Capítulo 4. Soneto del Amanecer
Capítulo 4: Romperemos las cadenas.
Las piedras estallaron contra la muralla en una explosión de polvo. Desde la ciudad le llegaban gritos y sonidos metálicos. Chirridos desesperados. Los rebeldes se abrían paso en la ciudad a punta de espadas, picas y lanzas. Les llovían saetas y proyecciones desde los tejados. La plancha de bronce se desprendió de la muralla.
La yegua de Camielle cabalgó hasta la puerta destruida y saltó sobre los restos de una estatua de piedra mientras lo perseguían las saetas. Sentía la capa negra llena de agujeros. Si tan solo no hubiese dejado escapar a Annie. La joven se escabulló mientras Camielle se limpiaba las lágrimas ante sus padres. Huyó a la ciudad, al campo de batalla. No supo porqué fue tras ella, reaccionó inmediatamente.
Los rebeldes luchaban contra los soldados del rey en la calle Obscura. Las lanzas reventaban y las espadas se partían. Les disparaban saetas, arpones y balas desde los tejados. La calle estaba sembrada de cadáveres. Un montículo de cuerpos se alzaba en cada esquina y un riachuelo de sangre corría en los desniveles del suelo adoquinado. Huían hombres ensangrentados con los miembros colgando de hilos de músculo. Mariann Louvre se abría paso junto a sus magos, disparando proyecciones a los ballesteros. Trotó frente a la biblioteca de los Brosse, vuelta escombros. El ventanal se cayó a pedazos y un escorpión armado en el agujero del edificio.
Escuchó una pinza seguida de un quejido.
Un arpón atravesó el torso de su caballo y lo derribó. ¡Por poco le atravesó la pierna! Siguió cabalgando a toda velocidad, sin darse cuenta de lo que pasaba. El caballo se desplomó con un vuelco, botando espuma sanguinolenta por el hocico.
Camielle cayó de la silla, se golpeó la mandíbula, el torso y las rodillas contra los adoquines. Se levantó, aturdido, con la varita en ristre, sus piernas temblaban de dolor. Escuchó un resorte y unas tenazas. Se irguió, con la boca llena de sangre.
«Un árbol negro sin hojas a la luz de la luna azul» imaginó con un zumbido en el oído. Lanzó la Proyección de Plasma con un restallido de la varita. Una densa sustancia inmaterial envolvió al escorpión, donde estuvo el ventanal redondo de la biblioteca. El edificio explotó en llamas azules y los soldados enemigos saltaron con las capas moradas envueltas en fuego. Derribó a los guardias con proyecciones punzantes mientras apagaban sus capas. Escuchó una persecución y se ocultó en un callejón.
Su caballo famélico se retorcía con el arpón encajado en el vientre.
Camielle se golpeó las rodillas con la caída, tenía cardenales inmensos en las piernas. Aún así, caminó oculto por los edificios mientras los guardias saltaban por los tejados, disparando sus saetas a los rebeldes en las calles. Estaba de vuelta en su ciudad, pero no se sentía en casa. Se sentó en el callejón aguantando el dolor en las rodillas. La Guardia de la Ciudad huyó en desbandada de la calle Obscura después de un sangriento enfrentamiento.
En la calle cesaron los gritos y los estallidos. Reinó un silencio funesto mientras avanzaba por los escombros cubiertos de polvo. La Guardia se retiró, pero regresaría. Sobre los tejados se avistaba las cabezas sobresalientes de las estatuas de barro del gremio, estaban cubiertas de saetas y agujeros. Un cuerpo de sulfato yacía inerte sobre un edificio derribado.
Los rebeldes lo miraban con los rostros severos manchados de sangre. Sacaban a las mujeres y los niños de sus casas y los llevaban a un santuario en la vieja casa de los Verrochio. Allí se congregaba gran parte del ejército rebelde. Hombres y mujeres armados con lanzas, andaban entre los muertos, buscando a sus heridos y rematando a los soldados enemigos. Las casas estaban cubiertas de agujeros, los tejados derribados y algunos edificios se venían abajo. A lo lejos, escuchaba el retumbar de los cañones y el silbido de los arpones.
