Capítulo 20. Soneto del Amanecer

Capítulo 20: Quisiera escuchar una última canción.

Una proyección que apestaba a sulfato por poco le arrancó la cabeza. Olió sus cabellos dorados chamuscados. Se agachó, bajo la mesa volcada, mientras le llovían destellos de luz.
Gerard escupió, tenía el regusto pedregoso del sulfato en la lengua. Las astillas volaron y el mantel se incendió. Los lamentos y el humo impregnaron el salón con demonios de ira. Estaba muriendo. Las luces silbantes cortaban el aire, destrozando las mesas con chillidos. Estatuas de sal se partían en mil pedazos.
La calle empedrada se abría paso a sus pies. La brisa fría del otoño le cortaba las mejillas. Courbet tiraba de su mano mientras caminaba a zancadas apresuradas. Gerard intentaba seguirle el paso con el brazo tenso, a punto de desprenderse. Los Magos Rojos irrumpieron en el Banco Urano, destrozando todo con destellos brillantes. Elphias Levi los detuvo en el auditorio y lo acribillaron. Los magos negros se convirtieron en pajarracos de niebla que huían despavoridos.
Las calles oscuras de la madrugada los vigilaban como laberintos penetrantes, mientras huían del banco ardiente. Se movieron en las entrañas de un monstruo de piedra. Aquel mago pelirrojo le prendió fuego a Crowley. Los Magos Rojos del Primer Castillo asedieron el edificio al anochecer, destrozando las cerraduras y mandando al infierno a los centinelas. Courbet buscó a Gerard en la habitación y huyeron por un túnel polvoriento que los condujo a un acueducto del canal. Corrían por una calle empedrada con guijarros afilados hasta que chocaron contra una pared. Cayeron sobre la fría piedra.
Gerard levantó la vista, pero no había ninguna pared.
Courbet se levantó con la túnica lila y el sombrero de plumas empapados de agua estancada. Dejaron todas sus pertenencias en el lugar. Una sombra roja apareció en el fondo de la calle, dos espectros rojos los siguieron, cautivados. Gerard se levantó de sobresalto y se rompió la nariz con la pared que no estaba allí. Podía tocarla, pero no verla. No conocía de reflejos en ese entonces. Era sólida y áspera. Al otro lado de la barrera apareció la figura roja. Los tres magos se alzaron, imponentes, uno de ellos era Sir Cedric Scrammer, con el rostro pálido y el jubón tachonado cubierto de escamas. El humo del Banco Urano envolvía el cielo nocturno con nubarrones despiadadas. Las llamas hambrientas vomitaban lamentos infernales.
—Señor Courbet—pronunció el hombre alto de cabello castaño rojizo.
Los Magos Rojos inclementes los miraron con los ojos entornados y los rostros severos. Tenían las varitas al punto, resplandecientes. Olían a serbal, cerezo, enebro y roble. El bardo no retrocedió, de puso delante de Gerard, erguido.
—Sir.
—Lo lamento, señor Courbet—confesó el caballero con los ojos afligidos—. Mi estimado Antoine de Cortone, un Evocador consumado, colocó una Barrera de Electroforesis, que la negatividad no puede atravesar. Quizás una persona de malas intenciones sufriría una jaqueca, pero es evidente que usted posee una esencia corrupta—miró a uno de sus magos y asintió. Tenía cabello negro y ojos marrones—. Curie, detén a este hombre para llevarlo ante la Sociedad de Magos. Será juzgado conforme sus actos, señor Courbet.
Curie tomó a Courbet del hombro con el labio superior cubierto de sudor. Gerard escuchó un relámpago cuando el hombre tomó la muñeca del bardo. Inhaló una brizna de herrumbre. Courbet frunció los labios y le clavó los dedos en el vientre al mago. Curie se dobló por la cintura con un gemido de dolor. El bardo sacó los dedos ensangrentados, escuchó un crujido y el hombre se convirtió en una estatua de sal. Los Magos Rojos lo miraron, incrédulos. La estatua de sal, finamente esculpida, se cubrió de grietas y se partió en miles de pedazos con un quejido. El hedor a sangre podrida, sal y herrumbre le revolvió el estómago. Los magos levantaron las varitas, intermitentes.
