Capítulo 25. Balada del Anochecer

Capítulo 25: ¿Quieres que te penetre?

Miro tus ojos y no eres feliz.
Y tu mirada no sabe mentir.
No tiene caso continuar así...
Si no me amas, es mejor partir.

La voz de la barda llegaba a sus oídos a través de las delgadas paredes de madera envejecida. Clemente se acurrucó junto a los senos de Rosbel y se dejó llevar por las caricias.
—¿Cuántas noches vamos a hacer esto?
—¿Hacer qué?—Preguntó Clemente, adormilado.

¡Desde hace tiempo, ya nada es igual!
¡No eres la misma y me tratas mal!
¡Y ante mi Dios te podría jurar!
¡Cuánto te quise y te quiero!
¡Todavía!

—Esto—se quejó la prostituta—. Vienes cada ciclo y me pagas por una noche de compañía. Me haces acariciarte hasta quedarte dormido. Es tan... silencio. No dices nada, no me tocas, y—se sonrojó—... No me penetras.
Clemente levantó una ceja, dubitativo.
—¿Quieres que te penetre?
—No lo sé, me aburro.
—Deja de hablar que interrumpes la canción.

¡¡¡Adiós amor, me voy de ti!!!
¡¡¡Y esta vez para siempre!!!
¡¡¡Me iré sin marcha atrás, porque sería fatal!!!

Rosbel se revolvió en las sábanas y rebuscó en sus ropas gastadas para quitárselas. Clemente la detuvo, tomando sus muñecas con fuerza. La mujer soltó una risita y estudió sus manos mutiladas...

¡ADIÓS AMOR, YO FUI DE TI!
¡¡¡EL AMOR DE TU VIDA!!!
¡COMO ME DUELE PERDERTE!
¡ME RESIGNARÉ A OLVIDARTE!
¡¡¡PORQUE ME FALLASTE!!!

