Capítulo 2. Balada del Anochecer

Capítulo 2: Trabajo, trabajo, trabajo... ¿Cuándo se terminará esta soledad?

Las máquinas expulsaban pomposas nubes de vapor. Las calderas hervían... Los brebajes vomitaban grandes bocanada de humo delirante. El almizcle repulsivo de cientos de sustancias se mezclaba en la apretujada fábrica y salían, huyendo, por los grandes ventanales del techo alto de la Casa de Negro.
La treintena de calderas del tamaño de casas contenía las especias para la manufactura de velas, jabones y pinturas de cal colorida. Los alquimistas habían pasado de artesanos de guerra a fabricantes de chucherías. Jean no se quejaba, aunque las ollas de cebo siempre olían asqueroso antes de verter los perfumes esenciales. Era mucho mejor, que tener los dedos destrozados por cortes y astillas. Los alquimistas también fabricaban carillas de azufre, pólvora, armas y remedios; pero esto, por supuesto, en los bajos niveles para no causar un accidente.
Jean era el alquimista encargado de la preparación de los añadidos. Sus conocimientos de tintura eran indispensables para la elaboración del producto. Su cubículo de trabajo contenía un atanor gigantesco, mesas con frascos, retortas, alambiques, estantes colmados de diversas sustancias y botellas de alcohol. Su despensa estaba repleta de perfumes florales, tinturas para la coloración, esencias y muestras para nuevos olores de jabón y perfumes. Se podría decir que era aquella pieza faltante que hacía funcionar la fábrica de cebo.
Su familia fue dueña alguna vez de una prestigiosa perfumería en la calle Estrella, se podría decir que el conocimiento era de familia, ya que su abuelo también había sido alquimista y su padre administró el negocio familiar. Desde que murió su madre, su padre se volvió una persona fría y despectiva. Lo obligó a aprender los oficios del alquimista para ayudarlo en su negocio.
Todo terminó cuando Jean huyó, uniéndose al ejército de Seth Scrammer. Y Cuando la batalla de Valle del Rey terminó... Lo único que quedó de la perfumería fueron los escombros. No pensaba en ello, durante el asalto a la ciudadela sus heridas lo dejaron fuera de combate. El único que cuidó de él, fue Ronnie, el rector de la Casa de Negro.
Jean añadió un poco de alcohol puro a los lirios... Percibió un olor silvestre, muy suave, casi imperceptible. Puso a hervir el té en una tetera junto al atanador. La perfumería no era su única profesión. Conocía los secretos del Fuegodragón, el combustible de los dioses, aquel que consumía hasta la piedra. Sus ingredientes inmisericordes. Cómo debían mezclarse para evitar un accidente. El lugar idóneo. Sabía cuántos días la sustancia debía estará
expuesta a la luz, y a la oscuridad. Cómo debía embotellarse. Durante la guerra se ofreció al rey Seth para fabricar la sustancia.
—Es muy peligroso—el rey en la silla se negó.
¿De qué servía tener a un alquimista en sus filas, si no estaba dispuesto a correr ese peligro? Jean tenía ideas deslumbrantes. La cal colorida para pintar las cosas fue su idea. Era barata y fácil de manipular. Y se vendió a cantidades increíbles. Gracias a él, la compañía ganó mucho dinero y la ciudadela exhibió colores exuberantes. También se le ocurrió una idea impresionante: consistía en crear un acueducto que llevase los desechos del pueblo a una gigantesca máquina que produzca urea a través de la orina para su utilización en la industria. Pero el rector Comodoro se río diciendo que era poco higiénico.
A Friedrich Verrochio siempre le parecieron interesantes sus ideas. Incluso, durante su reinado, construyó el acueducto para transportar los desechos a una red subterránea de cavernas.
Jean e sirvió una taza de té y le agregó unas gotas de limón. Friedrich era buen rey, fue un hombre innovador. Los jabones se apilaban en una larga mesa atestada de cachivaches. Jabones de azufre para la sarna, de miel y avena, de lavanda, orquídeas, rosas, menta, sábila. También tenía una increíble cantidad de botellas con perfumes fragantes y otros más desagradables. Y también muchísimos vidrios rotos esparcidos en el suelo. Rotos... Perfumes de lavanda y cartas despedazadas y vueltas a construir, como rompecabezas. Cartas a personas equivocadas que generaron sentimientos. Cartas con olor a canela y pintura de labios. Cartas de tristeza, soledad, olvido, alegrías, esperanzas y encuentros. Cartas que dejaron de llegar cuando la encontró. Cartas que perdieron significado. Cartas que lastiman y no se atreve a quemar. Cartas que escribió con sueños. Y ahora solo contienen lágrimas.
«Nosotros—cogió una pizca de polvillo secreto y la vertió en su taza antes de sorber. Sus pupilas de dilataron y la alegría fue creciendo en su estómago—. Los que no quieren recordar a nadie».
¿Adónde vamos? Había estuches por todo el recinto. Cortinas de satén. Palabras que no se dijeron. Silencios dolorosos. Emociones reprimidas. Perfumes vacíos y aire sin olor. La lluvia estaba cerca. Y cuando no puedes respirar, y cuando no tienes a nadie con quién hablar. Y cuando te la pasas todo el día solo. Y cuando estás cansado. Y cuando tienes muchas ganas de llorar, pero no salen lágrimas. ¿Qué es eso? ¿Soledad? Podría sentirse triste todo el día y hacer su trabajo. Entretenerse con sus pensamientos... ¿Creer que podría seguir adelante el resto de su vida?