Antoine estiró el brazo, apuntando con la varita a Gerard. Courbet levantó un brazo y murmuró una proyección.
Gerard cerró los ojos con un zumbido. Un estallido de sal chamuscada y nuez moscada le afligió las fosas nasales. Las sustancias silbaron en el aire, se rozaron y salieron disparadas. Dos cuerpos cayeron al suelo con un suspiro. La varita de Sir Cedric vomitaba humo blanco.
—Gerard—Courbet tenía el rostro cubierto de sangre. La proyección le destrozó el pecho. Su corazón latía expuesto y sus costillas asomaban, filosas, atravesando la carne. Sus ojos soltaron dos lágrimas calientes—. Lo lamento. Te arrastré a esto.
Antoine recibió el disparo en el abdomen, sus intestinos asomaban como serpientes coloridas. Sus lamentos se alzaban por el cielo negro. Las almas vagaban entre las nubes del alba. Gerard abrazó a su padre por última vez. Tenía las pequeñas manos cubiertas de sangre negra como la tinta, rodeando la cabeza del bardo. La vida de Courbet se deslizaba entre sus dedos.
—¿Gerard, sigues aquí?—Las manos del bardo buscaron su rostro—. ¿Sería egoísta pedirte una última promesa?
Negó con la cabeza. Courbet lo sacó de las calles, le enseñó a tocar la lira y a cantar, a escribir, a soñar. Quiso ser un mago, pero se lo negaron desde su nacimiento. No era una mala persona, solo quiso ser mucho más. Aquellos magos se equivocaban. Courbet no era mala persona.
—Quiero que seas feliz—pidió Courbet con su último aliento—. No estarás solo porque siempre estaré contigo. Durante el tiempo que estuvimos juntos. Yo... debía asesinar a mi pupilo para cumplir con mi último trabajo. Pero, te quise como mi hijo. Al final, no pude hacer realidad mi sueño, porque te quise con toda el alma. Los padres renuncian a sus sueños de juventud cuando tienen hijos. Sé que soy egoísta al enseñarte, y luego pedirte que hagas esto. Gerard, por favor. Abandona el camino del Misticismo y vive una vida normal. Olvídate de mí y el delirio. Enamórate, cásate, ten hijos, muchos gatos y muere tranquilo. Te lo mereces. Mereces ser feliz como yo nunca pude. Porque cuando te vi por primera vez, a aquel niño cubierto de suciedad en las calles. Allí estaba yo: cubierto de mentiras. Es por eso, que tú eres mi sueño de redención, Gerard. Eres la esperanza de un viejo patán llamado Courbet, que soñaba con ser un mago increíble.
—Courbet. No te vayas.
Si Courbet moría volvería a estar solo en las calles. Sin nadie que lo abrazara, con frío y hambre. Courbet era su hogar, su refugio ante la adversidad. Ya no habría más canciones, no más música. La magia moría con el brillo de sus ojos cansados. Courbet separó sus labios pálidos.
—Quisiera escuchar una última canción.
Gerard se limpió las lágrimas manchando con sangre sus mejillas. Carraspeó, buscó el instrumento pero no lo encontró. Lo había dejado en el banco. Courbet moría. Su olor a sal y tinta perfumada era débil. Antoine se retorcía en un charco negro. Sir Cedric se arrodilló con la mandíbula tensa. Nunca olvidaría aquella canción, que le susurró a Courbet a la medianoche sobre los adoquines cubiertos de sangre
«Esos versos vinieron de otra persona. No eran míos».
Cantaba aquella canción cuando las lágrimas asomaban por sus pestañas. Era un sentimiento que no podía controlar y se desbordaba. El tiempo seguía pasando. Anaís Ross y Pavlov, se llevaron su corazón. Gerard Courbet fracasó en cumplir el sueño de redención de su protector.
«Lo lamento, Courbet. No pude cumplir mi promesa». Abrazó una vez más la cabeza del bardo bajo el cielo nocturno, sin estrellas. La voz le salió aguda y desafinada.

