Capítulo 3. Sinfonía de los Espíritus
Capítulo 3: Flores de Hielo.
Siempre tenía aquel sueño. Congelado en su memoria como una realidad de la que estaba condenado a despertar. En ella, abrazaba a Maela y sentía un descarrilamiento de emociones... Y Samael lo mataba al clavarle un puñal en el corazón.
Anastasio recorrió la gruesa cicatriz plateada en su pecho.
La figura de gabardina negra lo seguía desde haca varias calles. Anastasio dobló por un callejón de edificios recortados y pintarrajeados con colores apagados. Estaba anocheciendo y las tonalidades purpúreas se fundían en el cielo nublado... Una batalla de azur y rosado que estaba condenada a la pérdida. Miró por encima de su hombro al cruzar una calle repleta de agujeros y vio al hombre de holgada vestimenta y sombrero de copa, dirigirse a él con zapatos apresurados sobre la acera polvorienta.
Lo habían encontrado. No sabía cuánto tiempo estuvo atrapado en el hielo, inmerso en sueños ahogados. Abría los ojos cada cincuenta años y veía a los peces oscuros nadar en el agua turbia y los tentáculos de arena removerse en el fondo acuoso. Estaba en su tumba de hielo y perdía el sentido de la realidad. Se ahogaba en un océano de tinta negra y escuchaba la voz de Maela desde el otro mundo. Una melodía y las flores de hielo se evaporaban con tristeza.
Su último abrazo y la sensación cálida del crecimiento del milagro. Y la tristeza ciega que lo rompía por dentro.
—Esto es imposible—una silueta disuelta en el hielo translúcido lo miraba con detenimiento. La voz etérea llegaba hasta él desde el grosor congelado. Un goteo incesante—. Los mitos eran reales. Sí existen los demonios del frío.
—Estaba enterrado en el lecho fangoso del Aguamiel—otra voz lanzaba destellos de luz penetrante—. A orillas de la antigua Rocca Helena. Donde construyó su Palacio de Hielo y maldijo la isla con un invierno perpetuo.
—Maela...
—¿Ha dicho algo?
—Lleva mil años congelado... Está muerto. Que no esté momificado es incertidumbre.
—Lo siento...
Una mano pálida se posó en la superficie translúcida y se partió. Escuchó un crujido. Anastasio gritó, adolorido. Vio luces coloridas y fogonazos. Escuchó gritos y un corredor de piedra cubierto de sangre se abrió paso ante sus pies. Estaba adormecido, sediento y adolorido. Aún no despertaba de sus sueños de hielo y muerte.
Un mar negro se agitaba, embravecido ante sus ojos. Las olas violentas reventaban sobre las rocas con descargas de espuma salitre. Anastasio abofeteó aquella brisa con un manotazo y la marea se convirtió en un valle de hielo blanco y azul. Las sombras lo perseguían en sueños.
Lo habían encontrado, lo perseguían. El corazón se le aceleró y comenzó a notar su respiración congelada en el húmedo aire del pueblito caluroso. Dejaba huellas congeladas en la acera y su sudor eran copos de nieve que se derretían rápidamente. Transcurrieron mil y un canciones desde que murió. Una sinfonía interminable de vida y muerte bajo el hielo. Siendo adorado por seres acuosos que se removían en las profundidades viscosas del agua. La música de los espíritus era indetenible.
Anastasio llevaba un abrigo de mangas largas, guantes de cuero y pantalones de mezclilla. No estaba acostumbrado a esta época de edificios lúgubres y calles negras... Donde las personas proliferaban como ratas y manejaban trastos de metal que despedían un aroma acre. Mil años enterrado en el hielo, siendo consumido por su propia magia y caos.
Los ojos color sangre de Samael lo miraron fijamente, con melancolía y... el puñal afilado se abrió paso a través sus costillas con un silbido. El vapor lo envolvió y...
Llegó a una playa de arena plateada a través de un valle congelado. Recorrió bosques lluviosos, valles montañosos y crecidas estrepitosas. Se adentró a una cueva en la abertura de una colina y esperó... La lluvia retumbó como una lluvia de espadas. No supo cuánto tiempo estuvo allí, esperando y viendo la luna gibosa crecer y morir. Esperaba, intentando recordar una música silenciosa. Escuchó la voz de Maela y el tiempo transcurrió...
El mundo parecía un sueño del que despertaría después de esperar lo suficiente.
