Capítulo 18. Soneto del Amanecer
Capítulo 18: ¡No lo hagan en mi cama!
Las esposas de oro le quedaban muy pequeñas a Benjamín Farrerfor, casi le cortaban las muñecas. La Maeglafia de Obstrucción Energética le impedía expulsar cualquier proyección, aunque el rector Cassini Echevarría se tomó la molestia de colocarle otro obstructor en el cuello.
De pie, ante todos los profesores del instituto y prefectos, terminó de declarar sus acciones ante el pizarrón del salón de reuniones en el departamento de Asociación.
Clemente Bruzual se sentía muy incómodo en aquel banco diminuto. Recordaba sus días en Fundamentos, cuando cabía en una silla del tamaño de una cubeta. Pero ahora, la sentía pequeña y sospechaba que los profesores allí reunidos también tenían ese problema. Michael Encausse, el Jefe del departamento de Preservación se removía, incómodo, junto a él. Era un tipo mañoso de rostro enjuto y carácter taciturno.
El juicio se prolongó durante una hora más.
—Bien sabes, Benjamín—declaró Michael—. Que la Sociedad de Magos tiene prohibida la participación en los conflictos políticos de la isla. Deberíamos expulsarte por conspiración.
Eusebio Desiderio, el Jefe del departamento de Investigación levantó la voz.
—Benjamín Farrerfor tuvo sus motivos para tomar la custodia de la joven—replicó, ligeramente enojado. Eusebio era viejo amigo de Benjamín en el departamento—. El rector Cassini lo apoyó en el proceso, como bien sabemos todos.
—De cualquier forma—reiteró Michael cruzándose de brazos—. Ambos, Benjamín y el rector, actuaron a espaldas de los departamentos. Señor Cassini, como rector de esta honrada institución, debería imponer la autoridad y no dejarse llevar por impulsos.
—Tiene razón—admitió Cassini. Un hombre grueso de barriga y limpio de mentón. Vestía un traje verde—. Era para proteger a la niña de sus perseguidores. Nuestro deber es pasar desapercibidos en las acciones de los regentes. Pero, como ser humano, participé en la ayuda de una jovencita necesitada. Fue mi equivocación, señores. Mi intención nunca fue provocar el descontento de los Scrammer.
Clemente apretó los dientes con la pulla. Claramente, el rector prestó asilo a la princesa Verrochio, rompiendo visiblemente las reglas de la sociedad. No podía, simplemente, entregarla a sus asesinos. La Institución se rige por una moralidad sólida. Pero Michael, que había trabajado duro hasta llegar al puesto de Jefe en el departamento de Preservación, tampoco podía desaprovechar el titubeo del rector. El Jefe del departamento se inclinó sobre el asiento con una sonrisa.
—Me parece conveniente que los Echevarría quebranten las reglas, que ellos mismos impusieron, durante la fundación.
Anabella van Maslow carraspeó para hacerse escuchar, la profesora de Fundamentos II se levantó, alta y orgullosa.
—La Sociedad de Magos juró imparcialidad—proclamó. Era una mujer relativamente joven que se teñía el cabello de morado en memoria de su hermano fallecido—. Aún así, esta guerra se ha prolongado demasiado. Familias enteras han desaparecido. Pueblos desolados. Huérfanos. Madres abandonas. Es terrible.
—La guerra siempre será territorio ajeno para nuestra sociedad—aclaró Benjamín, inquisitivo —. La niña pidió asilo, temerosa de su vida. Considero una injusticia no ayudar al necesitado.
Michael Encausse se agitó junto a Clemente.
—Ayudar al débil forma parte del código de los Magos Rojos—proclamó el hombre—. ¿Dónde están ahora? ¡Muertos! Todos los Castillos abandonados. Sir Cedric atendió el llamado a la Ciudadela y murió por sus heridas. Lord Cassio, Lord Archer y Sir Desmond Morris, en una fosa junto a su guarnición. Mariann Louvre, postrada por sus heridas en una cama sudorosa. Los magos deberíamos ir más allá del conflicto. No somos personas corrientes que van a la batalla como fieras. Porque, eso pasa en las guerras: comienzas ayudando al necesitado y protegiendo al débil... y, terminas muerto en una fosa. Lo mismo ocurrió con Pisarro du Vallée: asesinado honradamente por un sucio mago negro como Gerard Courbet. Todos olvidados, como Sir Cedric o Julius van Maslow.
Anabella se levantó con el cuello enrojecido. Sus ojos verdes echaban chispas.
