Capítulo 2. El Jardín de los Lamentos

 Capítulo 2: El Demonio del Neodimio.

El Cometa de Sangre brilló con la intensidad de una segunda luna rojiza mientras dejaba una estela azulada en su ascensión por el firmamento estrellado de la noche. Y se partió, atravesando las nubes pálidas con destellos de fuegos artificiales y cenizas arcoíris en una lluvia de luminarias proyectadas a la tierra y los océanos, con sueños y plagas traídos del confín de la existencia. 

Durante siete días y noches brilló el cometa, regando el mundo con su lluvia de sangre y misterios. Y fueron muchos los que anunciaron señales del fin de los tiempos, y atisbaron la oscuridad que se extendía desde un rincón del universo, devorando planetas, estrellas y galaxias con tentáculos de gases y nebulosas... dejando en su recorrido un silencio letárgico y un vacío aterrador. El cometa dejó grabada su estela de escarcha bermellón en la achocolatada Vía Láctea y desapareció, junto al caos del polvo estelar, para emprender nuevamente su peregrinaje a la soledad de la eternidad. 

Muchos fueron los periódicos que especularon el origen de la roca en su marea espectral: los científicos estudiaron, fascinados, su supuesta composición rica en cinabrio y otros agentes mutagénicos; los artistas retrataron a su vez una existencia efímera poblada por secretos enterrados en el centro del cometa; los astrólogos y astrónomos escribieron artículos sobre la antigüedad del evento cósmico y las eras remotas en que fue visto por los primeros hombres en sus construcción ciclópeas y anteriores culturas mucho antes de la aparición humana; y finalmente, los ocultistas y lunáticos, proclamaron que la lluvia de nereidas traería consigo el despertar de las peculiares, de magnificencia en la clarividencia y otras ramas de la naturaleza incomprensible del cuerpo, la mente y el espíritu.

El Cometa de Sangre desapareció del cielo nocturno, junto con los episodios de histeria colectiva y los arranques de psicosis que estremecieron a incontables personas sensibles a las fuerzas desconocidas que escapan de la conciencia. Videntes promulgaron morar en sueños junto a los repulsivos y alados habitantes de aquel cometa hueco en una danza tan antigua como los primeros soles de nuestro envejecido universo, y los enloquecidos abastecieron los manicomios contando historias de entes sobrevivientes a un estado anterior del surgimiento de las galaxias. Hombres y mujeres ilustres se arrebataron la vida ante las revelaciones noctámbulas de aquellos seres de materia oscura. 

Desde que el Cometa de Sangre atrapó con imperativo frenesí hipnótico a Sebastián, no dejaba de trasnochar con pesadillas de estrellas agonizantes y entidades oscuras incapaces de ser descritas con caracteres físicos o espirituales... que habitaban el caos de la existencia y la fuerza primordial que mantenía unida las galaxias. Veía una estrella brillante y masiva, a una distancia imposible de describir en el planeta donde residía. La estrella se hinchó, y aferró a la existencia moribunda, una vez que su combustible se agotó y sus hornos se apagaron... y desapareció en una supernova aplastada por su propia gravedad, hasta convertirse en una estrella minúscula e irremisiblemente densa. Un lugar en el que incluso los átomos quedan triturados en una sopa de caos alquímico, hasta dejar un hervidero de neutrones tan apretados uno sobre otro que... una cucharada pesaría miles de millones de toneladas, más que una montaña entera; poseyendo temperaturas superficiales cercanas al millón de grados y la fuerza magnética más poderosa jamás registrada por civilizaciones avanzadas.

Allá en lo alto, inmersa en el cielo negro, a una distancia donde el tiempo y el espacio dejan de funcionar... esa estrella pulsante es su condena en los caminos de la conciencia y la realidad del caos cósmico. Veía a través de su luz parpadeante el surgir y el ocaso de un universo carcomido por la oscuridad y el vacío de pinzas negras... parecidas a horripilantes ciempiés.

