Capítulo 22. Soneto del Amanecer

 Capítulo 22. ¿Sabes lo qué es un soneto?

El bardo cantaba apoyado en un laúd, tenía un sombrero de plumas de cuervo y una voz poderosa. Cantaba, acompañado de varias arpas que sus compañeros de trajes pomposos tocaban. Clemente lo miró largo rato mientras se comía el espeso caldo de tomate con una cuchara de madera.

En una barra de un bar sin motivo de brindar.
Tomé la copa en la mano, envuelto en mi soledad.
Prisionero en la desdicha, fingiendo alguna sonrisa.
Tal vez para no llorar...

Llevaba el capuchón azul calado de forma que nadie podía reconocerlo. A su lado, Michael Encausse comía disfrutando de la música. Llevaban varios días en aquella taberna de Puente Blanco. El techo era sostenido por vigas de madera ennegrecida. El olor rancio del aceite cubría las paredes y el piso de tablas manchadas. Las camas eran viejas y duras. El frío era cada día más violento.

Pensaba en lo que tenía.
Y en lo que hoy ya no tengo...
¡Y que nunca volverá!
Aferrado a los recuerdos.
Añorando tiempos viejos de tanta felicidad.

Tomaba vino de a poco, porque aún no se acostumbraba al estado de embriaguez. Michael era un tomador mucho más alegre y bebía de todo como si fuera agua, por las noches, dormía como un oso y roncaba lo suficiente como para espantar a todos los animales en el pueblo. Clemente prefería beber con moderación, disfrutar del mareo y la relajación, sin perder el razonamiento. Admiraba que Michael siempre era serio y despectivo, pero resultaba ser un tipo bonachón con muchas historias que contar.

Esos momentos felices.
De tan bonitos matices.
Que se quedaron atrás...
Quisiera retrocederlos.
Para vivirlos de nuevo por toda una eternidad.

—Esa canción era de un viejo bardo viajero que iba de pueblo en pueblo, cantando baladas de amor. Aunque, en realidad era un mago negro que cometió una docena de asesinatos—comentó Michael Encausse. El capuchón verde ocultaba sus ojos—. Lo llamábamos Courbet el Mago de la Sal. Era un Evocador experto en transmutación. Era escurridizo y hábil como un zorro viejo. Mató a muchos, en búsqueda de conocimientos prohibidos. Inclusive, convirtió a otros brujos en estatuas de sal. Pero sus canciones, son...
Las arpas resonaban alegres. Clemente no podía imaginar que una persona tan malvada pudiera componer una canción tan entretenida. Sorbió la sopa de tomate, ácida y aguada, tenía algunos trozos de verdura y carne. Michael cortó un pedazo de queso y lo mordió, devoraba un pastelito de limón.

—Conozco sus canciones—Clemente se giró en el taburete para ver a su superior—. Pedro Corne d'Or y Jorell de Cortone se la pasan cantando esas líricas. ¿Lo capturaron?

Con el corazón herido, le pregunto a mi destino.
Cuánto queda de camino para llegar al final.
Porque este dolor atroz me ha partido el pecho en dos.
Que ya no puedo aguantar...

—El Primer Castillo desmanteló el Culto del Sol Negro donde se congregaba—respondió Michael. Bebió un largo trago de cerveza negra, la comida en aquella taberna era muy mala. El lugar estaba un poco vacío, usualmente a esa hora del día, todos estaban trabajando—. El hecho es, que muchos magos errantes se convierten en magos negros... por la sed de conocimientos. Es un hambre incontenible. Que una persona corriente tenga conocimientos de ocultismo es peligroso. Para eso se fundó el departamento de Preservación, junto con la Sociedad de Magos... hace doscientos años. Para proteger al pueblo de lo que desconoce.
Llevaban un mes recorriendo el centro, desde que partieron del Jardín de Estrellas en un carruaje tirado por dos grandes caballos. El invierno los golpeó con ráfagas de nieve. Pararon en Rocca Helena durante una tormenta de siete días, sobreviviendo con tiras de carne, cerveza hervida y caldos salados. Partieron otra vez, en un agotador viaje de tres días, bebiendo vino fuerte, y llegaron a Puente Blanco. Allí se estableció unas sede de la Orden de la Integridad. El rector los encomendó a una misión de reconocimiento.