Los ojos verdes de Rosbel lanzaron destellos dorados.
—¿Qué te pasó en esa mano?
Clemente flexionó los dedos de su mano mutilada. Le faltaba el meñique y falanges de algunos dedos. La cicatriz la cubría de forma desastrosa. Había perdido aquellos trozos por el desperfecto de una de sus pistolas durante las pruebas...
—Detuve un hechizo de Gerard Courbet con esta mano—contó, sonriente—. Se me deshizo en sal, endiabladamente picosa y ácida. Justo antes de que lo matará.
—¿Es verdad que tú mataste a Courbet?
Clemente se encogió de hombros.
—La gente dice muchas cosas de mí.
Apretó los labios. La música del laúd se detuvo, Ángela debía estar tan borracha... que se quedó dormida en la silla. Por allí decían que un apuesto Mago Rojo le pidió matrimonio, pero murió durante las revueltas del Rey Dragón. Ahora, esa mujer triste cantaba todas las noches y se emborrachaba hasta el culo con ron añejo y vino avinagrado. Cantaba bien, sus prosas podían embellecer un día gris, y nublado.
—¿Sabías que hablas dormido?
—Voy a cambiar de prostituta.
Rosbel soltó una risita traviesa y le acarició las orejas con ternura.
—Lloras dormido y siempre llamas a una tal Delaila. Es como si huyeras, como si... hubiera una guerra sangrienta dentro de tu cabeza. Cada vez que duermes, vuelves al fragor la batalla escrupulosa.
—Es complicado—Clemente chasqueó la lengua—. Soy complicado, no espero que me entiendas. Nadie lo hace, ni siquiera yo me entiendo.
—¿Eres eunuco?
Clemente frunció el ceño.
—Hasta donde sé... Tengo un miembro intacto.
—Entonces puedes saciar tus necesidades con mi cuerpo... como los otros hombres.
—No soy como los otros hombres—frunció los labios, irritado—. No tengo las mismas necesidades, y no pienso como ellos. Y todo lo que amo, lo hago solo.
—¿Y la niña?
—¿Por qué las mujeres son tan curiosas?
—¿Por qué los hombres son tan amargados?—Rosbel le lanzó una mirada de reproche—. Se la pasan todo el día con el rostro cansado y enmarcado de ojeras. No dejan de trabajar nunca en su vida, salvo cuando enferman o mueren... Y siempre están irritables. Nunca quieren hablar de sus problemas, sin tener las narices embarazadas de licor. Se guardan todo lo que los hiere por años, renuncian a su humanidad por cumplir un papel absurdo y terminan suicidándose. ¡Me parece una estupidez!
—A nadie le importa—se encogió de hombros—. Somos hombres, debemos aguantarnos todo y llorar a escondidas. Debemos actuar como autómatas de hierro, siendo sacos de carne. Odio eso, ¿sabes? Todos lo odiamos. Pero, si le contamos nuestros problemas a alguien que nos importa de verdad, perdemos su respeto, amor y admiración. Es por eso que el amor es un antídoto, y un veneno...  Nos cura las heridas del pasado y nos abre nuevas para devolvernos a la realidad.
Rosbel se cruzó de brazos, pensativa. Clemente se levantó de la cama y se peinó con las manos el cabello revuelto. Algunas veces, la prostituta podía ser fastidiosa, pero se estaba acostumbrado a su cariño.
—¿No vas a dormir conmigo?
—Ya vuelvo—cogió la pistola de boquilla ancha y la guardó en su cinturón—. Espérame, y te pagaré el doble.
Rosbel se sonrojó, pero sabía que eran mentiras. Debía estar contenta de tener un Clemente que no se la metía hasta por las orejas. Eusebio Desiderio recibía montañas de dinero de parte de Samael para organizar festivales repletos de duelos de magos, música soez, banquetes inconmensurables repletos de bebidas de todos los tipos y sustancias con efectos de lo más divertido... Estas fiestas terminaban en verdaderas orgías. Duraban de un ciclo, a una luna... y las prostitutas terminaban con los coños adoloridos, y los agujeros usados hasta el abatimiento.
Por supuesto, pensó Clemente, todo era una pantomima para entretener al populacho. Los miles de habitantes de los barrios de Pozo Obscuro nunca se levantarán contra los que les proporcionan tan exquisitas festividades. No importa la esterilidad, ni los autómatas ocupando todo el trabajo, ni los hilos que se estuvieran moviendo en las sombras... Mientras ellos tengan placer y desdicha, estarán eternamente controlados. Incluso si los arrastran uno a uno al abismo del exterminio, si tienen cerveza, sexo y juego... Nunca se darán cuenta.
Clemente entró en la habitación contigua atravesando varias cortinas de satén y, contempló a la niña recostada en la cama con dosel. Dormía, angustiada, un revoltijo diminuto de cabello rojizo y piel pálida. La pequeña Agnes suspiró y se estremeció entre murmullos.
La Orden de la Integridad lo perseguía. Desde que escapó de la matanza en el Jardín de Estrellas, se abrió paso entre los cadáveres y las quimeras, monstruos de espanto, en lomas nubladas y escurridizas donde la aguanieve convertía todo en un lodazal. Junto a él escaparon muchos otros, que fueron despedazados por los monstruos del Homúnculista. Y tuvo miedo, durmiendo con las piernas atadas en las gruesas ramas de los árboles aún desnudos... asustado. El sonido de los gritos y los aullidos se alzaba en medio del bosque a mitad de la noche siniestra. El bosque tenebroso y espinoso lo envolvía con luces blancas y espectros susurrantes que lo escudriñaban desde las sombras horribles.
Durmió poco, comió tiras de cecina, pescado en salazón y cerveza espumosa. Estaba prohibido encender fuegos porque un brujo encendió una hoguera para curarse de los temblores y cuando despertó... se lo estaban comiendo unos seres repulsivos. Clemente utilizó el calor de su cuerpo y la Maeglafia para sobrevivir: derretía la nieve y la hervía con espinas de pino, y utilizó glifos brillantes en árboles para atraer a las quimeras.
