Capítulo 2. Soneto del Amanecer
Capítulo 2: ¿Hablando con las pollas afuera?
Annie levantó la varita, apuntándole.
En ese momento Camielle pensó en dispararle, matarla, sería tan fácil. Dio un paso con la varita en ristre. El prado de flores púrpuras los rodeaba como espectadores inertes. El viento desmenuzaba la corteza de los árboles centinelas.
—Desde las colinas humeantes hasta los bosques silenciosos—anunció Pisarro con el rostro severo. La cabellera rojiza salpicada de canas—. Los desiertos y los ríos al otro lado del mar. Los dioses y los hombres en su eterna batalla por el consuelo. Ustedes, jóvenes, son parte del círculo de Pisarro du Vallée.
El bosque oscuro los encerraba con barrotes de abeto, pino y sauce. Un millar de aromas naturales se mezclaba con la fragancia de canela que exhalaba Annie. Frente a él, se veía como una auténtica maga. No eran los únicos del círculo: con la muerte de Julius van Maslow, Renoir terminó bajo la tutela de Pisarro. El profesor los esperaba detrás de una muralla de tocones. Escogieron un claro iluminado en medio del bosque circundante. Las flores adornaban la hierba primaveral. La luz deformada se filtraba en un arcoiris ante el reflejo de Pisarro.
Camielle levantó la varita de sauce, alerta. Sentía los dedos de los pies entumecidos y una extraña sensación de nostalgia. Desde hace mucho tiempo, quiso un enfrentamiento con Annie Verrochio. Respiró profundamente. La niña había crecido bastante durante el invierno, ya era bastante alta, envuelta en la reluciente capa azul del fallecido Niccolo Brosse.
«Un estanque congelado, su superficie esparcida con hojas marchitas» imaginó la proyección. La sustancia caliente brotó como un chorro azul de la punta de su varita. Annie cerró los ojos, sumergida en sus cavilaciones. La proyección silbó en el aire como una cascada y estalló ante su débil reflejo, lanzándola a la alfombra de flores.
—¡Maldito!—Se levantó, escupiendo briznas de hierba—. No estaba lista.
—Que raro—se mofó—. Creía que eras mejor que yo.
Camielle escuchó un estallido y recibió un fiero golpe en las piernas, se derrumbó de cara contra la hierba. La risa insoportable de Annie retumbó en sus oídos.
«Maldita». Se levantó a toda velocidad y corrió hasta ella. Recortó la distancia a zancadas. Colocó la varita en su cara. Aquellos ojos azules lanzaban destellos de odio.
—No lo vas a hacer porque tienes miedo—admitió, burlona—. Te falta hombría para matar a una mujer.
Camielle apretó los dientes. Una brisa azotó el claro, los pétalos coloridos volaron hasta las copas de los árboles centinelas. Los ojos se le cerraron ante la ventisca furiosa.
—¡Suficiente!—Gritó Pisarro, enfurruñado. Se acercó a ellos mientras la hierba alta acariciaba su túnica malva—. Ustedes son compañeros. Deberían tratarse como tales y no odiarse. Necesitarán el uno del otro para sobrevivir a la batalla que está a punto de empezar.
—Ella no participará en ninguna batalla—replicó Camielle. Guardó la varita en el bolsillo de su pantalón, tenía la capa negra cubierta de hierbajos y pétalos—. Es un rehén. Se quedará con nosotros para atosigar a su ridículo padre.
—Cállate—dijo Annie con el ceño fruncido—. Te mataré cuando pueda.
—Inténtalo y te mataré antes.
—¡Largo de aquí!—Ordenó el profesor Pisarro—. ¡No los quiero ver juntos otra vez! Renoir escolta a Annie al campamento.
Annie maldijo por lo bajo y se fue junto al pelirrojo Renoir. El campamento permanecía oculto bajo los altos árboles del Bosque Espinoso. Un riachuelo discurría en medio de las carpas coloridas que parasitaban las lindes. Finalmente, terminaron con el largo viaje desde Rocca Helena. El ejército se preparaba para sitiar Valle del Rey.