En uno de los tejados vio a Miackola, la capa roja agujereada, el cabello rizado revuelto y sucio. Junto a ella estaban otros hombres cubiertos de mugre, armados con ballestas y preparando un escorpión. Camielle subió la escalera hasta ellos. Se sentó en el techo de tejas deshechas, disimulando el dolor palpitante en las piernas. Las estatuas en la calle Estrella estaban derribando escorpiones y cañones con manotazos. Derrumbando casas de barro con el balanceo de sus brazos de piedra. La estatua del Héroe Rojo, desolada en la plaza Obscura. Una nube de polvo se alzaba de vez en cuando. Los cuervos volaban en el cielo despejado, graznando, ansiosos por probar el festín. Un chorro de luz bañó a una estatua viviente. La cabeza de piedra se disolvió en arenisca.
—¿Han visto a Annie?—Preguntó, sin miramientos.
Miackola abrió mucho los ojos.
—¿Perdiste a la niña en esta situación?
—Ella escapó.
La mujer frunció el ceño.
—No—bufó, después de un momento—. No he visto a nadie. Todo lo que veo son muertos.
Fuera de la gran casa, los heridos se apilaban junto a los ciudadanos capturados. Los curanderos escaparon durante el asalto a la ciudad. Un par de rebeldes se mantenía en pie, apretando las lanzas contra sus mejillas, demacrados. Escuchó un caballo y un hombre llegó arrastrado por las correas, dejó una línea roja en su arrastre.
El caballo estaba henchido de saetas, se desplomó como un pesado saco de harina cuando le desataron las correas. El hombre era Jean Ahing, tenía saetas en una pierna, en el abdomen y estaba marcado por moretones. Camielle saltó del tejado, lastimándose los pies y corrió hasta él. Le cortó las correas que le salvaron la vida mientras le fallaba la respiración.
Camielle tomó su mano callosa y fría.
—¿Qué está pasando?
—Al final de la calle—Jean tosió un poco y descubrió que sus dientes estaban manchados de rojo—. Justo donde está la estatua del Héroe Rojo. Los rebeldes no pueden avanzar. La Guardia de la Ciudad les está cortando el paso al castillo, donde se esconde Friedrich. Que frío hace—miró a Camielle con los ojos nublados. Estaba respirando débilmente—. Hace mucho frío durante el invierno. ¿Por qué apagaste la chimenea?—El alquimista tenía los ojos colmados de lágrimas. Aferró la mano de Camielle con una fuerza incompresible—. Por favor. No sé encender la leña y hace mucho frío. ¿Puedes encenderla por mí antes de irte a trabajar, papá?
Camielle no supo porqué lo hizo, pero acercó su mano al rostro del moribundo, cerró el puño y se concentró en una Evocación de Fuego. No se le daba muy bien aquel elemento. Conocía al alquimista renegado de miradas, no habló mucho con él. ¿Por qué estaba siendo amable? ¿Sentía lastima por ese hombre?
«Un cielo blanco se vuelve rojo» abrió la mano. Las llamas doradas bailaron en sus dedos con un calor maternal, tibio. Jean Ahing se relajó y soltó su mano.
—Cuando regreses, tendré lista la cena—el alquimista cerró los ojos mientras deliraba—. Voy a... cocinar todas las cosas deliciosas que hacía mamá antes de irse. Mermeladas, tortas, empanadas. Voy a... voy a.
Miackola llegó seguida de una docena de rebeldes, pero el hombre ya estaba profundamente dormido. Camielle apretó los dientes. No se dio cuenta, cuando las lágrimas mancharon sus mejillas. Corrió hasta el final de la calle siguiendo los ruidos de la batalla. Annie podía estar en cualquier parte. Vio desde una azotea al pequeño Elias disparar su arco junto a otros hombres con ballestas, parecían muy concentrados.