—Mi hermano murió porque se negó a seguir el camino que la institución le imponía. Quería proteger al prójimo de los magos negros y brujos, sin necesidad de juramentarse como Mago Rojo.
Michael se levantó, imperativo.
—¡Julius van Maslow se dedicó a combatir magos negros por capricho!
Filipo Aureolus, Jefe del departamento de Conversión, levantó las manos, a grandes voces
—¡Esto no va a ningún lugar!—Gritó. A su lado, Pierre de Febres, profesor de Conversión, parecía esculpido en piedra. Sin duda, todos querían marcharse al honrado almuerzo—. Cada quien defiende lo que cree. El rector Echevarría y el profesor Farrerfor, le prestaron asilo a una joven. No necesitan ser enjuiciados por tal motivo.
—Esta reunión era necesaria—exigió el rector Cassini desde el centro de la estancia—. Era hora de tomar una decisión unánime.
—¿Cuál decisión implicaría la presencia de todos los departamentos?—Intercedió Tirso Salaverría, Jefe del departamento de Alquimia. El hombre gordo tenía dos papadas y barba abundante.
—Hablo de la guerra—explicó el rector—. Pueblos enteros han sido aniquilados. Muertos por todas partes. Los magos negros guardan silencio en sus escondrijos. No sabemos nada de Azazel el Loco, ni de Acromantula. Dicen que el Homúnculista regresó del infierno junto a un ejército de demonios. Existen infinidad de rumores extraños en toda la isla. Pienso, que es hora de actuar. Debemos frenar el caos, antes de que también debamos pagar por ello.
Pierre de Febres se puso de pie. Era rubio, de ojos oscuros y nariz larga
—Una nueva religión se está levantando en el norte. Quieren derrocar a todas las autoridades—expuso, con el ceño fruncido—. Nos tachan de herejes y tratantes con demonios.
«Los Castillos que hacían valer la autoridad de la Sociedad de Magos, fueron desmantelados durante la Guerra Larga» reflexionó Clemente.
—No es solo eso—replicó Camila Moulin, profesora de Fundamentos III. Era regordeta, vivaz, de rostro redondo y cabello claro—. Hablan de este Emisario de Dios como un mesías. Proclama que la nobleza y nuestra institución pisotean la sociedad; y sin nosotros, la isla prosperaría. No son muchos, pero se multiplican como roedores en los bajíos.
—La guerra ha frustrado a muchas personas—admitió el rector—. La religión se podría considerar un refugio. Pero, no podemos asegurar que se alzarán en una insurrección. Mucho menos, el decreto de una segunda purga a la Sociedad de Magos, como en los tiempos del rey Julián Sisley y los Círculos de la Primera Orden.
—Tiempos en los que la Primera Orden estaba implicada con la corona—corroboró Michael Encausse, con una sonrisa burlona—. Tiempos turbulentos, de avaricia y muerte. Por esa misma razón, los reyes Sisley se resignaron a preservar el conocimiento y lo ocultaron. Pasó muchísimo tiempo, antes que una nueva Sociedad de Magos renaciera de los escombros. Fueron tiempos sombríos y de persecución para nuestras familias. La guerra oscurece el corazón de los poderosos y los vuelve crueles.
—La religión siempre ha sido enemiga de lo que no comprende—añadió Clemente en el momento justo. Por alguna razón, era el prefecto de Michael. Demostraba su valor—. Si se alzan con el poder, llegarán hasta nuestras puertas llamándonos demonios. Nos perseguirán y quemarán en hogueras.
—Es un poco macabro—apuntó el rector—. El futuro que afirman los del departamento de Preservación es sombrío.
«Realistas» pensó Clemente, pero una mirada de su jefe lo enmudeció. Compartía el mismo ideal que Michael Encausse: si la Sociedad de Magos contribuía en las guerras como una fuerza militar, tarde o temprano, serían vetados nuevamente como amenazas a la monarquía. Las personas vulgares nunca comprenderán lo que significaba la Sociedad de Magos. Su importancia para la isla y la sangre de los Celtas.
—¿Por qué no apoyar a Balaam Scrammer?—Preguntó Benjamín Farrerfor, dubitativo, a Michael Encausse—. Era del departamento de Preservación. Pero, ninguno presente ha sugerido prestar su apoyo contra la religión protestante que tantos problemas le está causando. La Reina Escarlata solicitó nuestra ayuda y nosotros, sus allegados, la rechazamos.
—A eso vinimos—afirmó el rector, impaciente—. Estamos debatiendo sobre su situación.