Quiso declarar su amor y cuando la vio, no le salieron las palabras. ¿Y si hubiera? No... La vida fuera mejor si no «hubiera» hecho eso... o quizás sí. Solo él podría saberlo.
Se deslizó en la oscuridad. No sabía qué hora era, pero las calderas dejaron de hervir y el sebo se estaba enfriando junto a los añadidos para formar una pastilla dura con aromas agradables que sería cortado y vendido. Cerró su taller con llave y se dirigió al Estómago de Dragón, aquella cámara con carboneras y hornos gigantescos. A lo lejos escuchaba la afluencia de un río secreto... Era fácil perderse en los oscuros túneles del laberíntico edificio subterráneo. Sobre todo, cuando bajabas los escalones en direcciones enredadas.
Entre los alquimistas que pasaban mucho tiempo en la sede, era normal escuchar rumores de monstruos y apariciones. Los túneles de la Casa de Negro se conectaban con las cavernas excavadas de la isla y los túneles secretos de la ciudadela. La lámpara de hierro desdibujaba la oscuridad con tonos naranjas, mostrándole imágenes integras de accidentes con ácidos corrosivos y explosivos. En las paredes de piedra se observaban las cicatrices del trabajo y la estupidez. Un corredor a la derecha. Una rata a medio comer en un rincón. Otro recodo con olor a amoníaco. Un fragmento pintado en una pared derruida con letras brillantes de azufre: «Es nuestra fiesta de despedida».
Siguió caminando en la oscuridad hasta ver un par de sombras altas volverse. Caminó en silencio por aquel túnel, con la capa negra flotando a su alrededor. Una brisa fría le atravesó la piel. Escuchó un par de gemidos amortiguados y cubrió la linterna con la capa negra. Pasó junto a dos jóvenes, devorándose con lujuria, los observó un instante con triste envidia, y continuó sin que lo vieran. Ni siquiera lo notaron en su incesante pelea de labios. El sonido húmedo de sus pieles, sintiéndose mutuamente.
—Te amo...
—Yo—escuchó un gemido prolongado—... Te amo mucho más.
Jean se mordió el labio inferior y siguió caminando. No sabía porqué tenía ganas de llorar, pero a medida que fue alejándose, aquellos pensamientos se perdieron en la oscuridad hasta desaparecer. Lo único que quedó era un vacío. Un inquebrantable vacío. Jean a veces creía que era un cascarón, cuyos años habían drenado toda felicidad interior. Toda emoción importante. Alumbró el piso y vislumbró una gruesa mancha de aceite rancio, otrora un accidente. Era peligroso caminar por allí, podrías romperte una pierna y nadie te encontraría.
Jean suspiró, y emprendió la marcha.
Sus días como novicio fueron solitarios, ninguna chica demostró interés por él, así que nunca dio un paso. Era un cobarde y moriría virgen. Sonrió triste y caminó con cuidado sobre el aceite derramado. Llegó a unos escalones que bajaban en círculos hasta una compuerta. Tocó tres veces y cantó un pedazo de una canción de Courbet:

Quiero confesarte que ya tengo la certeza.
De qué tú recuerdo vive adentro de mi piel.
Tengo un corazón que está perdiendo la cabeza.

—Porque se dio cuenta que ha caído ante tus pies—correspondió una voz detrás de la compuerta y, esta se abrió.
Marcel Brosse apareció ante él. Su barba cada día estaba más salpicada de canas y ya no portaba el anillo de oro. Unas terribles ojeras escondían sus ojos de la luz de la linterna.
Jean Ahing lo siguió por un pasadizo estrecho hasta una recámara oculta. Sin duda, también estaba más flaco y estirado. Lo esperaban Frantz Crosse y Niccolo Brosse ante una mesa polvorienta con una vela en el centro que arrancaba destellos de sus carnes. Niccolo se veía espectral, sus ojos cobrizos lanzaban volutas de oro y la capa negra que lo envolvía bailaba a su alrededor... con vida propia. No parecía el mismo, cuya canción narraba su intrépido sacrificio envuelto en una capa celeste que la princesa Balaam Scrammer le regaló. Pero era él, no hay duda. Frantz Crosse sonrió al verlo, ataviado en una holgada túnica escarlata y frente a él, en la mesa, reposaba una máscara plateada de duende.
—Jean—lo llamó Niccolo para que se sentará a su lado—. Siéntate con nosotros.
Frantz tenía ojos oscuros y largos rizos castaños, hubiera sido muy guapo si no tuviera el rostro cubierto de cicatrices de viruela. Sus labios eran pálidos. Marcel buscó un par de copas de madera y sirvió un vino aguado. Niccolo estudiaba el mapa de un complejo castillo ante él, las líneas iban y venían dando forma a un laberíntico edificio con escaleras, terrazas y pasadizos. En todo el dibujo se veían garabatos que prohibían el paso o bloqueos y, varias «x». Niccolo se pasó una mano por el cabello cobrizo, que colgaba en largos mechones angulosos del mismo color que sus ojos. Era como si sus dedos atravesarán su cabello. Jean bebió un largo trago, recordando porque hacía lo que hacía.
—Te digo que me están vigilando—se excusó Frantz y jugueteó con la máscara—. He recorrido cada palmo del Fuerte de Ciervos. He visto lo que están haciendo con esos libros de oro. Aún no pueden descifrarlos del todo. Y si él de verdad está allí, nunca lo he visto salir. Ni siquiera sé si esas criaturas de verdad existan.
Niccolo pasó los dedos por la llama de la vela.
—¿Qué pasó con el monstruo que escapó de las celdas aquel día?
