Capítulo 5. Balada del Anochecer

 Capítulo 5: ¡Vamos a arrancarle la cabeza!

La piedra pasó rozándole la cabeza.

En esos tiempos, Gerard no era más alto que una vara. Echó a correr a lo largo del mercado, atravesando puestos de verduras, legumbres y criaturas del mar. Saltó sobre una cuba de especias y una piedra le aserto a un inmenso pescado en salazón. Atravesó los puestos mientras los tendederos les gritaban a los niños.

Miró a su espalda y la docena de niños lo señalaban con piedras en las manos. En aquel momento, poco importaba si conseguía robar un poco de alimento. Los niños corrían detrás de él como lobos cabreados. Gerard desfiló por la calle Mercurio en bajada con el sudor chorreando en su viejo chaleco de trapo y la boca abierta en suplica. Otra oleada de piedras le llovió en bajada cuando la calle empinada se volvió peligrosa. Las viejas mujeres que buscaban el agua se volteaban a verlo con una mueca de disgusto. 

Estuvo a punto de derribar a una mujer con una gran vasija de agua... pero se detuvo y sus piernas cortas no soportaron el frenazo. Cayó con los codos y se deslizó por la bajada de adoquines calientes hasta quedar cubierto de polvo y sangre. Tenía los codos y las rodillas rasgadas. Los niños bajaban con cuidado, soltando maldiciones y risitas mientras contaban sus piedras. 

Gerard se sopló los raspones de los codos y echó a correr por la calle Obscura. Dobló por un callejón cubierto con un charco maloliente y se detuvo en una plaza con bancas de piedra. Trotó con la garganta suplicando clemencia y sus pies aullando de dolor. Una de sus pequeñas botas se había abierto con la caída y la suela colgaba floja.  Se escondió de sus perseguidores, sorteando la estatua del Héroe Rojo con astucia. Cada vez que veía a uno de los niños con los bolsillos llenos de piedras, bajaba la cabeza y esperaba a que se fuera. 

El panadero lo había descubierto robando un panecillo caliente. La primera vez, le dio un golpe en las manos con unas tenazas calientes que le dejaron una fea quemadura. No quiso acercarse más a él... pero aquel olor a levadura y hogar no lo dejaba tranquilo. Cuando descubrió que lo robaba, les prometió dulces a los hijos de los comerciantes si lograban espantarlo con piedras en un malévolo juego de «ahuyenta al monstruo». Los niños recogieron un montón de piedras asegurando ser los Magos Rojos del mercado.

Gerard se lamió la sangre de los codos y se masajeó las rodillas. Sentía las piernas un poco flojas, pero no podía quedarse mucho tiempo quieto... porque no podría volver a correr. Levantó la cabeza de su escondite y un proyectil voló directo a su cara y sintió que su frente era golpeada. Los terrones se deshicieron al momento, pero un ojo se cegó con tierra. Echó a correr mientras las lágrimas le caían por las mejillas. Al menos no era una piedra, solo un terrón. Una piedra le hubiera sacado un ojo... o matado. Y no podía morir, no después de haberselo prometido.

Los niños se reían a lo lejos. Ellos no... sabían que aquello no era un juego de magos y monstruos... No. Dobló por una callejuela grasienta cubierta de basura. Una piedra le alcanzó en la espalda y lo dejó sin aire por un momento. Se detuvo tambaleándose y otra piedra le alcanzó en la cintura. Gerard se dobló por el dolor y cayó sobre una alfombra de papeles, trapos y desperdicios. Escuchaba los pasos de los niños retumbando en sus oídos como explosivos. Rápidamente se abrazó a las rodillas laceradas, encogiéndose lo más que podía... y era bastante delgado. Tenía mucho miedo por lo que esos niños no sabían que hacían...

Una veintena de manos lo levantaron del suelo y lo pusieron de pie sin esfuerzo. Los niños sonreían, inocentemente vestidos con pequeños trajes coloridos y limpios. Gerard parecía vestir un saco de verduras frente a ellos. Un niño alto de mirada grasienta y nariz aplastada le hundió un puño en el estómago. Sintió ganas de vomitar.

—¿Ya lo matamos?—Dijo uno de los que lo agarraban.

Gerard no quería hablar, estaba muy cansado y todo lo que lograba decir eran berridos.

—No lo sé—el niño lo miró con una sonrisa despiadada. Tenía el cabello descuidado y muy rubio... casi pálido. Sus ojos eran de un violeta antinatural—. Creo que a los monstruos hay que arrancarles la cabeza.

«No, eso no». Gerard chilló intentando zafarse del montón de manos que lo aferraban, pero no podía ni mantenerse en pie.

—Samael—uno de los niños que lo sostenía de los hombros aflojó su agarre—. No creo que...

—¡Cállate!—Samael le agarró las orejas a Gerard ensanchando su sonrisa—. ¿Nunca has escuchado las historias? Seth Scrammer le arrancó la cabeza al monstruo del pantano. Solo así logró matarlo.

—Pero—uno de los niños lo soltó—... ¿Y si se muere?

Samael tiró de sus orejas haciéndolo soltar un aullido.

—No es un niño. Es un demonio... Se disfraza de niño para robar y violar mujeres. 

Los niños guardaron silencio y Gerard albergó esperanzas de que lo dejarán ir. Pero Samael le agarró la cabeza y comenzó a tirar de ella... 

—No...

—¡Vamos a arrancarle la cabeza!

—¡SÍ!

Los niños comenzaron a hacer más esfuerzo y Gerard gritó con todas sus fuerzas. Sentía que le desprendían la tapa de los sesos. Su cuello ardía y su cabeza palpitaba. Samael le puso un pie en el vientre y comenzó a dar tirones junto a los otros niños. Cada tirón sometía su cuerpo a un extenuante dolor. Lo estaban estirando... Sentía que lo iban a matar. Las lágrimas caían de sus ojos, pero no importaban. Lo iban a matar sin que pudiera disfrutar de una vida plena como se lo prometió a... ¿No podía recordarlo? El dolor comenzó a quemarle por dentro y las manos se le clavaron en la piel. Hizo un esfuerzo para arrancarse de aquel agarre y...

—¡Ahhh!

Samael retrocedió, sosteniéndose la muñeca sangrante. Los niños lo habían soltado y dieron cinco pasos atrás... temblaban aterrados mirándose las palmas enrojecidas. Samael se miró la muñeca derecha: la piel chamuscada se abría y sangraba en forma de gotas oscuras que manchaban su camisa negra.

—¡Me ha quemado!—Su cara pálida enrojeció en una mueca de llanto—. ¡Me agarró de la muñeca y me quemó con los dedos!—Dio un paso atrás dejando entrever su máscara de terror—. ¡Es un demonio! ¡Nos va a matar!

