Capítulo 5. Sinfonía de los Espíritus

Capítulo 5: Sangre de los Cometas de Cinabrita.

La luna plateada era una sombra de luz dentro de las nubes negras. Los ruidos de la noche hacían eco en las profundidades de su cabeza. Un árbol desnudo. Los mosquitos zumbaron. Sam cerraba la fila con las botas pegoteadas de barro. Los dos hombres armados marchaban sobre las lomas plagadas de vegetación. Vio una silueta negra escondida entre los árboles espesos y un par de ojos dorados lo miraron con nobleza enfermiza.

Sam cerró los ojos y esperó...

—¿Desde cuándo no llamas a María?

Finch dio una profunda calada y exhalo una nube de humo pestilente. Las ojeras en su cara eran más pronunciadas y estaba más flaco de lo habitual. En su voz existía un matiz sofisticado de tristeza inusual... era como si estuviera llorando eternamente.

—Hace mucho.

Sam miró a Nelson en señal súplica. El joven moreno entorno los ojos y sus gruesas cejas se unieron. Los tres tenían los uniformes de camisa beige, pantalón azul oscuro y zapatos negros.

—Maldita sea, Finch—dijo finalmente el velludo. Estaban solos en las gradas de aquel estadio comunitario después de clases—. Le estás rompiendo el corazón con esa indiferencia. Ella quiere que le escribas. ¡Te extraña! Pero ignoras cada mensaje que te manda.

Finch esperó que el cigarrillo se consumiera para responder. Lanzó la colilla encendida a la arena del estadio de béisbol. 

—Los dos merecemos ser felices, y la única forma de lograrlo... es olvidando lo que sucedió entre nosotros—buscó la cajetilla de cigarrillos, sacó uno y lo retuvo entre sus dedos—. No lo sé, pienso que es mejor así... Tengo el presentimiento que no nos volveremos a ver.

Sam enarcó las cejas rojizas.

—¿No piensa volver?

Finch buscó las cerillas en su pantalon.

—Siempre hay que buscar lo mejor para nosotros—encendió la cerilla y un olor azufrado lo envolvió, pero no encendió el cigarrillo en sus labios. La llama de la cerilla se consumió—. Es probable que un día lo haga, pero aún me duele el saber que ya no somos ni seremos—se quitó el cigarrillo de la boca y lo guardó en la cajetilla con una sonrisa—. Nunca he tenido novia, y María fue lo más cercano que tuve a una. Aunque solo fuera por un día. La besé muchas veces y eso me hizo sentirme... eterno—miró a Nelson y Sam con los ojos apagados—. ¿Por qué me pasa esto a mí? Llegó alguien que me dio un poco de fuerza para continuar y no pueda soportar tanta soledad... Nuestras primeras horas como novios también fueran las últimas. Es por eso que quiero distancia, aunque me duela... Es lo mejor para mí frágil salud mental. Me pongo inestable cuando la recuerdo. Y eso es todo lo que tengo que decir sobre eso.

Finch guardó silencio y esperó que la nicotina descendiera en su sangre. Nelson se tocó el moretón en su mejilla, ya no estaba hinchado y solo era una mancha oscura en su piel morena. Sam estudió sus rostros inexpresivos y dirigió la mirada a la arena del estadio. Allí se habían celebrado mil y un partidos de todas las clases. El robusto árbol sobre sus cabezas vomitaba pequeñas flores amarillas. Los asientos de metal estaban fríos.

Finch soltó un suspiro pronunciado.

—¿Qué es lo que más desean en el mundo?

Nelson cruzó los dedos sobre su vientre. 

—Yo quisiera desaparecer, ir a un lugar donde nadie me conozca.

Sam pensó largo rato lo que iba a decir, sonrió.

—Yo quiero ser muy rico—dijo, vagando en sueños—. Quiero tener mucho dinero para no tener que trabajar demasiado sin morirme de hambre. 

Finch volvió a llevar el cigarrillo a sus labios, pero no lo encendió. 

—Que sueños más bonitos tienen.

—¿Y cuál es el tuyo?

—Yo—miró los nubarrones que se avecinaban sobre las lomas—. Quisiera tener el valor suficiente para pegarme un tiro en la cabeza.

