Capítulo 3. Soneto del Amanecer
Capítulo 3. Me niego a ser igual a todos los hombres.
El mar se agitaba, inquieto como una bestia encadenada. La cubierta se mecía bajo los pies de Carlos con un reconfortante movimiento de vaivén. Podía respirar el aire salitre de la espuma al reventar contra la proa del Túnez. El orgullo de los Bramante. Una galera antigua de velas cuadradas y tres cubiertas, de las cuales, dos estaban artilladas. El barco más grande de la flota pesquera, ahora convertida en armada naval por orden del rey Friedrich. Carlos se inclinó sobre la proa, miró sus botas de cuero, cubiertas de salitre.
Junto al Túnez se mecía el Urano de Winker Rude, a treinta varas de distancia. Un buque ligero con una única cubierta de combate, artillada con varios cañones. Winker miraba fijamente el horizonte, esperando. La brisa del mar le revolvía el cabello corto y negro. La extensión de agua cristalina se perdía hasta los confines de lo visible. ¿Existían las tierras del otro del mar? ¿Existían los corales afilados de la leyenda del Exilio? La compañía recorrió las costas, sumergiendo las dragas hasta las profundidades del océano. Nunca encontraron corales o arrecifes mortales.
La fila de barcos custodiaba el puerto con una línea de dieciséis embarcaciones. Cada uno más pequeño que el anterior. Conformado por barcos remeros con un gran cañón sitiado en la proa y soldados armados con ballestas sobre la cubierta. El aroma a sal y pólvora era una pésima mezcla de fragancias que se impregnó bajo su piel.
La fila de barcos permanecía atrapada en el mar desde hace varios días, esperando. La tripulación empezaba a irritarse. Los hombres de los Daumier instalaron los escorpiones y los trabuquetes a lo largo de la costa. En el faro abandonado brillaba el espejo cóncavo que reflejaba la luz del sol, para quemar los buques enemigos.
La espera se convertía en rutina... y la rutina nublaba el juicio. En el Túnez habían cincuenta personas, entre soldados y tripulantes. Los hombres de los Daumier constaban de viejas familias endeudadas, que le rendían tributos a sus señores. Aquellos hombres despiadados les gustaban los problemas, las apuestas, la bebida y los juegos de cartas. La primera noche lanzaron a un pescador por la cubierta. Tuvo que prohibir los juegos. Los problemas parecían intensificarse con los días. Subieron a las putas al barco mientras dormía. Eran mujeres del puerto, coños baratos y usados; repletos de sífilis y otras enfermedades. Los soldados se divirtieron junto a algunos de la tripulación.
Sobre la cubierta veía a los pescadores buscar el desayuno, lanzando las redes al agua. Los soldados bostezaban, mirando a los lados con las armas al punto. Carlos frunció el entrecejo, debía alimentar a esos monigotes con los suministros de los pescadores. Un remero iba y venía del puerto, trayendo agua y llevando soldados mareados.
Carlos bostezó y se sirvió una copa de vino antes del desayuno, pero no la bebió. Le encantaba mirar el mar al atardecer, ver el sol fundirse en el agua marina. Destellos de oro sobre cristal fundido. Pero últimamente esa belleza desaparecía cada vez que imaginaba a los buques enemigos en el horizonte. No conocía su número, ni su potencial bélico. Contemplando el mar, recordaba aquella silueta pálida sobre la estantería de la biblioteca. La chica levantaba la mirada obstinada para verlo, y desviaba su atención al libro. No sonreía, no decía nada. Solo estaba allí, eternamente, en su memoria.
Los escorpiones señalaban al mar, amenazantes, con los arpones tensos. La cubierta apestaba a pólvora. Una sola chispa y volaría en pedazos la embarcación. Winker también se veía desanimado en el Urano, solía aferrarse a la proa, perdiéndose en la inmensidad del mar mientras el sol le tostaba la piel morena. El mar traía recuerdos, la mayoría de ellos no eran gratos. Triste, melancolía oceánica. Se comunicaban con gestos. Ojalá el mar Negro se lo trague. Quería desaparecer de toda aquella locura.
Se suponía que debían ser rivales en el negocio de la pescadería, pero con la peste y el deceso de sus padres, el precio del pescado se disparó. Faltaban muchos barcos, así que ambos se unieron para lanzar las redes. Así comenzaron el negocio. Con las ganancias, los ocho barcos de ambas familias se duplicaron. Aunque, la mitad se hundiría... en el peor de los casos.
Nunca había matado a nadie. Ni siquiera se le ocurría intentarlo. Una ballesta colgada de su hombro con una cinta de cuero, oculta bajo la capa marrón, ya desteñida por el salitre. El arma tenía un mecanismo simple de resorte.
