Capítulo 1. Soneto del Amanecer

Capítulo 1: A veces sueño con saltar de un puente.

Existían puertas de piedra custodiadas por leones esculpidos. Los años maravillosos habían deshecho en brisa, la erosionada piedra. Detrás de aquellas pesadas planchas se escondían calamidades. El nombre de los Sisley se leía en aquella caverna. Marco levantó su lámpara para leer la simbología inscrita.

—Pueden entrar—leyó el joven acólito. La capa negra lo hacía parecer un ser tejido con sombras—. Pero... no se puede salir.

—Supersticiosos—Friedrich Verrochio se encogió de hombros.

Mandó a abrir aquella cripta de olor putrefacto y azufrado. Dentro, era similar al Palacio de los Héroes en su añoranza gloria: pisos de mármol, pilares con inscripciones, repisas con historias, nombres, fechas, estatuas; pero polvoriento, obscuro y cubierto de mierda de rata. El mausoleo fue descubierto por un joven pastor que tiró una piedra en la caverna y escuchó una vacija romperse.

«¡Coño!—debió decir con su vulgar expresión lugareña—. Allí adentro debe haber algo».

Una colección de vasijas y tablillas resultó ser un pasaje al mausoleo oculto del rey Julián Sisley. Construido durante los años de la Purga para contener los secretos de la familia real. Julián enterró a su esposa Chase e hizo matar a sus obreros para que la acompañarán en la muerte. Pero... aquella tumba ocultaba un secreto siniestro que saldría a la luz cuando profanaron la tumba. En la tumba de la reina yacía una redecilla de oro, oculta en sus manos. La Llave que no tenía cerrojo. El rector Comodoro radicó que debía tratarse de la clave para encontrar la legendaria Biblioteca Prohibida de Julián, donde se preservó el conocimiento en tablillas de oro hasta que el pueblo escogido fuera capaz de develar sus secretos. Cuando sacaron la llave del mausoleo, hubo un derrumbe. Un terremoto azotó la caverna y muchos de los alquimistas que fueron a la expedición terminaron sepultados. 

«Pueden entrar. No se puede salir».

Friedrich contuvo el aliento. 

¿Regresó de aquel mausoleo o seguía atrapado en el derrumbe?

Un calor recorrió el brazo que no tenía. Se extendió por su costado con un ardor. Le picaba como si lo hubieran azotado. Los ataques comenzaron la noche de su coronación. Empezaba con pensamientos oscuros sobre la próxima guerra y terminaba revolcándose entre las sábanas, cubierto de sudor. No soportaba dormir en la Torre del Rey, así que siguió ocupando la Torre del Hombre Arrojado. Aquella por la que se lanzó Carl Sisley, después de masacrar a su propia sangre.

Estuvo largo rato postrado en sábanas, sudando como un perro en un horno. Sentía que el brazo de oricalco estaba encendido en llamas y lo destrozaba. No podía gritar. No quería que nadie viera al rey que los protegía, retorcerse por un dolor que no existía. No le contó a nadie, ni siquiera a Anaís Ross. La mujer estaba preocupada, organizando la Guardia de la Ciudad. El Castillo de la Corte se hizo un caos. Un reflejo de la situación en la ciudad.

Como rey, sus primeros mandatos fueron una reconstrucción total del sistema sanitario. Muchas personas murieron por la peste sureña, así que Friedrich ordenó que la guardia sacar los muertos de las casas y quemarlos en una fosa fuera de la ciudad. Mandó a construir letrinas, porque la gente de bajos recursos acostumbra de cagar en las calles, llamándolo: «opinión pública». Enseñó a las multitudes a hervir el agua de los pozos y junto a los guardias, trasladaron a los enfermos hasta un sanatorio. La crisis mejoró con los días, pero incontables vidas se perdieron.

Con el paso de las semanas, la situación alimenticia fue mejorando gracias a los esfuerzos de los pescadores. Los mercados reabrieron y se necesitó mucha mano de obra, pero con la falta de personas se tuvieron que subir los sueldos. Las mujeres también tuvieron que trabajar y fueron pagadas como escribas. 

Friedrich se incorporó mientras el ardor iba desapareciendo. Sentía agujas calientes en el costado. Tomó la corona del estante y la giró en sus manos. La anterior corona del rey Joel era de oro con diferentes piedras preciosas. Relieves con forma de bestias míticas. Prefiero fundir el oro y usar las piedras para rellenar las arcas, vacías desde hace tiempo. La corona que labraron los artesanos de Ronnie era una rueda de plata con zafiros. Las formas asemejaban las olas del mar.

Era muy pesada, cada vez que la usaba, sentía que le destrozaba las cienes. Miró largo rato el reflejo de su rostro en la plata bruñida... Estaba muy cansado. El cabello dorado le colgaba largo y desgreñado, los ojos azules perdían su brillo. Al principio creyó que podía manejarlo todo.... como siempre lo hizo. No quería detenerse pero el tiempo lo atormentaba. Los días pasaban... demasiado rápido. 

No hubo noticias de la rebelión. La corte suponía que se movilizaban por el Bosque Espinoso. No conocía sus números, todos los vigías desaparecían. La fuerza de Pozo Obscuro redobla sus filas.

Friedrich se levantó de la cama desordenada. Alguien llamó a la puerta y tuvo náuseas. Se vistió con una camisa violeta y atendió a la criada que le traía el desayuno. Huevos hervidos con sal, pan caliente y suave, trozos de venado y un vaso de leche fría. Se bebió la leche y sintió que un gusano se sacudía en sus intestinos. Debía asistir al salón del trono, dejó su comida para no vomitar durante la audiencia. Se colocó la capa negra. Símbolo de los alquimistas. Además, servía para ocultar lo flaco que estaba.