Aleister Crowley y Elphias Levi desaparecieron del patio del castillo cuando todo se cubrió de tinieblas. No supo nada más de los Sonetistas... El enjambre endemoniado carcome hasta los huesos negros, y los recuerdos de pecados inhumanos se deshacían en un océano oleaginoso y miasmático. Cuando llegó a Pozo Obscuro, se corrió la voz de que el Asesino de Magos traición a los Sonetistas y mató a Gerard Courbet, causando un motín que aprovechó Giordano Bruno para liberar a sus creaciones. Monstruos de ojos brillantes, pieles chamuscadas y rostros agonizantes.
—Clemente...
Nay fue convertida en pulpa quemada y chorreaba grasa sanguínea. Olía a carne asada y pelo quemado... Sus recuerdos estaban fragmentados. Todo lo que veía era oscuridad y demonios. Un valle enlosado cubierto de cadáveres pestilentes, moscas sanguíneas y sueños carbonizados hasta las cenizas. La había amado en la oscuridad, besó sus labios melosos, tocó su piel suave y penetró en su intimidad. Y ella yació en un charco de tiras de piel y grasa amarillenta... Perdió a su madre Delaila y a su familia. Todo por lo que luchó y asesinó había muerto en aquel valle de pecados.
Samael Daumier traicionó a los Curie. Rodeó la casa de asesinos despiadados disfrazados de bardos para capturar a todos los habitantes en aquella mansión grotesca de estatuas guarras e increíbles. Los cantantes desafinados entonaron la canción de los Sonetistas del Fin de los Tiempos en nombre del traficante, y durante el estribillo sacaron los puñales y las ballestas. Eurasia Curie se puso a gritar y le metieron una saeta en la boca. Estuvieron jugando con ellos, a Sofía Lumiere la desnudaron junto a todas las criadas y les disparaban saetas en apuestas lascivas. A los criados les cortaron el miembro y esperaron a que se desangrarán, mientras presenciaron a sus esposas ser humilladas en procesión descarada.
—No se preocupen—recalcó Samael con una sonrisa lobuna a los ensangrentados criados—. Todos... se convertirán en autómatas y servirán eternamente a esta mansión como mis compañeros.
Adam presentó batalla hasta el final y bajó por las escaleras de la mansión, disparando a todo el que se atravesó con su varita de roble. Mató a seis personas antes que una saeta en la rodilla consiguió derribar su poderío de las escaleras, desde el suelo con los huesos pulverizados... prosiguió disparando proyecciones fulminantes hasta que una saeta lo atravesó en el ojo. Mató a ocho asesinos e hirió a una docena.
Agrippa y Jazmín permanecían en Saignée, y se salvaron de la masacre. Pero, la pequeña Agnes se escondió en una cámara aislada de la mansión, siendo ignorada por los asesinos, sufriendo durante horas con los gritos y la risa demencial de Samael Daumier. Clemente llegó muchas horas después a la mansión deshuesada, cubierta de nieve y vacía de cadáveres... Lo único perenne era el rastro de sangre y destrucción. Saetas rotas, charcas de hielo rojo y paredes repletas de agujeros carbonizados. Todas las pinturas y bustos desaparecieron. Las estatuas del patio también estaban desapareciendo, arrebatadas por seres invisibles. Buscó indicios de esencia, y escuchó un sollozo. La pequeña Agnes estaba escondida detrás de la escalera principal, en una pared falsa.
Clemente carraspeó, y puso una cara feliz ante la mujer borracha sobre la barra.
—¿Qué tal tu día?
Ángela levantó la mirada cansada de las botellas de vino vacías. El laúd se le cayó del regazo y reposaba en el suelo de tablas ennegrecidas. Ropas de cuero viejo, sudorosas, botas gastadas y cabello oscuro. Su aspecto era terrible y apestaba a vómito.
—Clemente—su voz era irreconocible y su sonrisa, irónica—. Mi querido amigo del alma. ¿A cuántas personas mataste hoy?
—Yo... ya no mato personas—la levantó en sus brazos como una niña melindrosa, y la llevó hasta una habitación de la posada. La recostó con paciencia, se sentó en la cama con ella y cruzó las piernas—. ¿Cuántas veces tendré que hacer esto, Ángela? No puedes gastar todo lo que ganas en borracheras. No importa cuánto sigas esperando, y sufriendo... Esa persona no va a regresar.
—Pero, fue real...
Clemente le quitó las botas cubiertas de grasa, y el cinturón ajustado.
—Ningún pensamiento en este mundo es real. Desde el deseo más insignificante hasta el sueño más noble... Todo está formado por el vacío de la eternidad.
—Que lúgubre—Ángela bostezó y se desperezó, profundamente borracha—. Las personas como tú terminan solas.
—Igual que tú.
La barda asintió, pensativa.
—¿Me vas a robar? No tengo nada de valor. Violáme.
—Que asco.
Clemente salió de esa habitación y dejó un puñado de monedas en la mesita. Bajó por las escaleras envejecidas de la taberna y suspiró... Odiaba el trasto en el que se escondía: el suelo grasiento y las paredes ennegrecidas de una taberna de magos negros. Quería desaparecer y olvidarse del mundo. Allí se congregaba la peor calaña ponzoñosa de Pozo Obscuro. Había enemigos y falsos amigos en sillas y taburetes.
Le habían escrito canciones variopintas y las murmuraban para hacerlo rabiar. Las oscuras figuras de la taberna lo miraban con ojos espectrales y el tabernero le escupía al vaso de licor grasiento. La luz mortecina de los ceniceros y los braseros de especias emitían reflejos soeces de muecas constipadas.