En la calle opuesta se apilaban muertos con saetas en las gargantas. Tenía la varita en la mano, preparado para cualquier amenaza mientras caminaba entre los edificios desolados. Lo perseguía la guerra con un millar de sonidos. Camielle bajó al fondo de la calle... a la estatua. El ruido se volvía cada vez más intenso mientras corría. Se vio rodeado. Cuatro tejados colmados de guardias armados con ballestas se alzaron ante él. Los rebeldes gritaban ocultos en las casas destartaladas.
Erigió su reflejo ante una lluvia de piedras y se tambaleó. Un guijarro le golpeó la frente y un zumbido lo desorientó. Sus pies giraron y el suelo lo abrazó con un consuelo de piedra. Intentó levantarse, pero su cuerpo estaba hecho de caramelo fundido. Un edificio se derrumbó junto a él.
Las saetas silbaban en el aire. Un rebelde intentó levantarlo, pero acabó convertido en alfiletero. Levantó la cabeza y vio a una veintena de guardias de capa morada disparar con sus ballestas desde los tejados. Estaba en medio de la plaza del Héroe Rojo. La estatua se elevaba a poca distancia suya.
—Camielle—una voz de mujer lo llamó. ¿Estaba empapado de sangre o sudor?
—¿Quién es?—Murmuró. Su garganta estaba llena de gritos
—Levántate.
—¿Para qué?
Podía quedarse allí en el suelo siendo el alfiletero de ambos ejércitos. La escaramuza continuaba su malicia. Camielle, el bastardo de la corrupción. ¿Llorarían por él? ¿Annie se pondría triste? Estaba bien morir, después de todo, no tendría que asesinar a nadie más. ¿Iría al infierno? Vivir y morir. Estaba tibio y la sangre me cubría el rostro. Un pájaro de fuego le levantaba, su pico dorado lo partía en dos. Annie le acariciaba el cabello plateado, apartando los mechones pegados a su rostro. Sus ojos azules lanzaban destellos.
—Levántate, Camielle.
—Hay mucho ruido. Yo... quiero quedarme así para siempre.
Veía borroso. Se limpió la sangre de los ojos. Annie envuelta en una armadura roja lo abrazaba. Lo arrastró a cubierto, bajo la estatua del Héroe Rojo. El a Sam Wesen que derrotó al Archímago de Hielo. Pero, no era Annie. Lucca della Robbia le sonreía, sus ojos verdes brillaban cansados. El cabello largo y rubio, muy sucio. Su armadura no era roja, era plateada. Tenía saetas incrustadas y manchas de sangre.
Camielle recobró los sentidos.
—¿Dónde está ella?
—¿Quién?
Desde cada esquina les llegaban saetas y proyecciones. Los rebeldes disparaban desde los edificios a los guardias del otro lado de la plaza. Sacó la cabeza por un lado de la estatua y vio a un docena de guardias repartidos en los tejados, con ballestas y mosquetes de esencialina. Una proyección estalló contra la estatua y un brazo se desprendió.
—Annie—dijo Camielle. Sentía la boca seca—. Escapó a la ciudad.
—¡Perdiste a la niña!—Lucca frunció el ceño. Estaba cubierta de polvo—. Si nos retirásemos sin ella, no podremos seguir hostigando a los Verrochio. El rey Seth nunca te lo perdonaría.
Camielle rebuscó en los bolsillos de su capa. La varita de sauce se rompió con la caída, pero la de hueso—aquella que tomó del cadáver de un mago—estaba intacta. Lucca estaba sangrando. Camielle contuvo la respiración, se levantó, oculto en la estatua y lanzó una proyección, sin pensar, contra un tejado. La sustancia piroeléctrica se desprendió de su mano como un chorro de cielo y explotó en una techumbre ocupada por guardias. La nube de astillas los envolvió. Escuchó un montón de gritos y una lluvia de saetas le cayó encima. Se encogió asustado mientras Lucca lo arrastraba. Una saeta se clavó en su pie con un mordisco doloroso. Lucca lo protegía con su reflejo. Las saetas rebotaban con un singular crujido sobre sus cabezas.
