Capítulo 24. Soneto del Amanecer
Capítulo 24: Me gustan tus ojos.
Los monstruos y los engendros eran reales, vivían en sus pensamientos. No podía ver nada, pero estaban allí en la oscuridad, riéndose de sus errores. Estaba encerrado en cuatro paredes de piedra fría y polvorienta, una de las cuatro paredes estaba hecha de barrotes. Era una celda.
El fantasma del pasado lo acechaba, ¿quién era? Deambulaba en las cortinas de su memoria, recordaba un profundo mar negro y un graznido de pájaro moribundo. Era una criatura vil y retorcida que siempre tenía hambre y sed. Escuchaba los lamentos de los otros prisioneros, por el peso de sus pisadas, todos eran adultos y... estaban aterrorizados.
—¡Puedo sentirlo retorcerse en mis extrañas!—Gritó un hombre que cayó al suelo, sollozando de dolor—. ¡Se está comiendo mis tripas!
Un forcejeo irrumpía el silencio sepulcral. Los gritos de dolor se mezclaban con los crujidos de un animal rompiendo un cascarón de carne. Los lamentos de los prisioneros era una música asquerosa. Infernal. Los gritos desesperados no eran escuchados. En una celda habían por lo menos unas cuatro personas y la criatura los masticaba vivos a todos.
El proceso ocurría continuamente en aquellas celdas negras. El olor a sangre y frutas podridas permanecía como testigo de las abominaciones que daban lugar en las gusaneras del Fuerte de Ciervos. Recordó que unas sombras rojas los cargaron de grilletes en el Campo de Gigantes y los llevaron en carros hasta aquel lúgubre escondrijo bajo tierra.
No podía ver nada. Carlos estaba ciego.
Una gota caía sobre el suelo cubierto de paja. No tenía mucho tiempo allí o quizás... llevaba años encerrado, cubierto de meados y sudor rancio. Los ratones desnutridos le comían la ropa. Se escuchaban tan deliciosos y jugosos. Si tan sólo las cosas no hubiesen desembocado en tan desastroso destino. Ganaron la guerra, pero perdieron sus vidas. Los Verrochio fueron descuartizados por los mismos animales que despedazan a los prisioneros. Estaba encerrado en las perreras y los aullidos lo asustaron. Las personas del pueblito estaban siendo masacradas por criaturas desconocidas.
Tantas matanzas y errores, no sirvieron de nada. Sus barcos abandonados navegaban a la deriva convertidos en fantasmas destartalados por el salitre. Si no hubiese saltado de aquel risco, no hubiese terminado en aquella celda maloliente. Que frustrante es el destino. Terminó matando a Vourbon. Su único amigo a pesar de todo, siempre confió en él.
Un pajarito revoloteó con un frufrú de plumas. No podía verlo, pero estaba allí, en las celdas. Era un condenado a la oscuridad. Una cascada rompía al otro lado de la pared. La boca le sabía a tierra y a menta. Se sentó en el colchón de paja y bostezó, cansado. Sus sueños estaban plagados de barcos y monstruos marinos en océanos tormentosos. Dormía muy poco. Quería que aquellos sueños se hicieran más largos. Despertó en la oscuridad y odió el presente. A veces lo único que nos queda es la esperanza de la muerte.
En su mente existía una doncella regordeta de cabello dorado que se reía, con la nariz escondida en un libro. Un libro elocuente de un cronista cuyo nombre fue olvidado. Carlos era otra persona en aquella época, había cambiado tanto que ya no se conocía. Solo un espectro, o quizás... Un cascarón que creció desde el exterior. «Quisiera volver a esos días en que nuestro amor era el mundo. Pero, lamentablemente, esos días no podrán volver. Yo los he destruido».
Carlos levantó la cabeza, confundido.
«¿De quién son estos pensamientos?».
Una figura de plata surgió ante él. Estaba iluminada por miles de estrellas, y cada una de ellas era un sentimiento diferente.
—Oye—la llamó con la voz ronca por el desuso. Podía ver de nuevo y estaba en una amplia biblioteca iluminada con lámparas de vidrio y cortinas azules—. Me gustan tus ojos.
