ronca y comenzó a llorar. Se arrastró sobre la paja hasta ver a su hija. Los rebeldes derribaron el rastrillo con el ariete y entraron en desbandada por el jardín, acribillando a los sirvientes. La Guardia de la Ciudad fue pasada por la espada. Friedrich los esperó, sentado en el trono con el rostro inexpresivo. Lo rodearon con lanzas. Lo demás estaba difuso como agua negra. Sir Bell Archer fue destrozado por un montón de lanzas y picas. Al venerable rey Friedrich Verrochio lo golpearon y lo patearon.
Una gota caía sobre su espalda, mojando su mugriento jubón azul oscuro. La capa negra se le desgarró en el forcejeo y solo quedaron unas tiras de oscuridad. Debía tener el aspecto de un moribundo, con la barba rubia sucia y descuidada. El cabello se le quebraba como paja, sus labios estaban resecos y se desprendían Estaba muriendo, finalmente su vida estaba terminando. De joven, antes de conocer el amor, intentó terminar con su vida varias veces. Siempre le faltó valor. Le dolía la cara por los golpes, la sentía hinchada y caliente.
—Friedrich.
Llevaba años encerrado en las celdas, sobreviviendo con agua sucia y pan quemado. El estómago no dejaba de dolerle y tenía las piernas flacas como ramas. Lo golpearon y escupieron cuando lo llevaron a las celdas, desfilando por la calle Obscura, el mercado y la Iglesia del Sol. Una piedra le golpeó la cabeza y cayó sobre los adoquines, desorientado. Los rebeldes lo levantaron a patadas. El pueblo que intentó engrandecer lo maldijo como si fuese un perro lleno de gusanos. Los odiaba a todos.
—Friedrich. Levántate.
Lord Beret lo llamaba. Se veía bastante viejo al otro lado de los barrotes. La túnica negra le colgaba floja de los hombros huesudos. Friedrich se incorporó, con el cuerpo entumecido.
—¿De verdad eres tú?
El anciano le sonrió, tenía una lámpara de hierro que le lanzaba destellos de dolorosos. Se levantó, débil, con la garganta reseca.
—¿Quién más podría parecerse a este viejo?—Miró su celda. Escudriñó el vestigio de hombre que estaba en ella con una expresión de pena y dolor—. Ese Seth Scrammer es un bárbaro. No creí que pudiera derrotarte. Bueno, los Daumier y los Leroy lo ayudaron bastante. Sí, rey Friedrich: fuimos traicionados. Es posible recuperarse de una derrota, pero cuesta más perdonarse a uno mismo por no haberlo intentado otra vez. Los Verrochio del sur se alzarán en armas para recuperar el trono.
Friedrich negó con la cabeza.
—Ya no importa.
—¿Se va a rendir de esa forma?
—Yo nunca quise esto, Beret—dijo. La Batalla de Rocca Helena, el saqueo de las tierras de los Betania y el asedio a Valle del Rey. Manchas de sangre en sus manos. Canciones de gloria y muerte. Sonetos que se pronuncian al amanecer, cuando los campos rojos sembrados de cadáveres son alcanzados por la luz del alba—. Esta guerra de mierda. Yo solo quise crear un mundo sin enfermedades. Uno mejor y más fructífero. Donde la muerte era un mal recuerdo, pero... no se lo merecen. Nunca quise matar a nadie. ¿Por qué hicimos tantas matanzas? No quería ver morir a otra persona desde que mi esposa falleció. Yo maté a mi padre, ¿sabes? No he dormido bien desde que lo envenené con arsénico y mercurio. Solo tenía catorce años y creí que podría curarlo. Quise ayudarlo y lo sepulté. Lo mismo que pasará con este reino.
—Puedo sacarlo de aquí. Podemos irnos. Intentarlo una vez más. Empezar de cero como dice la canción de Courbet. Perdimos todo lo que teníamos, así que desde este punto, solo ganaremos.
Friedrich negó con la cabeza.