El salón del trono era un gran recinto de cortinas rojas, recogidas de modo que la luz del sol se filtraba por sus grandes ventanales coloridos. Las hileras de bancos apretujados de madera estaban vacíos, algunos nobles lo esperaban para contarle los asuntos del reino. Todos lo recibieron con reverencias pronunciadas y palabras corteses. Cada vez que lo llamaban «rey», sentía las piernas como papel. Beret parecía el mismo de siempre, como si fuera ajeno al envejecimiento; al igual que el anciano Comodoro, que se deshacía ante los ojos. Anaís Ross miró complacida a Friedrich, su cabello rizado relucía sobre la capa azul. En los asientos estaban Carlos Bramante, Winker Rude y Lord Johann Daumier. 

—Rey Friedrich—dijo Beret. Sus ojos grises se escondieron detrás de su sonrisa. Le pareció notar cierta coloración violácea al descender la mirada—. Tenemos noticias de los rebeldes.

Friedrich se sentó en el trono con una mueca. Caoba con ribetes de oro. ¿Acaso no pensaban en el culo del rey? Era muy hermoso. El relieve detallado en diferentes animales y símbolos. Pero era el asiento más incómodo del mundo. Al final del día acababas cansado, deprimido, con dolor de espalda y ampollas en las nalgas.

Friedrich miró la habitación vacía y suspiró.

—¿Qué ocurrió con los Betania?

—Fueron atacados por rebeldes—informó el pálido Daumier. Su hermano Samael era el supuesto líder de una empresa de contrabando—. Los mismos que tomaron sus tierras, atacaron el valle donde alojaban el grueso de sus huestes. Solo el anciano Bertuar Betania regresó, pero no deja de decir locuras. Dice que los atacaron... demonios.

—¿Demonios?—Río Comodoro con su risa de pollo—. ¿El Rey Dragón tiene demonios en su ejército? ¿Eso no les recuerda al viejo Acromantula y sus Dioses Muertos? ¿Fue hace cuánto? ¿Cien o setenta años?—el anciano sabiondo se encogió de hombros. Parecía un esqueleto panzón con túnica negra y un cordón ceñido a la cintura—. Las personas hablan demasiado. Los demonios de Acromantula que atacaron el Paraje solo eran rufianes disfrazados.

Johann asintió. Su cabello plateado parecía lóbrego, se vestía de negro ceñido y llevaba un broche de luna en el pecho.

—Los demonios mataron a todos—sonrió, torcido—. A los Betania y a los soldados de Seth Scrammer. Incluso... a los campesinos. Los pocos sobrevivientes corrieron hasta Rocca Helena mientras eran cazados por esos animales. El rumor recorre el sur como una lluvia putrefacta. El testimonio está un poco corrupto, pero es siempre el mismo. De las almas perdidas del Valle del Sigilo, no queda ni una pizca. Los consumieron a todos, antes del amanecer. El anciano Bertuar enloqueció y se rehúsa.

Comodoro asintió, nervioso.

—Demonios—murmuró Friedrich. Pensó en las creaciones del Homúnculista, seres deformes que se desvanecieron en las profundidades del Bosque Espinoso. Sir Cedric y el Primer Castillo partieron por mandato de la Sociedad de Magos, residente en el Instituto. Pero... la incursión al laboratorio de Giordano Bruno terminó en gran tragedia—. ¿Todos los Betania están muertos?

—Las esposas de los señores están a salvo junto a sus niños pequeños—admitió Beret—. Perdimos sus fuerzas, pero contamos con sus tierras para alimentarnos. Aunque el Valle del Sigilo fue arrasado. Seth Scrammer intenta cortar nuestros suministros, para tenernos indefensos. Poner el pueblo en nuestra contra durante su asedio.

—Seth Scrammer avanza desde el sur—anunció Lord Daumier, severo. Su contraste plateado lo hacía parecer un lobo albino—. Aún tengo un informante escondido en sus filas. Planea atacaron la puerta este de la muralla y, avanzar a su vez por el puerto en una confrontación simultánea por tomar la ciudad.

Anaís Ross frunció el ceño.

—Para eso llamamos a los jóvenes señores, Bramante y Rude

—Así es—replicó Daumier—. Necesitamos crear una defensa en el puerto. Una línea de barcos que detenga las galeras de Seth Scrammer mientras el Puerto los asiste con maquinaria.

Carlos y Winker se miraron sorprendidos.

—Son barcos pesqueros, Lord—replicó Carlos Bramante—. Es decir, bajo nuestro mando tenemos una veintena de barcazas, y otra poca de embarcaciones menores.

Winker estaba muy moreno por el sol.

—Además, no conocemos su número de galeones. Frenar el ataque sería un suicidio. Tenemos embarcaciones pequeñas que serán despedazadas. Podrán asistir en nuestra defensa, pero a la hora de retirarnos, nuestras embarcaciones estarán en peligro.

—Eso no será problema—aclaró Comodoro—. En la Casa de Negro tenemos escorpiones, cañones y catapultas; como apoyo desde el puerto ayudarán a frenar el ataque y les darán tiempo. El faro está siendo rehabilitado con un espejo capaz de incendiar los barcos enemigos. Son máquinas precisas y funcionales.

—Se acerca una batalla de altamar, Lord Bramante—dictaminó Friedrich—. Ustedes, como Capitán y Almirante de la Flota, deberán defender los puertos que tantos ingresos les generan.

Anaís se colocó al lado de Friedrich y le pasó una mano en el hombro.

—Bien—la mujer sonrió—. Espero que la flota marítima juegue un papel importante en esta batalla. El reino ha progresado desde que erradicamos la peste. El fin de la guerra sería el punto culminante. Lord Bramante, Lord Rude; sus embarcaciones pertenecen a la corona, ¿entendido? Su dignidad y su orgullo serán resguardados.

Ambos asintieron con el rostro severo. Anaís tenía razón. Debían frenar el ataque al puerto, era el sitio más vulnerable. Pero más importante era...

—¿Cómo se hará frente al ataque en la puerta?