Marie du Vallée se ruborizó frunciendo las cejas rubias, se tapó la boca con una risita. Carlos se levantó de la silla con una sonrisa elegante, vestía con un amplio traje oscuro y un sombrero de plumas. La joven le prestó una silla y se sentaron y hablaron y, hablaron. Era bastante tranquilo hablar con ella. Se sentía en paz con su sonrisa felina.
Hablaron de los cuentos de Vidal Brosse que siempre terminaban en gran tragedia. Así como la vida de aquellos sin amor. Rieron viendo como los jóvenes en las mesas de la biblioteca se escapaban juntos, tomados de la mano y los imitaron. Se escondieron detrás de un estante colmado de viejos libros de recopilaciones.
Se rieron contado secretos y Carlos acercó su rostro al de ella. Había algo que le faltaba. Le dio un tierno beso en los labios y ella se los devolvió, con cariño. Sus labios eran suaves y calientes.
«Se siente bien» pensó. Se dieron besos tímidos, besos largos y atrevidos, mordiscos solemnes y caricias tiernas en el cabello. Carlos estaba llorando y todo se nublaba. Vendió la pescadería de treinta barcazas de su herencia, compró unas faenas de tierra y medio centenar de cabezas de ganado para la cría. Vivió en una gran casa junto a Marie du Vallée después de que se fugaron del Instituto. Bailaron y leyeron historias en la casa que nunca tuvieron. La casa de sus sueños. Las ventanas reían y los cuchillos los extrañaban. Criaron juntos a los niños que habitaban en su imaginación. Fueron felices juntos el resto de sus vidas, él hacía lo posible para cada día enamorarla, hasta que envejecieron. Cada día ella lo abrazaba y le decía «te quiero» y cada día lo quería más. Como la primera vez. Cuando murió uno. La tristeza embargó al otro y lo acompañó a la tumba. Así se encontraron en la eternidad, tomados de la mano. Por supuesto, esto nunca pasó.
Carlos despertó solo sin poder mirar a Marie desaparecer. Si no hubiese sido un cobarde. Si le hubiera contado todo lo que sentía y... la hubiese enamorado, quizás no estuviera tan solo. No estuviera muerto en aquella celda. Los ojos de agua marina de la mujer de sus sueños lo... cautivaron. ¿Qué pasó? Podía acercarse una vez más y decirle que quería besarla y abrazarla, hacerla reír y acariciar su cabello de miel.
«El furor del amor se extinguió y se sintió triste por perder lo único que de verdad le daba sentido a sus días».
¿Qué es lo más importante en la vida? Saber disfrutar del momento. Nunca pudo besarla, nunca pudo amarla, nunca se despidió. Acabó en el mismo agujero una y otra vez, hasta que miró para atrás y se dio cuenta de lo vacío que estaba. La fantasía que vivió... se desvaneció.
¿Qué es lo quiere un hombre?
—Puedes tener todas las amantes del mundo cuando finges alegría, pero yo solo quiero a alguien que me abrace cuando esté cansado de vivir.
Una brisa mentolada le hizo cosquillas en la nariz. Se limpió las lágrimas del único ojo que tenía y la doncella resplandecía a su lado, era ella.
—Carlos—lo llamó, pasándose una mano por un rizo dorada. Llevaba un vestido blanco inmaculado—. ¿Por qué nunca me hablaste?
—Porque tenía miedo de que se rieran de mí.
—En la vida debes ser firme—Marie sonrió triste y sus ojos perdieron mucho brillo—. Porque pasan los años y te arrepientes del «quizás». ¿Valió la pena no haberlo intentado?
—No.
Carlos se dejó caer en el suelo de paja. Estaba muy cansado. Tenía los labios agrietados y la garganta obstruida.
—¿Eres un demonio y vienes a torturarme en mis momentos finales?
Marie se sentó en la esquina, brillando como una estrella blanca de satén y perlas.
—Así es—le tendió una pequeña mano enguantada en fino terciopelo—. Tú querías conocerme, pero tuviste miedo. Soy tu mayor arrepentimiento. Tu sueño de redención es nunca haber encontrado el amor.
—Que consuelo.