Sebastián se quitó la capucha manchada de sangre seca y notó los moretones en su cabeza. Entró en su austera casucha apretujada en el callejón, junto a robustos edificios surcados de grietas y pintarrajeados con dispersos tonos pastel. El recibidor servía a su vez de cocina, y la mesa única del apretado recinto era colmada por un bidón de agua y un vaso plástico del que se servía líquido... La luz debía estar cortada, por lo que su vieja hornilla eléctrica no funcionaba y la bombilla apagada arrojaba sombras oscuras en las esquinas. El fregadero escupía agua... y logró llenar unos barriles para bañarse. Entró en la única habitación del lugar, con la remendada mochila a rebosar de ropa gastada y el incómodo colchón en el suelo... Se quitó la chaqueta negra y desgarrada con los brazos entumecidos. La bombilla de su habitación tampoco funcionó, pero la pequeña ventanilla en el techo de laminas, arrojó tenues destellos del amanecer. En su diminuta habitación solo tenía el colchón, la mochila cosida repleta de ropa desprolija, algunas bolsas con escasos alimentos y una cesta de prendas sucias.

Se quitó los guantes con dedos adoloridos y los raspones en sus nudillos ardieron. Los dedos entumecidos estaban hinchados y su muñeca dolía si la movía en una dirección... Sus brazos descarnados estaban cubiertos de moretones verdosos y sus costillas dolían cuando erguía la espalda. El recuerdo del bate de madera aporreando su espalda lo hizo contener las lágrimas al sentarse en el suelo para quitarse los pantalones. El moretón en su muslo derecho era negro y peligroso, aún no dolía al moverlo, pero la calurosa hinchazón al tacto... confesó que sería un hecho inevitable. 

Los ciclos de inanición nocturna y desvelo le mostraron un joven iracundo, delgaducho, ojeroso y enfermizo de cabello revoltoso. El moretón en su mejilla estaba hinchado y los rasguños en su rostro eran marcas sangrientas. Se limpió la sangre pegoteada del cabello con agua fría del tonel y se sirvió de una extensión para conectarse a la electricidad del edificio vecino. La cocina tardó en encender y sostuvo el dispositivo para medir la intensidad de la corriente y las posibles averías... Amasó una redonda tortilla con lo último que le quedó de harina de maíz y se la tuvo que comer sin mantequilla o queso... porque estos, se acabaron hace varios días. Comió en silencio, para así alimentar su mutilado cuerpo y su flagelada alma. 

Aún le quedó una libra de arroz y verdolaga para cenar y emprender sus caminatas nocturnas. Había perdido la costumbre de almorzar desde el cambio de ciclo de sueño. Después de hojear algunos libros rescatados de la basura y divagar sobre fenómenos físicos y ecuaciones incompresibles... Se recostó en su colchón sudoroso y aguerrido, y soñó con estrellas pulsantes en galaxias distantes, constelaciones, nebulosas y el rostro pálido de Jazmín.

—Te quiero, ¿lo sabes?

—Sebastián—la chica sonrió, tímida. No quería incomodarla con su declaración de amor—. Tú eres el amor de mi vida, pero como amigo.

—No me voy a rendir—confesó—. En este mundo hay cosas por las que rendirse, y otras por las que se debe luchar hasta el final. Tú vales la pena.

Esa fue la última vez que estuvo con ella, después de graduarse del bachillerato. Jazmín, la Reina de Corazones. No volvería abrirse con nadie... No después de tanto dolor y pérdida. Los días que pasaron juntos, fueron los más felices... hasta que las tragedias sucedieron y comenzó a romperse. Demonios de tortura que nunca se irían. Soñó con la casa en llamas, envolviendo las paredes con gritos de dolor y pérdida...

Un cometa rojo partió el cielo nocturno.

Despertó sudoroso, se lavó con agua y una fina pastilla de jabón y salió a buscar trabajo con un macuto de tela. Le dolía el estómago por el hambre, y preguntó en varias calles sobre trabajos como cortador de monte o reparación de tuberías. Desde que dejó la universidad, había trabajado para los grandes comerciantes chinos, pero la explotación del horario y la pésima paga chocaron con su misión nocturna. En todos los locales comerciales de la urbanización, el mercado y el paseo de tiendas... Querían pagar treinta dólares semanales por más de diez horas de trabajo diarias, sin días flexibles. A veces pensaba en la universidad, y el deprimente estado de la economía del país. A veces pensaba en Jazmín, y en los amigos de los que tuvo que alejarse para protegerlos. Solo quería verla una vez más... quería saber por qué ella se convirtió en una persona inestable.

Sebastián no se dio por vencido y saqueó algunos mangos maduros y verdes de un robusto mangal de ramas extendidas para asegurar el desayuno, y cortó helechos de verdolagas tiernas que nacían en las grietas de la acera . No le quedaba dinero para la comida, y por su suerte... las lluvias solo empeorarán el encontrar oficio. 