Su nombre hace temblar.
Al más valiente de la espesura.
Y así, atormenta la calma.
En las oscuras noches de lluvia.

Cuando cae el sol...
En los caminos aparece una horrible visión.
Cuando cae el sol...
En los callejones, aparece el terrible asesino.

—Niccolo, Gerard y Sanz fueron hombres patéticos—dijo una sombra. Era una figura alta envuelta en una capa negra. Sentado en el banco junto a la barra y bebiendo ajenjo amargo—. Se desvivieron por personas que nunca los amaron. Eso fue... cobardía. Creyeron que el amor lo podía todo—soltó una risita estridente—. Ilusos. Si el amor lo pudiera todo, este mundo no estaría en la porquería que se encuentra. Al mundo le sobra amor. Todos: los hombres y las mujeres, son igual de egoístas. Sus canciones de amor me parecen ridículas.
Clemente se tragó el licor aceitoso del vasito y pidió que se lo volvieran a llenar. Las botellas se apilaban en los anaqueles viscosos.
—¿Fumaste demasiado?
El hombre tosió y mostró una sonrisa de dientes amarillos. Apestaba a tabaco y colas de escorpión molidas. Tenía un rostro envejecido, arrugado y duro como cuero viejo. Ojos negros insondables, calvo y cejas diminutas. De repente, pensó que podría tratarse de un demonio buscando víctimas para sus chantajes, y sonrió ante la ironía del teatro.
—Clemente Bruzual—se pasó una lengua azulada por los labios pálidos—. Sangre de los Curie, aunque diluida. Asesino de Magos—sus dedos blancuzcos como gusanos lo rozaron el brazo y sintió un escalofrío—. Sin propósitos, sin amor. ¿Por qué seguir viviendo en este mundo egoísta?
Clemente se tragó el segundo vaso y lo encontró excesivamente dulce e insípido. Se pasó la mano por el cinturón y acarició la pistola oculta. Le ofreció una sonrisa cortés al brujo.
—¿Quieres morir?
—Busco al hombre de ojos dorados.
—Le destroce los intestinos—pidió un tercer vaso, mareado—. No creo que sobreviva, y sí lo hace... no volverá a cagar—soltó una carcajada—. Ya debe estar muerto. Y sí, fueron hombres patéticos. Cobardes que nunca se atrevieron a sanar sus almas heridas. Se aferraron al dolor, y se negaron a lo podrían llegar a ser. Sus canciones heroicas son patrañas. Aunque lo intentaron, nuestros héroes terminaron bajo tierra...
—Y los que quedamos somos monstruos—el brujo tamborileo la mesa con sus largos dedos pálidos—. Nos vendieron la idea de que el amor nos haría felices, de que sanaría cualquier mal y destruiría la adversidad. Nos mintieron desde el principio: todo es falso y una ilusión. Muchas personas tocaron fondo en el abismo del amor y se convirtieron en su mejor versión. La realización de un sueño es más poderoso que el amor. La búsqueda puede resultar más satisfactoria que el encuentro. No busques expiación en un sentimiento tan vacío, encuéntrate a ti mismo en la Montaña del Sol.
—¿Una peregrinación?
El brujo sonrió, lobuno.
Clemente no preguntó más... Unos magos errantes conversaron sobre el monstruo que abortó la reina Annie. La figura no dijo más, se terminó su ajenjo y se levantó con parsimonia. Se inclinó ante el asesino con una mano en el pecho, descubrió los pequeños glifos tatuados en su piel lechosa y su venía hizo que el corazón se le detuviera.
—Asdrúbal Corne d'Or, un placer.
No supo cuánto tiempo estuvo sentado, sin moverse. Todos los músculos de su cuerpo fueron paralizados por el supremo miedo.  Deidades aceitosas y entidades grasientas envueltas en sudarios membranosos. Había hablado y amenazado al soberano de las tinieblas, Azazel el Loco. El portador del Libro de los Grillos por el la Secta de las Sombras se formó... y el terrorífico ser de oscuridad que sobrevuela los cielos negros en forma de gases monstruosos de niebla fétida. Cuando regresó a la habitación y encontró a Rosbel dormida, no creía... estar vivo. Nadaba en sueños de realidad líquida, y una subrepticia podredumbre a ajenjo lo intoxicó... Se aferró a la cama, y se lanzó a la mujer con las manos encrespadas. Rosbel gimió de espanto cuando sus dedos se cerraron entorno a su cuello y apretó fuertemente las articulaciones tensas... pero, cedió y se alejó. La prostituta chilló con lágrimas en los ojos y tosió, enfundada en un miedo irracional.
Clemente se sentó en la cama, delirando.
—Lo siento—soltó, pensativo—. Fue un... impulso.
Rosbel carraspeó para aclararse la garganta. Le pidió que lo acariciara unas horas antes de quedarse dormido, lloró en pesadillas de sangre y ejércitos de monstruos blasfemos nadando en mezcolanza de tripas y miembros cercenados, y cuando despertó... estaba solo. Sus sueños fueron poblados de cadáveres calcinados y cenizas salitres. No escuchaba nada... El bullicio de la taberna fue sofocado por una terrible calma. Clemente se incorporó y no encontró la pistola en su cinturón. Se calzó las botas de cuero y abrió la puerta.
Escuchó el silbido de la saeta y saltó atrás. La flecha se clavó en el suelo de tablas con un crujido...
—Clemente—Fiodor Bocha sostenía la ballesta con ambas manos robustas—. Sin amores, ni rencores—el joven rebuscó en sus bolsillos y pensó en saltar por la ventana de la habitación—. ¡Ni lo pienses, Luisé te cortaría en trozos antes de que pudieras correr!
La mujer de la espantosa cicatriz estuvo dentro de la habitación. No la descubrió al despertar y no la había escuchado durante la madrugada. Sus sentidos la habían ignorado por completo del mundo tangible. Clemente dejó escapar una risita y bajó por las escaleras, presidido por Fiodor. Abajo, lo esperaba un gremio de asesinos de rostros inexpresivos y trajes de cuerina negra. Todos llevaban mosquetes pulidos ribeteados con plata y oro. Samael lo esperaba en la barra, degustando un vino afrutado con Agnes sentada en sus piernas. El cantinero le rellenó la copa de cristal.
—Mi querido Asesino de Magos—nombró, al verlo bajar con una sonrisa imberbe. Le acarició el cabello rojizo a la temblorosa Agnes y jugueteó con una de sus pistolas: aquella de seis cargas que escondía en su bota derecha—. Escurridizo y vengativo. Es una lástima, siempre consigo lo que quiero.
Clemente bajó a la taberna y las dos docenas de asesinos lo escudriñaron con tozudez, ocupando las mesas y sillas. Se preguntaba cuál sería la terrible tortura a la que Samael lo sometería antes de matarlo. Rosbel esperaba al fondo de la estancia con una bolsa de monedas, a rebosar de plata y oro. ¿Cuánto habría ofrecido Samael? No mucho, seguramente lo suficiente... Todas las putas eran iguales. Le dedicó una mirada de penitencia, pero ella... era incapaz de confrontarlo.
Samael Daumier se pasó una mano enguantada por el fino cabello plateado, cogió un mechón y lo estiró. Emitió un murmullo y cantó, con voz grave:

Su nombre hace temblar.
Al más valiente de la espesura.
Y así, atormenta la calma.
En las oscuras noches de lluvia.

Cuando cae el sol...
En los caminos aparece una horrible visión.
Cuando cae el sol...
En los callejones, aparece el terrible asesino.

—No sabía que eras cantante—Clemente contó con la mirada a los asesinos y miró con detención las puerta de entrada y la cocina. Custodiadas por ocho hombre cada cual—. Con Courbet muerto, puede que te hagas un nombre... cantando sus canciones.
—Sin estas pistolas eres igual a los otros hombres—Samael frunció los labios—. No eres Courbet, capaz de convertirnos en estatuas de sal con una palabra. Estás solo, Bruzual, no tienes a nadie. No eres nadie. Creo que... ni siquiera eres un hombre.
Rosbel soltó una risita aniñada.
—Agnes—llamó Clemente. La niña le suplicó con la mirada, pero no podía hacer nada—. Lo siento... No pude protegerte.
—No puedes proteger a nadie—Samael le acarició el pelo a la niña con los dedos y tiró de un mechón hasta que la niña chilló—. Tú solo puedes hacer daño. Pero, hoy se termina la canción del Asesino de Magos. Me apoderaré de este reino hundido.
Luisé estaba detrás de él, sabía que... al moverse, lo cortaría en trozos con sus puñales. Samael bajó a Agnes de su regazo, cogió la pistola de seis cargas, caminó hasta él y lo apuntó en el pecho. Pensó en Michael, en su madre y en los Curie. Pensó que pronto los vería en el otro mundo... Recordó viejos amigos y amantes. Un disparo fulminante y vaporoso.
—Aquí... termina esta cruel canción que solo ha contraído tragedias y muertes sin sentido—Clemente asintió, somnoliento—. Me parece bien.
Samael sonrió, plácido... y apretó el gatillo.

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