—¡Rector!—Asumió Tirso Salaverría—. También me gustaría saber cuál es su posición en cuánto al descubrimiento de la Biblioteca Dorada de Julián Sisley.
Un rumor recorrió la sala. La biblioteca que ocultó el conocimiento de los Magiares, fue motivo de debate durante años en los departamentos del instituto. Aquellos códices que los Sisley enterraron durante el levantamiento de los dragones. En caso de que existiese, el departamento de Preservación tenía cláusulas preparadas para su investigación y recopilación. Durante años, tuvieron riñas con el departamento de Investigación, pero...
Ni siquiera sabían que la biblioteca era real, hasta que el alquimista Friedrich Verrochio, en otro tiempo rey de Gobaith, descubrió su ubicación al profanar las tumbas de los reyes antiguos.
—Naturalmente—admitió Cassini con una sonrisa—. Es nuestro deber designar un departamento para su investigación y preservación.
Michael Encausse sonrió, orgulloso.
El debate se continuaría al siguiente día, para decidir de una vez por todas que haría la Sociedad de Magos al respecto con la guerra, la religión protestante y el hallazgo arqueológico. Clemente Bruzual siguió a su jefe mientras se retiraban al comedor.
—¿Creé que estemos a cargo del descubrimiento?
—Es probable, aunque esos perros del departamento de Investigación pelearán con uñas y dientes por el reconocimiento. Sin duda, no somos los favoritos del rector Echevarría.
—¿Por eso quiso destituirlo?—Preguntó Clemente.
Michael se detuvo y lo tomó del hombro. Estaban junto a un busto de Jean Echeverría, labrado en mármol. El fundador del instituto tenía un bigote poblado que seguramente le hubiera dado problemas al tomar sopa. La inscripción contaba: «Tengo un sueño de redención».
—Escucha, niño—se acercó tanto que pudo oler su esencia: pasto cálido y vino dulce—. ¿Has escuchado sobre la Cumbre Escarlata?
Clemente negó con la cabeza. Tenía clases de Fundamentos III y llegaba tarde por la reunión. Aunque ser prefecto del departamento de Preservación le daba muchos privilegios, el tiempo no era uno de ellos.
—Son magos negros—explicó Michael, mirando alrededor—. Existen rumores de que se pasean por Valle del Rey. Los han visto recorrer las ruinas de Puente Blanco y Rocca Helena, buscando a alguien. Han pasado desapercibidos por mucho tiempo, pero... Creo que están aquí. En el Jardín de Estrellas. Sí. En el Castillo de la Corte con la reina. Pueden ser cualquiera.
Clemente palideció.
—¿El rector podría ser un mago negro?
—Tal vez—explicó—. Lo importante, es que estemos alertas sobre las proposiciones de todos los que tengan voluntad y poder. Cualquier profesor podría estar confabulado con Balaam o con los Verrochio. Hasta con el mismo Emisario de Bel, sea quien sea. Intentan usar a la Sociedad de Magos. Alterar el orden para imponerse.
—Entiendo, señor. ¿Quién más podría ser un mago negro?
—Hay muchos candidatos, Clemente—anunció, bajando la voz—. Cualquiera que pueda mover los hilos aquí dentro. Quieren la biblioteca y su conocimiento para someter a la Sociedad de Magos, hasta moldearla a su imagen. No sabemos quiénes son. Encarnan lo peor del mundo del Misticismo, queriendo imitar la grandiosidad. Por eso, tenemos regulaciones con las familias de sangre peculiar registradas, magos negros y errantes. No podemos dejar esos conocimientos vagar sin rumbo. Si todos son poderosos, si todos descubren que pueden hacer más... ¿Qué sentido tendrá la vida?
Michael se retiró con las manos en los bolsillos. Tenía mucho trabajo como Jefe del departamento más problemático. Corrían rumores sobre los jóvenes que aspiraban a magos negros, leyendo los conocimientos del caos en el almacén del departamento. Los llamados «veladores», alumnos que se corrompían en el departamento de Preservación.
Lo que más lo aterraba, era la frecuencia con que aparecían los veladores.
Clemente se pasó una mano por el largo cabello castaño oscuro y fue hasta los dormitorios. Metió la llave en el cerrojo y encontró a Felipe Cerrure en la cama con Matilda von Mouton. La habitación olía a sudor, cera derretida y culo. El trasero de Felipe subía y bajaba bajo la fina sábana. Ni siquiera se dieron cuenta cuando entró.