—Mató a cinco miembros de la Orden y cuando lo íbamos a liquidar se escapó. Hemos revisado todo el maldito fuerte, incluso los niveles inferiores. Lo único que sabemos es que...
—Escapó por los túneles—Niccolo sonrió, malévolo.
Anabella van Maslow entró por la compuerta. Vestía de pies a cabeza el escarlata, se quitó la máscara de gato y la capucha. El cabello morado cayó sobre sus hombros. Miró a Frantz con seriedad.
—Eres un cobarde.
—¿Yo?
—Sí, te portas como un mandilón.
La mujer había abandonado su cargo como profesora en el Jardín de Estrellas para dedicarse a la cacería de Magos Negros durante el invierno. Ahora pertenecía a la Orden de la Integridad, y buscaría justicia por las atrocidades cometidas. Así como su difunto hermano Julius, se pintaba el cabello de morado y ostentaba el título de Mago Morado del Crepúsculo.
—¿Qué hablas mujer?
Anabella bufó y le dedicó una mirada de fascinación a Niccolo, que desapareció fugazmente. Las hazañas del Alicante de Bronce eran conocidas por todos los habitantes de la isla con la canción de medianoche. El joven le dedicó una mirada fría
—Es obvio que el Homúnculista no está en el Fuerte—dijo la mujer. Les sonrió a todos—. Frantz es un idiota y un cobarde. Se la pasa todo el día recorriendo el fuerte, pero no se atreve a buscar en los túneles secretos.
—Ana—Niccolo la miró con dureza—. Por favor, no hables así de tu compañero. Tú tampoco has encontrado nada útil.
—Te equivocas—le reprochó—. Mientras el Homúnculista siga suelto, utilizando a personas en sus experimentos... yo no voy a descansar. Le he seguido la pista a las víctimas. Es algo increíble... Les venden perros callejeros a los Zorros y estos se los llevan al Homúnculista en el Fuerte de Ciervos. De seguro tiene un ejército de monstruos allí abajo. También les dan de alimento a los que propagan mensajes contrarios a Damian, o... gritan a todas voces incoherencias.
—Bien—asegura Niccolo—. Debemos averiguar dónde están escondidos todos los homúnculos. Y destruirlos junto con el Homúnculista.
Frantz vació su copa de vino.
—¿Cuál es tu obsesión con el hombre?
—Me importa un carajo lo que le pase a Giordano Bruno—cogió la llama de la vela con los dedos, y la retorció—. Los Dioses Muertos tendrán sus razones para traerme de vuelta con esa misión. Sin duda, es repulsivo toda la corrupción antinatural que lleva a cabo. Si yo fuera un dios, también lo querría arrastrar hasta el infierno. Pero el maldito es como un perro viejo que se niega a morir. Lo único que deja atrás son gusanos y podredumbre. ¿Y tú para qué quieres conocer el túnel secreto a las arcas del rey?
—Soy un hombre codicioso.
—Los hombres codiciosos no viven mucho.
Anabella probó el vino y arrugó la nariz.
—Tú quieres un cambio, ¿verdad? Yo tampoco estoy en contra de Damian. Me importa un carajo quién es el rey. Pero, Giordano Bruno ha matado a muchísimas personas. El solo pensar que alguien retorcido se esconde bajo las faldas de los poderosos me llena de rabia. Mi hermano tenía razón al volverse un criminal. La sociedad es la que está mal si permite que personas así puedan seguir viviendo. Él tenía razón y la institución le dio la espalda. Por eso vine, quiero cambiar las cosas. Pienso que el mundo sería un mejor lugar si no existieran esas personas.
Se hizo un silencio perverso. Jean comenzó a recordar sus cartas, escondidas y remendadas en un pequeño cofrecito de madera ribeteado con plata y perfumado con las tinturas y extractos de flores silvestres de su taller. Amaba a aquella persona, la amaba tanto como un hombre a una mujer; a la que recuerda y escribe, y hace pequeños dibujos de ella.
El cabello de Anabella lanzaba destellos purpúreos. Jean se pasó una mano por el descuidado cabello marrón rizado, no era fanático del cabello largo, gran parte de su vida lo tuvo finamente recortado, como si le hubieran pegado mechones marrones al cráneo con resina.
Cuando cerraba los ojos, recordaba su olor, sus párpados cerrarse, el fino vello de su espalda... Su sonrisa y sus lunares.
«Al carajo... ¿Qué estoy haciendo aquí?». Se sonrojó visiblemente y bebió un trago de vino aguado para amortiguar sus sentimientos. Ya no tenía un motivo para vivir... Lo había perdido todo cuando la descubrió en la cama con otro hombre tomando su supuesta virginidad. Como antes de él, sus besos, la espera... Todo se había perdido. Se limpió los ojos empañados con el dorso de la mano y escuchó ansioso, como quien añora acabar con su miseria.
—Nosotros somos los únicos que podemos acabar con todo—anunció Niccolo, sus ojos pétreos brillaban como el cobre hirviendo—. Seth, Friedrich, Gerard... Todos muertos. Los héroes ya no existen... solo quedamos aquellos en el fondo. Aquellos que a pesar del sufrimiento, decidimos hacer la diferencia e ir contra las reglas. Somos rebeldes, miserables, despreciables, inmundos. Somos lo peor de los canallas. Pero somos los únicos que intentan poner fin al horror causado por el Homúnculista y la Cumbre Escarlata.
Anabella probó el vino. Sus ojos brillaban cuando miraba fijamente a Niccolo Brosse.
—Eres muy bocón—sonrió Frantz Crosse poniéndose la máscara. El fuego refulgía con brillos plateados sobre las facciones del tosco duende—. Tú no estás vivo. No sientes, no respiras... Pero la muerte te hizo más humano que yo. Lo acepto—levantó las palmas—. Soy un sucio avaro que solo piensa en si mismo.