Pero, el crimen organizado no descansaba en la ciudad moribunda y los niños eran depravados y los jóvenes esclavizados, prostituidos y vendidos en pedazos al mercado negro internacional. Las drogas pululaban en las calles, el sicariato era negocio al que aspiraban niños y la juventud se perdía en una increíble decadencia de valores. La corrupción de la sociedad era una crisis sin remedio... y la mafia china se apoderó de Ciudad Zamora con sus garras oscuras. Primero, tomaron las minas de oro del Estado expulsando a los indios, gentuza y hombres que buscaban ganarse la vida en aquellas selvas abandonas a los mosquitos y las plagas... con sueños de fortuna. Luego, extendieron su poderío e influencia en el centro del país hasta hacerse con el control de ciudades. El gobierno nacional no hacía nada en su jurisdicción por sus deudas negligentes con el país asiático y la delicada política internacional... dejando a los ciudadanos a su suerte.

Su padre y su tío fueron trabajadores de la mina para ganarse la vida, excavando el suelo fangoso en busca de puntos de oro y piedritas brillantes. Cuando los chinos tomaron las minas, ellos dos propusieron un sindicato para hacer valer los derechos del pueblo y, los asiáticos los devolvieron a sus hogares, desmembrados en bolsas negras. En esos años difíciles, aún estudiaba en el colegio, tenía amigos y una amiga por la que sentía un amor platónico y; sus sueños infrecuentes sobre estrellas pulsantes comenzaron cuando el Cometa de Sangre atravesó el sistema solar en su viaje cósmico. 

Las cucharas de metal se quedaban pegadas a sus manos, los imanes se adherían a su cuerpo y algunos objetos ferrosos le soltaban descargas eléctricas repentinas. Sebastián creía tener una enfermedad del sistema nervioso, porque algunas perturbaciones en la atmósfera como apagones, antenas de radio y tormentas eléctricas provocaban jaquecas, mareos, hormigueo en sus nervios y entumecimiento. No asistió a revisión médica porque los hospitales públicos no funcionaban plenamente por la falta de insumos e instrumentos, y los médicos privados eran absurdamente caros. Su cuerpo estuvo cambiando en su estructura química, un ciclo doloroso y litúrgico...

Le quitaron el saco de la cabeza y le vaciaron un barril de agua y hielo para despertarlo. Sebastián despertó abruptamente con la mente llena de algodón y los pensamientos pesados... No reconocía aquel almacén abovedado, ni los rostros asiáticos vestidos con trajes elegantes que fumaban en la inmediatez. Aquellos ojos oscuros inspiraban un odio ciego entre murmullos de mandarín tosco.

Recordó irrumpir en un marginado prostíbulo, que hacía las veces de guarida de secuestros y extorsión en el barrio más lejano de la ciudad. Los rumores de trata de blancas llegaron a sus oídos por las estaciones de radio que se atrevían a hablar con la verdad y entró en el lupanar con su barra de acero, liberando a las jóvenes cautivas en una tempestad de balas y chirridos metálicos. Sintió un golpe en la nuca y una sacudida...

—¿Quién lo diría?—Un asiático robusto se acercó a la silla donde estaba amordazado y le arrancó el gorro de tela que cubría su cabello y ojos. Hablaba con un macilento acento—. Un niño irrumpe en los lupanares de la organización, detiene las camionetas con mercancía y deja golpeados a mis paisanos. 

—¿Mercancía?—Sebastian sentía el exceso de sangre en la boca—. ¿Les dices mercancía a los niños robados?

El chino dio una calada al cigarrillo y sopló el humo en la cara del joven. Sonrió con malicia y sus ojos se volvieron pequeños. Dejó caer las cenizas encendidas en las manos de Sebastián.

—Ustedes los malditos venezolanos no saben una mierda de negocios—el chino fornido dijo algo en su idioma y los hombres intercambiaron risas sarcásticas—. Nosotros somos un mal necesario. Les deben mucho dinero al gobierno chino, y pagarán con los cuerpos de sus hijos si es necesario—fumó en silencio y ordenó a uno de sus subordinados desenfundar su pistola—. Miles de millones en manufactura china, gasolina iraní y recursos para sus gobiernos corruptos. ¿Qué creyeron que pasaría con la deuda para mantener su dictadura?—El subordinado apuntó con la pistola a Sebastián y el fornido sonrió con dientes amarillos—. Tomaremos lo que es nuestro: expoliando sus recursos, esclavizando a sus hombres, prostituyendo a sus mujeres y vendiendo a sus hijos en pedazos; hasta que se condene la deuda. ¿Quién sabe? Puede que su nación vuelva a ser grande cuando forme parte del gigante asiático. Borra esa sonrisa de tu rostro, muchacho. Dicen que eres un fantasma al que atraviesan las balas... detuviste una camioneta pegando tus pies a su techo y rescatando a esos niños. ¡Tuviste suerte! ¡Pero, morirás!