Anaís se ruborizó y se dirigió a él con una sonrisa. Parecía asustada e indefensa, pero fuerte y decidida a la vez. Un contraste que lo consumía y lo desesperaba. Estuvo muy atenta con Friedrich desde que lo nombraron rey, quería ser su reina. Lo complacía en la cama, pero estaba hundido en sus propios demonios. A veces sentía lastima por ella. No era un hombre sencillo, que podría tener una vida normal. Amor. No tenía sentido fijarse en algo tan superficial.

—Mi rey—chasqueó la lengua y se mordió el labio—. La Guardia de la Ciudad tiene preparados a más de doscientos ballesteros, cien lanceros y otros cincuenta mosqueteros. Podemos hacerle frente, incluso si logran derribar las puertas. Aunque dudo su ejército pueda traspasar el muro mientras tengamos la maquinaria de los alquimistas.

Friedrich asintió

—Necesitamos soldados en las embarcaciones—sugirió Carlos Bramante—. Podremos tomar los barcos enemigos. No contamos con un número adecuado de pescadores, son gente sencilla, gente del mar, quizás tengamos insuficientes para cada barco.

—Por supuesto—concedió Friedrich—. Los alquimistas los apoyarán desde el puerto y un cuarto de las fuerzas de la Guardia los seguirán en altamar. El puerto lo defenderá Lord Daumier, en caso de que atraquen, el comandante auxiliar podrá hacerles frente.

—Rey Friedrich—Johann frunció el ceño y apretó las muelas—. Bajo el mando de los Daumier tenemos cien vasallos juramentados.

—¡Lord Daumier!—Friedrich sintió un ardor en el costado—. Nuestra Jefa de la Guardia, Anaís Ross, se encargará de defender la puerta. Los Daumier en la retaguardia, apoyarán al rector Ronnie con la instalación de sus armas bélicas y en la defensa del puerto.

Johann Daumier se ensombreció y se retiró de la sala, seguido de Carlos Bramante y Winker Rude. Friedrich los imitó al designar a Beret como vocero. Fue a su habitación, se comió el desayuno a solas mientras pensaba en los miles de posibles desenlaces de la próxima batalla. Cuando Anaís fue a verlo, la desnudó y le hizo el amor con deseo, pero no pudo terminar. Estaba muy cansado y solo quería estar abrazado junto a ella. Intentaba memorizar su olor para cuando estuviera solo. 

—¿Qué tienes, Friedrich?—Anaís le acarició el cabello. Sus senos de pezones rosados estaban duros por la excitación—. Te ves como... un muerto.

—A veces me gustaría saltar de un puente—soltó sin pensar, acurrucado junto al cuerpo de la mujer. Podía escuchar su respiración y oler su aroma ferroso. Quería calor y contacto—. O caerme de un risco sin querer. La vida es difícil, y no tener una salida... me frustra.

—No digas eso.

—No confío en Johann Daumier—replicó—. Desde que llegué al trono. No deja de mirarme con aquellos ojos encendidos en envidia. Estuvo a punto de poner su culo blanco en aquella silla, pero Beret no le otorgó ese gusto. No confió en él. Podría traicionarte. Asesinarte y a la Guardia con su ejército de mercenarios, abrirles las puertas a los rebeldes—le acarició las mejillas a la mujer con sus dedos ásperos—. No quiero perderte. No he tenido muchas cosas gratas en mi vida, pero contigo... Anaís, tú me haces sentir mucha tranquilidad. 

Anaís se subió al pecho de Friedrich. Sintió que se endurecía, volvería a desearla antes del anochecer. La mujer esó sus labios y le pasó la lengua. Le gustaba como aquello. Friedrich levantó sus brazos y le acarició la espalda. La mano de oricalco la estremecía porque era fría.

—Que lindo eres—le besó las mejillas—. ¿Seré tu reina?

—Sí—Friedrich miró una esquina de la habitación—. Después de la guerra. Tendremos una boda, nos casaremos en el Panteón. Un sacerdote nos iluminará con un prisma y nuestras almas permanecerán juntas hasta la eternidad.

—Bobo—Anaís reposó la barbilla en su pecho—. ¿Quieres volver a tener hijos?

—No.

—Serías un gran padre.

—No fui un buen ejemplo.

Friedrich permaneció en silencio. Anaís no quiso sacarle más conversación, no distaban de hablar mucho. Eso era lo que le gustaba de ella. No tenían que hablar demasiado para entenderse. Dejaban que las caricias y los besos fueran sus mensajes.

—Necesitamos a Lord Daumier, Friedrich—los ojos de Anaís brillaron como... ascuas. Sintió mucho calor—. Esta guerra está a un paso de terminar. Debemos ser conscientes de las decisiones que tomamos, para no arrepentirnos de las cosas que obtenemos.

Friedrich se incorporó, dolorido, y se puso unos pantalones. El brazo de oricalco le molestaba. Lo sentía muy caliente y le picaba en las uniones con la carne; estaba sudando. El brazo plateado era mucho más grueso que el otro; más delgada y lánguido. Los que lo miraban de lado, se sorprendían de la eminencia del esculpido perfecto de Ronnie. Pero al verlo de perfil, descubrían a un hombre quimera con piezas dispersas. Algunas faltantes.

—Voy a caminar un rato.

Salió por el patio de armas. Recorrió el jardín de estatuas con los emblemas de las grandes familias de la isla vigilando su letargo. Las viejas estatuas permanecían con una sucia capa de musgo, pero las nuevas relucían pulcras ante las luces de las estrellas primaverales. La ninfa permanecía en el centro, una réplica de una bella mujer de eminente sensualidad. Los detalles del escultor solo podrían pertenecer a Escamilla, un mago famoso que tallaba en piedra. El rey Vidal le pidió retratar en piedra a las familias más importantes de la Corte y el viejo mago, complacido, esculpió el jardín con sus aprendices. Fue tanta la dicha de la familia real que le otorgaron lotes de tierra en el Paraje. El sátiro de Escamilla tenía los cuernos rotos. El fiero dragón estaba cubierto con una lona. Alguien pintó la serpiente de los desprestigiados Encausse de un rojo oscuro. El fénix de la casa del escultor estaba cubierto de espinos. El más triste de todos era el Alicanto: un ave dorada extinta del tamaño de un hombre que era usada por los Brosse como montura en la época de la Ciudad Eterna. Ahora, el pajarraco de piedra ni era más grande que un enano. Su parodia en el pedestal, surcada de grietas, tenía las alas rotas y robaron sus ojos de jaspe. 