Los niños echaron a correr sin mirarlo. Gerard quería tirarse sobre la basura a dormir... pero el instinto le decía que tenía que salir de aquel callejón mugriento. Se levantó aguantando el dolor en las rodillas y su cabeza comenzó a palpitar. En la calle Obscura nadie lo notó... Tenía miedo de que los niños buscasen a un guardia. Allí sí estaría en problemas. 

Caminó hasta la parte de la calle cubierta de bancos de piedra con las rodillas entumecidas. Tampoco podía estirar los codos sin hacer una mueca de dolor. Necesita dormir y... algo para calmar el hambre. Los árboles frutales estaban despojados de alimento.

En Pozo Obscuro las tabernas siempre echaban a la basura restos de comida, pero en Valle del Rey no había muchas posadas. Y las pocas no desperdiciaban nada. Se había colado en una caravana que iba al norte para llegar a la ciudadela y allí... encontrar a alguien que supiera algo de Courbet. Quería descubrir quién era y si podían ayudarlo. Pero hasta ahora, ese nombre solo le había atraído problemas. Todos eran charlatanes y estafadores del bajo mundo. Hombres que traficaban partes humanas y animales raros. Una mujer le quiso vender los testículos de un gato tricolor que Courbet supuestamente le encargó hace seis lunas y otro hombre que decía ser amigo de Courbet... intentó sacarle los ojos en un callejón. Logró escapar sin malograr su cuerpo, pero nunca volvería a esa parte de la ciudad abandonada por la bondad. 

Tampoco podía dormirse en una banca a plena vista porque habían personas malvadas que golpeaban a niños callejeros y les ofrecían panes rellenas de agujas, algunos incluso los mataban para cortarle partes del cuerpo y venderlas. Otros... cometían actos asquerosos. 

Pero, los más peligrosos de todos eran los magos negros. Gerard sabía reconocerlos: tenían esa mirada de cruel característica y siempre llevaban collares y joyas. Era su marca. Si una persona con muchas prendas ostentosas te seguía, debías desaparecer o te esperaba un destino horrible. Gerard escuchó a un par de guardias hablar sobre un niño al que le habían cortado los dedos para hacer brujería. Y esos eran los afortunados. El mundo era hostil. Vivía en un infierno y los demonios convivían con él... eran los que lo llamaba amigos.

Gerard se subió a un tejado secreto a través de una rampa de desechos apilados. Era un espacio escondido entre dos edificios; una vieja perfumería con olores extraños y la forja de un viejo herrero. Una de las paredes se calentaba bastante por las noches, debía estar unida a un horno prominente. Era lo único lujoso que tenía para afrontar el mal tiempo. Poseía una vieja manta de algodón sucio y una caja que era ocupada por una gata huraña negra que lo acompañaba al anochecer. También tenía una botella de vino rellano de agua limpia que había encontrado en un callejón. Aquel escondrijo olía a metal derretido, sudor y perfume. 

Le sorprendía que nadie lo hubiese descubierto, solo debía trepar por la pila, subir las cunetas y llegar a la intersección de edificios. Allí podría sanar... se acercó la botella a los labios y bebió el líquido. El agua portaba un aroma a vino bastante diluido. Le recordó el fuerte y espeso caldo que Courbet bebía durante sus largas canciones en tabernas. Al menos, podía beber agua fresca a la mano... Pero, añoraba aquella música que solo parecía un sueño del que no debió despertar.

No supo cuánto tiempo durmió, pero cuando despertó... estaba atardeciendo y sentía el cuerpo adolorido. La gata estaba dormida junto a su pie, pero al verlo despertar estiró las patas y se fue sin mirarlo. Era huraña, pero no dormía sola. 

Gerard todavía tenía mucha hambre. Si tuviera un instrumento podría cantar en una esquina y ganar algo para comer. Pero había perdido la lira durante su huida del Banco Urano. Tampoco podía hacer magia como los magos errantes, que vendían actos corrientes por monedas. Todo lo que Courbet y Aurore la enseñaron era borroso en su cabeza. Fragmentos de recuerdos enterrados. Pero... en momentos de desesperación ocurrían cosas increíbles. 

Como cuando el hombre intentó sacarle los ojos con aquella aguja afilada, había agarrado a Gerard tan fuerte que por poco le arranca el brazo. Pero aquella aguja se partió antes de clavarse en su cara. Se partió en dos como una rama delgada al chocar con una roca invisible. Eso le dio oportunidad a Gerard de morder al hombre y huir despavorido. 

Se bañaba en calzones en un rincón apartado de la ciudad. Allí el agua cristalina era fría, pero limpia. Tenía un olor peculiar. No podía lavar su ropa porque no tenía más nada y no podía andar desnudo debido el frío que hacía en la noche. Tenía moretones de todos los colores en el cuerpo. Uno muy feo en la cintura de color negro. Las rodillas y los codos lacerados y el cabello muy sucio. El agua picaba un poco en sus heridas, pero debía estarlas limpiando adecuadamente. Sus calzones quedaron muy limpio... demasiado, casi blancos. Llenó la botella de agua potable.

—No bebas de esa agua—un niño delgaducho con pequeños mechones pegados al cráneo lo miraba desde la pendiente de hierba—. Esta afluencia del río porta los desechos de la Casa de Negro. Está llena de químicos venenosos como el cloro. 

Gerard salió del agua rápidamente. Por eso sus heridas ardían y tenía los ojos enrojecidos. El niño lo miró secarse con sus ropas sucias y soltó una carcajada.

—¡No te rías!

—¡Es que se te puso el cabello rojo!

Gerard se pasó un mano por el pelo. Los químicos se lo habían maltratado y tenía una textura seca y quebradiza.

—¿Me voy a quedar calvo?

—Es probable.

—¡No!

El niño volvió a reír y le dijo que lo siguiera. Gerard se vistió como pudo mientras lo seguía, aún tenía que reparar su bota estropeada. Atravesaron  aquel apartado de árboles bayos mientras le decía que se llamaba Jean Ahing. El pequeño arroyuelo que salía de los tumultos negros que solo podía ser la Casa de Negro y desembocaba en el mar, los condujo a través de un tramo de pequeñas construcciones. El niño lo guió hasta un complejo de edificios altos que olían a cal viva. Se metió por el hueco de una pared de astillas y entraron a un jardín secreto. Allí había un gran naranjo con hermosos tesoros maduros. Gerard agitó el árbol y se llenó los brazos con naranjas dulces. También había limoneros, pomeleros y frutas extrañas de colores vivos.

—¿Como conoces este huerto?—Gerard comenzó a llenarse la boca con la pulpa. Tenía un diente flojo y debía ser cuidadoso al masticar.

Jean se encogió de hombros.

—Lo descubrí mientras exploraba. No parece tener dueño... Es decir, en estas viejas construcciones abandonadas no parece existir nadie. 

El niño le sonrió, divertido. 

Le llevó lejos de aquellos esqueletos consumidos por el hollín y la espora. Gerard había perdido aquella costumbre... la de confiar ciegamente en una persona que apenas conocía. Así fuera un niño. 