El chino disparó y el fogonazo lo cegó. Escuchó un zumbido magnético y el fornido gritó de dolor cuando la bala rebotó y atravesó su mano, soltando el cigarrillo. Los chinos sacaron las armas al momento y vaciaron los cartuchos ante un estallido de mil disparos ensordecedores. Sebastián se concentró en emitir los seiscientos Tesla... y las balas encendidas rebotaron diamagnéticamente ante la pared invisible, algunas fueron devueltas a peligrosa velocidad y otras fueron frenadas por el magnetismo.

Sebastián resopló cuando los chinos cesaron el fuego y levantaron una tertulia en su idioma desconcertante. Algunos yacían en el suelo por heridas de bala y el fornido no paró de repetir sartas de groserías en mandarín, seguido de «demonio», «brujo» y «monstruo». Se concentró en emitir una fuerza magnética de atracción de treinta Tesla, por solo un segundo, para arrancar las pistolas de las manos de los hombres en su dirección, y las armas cayeron a varios metros...

Su cuerpo era un gigantesco imán capaz de producir potentes campos magnéticos de atracción o repulsión mediante inducción eléctrica del sistema nervioso, el corazón y materiales magnéticos acumulados en el hígado y los pulmones. 

—¿Sebastián?—Meses después de graduarse, se encontró con Richi en una plaza a la que iba a vender helados. Era su primer año como Justiciero, antes del incidente del Puente Angostura... En aquella época, las estaciones de radio locales solo narraban sucesos funestos de sicariato, atracos, secuestros y descuartizamiento en los barrios marginales—. ¿Cómo estás? ¿Por qué te ves tan flaco y cansado? ¿No has recibido mis llamadas? Te extraño, hermano. Espero que podamos vernos otra vez.

Sebastián subió por la escalera metálica hasta un tejado bajo un cielo nublado. Se quitó el gorro y sacó el macuto de tela para extraer una caja con la bocina parlante instalada a una batería y cables unidos a una varilla a modo de antena. Descubrió que el campo magnético emitido por su cuerpo funcionaba igual que una antena receptora capaz de atrapar las ondas electromagnéticas. Mediante el parlante decodificaba la información en señales eléctricas, emitidas desde las fuentes de radio y podía sintonizar diferentes emisoras. Había estudiado el fenómeno de las ondas de radio aplicadas a los campos magnéticos. 

La bocina comenzó a zumbar al transformar los impulsos de ondas. Las ondas se caracterizan por su amplitud, frecuencia o longitud, y velocidad. Para que no se mezclen las señales de diferentes orígenes, cada antena transmisora en la ciudad es configurada con cierta frecuencia de onda característica.

Si desde Ciudad Zamora sintonizaba su campo de recepción para decodificar las ondas con una frecuencia de 88.3 Mhz, recibiría la señal de Radio del Pueblo. Si quería buscar ondas de la misma frecuencia fuera del radio de la antena transmisora, captaría una señal distinta o nula... dependiendo del poder de la antena receptora y la cercanía a otras ciudades. Sabía que para trasladar la información de la señal eléctrica a la onda, se varía su amplitud y frecuencia mediante modulación. Cuando se modula la frecuencia se conoce como señal de radio FM; en cambio, si se modula la amplitud hablamos de una señal de radio AM. Sondeó con cuidado las diferentes modulaciones de onda y el parlante emitió canciones, voces y radiación de fondo.

La unidad de medida para la frecuencia de onda es el «hertz o hercio» en honor al físico que demostró la existencia de las ondas electromagnéticas. MHz es la abreviatura de megahercios y significa un millón de ciclos por segundo, o un millón de hercios. Un hercio representa un ciclo—u onda—por segundo, y debía captar las débiles repeticiones... y podía escuchar las estaciones radiofónicas secretas, intervenir las líneas policiales y en cierta frecuencia de baja repetición... le parecía escuchar la suciedad del universo: un lamento parecido al llanto de una mujer. Si apuntaba al cielo con la varilla de metal podía escuchar las pulsaciones de una estrella comprimida como el corazón latente de un monstruo cósmico. Escuchar aquel llamado a través de la bocina a medianoche evocó en él sentimientos de soledad, vacío y terror. 