Carlos estiró la mano y tocó los dedos resplandecientes de Marie. Un frío agradable le entumeció el brazo y le recorrió el cuerpo con un estremecimiento. Sintió que le arrancaron el cerebro por los ojos. Un dolor lo hizo gritar y maldecir. Se revolcó en el suelo sin poder respirar. En su pecho se retorcía un gusano asqueroso, comiéndose su corazón. A lo lejos, vio un destello blanco y se encontró de pie en un túnel oscuro que olía a arrepentimiento. Escuchó un graznido. El suelo desapareció bajo sus pies y cayó... por un abismo insondable. Lo último que pensó fue en darle un beso a Marie.
El pajarillo se posó en su pecho y se desplomó. En su mente apareció otra persona de cabellos cobrizos. Luchó contra ella mientras sufría retorcijones y pereció, desapareciendo para siempre. Carlos dejó de luchar y un fuego eterno lo consumió. Estaba flotando en un mar de luz blanca. La pureza lo traspasó como miles de espadas frías. Vio un millar de ojos de todos los colores en el cielo pálido. Estuvieron flotando en círculos y cayó, desapareciendo en lo profundo del mar brillante.
Los ojos brillaron: azules, rojos, amarillos, negros, verdes, marrones, pálidos. El cielo estaba tachonado de ojos como estrellas. Era un cielo plateado que desaparecía. Las sombras del abismo se lo tragaron.
Niccolo se levantó, entumecido. La transición había sido muy dolorosa, aquel cuerpo no aguantaría mucho. Debía aprovechar que tenía manos para fabricar un cuerpo de sulfato con propiedades conductoras. Su alma había estado saltando en cuerpos de animales por tanto tiempo que olvidó como usar las piernas, tenía un hambre palpitante. Una parte de su mente seguía adormecida. ¡Le faltaba un ojo! Conectó los canales energéticos de visión con la escasa esencia de aquel cuerpo.
Afinó el oído. Se arrastró hasta los barrotes y escuchó el murmullo de unas voces. Descubrió sonidos escondidos: la sangre corría por los cuerpos como cascadas, los ruidos estomacales al autodigerir el estómago y el palpitar de varios corazones. Había personas hambrientas allí.
Durante mucho tiempo estuvo vagando en búsqueda de un cuerpo con una mente debilitada, para poseerlo. Se aferró a los barrotes y plantó los pies en el suelo. Con mucho esfuerzo se levantó y permaneció de pie, esperando. Allí estaban sus creaciones, olían a los desperdicios del bosque. Eran seres espantosos. La sombra del Homúnculista tenía ojos dorados. Las almas que conformaban las fuerzas disuasorias pactaron con Niccolo. Su alma formaba parte de aquel complejo energético. Un colectivo de conciencia que protegía a los Celtas de su propia destrucción. Estuvo flotando en aquella conciencia por un tiempo indefinido. Todo fluía hasta las fuerzas disuasorias. Toda la quintaesencia pertenecía a esta dimensión raíz. Le dieron otra oportunidad para seguir viviendo. Volvería.
Una parte de él comenzó a recordar a una mujer de rizos negros. Niccolo sintió un ardor en el corazón, la enterró muy profundo y se concentró. Su mente flotaba en cúmulos. Tenía la sensación de los miembros fantasmas. Había muerto un par de veces y había perdido algunos recuerdos, regresaban en fragmentos a su mente maldita. No encontró la paz, ni la oscuridad de la muerte. Siempre regresaba tras flotar en aquel mar de ojos iridiscentes. Un esclavo condenado al retorno en aquella isla del olvido.
Las personas cuando morían veían un túnel y un paraíso singular, pero Niccolo no vio nada de aquello cuando llegó al final del camino. Por un segundo que pareció una eternidad, logró verlo todo al conectarse con la materia. Flotaba convertido en polvo de estrellas. Se convirtió en un sol. En un suspiro. En un susurro. Los dioses animales eran crueles con sus creaciones lamentables.
Un susurro de telas apareció ante él. Las tres sombras de sangre con cabezas de animal se detuvieron en la celda con un tintineo de llaves que lo desorientó. Los metales chocaron en lo profundo de sus tímpanos.
—¿Seguro que es este?—Preguntó el cabeza de tigre.
—¿Acaso importa?—Replicó el Búho encogiéndose de hombros—. Nos piden un prisionero cada cierto tiempo y después los traemos de vuelta.