Ninguno dijo nada más. Siempre quiso preguntarle a Finch porqué estaba tan deprimido... Desde que lo conocía, no daba la impresión de ser alguien muy inteligente y era perezoso para estudiar. Estaba muy delgado y usaba el cabello largo y desprolijo. Sus padres se divorciaron y su madre ganó la custodia, pero se la pasaba viajando con su novio. Había visto las finas cicatrices de cortaduras en sus muñecas cuando sus suéteres de mangas largas se recogían un poco, pero no quería indagar. Las clases terminaron en junio, y seguramente, trabajaría durante todo julio, agosto y septiembre. 

Podría retomar algunas prácticas en el club de artes marciales, y así salir de la rutina, después podría pasear con Donna por el malecón del río. Aunque la época lluviosa estaba comenzando en el país y pronto llovería hasta que las inundaciones fueran indetenibles. El río crecía y los pantanos desenterraban cuerpos putrefactos y huesos viejos. Todos decían que eran los turistas que se ahogaron durante el Festival de Peregrinación, o desaparecían al perderse en las montañas. Aunque, la policía no podía explicar la razón de que estuvieran mordidos y despedazados.

—Caníbales—Finch encendió un cigarrillo y miró los nubarrones grises—. Debe haber una tribu de indios caníbales escondida en lo profundo de los matorrales. Pregúntale a Nelson, él vive en el pantano.

Nelson sonrió y reclinó la espalda de las gradas.

—Nunca he visto indios en mi rancho, pero he recorrido las lomas con mi abuelo y... descubrimos altares de huesos y flechas—no quiso decir más, como quién se guarda secretos oscuros—. No vayan nunca solos por las lomas y los pantanos. Es peligroso.

Finch entornó los ojos.

—¿Qué se esconde fuera de Montenegro?

Nelson frunció los labios. Sam quiso seguir escuchando, pero Finch y Nelson se enzarzaron en una discusión sobre cómo había que sacudirse adecuadamente el pene después de orinar o te podría dar cáncer. Comenzó a llover, un par de gotas cayeron sobre sus cabezas y, finalmente... un torrente los bañó. Los tres echaron a correr por el pavimento mojado mientras el aguacero los envolvía. Las aceras llevaron un riachuelo violento y la lluvia olía a flores. Los tres eran asediados por una lluvia despiadada.

Finch corrió frente ellos con una sonrisa.

—¡Muchachos!—Tenía el cabello mojado—. ¡Prometo que siempre seremos amigos!

Corrieron a través de la lluvia, y se sintieron... como si nunca fueran a envejecer y separarse. Nada era más importante en ese momento que su amistad. 

Melissa lo llamó para ayudarla a levantar aquella caja de madera. Sam se quitó el delantal negro y abandonó su tarea de ordenar las pulseras en la vitrina. Llevaron la caja hasta el almacén de inventario y la revisaron: materiales para pulseras, péndulos, cuarzos tallados, rosarios, velas aromáticas y collares. Una caja más pequeña y larga descansaba al fondo. Estaba cubierta con un telar morado y trenzado con cordeles rojos. 

Melissa frunció el ceño.

—¿Qué tendrá esta caja?

—Pregúntale al que la compró—Sam vació los materiales para las pulseras de colores en una cesta—. ¿A qué hora llegó?

—De madrugada. Apestaba a vómito y alcohol. Ni siquiera se bañó—Melissa frunció los labios—. ¿Cuántos días estuvo en la calle?

—Tres, y no me preguntes dónde estaba porque no lo sé.

—¿No te da miedo que un día no vuelva?

Sam se encogió de hombros y subió aquella caja desconocida a un anaquel polvoriento. Era bastante pesada y en su interior le pareció escuchar un susurro. 

—Hace tiempo perdí ese miedo—dijo, despectivo—. Mi padre se va, pasa varios días en la calle haciendo no sé qué... y regresa como si lo hubiese atropellado un carro y oliendo como un borracho. Lo único que hace en la tienda es pedir mercancías a sus contactos y dar órdenes.

Sam continuó acomodando las vitrinas. El próximo sería su último año como bachiller, y aún no tenía en mente un proyecto de vida. Pensó en Donna, después de la fiesta de promoción de año escolar... ambos fueron a su casa y estuvieron besándose en la habitación. Los besos fluyeron uno tras otro y las prendas desaparecieron. Sam la besó con soltura y la acarició... La desvistió con delicadeza y notó una cicatriz en las nalgas pálidas de Donna.

—¿Qué te pasó allí?—Señaló las cicatrices gruesas en la piel de los glúteos y los muslos.

—¿Esto?—Donna recorrió las cicatrices pálidas con sus dedos—. Me mordió un perro.

—Debió haber sido bastante grande.