El fantasma del pasado, hoy se haya reflejado.
¡En mi copa de cristal!
Me está matando por dentro, ya no tengo sentimientos...
Ni fuerza de voluntad.

Parecían dos vagabundos envueltos en ropas deshechas. Los fardos pesados contenían más que todo: comida en salazón, pellejos de vino, panes duros y jarras de agua. Lo único apetecible era la cecina que se derretía en la boca. Lo demás era salmuera y alcohol. Los campesinos del pueblo idolatraban al Rey Sangriento y eran muy celosos con los forasteros. De todas las casas destartaladas y edificios ruinosos, solo había un posada en Puente Blanco. Todos los miraban curiosos, con los ceños fruncidos y los labios apretados.
Clemente se sentía extraño, siendo un Mago Proyector de Primer Nivel, de pésimo calibre, estaba acompañando al Jefe del departamento de Preservación, en su viaje. Era un prefecto, después de todo. Durante el trayecto hablaron poco, ya que le castañeaban los dientes. Estaban en búsqueda de magos negros en las filas de la Integridad, los misterios de sus ramas del Misticismo y su estudio. El número de magos indocumentados era desconocido.

Deambulando a la deriva.
Voy de cantina en cantina, no he parado de tomar.
No le echen la culpa a nadie, aquí no hay ningún culpable...
Fui yo el que se portó mal.