«No es para matar a nadie» pensó, raspando las suelas de las botas con la cubierta. En realidad, la tenía para intimidar. Los hombres cuestionaban su autoridad como capitán de la flota por su edad.
El mar lo llamaba con un estremecimiento, quería saltar y perderse en el aceite oscuro. El líquido reflejaba las estrellas como peces plateados. Ojalá muera pronto, pensaba, sería el final de tanta soledad y amor. Melancolía y compañía. Tristezas y alegrías. Quisiera ponerle fin a toda esta locura y no volver a despertar.
Anclados a la costa, el tiempo pasaba muy lentamente. Ese embrutecimiento creaba conflictos. Se habían apuñalado y golpeaba todas las noches de bebida. Todos esperaban terminar en una orgia con sirenas preciosas y no en las entrañas del mar, sepultados por algas. La mesa de los que eran esperados en casa consumía su alcohol mucho más rápido. ¿Pero, adónde pertenecían aquellos que no querían ser nadie? Que no le importaban a nadie. La mesa de los que alguna vez fueron memorables para una alguien especial, consumía su alcohol con lentitud, recordando con dulzura aquellos abrazos cálidos antes de perderse en lágrimas saladas. Las ansias de terminar bajo los sepulcros del fondo oceánico, era peculiarmente dolorosa para aquellos olvidados. Estos desgraciados no adormecían sus sentimientos con alcohol. No... esperaban con ansias su hora. El haber sido torturados por amor los volvió fríos como las fosas abismales. Entre ellos, existían monstruos marinos, cuyo único consuelo era la muerte.
Carlos salió del castillo de proa y miró al horizonte, fastidiado. A estribor el Urano aún descansaba. A babor, La Victoria se mecía sobre las olas como un fantasma, lo seguía Marte, un buque pequeño con un gran cañón en proa, y más allá, continuaba el faro artillado con escorpiones. El espejo cóncavo parecía un prisma gigantesco. Lanzaba destellos incandescentes.
Caminó hasta la popa y avistó el muelle, los soldados se paseaban entre los trabuquetes y los escorpiones. Cargando piedras, pólvora y arpones. En popa, los hombres se reunían para disputarse a las prostitutas. Cinco hombres hinchados y dos mujeres con los ojos cubiertos de lágrimas, los vestidos desgarrados y el rostro adolorido. No fueron sensatas al marcharse, antes que a los tripulantes se les acabarán las monedas.
Sus tripulantes lo respetaban por su liderazgo. Pero los hombres de los Daumier lo consideraban muy joven para comandar. Para su desgracia, aquellos hombres eran de los irritables Daumier.
—Lord Bramante—pronunció uno de los hombres. Se subió los pantalones, exhibía una sonrisa desgastada—. ¿Viene a unirse?
Los soldados rieron. Detestaba aquellas barbas mal afeitadas y rostros curtidos. Eran gruesos como barriles y apestaban a cubas de cerveza. Pobres mujeres, no podía ayudarles. Las prostitutas lo miraron, suplicantes, aquellos hombres las estaban maltratando. Tenían los brazos enrojecidos y las nalgas cubiertas de moretones. No sentía interés por las mujeres que se vendían, pero tampoco las odiaba. Hasta donde sabía, la vida era dura para muchas mujeres. No tenían opciones para comer. Carlos Bramante las miró por encima del hombro, despectivo, si empezaba una trifulca habría muertes.
«No es mi jurisdicción».
En realidad era mentira, no estaba ocupado con la flota pesquera. Tenía tiempo para pensar. Se alejó de allí y lo acompañaron aquellos gemidos de dolor y lloriqueos. Sintió mucha tristeza. Nunca había hecho el amor con una mujer. Sentía cierto interés por la experiencia, pero cuando estaba cerca de una mujer, los nervios se le subían a la cabeza. Cuando era joven, se enamoró de la hija de un noble mago en el Jardín de Estrellas. Ella lo quería... o no. Quizás lo menospreciaba por ser hijo de un pescador adinerado, al igual que todos los jóvenes magos de la institución. Su figura pálida se fundió con la estantería de la biblioteca. Siempre que iba a estudiar, ella estaba allí, leyendo las narraciones del cuentista Vidal Brosse. Los jóvenes magos eran arrogantes, evitaban mirar al resto de estudiantes que no pertenecían a su círculo de aprendizaje.
«¿Cómo se llamaba?».
Lo había olvidado. Sentía ese miedo constante al rechazo... a esa humillación. Intentó hablarle, pero esa chica lo ignoró. No quería una puta o una mujer cualquiera, como las que usaba su padre para engañar a su madre. No, quería una relación. Aunque... tenía miedo a cambiar, que al momento de hacerlo, cambiará para mal. No quería convertirse en otra versión miserable de hombre mujeriego. Cuando encuentre al amor de su vida, iba a cambiar. Nunca le rompería el corazón.