Tú eres la tristeza de mis ojos.
Que lloran en silencio por tu amor.
Me miro en el espejo y veo en mi rostro.
El tiempo que he sufrido por tu adiós.

Obligo a que te olvidé el pensamiento.
Pues, siempre estoy pensando en el ayer.
Prefiero estar dormido que despierto.
De tanto que me duele que no estés.

Courbet miraba fijamente el cielo estampado de estrellas irreales, inmerso en sus pensamientos. Sus ojos permanecieron cerrados con una ligera sonrisa dibujada en los labios manchados de tinta. Gerard lloró amargamente, intentando escuchar sus latidos, en vano. Cantaba y se lamentaba. Se despedía de su querido amigo.

Como quisiera.
Que tú vivieras.
Que tus ojitos jamás se hubieran.
Cerrado nunca y estar mirándolos.

Amor eterno.
¡E inolvidable!
Tarde o temprano estaré contigo.
Para seguir, amándonos.

Cada vez que lloraba salía tinta negra de sus ojos. Cantó hasta quedar afónico y lloró hasta quedarse dormido. Enloquecía por momentos cuando perdía la noción del tiempo, solía repetir los versos y llorar cuando se trababa. Cantaba esa canción cuando estaba muy ebrio. Todos los borrachines terminaban llorando como mujeres viudas.

Yo he sufrido mucho por tu ausencia.
Desde ese día hasta hoy, no soy feliz.
Y aunque tengo tranquila mi conciencia.
Yo sé que pude haber hecho más por ti.

Oscura soledad estoy viviendo yo.
¡La misma soledad de tu sepulcro, papá!
Tú eres el amor del cual yo tengo.
El más triste recuerdo de este mundo.