—¡No lo hagan en mi cama!—Gritó Clemente, enojado—. ¡Por Bel!
Felipe gritó y ambos jóvenes lucharon por la sábana, ganó Matilda. La joven de piel clara y ojos vivaces lo escudriñó, ceñuda. Felipe era delgado, pero de cabello cobrizo. Clemente revisó su bolsa.
—Creí que teníamos clases de Maeglafia—anunció Clemente, intentado no mirar a la belleza de Matilda, desnuda, con el cabello revuelto—. ¡Por dios, háganlo en la cama de Fonseca, pero no en la mía!
Clemente compartía habitación con esos dos idiotas del departamento de Investigación. Usualmente, todos preferían el departamento de Investigación por su amplia variedad de trabajos, que incluían prestar servicio en los Castillos para combatir magos negros, prácticas con los Magos Rojos e investigaciones sin resolver, entidades, incursiones, exploraciones y estudios.
El departamento de Preservación, más bien, se encargaba de recoger los restos y clasificar contenidos para decidir si eran «aptos» o censurados, raramente eliminaban un documento. En otras palabras, limpiaban la basura de la Sociedad de Magos.
Clemente salió de la habitación y azotó la puerta con brusquedad. Ahora entendía porque su cama olía a orine por las noches, quizás tuviera que cambiar el colchón. Mientras pensaba en cómo explicarle al profesor Avelino Pinto—cuidador de su piso de dormitorios—como su colchón se prendió fuego, tropezó con Francis Melchiorri.
—¡Ten cuidado, idiota!—Se quejó ella, también parecía distraída.
Clemente se sorprendió de verla, sabía quién era ella en verdad. Era el único prefecto que conocía su identidad, pero se supone que no debía saberlo. La princesa arrugó la nariz, inquieta.
Aquellos ojos azules lo maldijeron en un lenguaje secreto. Siguió de largo por el zoológico de grandes jaulas mientras los lémures lo insultaban, hasta que llegó a la clase de Maeglafia.
El salón de sillas amuebladas tenía un gran pizarrón que apestaba a tiza. El profesor Avelino le sonrió al pasar, generalmente, se sentaba muy cerca del profesor para hablar de maeglifos y canciones, pero Alphonse Dumond, Jorell de Cortone y Melquíades Grosseur—que a Clemente detestaban—se reían con el hombre calvo, haciendo chistes perversos sobre miembros masculinos y las jóvenes del curso. Jorell de Cortone
El profesor era un tipo bastante divertido. Pesé a sus numerosos años, se la pasaba diciendo palabrotas. Muchos de los profesores no lo respetaban, porque no existía un departamento de Maeglafia. Él tampoco se tomaba enserio las reuniones, como el juicio de Benjamín, al que prefirió no asistir para seguir contando tonterías con sus estudiantes.
Pasó de largo y se sentó detrás de Matilda von Mouton y Felipe Cerrure, besaban con ternura, queriendo devorarse entre si. Los miró con envidia. Cuando no estaban besándose, estaban haciendo el amor... ¡sobre su cama! Los muy desagradables. Lo que Felipe no sospechaba era que Matilda, también se besaba así con Víctor Boucher en las clases de Geología y que una vez le lanzó una mirada a Clemente.
Aunque, no estaba en el Jardín de Estrellas para buscar novia. Quizás le interesaban una chica o dos, pero estaba muy ocupado. El tiempo era un recurso del cual no disponía. Una vez, sintió que se enamoró, cuando estuvo largo rato en una acalorada discusión con Balaam sobre los libros más extraños del almacén. Pero, a los pocos días dejó de sentir gran cosa. Clemente tenía mucha suerte. Lo aceptaron en el Instituto de parte de Michael Encausse, un viejo amigo de su madre, de sus años de estudio. Su familia poseía una cristalería en Pozo Obscuro. Su madre Delaila era descendiente de los Curie, quiénes tuvieron hijos con los dioses. Por lo tanto, Clemente fue afortunado de portar la quintaesencia—aunque muy diluía—en la sangre. De niño, un astrólogo profetizó que sería un gran mago. Su familia supo que portaba la sangre peculiar cuando se pisó un clavo oxidado a los ocho años, lloró por dos horas, sangrando mucho, y cuando intentó caminar. No tenía ninguna herida.
Delaila lo mandó a la Sociedad de Magos, como miembro heredero de los Curie. La antigua familia de magos se redujo desde los tiempos de la Purga. No quedaban muchos Curie, estaban mezclados por toda la isla.