Acontecían extraños sucesos en Ciudad Zamora: nuevas señales se filtraron en las líneas e intercambiaban códigos en un lenguaje clave con voces rasposas, la mafia china se retrajo hablando en un nervioso mandarín y ocurrió un misterioso asesinato en la plaza Bolívar del Casco Histórico.

La voz se filtró a través del parlante, distorsionada por las fluctuaciones de ondas de la patrulla distante.

—El cuerpo del doctor José de Silva fue encontrado sin vida en la mansión Asilo de la Paz.

—Coño...

—Sí, fue horroroso—dictó la voz cortada por la suciedad del fondo—. Había un avispero de africanas sobre la fachada, y... lo picaron hasta que murió de un infarto. Su cuerpo yace en la plaza, tras caer de una de las ventanas de la mansión donde se encontraba. Es algo extraño encontrar africanas tan lejos de la frontera con Brasil... 

—¿Se fueron las malditas abejas?

—No hay ni una—escuchó una respiración—. Una de las viejas de la plaza aseguró haber visto a un joven sacerdote salir de la mansión con un pesado maletín negro. El grupo de chatarreros que reportó el llamado, confesó con terror ver un hombre vestido con túnica roja, momentos antes que el doctor cayera de la ventana. Corrieron de las abejas asesinas y llamaron a los bomberos—la filtración de sonido no le permitió escuchar el resto—... Revisamos la casucha y no encontramos ningún sospechoso. Estos jóvenes cuentan de todo cuando consumen perico.

Escuchó una risa detrás de la línea.

—¿Los registraste?

—¡Tenían dos bolsas de crippy, un par de yesqueros y un teléfono vergatario!

—¡Coronaste!

Sebastián cortó la intervención y recordó al joven sacerdote que pasó a su lado en la cuesta de la calle: era pálido, de cabello oscuro, gabardina negra, vestimenta formal y el alzacuellos blanco escondiendo un rosario de cuentas doradas. La mitad del rostro del joven se contorsionó en un rictus doloroso y el pesado maletín contenía secretos. Podía leer los campos magnéticos de las personas y el de aquel sacerdote era inusualmente eléctrico y nublado. 

Esa noche parecía ser tranquila, para beneficio de su cuerpo acalambrado y soñaría con Jazmín... después de la cena mediocre. 

—Quería volar junto a ti... pero al aprender a sobrevolar las nubes, recordé que te marchaste hace meses. Supongo que el amor no todo lo puede.

Captó una señal a través de la antena y el parlante arrojó una sarta de palabras en un idioma desconocido, pero particularmente familiar... presidido de un maltrecho y achacado inglés que le resultaba incomprensible, salvo por las palabras: «cacería», «piedra», «río» y «abajo». Estaba a punto de ignorar aquella frecuencia cuando el zumbido de mil insectos nocturnos lo desconcertó y fijó la fuente de aquella señal de radio. 

Saltó sobre los tejados de láminas proyectando campos magnéticos opuestos entre sus pies y la superficie metálica de la que se desprendía, para impulsarse. Bajó por una escalera y se adentró en las callejuelas disparejas de aceras de mármol y caminos empedrados. Las casas eran alargadas y apretadas en torno al malecón del río. Vivía en aquella parte histórica de Ciudad Zamora: de plazas memoriales, bustos y estatuas de próceres importantes. Su camino de redención era solitario, y desde que empezó... o hasta donde podía recordar, comenzó a escuchar sus actos heroicos en las radios de parte de los locutores que lo disfrazaban de fantasma vengativo y el periódico, que intentaba con desesperación descubrir su identidad... deducía que era un demonio alado del río en búsqueda de venganza por los niños muertos. Sebastián solo quería ser normal... pero, el poder lo empujaba a rescatar aquellos sin esperanza y desamparados en las garras de la oscuridad. 

Una vez, durante sus caminatas nocturnas por marginales barrios alejados del bullicio, creyó haber percibido un silbido tenue muy lejano... y un hombre irremediablemente alto y huesudo pasó a su lado portando un machete oxidado y un saco polvoriento. Palideció ante la figura inmutable de palidez enfermiza y los nervios no lo dejaron moverse hasta que aquel silbido desapareció de los caminos rurales. También, en aquellas plazas se concentraba actividad extraña: creía ver personas ensangrentadas, escuchaba voces, las bombillas de los faroles desprendían luz intermitente a ciertas horas de la madrugada, y... los niños sin ojos lo seguían donde no los alcanzaba a ver. A veces se daba vuelta y veía un pequeño de cuencas vacías, llorando lágrimas rojas, escondiéndose en un callejón... y, al caminar a él, desaparecía repentinamente. Las almas de los condenados lo empujaban, lo tocaban con dedos fríos y le susurraban escalofríos.