Nació el día más frío del mundo. Cuentan que un espectro de neblina se paseó a través de una tormenta de invierno. El frío traspasaba las paredes, ventanas y cortinas. Los niños que nacen en invierno no viven mucho, pero ocurrió un milagro: un niño nació cubierto de una placenta azul. Era tan pálido que no pensaron que viviría al amanecer. Su madre era virgen cuando salió embarazada, por ende, su familia creyó que mentía y la desechó con el bastardo en el vientre.
La pobre mujer fue acogida por una iglesia de sacerdotes del sol, y dio a luz a Anastasio durante el invierno crudo en una noche de tormenta que cubrió la Tierra del Silencio con oscuridad y muerte. El niño sin nombre tenía ojos de hielo como el cielo despejado, el cabello de un blanco pálido y labios azules. No lloró cuando nació, solo abrió los ojos al ser desprovisto de la mantilla de carne que lo envolvía... y volvió a dormir. Era un niño del invierno. El hijo de una bruja al fornicar con un demonio.
Un niño que revolucionaría la historia de una isla sin esperanza.
—Anastasio—el espectro de Maela se apareció ante él con la trenza color miel recogida. Sus ojos eran dos estrellas de un verde primavera. Vestía flores de hielo sobre la piel suave—. Llevaste la muerte y la hambruna a nuestra isla.
Anastasio se abrazó las rodillas frías. Los ropajes que llevaba se redujeron a harapos.
—Lo siento, Maela. Yo...
La mujer le dirigió una mirada despectiva que lo rompió.
—Eres un demonio sin corazón.
—No eres real.
—Has destruido todo lo que amaste.
—¡Desaparece!
Anastasio levantó las manos ennegrecidas y el hielo cubrió la cueva. Las paredes se llenaron de escarcha en un parpadeo... Sus brazos se congelaron hasta el codo. Maela había desaparecido y en su lugar quedó la silueta vacía de un hombre altivo de edad avanzada y túnica oscura. Tenía el cabello negro salpicado de canas y peinado a los lados de la cabeza.
—¿Qué eres?—Dijo, con voz de mártir. Su rostro arrugado dibujó una mueca solemne y sus ojos oscuros parecían lanzar destellos. Le pareció notar un tono rojizo en sus pupilas—. Nunca había visto nada como tú.
Anastasio escudriñó la figura oscura. El hielo cubrió toda la cueva, salvo al hombre misterioso... y a su espalda se extendía su sombra por la pared de la cueva, completamente desprovista de escarcha. En sus pies descalzos se amontonaron pequeñas montañas de sal. Olía a tinta, herrumbre y salitre. Se asustó, y se arrastró lejos del mago negro.
—¡¿Quién eres?!
—Se han levantado reyes y monstruos como nosotros mientras permanencias atrapado en el hielo. Por centurias he cantado tu triste canción. ¿Qué se siente morir? Viste a los dioses, o... solo hay oscuridad para ti.
—Después de la muerte, solo existe el hielo.
El mago abrió la boca en una mueca de maravilla.
—No tienes alma—sus ojos negros parecían sondear en lo profundo de su mente—. Nunca podrás cruzar al otro lado, y cuando mueras... desaparecerán tus sueños.
—Yo nunca voy a morir—dijo con aflicción. Recordó el puñal de Samael atravesando su congelado corazón.
—Todo lo que vive en este mundo ha de encontrar la muerte. Ningún espíritu regresa cuerdo de esta sinfonía de sufrimiento, dolor y felicidad—el mago negro juntó las manos en su espalda y caminó por la alfombra de hielo. Dejaba pequeños charcos de agua salitre allí donde caminaba—. ¿Cuál es tu sueño de redención, Archímago de Hielo?
—Yo...
El hombre levantó una mano de largos dedos.
—Ya lo sé, no hace falta decir más—frunció los labios y las arrugas de sus mejillas se tensaron—. He cantado esa canción demasiadas veces. ¡Maldición! Conozco bien el deseo egoísta de tu alma—miró la entrada de la cueva y los tentáculos de luz rectaron hasta sus pies envejecidos—. Recuerda bien estas palabras porque será tu camino a lo que más anhelas: tendrás que viajar a una tierra de verano eterno y esperar que la luna y el sol se encuentren. Allí, encontrarás una Puerta de Piedra labrada por los Primigenios para cruzar a través del universo.
Anastasio apuró las zancadas y se deslizó a través de un callejón donde dos edificios de piedra se alzaban ante el anochecer. La neblina había descendido sobre las lomas, causándole una ceguera fantasmal. Esperó pacientemente a que la niebla los cubriera, y los pasos del perseguidor se detuvieron. Veía su silueta borrosa a través de la cortina de nubes. Los cúmulos de energía se agitaron, eran ondas plateadas que lanzaban vibraciones. Percibió un olor a ozono y un chasquido llegó hasta sus oídos.