—¡Ataquen!—Gritó la mujer, levantando la espada ensangrentada. Tenía una saeta en el cuello que sangraba profundamente—. ¡Romperemos las cadenas de la opresión!
Renoir pasó a toda velocidad sobre un caballo negro al lado suyo, tenía la capa deshilachada y el cabello rojo revoltoso. Levantó la varita, gritando a todo pulmón algo sobre un cielo estrellado. Una cadena de fuegos fatuos brotó de su varita como un látigo e hizo estallar otro tejado ocupado. Los guardias cayeron gritando. Camielle siguió lanzando todo tipo de proyecciones a los tejados. Punzantes, pulsos, candentes, chispeantes, explosivas. Un frío agradable permanecía en su sangre. Le faltó el aire y cayó de rodillas con las venas del cuello palpitando. Los rebeldes se lanzaron a la batalla, rompiendo las lanzas.
Al otro lado de la plaza apareció una formación de cincuenta lanceros, portando el estandarte de los Verrochio, del rey Friedrich. Corrían a toda velocidad hasta Camielle con la muerte en sus ojos, soltando gritos aterradores, sus pasos retumbaban. Disparó a ellos, pero las descargas de esencia no destrozaban su muralla de escudos. Retrocedió un paso, con la vejiga floja, detrás de él, surgieron los rebeldes con el acero desenvainado en alto, lanzando destellos rojizos. Dio media vuelta para escapar, pero una pared de rebeldes armados le cerró el paso. Lucca lo cubrió con su cuerpo durante la embestida de lanceros. La batalla estalló a su alrededor. Los gritos fueron ahogados por el crujido de las lanzas al partirse. Los soldados gimieron. Lucca frente suyo, con la espada sucia, empezó a lanzar tajos y estocadas. Los guardias se desplomaban ante ella. Olía a almizcle de sangre y sudor. Frente a Lucca se empezaron a apilar los cuerpos. Nadie podía moverla en el fragor de la batalla. La Guardia de la Ciudad hacía retroceder a los rebeldes en medio de la plaza con sus lanzas ensangrentadas, incluso Camielle dio pasos atrás para poner distancia. Aunque, nadie podía con Lucca. Las espadas subían y bajaban, los escudos se partían y las lanzas atravesaban gargantas.
A pesar de la pesada armadura y las saetas incrustadas en sus extremidades, se movía rápido, pero con torpeza. Se enfrentaba a seis soldados a la vez. Parecía que empuñaba unas diez espadas. Camielle tropezó con un montón de cuerpos sudorosos. Retrocedieron ante los feroces lanceros. Los rebeldes caían muertos, formando una línea de retroceso ante las lanzas de la formación de guardias. Lucca tenía una espada clavada en el vientre y varias puntas de lanzas rotas incrustadas en el cuerpo. No obstante, se las arregló para seguir avanzando mientras los otros retrocedían. Los guardias la rodeaban, lanzando mordiscos de acero. La mujer gritaba chorreando sangre.
Camielle retrocedió junto a los rebeldes tras las dentelladas de las lanzas. Un caballo negro pasó delante suyo, arrastrando el cuerpo sin vida de Renoir, tenía las costillas incrustadas de saetas y de su cabeza solo quedaba una pulpa roja de hueso, pelo y sesos. Lucca siguió batallando, el rostro cubierto de sangre, balanceaba los brazos lacerados, cortando cabezas y rajando estómagos. Tenía dos espadas más clavadas en el torso. A su alrededor se amontonaban los cadáveres. La encerraron en un círculo de lanzas. Nadie se atrevía a acercársele.