Los niños callejeros eran los más crueles... engañaban a otros niños con tal de llevarlos con magos negros. Siempre por comida o monedas de plata brillante. Se detuvo en seco con los brazos llenos de naranjas, un pequeño durazno maduro cayó en sus pies. Jean se detuvo, estaban en una zona rodeada de árboles oscuros. El niño estaba muy bien vestido, con calzado impecable y ropas coloridas sin remendar. Hasta tenía el cabello perfumado y aceitado.

—¿Qué pasa?

—Yo... No confío en ti. Tu padre o... tu mentor podría ser un mago negro. 

—¿Y qué?

Gerard por poco cedió bajo su peso. Su mente recordó de golpe los infanticidios de Courbet. Las piedras de sangre. Las estatuas de sal, las serpientes devorándose. Los niños colgando de cabeza con la garganta degollada y el espectro de líquido negro. Las náuseas lo invadieron y la boca le supo a tinta. Ante sus ojos veía Maeglifos desconocidos.

—Quieres llevarme a él para sacrificarme en un mal intento de brujería—rectificó Gerard, escupiendo aquella saliva amarga de coloración oscura—. Yo... no puedo morir. No quiero y no debo.

Jean se acercó con el rostro sereno. Le pasó una mano en el hombro y el olor a perfume le abrió las fosas nasales.

—Mira—su mano era reconfortante. Hace mucho tiempo que otra persona no lo tocaba de forma violenta. Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Mi padre no es un mago negro. Es un hombre muy bueno que me dijo que te ayudará. Verás... vivo en la perfumería. El edificio de la terraza donde duermes. Has pasado por mucho siendo solo un niño. Necesitas descansar de todo este infierno. 

Jean lo llevó de vuelta a la calle Obscura, pero en vez de entrar por el callejón... Lo condujo hasta la entrada de la perfumería. Un recinto espacioso con floreros colgando del techo y vigas de madera adornadas con velas aromáticas. Todo el lugar era un paraíso para los sentidos: repisas cubiertas de inciensos, velas, botellas majestuosas de perfumes y esencias. Tenían vitrinas adornadas con espléndidos frascos de formas increíbles. 

El señor Ahing era un tipo delgado de piel oscura y bigotes moteados. Era un tipo afable con un alma noble. Le ofreció a Gerard un puesto de trabajo como acomodador y le regaló ropa, comida y alojamiento. Para Gerard era extraño recibir tanta hospitalidad. Lo de acomodar botellas era muy fácil, tenía un escalón para los lugares altos y ayudaba a limpiar el recinto. El señor Ahing se convirtió en un cocinero excelente desde que murió su esposa, Jean y Gerard siempre lo ayudaban. Fue agradable pasar tiempo con personas tan amables. Y gracias a su afinado olfato—que se había desarrollado muchísimo en busca de alimento en la basura—, asistía al señor Ahing en la preparación de perfumes refinados. En el otro edificio no vivía un herrero, era más bien un cristalero que fabricaba botellas de todo tipo y se las vendía el señor Ahing. 

Jean se la pasaba estudiando en una biblioteca cercana con un gran ventanal redondo. Quería ser un alquimista para poner en funcionamiento el viejo taller donde dormía Gerard, allí se conservaron toda clase de instrumentos para la búsqueda del huevo filosofal. Habían libros muy curiosos escritos en una simbología mística que solo el señor Ahing podía descifrar. 

Al local llegaban clientes de todas las clases... pero lo peor ocurrió cuando llegó aquel Mago Rojo acompañado de Samael. Gerard sintió que vomitaba el corazón al sonar la campanita de la entrada. Era un tipo pelinegro, alto y delgado con una reverencial capa roja con el ángel Lucifer bordado en hilo de oro... 

«El Primer Castillo—Gerard se encogió en su lugar al ver a Samael pasearse con una sonrisa maligna—. Los magos más poderosos de la isla pertenecen a ese castillo. Los mismos que desmantelaron al Sol Negro y mataron a Courbet». 

Los mismos magos que velaban por el orden de la ciudadela. En Pozo Obscuro existía el Cuarto Castillo, y a duras penas se paseaban por la inmensa ciudad unos diez Magos Rojos. La única forma de verlos—según Courbet—, era frecuentar un lupanar costoso. Pero allí estaba, ante las puertas de la eternidad.

Samael clavó sus ojos violáceos en él y su cabello pálido pareció erizarse.

—Es él, tío Saturno—señaló el Daumier—. Él fue quién mató a los dos niños.

El señor Ahing estaba etiquetando unas botellas viejas cuando los miró, extrañado. Jean barría descuidado el piso del local.

—¿Qué desean?

—Ustedes están escondiendo a un demonio—Albergó Samael señalando con el dedo a Gerard—. Los engañó para que le dieran caridad. ¡Pero no sé confundan!—Se señaló la muñeca, tenía una fea cicatriz de quemadura—. Él me hizo esto. Le quemó las manos a todos los que lo tocaron y también mató a dos niños con una gran piedra hace un ciclo. ¡Todos tienen miedo por su culpa!

El señor Ahing se pasó una mano por el bigote.

—Gerard no tuvo que engañar a nadie y no creo que haya matado a nadie porque ha estado viviendo aquí desde hace varias lunas—declaró, impasible. Se sintió muy... nostálgico de que una persona lo defendiera—. Le ofrecí un hogar a un niño desamparado. Si se metieron con él y los lastimó—miró a Samael—, entonces no debieron molestarlo.

El rostro de Samael enrojeció y estuvo a punto de soltar su ímpetu cuando Saturno se adelantó.

—Señor Ahing—al parecer lo conocía, como se conocían todos en Obscura—. Hubo una denuncia de parte de un testigo que vio las quemaduras en las manos de los niños. Todos tienen las mismas cicatrices y declaran haberlo tocado durante un juego. Además, esos dos niños murieron en extrañas circunstancias—miró a Gerard con desagrado—. Si no se trata de un niño, entonces... 

Gerard salió corriendo de la perfumería, limpiándose las lágrimas. No quería que Jean y el señor Ahing que habían sido tan amables con él sufrieran las consecuencias de haberlo recogido. Escuchó como lo llamaban a gritos. Si los Magos Rojos descubrían los secretos enterrados en su cuerpo, lo que aquel Ritual de Sublimación había cambiado en su sangre mediante el doloroso proceso que lo dejó... vacío... Lo torturarían. Escuchó que lo llamaron mil veces, pero no se volteó. No quería volver... Siempre era igual. Todos los que se acercaban a él terminaban muertos. Solo quería ser una persona corriente con una vida tranquila. 

Las paredes vibraban en la taberna. Los olores regresaron a él como recuerdos invisibles. Se pasó una mano por el largo cabello dorado que le llegaba a los hombros y se desperezó. Las botellas de vino estaban vacías frente a él, como pasajes olvidados. El satén y el terciopelo pesaban sobre su piel y le costó levantar la vista. ¿Cuando fue la última vez que vio a Jean Ahing?