Pisarro lo miró despectivo, los ojos marrones colmados de intriga. Tenía una barba escasa y blancuzca salpicada de rojo. El antiguo profesor de Evocación del Jardín de Estrellas, abandonó su lugar en la Sociedad de Magos para unirse a Seth Scrammer en su rebelión tras la carta que su hermano Sir Cedric le hizo llegar. Los magos tenían prohibido participar en los conflictos políticos, así que después de la guerra, Pisarro debía presentarse o sería tratado como mago negro. Camielle Daumier era un mago no reconocido por la Sociedad de Magos. Era un «mago errante».
—Si ganamos la guerra—Pisarro se rascó la barba—. Annie y los Verrochio se convertirán en una amenaza para los Scrammer.
Camielle se sacudió el polvo de los pantalones y los hierbajos del jubón negro. Veía con celo, a los dos jóvenes alejarse desde los árboles, a través de los ojos de la lechuza blanca. Aquella ave era un receptáculo idóneo para las almas. Una presencia permanecía en ella, pero era muda. Liberó su mente y se incorporó.
—¿Cómo dijo?
—Si ganamos esta batalla, Camielle—Pisarro se acercó, susurrando. Podía oler su esencia, la brisa antes de una lluvia tempestuosa—. Tomaremos la capital y la corona. Lo que significa que la familia real, no serán los Verrochio. Serán los Scrammer.
Camielle frunció el ceño, confundido.
—¿Qué coño me importa la familia real?
—Pues debería importarte—replicó Pisarro. Últimamente estaba más cascarrabias que nunca—. Ya que alguien deberá acabar con la estirpe del rey Friedrich. Sería un inconveniente, si una persona conserva sentimientos por ella.
—¡A la mierda con ella!—Bufó Camielle. No le importaba que desaparezcan a Annie, lo deseaba más que cualquier cosa—. ¡Ella no me gusta, ni nada! Que se muera. ¡Me da lo mismo!
Pisarro asintió, convencido.
—Perfecto, Camielle—se inclinó tomándolo del hombro—. Porque tú deberás matarla.
Se separó de él, inmediatamente, con el corazón a toda velocidad. Las piernas se le entumecieron. No escuchó bien. En ese momento, la varita de sauce le pesó en el bolsillo.
—¿Qué?
—Vaya—sonrió Pisarro—. Así que te encariñaste con ella... después de todo. Bueno, duermes junto a esa bella jovencita. En el Séptimo Castillo, durante las noches de invierno, los vi abrazados. No me sorprende que no puedas admitir lo que sientes. Te conozco. Creí que eras un mago de verdad. Sin emociones, ni ligaduras emocionales al mundo temporal.
«Ella no me gusta» pensó. Apretó las muelas, confundido.
Camielle frunció el ceño, una rabia ciega le nublaba el juicio. ¿Nunca sintió nada por Annie? Era solo una niña presumida. Su cara, sus ojos, su cabello, su andar, sus piernas. No le gustaba nada. Tuvo una idea siniestra.
—¡Bien!—soltó, decidido—. Lo haré. Pero cuando lo haga, quiero que usted me presenté ante la Sociedad de Magos y me otorguen un plazo para estudiar en el Jardín de Estrellas.
Pisarro sonrió, sus dientes amarillentos por el tabaco eran una mueca deforme.
—Muy bien, Camielle. Casi me convenciste. Después que matemos a Friedrich Verrochio. Llevarás a la joven Annie al bosque... para acabar con su vida. ¿Entendido?
—Sí—asintió, cabizbajo—. ¿Por qué debo hacerlo yo?
—Ella confía en ti—Pisarro se encogió de hombros—. Eres la persona que más odia, pero que más admira. Te quiere mucho, pero es una tonta como tú... que se niega a abrazar sus emociones.
—¡No estoy enamorado de ella!
Pisarro bajó la mirada, con una sonrisa pretenciosa.
—Estos jóvenes—murmuró, no supo si estaba triste o eufórico—. No aceptan lo que sienten. Después se quejan de su sufrimiento.