Una proyección le pasó zumbando muy cerca de la cabeza antes que la escondiera en la mesa volcada junto a Melissa y Claude Leroy. La princesa Balaam permanecía sobre un charco negro, muerta. Los magos escarlata con máscaras doradas disparaban proyecciones, desde el centro del salón. Johann Daumier intentó huir por el corredor cuando su pierna desapareció en una explosión de hueso y sangre. Los ballesteros dispararon al círculo de magos sangrientos. Basilio Verrochio protegía a sus pequeños. Las saetas reventaban en el reflejo que los magos con máscaras de ruiseñor y serpiente mantenían erigido. El tigre y la cabra de largos cuernos retorcidos lanzaban relámpagos desde sus manos a los ballesteros. El Chacal en el centro, junto al Homúnculista y Damian Brunelleschi, custodiaban la salida del salón, deshaciendo la cabeza de cualquiera que intente salir. Los nobles gritaban, asustados, acuartelados en las esquinas del salón.
Las saetas rotas volaban por los aires. El tigre trazó un círculo con la varita y evocó una centella al grupo de ballesteros. Basilio se vio envuelto en el relámpago y desapareció con un destello. La masa de ballesteros saltó en pedazos, reducido a miembros deshechos y cenizas. El niño pequeño de Basilio se convirtió en un amasijo de carne. El que tenía máscara de ruiseñor atrajo a la pequeña Casandra Verrochio con una fuerza invisible, la niña lloró con las piernas deshechas. Casandra fue levantada en vilo por manos fantasmales. El ruiseñor le metió una semilla en la boca, con brusquedad y la niña cayó desfallecida. Se arrastró con las piernas rotas en ángulos horribles y gritó, retorciéndose de dolor. Las raíces blancas salieron de sus intestinos como gusanos y dieron vida a un árbol blanco que chupaba su sangre. Las ramas se torcieron y una boca viperina abrió sus fauces. Era una serpiente del grueso de un tronco hecha de madera blancuzca y ramas verdes. Sus ojos resplandecían como carbones. Una llamarada de fuego dorado salió de su boca en torrente, envolviendo a la escolta de los Scrammer. Los gritos colmaron el salón seguido de quejidos.
Gerard escuchaba truenos. Los disparos retumbaban en su cabeza.
Las proyecciones arrancaban brazos y las cabezas, regando las paredes color pastel con sangre y sesos. La alfombra ardía. El vestido de Melissa Leroy se incendió, la mujer gritó y salió de la barrera que Gerard y Claude mantenían erigida. El torso de la mujer desapareció, salpicando de sangre y entrañas a su hija. El lugar apestaba a mierda, sangre y fruta putrefacta. Claude vestida de blanco se puso a gritar y la mesa volcada estalló, cubriéndolos de astillas.
La serpiente blanca abrió sus fauces y vomitó una nube de fuegos dorados, conformada por lamentos de muertos carbonizados. Era una pequeña brecha al infierno. Gerard se levantó, conjurando los cuatro elementos con las manos en alto. La nube de llamas se detuvo antes de envolverlos con un silbido frío. El reflejo del bardo ardió. El calor lo besó con una bofetada, cerró sus ojos. La llamarada dorada se alzó como una pared de oro ante él. El calor le quemó las pestañas y la piel. Sintió como su traje lila se chamuscaba y las correas saltaban. No podía moverse, abofeteado por aquella tormenta infernal. Escuchó como el reflejo se disolvía.
Claude tiró de su brazo y el reflejo de rompió. Corrieron mientras las proyecciones los perseguían con sonidos extraños. Los soldados bailaban cubiertos con prendas de llamas. El que tenía máscara de Tigre estaba intercambiando proyecciones que apestaban a constelaciones con Aleister Crowley que apenas le seguía el paso. El anciano estaba cubierto de sudor y sus dedos sangraban, recibiendo relámpagos.
Gerard se lanzó entre las mesas derribadas mientras la lluvia de fuego los azotaba. Claude aterrizó junto al cadáver de Basilio Verrochio. El hombre solo tenía la mitad del rostro. Su ojo colgaba flojo junto a su lengua. Claude cubrió al comandante de vómito. Gerard no tenía náuseas porque no había probado bocado.
El aliento de la serpiente les pasó por encima rompiendo el silencio como un millar de cuervos. Junto a ellos se escondía Drake van Cruzo, un hombre diminuto con una pierna deformada; lloraba asustado con los brazos en torno a la cabeza. Claude temblaba de miedo.
Las mesas ardieron con ferocidad. El Ruiseñor apareció ante ellos como un espectro de la muerte. Gerard y Claude rectaron por el suelo. Serpientes escurridizas. Se escondieron bajo una amplia mesa volcada. Los restos de puré y vino aguado mancharon la alfombra con desperdicios. Tazas, platos, bandejas, copas, cuchillos y tenedores. Las estatuas de sal eran deshechas en mil pedazos. El silencio subió, en tentáculos, por momentos. De vez en cuando, un grito, seguido de un estallido de luz, se alzaba en el silencio súbito. Drake estaba cubierto de sudor.