Niccolo soltó una risa conspirativa. Luego río Anabella van Maslow como una joven, Jean soltó una carcajada y el vino se le escapó por la nariz. Frantz no pudo aguantar más la risa. Marcel Brosse apareció con una bandeja y al verlos reírse las lágrimas asomaron sus ojos. Siguieron bebiendo hasta que perdieron la noción del tiempo. Frantz contó la historia de como escapó del Palacio Crosse antes que lo siguieran envenenando con pócimas.
Su hermana Marie poseía la quintaesencia de nacimiento, pero él no... desde pequeño le dieron de beber todo tipo de brebajes que sabían horrible. Se enfermó, sangró y, finalmente, desarrolló una afinidad por la quintaesencia. Cada vez, las dosis de la fórmula se fueron volviendo más agresivas y sus recaídas peores, hasta que a los quince años huyó del Palacio Crosse en Pozo Obscuro. Desde ese día siempre estaba huyendo de los Crosse y los Magos Rojos, con hambre y frío, persiguiendo el dinero para vivir mejor. No era un mago de nacimiento, la quintaesencia en su sangre provenía de una insípida botella que le quitó su libertad.
Jean bebió, pensativo.
«Cinco onzas de azufre por galón». Triturar las flores. Trabajo, trabajo, trabajo... Cartas. Flores. «Añadir una onza de polvo ferroso cada antes que raye el alba y una pizca de esencialina» Perfumes derramados. Quemaduras en las manos. Calderos hirviendo. Añadir alcohol a las tinturas. «Preparar la mezcla alquímica en un lugar hermético, seco y frío sin un haz de luz por seis lunas». Preparar los aromas para las mezclas. «La mezcla debe hervir por treinta días seguidos y reposar cuarenta días». Macerar hasta obtener una pasta. «La mezcla es altamente inflamable, la sola exposición a la luz causa su combustión». El alcohol derretía las manos. Las mesas se cubrían de agujeros de ácido. Los estudiantes se explotaban los brazos. El aire es nocivo. «Embotellar en vidrio oscuro».
Las pastillas de jabón se apilaban en la mesa del taller. La nueva mezcla poseía una fragancia tenue de grosellas. Jean cato el perfume, las activaciones del paladar lo recorrieron con intensas sensaciones. El filtro afrutado era acogedor, táctil, reverberante y tibio. Ronnie seguramente lo iba a elogiar por su nueva fragancia. Jean se mojó las palmas con el perfume de grosellas y se la pasó por su cabello, cuello, costillas y muslos. Se quitó la capa negra de alquimista y el broche de oro. Se puso una camisa azul oscuro, un chaleco de cuero negro con cuello alto, guantes de piel manchados con distintas tinturas, se calzó botas altas con agujetas y se pasó un peine de largos dientes por el cabello enredado para quitarse las pulgas. No le gustaban las joyas, ni nada ostentoso. Prefería la seriedad y los tonos oscuros.
Buscó bajo la mesa del taller, revolviendo frascos vacíos y perfumes costosos de fabricación propia. Encontró un gran cofre con llave, adentro tenía sus ahorros: un saco con oriones de plata, estrellas de cobre, un sol de oro. Un zafiro del tamaño de un huevo de serpiente y un pequeño anillo con un granate. Todo lo había ahorrado con trabajo. Un pequeño cristal de esencialina brillaba en la oscuridad con un resplandor azulado. Cogió la ballesta y un juego de saetas. Cerró el cofre con una pequeña llave y la enterró en un tazón de polvo de sulfuro, en el fondo del anaquel. Hojeó una nota al pie de una carta: «El amor siempre vivirá...». Vaya mentira.
Se colgó la ballesta al hombro, tiró del pistón y corrió el resorte hasta tensar las pinzas. Encendió una lámpara de hierro con aceite de girasol. Cerró el taller y bajó hasta los escalones del subsuelo.
Recorrió un túnel oscuro, giró en una bifurcación y luego abrió un almacén. Permaneció largo rato, rodeado de barriles de sebo y desperdicios. Pensó en monstruos desconocidos y figuras grotescas. Vio dos ojos azules tan brillantes como luciérnagas. Una sombra escarlata se desdibujó en la oscuridad y una figura humana apareció ante él con los colmillos chorreando. Jean tembló ligeramente. Niccolo se quitó la máscara de perro, la túnica escarlata le daba un aspecto siniestro.
Le dio una túnica y una máscara de la Orden de la Integridad.
Jean se la puso en la oscuridad. No sabía qué animal era, pero se disfrazó tan rápido como pudo antes de que Frantz apareciera detrás de una pila de barriles de olor fétido. Niccolo apagó la linterna y la perenne oscuridad los envolvió con su intimidar reclamo. Por un segundo... no pudo ver, ni escuchar, ni oler. Era como si su mente se hubiera desconectado de la existencia. Un olor mentolado llegó a su nariz mucho antes que la luz verdosa del fulgor apareciera en las manos de Niccolo. Menta, lavanda, soledad... Escuchaba música a través de la oscuridad y los chillidos de los gatos del almacén.
Los ojos de Niccolo brillaban, azules, como piedras encendidas que flotaban en el vacío.
—Sostén la luz—el joven le tendió aquella llama verde que transmutaba a azul con cada parpadeo—. No tengas miedo, Jean. Tú no puedes ver en la oscuridad.