Debía matar a Annie Verrochio. Aquello que anhelaba se volvió realidad. Pero, ¿quería hacerlo? ¿Siempre aceptamos aquello que anhelamos cuando finalmente lo tenemos? ¿Y si no resulta tan grandioso como lo idealizamos? No era la primera vez que mataba a alguien. Matar personas no le causaba ningún problema, a diferencia de los demás. No sentía nada, ni tristeza, ni placer, ni lastima. Estaba vacío. ¿Matar a Annie le produciría alegría o... remordimiento?
Caminó junto a Pisarro hasta el campamento del ejército. Los centinelas de piedra permanecían dormidos entre los árboles sombríos, formando un muralla que cubría el campamento. Una larga fila de enormes figuras de barro cocido, los vigiló con ojos espectrales mientras deambulaban. Eran el arma predilecta del ejército, casi treinta esculturas de hombres gigantes, esculpidos por el Gremio de Magos y artesanos de Rocca Helena. La destreza de Pisarro para la Conversión Energética le permitía dominar a las estatuas de sulfato, movidas por maeglifos.
Un par de hombres le meaban la pierna a una de las estatuas. Se reían entusiasmados. Un brazo de piedra le tomó la cabeza a uno de los hombres y este, le orinó los zapatos a su compañero. Los dedos grises cargaron al hombre con la tripa colgando, derramando sus pantalones.
—¡¿Qué haces idiota?!—Gritó el hombre con los zapatos empapados de orina. Era alto y barbudo—. ¡Me mojaste, maldito borracho!
—La estatua—gimió el otro hombre. Era gordo y se vestía como un vagabundo, estaba muy borracho—. Bájame.
—Yo te voy a reventar la cabeza.
Pisarro y Camielle salieron desde los arbustos. El hombre colgaba del agarre de la estatua de tres varas de alto.
—¿Qué ocurre aquí?
El borrachín abrió la boca al verlos y se guardó la pequeña tripa en los pantalones. La estatua lo soltó y cayó, rodando, al suelo.
—Señor Pisarro—el gordo hizo una forzada reverencia y se tambaleó—. Estábamos… Hablando.
—¿Hablando con las pollas afuera?—Preguntó Camielle con una sonrisa burlona—. ¿Están comparando el tamaño o jugando a los espadazos? Dicen que los hombres cuando se emborrachan, pierden la cabeza y…
—¡No!—Gritó el hombre alto, nervioso—. ¡No, mis señores! Es este maldito borracho, que quería...
—¡No me importa!—Le cortó Pisarro—. Este sitio está prohibido para los soldados.
El hombre asintió y se marchó, rápidamente. El borracho se quedó mirando las estatuas con la boca abierta. Una de ellas estiró un brazo de piedra para agarrarlo, soltó un grito y corrió despavorido, para perderse entre los árboles.
Camielle río por lo bajo.
—¿Sabes quiénes son?
La estatua volvió a permanecer inerte. Su cabeza no tenía rostro, solo algunos Maeglifos de Trasmisión. La tarea de controlar las estatuas, no era nada fácil, porque los más habilidosos en ello; Julius o Janis Joplin, estaban muertos. En realidad, no tenían ningún detalle ornamental. Lo único que compartían con las personas era su forma bípeda, porque los brazos en proporción con las piernas eran exagerados. Parecían los dioses de una vieja civilización marchita.
—El borracho es sir Polanco—explicó Pisarro con el ceño fruncido—. Desde que lo nombraron caballero, por sobrevivir en Rocca Helena, no deja de beber. Es un idiota. El otro, creo que se llama Taumiel. Es un campesino de los Betania que se rebeló. Creí que había partido junto a sir Armistead para atacar las tierras de los Betania. De esa forma, despistar al rey Friedrich mientras nosotros avanzábamos al norte, ocultos en el Bosque Espinoso.
Camielle se separó de Pisarro y llegó al campamento. Un centenar de tiendas acampaban a orillas del riachuelo. Olía a sudor, orina y mierda. Los hombres reían en corros de hasta diez personas. Había putas de Rocca Helena que seguían al ejército, carramotos llenos de armas y suministros. Los caballos no paraban de resoplar atados a los árboles.