Gerard esperó, esperó y esperó... Contenía el aliento. Su corazón latía a toda velocidad. Un grito ahogado y un estallido húmedo. Apretó la mandíbula, temblando de miedo. Un resplandor plateado lo cegó y la mesa se partió en cien trozos. El fantasma escarlata con máscara de ruiseñor apareció ante ellos, la larga melena rubia sucia revelaba la silueta de una mujer.
Claude sacó su varita y se limpió el vómito del mentón con el dorso de la mano. Miró las piernas de su madre cubiertas de llamas, al otro lado de la estancia y frunció el ceño con los ojos enrojecidos. La joven se levantó con un floreo violento ante el Ruiseñor.
—¡Espinas negras brillando con gotas de agua!—Gritó, colérica.
Un fino relámpago salió de su varita como una flecha blanca. Gerard escupió, porque la boca le supo a carbones encendidos. El Tigre cubrió al Ruiseñor, levantó una mano y un zarcillo azul interceptó el relámpago pálido. Un estallido de sonidos agudos e hirientes llegó hasta sus tímpanos.
La serpiente descargó su aliento sobre Aleister Crowley, el anciano bailó, siendo consumido por las llamas. Brent Archer emergió de la masa de cuerpos con la espada en alto y corrió, lanzando tajos a Damian Brunelleschi y Giordano Bruno, en el centro del salón, cubierto de sangre y llamas coloridas. El Chacal le lanzó una proyección, esparciendo el aroma a flores podridas y le deshizo todas las extremidades con un resplandor. El joven quedó inerte, entre gritos, sobre la alfombra en llamas.
El humo se alzaba crepitante, encerraba a las almas a vagar por una eternidad. La cámara de gas quemaba los ojos de sus víctimas. La serpiente giró, silbó y exhaló una llamarada dorada que inundó el lugar. Rociando las paredes con fuego destructor. El humo se alzó cubriendo las siluetas escarlatas. Gerard, escondido, sufrió un acceso de tos. Se levantó, buscando escapatoria de aquella jaula de humo envenenado.
Las siluetas escarlatas desaparecían en la pantalla. La serpiente gigante se retorcía, vomitando llamaradas. El Chacal lo miró, sus cuencas negras estaban vacías. Levantó una mano envejecida y su manga cayó. Olía a sal, tinta podrida, herrumbre. Gerard sintió electricidad y...
Una evocación cortó a la mitad la neblina gris. La esfera verdusca se disparó al bardo con un aullido lobuno, siguiendo un hilo de sangre que no existía. Gerard levantó las manos quemadas. Sus uñas sangraban tinta negra. Estiró sus sentidos y sostuvo la evocación con un pulso de esencia. El impulso por poco lo derribó, sus rodillas crujieron. Retuvo la esfera verde con fuerza, respiraba la fragancia de una tormenta lejana. La bufanda y el sombrero se prendieron fuego. El Chacal levantó sus manos, Giordano y Damian desaparecieron, fue como si estuvieran hechos de arena y los llevase un viento abismal. Gerard giró sobre sus pies para lanzar la evocación de regreso al Chacal y tropezó con un brazo desmembrado.
Gerard cayó y, la esfera de fuego se le zafó de los dedos. El techo se derrumbó sobre su cabeza con un estallido. El polvo cayó sobre el salón con un grito atronador. Escuchó un estallido y su boca se llenó de polvo. Pensó en los cuatro elementos y levantó un reflejo a su alrededor. Una pared se cayó a pedazos. Las tinieblas lo envolvieron. Sobre él cayó todo el peso del edificio, y lo aplastó. Estuvo sumergido en una fría oscuridad, escarbando por un poco de luz bajo las piedras. De no ser por la barrera, los escombros lo hubiesen machacado. Gerard estiró una mano hacia la luz y Claude lo sacó del derrumbe tirando de su brazo. Estaca cubierto de polvo, con el cabello sucio de piedritas y las ropas rasgadas. Claude no estaba mucho mejor, su cabello estaba blanco y su vestido deshecho. Afuera, el cielo plomizo pronosticaba una lluvia larga y recurrente para limpiar los pecados de la matanza. Los cuerpos mutilados se apilaban en grandes charcos rojos. Purulentos de moscas. Un relámpago cayó cerca. El pueblo ardía y los muertos eran apilados en una torre maloliente de unas veinte varas de altura. Los carroñeros volaban en enjambres bajo los nubarrones despiadados.
—Gerard—lo llamó una voz de mujer.
Venía hacia ellos el Ruiseñor con la máscara dorada lanzando destellos, tenía la varita de hueso al punto. Se escondieron detrás de una pared derruida, en otros tiempos pintada de color pastel. Claude tenía la varita en la mano, temblorosa. Aún no sentía náuseas.
—Gerard—aquella voz era familiar—. ¡Gerard!