Jean estiró su mano enguantada a aquel calor que desprendía la esfera. Existía cierto humedad en la forma que las ondulaciones desprendían fulgor. Sus dedos se encontraron con la esencia de Niccolo y la sostuvieron. Los barriles emergían ante él, con destellos oscuros y formas misteriosas. Jean sintió... una profunda melancolía mientras caminaba detrás del joven con aquella quintaesencia en sus manos.
La música seguía resonando en los espacios distantes, dentro de su cabeza, rebotando en pilas de libros viejos. Veía a lo lejos a dos jóvenes mirando en lo alto del techo, pero no estaban allí... No existían. Las risas etéreas rezumaban tristes. Allí estaba... desdibujándose ante su mirada, una joven pálida de largos rizos negros y labios rojos. Pero no era su belleza y misterio femenino lo que lo regocijaba. No... Era el recuerdo de lo perdido. La conocía de algún lado. Y sosteniendo la esencia de Niccolo pudo vislumbrar un cielo profundamente azur, con un sol dorado muy brillante como una moneda de oro. Soledad. Abandono. La oscuridad intensificaba los olores: sulfato cocido, cenizas, flores de lavanda y sangre. ¿De verdad Niccolo Brosse estaba vivo? Toda la canción trató de su muerte. El mismo Gerard Courbet lo incineró junto a los cadáveres de la batalla de Rocca Helena. ¿Cómo era posible?
Niccolo movió un estante, o eso escuchó porque el círculo de luz no lo dejaba ver más allá que unos pasos delante suyo. Lo único que podía escudriñar eran sus ojos refulgentes en la cortina negra que los envolvía. Se acercó y vislumbro un estrecho pasadizo secreto junto a los barriles. Niccolo desapareció en un instante por el agujero y Jean casi tuvo que agacharse para entrar.
Allí la oscuridad era diferente. No era una cortina negra que cegaba al mundo con su benignidad. No... La oscuridad colgaba en halos, pantanosa, como una niebla repentina que provenía de una fosa abierta hasta las entrañas de la tierra. Cada vez que respiraba el polvo, se mezclaba con los gases fogosos que manaban de la sustancia antimaterial en sus manos. Se cubrió la boca para respirar, sin sufrir un acceso de tos, y siguió a Niccolo por el estrecho túnel que le rozaba los brazos apretados al cuerpo y se extendía hasta dimensiones inimaginables. Franzt estaba detrás suyo, impasible. Por un momento creyó que estaba en línea recta, pero comenzó a subir con los talones adormecidos. Y el túnel se ensanchó... Las piedritas reventaban bajo sus botas, pero al fijarse mejor descubrió que eran pequeños huesillos. La sensación de que una criatura nauseabunda pudiera habitar en los túneles subterráneos de la isla no le pareció tan irreal. Recordó los novicios que se perdieron en los túneles de la Casa de Negro, y aparecieron tres días después, deshidratados y hablando locuras sobre pasadizos perdidos y salas secretas con tesoros legendarios. Uno de ellos dijo haber visto a un hombre cubierto de escamas. Pero, cuando guiaron al rector Comodoro a aquellas cavernas legendarias, no pudieron recordar el camino o... dijeron que este había desaparecido. Habían muchos misterios sobre los túneles encantados. El rey Vidal Sisley ordenó construir los túneles en caso de que «nuestros enemigos» desembarquen en la ciudadela, para resguardar a la población civil mientras se llevaba a cabo la confrontación. Pero durante las excavaciones hubieron accidentes fatales y en un derrumbe trágico, medio centenar de trabajadores quedaron sepultados. Cuando pudieron reabrir el túnel después de una semana, los sobrevivientes contaron que había terrores invisibles en la oscuridad. Que los atacaron y mutilaron. Su supervivencia quedó bajo duda cuando muchos confesaron haberse comido a sus compañeros para saciar el mal en sus tripas. Pero, cuando a «terrores invisibles» se refiere, no podía evitar imaginarse aquellos deseos impuros que nacían de las necesidades. Aquellos males enterrados en la conciencia, que atacan con fiereza cuando lo peor ocurrió y el racionamiento pierde todo sentido. La maldad existe en el corazón de cada ser viviente... Cada quien carga con sus miedos e impulsos.
—Jean no te quedes atrás.
—Lo siento.
Los luceros resplandecientes de Niccolo lo juzgaron. Aquellas estrellas plateadas nacieron de la oscuridad de un firmamento desgarrado. Jean buscó instintivamente la ballesta en su espalda y su dedo se deslizó por el pestillo. Aquellos ojos que perdieron su humanidad volvieron a desaparecer y el crujido de los huesos volvía a resonar en lo profundo de su cabeza. El ascenso se volvió más abrupto y tuvo que hacer un esfuerzo para respirar con normalidad. Debía estar pegado a Niccolo porque comenzaron a surgir bifurcaciones. Llegaron a un amplio salón abarrotado de polvo con viejas almajas cubiertas de telarañas. Un cráneo colgaba del techo del recinto, era verdaderamente grande, de dimensiones que ningún humano haya podido tener nunca.
Lo miró largo rato, escudriñando las cicatrices del hueso y los amplios orificios oscuros que ya no verían luz nunca más. En aquel salón habían vasijas de todos los tamaños y formas de un aspecto imperturbable.
Niccolo lo llamó hasta un corredor con viejas lámparas empleadas por el polvo. Allí la oscuridad poseía vida propia y los empujaba a marcharse con ahínco. Su exabrupto casi los ahuyentaba a gritos, la sola presencia de vida la enfurecía, quería liquidarlos y fundir sus restos en su marchita realidad. La mota de resplandor que brillaba en sus manos fue disminuyendo su intensidad y tamaño, hasta parecer en grano de maíz.