—¿No te parece raro que al cabo de unos días estos prisioneros maten a todos en la celda y se suiciden?
—Creo que vivirás más días si dejas de hacerte esas preguntas.
No sentía las rodillas y la cabeza le daba vueltas. Los retorcijones de dolor regresaban en espasmos. El cuerpo de aquel moribundo lo rechazaba. Abrieron la celda, pero Niccolo la volvió a cerrar con un movimiento del brazo. Al fondo, un animal siseó con el ruido del metal, estaba hambriento.
—¿Qué hace este idiota?
Las llaves tintinearon horriblemente y abrieron el cerrojo. La mujer de rizos negro le dijo algo que lo lastimó a medianoche. Una canción lo traspasaba. Niccolo sacó el brazo entre los barrotes, estaba mareado al recordar. Abrió la boca sopesando el sabor a tierra en la lengua.
—Un estanque congelado... su superficie esparcida con hojas rojas—conjuró con un dolor detrás de los ojos.
La maraña de chispas azules voló proyectada de su mano y destrozó el cerrojo de la celda con el homúnculo. Los prisioneros gritaron cuando la bestia gigante de grueso pelo pardo saltó sobre el Tigre de madera y le arrancó el rostro a dentelladas. Los gritos fueron como música para sus afligidos oídos. El búho corrió despavorido y el homúnculo soltó un rugido con las fauces chorreando sangre, lo persiguió por las escaleras sobre cuatro patas, alcanzándolo afuera. Del techo cayeron polvo y gritos de angustia.
Niccolo dio un paso atrás y uno de los barrotes oxidados se le quedó en la mano. Los canales energéticos de aquel cuerpo estaban atrofiados. Escupió un poco de sangre, destruyó el cerrojo con una proyección y abrió la celda con un crujido metálico. Tropezó con el cuerpo del mago rojo sin rostro y cayó de rodillas, mordiéndose la lengua. Su boca se llenó de sangre. Pero esta vez, sabía cómo levantarse.
Sabía lo que ocurría. Lo había visto con sus propios ojos, aunque estuviera muerto. El colectivo de conciencia alimentó su mente con recuerdos difusos. Quería encontrar a una mujer llamada Miackola... y matarla por lastimarlo. Recordó a su madre llorando al despedirse, cubierta de sangre en una pequeña habitación. Tenía tantas puñaladas en el estómago que reía. Su padre se cortó el brazo con un largo cuchillo espectral, del músculo manaba una tinta negra demencial. Una bruja le roció unas gotas de algo brilloso en los ojos.
Sí. Había regresado en búsqueda de Mia para asesinarla, cortarle los brazos y las piernas y comerla viva mientras su carne se tensaba por el terror. Osos, lobos, perros y zorros. Podía susurrarles órdenes sin que se negaran. Pero, también aquella presencia antinatural lo horrorizaba. Las fuerzas disuasorias le concedieron una oportunidad para redimirse y lo maldijeron por toda la eternidad a vagar sin consuelo. Sabía que hasta que no matará al creador de aquellas aberraciones llamadas homúnculos, su alma no dejaría de reencarnar en la tierra. Nunca tendría la paz verdadera. La muerte no existía para él. Estaban condenado.
«Solo tienes una cura para ese veneno que tienes en el pecho—recordó en otra vida lo que le dijo un anciano antes de morir. Niccolo Brosse apretó los dientes—. No puedo recordar lo que me dijo».
Niccolo sacudió la cabeza y salió de las celdas con las botas manchadas de sangre. Escuchaba los gritos como deliciosas piezas musicales. El aroma a sangre era un festín.
La resonancia de las almas lo condujo flotando hasta una convergencia de energía. Los dioses ardían como llamaradas eternas. Existían unos ardientes como soles jóvenes, otros... extintos en pequeñas brasas agonizantes.
Los cañones explotaban. Las saetas reventaron en los reflejos. El caballo huesudo temblaba en su cabalgata sobre los cadáveres de sus compañeros. Olía a sangre, mierda, barro y pólvora. Olía al infierno. Las estrellas del cielo caían sobre ellos como gorriones.
Niccolo sintió dos punzadas calientes en el costado y se nubló. Los colores desaparecieron. Todos murieron.