La melancolía de la ninfa coronada lo embeleso. Estaba postrada en el centro, apoyando las caderas en el pedestal, con los ojos cerrados, despectiva, viva y muerta, céntrica, solitaria. Todos éramos testigos de su belleza selecta, pero éramos ajenos a sus sentimientos. La ninfa eterna, con una corona de espinos y un llanto incontenible. La leyenda de los Verrochio protagonizaba la hazaña de magos antiguos que sedujeron a las inmaculadas ninfas de los árboles. La sangre de la tierra, de los árboles, de los dioses, corría por las venas negras de los Verrochio. 

Friedrich se sentó en el pedestal. La ninfa ni siquiera notó su presencia, permaneció en su postura despectiva, con la corona dolorosa en su frente. Las enredaderas subían por sus tobillos esbeltos, devorando sus rodillas. Por supuesto, aquella no era la imagen de una lujuriosa ninfa. Nunca lo sería. Si existieron, los hombres destruyeron su mundo. Escamilla esculpió a la princesa Elena, hija de Vidal Sisley. Debió ser bastante guarro, un rey severo lo hubiese decapitado por pervertido, pero la princesa prefirió desnudarse en cuerpo y alma para ser preservada por la eternidad. Los diseños eran curvilíneos, gloriosos, el vello enredado en la intimidad de sus piernas cruzadas denotaba una elegante y refinada gallardía. Las pestañas largas, los brazos finos, los labios sonrientes. La princesa Elena era nieta de Arsenio Verrochio, el mago más famoso de la familia que defendió Pozo Obscuro del kraken hace unos mil ochocientos años.

Escuchó un jadeo. 

Descubrió a un par de criados que se amaban, escondidos en la oscuridad y los arbustos, guardaron silencio cuando los contempló, envidioso, de su libertad. Tomó un caballo del establo y salió del castillo a la sinuosidad de las calles. Sin escolta. Vio una estatua cubierta de excrementos. Subió por una calle empedrada con lámparas de aceite. El sereno los estaba encendiendo. Una biblioteca abandonada. Cabalgó por una calle cubierto de borrachos y llegó hasta una gran casa de fachada azul desde la que se vislumbra la calle Obscura y la mansión de los Daumier. Era su vieja casa, Lord Milne se la regaló en honor a su cargo como representante de Pozo Obscuro en la Corte. Vivió muchos años, con su hija Annie, antes que desapareciera.

«No desapareció—Friedrich apretó el puño—. Este mundo se la tragó». 

La fachada de dos plantas tenía techo de pizarra y varias habitaciones. Fue pintada por un azul oscuro con cal y polvo de lapislázuli. Tantos recuerdos en aquella casa de los sueños. Allí se consagró su matrimonio. Su esposa Annie lo esperaba cada día con aquella sonrisa. Pero ahora solo era habitada por viejos recuerdos empolvados. Convertida en un sanatorio para los enfermos de la peste se veía bastante lúgubre. Friedrich era generoso con el mantenimiento del sanatorio.

—¡Rey Friedrich!—Exclamó Marcel al verlo, a través de la cerradura de la puerta. Llevaba un trapo cubriendo sus fosas nasales—. Pasé, pasé, adelante.

Marcel Brosse, un gordo de barba cobriza, convirtió su gran casa de en un centro de curación atendido por él y otros curanderos. La sala principal estaba vacía, desde las habitaciones le llegaba el ocasional rumor de una tos o un ronquido. Otro curandero entraba y salía de los cuartos con una bandeja en las manos. Al parecer, se tomaban turnos para vigilar a los enfermos. Hacerles infusiones, inhalaciones de vapores y cambiar sábanas. Friedrich se sirvió el té de ajo de los curanderos que estaba sobre la mesita. Se arrepintió al instante. La escalera al fondo parecía un monstruo esquelético.

—Escuché que regresaste de un viaje.

—Absolutamente—Marcel tomó asiento en un mueble. La mesa estaba cubierto de papeles—. Regresé de Pozo Obscuro junto a algunos hombres del rey Seth. Me hice pasar por un curandero, las cosas se iban a poner feas. Las tropas estaban a punto de atacar a los Betania. Logré escapar junto a un primo que regresaba de Puente Blanco.

Marcel Brosse recorrió con sus gordos dedos un anillo de oro en su barba canosa. Friedrich asintió y trató de beberse aquella pócima amarga. Si también cayera enfermo, sin duda preferiría morir de congestión antes de beber aquel remedio seis veces al día. Marcel viajaba por la isla comprando toda clase de medicinas comprobadas: píldoras de insectos macerados, boticas dudosas, minerales, ramas secas para infusiones y sanguijuelas. Los otros curanderos lograban transcribir sus conocimientos, dudo que, el Templo de las Gracias, antiguo sitio de sanación, fue incendiado.

—El sur estaba plagado—continuó el gordo mientras se tragaba un par de dientes de ajo. Eso explicaba el olor—. El único poblado que se salvó fue Rocca Helena... de alguna manera que desconozco. Pozo Obscuro, Puente Blanco, el Paraje, incluso hubo casos en el Jardín de Estrellas que mantuvo sus puertas cerradas. Hicimos lo que pudimos. El Templo de las Gracias cayó y los sabios maestros desaparecieron. Sufrimos un atraso, Friedrich. Lord Brunelleschi lo incendió, matando a muchos. Creemos que enloqueció por la muerte de su mujer. Los sobrevivientes del incendio... dicen cosas sin sentido. El sur siempre fue supersticioso. Me informo de diversas fuentes.

Friedrich probó el té, arrugó la nariz mientras el brebaje espeso le pasaba por la garganta. Parecía caldo de verduras.

—¿Damian Brunelleschi?