El ejército estaba compuesto por cien hombres de Rocca Helena y otros cien de Pozo Obscuro, ambos comenzaban trifulcas entre ellos. Melissa Leroy se unió al ejército con cincuenta soldados que acampaban al borde del campamento. El Sexto Castillo se anexó durante el viaje, con una veintena de magos hábiles que renegaron la imparcialidad de la Sociedad de Magos y para pertenecer a la contienda.
Las tiendas de los nobles eran mucho más grandes y ostentosas, con carramotos cargados de equipaje y forraje. Camielle dormía junto a Annie en la tienda de Affinius von Leblond, el castellano de Fuerte de la Ninfa y comandante de la retaguardia, constituida por hombres de Pozo Obscuro.
En cambio, Lucca della Robbia era comandante de la vanguardia. El frente constaba de soldados de Rocca Helena y campesinos rebeldes entrenados para la batalla. Junto a ellos, atacaría Mariann Louvre, la castellano del Sexto Castillo.
La vanguardia poseía dos grandes catapultas de cuatro ruedas, armadas con pesadas piedras del sur para derribar las murallas. Un trabuquete para lanzar piedras medianas, dos cañones y un ariete gigantesco. La mayoría, armas que les arrebataron a los alquimistas durante la batalla del valle sombrío. Tuvieron que ser reconstruidas por los herreros de Rocca Helena. Gran parte de las armas de asedio se dejaron en manos de la flota de galeras de Pozo Obscuro, al mando del temerario comandante Archer. Las máquinas de la vanguardia solo eran una pantomima. El verdadero golpe lo darían las galeras cuando atracaran en el puerto de la ciudad. El ataque frontal a las puertas sería un truco digno de admiración.
Caminó entre las tiendas y los caballos, intentando no pisar la mierda. En torno a las hogueras de caballeros adinerados, pululaban los hombres ebrios y ruidosos, las putas baratas y los bardos. El bardo Gerard Courbet, cantaba con voz potente a un numeroso grupo de borrachos y putas que depositaban monedas en una vieja olla de hierro. Se apoyaba en una lira de melodías despampanantes.
En una barra de un bar sin motivo de brindar.
Tomé la copa en mi mano envuelto en mi soledad.
Prisionero en la desdicha, fingiendo alguna sonrisa.
Tal vez para no llorar.
Las mujeres se limpiaban los ojos enrojecidos y los hombres asentían con las miradas perdidas. Camielle escuchó sobre aquel mal: los que regresaban de la vanguardia se volvían locos y llorones. La guerra los había trastornado. Les gustaba beber para fingir estabilidad. Aunque, no era la solución. Pronto habría otra batalla y muchos más muertos. Muchos más lunáticos. A veces pensaba en Niccolo, y su trágico desenlace. ¿Si muriera, alguien se pondría triste?
Pensaba en lo que tenía.
Y en lo que hoy ya no tengo.
¡Y que nunca volverá!
Aferrado a los recuerdos.
Añorando tiempos viejos de tanta felicidad.
Pero una voz más hermosa surgió al otro lado, proveniente de un grupo más numeroso. Era una mujer cantando mucho más fuerte. Su voz era como una brizna de menta al respirar y todos prestaron su atención.
Anoche soñé yo contigo del amor que perdimos.
Del amor que yo tanto he sufrido y ahora estoy perdido.
Me decías que me amabas.
Pero a mi espalda tú me engañabas.
Por eso es que nuestro amor ha fracasado.
Gerard enmudeció. Parecía enojado... cuando el grupo que estaba escuchando su canción se dirigió a la fuente de aquella voz. Incluso Camielle fijó la vista hacia la mujer parada sobre el taburete.
Tal vez no sabes cuánto te amé, pero siempre lloré.
Aunque tú nunca mi amor lo hayas notado.
Tus labios me decían te amo y tus ojos me rechazaban.
Por eso es que ahora yo mujer, ya no te creo.
Yo te amé, te adore. No te quiero ver.
El público rompió en aplausos y Gerard se acercó echando chispas. Sus orejas estaban encendidas y apartaba a las personas a manotazos. Olía a sal del mar y tinta negra.