—Sí, era un perro bastante grande—Donna bajó la mirada—. Mi familia creía que era manso, pero resultó ser agresivo. No te preocupes, lo van a sacrificar pronto.

—Pobre animal...

Donna lo miró largo rato, llevaba pantis rosadas y sus piernas esbeltas eran hermosamente suaves. La chica le acarició el cabello y lo besó, pero su beso fue muy tímido. Sam tomó aire y vio las lágrimas rodando por sus mejillas.

—¿Qué tienes?

Donna negó con la cabeza.

—Es sobre nosotros, tengo que decirte la verdad—Sam esperó, pero ella lo volvió a besar y se sentó en su regazo—. No, es mejor que nunca lo sepas. 

—No importa—apartó su manos, confundido—. Rompe mi corazón si quieres, pero no me mientas Donna. Nunca lo hagas.

La chica lo miró con tristeza.

—Te amo, Samuel.

Sam salió de su ensueño cuando escuchó unas campanas. 

—Samuel, atiende el teléfono—mandó Melissa. 

La chica estaba sobre una escalera, acomodando libros de metafísica en una alta estantería. Sam corrió al teléfono fijo de la tienda y escuchó una voz de hombre detrás de la línea.

—Fred, estamos en problemas.

—¿Es uno de los amigos borrachos de mi padre?

—¿Qué? No, niño. Pásame a tu padre que necesito hablar con él de urgencia.

Sam sonrió, malévolo y colgó la llamada. Cuando Melissa le preguntó quién era, le dijo que era una línea caliente. Afuera caía una lluvia nostálgica que se prolongaría hasta el atardecer. Melissa y Sam estuvieron el resto del día limpiando y armando pulseras coloridas. El año pasado estuvieron tres meses armando pulseras de peregrino y vendieron seiscientas durante el festival. 

Uno que otro brujo llegó a comprar velas, incienso y cajas de tabacos para sus rituales. No hubo pedidos a domicilio. Sam se desperezó con las manos adoloridas de tanto hacer nudos y escuchó la campanilla del recibidor. Afuera atardecía y los nubarrones dejaron entrever el sol anaranjado. La luz se filtró sobre los charcos y los crisoles.

Un hombre bajó de un Volkswagen de pintura gastada. Llevaba botas de lluvia, ropa de montaña y... lentes negros. Era alto, de rostro torcido y andar desgarbado. Se quitó los lentes negros y mostró unos ojos pequeños de color marrón.

Melissa frunció el ceño y escudriñó al hombre.

—Fred Wesen—dijo el extraño y posó una manos blancas en el mostrador. La mitad de su rostro estaba paralizado y sonreía torcido—. Díganle que lo busca Rafael Pérez.

Era el hombre de la llamada. Olía a cuero viejo y frutas ácidas. Últimamente se fijaba demasiado en el olor de las personas.

—Mi padre seguramente esté muerto.

—Puedes revivirlo con estas palabras mágicas: William Arciniega está muerto.

Sam sonrió, burlón. Miró a Melissa y la chica estaba pálida. No dijo más, y subió al segundo piso del edificio. La habitación de su padre tenía la puerta rota y la abrió de un empujón, dentro reinaba el silencio y el ronquido de una bestia dormida. En las repisas se apilaban los libros viejos, una radio descompuesta y varios utensilios de metal. Un armario de espejo empañado le devolvía la mirada en el fondo y una montaña de ropa sucia apestaba a orines. 

—Papá.

Fred abrió los ojos cansados y lo miró, acusador.

—¿Qué?

—Rafael Pérez vino a verte.

—Ese perro, dile que estoy dormido.

—Dice que William Arciniega está muerto.

Fred empujó la cama con las manos y se levantó, era unos centímetros más alto que él y el doble de robusto. Sus ojos oscuros lanzaron destellos rojizos. Vestía un envejecido pantalón de mezclilla y una camisa deshilachada del Manchester United. Parecía que tenía años sin dormir más de cuatro horas cada noche.

Sam bajó por las escaleras y encontró a Rafael intimidando a Melissa.

—¡¿Qué hicieron?!—Escuchó un grito. Sam corrió y se enfrentó al hombre. Se puso delante de Melissa—. Quítate, niño. No sabes quiénes son ellas en verdad. No puedes confiar en nadie porque este es un pueblo de mentirosos.

—No te metas con mis empleados.

Rafael se irguió con una sonrisa torcida.

—Freduar.

—Lo que queda.