—La Orden de la Integridad está conformada, en su mayoría; por voluntarios, magos errantes y vagabundos ladrones de grimorios—replicó Michael. La barba oscura le crecía gruesa y desaliñada en la mandíbula. El té caliente le salpicaba los bigotes—. Al rector Cassini Echevarría le preocupa que los cultos de magos negros se unan a la Orden de la Integridad, por complacencia y protección contra el Instituto. Puede, que el Templo de las Gracias se convierta en sede de conocimientos del caoísmo.
Clemente cogió el cuenco con las dos manos y terminó de sorber la sopa ácida. Era agradable tener una comida caliente en el estómago, porque el aire frío cortaba como un cuchillo afuera de aquellas cuatro paredes. Los músicos dejaron de tocar y el bardo de largos rizos negros se sentó junto a ellos en la barra, con una sonrisa socarrona, pidió cerveza negra y algo para picar.
—Aquí venden la mejor cerveza negra de la isla—dijo con alegría. La música siempre tenía ese efecto en los que cantaban. Bebió un largo trago de un tarro grande como su cabeza—. ¿Son forasteros?
Clemente apretó las muelas, tenía la lengua pegada al paladar. Sabía que en aquellos tiempos, ser un mago podría ser muy peligroso, con tantos miembros de la Orden en vigilia. En persecución de su contraparte.
—Buscamos un lugar donde pasar el invierno—admitió Michael, colocó un orión de plata en la barra—. No estaremos mucho tiempo.
—¿Así que, no vienen a unirse a la Orden de la Integridad?
Michael miró largo rato al bardo de largos rizos negros y ojos azules. Seguramente, las jóvenes suspiraban al escucharlo cantar y lloraban con sus baladas.
—No queremos tratar con fuerzas oscuras.
El bardo vació su tarro y río con elegancia.
—He visto suficientes magos en mi vida como para reconocerlos—se inclinó sobre la barra y miró a Clemente Bruzual—. La falsa modestia es para los tontos. Sé muy bien que la Orden de la Integridad paga mucha plata por la captura magos errantes. Construyeron un elefante de barro en el centro del pueblo para los pecadores. Tiene símbolos bastante peculiares tallados a mano. Les han dado martillazos y las herramientas se rompen como si fuera hierro sólido. Los campesinos corren el rumor de que meterán vivo en aquel elefante a los magos que se resistan a unirse al Templo... hasta que se cocinen. Ya es bastante malo andar por allí, siendo un extranjero en la Tierra Prometida del Emisario de Dios.
—¿El trabajo de bardo paga bien?—Preguntó Michael, disimulando la conversación.
—Hay días buenos y días malos.
El bardo realizó un gesto con la mano. Michael deslizó la moneda de plata con un dedo hasta los brazos cruzados del bardo.
—¿Qué día es hoy?
—¿Hoy?—El bardo miró largo rato la moneda—. ¡Hoy es un día bueno!
Michael se inclinó un poco en la barra. Clemente afinó su oído, estirando sus sentidos. Comenzó a escuchar sonidos escondidos: una olla hirviendo, los latidos de Michael y su respiración.
—¿Sabes cuántos magos conforman la Orden de la Integridad?
El bardo se encogió de hombros.
—Se visten de rojo sangre y van de aquí para allá con máscaras de cuernos retorcidos—tomó la moneda y se la guardó bajo el sombrero de alas de cuervo—. Llevan cetros de hueso y murmuran cosas horribles. Hace poco, un mago errante apareció en una de las posadas, quería ganar un poco de dinero para el invierno. El tipo era muy entretenido.
»Yo estaba cantando en aquella posada y miré como el mago convertía monedas de cobre en animalitos: hizo escorpiones de plomo, escarabajos de estaño y ciempiés de cobre. Los animalitos tenían vida propia... era muy entretenido de ver, hasta que llegaron los Magos de la Integridad. Lo cargaron de cadenas y se lo llevaron al Templo de las Gracias.
»Hubo muchos voluntarios, devotos de Bel, que se unieron a sus filas, dispuestos a aprender a manipular el Misticismo. Aunque, también arrestan a los magos errantes. Los que se resisten, son metidos en el elefante para que se cocinen vivos. Llevan máscaras, ¿sabes? De materiales diferentes según su jurisdicción. Hay algunos con máscaras de oro con presencias imponentes. Estos dan mucho miedo... Los campesinos los ven convertirse en murciélagos o en niebla negra y salir despedidos en medio de la noche.
»Tengan cuidado, magos desconocidos. Los Magos de la Integridad no perdonan a los extraños, únanse a sus filas si se lo piden... o mueran como hombres libres. Ya han matado a muchos otros con sus poderes oscuros de sangre y caos.
Salieron de la taberna, dejaron los fardos en una habitación protegida con Maeglafia. Afuera, el aire frío les llenaba los pulmones. Una alfombra de blanco inmaculado cubría el suelo y el cielo plomizo vomitaba copos finos con insistencia. Las casas de madera destartalada, cubiertas de blanco, parecían tejidas por artesanos gigantes.