—¿Qué fue eso, Pavlov?—Gritó, alterado. La mujer sonrío.
—Una canción.
El público soltó una carcajada y Gerard se sintió ridículo, incluso Camielle sintió pena por él. Estaba rojo y eufórico.
—Esa era mi canción—replicó con el ceño fruncido. Los ojos amarillos se le oscurecieron y su cabello dorado se agitaba mientras sacudía la cabeza—. ¡Yo la escribí! Tú la robaste.
—Te escuché cantarla, mientras... dormías.
—¡No te quiero escuchar!—Replicó, alterado. Claramente, no era capaz de controlar el filo de sus palabras—. Eres una sucia mentirosa. Ya sé lo que haces, fingiste amarme para que te enseñará y ahora robas mis canciones.
Pavlov tenía los ojos cubiertos de lágrimas.
—Gerard... yo.
—¡Zorra, mentirosa!—El bardo dio medio vuelta y se marchó.
Camielle se movió de su lugar para que el bardo pasará, estaba muy enojado. Pero lo que más lo sorprendió fue que la mujer no corrió detrás de él, gritando como loca. No, lo dejó ir y se derrumbó en lágrimas. No podía entender porqué lloraba, aquel bardo era un idiota por estallar de esa forma. ¿Acaso amaba a ese idiota tal y como era? ¿Por qué lo amaba? Camielle no podía entender las emociones humanas, a pesar de ser un humano. Le parecían incomprensibles, inmaduras e innecesarias.
Se alejó de todas esas personas porque sentía un hueco en el estómago. Llegó hasta un rincón repleto de mesas con suministros, estaban asando un cordero con especias. El cocinero le sirvió unos trozos de cordero y Camielle se robó una hogaza caliente. Cogió una botella de vino de la mesa cuando nadie lo vio y se escabulló fuera de la vista de los cocineros. Caminó, tomando sorbos de vino dulce. Le quemaba el pecho cada vez que tragaba y masticaba cordero.
Encontró a Elias, un niño arquero que comía solo, afilaba las puntas de sus flechas con un cuchillo y pegaba las plumas con resina. Un montón de flechas se apilaban a su lado. Sir Polanco bebía en un rincón, fastidiando al muchacho. Camielle pasó de largo por la tienda de Jean Ahing y otros alquimistas que apestaba a químicos, creando explosivos para las catapultas y los trabuquetes. Se cruzó con Miackola Escamilla en las tiendas elegantes. La mujer pelinegra ni siquiera levantó la vista para mirarlo, olía a incienso. Entró en la tienda morada de Affinius, encontró a Annie y a Renoir besándose. Apretó los dientes y los salpicó con vino.
—¡Fuera de aquí!—Gritó y el pelirrojo se levantó asustado. Cuando salió, Camielle le pegó una patada en el trasero.
—¿Qué te crees, idiota?—Annie se levantó de sobresalto.
Camielle le lanzó un chorro de vino y la empapó. Le gustó el gesto que puso la joven.
—¡Maldito, me mojaste!
—¿Qué vas a hacer, princesa Annie?
La chica se lanzó sobre él y lo derribó, por la alfombra volaron restos de cordero y una botella medio vacía. Estaba ebrio así que no sintió los golpes que le daban, rodaron por la alfombra, tomó los brazos de la joven y la sometió con todas sus fuerzas, se colocó arriba de ella. Se sentía bien tenerla indefensa, se veía preciosa con aquella mirada de incredulidad.
—¡Te odio!—Murmuró Annie—. ¡Ya quiero verte morir!
Camielle soltó una risotada.
—Ya lo creo, princesa.
Lidiar con ella los siguientes días fue mucho más fácil. En realidad, era bastante dócil si no la provocaba. Affinius no apareció cuando el campamento se movilizó, los criados desarmaron la tienda en los carramotos. La peor parte del viaje era cuando tenía que llevar a Annie en el mismo caballo, se quejaba todo el trayecto y sacaba de quicio a Camielle. Los soldados que cabalgaban a su lado se reían de ellos.