—Ayer fui perseguido por esos malditos Cambiantes—se giró Rafael—. Mataron al viejo Arciniega y sé quién fue—clavó sus ojos minúsculos en Melissa—. ¡Sé lo que hicieron, brujas! 

—Melissa—Fred sonrió con indulgencia—. Cierra la tienda y ve a casa.

—Esas malditas brujas—replicó Rafael apartando un zarzal de espinas de un pisotón. Llevaba el rifle de francotirador Catatumbo colgado al hombro—. Sabía que se escondían entre los matorrales porque los venados habían desaparecido. Sam, tengo un criadero de gallinas y conejos, si quieres uno me avisas. A veces salgo de cacería por las lomas, soy el único aquí... y los venados nunca han sido escasos. Recorrí las lomas durante horas y no vi ninguno. Los cazadores no llegan hasta agosto, pero... Los venados habían desaparecido. ¡Fueron las brujas! Y lo peor ocurrió cuando vi a los malditos linces. ¡Esos gatos del diablo! ¡Vi uno esperándome! Seguí de largo y bajé por un trayecto embarrado y vi otro. ¡Me estaban persiguiendo! ¡Sabía que eran esos malditos Cambiantes!

Sam cerró el paso y el lodazal se volvió un suelo de gravilla. El bosque oscura se cerraba a su alrededor con susurros siniestros. A su mente acudieron imágenes de la llorona y sus berridos abismales. Finch contó que en las lomas lluviosas se aparecía el espectro de la mujer espectro y su aterrador lamento helaba la piel. La carretera de Montenegro era un avispero de espíritus. Un camionero aseguró ser perseguido por una figura de cinco metros que emitía un silbido espantoso. El Cadejo negro que perseguía a los pobladores por las calles del pueblito a la medianoche. Nahuales y brujas.

—¿Qué es un Cambiante?

—Es una bestia que se disfraza de persona—Rafael levantó la linterna—. ¡Lobisones, perros, pájaros! ¡Incluso los gatos que acaricias en la calle! ¡Se disfrazan de personas para engañar y matar! ¡Mi esposa era una de ellos! ¡Estuve treinta años casado con ella y supe que dormía con el enemigo hasta muy tarde! Yo sabía que ellos existían porque los vi durante mis cacerías. Había historias de niños desaparecidos en las lomas. Una noche puse una jugosa trampa cerca de un arroyo. ¡Y lo capturé! ¡Veía a ese lobizón peludo mostrando los dientes con la pata destrozada en la trampa! ¡Le metí una bala en la cabeza y se transformó... en mi esposa! ¡Cualquiera puede ser un Cambiante de intenciones desconocidas! ¡Descubrí una madriguera repleta de huesos pequeños! ¡Esas malditas brujas!

Sam pensó, mientras se adentraron en el túnel de vegetación. Los árboles zumbaron y las cigarras entonaron sus llamados en las crestas.

—¿Mi mamá... también era un Cambiante? 

Fred negó con la cabeza y apretó el rifle contra su pecho.

—Tu madre era una buena mujer que tuvo mala suerte.

—Por acá—señaló Rafael—. En el pantano vi a esa mujer esculpiendo la figura de barro. ¡Esas malditas brujas! ¡Le disparé y desapareció en una nube de humo! La gata naranja salió corriendo y se perdió en los arbustos. ¡Hubieras visto esa figura, Sam! ¡Salió corriendo al rancho de los Arciniega y en el periódico mañanero vi que mataron al viejo William!

—¿Una escultura?

Rafael se inclinó con una sonrisa. Fred sacó de su bolsillo una brújula y miró la aguja de oro... Se lo veía enfermo y pesaroso. Llegaron a un pantano apestoso de árboles enterrados. El agua negra contenía vida indescifrable y se removían pequeñas estrellas en su superficie. Miró con detenimiento y escuchó un murmullo. Una bestia los escudriñó desde los matorrales con los ojos dorados inyectados de inteligencia. La silueta lobuna los observó detrás de espesa vegetación y Sam recordó al espectro pálido que devoró a la chica en las cavernas. Este monstruo era diferente: era pardo, más pequeño y de ojos distantes. Su aroma era más agradable.

Sam estiró una mano y esperó. Rafael apuntó con el arma, pero Fred lo detuvo. El lobizón los detalló y se marchó, perdiéndose en los matorrales. La aguja de oro no se detenía. El joven Samuel Wesen se sintió... extrañamente encerrado en ensoñaciones. Parecía estar condenado a vivir en ese sueño para siempre. Un eterno espiral perpetuo de muerte y renacimiento. Y detrás de cada sueño, estaba esa Puerta de Piedra.