El Templo de las Gracias brillaba negro como un coloso de piedra arrodillado. Los pilares que lo sostenían eran tan gruesos que se necesitaban unos cuatro hombres tomados de las manos para rodearlo. El edificio relucía, cubierto de aceite negro. Proyectaba una extraña vida, como si fuera a levantarse de sus raíces.
—¿Cómo está tu familia?—Michael entró en una casa vacía.
—Están bien—Clemente lo siguió. Los pobladores habían desmantelado las ventanas y una alfombra de escarcha cubría el suelo terroso. Los habitantes debieron haber sido muy pobres—. Mi papá está forjando crisoles para los invernaderos.
—¿Tu madre sigue escribiendo?—Michael levantó una caja.
—A veces—bajó la mirada—. Le ha costado recuperar sus investigaciones después que el departamento las confiscó.
—Tu madre fue el primer amor de Sir Cedric.
Clemente sonrió, incrédulo.
—¿De verás?
—Sí—las mejillas del hombre se pusieron rojas—. Recuerdo que de jóvenes siempre estaban juntos. Ella siempre le curaba los raspones. Eran mejores amigos. Más que amigos, eran... Bueno, eso fue hace mucho tiempo. Cedric tuvo que casarse con su prima y tu madre fue dada por los agonizantes Curie a la compañía cristalera de tu padre. Ella continuó su investigación sobre el Misticismo Corporal, pero, vencida su plaza, la Sociedad tuvo que confiscar sus manuscritos. A veces me pregunto si Delaila es feliz. Los magos... no pueden ser felices. Los herederos de las grandes familias no pueden permitirse tener emociones. Algún día lo entenderás, cuando los Curie del Paraje vengan a buscarte.
El silencio envolvía el pueblo. Por las noches, se escuchaban a grandes animales vagando por las calles. Aunque, por la mañana la nieve había cubierto cualquier huella. Michael sospechaba que liberaban a los homúnculos de Giordano al anochecer. Huir por la noche sería la perdición. Debían investigar bajo la luz protectora del día. Recorrieron algunas cantinas abandonadas, el rastro de las proyecciones era desastroso. En una de las cantinas, una Proyección Punzante abrió un agujero en una pared de madera reforzada con barro cocido. Alrededor del agujero, el círculo estaba chamuscado... olía a aceite podrido.
Michael se acercó al agujero y lo recorrió con los dedos, cerró los ojos... sus párpados se agitaron. Sabía que el hombre estudiaba diversas ramas del Misticismo poco ortodoxo. Una de ellas era la Lectura de Fijación. El sentido del tacto se desarrolla mediante conexiones energéticas para detectar las longitudes de ondas que producía un flujo de quintaesencia. Longitudes de distintas medidas, emitidas por pulsos eléctricos de baja resonancia que hablan un idioma en clave. Los residuos de esencia revelaban información valiosa sobre la naturaleza del portador.
—Una bestia colosal se arrastra en la oscuridad—susurró.
Clemente se mostró incrédulo. Tenía las botas mojadas por la nieve.
—¿Es una proyección?
—Una muy extraña—apretó las muelas—. Esto no es proyección convencional, es de otra naturaleza. Negativa. Esta esencia es diferente. Creo que... no pertenece a esta dimensión. No con el flujo de esencia de un Proyector natural. Si están reclutando magos negros, quizás Azazel el Loco o Acromantula lleguen a convertirse en sus terratenientes. Incluso las brujas del bosque saldrán de sus escondrijos.
Clemente sintió los pies entumecidos. Tenía un capuchón, un abrigo, una gruesa capa de viaje y se estremeció de frío. Michael lo miró severo, sus ojos brillantes no reflejaban ninguna emoción.
—¿Podrías regresar a la institución si algo ocurre?
—No... Yo no podría atravesar el bosque solo.
—Puedes hacerlo. Sigue la estrella roja hasta que veas los grandes edificios de piedra. Y si te persiguen, sé que no eres un mago hábil, pero puedes lanzarles tus monedas mágicas.
Clemente lo miró, confundido.
—¿Se refiere a Marte?
Michael asintió, despectivo. Siguió investigando los residuos de esencia desconocida. Los miraba largo rato, fascinado y utilizaba su Fijación para leer las ondas energéticas de los antisociales. Clemente sonreía, no podía creer que estaba en una importante misión. Quería ser un estudioso del Misticismo poco ortodoxo como Michael y poseer habilidades sensoriales. Su madre Delaila era una Curie experta en Misticismo Corporal.  Confiaba en él, el Jefe del departamento de Preservación era un mago habilidoso que podría enfrentarse a muchos magos negros, sin perder la compostura.