—Sí, rey—asintió—. Enloqueció. Yo no estuve allí, pero mi primo Jared, sí. Aunque me cuesta creer lo que me dice. Conocí a Damian en mis años de aprendizaje, era bueno para los números, pero le daba miedo la sangre. Cuando se fue al Jardín de Estrellas, creí que abriría los ojos, pero regresó al templo más devoto que nunca. Los curanderos llevan una estricta doctrina, el sacerdocio va de la mano con la sanación. Los grandes maestros representaban la encarnación de la voluntad de Bel en la Tierra.

Estar en esa casa se sentía extraño. Un sentimiento mantenía a Friedrich callado, con ganas de llorar. Subió las escaleras y llegaron a la habitación del fondo. Era la habitación de Annie. Una vela de cera perfumada con jacinto, iluminaba débilmente la habitación. Un anciano con el rostro magullado dormía en las sábanas sudorosas. Jared parecía cansado, pero no dejaba de escribir en un libro encuadernado en piel. Marcel por orden real, debía llevar documentación sobre cada caso tratado en el sanatorio. Levantó la vista cuando entraron y se puso de pie con una reverencia.

—Rey Friedrich.

—¿Ya se durmió el anciano?—Marcel se paró junto a la cama. Vio el rostro de Bertuar agitarse en sueños.

—Sí. La infusión de pasiflora lo está ayudando bastante.

Friedrich se reclinó sobre la puerta.

—¿Qué ocurrió en Puente Blanco?

Jared Brosse tragó saliva.

—Una historia de terror—relató—. Conocí a Damian Brunelleschi cuando éramos jóvenes en el Templo de las Gracias, era un hombre ejemplar y devoto. Atendí el llamado para cuidar de su esposa enferma. Todos en el pueblo parecían sucumbir ante la peste sureña. Pero... Damian desapareció. Estuvo encerrado en el Templo de las Gracias, rezando sin parar. Tuvo un encuentro con el Dios del Sol. El santuario estaba atestado de enfermos. Los curanderos corrían por todos lados, llevando cadáveres en los hombros y vomitando sangre.

»El tercer día que el Lord desapareció. Hubo una incursión. Parecía que los dioses abrían las puertas del infierno. Eran criaturas fútiles, descarnadas, demoníacas o... lo que fuera su naturaleza. Entraron al templo al anochecer y comenzaron a matar a todos. No sé qué serán... logré esconderme en las casas deshabitadas mientras la multitud de campesinos se escondía en las cavernas del bosque. Escuchaba a aquellas bestias despedazar a los sacerdotes del templo. El fuego se extendió por los techos de paja. Yo estaba allí, temblando, escuchando los gritos de los perturbados. Esperando el amanecer durante la noche de la carnicería.

»En Rocca Helena, poco después... escuché que Damian Brunelleschi enloqueció. Que mató a todos los enfermos con potestad sobre los habitantes del infierno. Historias horribles acosan en el sur a los viajeros. Son señales de los últimos tiempos. Los sacerdotes charlatanes tienen concurridas predicas. Los magos negros cosechan adeptos que buscan protección. En Pozo Obscuro y en el pueblito han visto fantasmas... pero no entiendo, dicen que parecen 

con hilos rojos. Fantasmas de sangre. Demonios, engendros y lunáticos. Nunca he creído en Bel, ni en Diana, ni el culto de los Dioses Muertos. Pero... vi cosas que no debí.

Marcel se acarició la barba, giró el anillo de oro con el índice y el pulgar mientras se mordió el labio inferior.

—Hay toda clase de historias, sobre animales extraños en las cantinas del sur. Giran alrededor de Damian. Murmuran que tiene un ejército de demonios, porque hizo un pacto con un diablo. Mitad hombre y mitad bestia. Algunos son tan deformes que no se parecen a nada en este mundo. Los hijos que los dioses desecharon. Van en manadas. Un cazador de las afueras de Puente Blanco, contó que vio como un grupo de esas criaturas devoró a uno que murió, repentinamente.

»También, escuché relatos desconcertantes sobre espectros rojos. Fantasmas de sangre que vagan por la isla. Los han visto en distintas partes. No sé lo que serán, pero me asustan mucho más que los homúnculos de Giordano Bruno. La historia más sorprendente... fue la de un sacerdote que profetizó su conexión con los penitentes del fin del mundo. Los ángeles que Bel designará para imponer su voluntad sobre los hombres.

»Desde los mercaderes regordetes en los puertos de Pozo Obscuro, hasta las botánicas secretas en los bajíos. Me contaron toda clase de relatos. Magos negros que reviven muertos. Sectas adoradoras de dioses renacidos. Todas las historias que oí de Damian, hablan de cierta figura detrás suyo. Una sombra negra de ojos dorados que lo acompaña en su ejército de demonios. No solo hicieron una matanza en Rocca Helena.

—También asesinaron a los Betania—susurró Bertuar, tenía la voz pastosa y débil—. Esas cosas no son demonios del infierno... son peores. La mayoría de la persona con tres dedos de frente, dirán que salieron del infierno a castigarnos. Quizás... quiera creer eso. Pero esto va más allá. Esto rompe con el orden natural. Son creaciones humanas. Seres artificiales.

Friedrich sentía la boca seca.

—¿Mataron a todos los hombres? 

Bertuar asintió, tembloroso.

—Devoraron a los míos y a los rebeldes, antes del amanecer. No creo que Damian Brunelleschi tenga el conocimiento para crear a esos monstruos—el anciano se incorporó, estaba molido—. Solo un alquimista llegó lo bastante lejos para, tomar las piezas de la vida y armar un monstruo. Este mundo retorcido le pertenece a los locos. Usted sabe de esto, antiguo alquimista, ahora rey... ¿Sabe quién podría ser?

—Giordano Bruno—nombró Friedrich, sin pensar—. El Homúnculista.