—¿Por qué no puedo tener mi propio caballo?
—¿Para qué huyas otra ves?
La primera vez que huyó, la persiguió por todo el bosque hasta que ambos caballos estuvieron reventados. Le propinó un buen coscorrón. Permanecieron en silencio. Camielle no podía sacarse una imagen de la cabeza.
—¿Por qué te besabas con Renoir?
Las orejas de Annie enrojecieron.
—¿Qué te importa con quién me bese?
Era cierto, ¿qué le importaba? Pero de alguna manera, se sentía incómodo con el hecho de que se besara con cualquiera. Su deber era custodiar al rehén. Aunque... con frecuencia se le pasaban por la mente las ganas besarla.
—Me importa bastante—replicó con falso desprecio—. No quiero que lo hagas con nadie, y mucho menos donde duermo.
Annie se dio la vuelta y aquellos ojos azules espectrales lo escudriñaron, muy cerca. ¿Qué había detrás de aquella mirada? Tenía piel clara y labios rosados. Los árboles centinelas se abrían paso para cuidarlos en su cabalgata.
—¿No quieres que besé a otro chico?
—No.
Annie se acercó, aún más. Tanto que podía sentir su respiración. Estaba muy cerca y a Camielle se le ocurrió besarla con un escalofrío. Detuvo el caballo.
—¿Estás enamorado de mí, Camielle?
—¡Enamorado una mierda!—¿Se habrá sonrojado? —. ¿De ti? Jamás.
—Ya veo—Annie se enderezó en la silla—. Fue él quien lo hizo.
—¿Qué cosa?
—Renoir—contó—. Él me besó cuando entramos a la tienda. Me lanzó sobre la alfombra y no pude resistirme. Yo... quería.
—No me importa.
—De todas formas, gracias por espantar a Renoir—vociferó—. Él no me interesa.
El campamento se instaló dos horas antes del atardecer en el Bosque Espinoso, que circundaba Valle del Rey. Podías ver las murallas de la ciudad sobre la copa de los árboles. Al día, justo al amanecer el ejército se movilizó al valle. El rey Seth Scrammer envuelto en una gruesa armadura roja, encabezó la vanguardia seguido de Lucca della Robbia y la caballería. Las máquinas de asedio permanecieron en la retaguardia. Camielle permaneció en el bosque junto a Annie mientras el ejército formaba filas en el valle, con el retumbar de la tierra despertando al mundo. Mariann Louvre montaba un corcel bayo junto a su deslumbrante batallón de magos de capa roja. Seth Scrammer dio una orden y los cuernos de los caballeros sacudieron el aire con su singular sonido.
Aquellas murallas abarcaban trescientas varas de distancia y unas sesenta varas de altura, encerrando la ciudad con un abrazo de piedra. Desde las almenas, veía pequeñas cabezas señalando las filas de la vanguardia de rebeldes: caballería, lanceros, ballesteros y mosqueteros que amenazaban las murallas. El flanco derecho lo ocupaban los Leroy, comandados por la mismísima Melissa Leroy en un corcel blanco y una armadura sencilla y el izquierdo estaba compuesto por el Sexto Castillo, comandados por la castellano Mariann Louvre.
La retaguardia mucho más numerosa permanecía en el bosque, instalando las máquinas de asedio y tomando posiciones, estaba conformada por arqueros y escuderos. Renoir corría entre las máquinas de asedio, transportando barriles de pólvora. Los dos trabuquetes, catapultas y cañones parecían escasos ante las altas murallas y sus puertas de bronce reforzado. Altas y con diseños de bestias. Friedrich se tomó la molestia de prepararse para un sitio. ¿Cuánto tiempo resistiría sin suministros?
El profesor Pisarro caminó hasta él desde el bosque, parecía sereno y silbaba. Annie parecía inquieta en la silla de la montura. Camielle sentía flojas las piernas colgantes, quería bajarse del caballo.
—Camielle—pronunció cuando estuvo junto a él. Mirando las filas del numeroso ejército, organizado en el valle—. ¿Qué puedes ver?