La brisa putrefacta olía a mercurio. Roble, pelo quemado e incienso. ¿De quién era aquel aroma? Un gigante negro de dos varas apareció detrás de los guardias. La armadura cubierta de sangre. Se reconocían los rasgos de un dragón en su yelmo. Camielle se arrodilló con el corazón desbocado, le ardían los pulmones.
—¿Es usted?—Cuando la mujer habló, un chorro de saliva rosada salió de su boca. Sangraba a borbotones y se tambaleaba—. Sir, cuando desapareció me puse muy triste. Sabía... que nadie podía detenerlo. No voy a pelear con usted, Sir. Vamos al castillo a celebrar su regreso.
Lucca soltó la espada y levantó los guanteletes sucios. La cara morada tenía lágrimas en los ojos. Sir Cedric siempre había sido su héroe. Pero ese no era sir Cedric, era un cascarón vacío de nigromancia. El gigante caminó, aplastando los cadáveres con su descomunal peso. Su mandoble brillaba rojo como la sangre coagulada. La treintena de guardias, entre lanceros y ballesteros, se retiraban al verlo, daban pasos asustados.
Lucca levantó el cuello, la saeta en su carótida no dejaba de sangrar. Lloraba en silencio. El mandoble silbó, cortando el viento, le arrancó la cabeza de los hombros con un suspiro y un chorro rojo. La cabeza de la mujer trazó una curva en el aire y cayó ante los pies de Camielle, mojando sus botas con sangre. Murió con lágrimas de felicidad en los ojos. Una felicidad ciega. ¿Qué era aquella tristeza que sentía?
El joven Camielle se orinó del susto, sentía los pantalones empapados de un líquido caliente. Aquellos ojos sangrientos lo miraron. Eran los únicos hombres en medio de la plaza. Los demás rebeldes se escondían entre los edificios semiderruidos. Camielle levantó la varita de hueso, indeciso. Le dolían los dedos. Sus pies vacilaban. ¿Cómo iba a matar a un muerto?
«Un estanque congelado su superficie esparcida con hojas rojas» proyectó. La bola de chispas verdes voló contra la armadura del caballero negro y se deshizo. Las rodillas le temblaron con brusquedad cuando se levantó.
—Un cielo blanco se vuelve naranja con el atardecer.
Su varita vomitó la Proyección de Calcinación como un líquido dorado, exhaló el aroma a pelo quemado. Sir Cedric levantó el brazo como un inmenso escudo de hierro negro. El líquido fundió el metal con una llamarada dorada. El gigante comenzó a correr con un retumbar, aplastando los cadáveres a su paso y Camielle sintió ganas de vomitar. Contuvo la respiración mientras el vómito le subía por la garganta. Cogió mucho aire. El corazón se le salía del pecho.
—Un árbol negro sin hojas a la luz de una luna azul—conjuró.
Sintió que su cuerpo se calentaba con espasmos. El rayo salió de la punta de su varita con un calor sofocante y bañó al caballero negro, en su carrera, con un chorro de plata. El bullicio de una jauría perros encolerizados martillaba sus oídos. Sir Cedric se protegió con el brazo fundido, el chorro de plata lo hacía retroceder. Dio pisadas furiosas hasta el joven. El rayo se desvaneció en el aire con una brizna de hierro caliente. Levantó el mandoble con ambos brazos, gruesos como yunques, y arremetió contra Camielle. El joven se giró para correr, pisó y tropezó con la cabeza de Lucca. Sus codos impactaron en el suelo.
«Tierra, aire, agua... fuego» pensó a toda velocidad, pero no lo suficientemente rápido. El arco de acero aplastó su reflejo con una fuerza demoledora. Sus costillas por poco explotaron con el impacto. Su mirada se nubló. El caballero negro levantó su mandoble para rematarlo. Su reflejo no aguantaría otro golpe como ese. Camielle hizo un ademán a toda velocidad, con su último aliento. Levantó la varita.