—No quiero irme, solo seguiremos caminando en círculos—levantó el puño con un latigazo de dolor—. ¡Fue un gusto y hasta nunca, Beret! ¿Cuál era la frase de los asesinos del sur?
—Entiendo, fue un gusto—asintió, pensativo—. Yo siempre creí en usted.
Volvió a dormir, para olvidar un poco de su locura. Las tinieblas envolvían las cortinas vaporosas de satén, estaba recostado de forma agradable junto a la silueta aterciopelada de su esposa Annie. Recordaba que sus dedos recorrían con delicadeza la piel pálida de su cónyuge. Aún tenía el brazo derecho y sus ojos no portaban aquel dolor añejo. Sus manos bajaron hasta sus senos de algodón y los recorrieron.
—Friedrich—Annie abrió un ojo amarillento. En la penumbra parecían piedras marrones—. Creí que estabas dormido.
—¿Cómo podría dormir contigo a mi lado?
La mujer sonrió y se colocó encima de su pecho. Sintió su miembro endurecer entre sus muslos. Los senos de Annie se endurecieron, aquellos picos le hicieron cosquillas. Friedrich le pasó una mano por la oreja, apartando los mechones rebeldes de su rostro. Estiró la barbilla de forma que sus labios se unieron.
—¿No te cansas?
Friedrich le besó el cuello y succionó.
—¿Y tú?
Annie se mordió los labios, bajó por su pecho mientras sus manos pequeñas lo acariciaban. Desapareció bajo la sábana, sintió sus dedos explorar su cintura, aferrar su miembro y... Friedrich se dobló por la cintura, soltando un estruendoso gemido. Se llevó las manos a la boca para contenerse. Annie succionaba con sus labios. Su boca era un manantial de placer que se desbordaba. Era delicioso. No pudo aguantar mucho y se derramó en su boca con un estremecimiento. La mujer subió hasta su pecho y lo besó, pasándole su semilla con la lengua. Annie se sentó en su pecho, su intimidad le empapó el vientre.
—Te amo, Fred—le dijo con una sonrisa pícara, se mordió un dedo—. Ahora es tu turno.
Friedrich se incorporó para besarla. Pero despertó en el fondo de un abismo negro con fantasmas absurdos de glorias pasadas. Solo junto a los demonios. Lloró amargamente en aquel sepulcro. Los gusanos que lleguen a devorar sus intestinos, se seguirán contaminando con el amor que sintió por ella.
Puede que ya no quiera vivir, puede que lo haya perdido todo y no tenga razones para continuar. Pero, tenga por seguro, que yo nunca lo abandonaré. Haré de esta isla su paraíso, Friedrich.
El anciano se marchó con una sonrisa triste en el rostro. Al final, todos se fueron. Quizás la vida estaba conformada por abandono, debía acostumbrarse. Se esforzó demasiado, era un tipo sin color que creció en un ambiente sombrío. Acabó como un rey y como un prisionero. Mientras pensaba en la muerte escuchó unas llaves y a unos hombres que venían a verlo.
Eran Affinius von Leblond, su viejo amigo y antiguo castellano del castillo de su familia, el Fuerte de la Ninfa; también era un sucio mentiroso y un traidor. Ronnie estaba junto a él con el rostro muy serio, abrió mucho los ojos cuando miró la cara de Friedrich: cubierta de golpes sin curar. Debía estar muy flaco porque le costó ponerse de pie. Johann Daumier arrugó la nariz como si oliera mierda. Bueno... en realidad, estaba oliendo la mierda y los meados de Friedrich.
—Friedrich... por el sol—exclamó Affinius con la boca abierta. Parecía un niño. El mismo niño regordete junto al que jugó de pequeño.
—Friedrich—Ronnie se acercó a la celda—. No me dejaban salir de la Casa de Negro. Yo... quería sacarte de aquí. Abogaré por tu libertad.
—Ya no importa—terció Friedrich con una sonrisa. Le dolía espantosamente el rostro, pero le regaló una última sonrisa a su único amigo. Sintió un nudo en la garganta—. ¿Vienen a buscarme para matarme?