Escuchó un estallido y una pared de derrumbó. Se asomó por una esquina y vio al Ruiseñor buscando con la mirada. La mujer levantó las manos. La serpiente blanca se alzó de los escombros, rugiendo con una tempestad de fuego. Se retorció, cubierta de saetas y agujeros negros en su corteza ennegrecida. Una columna de oro fundido salió de su boca y bañó a los cadáveres pestilentes. El olor a carne quemada silbó, humeante.
—¡Gerard Courbet!
La pared derruida explotó y los lanzó al suelo. Una piedra le golpeó la frente y la cara se le adormeció. Escuchó un zumbido. Veía rojo. Claude temblaba en el suelo, se había orinado del susto. Gerard se concentró en una Imagen Elemental de Proyección Piroeléctrica. Se enterró una saeta en la espalda.
«Cenizas en la base de un árbol muerto» pensó con aflicción. Sus venas se tornaron negras y la sustancia caliente brotó de sus palmas, soltando cantos de pajarillos. Un fiero mordisco detrás de los ojos le arrancó lágrimas. Apretó los dientes, debía aguantar el dolor. El corazón le dio un vuelco. La serpiente de madera abrió la boca y sus ojos vivos brillaron como carbones. Del interior de sus fauces negras brotaron flamas.
Claude a su lado, agitó la varita tres veces alrededor de su cabeza.
—¡Un cielo azul profundo se desvanece a negro!
Ambos maleficios se unieron en un rayo oscuro que chocó contra el aliento infernal de la serpiente. Las fuerzas mezcladas de ambas esencias compartían recuerdos, emociones, sensaciones. Combatieron en una mezcla del amanecer dorado y las tinieblas. El dolor se volvió insoportable. La fuerza cedía, las manos le temblaban. El fuego dorado envolvía la sustancia que ambos magos lanzaron. La consumía en su cauce de combustión. La nariz de Gerard sangraba. La boca le sabía a tinta y herrumbre.
La varita de Claude se estremeció. Grietas surgieron por toda la madera mientras se calentaba el rojo como un carbón. Sus manos ardían, desesperadas. Si aquella varita se rompía, el fuego los bañara con su presencia destructora. Los filamentos de esencia salían proyectados en todas direcciones como electricidad. Al contacto con cualquier materia, un sonido característico surgía. Las voces se alzaban en fragmentos. Los recuerdos de Gerard. «No podemos estar juntos». «¿Quieres comer algo conmigo?». «Prometeme que dejarás el Misticismo». Las voces se rompían, huecas.
Las palmas le ardían y su flujo se debilitaba. No resistiría mucho. Pero, había una forma de vencer. Miró a Claude Leroy, tenía lágrimas en los ojos y su varita estaba al borde del colapso. La chica lo miró, enrojecida, triste. Asintió y Claude abrió la boca, asustada.
Gerard tragó saliva, decidido, y cortó el flujo de esencia con un entumecimiento de los brazos adoloridos. La joven soltó un alarido cuando su propia sustancia descontrolada la envolvió en llamas doradas, plateadas, azules. Claude ardió como una bruja en la hoguera y desapareció bajo la llamarada.
Gerard se lanzó al suelo, se lastimó el hombro con una piedra. Una saeta rota se le clavó en un muslo. Apretó los dientes con la boca llena de sangre.
—Un círculo de cenizas calientes en un campo seco y vacío—murmuró, estiró el brazo, tembloroso.
Sus oídos fueron azotados por un río erosionando las rocas de su lecho. La sustancia negra impactó a la serpiente de madera blanca con un crujido. La serpiente siseó, se retorció, dolorida y, finalmente, dejó de moverse. Petrificada. Se convirtió en sal con solo tres parpadeos y, con un pulso, la destruyó en miles de esquirlas.
—¡Eres tú!
El bardo se cubrió la cabeza con los brazos y el pulso reventó en su reflejo. Contraatacó con un pulso y el mago no se inmutó. Más bien, su pulso de respuesta fue más volátil y lo lanzó al suelo. Gerard rodó por una escalera de escombros, sus costillas crujieron y dejó de sentir las piernas. Intentó levantarse y el rostro se le cubrió de sudor frío. Los músculos le dolían por el esfuerzo. Los sentía llenos de leche.  Junto a él, los restos carbonizados de Claude lo juzgaban. De la jovencita solo quedó una masa sanguínea de cenizas y huesos carbonizados.
Gerard empujó el suelo con las manos.
Se irguió y vio al Ruiseñor, recostado, sobre una pared deshecha. Sus botas estaban manchadas de sangre. Era el único que no se había marchado tras el derrumbe. Conocía a aquella mujer, regresó de la muerte para destrozar sus sueños. Todos los muertos miraban al cielo con los ojos dilatados. Un brazo o una pierna asomaban en los escombros, siendo carcomido por las moscas. Un caballo putrefacto se paseaba por el lugar, olía a muerte. Los cuervos lo seguían en desbandada.
—Allí estás, Hijo de la Sal—pronunció el Ruiseñor con una voz gutural.