—Un perro blanco—suspiró. Apuntó dentro del yelmo negro, imaginó el olor y el sonido en un instante—. Su pelaje mojado de sangre.
La Proyección Volátil se desprendió como una flecha. El sonido del viento corriendo a través de árboles desnudos. La maraña de chispas se hundió en medio de aquellos ojos sanguinolentos, desprendiendo el asqueroso olor a pelo quemado. Un estallido de huesos. Sir Cedric cayó de rodillas con un reguero de sangre negra brotando de su yelmo. Camielle se arrastró entre los cuerpos mientras el caballero negro se ponía de pie. ¡Le faltaba la cabeza! Seguía aferrado al mandoble. El viento sopló con fiereza arrastrando el olor a sangre y pensamientos. Los rebeldes y los guardias miraban expectantes
Un millar de luces cayeron proyectadas desde la esquina de los rebeldes. El caballero negro se desintegró en un mar de destellos brillantes. Mariann Louvre y sus magos llegaron junto a los soldados de los Leroy. Todos se lanzaron, liderados por la castellano Mariann, arremetieron contra los guardias, despertando un montón de sonidos dormidos: el murmullo de las espadas al desenvainar, el crujir de las lanzas al romperse, el desgarrido del cuero y la carne, el cabalgar de los caballos y los gritos de los hombres al morir.
Camielle avanzó entre los soldados. Estaba muy cansado. El cuerpo de Sir Cedric quedó reducido a un puñado de metal y carne. El mago más famoso de la isla fue derrotado en un instante. Los guardias retrocedían, acosados por los rebeldes hasta la calle Mercurio y el mercado desolado.
Camielle se quedó en el mismo lugar. Se sentó junto a la estatua pulverizada, adormilado, mutilado, con los brazos y las piernas entumecidos. El ejército avanzaba hacía el castillo dejando un reguero de cuerpos. No quería matar a nadie más. Los heridos gemían, sofocados por el olor a mierda y sangre. Estaba fatigado y ya no le quedaba esencia. Debía absorber alguna ruptura para volver a realizar proyecciones. La lechuza voló hasta él y se posó en sus piernas. Los ojos de Niccolo lo miraban complacidos, aunque algo tristes. El alma del escribano continuaba unida al cuerpo del pájaro y posiblemente, continuaría vagando por la isla hasta tiempos inmemoriales. El joven no debió pactar con los dioses del bosque. Estaba maldito. Se dio cuenta de ello cuando poseía al pájaro. Estaba encerrado en una caja estrecha junto a otra mente. Los Brosse del Antiguo Continente domesticaron los adustos alicantos y el último descendiente de aquella tribu permanecía atrapado en el cuerpo de una lechuza. La vida es impredecible.
—Tu canción se hizo famosa, Niccolo Brosse.
Acarició al pájaro con el dedo y un calor lo sorprendió. Las plumas volaron con un estallido de sangre. Camielle cayó al suelo. Alguien le lanzó una proyección desde algún lugar oculto, pero Niccolo lo protegió con su vida. Se levantó, mirando en todas direcciones. El agujero en su pie le dolía y no podía mantener la postura. No detectaba ninguna esencia.
Una luz dorada salió desde un edificio y le cruzó el hombro con un latigazo de calor. El fuego lo lamió con voracidad, se quitó la capa negra que ardía con desesperación. ¿Quién lo estaba confrontando? Olió una brizna de menta y se agachó. El destello azulado le pasó rozando la cabeza y destrozó el otro brazo de la estatua. Vio una silueta a lo lejos y disparó una proyección. Pero no tenía mucha esencia, así que solo expulsó chispas. El cristal catalizador se convirtió en un montón de polvo cuando el pájaro lo protegió. Los restos de Niccolo estaban esparcidos en el suelo. Annie apareció al fondo de la calle, cubierta con tentáculos de humo y la capa azul brillante desgarrada. De su varita salió un chorro de oro brillante y Camielle se protegió con la estatua. El cabello plateado se le llenó de piedritas cuando la figura de piedra estalló. Salió al encuentro, pero Annie lo esperaba y disparó.