Niccolo los condujo hasta unas escaleras de caracol con compuerta. Un estrecho túnel que atravesaron a gatas y una pequeña puerta con los goznes flojos. El joven tocó la puerta y el ruido metálico de unas llaves lo asustó... Una máscara apareció ante ellos.  Juntos emergieron a una galería de luz escasa con techo alto y largas hileras de anaqueles colmados de alimentos en conserva. Cincuenta morcillas colgaban del techo, otras cien salchichas y unas cuantas reses en salazón. Una repisa de cecina olía espectacularmente bien y una costal de jamones le hizo agua la boca.
Un robusto mago escarlata con máscara de buitre apareció al otro lado de las estanterías de conservas. Jean nervioso, colocó una saeta en la ballesta y tensó el resorte... pero Niccolo lo detuvo antes de que matará a Marcel. El hombre se quitó la máscara y le sonrió, arisco. Un largo mosquete colgaba de una tira de cuero en su hombro, era de madera de arce con incrustaciones de plata y maeglifos indescriptibles.
«Fabricado por los alquimistas del foso en la montaña Pezuña—Jean se paró en seco, sentía los dedos entumecidos en los guantes embutidos. Él mismo había formado parte de los terribles experimentos que llevaron a cabo con los desechos de la sociedad—. Cristales de esencialina hechos con sangre humana».
—¿Dónde está Ana?—Niccolo lo arrancó de sus pensamientos deprimentes.
—¿La puta?—Frantz se puso la máscara de duende.
—No hables así de las mujeres—lo reprendió Niccolo.
Frantz se encogió de hombros.
—Debe estar de guardia, yo no confío en ella. Se nos unirá cuando entremos en el pasadizo...
Niccolo siguió caminando hasta perderse entre los frascos de conservas, mermeladas, tarros de leche y mantequilla. Aquella era la alacena del Fuerte de Ciervos, todo el alimento que consumían los Magos de la Integridad. En la otra habitación se escuchaba el chisporroteo del aceite y el aroma suculento de los manjares que se preparaban para el banquete. Niccolo encabezaba la formación, mirando en todas direcciones y estudiando con detalle los jamones que colgaban del techo alto y las especies que se apilaban en las paredes de piedra. Le seguía Frantz que murmuraba tonterías y canturreaba fragmentos de diversas canciones. En medio, iba Marcel con el mosquete en sus manos y la cabeza inquieta. Al final iba Jean, con la ballesta cargada y un remordimiento en las tripas.
Ver aquellas armas le causaba una particular repulsión. Sobre todo, después de estudiar lo que las máquinas de extracción les hacían a esas pobres personas. Durante medio año estuvo bajo mandato de Friedrich Verrochio, midiendo cuántas onzas de esencialina se destilaba de un litro de sangre humana. Esta dependía enormemente de la pureza de la sangre, en cuanto a quintaesencia. Todos los seres vivos portaban esta materia indefinida en sus partes esenciales. Pero solo aquellos «peculiares», heredaban el rasgo de su familia en la sangre, consiguiendo una carga de quintaesencia en sus cuerpos y un flujo energético inherente. Estos personajes eran capaces de activar las propiedades piroeléctricas de sus cuerpos para realizar proezas magníficas. Pero, con la extracción de sangre y la aplicación de diversos métodos... se podía destilar la esencialina pura para su manufactura.
«Un cuarto de onza por litro».
Lo peor de todo eran las máquinas que había ingeniado Beret. En una ocasión, una de las mangueras se rompió y en menos de un minuto el río rojo había cubierto el segundo piso. A los prisioneros se los tenía cautivos en una bodega con colchones mullidos y se les alimentaba con raciones de patatas y potajes de verduras. En vez de agua se les servía sangría y zumo de centeno. En su mayoría eran vegetes, tullidos y retrasados que habían sido engañados para pervivir en un pequeño «refugio para desgraciados». Pero también habían llegado huérfanos, criminales y conspiradores.
Jean estudió cuántas extracciones podía aguantar una persona antes de fallecer: normalmente la primera vez los dejaba traumatizados y agotados, pero podrían aguantar una segunda extracción si eran dosificados con pequeñas cantidades de mandrágora.
«Esa también fue mi idea—el estómago se le revolvió—. No soportaba verlos retorcerse de dolor con las correas... mientras la mitad de sus fluidos iba a parar a los contenedores. Así que, antes de cada extracción les dábamos de beber un brebaje».
Los viejos no sobrevivían a la segunda extracción, y la tercera era mortal para la mayoría. Jean realizó un experimento en el cual a un grupo—de cualquier índole—se le drenaba un litro de sangre a diario, mientras que a otro lo tradicional (de cinco a ocho litros cada quince días). Pero el primer grupo sucumbió al décimo día porque eran susceptibles a enfermedades. De todas formas, no podía hacer de aquello un trabajo «más humano», aquellas personas estaban condenadas. Sus restos iban a parar a la fosa porque de la carne no podía extraerse la suficiente esencialina sin demasiados métodos... salvo sus huesos, que molidos, presentaban una fuente de energía interesante.
Con toda esa sangre se destilaba la esencialina líquida para la cristalización y confeccionamiento de proyectiles. Un grupo de alquimistas expertos en Misticismo se encargaba de transmutar la materia y darle «ordenes», de forma que cuando sea expuesta al Maeglafia de Activación en la cámara del mosquete. La munición sufra una liberación energética según la proyección contenida en ella. Y esta, a través de los Maeglifos de Conducción sea expulsada por la boquilla. De manera que existían toda clase de Proyecciones y Evocaciones Elementales contenidas en pequeños fragmentos de cristal del tamaño de dedos.