—No creo que todos los Cambiantes sean unos asesinos.

—No todos los perros se pueden domesticar—soltó Rafael—. ¿Nunca has visto a un maldito perro correr detrás de las ruedas de un carro? No tiene sentido, pero son sus instintos de persecución. Lo mismo pasa con esas bestias: actúan como personas hasta que ven las malditas ruedas de un carro y sus instintos de persecución se despiertan. 

«No llores, pequeña. No puedo evitarlo, es el llamado de la naturaleza. Una cacería interminable contra estos malditos instintos».

La sonrisa de la bestia albina le erizó el vello de los brazos. Pensó, que en cualquier momento ese monstruo blanco aparecería en el pantano con su sarta de dientes ponzoñosos.

«¿Sabes desde cuándo no pruebo un bocado digno? El sabor de la sangre y la carne mezclados con el miedo. Es una sed roja, ¿me entiendes?».

Sintió el hedor de las frutas agrias.

«¡Sigue arrastrando tus piernas hasta que tus manos se llenen de sangre!».

—¿Señor Rafael?—Sam se frotó la nuca—. ¿Sabe quiénes son los Sonetistas?

Fred lo miró, extrañado. Una de sus cejas se levantó y volvió a su lugar.

Rafael se encogió de hombros.

—¿Un grupo de vallenato?—Negó con la cabeza—. No lo sé, yo solo conozco estas lomas y a las malditas brujas. Las veo en todas partes: en el periódico, en la lluvia, los pájaros, los gatos callejeros y las alimañas. ¡Hasta en el tabaco podrido! ¡Sé que fueron ellas!

El pantano fue creciendo hasta formar una gran desembocadura con forma de herradura rodeada de árboles turbulentos con formas sinuosas y rostros agonizantes. Fred se detuvo con la brújula apuntando al pantano y miró sombrío las formas apestosas. La luna salió de su escondite y se reflejó en el agua negra. 

Rafael se aferró al arma con los ojos empequeñecidos.

—Está aquí.

Sam se turbó y miró en derredor: los árboles cobraban una inusitada vida ante la luz pálida y parecían retorcerse, tratando de arrancar sus raíces negras del lodazal y lanzarse... a despedazarlos. Una brisa estremeció las ramas espesas y arrancó susurros de un dialecto enfermizo. Vio una silueta sangrienta corriendo a través de las lomas.

Fred guardó la brújula y apuntó con el rifle.

—Está cerca.

—¿Qué se acerca?

—El rugarou.

La sombra se lanzó a través de la oscuridad y escuchó un disparo. Un grito y Rafael cayó el suelo con la garganta desgarrada. La alta figura tenía el morro cubierto de sangre y el pelaje negro manchado de barro... Caminaba en dos patas y gruñía. Sus ojos pálidos portaban una naturaleza maligna. 

El rifle Catatumbo volvió a disparar y el ojo derecho de la bestia desapareció en un estallido de barro negro. Fred disparó nuevamente y el fogonazo ensordecedor hizo retroceder a la bestia del cadáver de Rafael. El pecho peludo se abrió con un agujero negro.

El rugarou tenía brazos largos, delgados y rematados en zarpas. Fred volvió a disparar a la bestia y... Sam retrocedió, asustado. El monstruo se lanzó a su padre y le arrancó el rifle de una dentellada. Vio como una de esas zarpas cruzaba su vientre, desgarrando la camisa colorida y dejaba una línea roja oscura... 

Sam tropezó y se metió en el pantano hasta las rodillas. Sus pies se hundieron y unas manos negras lo sumergieron. El agua oscura lo envolvió en un abrazo frío y pétreo de eternidad sepulcral.

Vio una cueva plagada de hombres con pieles verdosas y un cometa violeta atravesando el cielo nocturno. Los seres reptiles se desvanecieron como estatuas de arena llevadas por un resoplido de mar. Habían más estrellas en el horizonte de las que hoy existían... Era hermoso, luminoso y plateado. Se deslizó por la cueva del tiempo, escuchó un río subterráneo y la brisa calurosa le erizó el cabello rojizo. Sobre el suelo vislumbró una alfombra de huesos diminutos y un animal dormido. Estaba durante un tiempo inmemorial detallando aquel animal peludo de respiración pesada. Abrió un ojo rojo y le mostró los colmillos. Era un lobo blanco tan grande como un toro.