«Me niego a ser igual a todos los hombres—pronunció con convicción—. Los hombres vulgares me desagradan. Solo piensan en las mujeres como objetos. Solo piensan en una cosa. No les importa mentir y dañar a las otras personas. Así que, me niego a ser igual de mierda que mi abuelo y mi padre. Con la misma basura podrida en el cerebro».
No lo entendían. Nadie lo entendía. Quizás el salitre le dañó el cerebro a Carlos. Quería ir contra los instintos y sentía que se perdía de vivir. Respiró hondo. No tenía ningún miedo cuando tenía la cubierta bajo sus pies y el mar lo rodeaba. Nada podía detenerlo. Todos iban a morir. Su padre se disgustaba por razones estúpidas. Ocurrencias que al final las fiebres de primavera se terminaron llevando. ¿Acaso era su culpa intentar ser un buen hombre? Las personas eran crueles. Si Carlos también se sumaba al resto de imbéciles. ¿Podría vivir consigo mismo acaso? Odiaba todo. No tenía a nadie. Estaba en aquel barco obedeciendo, siempre estaba obedeciendo. ¿Cuándo daría órdenes? Escuchó una campanada dulce a la distancia. En el faro brillaba el espejo cóncavo, tragándose la luz del sol.
—¡Barcos enemigos a la vista!—Escuchó un grito viajando sobre las olas.
Corrió a la proa y avistó barcos enemigos en el horizonte, pequeños como juguetes de madera. Acercándose con la luz del mediodía llenándolos de colores opacos y la brisa salada impulsando su movimiento. Los soldados corrieron sobre la proa con las saetas tensas en las ballestas. Algunos temblaban y otros vomitaban por la borda, incluso Carlos sintió náuseas.
Abreud, su primer oficial corrió medio borracho a su lado. Era un tipo robusto y gordo como un barril, con una larga barba blanca y un traje manchado por la sal y el humo. Extrajo su catalejo y miró los barcos enemigos.
—¡Son veinte barcos de guerra!—Anunció a toda voz y la tripulación se puso en movimiento.
—¡Esperemos!—Ordenó Carlos.
A su lado el Urano se mecía con una docena de ballesteros en proa y Winker somnoliento. La Victoria y El Marte estaban alertas. Los muelles preparaban las máquinas. Veía a los soldados cargando los proyectiles con las manos temblorosas. Los barcos enemigos avanzaban, debían estar a cien varas de distancia sobre un mar tranquilo. Las aves huían despavoridas.
—Capitán—Abreud se dirigió a él. Pesé a su edad avanzada tenía una vista muy aguda. Le había enseñado bastante sobre barcos, pero era un inexperto en la guerra—. Vienen en formación. Tienen una docena de hombres en cada galera. ¿Qué hacemos?
—Esperar—terció Carlos—. Tenemos la ventaja de la defensa. Con la artillería, destrozaremos su flota cuando se acerquen al puerto. Estamos anclados al puerto, solo debemos esperar y resistir su azote.
Abreud corrió al mástil y subió por la escalerilla como un lémur hasta las velas enrolladas. Los barcos enemigos crecían en la distancia, así como los nervios de los tripulantes. Carlos fijó los brazos en la proa para ocultar sus piernas temblorosas.
—¡Esperemos!—Gritó el viejo a todo pulmón.
Los barcos estaban cada vez más próximos. Acercándose como demonios en la oscuridad. Los gusanos estaban devorando su estómago. Carlos recordó cuando su padre lo arrojó del risco porque le tenía miedo al mar. Las olas reventaban en las rocas afiladas.
—¡Levanten las anclas!—Ordenó Carlos. Tensó la ballesta con el resorte y cogió una saeta.
—¡Levanten las anclas!—Repitió Abreud con un grito mucho más atronador.
Escuchó el sonido de las cadenas al salir del mar. La fila de barcos se disponía a retroceder. La fila mantenía una distancia de quince varas entre cada embarcación, de manera que cubrían casi todo el puerto. Desde el muelle escuchaba gritos.
—¡Suelten las velas!
Soltaron los amarres y las velas se desplegaron en el momento exacto cuando una ventisca las hinchó. El Túnez se puso en movimiento sobre el agua con una lentitud atemorizante. La cubierta se agitó bajo sus pies. Nunca había tenido náuseas en el mar. Sentía el cuerpo muy pesado y un regusto amargo en la boca. El Urano lo siguió murmurando sobre las aguas. La fila entera se puso en movimiento, a toda velocidad. Los pies le temblaron por la emoción y el temor.