—¿El Homúnculista?—Bufó Jared, con una sonrisa—. Él está muerto. Sir Cedric lo quemó vivo. Su laboratorio ardió por completo hace un año. La Sociedad de Magos lo eliminó. El rector clausuró su investigación. Los homúnculos que sobrevivieron, fueron liquidados por el invierno. ¿Cómo un hombre puede vivir dos vidas?

—Podría ser—Marcel apretó las muelas—. Los que viven en el Paraje han descubierto cavernas inexploradas. El laboratorio de nuestro estimado Bruno, era un complejo usado por sectarios en tiempos de la Purga. Sus ramificaciones cruzan la isla y las grandes ciudades.¿Pero... que intentan hacer creando tales aberraciones?

Bertuar miró a Friedrich con los ojos horrorizados.

—Lo mismo que todos nosotros—replicó—. Acabar con el poder establecido... o el poder enemigo. He vivido mucho tiempo. Si matas a... todos los adultos, puedes inculcar una nueva ideología a los niños.

—¿Va a matar a todos los adultos de la isla?—Jared parecía desorientado.

—¡No, idiota!—Bertuar enrojeció—. Es una manera de decirlo. Va a matar a todos los gobernantes de esta isla para imponerse... y no solo eso. Para reformar la isla a imagen y semejanza de sus creencias, necesita poder.  Giordano Bruno le enseñó sus colmillos ponzoñosos, a un lobo hambriento. Los dioses y los demonios fueron hechos a imagen y semejanza de sus creadores.

—Por supuesto—concedió Friedrich—. Si acaba con aquellos que ejercen control. Él podrá ser el regente absoluto. Una sola religión. Un solo gobernante. Porque un rey temido no podría prevalecer sobre su pueblo oprimido. En cambio, un rey amado será eterno para sus devotos. No existe amor más sincero que el de un creyente a su Dios... y voluntad más veraz, que la de un santo escogido para gobernar. Aunque... no tiene gracia, regir sobre un montón de inútiles. La mayoría, no piensan nada más que en follar y comer. Necesitamos a los nobles que dirigen multitudes.

—No sé qué tenga en mente Giordano—suspiró el anciano, parecía muy cansado—. La pobreza en la que creció, las personas que perdió y la familia que lo maltrató. Quizás, todo eso lo empujó a cometer las atrocidades que lo condenaron. Las circunstancias lo obligaron a convertirse en una persona malvada. La vida es difícil. Ya seas enfermo o sano; rico o pobre. La vida tiene un precio... y todos tenemos que pagar.

—No existe una excusa para dañar a los demás—masculló Friedrich. Pero se dio cuenta de sus palabras. Estaban en guerra contra sus hermanos de exilio.

El anciano Bertuar murió días después. Solo en su habitación, sin nadie que lo acompañará en sus momentos finales. Quizás murió de tristeza al perder a la progenie que tanto le costó cuidar. Todos muertos en tan poco tiempo. Perdió todo su brillo, al final de su vida.

Los ataques que sufría eran cada vez más violentos, terminaba con las sábanas empapadas de vómito. Pasaba noches enteras despierto, pensando y pensando. Soñando con ríos de sangre, criaturas monstruosas y espectros escarlata de rostros dorados. Una cumbre borrosa se alzaba hasta perderse en el horizonte. 

Había dejado de desayunar... con frecuencia, perdía el apetito por las noches. Su relación con Anaís empeoró, al punto de terminar en gritos y discusiones. No lo visitaba por las noches y trataban muy poco durante el día. Todo desembocaba en un final nefasto para Friedrich.

En sus últimos días de reinado. Reformó el sistema sanitario, limpiando las calles más pobres de excrementos y creando ductos de agua limpia. Instaló cañerías de desagüe, aprovechando algunos túneles que desembocaban en el mar, lejos del puerto. La mano de obra se pagó mucho mejor por la falta de personal, así que los hombres ya no tenían que robar o matar para vivir bien. La crisis de alimentos mejoró bastante con el nuevo sistema de pagos. Pero había un problema sanitario que lo incomodaba: la poca higiene pública.

Así que, por orden suya, mandó a los alquimistas un cargamento de sebo, grasa y desperdicios de las granjas para que fabricarán jabón barato. Este fue vendido a solo una estrella de cobre por pieza. Esto benefició en gran manera a Ronnie, el rector de la Casa de Negro obtuvo ingresos con la venta exitosa del producto. No dudó y lanzó numerosas mercancías que producían los alquimistas para el mercado: velas aromáticas, remedios, cerillas de azufre, perfumes y diversos artículos.

Claro, Friedrich pidió un tributo por parte de aquel nuevo mercado y recibió su impuesto. Las epidemias estaban desapareciendo, pensaba en erradicar a las ratas, pero no contaba con el presupuesto, ya que la Guardia de la Ciudad era una fuga de dinero. Los gatos eran su mejor opción y el jabón ayudaba a combatir muchas plagas.

El ejército rebelde llegaría ante las puertas en cualquier momento. Seth Scrammer llegaría presto a negociaciones por la autonomía del sur, pero Friedrich no estaba dispuesto a negociar. Si cedía aquellas tierras, los Betania, los Leroy y su propia familia perdería su dominio. La delicada economía se derrumbaría debido a que gran parte de los alimentos se producían allí. La mayor parte de las tierras fértiles pertenecían al sur junto a sus impuestos. Seth tenía cautiva a Annie y a su familia.

Valle del Rey no aguantaría un sitio prolongado con Friedrich como regente. La gente veía a Seth Scrammer como la nueva esperanza, un rey de paz y prosperidad. Desplegar un ejército fuera de las murallas sería catastrófico. Si la batalla se prolongaba... las personas de la ciudad empezarían su revuelta. Debía defender la capital desde las murallas. Anaís defendería las puertas de la ciudad y el resto del ejército podrá sofocar las trifulcas.

Eligió bien las posiciones para el asedio. No confiaba en los Daumier, podían atacar a los soldados de Anaís y abrir las puertas a los rebeldes. Pensarlo le revolvía las tripas. No quería que Anaís muriera, sin oportunidad de reconciliación. Lord Bramante y Lord Rude dispusieron su armada en el puerto, con las defensas que diseñaron los artesanos en la Casa de Negro. Los Daumier los apoyarían en la vanguardia. Desde el puerto se avistaban los escorpiones, cañones y trabuquetes para la batalla que daría lugar en la costa.