Ronnie apretó los labios y bajó la cabeza. Friedrich caminó débil hasta labo puerta y salió escoltado por los hombres. Lo tuvieron que ayudar a subir las escaleras porque se le entumecieron las piernas flacuchas. El sol lo lastimaba, avanzaba por una calle empedrada, llena de personas. No dejó de pensar en su hija. Tenía el estómago vacío, así que se esforzaba con cada paso que daba. La calle estaba inundada de gente de todas las castas. Le gritaban, lo escupían, le lanzaban basura y se burlaban de él. Una mujer regordeta le enseñó los pechos flácidos.
Una lechuga podrida voló desde la multitud y le bañó el cabello con podredumbre. Los guardias aplacaban la muchedumbre. Las casas estaban devastadas, parecía que un tornado pasó por la ciudad. Las estatuas de piedra colgaban en pedazos, derrumbadas en medio de calles o edificios. Una casa de barro fue aplastada por un coloso de piedra. Una familia quedó sepultada, sobresalían sus manos y pies ensangrentados de los escombros. Le llovían desperdicios conforme se acercaba más y más a un tumulto, junto a las escaleras de la Iglesia del Sol. El edificio de altas torres estaba manchado de negro. Los creyentes peregrinaban una vez al año para subir lod escalones de rodillas. De esa forma se acercaban más a un estado de pureza, propicio para los charlatanes y los dioses.
Ronnie lo ayudó a subir por unas escaleras a un escenario de madera. Era una horca. Ante él, un hombre esperaba en una silla con ruedas de madera. Reconoció al hombre entrado en años. El rey Seth Scrammer de largo cabello rojo, encanecido y mejillas ahuecadas.
—Lo siento, Friedrich—le susurró Ronnie, con lágrimas en los ojos.
Algo filoso atravesó su pierna, detrás de su rodilla. Cayó sobre sus manos con un quejido. No pudo soportar el peso de su cuerpo y se derrumbó. Escuchó un barullo de carcajadas. Unas manos negras lo jalaron del cabello y lo pusieron de rodillas. Johann Daumier lo miraba desde arriba con una expresión de satisfacción. Le arrancó el puñal del muslo con un doloroso desliz.
—Sin amores ni rencores—le susurró al oído. Había escuchado aquella frase varías veces, pero no recordaba con claridad dónde.
La horca se alzaba en medio del escenario sobre un taburete. El público aclamaba hambriento. Un cielo azul intenso quemaba el rostro pálido de Friedrich. Estaba comenzando el verano, iba a ser uno muy caluroso según los pronósticos de los astrólogos. El verano más caliente en siglos.
—Rey Friedrich Verrochio—proclamó Seth Scrammer, una voz potente como un trueno. Se veía muy viejo y delgado, su cabello gris perdió todo su rojo cuando habló—. Por sus crímenes de guerra es condenado a la horca. Mató a centenares de personas bajo su mandato. Malverso los impuestos de su pueblo en derroches. Abusó de los favores de la Capitana de la Guardia, que murió en combate, y chantajeo a su corte. ¿Cuáles serán sus últimas palabras?
Friedrich asintió, tembloroso. Ni siquiera recordaba la causa de su sentencia. Se sintió muy triste cuando recordó que Anaís Ross era la capitana, pero también era su amante. No pudo pedirle perdón y ahora estaba muerta. No creía en un purgatorio, pero esperaba verla. Aunque posiblemente las ansias de desaparecer eran su único consuelo. Desde el patíbulo podía ver a Melissa Leroy con una sonrisa burlona dibujada en los labios. Affinius se limpiaba el sudor con un pañuelo grasiento. Ronnie permanecía en un rincón junto a los orgullosos alquimistas de capa negra. Samael y Alissa Daumier con la frente en alto y... una joven hermosa de cabellos dorados y ojos brillantes. Era ella, había crecido bastante. Quería disculparse antes de que fuera demasiado tarde. Annie Verrochio estaba llorando, presa de los Daumier.