Camielle desvió la proyección con un pulso y la estatua se partió en dos. Corrió detrás de ella. Annie le lanzaba proyecciones poderosas, derribaba paredes y ventanas. La esquivaba como podía. El pie le dolía con cada paso y dejaba huellas de sangre en las losas de piedra.
«Un estanque congelado, su superficie esparcida con hojas rojas».
La corriente energética recorrió su brazo con un hormigueo. La bola de chispas azules derribó a las joven. Camielle recortó la distancia, dando saltos. Annie se levantó con la capa hecha jirones y agitó la varita en el aire, murmurando una evocación. Se preparó para responder.
«Un árbol negro sin hojas—Camielle también agitó la varita sobre su cabeza. Casi no le quedaban fuerzas. Brilló morada al ionizar las partículas de su quintaesencia—. A la luz de la luna azul».
La varita de Annie resplandecía. Su cabello dorado era agitado por las energía a su alrededor. Ambos conjuraron evocaciones. Los cuervos negros partieron en vuelo, asustados.
—Una casa estalla en llamas a mitad de la noche—proclamó. Un zarcillo de fuego rojo se desprendió de su varita.
Camielle evocó al rayo, disparando un torrente de plasma plateado. El río de plata chocó contra la cadena de fuego rojo. Un estallido de lamentos que hizo saltar los tejados. El calor le golpeó el rostro. Silbaba como el hierro caliente al ser sumergido en líquido frío. Sostuvo la varita de hueso con las dos manos, estaba muy caliente y sentía que se le resbalaba de los dedos. Los zarcillos de llamas saltaban por todas partes. Fragmentos de luz. Las chispas saltaban, furiosas. Sentía que los brazos se le desprendían del torso.
Olía a canela y tenía un sabor metálico en la boca. Escuchaba el murmullo de miles de voces lujuriosas y el sonido del viento al estremecer las hojas de los árboles. La varita estaba muy caliente al tacto, humeaba, escuchó como se partía. Los dedos se le cubrieron de ampollas y el suelo se volvió negro bajo sus pies. Cayó por un abismo, ciego. El pecho le quemaba.
Despertó sobre unas tablas de madera ennegrecida. Tenía la piel del pecho enrojecida y ampollas en los dedos. Al otro lado de la habitación estaba Annie, con el vestido rasgado y el cabello sucio. Camielle tenía las piernas atadas y las muñecas laceradas amarradas a una cama deshecha. Podía escuchar los caballos y las conversaciones, muy distantes.
Annie se levantó y gateó hasta él con una sonrisa maliciosa.
—Creí que te había matado.
—¿Por qué estoy atado?
La chica se llevó un dedo a los labios y siseó, sus ojos azules brillaban fascinados. Camielle se asustó.
—Suéltame.
A pesar de la piel quemada, no tenía ninguna herida aparente. El pie le palpitaba arrancando lágrimas. Annie se sentó junto a él, estaba descalza y sus piernas blancas estaban manchadas de jolín.
—¿Qué está pasando?
Annie se recostó a su lado y le acarició el mentón con los dedos enrojecidos. Soltó una risita y le pasó la pierna desnuda por el vientre.
—Ahora eres mío.
—¡Su madre!—Camielle forcejeó para levantarse. La chica se subió en su pecho y no pudo moverse, estaba muy débil—. ¡Suéltame!
Annie se río más fuerte. Le apretó las mejillas con las palmas rugosas y acercó su cara. Estaba muy cerca. Le lamió el rostro.
—¡¿Estás loca?!
Camielle cerró los ojos con el pecho sofocado por el peso de la joven. Intentó desprenderse, pero sentía las extremidades dormidas. ¿Qué estaba ocurriendo?