Lo que más le preocupaba eran las puertas principales. El ejército enemigo intentaría derribar su estructura mientras les llovían saetas desde las aspilleras. No tenía un cálculo aproximado del número de enemigos. La traidora de Melissa Leroy, la rebelde de Mariann Louvre del Sexto Castillo, las facciones que controlaba Lucca della Robbia: en gran parte gente de Rocca Helena y mercenarios de Pozo Obscuro. El reducido Gremio de Magos del Rey Dragón tenía un secreto.

Los latidos pronunciados se le salían del pecho. El sudor frío. Se quedaba tendido horas y horas... tendido en su propia miseria.

Alguna vez soñó con un mundo sin enfermedades, donde la muerte era solo un mal recuerdo. Esa fue su razón de volverse alquimista. Sentía mucha agua recorriendo por sus venas. Asfixiante calor. Ansiedad.

Los gusanos gigantes en el mausoleo de Julián permanecían adormecidos por el invierno. Beret predijo su despertar en el verano. El anciano estudiaba el cielo nocturno con ojos extraños. Plagas, pestes, sequías. ¿Era eso lo que querían los reyes antiguos? Mucha más guerra por los escasos recursos. Muchísimas muertes. La última batalla cobró incontables vidas.

No quería ir a la guerra, no quería que nadie más muriera con él como regente. Pero, ¿qué otro camino encontraría? Necesitaba el control de aquellas tierras para mantener en pie la sociedad prospera que estaba cultivando. El reino se hundiría en su podredumbre cuando la comida vuelva a escasear. La isla era pequeña y sus tierras estériles. El pueblo a duras penas sobrevivía con pescado y legumbres frescas. Sí, debía lidiar con la maldita guerra para reestablecer el comercio con Pozo Obscuro y los otros pueblos. Los mercaderes ansiaban la gran capital. Podría disponer de mucho más dinero para hacer crecer el reino. Matar nunca fue la solución, pero era el camino que debía recorrer.

Extrañó la compañía de Anaís, pero no quería involucrarla en toda su locura. Se quedaba dormido tras una serie de ataques. Vomitaba y perdía el conocimiento. Tomó la corona de plata brillante en sus manos. Su diseño asemejaba el oleaje del mar. Tenía incrustado zafiros como luceros. Giró el aro de plata en sus dedos. Una corona sencilla. ¿Las personas del reino pensarán en él como un verdadero regente o verán a los rebeldes como rayos de esperanza?

—¿Rey Friedrich?—La voz de Beret llamó desde la puerta.

Friedrich se limpió el vómito de los labios y escondió las sábanas bajo la cama, apestaban a rancio. Se colocó la capa negra inmaculada y abrió la puerta.

—¡Friedrich!—Los ojillos congelados del anciano brillaban detrás de su sonrisa—. Lo conseguimos.

Por un momento, la mente de Friedrich se nubló con la imágen de Seth Scrammer en una pica, los rebeldes rindiendo las armas y volviendo con sus familias. Annie corriendo a sus brazos. Pero recordó que aquello estaba más allá de lo posible. La luz del día le lastimaba los ojos. Debía estar pálido y demacrado como un perro moribundo, lleno de gusanos.

—¿Qué conseguimos, Beret?

—¡Lo encontramos, Friedrich!—Pronunció contento—. Venga conmigo.

Beret caminó deprisa y no tuvo más remedio que seguirlo. Caminaba muy rápido y seguirle el paso le costaba. Sentía el sudor frío empapando su cuello. Salieron del castillo ante diversas miradas. Avanzaron por la calle Obscura sobre los adoquines de piedra. Friedrich se detuvo con la respiración entrecortada.

—¿Qué pasa rey Friedrich?

—Vete... a la mierda. Beret.

Siguieron caminando hasta la Casa de Negro que se alzaba entre la calle Estrella y el mercado en la calle Mercurio. Los árboles estaban más verdes de lo que recordaba. Pasaron por la puerta con los siete grabados y una serie de arcos de piedra. Se adentraron en el edificio de piedra negra seguido de un grupo de acólitos que se fueron dispersando a medida que descendían bajo tierra. Allí abajo el frío era tremendo. Friedrich estaba temblando en el círculo de luz que proyectaba la lámpara de hierro de Beret. Estaba solo con el anciano y... lo tomó del hombro.

—¿Lord Beret?

—¿Si?

—¿Quién es usted?

El anciano frunció el ceño.

—Usted no viene de más allá del mar como dijo—continuó Friedrich—. Tampoco es un alquimista. ¿Quién es usted?

Beret se encogió de hombros.

—Solo soy un hombre que busca el conocimiento—apretó sus labios finos. Miró largo rato el rostro de Friedrich en silencio—. ¿Quién se lo dijo?

—Una carta—confesó—. De Damian Brunelleschi. Hablaba de magos negros y un culto disfrazado de sacerdotes en el Templo de las Gracias. Me la hizo llegar con un curandero, Jared, que viajó hasta aquí para divulgar la verdad.

Lord Beret asintió.

—Es cierto—contestó con una mueca—. Pertenezco... o pertenecía al culto del Gran Devorador. Somos los últimos conocedores del Elixir de Cinabrio. El Elixir de la Larga Vida. Hemos permanecido ocultos, esperando por centurias. Nuestra filosofía corresponde a los tiempos de Daumier el Terrorífico y la destrucción de la Ciudad Eterna. De seguro, Damian y Giordano te contaron todo sobre el culto.

—Sí—se acercó al diminuto anciano—. ¿Por qué harían algo así? ¿Por qué liberar esta peste y matar a tantas personas?

Beret levantó un dedo arrugado.