Durante la Guerra Larga, la crisis azotó la sociedad y Clemente tuvo que ayudar a su familia. Se unió al departamento de Preservación cuando aprobó Fundamentos II. Contrario a otros departamentos, el de Preservación pagaba provechosamente a sus miembros por clasificar y administrar los documentos confidenciales. Antes de ser aceptado, debía aprobar una prueba mental para probar que no era un velador.
Trabajó duro y todo lo que ganaba, se lo mandaba a su familia, pero no logró reunir lo suficiente para la plaza y Michael le ofreció un puesto como su prefecto para que no dejase de estudiar. El trabajo era agotador, pero al menos, no tuvo que abandonar el Jardín de Estrellas. Debía estudiar y trabajar, por su familia y por él. Por mucho que quisiera, no podría ser igual que los demás. Por muy solo que se sintiera, debía seguir adelante. Aunque los sueños de redención de amor y caricias sean borrosos en el horizonte.
El salón se fue llenando con el paso del tiempo y Avelino impartió una clase sencilla de Maeglifos de Conducción. Clemente salió antes porque tenía hambre. Fue a la cantina a buscar algo para picar mientras memorizaba las siluetas de los glifos. En realidad, la Proyección, Evocación y Conversión se le daban terribles, a duras penas, podía lanzar proyecciones débiles. Se superó en la teoría, tenía buena memoria y aprobó todas las clases. Perdía todos los duelos. Las profecías de aquel astrólogo mentiroso le parecieron un montón de cháchara cuando Pedro Corne d'Or lo derribó con un pulso.
En la cantina compró pastelillos de carne y se fue a los dormitorios a comer, mientras buscaba su varita. Evitó pasar por la plaza, ya que allí convergían diversos alumnos y terminaban en riñas peligrosas. Evadía el peligro, si podía.
Llegó al dormitorio y encontró a Fonseca besándose con Louis; también sobre su cama. Los miró un segundo y buscó en el agujero de su colchón una larga varita de Fresno, evitando a los dos cuerpos estremecerse. Louis, eufórica, lo tomó del cabello y tiró de él a la cama, creyendo que era otro amante. Clemente se zafó y corrió fuera de la habitación.
Se acomodó el cabello y guardó la varita en el bolsillo del pantalón. Clemente usaba una camisa oscura de cuello alto para el frío y botas de cuero para la lluvia. Revisó la varita, flexible y limpia, él mismo la talló de la rama de un fresno joven cuando le dieron la Piedra de los Sabios. Cerró los ojos, borrando de su mente los senos pálidos de Louis y la mano ingrata de Fonseca.
¿Qué carajos tenían en la cabeza todos los jóvenes? Al parecer, solo pensaban en el momento. No pensaban en su futuro, ni su prosperidad. Se detuvo en el pasillo con vista al jardín, miró encima de la cerca a Francis Melchiorri, solitaria, en el banco. Sus ojos perdidos vagaban entre los grupos de jóvenes, como si quisiera acercarse, pero temiendo el rechazo.
Ella ladeó la cabeza y lo miró largo rato. Sentía hundirse en un mar de jade. ¿Así se sentía estar soñando? Clemente no soñaba, o al menos no los recordaba. Pobre princesa Annie Verrochio.
Clemente suspiró, interrogativo.
Fue al retrete a echar una cagada mientras recitaba las únicas proyecciones que le funcionaban. El baño era un salón reducido de varios retretes acuartelados y varios espejos con tuberías. Las duchas del sauna estaban en la otra habitación. Clemente agitaba la varita frente a su cara, intentado imaginar.
—Los restos de ramas quemadas sobre una losa de mármol blanco—recitó, forzando la mente para crear la imagen. Se suponía que debía imaginar los sonidos y los aromas para realizar la proyección.
Su brazo se calentó, era una Proyección de Calor para erradicar el frío. Se concentró, imaginando la bifurcación de un río. La corriente cálida salió de la varita con un silbido similar a la respiración y le golpeó el rostro. Olía a tierra excavada. Se contentó de lograrlo y dejó de cagar. Se limpió las manos y el rostro. El espejo lo miraba enjuiciado, aquellos ojos pardos que le pertenecían estaban cansados. Se odiaban.
Un niño salió del otro baño, limpiándose las lágrimas de los ojos, tenía el cabello rizado. Un hinchado cardenal sobresalía en su frente.
—¿Estás llorando?