—Sangre de las criaturas del Cometa de Cinabrio—tenía una voz de trueno que penetró en lo profundo de sus pensamientos—. Huelo la sangre de las estrellas.

Sam esperó a que la bestia levantase las cuatro patas robustas de su madriguera. Era más alto que él y su pelaje tan espeso como un arbusto. Sus ojos rojos brillaban como estrellas de sangre. Estaba paralizado, sin pensamientos. ¿Estaba muerto?

—Los Wesen de la Isla Esperanza se extinguieron hace mil años—olisqueó el cuello de Sam con su negro morro y sacó una larga lengua azul. Apestaba a animales, lluvia y sangre en un almizcle protuberante que creía percibir en sus oscuros sueños pétreos—. Vieja sangre: espesa y negra. El Rey Exiliado te abandonó cuando cayó la Ciudad Eterna.

Sam retrocedió un poco, y vio el abismo en lo profundo de los ojos rojizos de la bestia. Miró su reflejo y se horrorizó: estaba desnudo y cubierto de una mantilla sanguinolenta.

—¿Quién eres?

La cueva negra los envolvía y afuera caían cometas coloridos. Era una tierra desconocida... pero que había visto en sueños. Había estado allí antes, donde las almas permanecían atrapadas. Miles de veces llegó hasta ese mundo desolado, pero siempre lo olvidaba. Aquel era el lugar donde conducían todos los caminos.

—Estás viviendo en un sueño, eres la última reencarnación del espíritu anciano de una estrella agonizante que vive eternamente en la quintaesencia de su descendencia. Vives como Samuel Wesen—la bestia se alejó, pisando los huesos viejos con sus gruesas patas. No reconocía ningún esqueleto en aquel cementerio de huesos viejos—. No eres real, pero yo sí. Hace mil millones de años nació un ser de luz que habitó las estrellas y esparció su semilla del milagro. La quintaesencia que une todas las almas y da forma a los sueños. 

Sam miró sus manos, estaban rojas. Sentía un ardor en su estómago y veía siluetas acuosas... como las crestas de las olas. Ese color lo rodeaba, le dio calor y fuerza. Era energía pura, eléctrica y ionizada que corría como un río por sus miembros fortaleciendo sus músculos como fibras de acero y sus huesos como barras de carbono. Su cuerpo se estremeció con un hormigueo y un entumecimiento. 

—Espíritu de la Estrella que condena a sus descendientes—sonrió el lobo y se desperezó—. Sangre de los Cometas de Cinabrita y los extintos dragones—le dedicó una sonrisa misteriosa—. Vas a morir de la peor forma posible. 

La cueva se alejó con un silbido y se desmoronó sobre su cabeza. El cielo tachonado de estrellas se disolvió, y las luces comenzaron a caer como cometas. Escuchó un grito en la oscuridad y el olor a canela molida lo espantó... Los olores de mezclaron en un almizcle desconocido: bergamota, hierro, miel y debajo de todo... la sangre oscura.

Salió del pantano siendo arrastrado por aquellas manos negras y gritó. Estaba ardiendo en un océano de fuego. Nadó, envuelto en energía y gritó con todas sus fuerzas siendo consumido por aquella fuerza indescifrable de calor y energía.

El rugarou tenía la cabeza de Rafael en las fauces ensangrentadas. Dejó escapar la cabeza atraído por la fuente energética, corrió sobre sus cuatro patas alargadas y saltó con el morro abierto... Una rabia lo cegó y vio imágenes ante sus ojos: una escalera hecha de huesos humanos, una estatua de hielo plomizo con un puñal de plata atravesando su corazón, un mar cristalino que se convirtió en sangre y una puerta de piedra que conducía al infierno.

Metió las manos en el pantano. El agua silbó, hirvió y saltó en tentáculos de vapor. El líquido se tensó y subió como serpientes de agua furtivas envolviendo al monstruo. Aquellas serpientes hechas de líquido cerraron sus fauces en las extremidades del rugarou y lo despedazaron arrancando piernas y brazos con un reguero de barro negro y cenizas. Una de las serpientes de líquido cerró sus fauces repletas de colmillos en la cabeza de la figura, y desapareció con un estallido de hueso y lodazal oscuro.

La energía ionizada lo envolvió y le quemó la piel. Sam tosió y la boca le supo a sangre. El lobo de la caverna vio a través de sus ojos como escupía saliva sanguinolenta y era arrastrado a la oscuridad de un abismo insondable. 


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