—Estancamiento—admitió. Sus ojos congelados lanzaron destellos violáceos—. Las civilizaciones se vuelven insostenibles. Con el tiempo y la sobrepoblación... colapsan. Usted lo sabe, Friedrich. Los pobres se hacían cada vez más numerosos y los ricos estaban desapareciendo. Las personas vivían en pésimas condiciones, porque esta isla es incapaz de sostener a tantas personas dado sus recursos. La sociedad decrece y se ahoga en su propia miseria.

»Lo hicimos por el simple hecho de que un grupo debía ensuciarse las manos. Los sacerdotes quisieron unir a la isla con una religión. Un solo dios. Lo consiguieron, pero el dominio de su jerarquía no trajo la prosperidad. Queríamos un futuro próximo, donde las personas podrían ser más que porquerizos o prostitutas. Añoramos una reforma con tal de ponerle fin a la monarquía de los Sisley. Sembramos las semillas de esta guerra mucho antes. Cuando Carl asesinó a la familia real. Nosotros confundimos su mente con dudas y celos. Esperábamos a un rey con ideales progresistas. Instalar una república o un senado que pudiera abogar por un mejor futuro.

»Los magos negros liberamos la peste en Pozo Obscuro y salvamos a cientos de personas de sus pésimas condiciones. La nueva era está cerca. Usted lo ve: la crisis de alimentos se detuvo, la mano de obra es mejor pagada, las mujeres tienen su lugar y el auge de renacimiento escaló un puesto importante. Con usted como regente, Friedrich, el reino no hará más que prosperar. El sueño de Daumier el Terrorífico sobre una civilización alimentada por el conocimiento y el avance se vislumbra en el horizonte. Quizás no sea el rey que el pueblo quiera, pero es el rey que el pueblo necesita. Debemos mirar al horizonte, Friedrich. Una nueva sociedad florecerá.

»Comodoro creyó que Giordano Bruno sería un miembro de confianza. Pero era muy joven cuando se le dijo la verdad. Desafió al culto, así que lo desacreditañmos. Resultó muy sencillo mancillar el nombre de un hombre con un pasado oscuro. Poco a poco se contaron historias tejidas de mentiras que se volvieron realidad. Solo fue cuestión de tiempo... para que sir Cedric lo matara, como el buen caballero que era. O eso creíamos... Porque regresó del infierno para matar a todos los magos negros.

Friedrich asintió con las muelas apretadas.

—De acuerdo—replicó—. Pero el culto al Gran Devorador queda disuelto. Ya no está permitido actuar a espaldas de tu rey, ¿entendido?

Lord Beret asintió. 

Avanzaron por un sendero de esqueletos de ratas. El polvo cubrían el recinto. Las paredes de la caverna se fueron cubriendo de losas de piedra a medida que caminaban. Una legua más adelante el suelo estaba cubierto con losas brillantes... como espejos cubiertos polvorientos. Ante ellos aparecieron los restos de una gruesa puerta de piedra. El duro material se disolvió en arenisca.

—Ese fui yo—confesó Beret con una risita—. No podía aguantar la emoción y la destruí.

Friedrich tragó saliva. 

Entraron en una sala de techo alto, sostenido por gruesas columnas. El mármol brillante relucía bajo una gruesa película de suciedad. Las columnas tenían diseños de animales y hombres. El salón los condujo hasta unas escaleras. Bajaron hasta un inframundo custodiado por sombras. Descendieron a una bóveda cavernosa con techo de cúpula. Altas estanterías de piedra formaban decenas de filas hasta el fondo de la caverna. Placas doradas brillaban en las estanterías, adornadas de glifos indescriptibles. A medida que bajaron las escaleras, sintió mareos.

—La Biblioteca Prohibida de Julian—anunció Beret con una sonrisa—. Justo bajo nuestros pies.

—Esto es... increíble.

—Místico—Beret lo miró esperanzado—. Pero tenemos un inconveniente. Existe una barrera a partir de aquí. Un mecanismo posee Maeglafia Antigua y no podemos romperlo. No podemos pasar, a menos que tengamos la llave que encontramos en los sepulcros de la familia real. La llave que abre todas las puertas.

Friedrich se dobló por la cintura y vomitó todo lo que tenía en el estómago. Intentó incorporarse con rapidez, pero resbaló con su propio vómito y se golpeó la cintura con el suelo. Las lágrimas le saltaron de los ojos. Había perdido la llave.

—¡Friedrich!—Beret se ensombreció—. ¡¿Dónde está la llave?!

Intentó hablar, pero se le salió el aire. El brazo que no tenía le ardía con un escozor desquiciado. Las lágrimas le salieron de los ojos en torrentes. Un regusto amargo en la boca le cerraba la garganta.

—¡¡¡Friedrich!!!

Intentó ponerse de pie. Un calor lo golpeó en las costillas con un estallido plateado y lo lanzó por las escaleras. Se golpeó la espalda, el hombro, el costado y la frente. Cuando detuvo su caída, estaba cubierto de sangre, polvo y vómito. No culpaba la rabia de Beret. Era su culpa. El anciano levantó una mano arrugada y una fuerza desconocida levantó a Friedrich de rodillas. Miles de manos invisibles lo tomaron del pellejo. Se golpeó las rodillas con los escalones. Sentía los huesos de porcelana y la sangre como brea. Lo pusieron de pie como un niño pequeño.

—¡¿Dónde está la llave?! 

Beret apretó sus dedos, estrujando un muñeco en sus manos manchadas. Las extremidades se le pegaron al cuerpo con un dolor desgarrador. Sus huesos crujieron. Hizo un esfuerzo por no gritar. Sentía que le arrancaban los brazos y las piernas... cayó de rodillas, babeando. Apretó las muelas.

—La tiene... ella.

Muy mal. Beret era capaz de realizar proyecciones sin pronunciación ni Imágenes Elementales. Friedrich cerró los ojos y se dejó llevar, estaba listo para morir.

—¡¿Dónde?!

—Annie—tenía la boca llena de saliva y le costaba respirar— Ella la tiene. Mi hija. No le hagas nada. Por favor.

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