«¿Dónde estaba el Justiciero de la Ciudad?». Leyó el encabezado del periódico con pesadumbre y el artículo principal era una queja de las familias de un barrio lejano, al que no podía acceder.... Una camioneta secuestró a varios niños que jugaban en una cancha y se fugó, a pesar de los gritos de las madres. Ese día la ciudad perdió sus esperanzas, quemaron las estatuillas del santo héroe y los brotes de delincuencia fueron imposibles de detener: saqueos por la escasez, robos, ajuste de cuentas y vendedores de droga poblaron las calles abandonadas. Sebastián no podía bloquear las armas sin propiedades ferromagnéticas y paramagnéticas... por lo que era bastante vulnerable y una patada hirió su hinchada rodilla, imposibilitando su salida de la cama sin llorar de dolor. Sumado a una gripe famélica que lo dejó tirado por varias semanas, sin medicamentos y comiendo migajas de pésima comida. Recuperó fuerzas bebiendo infusiones de toronjil y sangría para reponer su debilitado sistema inmunológico. El caos reinó en la ciudad durante su ausencia...

Nunca podía salvarlos a todos: siempre moría un niño, o un joven o un tercero inocente. Era un pésimo héroe, y estaba... tan cansado de los golpes y la desesperanza.

Sebastián se asomó, sobre los tejados de cemento con paso silencioso. Aquella era la dirección que captó la frecuencia del radio. No podía seguir el rastro con mesura, porque los campos magnéticos producidos por el cuerpo humano y por otros seres son infinitamente débiles, situándose en la escala de nanoteslas. Un imán de refrigerador, por ejemplo, tiene una fuerza magnética, de unos doscientos gauss. El Tesla mide la densidad de flujo magnético, equivalente a diez mil Gauss, las magnitudes habituales de los campos magnéticos son de millonésimas, o microtesla y más diminuto e imperceptible aún: el nanotesla. El campo magnético de la Tierra varía de veinticinco a sesenta microteslas, siendo mayor en los polos y menor en el ecuador magnético. Esta barrera magnética protege el planeta de las llamaradas solares y los rayos cósmicos capaces de barrer la atmósfera con azufrada destrucción.

Esperó pacientemente, detallando la plaza Bolívar frente al Congreso Angostura, la Catedral Metropolitana y varias casonas de espléndida envoltura que cercaron la plaza empedrada repleta de bancas somnolientas y la estatua central del adusto Libertador. En la resonancia de las almas fue capaz de percibir la tenue presencia de dos fantasmas de radiación que yacían, eternamente abrazados, en una de las bancas de la placita antigua: un joven rubio delgaducho y una pequeña morena. Ambos creían que ese momento efímero duraría por siempre, pero la eternidad es un parpadeo y... desaparecieron con un beso de despedida. 

La oscuridad de Sebastián era abrumadora. En ella estaba Jazmín y sus recuerdos aterciopelados: su sonrisa, risa, suspiro y aliento. Que dulce recuerdo. Tantas noches tristes que lastimaron su corazón debilitado, pensando en ella. ¿Por qué se fue Jazmín? Es cierto, lo olvidó... Fue él quien se marchó para verla regresar y, nunca volvió.

Jazmín, era una chica que ingresó al 

colegio los dos últimos años del bachillerato. Sintió por primera vez la «conexión» de la Concepción de las Fuerzas Disuasorias, entretejida en los múltiples destinos de los mundos posibles. El punto de inflexión fue la estúpida culpa de Sebastián: el problema comenzó... porque era un cobarde, un imbécil, un deprimido y un inestable que no sabía qué hacer con su vida. Jazmín hablaba con muchos chicos y era muy activa en la redes. No le gustó eso, porque despertó una inseguridad en su pecho.

Estaba celoso, triste y era un impulsivo. La chica enloqueció de cólera y si le hubiera pegado una cachetada... el peso sería más tolerable. Pero gritó, volteó sillas y... lloró, porque esa persona en que confió le rompió el corazón. Ni siquiera pudo hablar o mirarla.

«Ella no se merecía eso».