Pareciera que fue hace años, cuando su presencia era algo relegado al anonimato. La vida parecía tan sencilla antes que la guerra aclimatara las virtudes de los hombres. Siempre supo cómo escribir buenas canciones. 

A su lado, en la mesa contigua... Tristán se había quedado dormido con la pipa en el regazo. Aquello que fumó era muy... embriagador. Estaba borracho después de una noche de juerga en las tabernas del puerto en Valle del Rey. Habían toda clase de borrachos dormidos en las butacas de madera. 

Julián se besaba en la otra mesa con dos mujeres en su regazo. Cada vez que bebía le daba por acostarse con tantas mujeres como pudiera. Gerard simplemente no lo entendía. Los asistentes que habían contratado llevaron los instrumentos a las carrozas y Bartolomé cargó al aturdido Tristán sobre sus hombros. 

Gerard subió a su habitación en la costosa posada. Tenía una habitación para el solo, una gran cama con dosel y una bañera de aguas perfumadas. Aquella era la posada más cara de la ciudadela, y... no tenía a nadie con quién compartirla. Se quitó los pliegues de fino satén cubiertos de sudor y vino derramado. Liberó los pies de las botas altas con la mano que le quedaba. Y deshizo los nudos de su brazo derecho... aquel brazo de sulfato que había esculpido con torpeza. Los dedos quedaron torcidos y sostener cosas se había vuelto inútil. Ya no podría volver a tocar música nunca más. Había perdido su brazo hábil durante la masacre del Valle del Gigante. 

La Cumbre Escarlata atacó a los poderosos en su momento más vulnerable... matándolos a todos sin piedad. Gerard logró matar a Aurore, pero ella le arrancó el brazo hasta el codo con una Proyección Punzante. Creyó que moriría... pero, por más sangre que perdió nunca pudieron destruir su espíritu. 

Se quitó los anillos, los collares, las joyas del cabello y el maquillaje. Gerard Courbet llevaba el cabello desaliñado y vestía de blanco y morado. Pero Allen Della Robbia era un tipo jocoso, refinado, ostentoso y ególatra.

Quedó desnudo ante la vista ciega de los bustos de doncellas y los cuadros de mujeres desnudas fornicando con criaturas monstruosas. Nunca había sido musculoso o muy alto, tenía un cuerpo esbelto por empuñar armas y cicatrices finas de episodios que procuraron acabar con su vida. El brazo de sulfato parecía un injerto putrefacto de barro cocido en su codo. Se miró con indulgencia: era guapo, pero no tanto; bastante alto, pero no tanto. 

Gerard suspiró y tembló.

Mataron a todos los habitantes del Valle de Gigantes. Gerard Courbet sobrevivió sobre los restos putrefactos de cientos de personas inocentes. En sus casas aniquiladas encontró un refugio. Tuvo que cauterizar el muñón con una Proyección de Combustión y dejó de sangrar. Comió raíces hervidas y hierbas de los graneros, hasta que llegó el invierno profundo. Las fiebres por poco terminaron de matarlo, pero sus heridas terminaron de sanar al llegar la primavera. Convirtió los restos humanos en montañas de sal para una sagrada sepultura.

Para fabricar el brazo tuvo que mezclar su sangre negra con sulfato y sales. Tenía una movilidad limitada, pero envuelto en satén parecía un brazo convencional... algo atrofiado. La Orden de la Integridad buscaba a Gerard Courbet. Querían destruir al único rebelde que sobrevivió a la masacre. Pero ya estaba cansado de todo... Había intentado ser feliz. Y lo estaba logrando. 

Se sumergió en el agua perfumada bajo una tibieza angelical. El cabello le había crecido en desmedida y el maquillaje escondía sus cicatrices. Pero al emerger del agua volvía a tener un rostro cansado y una mirada cruel. Aquellos ojos que veían la verdad a través de la sustancia... ¿Qué estaban pensando? Los espejos le ofrecían vistazos de un hombre joven cubierto de arañazos.

Seguramente Jean Ahing estaba muerto. Como todos a los que había querido. Como todos sus amores acabaron en el fracaso... ¿De verdad el universo estaba en su contra? Había vuelto a escribir canciones, a cantar y a contratar músicos... ¿Era feliz? ¿Era eso lo que Courbet quería para él? Ser un cantante que escribía para olvidar. Levantarse cada día cargando toda esa tristeza y pena, que conllevan el seguir viviendo a pesar de... haber renunciado a la ilusión de ser feliz. 

Miró su mano de sulfato. Los dedos podían moverse si lo pensaba con la suficiente fuerza... Hasta podía cambiar la forma de la materia con un pensamiento. Solo tenía que concentrarse en acumular energía ionizada a través de un canal en aquella parte adicional de su cuerpo. 

No había vuelto al mundo del Misticismo. Renunció a ser un mago otra vez. Todo aquel conocimiento solo atraía desgracias. Usar aquel poder para actuar como un héroe fue un error... Su cuerpo no era un recipiente adecuado para aquella quintaesencia del otro mundo. El receptáculo se había deteriorado con el manejo excesivo de aquella energía simpática. Si seguía manipulando aquella fuerza que desconocía... iba a morir. Lo había sentido... en todas las batallas que ganó gracias a esos poderes. Su cuerpo sufrió las consecuencias: vomitó sangre negra seguido de catarsis y malestares insufribles. 

Un día no podría aguantar más. Tenía que encontrar una cura. Arrancarse aquella maldición de su alma. ¿Pero quién podría succionar la esencia maldita en su cuerpo sin matarlo? Se le ocurrían algunos nombres de personas que no merecían seguir vivas. 

Aquella maldición que lo acompañó casi toda su vida. Si rompía la maldición podría encontrar el amor y tener una familia. No volvería a ser perseguido por círculos de magos. No volvería a sufrir... pero, parecía un sueño más allá de lo posible. Un sueño de redención al que aspiran las almas perdidas en un mundo vacío. No podía sentir aquellos dedos arcillosos. Era como... un pesar en el alma.

«¿Merezco seguir vivo?» se preguntó. Aunque temía su propia respuesta. Quizás debió rendirse a la muerte cuando la proyección de Aurore le deshizo el brazo. Ella, que había sufrido el rechazo y la persecución durante toda su vida... se veía tan pacífica en sus momentos finales. Pero Gerard no podía morir. El impulso de seguir vivo lo mantenía cuerdo. El impulso de seguir viviendo, así como el de respirar. Así como enamorarse. 

La vida es aquel amante que te seduce con tiernos momentos, te rompe el corazón para enseñarte tu lección y te da tus dosis de besos para mantenerte despierto. Se siente increíble. Pero como cualquier amante, en cualquier momento te va a causar graves daños.