Clemente tenía una bolsa repleta con monedas de estaño. Las forjó él mismo con ayuda de Alphonse Dumond en el departamento de Investigación. Talló en las delgadas monedas aún calientes, algunos maeglifos. No los había probado, pero funcionaban como herramientas. Cargaba consigo la varita, aunque no podía realizar ninguna proyección contundente. Sufrió mucho durante el viaje por su incapacidad para realizar la Proyección de Calor. Aún así, estaba poniendo en alto el nombre de los Curie que su madre tanto temía. Tenía tres monedas con el Maeglifo de Absorción Energética y el Maeglifo de Sellado—usado más que todo en rituales paganos—en las caras. Una Proyección de Luz estaba confinada en un Maeglifo de Conducción Energética.
Clemente asintió con la cabeza. Si Michael Encausse le ordenaba abandonarlo, debía hacerlo sin dudar. El Templo de las Gracias estaba en el centro del pueblo y lo rodearon por una calle empedrada con guijarros, algunos miembros de túnicas rojas los miraron curiosos desde sus puestos. Cuando Clemente quiso saber el propósito de la investigación Michael, habló con otra voz más dulce. Miró bajo la capucha calada y descubrió el rostro del bardo de rizos negros y ojos azules.
—¿Qué le pasó a su rostro?
—Conversión—explicó el hombre—. Es solo una ilusión. Un espejo reflejaría la luz de mi verdadero rostro.
—¿Debería hacerlo?
—A ti nadie te conoce.
Clemente frunció el ceño.
Siguieron caminando entre las casas colmados de nieve. Una empalizada alta y ennegrecida se extendía por un lado del pueblo, a medio construir. Unos cuantos Magos de la Integridad la vigilaban. Más allá, un humo delgado llegaba hasta el cielo en volutas. Miraron largo rato la empalizada. El aire frío olía a... carne chamuscada y pelo quemado. Se lo iba a comentar a Michael, pero este ya miraba la troncos apilados, distraído, olisqueando el aire con sus sentidos refinados.
Caminaron hasta la empalizada entre las casas destartaladas que dejaban salir el aroma de los hornos: pasteles, bizcochos, tortas y empanadas eran preparadas para la cena. Clemente se sintió triste, no podía explicar sus sentimientos con cada paso que daba. La sensación de hundimiento lo mantenía apesadumbrado. Se acercaron a la muralla de troncos gruesos. Aquella tristeza se hizo mayor, llegó cansado y arrastrando los pies al lugar. La empalizada creció al cielo, como espinas de diez varas de altura.
Un mago de rojo con máscara de caribú los detuvo, sus largos cuernos eran negros como el grajo. Lo seguían otros magos de túnica roja con máscaras de madera y bronce: un gato, un perro y un ratón de latón. Michael hizo preguntas a las siluetas amorfas. Clemente bostezó, el olor a carne asada no lo dejaba tranquilo. El cielo encapotado, las espadas de hielo que caían, el frío, el solitario pueblito y sus calles amotinadas; le succionaba la energía.
—No hay nada más allá—ladró el caribú. Tenía un largo cetro de caoba con espinas—. Estamos vigilando el pueblo en búsqueda de magos errantes. Dicen que un par se oculta en las calles.
Michael levantó las manos enrojecidas.
—¿Quién dice?
El perro de madera los escoltó lejos de la empalizada. Sus pisadas apenas resonaban en la nieve y la gravilla. Tartamudeaba cada vez que Michael le hacía una pregunta. Clemente, cansado, se dejó llevar. Llegaron a la taberna donde se alojaban y no encontraron al bardo, ni sus acompañantes. Michael pidió un par de pasteles rellenos de carne picante y una fuerte botella de vino barato. Bebió y se dirigió al joven.
—¿No te parece extraño que la comida abunde, hubo una guerra no hace mucho?
Clemente pidió un poco de cerveza negra, era bastante espesa y dulce. No quería comer, tenía el estómago revuelto. Bebió con moderación para no quedarse dormido en el taburete. El lugar estaba más concurrido a esa hora, el campo estaba cubierto de nieve, pero los animales requerían trabajo. Estaban construyendo un molino y los trabajadores bebían un corro de cerveza en una esquina. Las risas subían en remolinos al techo de tablas ahumadas
—Las cosas dejaron de parecerme extrañas hace mucho tiempo.
El tabernero detrás de la barra tenía una numerosa colección de bebidas, desde vinos baratos hasta bebidas mentoladas. Los barriles se apilaban uno encima de otro y las meseras iban de aquí para allá, portando bandejas llenas de comida.
—Hubo una peste y una guerra—declaró Michael, severo, tenía una sonrisa torcida—. Mucha gente murió, pero... de alguna forma, la hambruna se redujo. Murió una de cada tres personas en la isla... y ahora, abunda la comida y el trabajo. El sufrimiento trajo abundancia. Existe cierto equilibrio en la maldad del hombre que lo hace prosperar.
—Creo que ha bebido mucho, profesor.