Nunca llegó a besar a una chica. El amor, para nuestra dicha... o pesar dura, para siempre. Hasta que se desvanezcan las últimas cenizas del mar. No era el Justiciero de Ciudad Zamora, era el Rey de los Cobardes. El llanto de sus canciones en su deprimente condición de mediocre soledad. «Te amaré hasta que los mares se sequen—decía esa canción en su sueños, que un hombre rubio vestido de blanco y morado cantaba con lira en una isla sin esperanza—. Y sobre sus restos salados, perduren, nuestras almas, eternas. Porque nuestro amor fue la última chispa en un universo muerto. Nuestro final pondrá la existencia en suspenso. Porque nuestros sueños durarán para siempre».

A veces reía, pero tarde o temprano... el recuerdo escarba en los cimientos cobrizos del recuerdo, cortando de raíz cualquier ansía, petulante, de salvación. Creía que el amor eran mariposas en el estómago y besos, pero en realidad era un malestar de resaca y náuseas por gusanos. Por eso, decidió enterrar sus sentimientos por años. Por amor... tragedia y funerales. Aún escuchaba los gritos en la casa lamida por las llamas... y los tiroteos al atravesar el puente sobre el río con los pies pegados magnéticamente al techo de la furgoneta.

Las almas que se conocen en profundidad pueden conversar sin necesidad de palabras. A veces, tenía ganas de desaparecer de este cruel mundo y olvidarse a la dulce oscuridad y el silencio. Porque la vida es un crecimiento y un viaje por recodos inimaginables, donde cualquier acción te impulsa... o te hace caer. Lo suyo era... amar en silencio y con intensidad.

—He estado enamorado de la misma persona por más de tres años—dijo en silencio, risueño—. Como me gustaría que ella lo supiera.

La peor droga que puede tener un ser humano es el amor... No hay nada más placentero y autodestructivo que eso. Aunque, pensándolo bien... No existe sensación que te haga sentir más vivo a pesar de las dificultades.

Han pasado años... Y seguía amando a Jazmín como aquella mañana cuando su alma volvió a vibrar. Un soldado de plomo que permanece enraizado a la orilla del mar, viendo cada atardecer hasta que el final de los días.. borre su escultura. El cometa rojizo y la estrella pulsante que emitía recuerdos a las almas sensibles en un profuso amor que trasciende los límites de la realidad.

Un faro abandonado en medio del océano negro. Nunca había rezado a dioses incompetente, pero en el fondo... pedía que ella volviera. Verla sonreír otra vez le quitaría la soga del cuello y el peso del mundo sobre sus hombros.

«Quizás me llamaste y no atendí. Fui yo quien lo arruinó. Te quiero»

Es parte de convertirse en adultos. ¿Si lo tienes todo? ¿Por qué te sientes tan melancólico? Los seres humanos somos criaturas incomprendidas. Lo que es lógico, resulta ilógico y viceversa cuando tratamos de entender porqué estamos aquí en una roca sin sentido... Un chiste que algún dios macabro interpreta en la inmensidad de la Creación del Todo y se ríe de sus propias entonaciones. Los humanos hablan, se conocen, dan regalos, sonríen con interés, besan, abrazan y hacen el amor... Se rompen el corazón, extrañan, maldicen, odian y... se olvidan. Extrañaba mucho a su familia, en días como estos: cuando llovía y la luz enfermiza se filtraba por los nubarrones, exhibiendo soledad y gotas de lluvia, resonando sobre las techumbres. En esos días, los síntomas de sus poderes magnéticos eran visibles en la palidez de su rostro, su falta de apetito y las jaquecas cuando los relámpagos cortaban el cielo. Días fríos con recuerdos cálidos que se rompían en cientos de esquirlas.

El parlante emitió un ruido desconocido procedente de la radiactividad. Sebastián bajó el volumen del dispositivo y se concentró en aquella frecuencia de onda baja y larga... La suciedad en las ondas debía ser alguna estrella cercana al implosionar o los residuos de la creación del universo. Quizás había perdido el control de su campo magnético como solía pasar cuando se acercaba a televisores de antena. Su habilidad para interferir en los dispositivos electrónicos mediante ondas electromagnéticas lo salvó de las patrullas y las persecuciones. Lo que aconteció después fue... verdaderamente perturbador y su comprensión del mundo no sería la misma tras presenciar tal acto.