Se vistió con un traje rojo amanecer con estampados lunares, guantes de satén azules, un zafiro en el lóbulo derecho en forma de lágrima y botas altas de cuero negro. Se soltó el cabello y lo peinó con un cepillo. Se perfumo con un agua de rosas, canela y jengibre. Los olores fuertes nublaban el olor a tinta de su esencia. 

Habían algunos zorros salvajes en la dócil jauría de la ciudadela que podrían reconocerlo. Muchos magos negros pertenecieron a cultos y se mezclaron entre los magos errantes. Los magos negros eran envidiosos por naturaleza y el más famoso de ellos fue alguna vez... Courbet el Mago de la Sal.

Bartolomé llamó a la puerta y Gerard le abrió cuando terminó de untarse el maquillaje para esconder las cicatrices de su cuello. No sabía hacer Conversión de Transparencia, así que para ocultar su imagen debía usar el anticuado y aburrido maquillaje. 

Bartolomé era un tipo serio que no hablaba mucho, solo lo necesario. Su expresión regía daba miedo, era muy alto y robusto como un toro.

—Señor Allen—el hombre tenía una barba descuidada. Las partes de armadura rechinaban al caminar y llevaba un hacha peligrosamente afilada colgando de su cinturón. Bien podría cortarle la cabeza a alguien si se enfadaba—. Ya es tarde. Las personas lo esperan.

—Sí.

Gerard se miró en el espejo. Había terminado de componer una nueva canción. Se veía muy joven y divertido con aquel traje de puntos lunares. Ensayó una sonrisa, que le salió asquerosamente falsa. Puso una cara seria y sus ojos oscurecieron. Cerró los ojos y meneo la cabeza. Fingir ser alguien más... era tan desgastante. ¿Se había olvidado de sonreír? Miró a Bartolomé, que parecía estudiar los detalles de su rostro. 

Rápidamente el barbudo desvió la mirada, apenado. ¿Sospechaba quién era? No se lo había contado a nadie. Ni siquiera a Julián y Tristán. Quiénes lo habían apoyado con toda su música.

Gerard se miró al espejo y esbozó una sonrisa adecuada. Se veía... feliz. Debía estar feliz. Casi todo el maldito populacho se había reunido para escucharlo cantar en su última noche en la ciudadela. El rey Damian le pagó trescientas monedas de plata por el mayor espectáculo del festival.

Salio de su habitación seguido de Bartolomé que chirriaba más que una caja de trastos metálicos. El sigilo no era lo suyo. Habían armado la tarima en la vieja biblioteca de los Brosse, usando su esqueleto como base. 

Julián animaba al público tocando los tambores y aplaudiendo. Tristán tocaba el laúd junto a otros músicos con liras y arpas. El público estaba conformado por unas quinientas personas alrededor del empotrado. Aclamaron a Allen cuando subió al escenario y los saludó... Se hizo un escándalo que rivalizo con su potente voz. Si tan solo Courbet pudiera ver lo lejos que había llegado. 

Gerard siempre lo buscaba en el público mientras cantaba sus baladas románticas. Tenía la certeza de que lo miraba a través de aquellas masas de gente que eran dibujadas con los pinceles del crepúsculo. Porque estaba anocheciendo y lo ideal para enternecer el corazón era una balada. Una historia para contar cuando un día pesado llegó a su final. Una balada del anochecer...

Una asistente de cabello oscuro le pasó un cilindro de plata con ribetes de oro. Dentro había una piedra de fultano que amplifica el sonido. Carraspeó y su voz retumbó en la calle Obscura. Buscó en el público a sus conocidos: Anaís, Jean, Niccolo y Pavlov. Todos ellos muertos. Se sintió solitario, a pesar de estar rodeado por cientos de personas que querían escuchar su música. Estaba muriendo, pero todos aplaudían sin entender la letra.

Le hizo una seña a Tristán que afinó su laúd y las arpas se pusieron en funcionamiento sobre los cristales amplificadores. Arrancando una melodía solemne de las cuerdas tensas... El ritmo iba y venía, constante, agudo, estremecedor. Aquellos maestros arpistas parecían haber aprendido a tocar con los mismos ángeles. Sus dedos portaban dulzura. Gerard se adelantó levantando la voz, aguzando cada fibra de su garganta para entonar un canto magnífico.

Sonrió y realizó una reverencia para cantar a todo pulmón con su voz de soprano.


¡Señora me han dicho que ha estado triste!

¡Que la felicidad para usted no existe!

¡Que su rostro olvidó hasta sonreír!

¡Pensando que ha de venir, un amor que le conquiste!


¡¡¡Señora!!!

¡No se preocupe por los años, sepa usted!

Que aún le queda camino por recorrer.

Que si los años, pasaron y usted está sola.

Un día llegará la hora, precisa para querer...


¡Señora!

¡Cuántos quisieran el compartir con usted!

De esa experiencia, y esa inmensa madurez...

Que con los años el tiempo pasó moldeando.

Para hacer la obra perfecta.

¡Que en el presente es usted!


Las arpas sonaban, el público aclamaba. Gerard lloraba... su corazón se partía con cada palabra. Temía que un día no quedará nada de él. Que se convirtiera en el caparazón vacío que todos creían que era. No quería ser ese personaje frío que todo el mundo creía antipático. Pero estaba roto... no quería acercarse a nadie. No... El público aplaudió mientras cantaba la canción. La balada del anochecer que rompía las almas y hablaba de sueños de redención. Tristán emocionado por las lágrimas, lo abrazó en medio de la música. 

Gerard sintió aquel abrazo sincero. Se lo devolvió con una sonrisa y comenzó a reírse. Aquel era su lugar en el mundo. Durante el resto de la noche cantó un montón de canciones. Cuando ya no podía más y le dolían los pies, se fue a una taberna seguido de sus camaradas músicos y un ejército de borrachos y putas. Todos bebieron alegremente mientras las personas suplicaban entrar y peleaban por el reducido espacio.

Gerard se sentó en un rincón con una jarra de vino que rápidamente vació, junto a una cena digna de cordero asado y verduras salteadas. Sus noches se habían vuelto obscenas. Se la pasaba bebiendo vino dulce como... cuando compartía con sus amigos en la pequeña tienda. 

Julián se besaba intensamente con una chica rubia, parecía que iba a comerle el rostro. Ahora que lo pensaba, hace mucho tiempo que no hacía el amor con una mujer. La única con la que lo hizo fue con Pavlov y fue... increíble. Pero ahora, la perspectiva de hacerlo con alguien más le resultaba vacía. Había mujeres muy lindas en la taberna. La camarera que llenaba su jarra de vino le lanzaba sonrisas que hubieran iluminado el cielo nocturno. Pero, no quería. No se sentía listo para entregarse... es decir, quería hacerlo. Pero le aterraba enamorarse y volver a perder a esa persona. 