Miró la máscara de pájaro de la maga. Levantaron las manos a la vez. El duelo se decidía en aquel momento. Todo se reducía a quien disparase primero. No podría cumplir su promesa si moría, debía deshacerse de la sangre negra que corría por sus venas y vivir plenamente, como le prometió a Courbet. El Ruiseñor olía a sulfato y mercurio. Las serpientes silbaron, crueles.
—Un estanque congelado—conjuró el bardo. La corriente energética recorrió su brazo con un frío glaciar. Lanzó la proyección con un crujido—. Su superficie esparcida con hojas rojas.
El Ruiseñor disparó al tiempo. Ambos chorros de luz se embistieron y se rozaron en el aire con un aullido agudo. El calor lo golpeó con una bofetada. Gerard se encogió con un ardor atenazador en el pecho. Un dolor atroz le adormeció la mitad del cuerpo y lo rompió. Su brazo derecho se desprendió con un estallido, regando tinta negra...
El Ruiseñor cayó de rodillas con un crujido húmedo. La sangre salía a borbotones de su garganta. La máscara se resquebrajó y, el rostro ensangrentado de Aurore Dujour flotó hasta él. Sonreía de satisfacción, con un poco de tristeza. Los labios crueles, la cara redonda y la melena rubia permanecían indelebles con el tiempo.
Gerard cayó de rodillas. El latigazo de dolor le arrancó un grito. El muñón del brazo sangraba brea negra como un manantial profano. El dolor lo golpeaba en oleadas. Estaba muy cansado.
Aurore sonrió, con sinceridad, era aquella sonrisa divertida que solía dibujar cuando su serpiente ganaba la carrera.
—Que alegría verte, niño barro—dijo. La sangre en su garganta salía en forma de chorros, se cubría el cuello con las manos.
Gerard se derrumbó con la mitad del cuerpo cubierto de tinta negra. Intentó mantenerse de pie mientras el muñón lanzaba chorros de dolor. Estaba mareado y unos clavos calientes le atravesaban los pies. El calor agradable lo arropaba, maternal. Iba a morir allí. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Los fantasmas lo estiraban, y lo rompían. Luchaba para no caer del todo.
—¿Por qué estás aquí?
Cuando habló, una saliva oscura salió de su boca. La mujer soltó una risita mientras tosía. Un hilo rojo corrió por sus labios. Cayó de rodillas con la túnica escarlata cubierta de polvo.
—La primera vez que hablamos, dijiste que moriría sola—la mujer se deslizó al suelo y enterró el rostro en los escombros.
Gerard esperó que se levantará, pero no volvió a moverse.
—Lo siento—dijo, finalmente.
Cerrar los ojos le resultó demasiado fácil. Se golpeó el rostro con el suelo cuando se desmayó. El fuego eterno lo consumía, eran pequeños besos de demonios. Lo estaban probando. Había matado tantas personas, pero se sentía muy limpio. Pensó en Ross y su indiferencia, en Pavlov y su expiación. Los besos de Pavlov. La sonrisa triste de Niccolo. La soledad de los momentos finales. Iba a morir solo, así fue siempre.
«Cuánta paz al anochecer—bostezó y la boca se le llenó de sangre— Lo siento, Courbet. No pude cumplir mi promesa. Voy a morir, sin haber conocido el amor. Quise cumplir tu sueño de redención, pero viví egoístamente por mí».
Pensó en una última canción para despedirse. Se sabía muchas, pero no se le ocurría ninguna. Y mientras pensaba en algún último poema o soneto... Se quedó dormido. Unas garras espectrales lo levantaron y lo llevaron volando.
Existió un mago corrupto, nacido de la semilla de un demonio del hielo. Este mago de desangraba en el valle congelado, cubierto de agujeros que atravesaban su carne. Las arpas sonaban y las voces se unían. El Héroe Rojo del Amanecer tenía la capa manchada de sangre. El mago del hielo moría, solo, abandonado por todos.

Me desangró en este valle y pienso en ti.
Y en tantas cosas que no te llegué a decir.
Y la luna desde lejos me acompaña.
Y me trae tantos recuerdos que perdí.

Ya los bardos están tocando tu canción.
La que bailamos tantas veces tú y yo.
Y la lluvia cae tan fuerte en mi ventana.
Y se evapora, como gotas de tu amor.

¡Y las luces de las magos!
Brillan como las estrellas en el cielo del dolor.
El camino va pasando y yo me voy desangrando.
Creo que perdí tu amor.

Dime, ¿dónde estarás?
¿Todavía piensas en mí?
Quiero saber si todavía te quedará un poquito de amor por mí.
Esta pelea se hace larga y yo siento, que puedo morir.

Voy batallando y creo que va a salir el sol.
Que diera yo por estar en tu habitación.
Y te digo que te extraño, que eres tú toda mi vida.
Que me ahogo en el alcohol.

Que no acepto que termine esta historia tan bonita.
Esta historia de los dos.
Que ese tipo que pretende secuestrarme tus caricias.
No va a ser mejor que yo.

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