—¿No entiendes lo que quiero decirte?
—No—Clemente asintió, débilmente. La cerveza le estaba soltando la lengua—. ¿Cómo lo pasó fue algo bueno? Si una persona próspera con la muerte de otra... es porque no pudo encontrar una manera de crecer, junto a los demás. Es cruel, de cierto modo. Todas las personas son necesarias, incluso si son de escasos recursos, son los que trabajan de sol a sol para que nosotros podamos estudiar la belleza.
Michael lo miró con tristeza. Sintió un profundo arrepentimiento en las entrañas. No le gustaba aquella mirada melancólica, sobre todo, de la persona que más lo Inspiraba. Una esperanza hecha pedazos.
—Eres joven, Clemente—bebió un largo trago de vino afrutado—. No espero que lo entiendas ahora. Toma mucho tiempo asimilar lo que significa soñar de forma realista. El mundo es cruel y despiadado, incluso para los que estudiamos la belleza.
Un silencio funesto se apoderó del lugar. El tintineo de las bandejas, el entrechocar de las copas, la bebida derramada, las mandíbulas masticando y las risas... se detuvieron con un golpetazo. Clemente miró por encima del hombro y un desfile de túnicas escarlata entró a la taberna. Se irguió en la silla con el corazón en la boca, se le cayó el tarro de cerveza de la mano y se deshizo en el suelo con un crujido.
Se le quitó la sucia borrachera como si le arrancasen una piel curtida y vieja. El hombre detrás de la barra se escondió en las cocinas con las meseras. Los trabajadores dejaron la mesa, salieron, en fila y sin hacer ruido, del lugar. En la taberna solo quedaron un par de chismosos: un hombre gordo como un barril con un sombrero de copa y con una gruesa barba cobriza; y un arpista pelirrojo vestido de negro que tocaba muy mal su instrumento.
Michael se levantó de la barra y Clemente no tuvo más remedio que imitarlo. Estaba un poco mareado, pero el miedo lo hacía pensar con claridad. Los magos se posaron ante ellos, amenazantes: el caribú del cetro junto al ratón de latón y un lémur de estaño con pintura azul. Estatuas penitentes de intenciones misteriosas.
Michael levantó una mano desnuda y con la otra, bebió un largo trago de buen vino. Dejó la copa sobre una mesa con un golpetazo. Clemente aferró la varita bajo la capa sucia, recordó que no sabía usarla. Sus manos se pegaron a las costuras del pantalón de lana vieja y agujereada. El arpa vomitaba música irregular. Michael movió la mandíbula, como masticando un trozo de corteza.
—Los magos errantes fueron declarados ilegales por decreto del Rey Damian Brunelleschi—dictó el caribú, unos ojos azules como hielo brillaron en los agujeros de la máscara. Agitó el cetro de espinas—. Su juicio será propuesto en el Templo. Siéntanse orgullosos de servir al reino como Magos de la Integridad. Un ejercito bajo un mismo rey y un mismo Dios, para proteger a los Celtas. Si se resisten o cometen atrocidades, serán cocidos en el elefante de barro.
El ratón de latón se aproximó con grilletes y cadenas en las manos. Su larga túnica escarlata lamía las tablas de madera grasienta. Clemente dio un paso atrás, las rodillas temblorosas. Michael Encausse sacó la varita y la máscara de latón se partió en dos con un destello. Escuchó un trueno y el mago se derrumbó, derramando sangre a borbotones del rostro hundido. Las sillas y las mesas se voltearon al momento que saltaron las proyecciones. Se escucharon gritos desde las cocinas. El caribú levantó el cetro.
—¡Una bestia colosal se arrastra en la oscuridad!—Conjuró a gran voces.
La sustancia negra salió de su cetro con un rugido y fue directo a Michael con un zumbido. El mago la desvió con un movimiento de la varita. Clemente se agachó y la proyección por poco lo partió a la mitad. El cabello se le cubrió del aroma a aceite podrido. Las botellas explotaron detrás de la barra, el líquido lo cubrió. El lugar se llenó de olores frutales. Clemente se arrastró bajo una mesa derribada con las manos en los bolsillos. Las astillas y los vidrios volaban por toda la cantina.
La mesa que lo cubría, desapareció con un revoltijo de astillas. El lémur de estaño revolvió el aire con la varita y le lanzó una masa de esencia combustible. Clemente tiró las monedas y la sustancia dorada viró en el aire, atraída por los Maeglifos de Absorción Energética. Una de las mesas empapadas en alcohol estalló en llamas doradas. Las flamas se extendieron, hambrientas, por las tablas del suelo.
Clemente levantó la varita, su corazón latía desbocado y el cuerpo le temblaba, frenético. Se esforzó por recordar alguna Imagen Elemental.
—Cenizas en la base de un árbol muerto—susurró, con la voz pastosa.