Tristán se reía fumando de su pipa. Se sentó en la misma mesa que él y soltó un anillo de humo delirante. Definitivamente, aquello no era tabaco. En la otra mesa unos músicos hablaban a todo pulmón con mozas en sus regazos.

—¿Por qué siempre estás tan solo? 

Gerard no estaba de humor. Nadie se le acercaba si él no quería. Ya llevaba dos jarras de vino en una hora y sus pensamientos comenzaban a arremolinarse. Mañana partirían al Paraje a darse a conocer y quería estar despejado. Pero también quería hablar y por lo que Tristán estaba fumando, seguramente no lo recordaría por la mañana. 

—Aprendí a no esperar nada de los demás—Gerard se encogió de hombros—. A cuidarme a mí mismo... A no decepcionarme. Amarme y a duras penas, a ser una persona solitaria.

—Ya veo—Tristán succionó la boquilla y sus ojos enrojecieron—. Escribes unas canciones muy bonitas. Cuando cantas, es como si... fueras infinito.

—Gracias—al ver que el silencio crecía entre los dos, decidió hablar—. ¿Por qué no estás con una chica en vez de hablar con un tipo aburrido como yo?

—La verdad—Tristán le sonrió y se apartó un mechón de pelo—. Prefiero la compañía de las hombres. 

—Ah.

Gerard se sirvió otra copa y pidió otra jarra de vino a la mesera atenta. Pegó la espalda de la silla, incómodo. Los músicos hablaban sin mesura, y las mozas reían disimuladamente.

—Menos mal que ese Gerard Courbet está muerto—escuchó una voz acusadora al otro lado de la mesa—. Tengo una cuñada que quedó embarazada de él... ¿Puedes creerlo? Era un mago negro terrible. Yo peleé en el ejército del Rey Dragón y lo conocí. Las mujeres hacían fila en su tienda. ¡Dicen que tenía una verga del tamaño de mi brazo! ¡Mi cuñada no pudo caminar hasta el final de la guerra!

La mesa estalló en carcajadas y derramamiento de vino. Era normal que las personas exageren los rumores, pero... ¿Un pene del tamaño de un brazo? ¡Si solo estuvo con una mujer en su vida! La había amado y la había perdido. Las mujeres lloraban cuando cantaba y le sonreían, pero hasta allí. Pavlov se hubiera reído como loca escuchando aquello. Gerard había escuchado muchas cosas de sus hazañas...

—A mí me daba miedo—Tristán seguía allí.

La mesera le rellenó la jarra de vino y Gerard le dio un orión de propina. Se sirvió y bebió la copa de un trago. Ya estaba mareado y la luz vibraba en sus ojos. Tristán reía como loco rodeado de humo.

—¿Quién te daba miedo?

—¡Courbet!

Gerard soltó una carcajada.

—Era solo un hombre.

—¡Un asesino de niños!—Tristán frunció el ceño—. ¡Y ese Gerard Courbet fue mucho peor! Era un demente que disfrutaba matando personas. 

—No creo que se pueda disfrutar de algo así.

—Los que estuvieron en el ejército del Rey Dragón saben que era un loco. Se la pasaba todo el día invocando espíritus en su tienda y sacrificando animales. Algunos lo vieron bañándose en sangre de toro para ser más fuerte que diez hombres. ¡Y no le importaba matar a los suyos para salir ileso! Durante el Asedio a Puente Blanco, el Hijo de la Sal y Pizarro du Vallée, el Mago del Viento Otoñal... mataron a muchos de los suyos. No les importó el herir compañeros con sus conjuros, solo querían matarse entre ellos. Era un deshonesto y un falso, peleó bajo el bando del Rey Dragón y luego se fue tras las faldas de los Verrochio. Lo único que le importó fue el dinero. ¡Menos mal que se murió, porque fue lo único bueno que hizo por la isla!

Mientras Tristán hablaba, el semblante de Gerard se transformó en una máscara fúnebre. ¿De verdad creían todo eso? Él siempre peleó por lo que consideró una causa justa. Se vio implicado en el ejército de Seth Scrammer para darse a conocer como músico. Las heridas de la guerra lo terminaron arrastrando a las filas de los Verrochio como uno de sus comandantes. No se enorgullecía de las muertes que causó, ni de la venganza que cobró por su madre ante los Della Robbia. Mató personas por lo que creía necesario. Y al final, la guerra solo terminó con más muertes y pérdidas.

Gerard estaba mareado, pero las emociones le quitaron la borrachera.

—¿Ya terminaste?

Tristán exhaló una nube de humo acre.

—¿Por qué lo defiendes?

El bardo sirvió y levantó la copa de vino con su mano de carne. Inhaló y exhaló para calmarse... La copa de metal se calentó de golpe y el líquido burbujeo, hirviendo con violencia.

—Porque—Gerard sonrió, malévolo. «Un mar árido con restos de animales momificados». Pensó, sin querer... La boca le supo a tinta amarga—. Yo soy Gerard Courbet.

Le lanzó el contenido a la cara. El líquido... se había convertido en un polvo blanco muy fino. Salado. Tristán hiperventiló al momento, su cara divertida se resquebrajó en una mueca de aflicción y cayó de cara en la mesa, desmayado. Con los cabellos rizados cubiertos de sal. 

Gerard se levantó, mareado por el vino y se llevó la jarra a su habitación en la posada. Bartolomé lo siguió mientras recorría el mango del hacha con el pulgar para alejar a los borrachos y las putas. Se dedicaron miradas silenciosas cuando llegó a la habitación.

—Cuida de los muchachos—exigió.

El hombre gruñó en señal de aprobación y lo vio desaparecer con mirada furibunda. Haber provocado una proyección le provocó náuseas. En su vientre se retorcían pequeñas lombrices. Se bebió un quinto de la jarra, inmerso en pensamientos que olvidaba al parpadear... No sabía si estuvo bien aquello que hizo con Tristán. Descargó su rabia con el joven. Si los zorros descubrían que Gerard Courbet se escondía bajo sus narices. Lo acribillarían sin rechistar. 

Estuvo largo rato, rellenando su vaso y bebiendo sin pudor. Ya nada le importaba... Nadie quería recordarlo. Todas sus obras eran mal vistas a ojos de toda la isla. No importa cuánto luchase. No importaba el encontrar un remedio para su inevitable muerte.... Todos seguirían recordándole lo que hizo. Bebió un trago por ello. Por ser un perfecto perdedor... Por recordar sus penas. Por ahogarse en soledad y olvido.

—Esta es la vida que querías, Courbet—levantó la copa en señal de rendición... brindando junto a los caídos.

Intentó levantarse de la silla. Pero estaba tan mareado que se tropezó y cayó al suelo. Allí permaneció, solo y triste, en el suelo frío de la posada más lujosa de la isla. No se dio cuenta cuando se quedó dormido. Unos golpes en la puerta lo despertaron. 