—No hables—susurró Annie con una risita. La chica besó sus labios con suavidad, sintió un cosquilleo agradable y se los mordió. La boca de Camielle se llenó de sangre. Empezó a calentarse. Annie se lamió los labios—. Eres muy extraño, ¿lo sabes?
—¿Qué mierda estás haciendo conmigo?
Annie le escupió la cara con una sonrisa.
—Ya lo sabes—se recostó en su pecho y le lamió el escupitajo. Besó su frente, sus mejillas y sus labios—. Te odio.
Sostuvo su cabeza en sus manos y le abrió la boca, estaba perdiendo cada vez más sus fuerzas y dejó de resistirse. Su cuerpo estaba pagando el precio de convertirse en recipiente de la energía primitiva originada en la ruptura. Annie acercó su rostro con los ojos cerrados e introdujo su lengua en la boca de Camielle. Se sintió... muy placentero. Recorrió sus dientes con la lengua y tocó su paladar con un cosquilleo. Quería más. Le devolvió el beso. Sin duda, quería arrancarle la lengua de un fiero mordisco, pero le gustaba como se sentía. Annie apareció ante él, se lamió la saliva de los labios y lo abofeteó. La mitad del rostro se le tensó con un ardor. Aquellos ojos azules lo miraban frívolos.
—Que rico besas, Camielle—se deslizó por su cuerpo y le fue quitando las botas—. Lástima que tenga que matarte.
—¿Espera, qué?
Annie le quitó la bota del pie herido y el joven enmudeció de dolor, los ojos se le llenaron de lágrimas. Tenía un agujero rojo en el pie ensangrentado. Le quitó ambas botas. Comenzó a reírse a medida que le quitaba los pantalones. Camielle intentó incorporarse.
—Sí—sonrió y le hundió el pecho con un pie descalzo—. Te voy a matar, pero primero te haré mío.
Se sentó en su pecho otra vez y le besó las mejillas. Le mordió las orejas con un escalofrío. Su respiración le hacía cosquillas en la nariz. ¿Lo estaba disfrutando? Besó tímidamente sus labios y los mordió con suavidad. Camielle maldijo que se sintiera tan bien. Incluso su miembro lo traicionó. Sus labios buscaron su cuello y se perdieron allí. Estaba muy excitado. Annie le quitó los pantalones con una sonrisa, estaba sonrojada y su respiración acelerada. Le quitó los calzones y jugueteó con su miembro. Lo escupió con abundante saliva y la regó por todo su pene erecto. Ella se quitó los pantalones, quedando desnuda ante Camielle. El vello rubio de su entrepierna subía hasta su ombligo. Contuvo la respiración cuando se introdujo su miembro, despacio. Soltó un sonoro gemido de dolor.
Una electricidad le recorrió el cuerpo y sus caderas empezaron a responder. La joven sobre él se movía con delicadeza, se fue deslizando con más soltura. Estaba muy caliente, muy mojada. Su interior lo recibía con una agradable sensación. Aquellas manos pequeñas se deslizaron por su garganta y lo ahorcaron. Estaba a punto de acabar, porque tenía mucho tiempo sin hacerlo. La deseaba, por mucho tiempo reprimió aquel impulso de satisfacer su deseo. Annie lo atrapaba entre sus piernas y lo usaba. Aquellas caderas lo golpeaban con sonidos húmedos. Se descubrió gimiendo.
Se estaba quedando sin aliento con aquellas manos alrededor del cuello. Veía puntos negros flotando ante sus ojos. Aquella mirada azul lo escudriñó, complacida, cargada de euforia. Annie se aferró a su cuerpo. Su interior lo quemaba con fiereza, se agitaba con el rostro enrojecido. Se frotaba y gemía.
—Eres mío—le puso las manos en el pecho quemado—. ¿Oíste?
Intentó decir algo, pero Annie le cubrió la boca para que no hablará.