Niccolo bajó por unas escaleras a un segmento del fuerte que desconocía. Las voces desaparecieron y los corredores con dormitorios y números quedaron atrás. Allí habían pinturas de héroes y bestias copulando con mujeres en obscenas posturas. Una vez le preguntó a Rosymar cuál era el origen de la quintaesencia en las familias de sangre peculiar. Era un tema misterioso, para algunos era tabú... Tachaban aquello de pactos con diablos, regalos de Dioses Muertos, maldiciones y...
—Ay, Jean—Rosymar fue su compañera de maquinaria en el laboratorio de la montaña Pezuña. Ella se encargaba del mantenimiento de las máquinas y llevaba la contabilidad de la destilación—. No sé, bueno... Es decir, nadie lo sabe. ¿Sabes que creo yo? Copulación con seres extraños. No, no estoy hablando de hombres pervertidos metiéndola en caballos con cuernos. No, para nada... Que asco. Yo pienso que han existido seres místicos que no provienen de esta natura. Asumo que tomaron forma humana, así como los magos pueden cambiar de rostro o el color de su cabello en un parpadeo... Es probable, que el linaje de muchos magos antiguos tenga orígenes en... monstruos y leyendas.
«Pobre Ross, la abandoné justo cuando más me necesitaba».
Aquel laboratorio fue desmantelado bajo extrañas circunstancias, no sobrevivió nadie y los restos fueron saqueados por Seth Scrammer durante su rebelión. La fabricación de armas místicas continuaba en producción de forma clandestina por los Magos de la Integridad en algunos Castillos. Hasta donde sabía, Séptimo Castillo era un almacén de esencialina, en Segundo Castillo se fabricaban mosquetes y el Jardín de Estrellas era una reserva de familias prisioneras con sangre peculiar.
Jean se pasó una mano por los mechones.
«Quince onzas por litro, cuando la sangre es pura».
En el Templo de las Gracias se invocaban a dioses malditos. En Primer Castillo se llevaba a cabo magia inmemorial con viejos libros de oro encontrados en sepulcros... y circulaban un montón de historias. En el Fuerte de Ciervos se criaban homúnculos como armas de guerra. ¿A dónde se encaminaba esta sociedad? La plaga de infertilidad se propagaba sin control.
El aire frío pesaba a su alrededor. Las puertas habían desaparecido, ahora solo conducían a un pequeño corredor sin adornos, asediado por jaulas con pequeñas lámparas de vidrio. Olía rancio y a frutas podridas... Coles echadas a perder y patatas apestosas. Los meados también se hacían presentes en aquella penumbra flotante.
—Huele como si todos los caballos de un establo hubiesen tenido una orgía—se quejó Frantz, aguantando las horcadas—. Y luego las vacas y los chivos se les unieron... ¿Por qué hacerlo? Es horrible. Algo estaban comiendo esos malditos animales.
Niccolo pidió silencio y recorrió el corredor con la mirada. Aquella peste no tardó en producirle malestar. Marcel también reprimía las horcadas. Avanzaron hasta un salón cubierto de mugre. Jean reconoció las celdas vacías y las puertas trancadas, al final del salón llegaron a un alto y grueso portón.
Niccolo pegó el oído y asintió.
—Están aquí...
«¿Están aquí?». Jean sintió mucho frío, y las piernas se le entumecieron. De repente, podía escuchar los latidos de su corazón. Había visto aquellas criaturas en el Valle del Sigilo durante la matanza de los Betania. Eran espantosas abominaciones creadas por un alquimista loco. Cada vez que alguien pronunciaba al Homúnculista, la imagen tétrica de un hombre deforme acudía a su mente: tenía cabeza de animal, era más alto que un alce y miembros horrorosos. Como si Dios tomara las piezas sobrantes de la creación y las juntase en un monstruo aterrador.
Niccolo señaló la cerradura del portón y murmuró una Proyección. Hubo un destello y el cerrojo de acero enrojeció y se fundió. Frantz lo ayudó a empujar las gruesas puertas. Marcel sacó un brillante cristal rojo y lo encajó en la cámara del mosquete.
Lo primero que salió de aquella pared negra fue un insípido olor a podredumbre que lo hizo doblarse por la cintura. La boca se le llenó de bilis, pero no pudo vomitar. Niccolo penetró en aquella oscuridad y los barrotes fueron desdibujándose en las tinieblas. Escuchaba como las fieras se levantaban de su adormecimiento y sus gruesos pelajes susurraban.
—Por los dioses—murmuró Frantz, retrocediendo, acobardado—. No creí que todo esto era verdad. Todo...
En las celdas, los homúnculos gruñían. Sus formas salvajes y retorcidas resultaban indescriptibles y sus ojos dorados llenaron de terror su mente. Jean dio un paso, luego otro y se puso junto a Marcel. Una criatura de muchos ojos grises lo miró, los dientes se le salían por la mandíbula y su lengua colgaba floja por la deformidad. Sus ojos no brillaban, eran gélidos y enternecían la piel. No pudo dejar de mirarla hasta que Marcel lo zarandeó, desde allí no quiso ver nunca más a aquella criatura diabólica.
Habían al menos una docena de criaturas incompletas y con piezas sobrantes. Era un verdadero circo de los horrores. El suelo cubierto de paja y huesos carcomidos olía a excrementos. Aquella bóveda parecía una habitación del infierno, con demonios ansiosos por carne. Lujuriosos por devorar.
—Que seres más horribles—apuntó Marcel. Un homúnculo con ojos de cabra lo escudriñó, poseía un tono muscular excepcional y largos cuernos retorcidos.