Tenía el cuerpo molido y sus sesos parecían una pulpa que albergaba pensamientos. ¿Cuánto bebió en la noche? No estaba seguro. Levantarse le costó tanto que creía que iba a morir. Había llegado su hora.

«Me quiero enamorar» decidió con firmeza. Sería su sueño de redención para este año. Esperaba encontrar a una persona especial. No tenía preferencias físicas... prefería dejarse llevar por la conexión y las sensaciones que esa persona provocaba en él.

Mantener los ojos abiertos le causaba un dolor indescriptible. Pero, todo estaba obscuro en la habitación. Otra vez aquel golpeteo y en su cabeza retumbaron diez mil cañones. Se acercó a la puerta con los miembros adormilados, y... Tristán, Julián y Bartolomé entraron seguidos de unos cinco Magos de la Integridad con túnicas escarlata y máscaras de animales. Las varitas fuera de las fundas.

Gerard se sentó en la cama con la boca abierta y una presión abominable clavada en sus sienes.

—¡Es él!—Admitió Tristán, sombrío—. ¡Allen Della Robbia es un farsante! En realidad es el mago negro Gerard Courbet.

Apretó los labios. No sabía qué decir, aquellos magos lo miraban desde las cuencas de sus máscaras con ojos despreciativos. Bartolomé tenía una mano tan grande como una plancha aferrada a su hacha y la mandíbula tensa. 

—¿Eso es verdad?—Julián parecía triste—. No puedo creerlo. Es decir, cantas igual que él y te pareces. Pero, tú eres bueno. Eres...

Uno de los magos se adelantó. Tenía una máscara plateada de diablo que lo hacía parecer un demonio rojo.

—Es un mago negro—empuñó la varita—. Solo saben engañar para cuidarse la espalda.

Gerard tragó saliva. No se sentía preparado para aquello. En su estómago se removieron cientos de gusanos asquerosos y el dolor de cabeza pasó a segundo plano. Miraba a cada uno, pálido, preocupado.

Una maga de cabellos púrpuras con máscara de gato se adelantó, rígida. Su varita resplandecía con un silbido.

—¡Deja, que yo lo mato!

—¡Anabella!

La varita de la maga lo fulminó con un destello plateado. Gerard estiró su brazo hábil por inercia, sorbiendo la energía que chocaba con su cuerpo con una frecuencia emitida por su propia energía. El pulso silbó ante el estallido de esencia. Su voluntad se impuso, el calor le golpeó el traje de lunares y se extendió por todo su cuerpo con un hormigueo de electricidad. El guante de satén quedó hecho jirones y colgaba, descubierta... la mano de sulfato.

—¡Sí es él, a Courbet le falta un brazo!—Chilló Tristán dando brincos. 

El rostro de Julián pasó de la tristeza a la incertidumbre y abrió mucho la boca. Gerard, nervioso, se lanzó al otro lado de la cama y la levantó como una muralla. El diablo levantó su varita pregonando un fusilamiento y todos los magos dispararon descargas a la vez. Los estallidos inundaron la habitación como una lluvia de bolas de luz. Las cortinas con dosel y el armazón volaron en pedazos mientras el colchón se estremecía. Gerard no opondría una buena resistencia así, siendo reducido en un espacio diminuto mientras las astillas le caían en el cabello... Juntó sus manos con una descarga eléctrica. Le costaba recordar las Imágenes Elementales.

—Un árbol negro—jadeó por el esfuerzo—... sin hojas.—«Evocación Elemental de Partículas Plasmáticas» recordó. El quinto estado de la materia. Respiró profundamente—. ¡A la luz de una luna azul!

Sus dedos chispearon con corrientes eléctricas que trituraron sus guantes de satén. Las ondulaciones energéticas en sus palmas despedían un aroma a hierro quemado... formando una maraña de energía eléctrica. Su corazón palpitaba a toda velocidad, a punto de reventar. No quería volver a aquello... No se sentía capaz de enfrentarse a la muerte otra vez. Pero... el impulso de vivir se antepuso. Un engranaje en su mente se puso a funcionar, accionando una vieja máquina estropeada. 

La cama se partió justo cuando Gerard se levantó con las palmas extendidas y el diablo fue presa de la corriente plasmática que salió de sus manos. Sus costillas reventaron deliciosamente bajo las inminentes tenazas hirvientes que lo conectaron al momento, sus pulmones se desparramaron por toda la habitación. Gerard se cubrió el rostro con los brazos cuando un pulso lo lanzó a la pared de madera. Sus brazos crujieron y un dolor le entumeció la espalda al chocar. Escuchó como las tablas se partían al recibir su peso. 

Salió de aquella pared arrancando trozos de tablas. Los magos soltaron otra sarta de disparos. Gerard invocó un reflejo para escudarse del bombardeo constante de descargas con olores indescifrables... pero, no era suficiente. Lo estaban acorralando con sus destellos luminosos. Las astillas le golpeaban la espalda y los golpes lo hacían retroceder. Sintió un beso caliente en un muslo y la pierna se le cubrió de sangre. Estaba asustado. Su reflejo se caía a pedazos con cada estocada. Su cabello comenzó chisporrotear... 

«La energía se puede transformar—le había dicho Courbet en una de sus clases—. Un molino puede aprovechar la energía del viento para triturar los granos». No supo porqué recordó aquello. Pero robó una descarga de quintaesencia con su mano de sulfato, giró sobre sus pies y la devolvió. La proyección, débil... golpeó en el pecho a uno de los magos y lo hizo tambalearse. Gerard corrió, sin importar las espantosas punzadas que le daba su pierna. Se lanzó a ellos en una embestida desesperada y derribó a uno. Tristán se lanzó a él con los brazos extendidos, pero de un codazo lo apartó. Se estiró en el suelo hasta coger una varita conductora y agarró a aquel mago por el cuello con su brazo de sulfato, levantándose con un esfuerzo desmedido. Gerard se arrinconó en una esquina, solo aquel mago asustado se interponía entre ellos. El rehén chilló despavorido, dándole codazos para escapar... Los tres magos comenzaron a dispararle y Gerard usó aquel cuerpo como una barrera mientras que, con la varita, liberaba pequeñas cantidades de esencia. No podía ver bien. Toda la habitación era una tempestad de astillas, explosiones, destellos y gritos. Comenzó a mancharse de sangre... pero no era suya. Era del cuerpo que sostenía. Habían intentado fusilarlo a través de su compañero con Proyecciones Punzantes. Una le alcanzó en el pecho con un escozor a través de la espalda del mago, pero no penetró profundamente en su carne. El rehén parecía un saco maltratado, cubierto de agujeros sangrantes. Gerard le apuntó a una máscara de chivo, y le asestó en la pierna al mago... por equivocación. Ninguno de los dos se esperaba aquello, por lo que logró derribarlo entre quejidos y rematarlo con una descarga. Esta vez sí penetró en la máscara, haciendo estallar uno de sus ojos con una salpicadura sanguinolenta. Los magos restantes doblaron la cantidad de disparos, pero eran débiles... Lo único que hacían era liberar energía. El cuerpo del rehén parecía un espantapájaros sangrante que se meneaba por la brisa. 