—¡No!—Clamó Friedrich y se arrodilló con los ojos llenos de lágrimas—. Por favor, rey Seth. Tenga piedad. Yo... me arrepiento.
—¡Ahórquenlo!—Ordenó el lisiado con amargura—. El único que puede perdonar sus pecados es el diablo. Veo que no reconoce el peso de sus obras. Es un hombre lamentable, Friedrich Verrochio.
Friedrich se arrastró con lágrimas en los ojos. Quería una segunda oportunidad. Su pierna sangraba y no lo dejaba levantarse.
—¡Por favor, rey Seth!—pidió. Unas manos lo agarraron de los brazos y lo levantaron del suelo—. ¡Por favor! ¡Quiero ver a mi hija! ¡Por favor, rey Seth! ¡Renuncio a mi honor y mi corona! ¡Quiero ver a mi hija! ¡¡¡A mi pequeña hija!!!
—¡¡¡Silencio!!!
Le colocaron la soga al cuello y lo sostuvieron sobre el taburete. Un millar de manos lo inmovilizaron en el aire. La cuerda dura de cáñamo le raspaba la piel del cuello. El rey Seth se deslizó ante él. Era un demonio de ojos rojos.
—¡Una última vez... mi hija! ¡Mi corazón!
—¡No mereces perdón! ¡Su reinado no ha traído más que miseria y muerte a esta isla!
—¡Annie!—Gritó Friedrich. Le dolía la garganta—. ¡Lo siento! ¡Te quiero... hija! ¡Te quiero muchísimo! ¡Yo nunca te abandonaré!
Una patada a sus pies lo sacudió. El taburete fue derribado y el nudo se cerró en su garganta. La boca se le cerró con estruendo. Intentó buscar el taburete, pero sus pies solo encontraban vacío. Pataleaba, frenético. No podía respirar. Veía a la muchedumbre, ensombrecida. Sombras de sangre se paseaban a través de las personas. La joven rubia gritaba y los Daumier la intentaban controlar. Los ojos se le nublaron. Escuchó un río corriendo a la distancia. Recordó cuando envenenó a su padre con arsénico. Cuando la joven Annie le entregó su virtud aquella noche de despedida y cuando su hija nació. Era lo inevitable. ¿Iba a morir? Intentó respirar, en vano. Aspiró con todas sus fuerzas y se atragantó.
Pensó en Anaís Ross desnuda con la melena castaña suelta, esperando, en su cama. En su madre Vanessa con lágrimas en los ojos. Su hija le cortaba la redecilla de pelo con un puñal. El beso de su amada Annie, su abrazo caluroso, sus besos, su orgasmo. Friedrich sonrió, porque la esperaba en el paraíso. El camino se volvió un túnel negro.
—No—la luz blanca se alejaba—. No puedo ir a ese lugar—recordó todas aquellas matanzas que cometió en nombre de lo que creía correcto. Se equivocaba—. No podré ir al paraíso. Maté a muchas personas. Lo lamento, esposa mía. Es imposible que volvamos a vernos.
—Yo nunca te abandonaré—una mujer de cabello color miel lo tomó de la mano y lo llevó hasta el camino espinoso. Era ella, nunca olvidaría su rostro, su cuerpo de comadreja y su perfume. Su esposa Annie lo esperaba del otro lado. Le sonrió, su sonrisa era de felicidad, aunque tenía un poco de tristeza—. Iré hasta el infierno contigo, Friedrich. No volverás a estar solo.
—No, Annie—Friedrich soltó un sollozo—. No quiero arrastrarte a mi infierno. Mereces un paraíso.
—Fred—lo abrazó en medio de aquellas ardientes tinieblas—. Tú eres mi cielo. Vayamos juntos al infierno, así los demonios podrán envidiar nuestro paraíso de amor eterno. Te amo, bobo, siempre.
Érase una vez un alquimista loco. Un joven solitario.