—¡Atentos!—Gritó Carlos, mientras el barco se desplazaba—. ¡Preparen los cañones! ¡Vamos a volar a esos malditos!
Una galera gigantesca apareció ante él como un titán de madera. Enormes velas negras y mástiles gruesos arremetieron contra su barcaza. Los hombres en su cubierta gritaban blasfemias con las ballestas tensas. Levantó la ballesta y disparó al barco enemigo, la saeta se incrustó en la proa y se partió. La espuma reventó en el casco. Aquellos gusanos en su estómago enloquecieron. Estuvo a punto de caerse con la embestida.
—¡¡¡Disparen las ballestas!!!
Una lluvia de saetas cruzó el cielo con un silbido. Las escuchó clavarse en la madera y hundirse en el mar. Tenía la frente perlada de sudor. El monstruo de madera se balanceó y la cubierta del Túnez se llenó de saetas con un millar de silbidos.
—¡Disparen los cañones!
El barco se sacudió bajo sus pies y se tambaleó, escuchó crujidos y las astillas volaron. Otro barco chocó contra el Túnez y el casco se partió. La proa se inclinó. Un hombre saltó al barco con una espada, gritó y se lanzó sobre Carlos, justo antes de caer por la borda, convertido en un erizo ensartado de saetas. Escuchó gritos mientras las astillas volaban. El Túnez se estremecía. La vela estaba en llamas y el mástil se desprendió aplastando La Victoria. El barco crujía bajo sus pies. Las saetas parecían seguirlo. Su barco estaba siendo destruido. Los cañones estallaban estremeciendo a Carlos. Le dolían los oídos.
Abreud apareció ante él con una espada en la mano y dos saetas incrustadas en la barba ensangrentada.
—Capitán—susurró. Tenía el costado chorreando sangre—. Vaya al castillo de proa.
Carlos tensó la ballesta mientras veía por estribor. El Urano se hundía cubierto de agujeros, atacado por dos galeras artilladas. El aire apestaba a pólvora y sangre. Winker les gritaba a sus tripulantes que saltasen del barco cuando un arpón le atravesó el pecho y lo encajó en la cubierta. Carlos escupió, sentía la espuma del mar estancada en las venas. Los arpones les estaban lloviendo junto a los cañonazos. ¿Qué estaba pasando? Corrió a popa mientras los soldados saltaban al agua. Una piedra destrozó el castillo de proa. Uno de los pescadores desapareció en la lluvia de guijarros, con un reguero de trozos sanguinolentos. Una de las putas se arrastraba ensangrentada con la espalda cubierta de saetas. Desde el puerto les caían piedras y arpones. Los Daumier los habían traicionado.
El barco se hundía bajo sus pies con crujidos. La madera se partía. El Marte se partió por la mitad cuando una galera inmensa lo embistió, explotó en un millar de astillas y los hombres saltaron al agua. El mar estaba teñido de rojo y flotaban cuerpos cubiertos de saetas. Muñecos de trapo ensartados de agujas. Su flota destrozada se esparcía, convertida en astillas, hundiéndose en el mar. Los arpones les llovían desde el puerto, atravesando la madera del barco.
Una lluvia de piedras destrozó la cubierta del Túnez y el barco colapsó, partiéndose en tres pedazos. Carlos perdió la ballesta, desarmado, veía como su flota era destruida por las armas del puerto. Sintió que le mordían la pierna. Miró a su espalda y tenía una saeta incrustada en la pantorrilla. El agua espumosa hundía la cubierta. Escuchó un estallido y un calor tremendo le abofeteó el rostro. El ardor rojo le recorrió la cara mientras caía. Su cuerpo chocó contra una superficie robusta y se hundió en el agua salada. Era una estatua de plomo. Los cuerpos se hundían en el agua roja, los cañones giraban, las bolas caían y los arpones cortaban el agua. Descubría a los peces negros mordisqueando narices y orejas. La oscuridad del abismo. Intentó respirar, infructuosamente. Tragó esa agua y la encontró dulce. Escuchó unas risas que lo acompañarían el resto de su vida. Cada parte de su cuerpo clamaba por aire, pero solo respiraba agua.
Una doncella regordeta de vestidos plateados le tendió una mano en la oscuridad, tenía una larga cabellera dorada. Estiró la mano hasta entrelazar los dedos de Marie du Vallée.
«Marie du Vallée—intentó nadar. Le faltaba un ojo. Las criaturas del abismo se lanzaban para destrozarlo—. Ese era su nombre».
Una corriente lo succionó hasta el fondo. No recordó más.
«Capítulo anterior × Capítulo siguiente»