Camielle cerró los ojos, buscando al pájaro y se desprendió de su cuerpo con un frío negro. Contuvo el aliento hasta que pudo levantar el vuelo. Convertirse en aquel pájaro era como deslizarse un anillo al dedo. El fragmento de un alma permanecía atrapada allí. Recordaba un gran ventanal y un cielo inmaculado. Una profunda tristeza. El olor mentolado de un pentagrama de sal roja.
El valle se empequeñeció y los trescientos soldados parecían hormigas organizadas en filas. La muralla se acercó a toda velocidad. En ella veía a hombres corriendo en múltiples direcciones. Se gritaban cosas que no entendía. Un viejo lenguaje que olvidó. Tenían grandes ballestas con tenazas, al menos una docena se extendía a lo largo de la muralla. Gruesos tubos negros sobre dos ruedas de madera. Hombres con artilugios de madera tomaban posiciones. Regresó, cuando un cuerno resonó dentro de su cabeza. El ejército rebelde soplaba sus cuernos de batalla. Sintió náuseas al regresar tan repentinamente.
—¿Hay algo interesante?—La voz persuasiva de Pisarro lo trajo de vuelta.
—Tienen escorpiones a lo largo de la muralla—explicó Camielle, pasándose la lengua entumecida por los labios—. Los armaron con largos arpones. Tienen al menos una docena de cañones y ballesteros.
—Bien—asintió Pisarro—. Esta es una batalla tecnológica, pero la muerte es ajena a todo. No pertenecemos a esta batalla, pero esta batalla nos pertenece.
Antes de marcharse, le dirigió una mirada conspirativa a Camielle. Annie se revolvió en la silla.
—¡Derriben ese muro!
El ejército gritaba, encolerizado. Seth Scrammer trotó a lo largo del ejército, entre la vanguardia y el flanco izquierdo. Atacarían a la puerta central al mediodía. Enseguida tomarán el puerto, la puerta sería derribada con la señal.
—¡Derriben la puerta!
Los cuernos resonaron. Llegó el mediodía y el ejército esperaba ante las miradas severas de la Guardia de la Ciudad en la muralla. De la puerta principal, la gruesa plancha de bronce, salieron una docena de jinetes. Los lanceros se prepararon, pero el rey Seth los detuvo. Los jinetes se acercaron al ejército y el pájaro blanco sobrevoló sobre la cabeza del pelirrojo rey. Podía mirar a los jinetes con su aguda vista, eran esbeltos y vestían de negro. Sus cabellos plateados lanzaban destellos. Eran los Daumier. La familia de Camielle, junto a otros extraños que desconocía.
—Un gusto rey Scrammer—se presentó Johann Daumier, su padre, con un reverencia—. Soy Lord Daumier y estos son mis familiares Alissa y Samael.
Su madre tenía la misma mirada inexpresiva. Camielle era el fruto del incesto. Una barbaridad. Su sangre estaba maldita y su destino fue siempre ser marginado. Por eso huyó de su futuro y se unió al ejército de los dragones. Seguro su padre estuvo feliz de que desapareciera. Su familia se debió alegrar cuando por fin lo dieron por muerto. Johann Daumier era un cínico. Lo había matado más de una vez. Su tío Samael, era aún peor. Aunque, Camielle rompió las reglas al realizar canibalismo. Los Daumier estaban acompañados de emisarios, con ellos estaba una mujer llamada Anaís Ross con una capa azul y sus guardias.
—El Comandante de Guerra y la Jefa de la Guardia—susurró Camielle en voz baja—. Están negociando, pero solo escucho fragmentos.
—¿Tienen a la niña?—Dijo una voz de mujer.
Una voz gruesa y áspera rompió el silencio.
—No, querida Anaís. Lo lamento, pero no podrás despedirte de tu amado Friedrich
¿Era la voz de su padre?
Un caballo resopló, asustado. Escuchó un murmullo y los animales enloquecieron. El caballo de Anaís se levantó en dos patas y la derribó de la silla. Levantó el vuelo, rápidamente. Escuchó gritos y golpes. Regresó a su cuerpo con brusquedad. En el frente escuchaba gritos y los soldados estaban ansiosos ante una polvorienta nube de caballos. Un cuerno sonó desde las murallas. Se las arregló para mirar a través de los ojos del pájaro: caballos enloquecidos pisaban capas azules, ensangrentadas, con quejidos de dolor. Un temblor lo sacudió de la silla, con un retumbar.