La varita de arce vibró, la punta destelló y lanzó un chorro de Proyección Piroeléctrica. El lémur se agachó y la esquivó, la sustancia colorida pasó sobre su cabeza y la puerta explotó con una lluvia de astillas. Clemente apretó la mandíbula y sus pies se movieron solos. Una proyección pasó rozándole sobre la cabeza cuando salió corriendo de la taberna. No miró atrás, se lo prometió a Michael. La noche se llenó de estallidos negros. Relámpagos y truenos que lo perseguían. Los gritos subían hasta las estrellas mientras el fuego consumía la posada bañada en alcohol.
Miraba atrás mientras corría por los calle. Sus botas mojadas se hundían en la nieve. Michael salió de la taberna disparando proyecciones. Un par de luces pasaron rozándole el cuerpo, el hombre bailaba cubierto de fuego dorado y rojo, alaridos de dolor retumbaron en sus oídos. La capa del mago expulsaba humo. Michael le gritaba algo que no entendía.T
Clemente tropezó con la nieve, cayó en un agujero y resbaló.
Se levantó, cojo, y corrió entre las casas mientras los curiosos se asomaban. Corrió y corrió, perseguido por los gritos, miraba atrás, perdido. Hasta que pegó la frente contra un muro muy duro, la sangre lo cegó por un momento. Estaban cada vez más cerca. Escuchaba sus pasos en la nieve. Gritos incompresibles. Un dolor rojo no lo dejaba pensar, tuvo una idea horrorosa. Se tiró en el suelo, adolorido y se cubrió de nieve sucia. Quedó enterrado en un montículo de hielo junto a una casa destartalada.
El elefante de barro se alzaba en medio de aquella plaza, a sus pies había un montón de leña mojada. Dejó de moverse cuando las sombras rojas lo rodearon. Los Magos de la Integridad buscaron a Clemente, pero no lo encontraron. Estaba escondido bajo una montaña de nieve a sus pies. Era un bulto blanco junto a una casa vieja. El frío lo envolvía, pero debía resistir. Apretó los dientes entre espasmos. Las sombras rojas lo buscaban alrededor del elefante. Sus pisadas eran bufidos de las monstruosidades del infierno. Aquellas sombras de sangre lo perseguían, y lo despellejaron.
El caribú pasó cerca del montículo. Clemente contuvo el aliento, esperó... y no lo descubrió. No pensaba en otra cosa que en el frío que tenía, si temblaba estaba perdido. Lo matarían. Por un momento, pensó en la desdicha de su familia al saber que murió. Su querida madre rompiendo en llanto. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Clemente reprimió un sollozo.
Trajeron arrastrado a Michael. El fuego había consumido su capa y le quemó el rostro. Sus piernas colgaban sangrantes en ángulos repugnantes, los huesos rotos atravesaron la carne. Iba dejando dos líneas rojas a medida que lo traían, tirado de los brazos. Los caballos en el establo soltaron relinchos, asustados. El lémur azul y el perro acariciaron las mejillas del elefante de barro y este abrió la boca negra, por dentro era hueco. Sus ojos vacíos miraban el cielo nublado; sin estrellas.
El gato y el caribú metieron al hombre ensangrentado en el elefante con un lamento. Cuando las botas de Michael Encausse desaparecieron en las fauces del elefante, estas se cerraron con brusquedad. Imaginó por un momento como debía sentirse el mago, en un apretado y oscuro lugar a punto de morir. Era horrible, estaba condenado. El Jefe del departamento de Preservación iba a ser asesinado por aquellos magos negros. Michael gritaba y gritaba, horripilante. Clemente se mordió los labios, con el nudo en la garganta, las lágrimas salieron de sus ojos. Sentía ganas de vomitar por la cerveza negra.
—Ofrezcamos a este usurpador.
Una de las sombras se adelantó, cubierta de un manto de sangre, dejaba huellas rojas en la nieve. Llevaba una máscara dorada de serpiente. Su presencia imponía autoridad. Juntó las manos con una llama azul en ellas y la arrojó a los pies del elefante donde estaba apilada la leña. Hizo un gesto y las llamas se alzaron, envolviendo la barriga del elefante. Los gritos de terror de Michael se convirtieron en alaridos de dolor. El hombre chillaba golpeando el interior del elefante.
El humo salía en forma de dos pequeñas torres blancas de los agujeros de sus ojos. Los chillidos de Michael eran cada vez más ruidosos, el olor a jamón ahumado le resultó atractivo y... estaba tan asustado que su vejiga se aflojó. La orina caliente se deslizó por su vientre y piernas. Clemente lloró en silencio con las piernas descubiertas. Buscó la varita en su bolsillo, la aferraba con los dedos entumecidos.