Una telaraña de relámpagos azules y purpúreos iluminó las nubes miasmáticas y el parlante vomitó música disonante similar a una jauría de perros infernales. El cielo nocturno se tornó amarillento, rosáceo y pálido... y las nubes negras formaron un cúmulo espeso que bajó en forma de torre gaseosa hasta lamer el suelo de la plaza con zarcillos de niebla vertiginosa.

Sebastián tragó saliva ante semejante fenómeno producto de la somnolencia, y parpadeó varias veces intentando desvanecer la alucinación, sin resultado. La radio escupió el ruido de aquel torrente nuboso y seis espectros sangrientos emergieron del pilar evanescente. 

Las sombras escarlatas portaban yelmos de diversos metales con detalles sacados de leyendas quiméricas: sus cabezas eran envueltas por cascos brillantes con forma de animal; un perro de bronce, un ratón del mismo material, un murciélago, un venado de cuernos largos, y un zorro de plata; y el que iba a la cabeza era una persona muy alta con yelmo de carnero labrado en oro macizo. La bocina enloqueció ante los impulsos eléctricos del aire y emitió una sinfonía taciturna... parecida a la marea embravecida. 

Aquel culto vestía túnicas escarlatas y sus cuerpos desprendían cierta radiación de baja frecuencia, perceptible por el dispositivo extendido a su campo magnético. El pilar de niebla ascendió al cielo y se desvaneció con un resoplido... El espectro de sangre con yelmo de carnero desfiló a la estatua del Libertador y extendió un brazo alargado y descarnado envuelto en tela holgada. Sus cuencas brillaron con destellos pálidos y una telaraña de relámpagos ionizados barrió la escultura de pórfido en una centella abrumadora. La cabeza, el torso y los miembros del cuerpo pétreo yacían esparcidos y vidriosos en el humo. Del pedestal solo quedaron trozos de piedra angulosos.

Sebastián apagó la bocina ante el barullo de ondas desconocidas. Bajó la intensidad de su campo magnético y esperó... El yelmo del carnero, con cuernos diminutos, retorcidos y ojos vacíos... giró lentamente a su dirección con un estupor maligno. El joven se encogió de terror ante aquella figura siniestra. Sebastián era un hombre de ciencia que estudiaba los fenómenos magnéticos intentando comprender el origen de su mutación, ante un supuesto rayo cósmico perdido en la atmósfera... y presenció auténtica y depravada magia. La irrealidad lo alcanzó ante aquello imposible de comprender.

Vio las sombras desaparecer, intercambiando murmullos bajo una escalinata oculta en el sitio donde se encontró alguna vez aquella estatua de Simón Bolívar. No supo cuánto tiempo estuvo congelado, mirando de reojo y esperando el emerger de los magos... pero al darse cuenta de la laguna mental en la que se sumergió... estaba parado ante la cavidad del suelo: el pedestal se resquebrajó abruptamente en un reguero de trozos de piedra ennegrecidos y los restos desmembrados del hombre de las dificultades era una montaña de pórfido.

Sebastián contempló la escalinata de material oscuro y descubrió la obsidiana formando peldaños hasta un sepulcro de ultratumba del que se desprendían vapores orgánicos, encerrados herméticamente por décadas... Se sentía como el diablo, a punto de entrar al infierno por vez primera ¿Qué clase de torturas y maravillas encontraría en cada uno de esos círculos grandiosos? ¿Habría demonios esperando en cada esquina bajo una hambruna atroz? No sabía si sentirse como un ángel iracundo o un demonio tímido. Estaba condenado desde el momento que se adentró a aquella obscuridad absoluta de mausoleos abandonados y túneles empedrados, poblados por roedores y alimañas. Sacó la linterna y ante el círculo de luz aparecieron sendas cortinas de telarañas tan espesas como el algodón y un portón dorado que cerraba el paso al túnel polvoriento. El portón estaba cerrado con gruesos barrotes de un material desconocido, y un caleidoscópico cerrojo enmarcado de glifos indescriptibles con semejanza a serpientes bicéfalas. Aquel cerrojo debía ser pesado y sus círculos de acero formaron una clave imposible de abrir. Había que pagar un precio, y el de aquel portón era demasiado grande: el precio de la vida es la muerte, y el precio del poder es la debilidad. A través de la cancela fue capaz de vislumbrar un valle de tinieblas tan espesa como la inmensidad, y... un lamento viscoso desde el otro lado del túnel. Las paredes de obsidiana brillaron con reflejos propios y vio una forma humanoide, escamosa, ojos amarillentos de un fulgor rojizo y tez pálida por el encierro...




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