Frantz no quería acercarse ni un paso a los barrotes. Jean avistó una amplia escalera que conducía a las guaneras, desde allí debían traer a los prisioneros y animales callejeros para alimentar a los monstruos.
—Deberíamos matarlos.
—Lo haremos—Niccolo extendió una mano a un gigantesco perro babeante con ojos dorados y alas atrofiadas. El animal le gruñía, mostrando sus colmillos torcidos. Debía de ser tan grueso como un toro—. Pero matarlos uno a uno solo los pondrá más agresivos. Lo mejor sería hacer volar toda la bóveda con una carga de Fuegodragón. O... matar al único que sabe cómo engendrar a estos esperpentos.
—Niccolo—Marcel caminó a él con el arma temblorosa en sus manos—. Yo tampoco te creía. Esto es... indignante. Estas creaciones son... Cuando escuché de las desapariciones en el Bosque Espinoso. Yo no quería creer que Giordano Bruno, el Homúnculista, tuviera que ver con esas muertes. No creía en estas cosas hasta que las vi.. Giordano es lo único que te mantiene atado a este mundo... Si lo asesinas. Tú... vas a desaparecer y eres la única familia que me queda.
—Yo ya no pertenezco a este mundo, querido hermano—Niccolo le pasó una mano a Marcel por el hombro—. Morí en la Batalla de Rocca Helena. Tampoco soy una persona... soy un pensamiento. Las fuerzas de la naturaleza, o... los espíritus de la isla me enviaron con un propósito. Puede que tenga memoria y conciencia, pero no soy tu hermano. Yo... solo soy un cascarón vacío.
Niccolo se dirigió a los escalones y comenzó a subir, peldaño a peldaño, sin hacer ruido. Marcel lo siguió junto con Frantz, Jean no tuvo remedio. Arriba, brillaba una gigantesca jaula de hierro con barrotes recubiertos de un brillo aceitoso. Se retiraban de aquella cámara de monstruos, debían seguir buscando el escondrijo del Homúnculista. No estaría lejos... Niccolo intentó empujar la puerta al final de las escaleras y el sonido de unas llaves lo sobresaltó. La puerta se abrió y Anabella apareció ante ellos con la varita en la mano.
—Sir Niccolo—la mujer se puso la máscara de carnero—. Es un placer encontrarlo. Disculpe mi demora, me reuní con unos compañeros.
Anabella agitó la varita y una proyección se desprendió de ella como un lucero. Niccolo levantó las manos con un reflejo y el chorro de luz rebotó de él hasta Marcel. Un agujero negro apareció en el torso del robusto hombre y se desplomó por las escaleras... El mosquete se accionó y una llamarada roja envolvió la puerta. Anabella se escudó con un ademán de la varita y las llamas no la lamieron.
Un par de magos con máscaras y túnicas irrumpieron detrás de ella, disparando a diestro y siniestro Proyecciones Punzantes. Niccolo derribó a uno de ellos al apuntar con un dedo, una máscara se resquebrajó con un destello azulado y una cara redonda se partió en dos.
Niccolo disparó con los dedos guías pequeñas, pero perforadoras, esferas de chispas azules de fragancia mentolada. Sus dedos chasqueaban y aquellas chispas caían a sus pies como virutas en llamas. Las sombras escarlatas seguían apareciendo detrás de Anabella.
Frantz agitó la varita tres veces sobre su cabeza mientras anunciaba Imágenes Elementales, y lanzaba marañas de chispas coloridas y rayos purpúreos. Pero ambos, se vieron reducidos por los magos enemigos que entraban en desbandada por la puerta. Los asediaban a estallidos de luz. Sus reflejos brillaban como paredes invisibles a punto de reventar de tantos hechizos.
Jean se encogió, bajando por las escaleras. Disparó a los magos y volvió a cargar la ballesta. Niccolo y Frantz se pusieron frente a él, el joven desviaba las proyecciones con su reflejo y Frantz con pulsos de su varita. Los superaban en número y cantidad de disparos... Jean tropezó y resbaló por las escaleras, lastimándose las rodillas. Levantó la vista justo a tiempo que la muñeca de Frantz estallaba en pedazos y su mano salía desprendida, la sangre chorreaba de su muñón. Rápidamente, un centenar de agujeros lo apuñalaron desde varias direcciones.
Jean echó a correr mientras las ráfagas de esencia hirviente pasaban volando cerca de su cabeza, portaban olores variados y esencias perfumadas. La ballesta se le escapó de las manos y las saetas se le resbalaron. Su túnica desprendía humo y chispas deshilachadas. Sintió que un clavo caliente le mordía el muslo, pero no dejó de correr cuando su pierna se paralizó de dolor...
Cuando miró atrás. Niccolo caía de rodillas, sus intestinos explotaban en un reguero... oscuro y poroso de polvo y suciedad. Anabella lo miraba con los ojos fijos y su largo cabello morado flotando como serpientes vivas, chorreando veneno. La mujer lo apuntó con la varita luminosa.
—Sin amores, ni rencores... querido héroe—Anabella levantó su varita humeante y un destello purpúreo iluminó la oscuridad—. ¡Espinas negras brillando con gotas de agua!
A Jean se le amargó la boca al sentir el repulsivo sabor a carbón. La varita vomitó una flecha blanca y las partículas ionizadas arremetieron contra Niccolo. El polvo cayó a sus pies, regando los escalones con fragmentos de barro cocido... Pero no pudo ver más, la oscuridad lo había envuelto completamente como una aliada.
Olía a menta, lavanda, tierra mojada, ceniza y sangre...

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