Gerard estaba preparando una Evocación Elemental mientras lo reducían. Estaba cansado y sus músculos sufrían un dolor agobiante, pero podía mantenerse en pie mientras no lleguen más magos. La energía vibraba en su interior, haciendo palpitar sus venas con un audaz hormigueo. El calor viajaba por todo su cuerpo...

La varita robada despedía energía estática ionizada en forma de pequeñas emisiones de partículas cargadas. Aquella era su afinidad. La Evocación de Ionización Estática fue la única rama del segundo escalón que logró dominar con certeza. Podía borrar a aquellos dos magos que le disparaban con una poderosa centella.

«Un cielo negro está lleno de brillantes estrellas azules». 

Espiro el aire a hierro caliente, y... Tristán se lanzó sobre él, gritando. Los dos se vinieron abajo con el cuerpo mutilado del rehén en medio. Tristán le encajó con el puño un fiero golpe en la cara. Gerard se mordió la lengua. La varita se clavó en el vientre del bardo y la centella hizo explotar sus intestinos con un chorro de plateado. El plasma iluminó la habitación por un segundo y lo único que pudo sentir fue un desagradable calor azotando su cuerpo, un olor desagradable flotaba en el aire.

Gerard tenía la boca llena de sangre. Tristán se partió en dos, su cabeza terminó en la ventana y sus piernas en la puerta. Se quitó aquellos restos de encima. Estaba cubierto de sangre, trozos de carne y vísceras. Se levantó, apretando las muelas del dolor y dos lágrimas se le escaparon, humedeciendo sus mejillas.

Un dolor repentino le invadió el pecho con un gemido y vio aparecer un agujero negro en su traje bermellón con lunares, que enrojeció al instante. Soltó todo el aire en sus pulmones y se dobló por la cintura, con un intenso palpitar atravesando sus costillas. Cada respiración le ardió, como si tuviera los pulmones colmados de carbones encendidos.

Los magos se detuvieron, contemplándolo. Eran un gato y un perro... Que singular. Los dos parecían aterrados, dudosos, por tener el poderosísimo Courbet temblando, ensangrentado y cubierto de mierda frente a ellos. Gerard asfixiado por el dolor, levantó la varita y descargó una buena dosis de esencia en la máscara del perro. De nuevo, falló, y la esencia concentrada estalló en el pecho del mago. La máscara del perro vomitó sangre cuando sus costillas quedaron expuestas. Aquel corazón palpitó una última vez, antes de partirse en un reguero de sangre que le salpicó el cabello dorado.

Gerard intentó levantarse, pero las fuerzas lo abandonaron y se quedó de cuclillas... contemplando sus últimos momentos. La mujer de cabellos púrpuras... ¿Era Amanda? No. Anabella, llevaba el cabello pintado de púrpura como el difunto Julius van Maslow. Otro héroe que sí merecía ser recordado por su valor. En cambio, Gerard era recordado por su cobardía y su falsedad.

La mujer lo apuntó con la varita temblorosa, indecisa. Aquella había sido una pelea asquerosa... con un resultado predecible. Gerard soltó la varita, en gesto de rendición. Tenía el cuerpo entumecido y dos heridas que no paraban de sangrar un caldo espeso. Estaba seguro que era roja... pero al mirar sus manos, notó que era tan negra como la tinta. Estaba sangrando tinieblas. Al menos, estaba muriendo como el mago que era y no como un sencillo cantante con suerte. Contuvo el aliento y esperó que Anabella tuviera buena puntería. 

Y... aquellos cabellos púrpuras se tiñeron de rojo cuando un hacha se abrió paso en la cabeza de la mujer. Anabella dudó, su máscara se partió en dos y la sangre le cubrió el rostro. Soltó la varita y cayó de rodillas con una mirada estúpida y una mueca de sorpresa. ¿Estoy muerta? Parecía que decía con su mirada. 

Bartolomé le arrancó el hacha con una patada y los sesos de Anabella fluyeron por el suelo. El barbudo limpió el filo del hacha con su pantalón de cuero y lo miró, severo. Por lo visto, Julián había escapado y no tardarían en llegar más Magos de la Integridad. Malditos Zorros. Los cuerpos de los magos parecían adornos macabros colocados hábilmente sobre charcos rojos.

—Yo sabía quién era usted—Bartolomé lo cargó sobre su hombro. El mundo se puso de cabeza mientras abandonaban la habitación—. Yo peleé bajo su mando en la batalla del Valle de Sales. Siempre quise decirle que lo conocía, pero nadie debía saber quién era. Durante el ataque a nuestra trinchera... una piedra me alcanzó en la frente y veía todo nublado por mi sangre. Había mucho polvo, caballos, proyectiles, hombres... Creí que iba a morir. Que no volvería a salir de aquella trinchera. Pero, usted... Era lo único que podía ver cuando todo lo demás dejó de importar. Todos soltaron las armas y huían pisándome sin piedad. Y yo, creí que nunca vería algo tan increíble. No lo podía creer, no me pareció humano. Los hombres son cobardes y solo piensan en si mismos. Pero, a usted... Lo vi encarar solo a aquella formación de caballería sin un ápice de miedo o duda en su rostro... y soltar de su vestimenta a una veintena de serpientes negras. Lo único que pude escuchar, en medio de ese caos... era el siseo de las víboras y los caballos huyendo. Solo así pude escalar la trinchera. Usted me dio fuerzas con su valor. Por eso juré protegerlo, porque usted es el único que ese día pensó en los demás sin importar que perdiera la vida en ello. Puede que nadie lo reconozca y lo odien, pero usted es un héroe. Al menos para mí, es un héroe.

Estaban atravesando un túnel oscuro y la vista se le nubló. Sentía mareos horribles y un cansancio desbordado. Cada movimiento que hacía era doloroso. Debía tener las costillas rotas y los órganos cercenados. Pero a pesar de todo... logró esbozar una sonrisa que le calentó las mejillas.

—Sí, tenía mucho miedo—la voz le salió ronca, adormilada—. Todas mis inseguridades gritaban que corriera  lejos de toda esa locura.

Creyó que Bartolomé no diría nada. Pero apretó su agarre mientas se deslizaban en la penumbra.

—¿Entonces por qué lo hizo? ¿Por qué jugarse la vida por un montón de extraños?

—Porque eso es lo que hago—tosió y la boca se le llenó de tinta—. Me toca hacer el papel que nadie quiere, pero que todos necesitan. 

«Capítulo anterior × Capítulo Siguiente»

—Balada del Anochecer en Wattpad

Facebook: Gerardo Steinfeld

Instagram: @gerardosteinfeld10