Anastasio levantó una mano y descargó un torrente glaciar con un entumecimiento. La energía salió de su cuerpo con un silbido. Vio un sombrero de copa volar a través de la niebla y un destello de chispas cuando ambos rayos se encontraron. La energía chocó, silbó y desprendió un fogonazo de vapor y chispas moradas.
La energía se filtró a través de su cuerpo y sintió el pecho muy caliente. Anastasio exhaló un vaho de aliento frío y escuchó el fogonazo de una proyección. Se cubrió con los brazos y el estallido de polvo helado lo cegó. Una sombra escarlata caminó hasta él, la holgada túnica le concebía un aspecto lúgubre y la máscara de plata inspiraba temor: un zorro de orejas puntiagudas. La varita soltaba chispas violáceas.
—Anastasio—proclamó con una voz profunda—. Sin amores, ni rencores.
Había visto aquellas túnicas y máscaras en sus sueños sangrientos. Cultos de magos negros y pesadillas. Tiempo atrás, realizó el Juramento de los Magiares ante los sesenta y seis peldaños de la Iglesia del Sol. Tiempo atrás, fue un mago negro perseguido y...
Anastasio levantó las manos ennegrecidas por el frío.
—¿Dónde está la Puerta de Piedra?
El Zorro emitió un resoplido y levantó la larga varita de espino. La neblina flotaba a su alrededor en forma de tentáculos violáceos. Olía a fermento, alcohol de madera y ropa vieja. La quintaesencia de aquel mago se condensó en el aire ionizado cuando apuntó a Anastasio.
—Un cielo negro lleno de brillantes estrellas azules—conjuró el mago.
La varita dejó un trazo de chispas violáceas y vomitó una centella de plata ardiente. Anastasio respondió con una descarga energética que se convirtió en un chorro de aguanieve y hielo... Y el relámpago se abrió paso a través de su magia esparciendo un olor a metal quemado. Debía estar muy débil, porque no podía darle forma a su evocación. Una jauría de perros embravecidos chocó contra su cuerpo, bañándolo con una descarga punzante.
Pudo resistir el chorro de plata y gritó, ante la electricidad que lo sometía. Cayó sobre una rodilla con un entumecimiento, deslizó una mano por el suelo y descargó una buena cantidad de energía negativa. Vio como las flores de hielo crecían a su alrededor: en el suelo, en las paredes y a los pies del mago.
El Zorro agitó la varita y las flores blancas saltaron, en pedazos.
Anastasio se irguió y descargó un fogonazo. El Zorro se protegió con un reflejo y el trozo de hielo estalló ante él, sin tocarlo. Su túnica se cubrió con polvillo de nieve.
El mago escarlata levantó la varita, el mago de hielo levantó sus manos y... lanzaron rayos purpúreos, azules, blancos y potentes fogonazos. Las paredes se cubrieron de trozos de hielo, destellos, y fogonazos electrificados. Con cada chorro de esencia que recibía en su cuerpo se llenaba de energía ionizada. La vestimenta se rasgó y saltó en jirones chamuscados. Su piel gris se tornó de un tono azulado, congelado... y sus ojos refulgían como dos estrellas incandescentes.
—Eres como una batería—notó el Zorro agitando la varita humeante—. Pero, no existe mago que sobreviva si le separan la cabeza del cuerpo.
El mago escarlata trazó una línea con la varita encendida y una serpiente purpura saltó a Anastasio. El arco retorcido viró en el aire y se encontró con un pilar de hielo translúcido que se transformó a su vez en una serpiente de escamas cristalinas. Las serpientes se mordieron, chocaron y se embistieron en una danza voraz.
Escuchó un cañonazo.
Vio un destello a través de la niebla y sintió un mordisco cálido en el estómago. En su abdomen apareció un agujero que ennegreció al instante, y la sangre brotó, congelada. El Zorro portaba un arma diminuta en su mano. Una pistola.
Anastasio se palpó la herida sangrante: el agujero le atravesaba y la sangre se congelaba. La sangre negra caía a la nieve. Gotas rojas, y flores de hielo.
Una sinfonía de vida y muerte que estaba condenado a sufrir hasta el fin de los tiempos. Una sinfonía de amor y soledad. Maela y Samael... y Anastasio muerto.
Una daga candente que se clavaba en su pecho y las lágrimas de un amor destrozado.
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