La máscara del perro apareció ante él y le descubrió el rostro sepultado en la nieve. El hombre gritó y lo arrancó del montículo. Por un momento, pensó en su muerte. No quería ser cocido vivo... Estaba asustado. Peleó con el perro a medida que los fantasmas escarlata corrían a él. Clemente sacó una moneda al azar y la lanzó contra el elefante, rebotó contra la estatua de arcilla y explotó en un resplandor de luz blanca. Los magos cegados resbalaron con la nieve. Clemente se zafó del perro y corrió, derribó a un espectro escarlata en su huída. Una proyección estalló junto a él, la mitad de la casa se disolvió en astillas. El olor a pescado podrido lo envolvió. Entró en un establo cubierto de excrementos mientras le llovían centellas. Montó en uno de los caballos y lo espoleó con las botas, se sujetó con fuerza de las crines. Los magos rodearon la entrada, fusilando con destellos a los otros animales. La montura asustada no sabía a donde ir. Clemente levantó la varita a una pared de madera.
—¡Cenizas en la base de un árbol muerto!—Gritó, malsano.
No pensó en olor, ni sabor o sonido. Imaginó la corriente saliendo de su brazo con un hormigueo y la sustancia salió de su varita. La pared se derritió en una sopa dorada. El caballo trotó, despavorido, los estallidos lo asustaban y las proyecciones le quemaban la cola. El lomo sin silla le lastimaba la entrepierna, pero eso no importaba.
Cualquier cosa podía traicionarlo: un agujero en la nieve, una piedra suelta, un desnivel. Si el caballo se rompía una pata estaba muerto. Un calor repentino recorrió su espalda, sintió agujas calientes adentrarse en su espina. Clemente apretó los dientes y siguió cabalgando hasta que salió del pueblo en la oscuridad. La empalizada se redujo a un amasijo de troncos afiladas. La nieve y la ventisca lo cegaron por momentos. Se sumergió en aquella ventisca invernal. Todo lo que veía era blanco y brumoso. El aire frío hería sus pulmones. Tenía la espalda cubierta de sangre.
Cabalgó sobre pantanos blancos de aguanieve durante un tiempo incalculable. No veía estrellas. Todo estaba blanco, gris, y negro. Estaba muerto y vagaba perdido por un valle desolado. No quería morir. No podía morir. No solo. No de esa forma. Clemente se sintió impotente, solitario, abrumado. El caballo se hundió en la nieve, escuchó un hueso romperse y un relincho desesperado. El animal lo tumbó con un gemido casi humano. Clemente rodó, hundiéndose y permaneció echado sobre la nieve, desesperado. Se lastimó la rodilla con un tronco que sobresalía. La nieve amortiguó su caída, y la ventisca lo enterró. Sobre sus cabeza escuchaba los remolinos y el rumor, tenebroso del viento al soplar. No podía moverse.
No sabía dónde estaba y la noche no tenía estrellas. Solo oscuridad... Intentó, desesperado, levantarse pero tenía las piernas entumecidas. Si boca sabía a hierro y la cabeza le dolía, insoportable. El frío... Era muy agradable. Se sentía cobijado por tinieblas candentes. Lo levantaban en vilo y lo llevaban volando. Una llamarada apacible lo sostenía por la cintura y lo partía en dos. Clemente exhaló una nube de vapor.
No pudo cumplir su promesa a Sam Wesen. La Secta de las Sombras fundada por el Mago Rojo del Anochecer fue creada para proteger a la princesa Annie Verrochio. Alphonse Dumond, Clemente Bruzual y Sam Wesen juraron que salvarían a Annie de la perdición, borraron su memoria para que ella siguiera viviendo ya que intentó quitarse la vida varias veces. Aquellos que protegerían desde la oscuridad. La Secta de las Sombras perdía a uno de sus miembros aquella noche. Clemente sentía como la nieve lo enterraba vivo. Una sepultura blanca. Estaba amaneciendo y los hilos de sol atravesaron las nubes negras, tocando la nieve inmaculada. El amanecer dorado y ensangrentado.
—¿Sabes lo qué es un soneto?
Sam se reclinó sobre la silla con un crujido. Era alto y pelirrojo, sonreía mucho. Era el tipo de persona que no moría enterrado en la nieve.
—Vamos a proteger a Annie de ella misma—anunció el juramento por última vez. Era un soneto mal escrito. Estaba amaneciendo en el valle cubierto de nieve—. En las sombras nosotros nacemos. El reino no sabe que existimos, pero nosotros existimos para el reino. Desde la asfixiante oscuridad nosotros vigilamos y en silencio, atacamos. Nosotros... nosotros...
Olvidó el último fragmento. Estaba pensando en el final del soneto cuando un reconfortante calor lo atravesó. El fuego lo lamió con gentileza. Suspiró, complacido y, poco a poco... se quedó dormido. A lo lejos vio un inmenso perro negro. El perro devorador de almas del infierno. Sintió un mordisco en el hombro y un desgarró de carne. Los animales se darían un festín con su carroña.

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