Desde los árboles emergieron una treinta de estatuas. Ocho de ellas, cargando el inmenso ariete de roble con cabeza de hierro. Las otras estatuas empuñaron gruesos escudos, conformados por tablones. Servían como una barrera. Un millar de sonidos diferentes despertaron ecos en el valle. No supo cuál fue primero: el relincho de los caballos, los trabuquetes, las catapultas accionados, los gritos, cuernos o el silbido de las saetas. La veintena de colosos de piedra avanzó con pisadas resonantes. Un millar de gritos se alzaron ensordecedores mientras la vanguardia avanzaba a la puerta, detrás de las estatuas.
La retaguardia disparó las máquinas. El aire se llenó de piedras. Los cañones estallaron con un estruendo. Uno de los colosos se partió en dos cuando una bala lo alcanzó. Las saetas les llovían a las estatuas. Un arpón fue proyectado directamente hasta una de las cabezas de las estatuas y la derribó. Camielle espoleó el caballo y trotó por la hierba pisoteada, dejando atrás a los lanceros de la retaguardia. Un trabuquete arrojó un barril de una sustancia extraña que explotó al otro lado del valle. Cubriendo la muralla con un espectro de fuego azul. La puerta crujió cuando la embistieron con el ariete, pero no cedió. Desde arriba le llovían arpones a las estatuas, pero sus escudos los protegían. Una proyección pasó volando cerca de su cabeza con un zumbido caliente.
—¿Qué haces, Camielle?—Annie estaba pegada a su cuerpo.
Un arpón silbó desde la muralla y atravesó a un jinete que trotaba junto suyo, cubriendo el suelo de vísceras. La sangre le salpicó la cara, apresuró el caballo. El ariete golpeó la plancha de bronce y las anillas saltaron. Mariann Louvre y las magos de rojo disparaban a los cañones en las murallas. Les estaban lloviendo piedras.
—¿Camielle? —Annie se escondió entre sus brazos—. No podemos estar aquí.
Los cañones estallaron en humo negro desde la cima de la muralla y el valle se cubrió de gritos y explosiones. Tenía el cabello lleno de tierra y piedritas. La puerta volvió a crujir con otra embestida. No resistiría mucho. El humo no lo dejaba ver. Los jinetes y soldados aparecían frente a él en un limbo. Estaba cegado por el polvo y la suciedad.
Llegó hasta los Daumier, parecían esculpidos en piedra sobre las monturas. No podía distinguirlos por el humo que ocultaba el cielo. Escuchaba estallidos y veía proyecciones luminosas volar hasta la muralla. Uno de los guardias cayó desde esa altura y el humo no lo dejó ver como se despedazaba. En el suelo yacía la tal Anaís Ross, pisoteada por los caballos hasta la muerte, de su rostro no quedaba gran cosa y la capa azul de su rango estaba teñida de sangre.
Johann Daumier reparó en él... y sonrió. No era una sonrisa ridícula, tenía algo de tristeza y satisfacción en ella.
—Estás vivo.
Su madre Alissa lo miró con lágrimas y una sonrisa esperanzada.
—Hijo—sollozó. Camielle sintió una incomodidad en la garganta—. Al fin regresaste.
Un arpón silbó y se clavó en el cadáver de Anaís. Las varitas disparaban en la oscuridad. Escuchó un desgarro detrás de la cortina de humo negro. Un relámpago azul cortó la cortina de humo negro. Una explosión. El cielo se cubrió de piedras, llamas y saetas. La puerta crujió y un cuerpo de piedra colapsó a lo lejos. Una piedra gigantesca pasó muy cerca de su cabeza. No sintió cuando Annie se bajó del caballo y huyó despavorida.
Escuchó otra embestida y la puerta de bronce reforzado se partió en dos, seguido de fieros gritos de espanto.
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