El niño negó con la cabeza y se asustó cuando entraron los de segundo. Cerraron la puerta sin advertir que Clemente estaba allí. Eran tres jóvenes casi tan altos como él. Sí, tenían la mirada lasciva de los que tenían varitas por primera vez. Que problema. Si aprendes suficiente proyección, a mediados del segundo curso ibas al bosque a fabricarte una varita. Generalmente, los que la obtenían torturaban a los que no. Sabía lo que se sentía ser molestado por tener pobres facultades.
—¿Qué creen que hacen?—Levantó la voz, lo más señorial que pudo.
Los de segundo se congelaron al verlo, estar pegado todo el tiempo al Jefe del departamento de Preservación le había conseguido un infundado respeto. Era bastante delgado, pero un poco más alto que esos tres malasangre. Lo miraron con cara de pocos amigos.
—¿Tú qué?—Le dijo uno de los niños, tenía la nariz hundida y los ojos grasientos.
Bien merecida paliza necesitaban aquellos niños, cogió valor para sacar la varita, pero enseguida lo perdió cuando recordó que no podía hacer gran cosa frente a niños de cualidades reconocidas. Aún así, no flaqueó y se mantuvo firme. Sonrió, burlón.
—Váyanse, antes de que llamé a un profesor.
El niño de ojos grasientos sacó la varita ante la mirada vacilante de sus compañeros.
—¿Qué les vas a decir?
—Que están maltratando a otro niño.
El niño se encogió de hombros.
—Bien podríamos decir que estabas abusando de él cuando llegamos y que dice mentiras porque está avergonzado.
Clemente apretó los dientes. Su mano se deslizó, sin vacilar, hasta sacar la varita. Ambos se apuntaron a la vez.
—Te voy a llenar el pecho de agujeros—mintió—. ¿Quieres eso?
El niño palideció por un momento, pero uno de sus compañeros le susurró algo al oído y sonrió con sorna. Un destello lo cegó. Sintió un golpe espantoso en el estómago, quedó sin aire por un momento y chocó contra la pared del fondo. La boca le supo a metal. Clemente levantó la varita al instante que recitaba.
—En el cielo azul oscuro sale una luna llena amarilla—proyectó. Pero no pensó en el aroma o el sonido. De manera, que su varita vomitó una maraña diminuta de chispas carmesí que se deshizo antes de tocar al joven.
Los niños soltaron risotadas.
Clemente salió de los baños, tropezó con los niños y se alejó. Escuchó los gritos del niño indefenso a la distancia. Recordó cuando lo encerraron en aquel baño por todo un día. Cuando los otros niños le lanzaron proyecciones que ardían hasta que lograba zafarse. Cuando una proyección le pegó en el rostro y le quemó el cabello.
«Lo siento, lo siento, lo siento» se repetía, porque sabía que no podía hacer nada.
Llegó a la biblioteca y se escondió el resto del día en sus trabajos de investigación. Encontró el dormitorio desolado, quizás sus compañeros se fueron con sus parejas a fornicar. Los odiaba, y los envidiaba. No importaba. Nada importaba, porque Clemente no podía permitirse perder el tiempo de tal forma. El amor es una perdida de tiempo. Nadie querría estar con él.
Se saltó la clase de Proyección y rompió la varita, o al menos lo intentó: estaba muy dura. La lanzó a su cama. Maldijo a aquel catalizador disfuncional. Pateó una pata de la cama y se lastimó el dedo gordo. Golpeó la pared y su puño crujió. Los dedos le sangraron. Ojalá hubiera ayudado a aquel niño. Ojalá lo hubieran salvado a él de sus compañeros. Pedro Corne d'Or, Alphonse Dumond y Jorell de Cortone se rieron de él durante años. Lo hicieron pasar un infierno. Y aún así, lo saludaban e intentaban conversar como viejos amigos. Los odiaba a todos. No podía hacer nada por nadie... ¡Nada!
Se hizo de noche y salió de su encierro porque tenía hambre. Le dolía la cabeza de tanto trabajo acumulado. En la cantina solo quedaban panes blancos y algunos bollos quemados. Se los regalaron y fue a comer en su habitación. El pasillo estaba desolado, de seguro los jóvenes estaban en el pueblo fuera del Jardín de Estrellas: un conjunto de elegantes posadas para los hijos de los nobles y mercados que prosperan en torno a los edificios que conformaban la institución.
Francis Melchiorri permanecía sentada en el banco, mirando los arbustos oscuros y los árboles blancos mientras los búhos cantaban. El jardín tenía estatuas de personajes célebres. Quiso acercarse a compartir los bollos quemados. Ella se levantó antes y se marchó, una curiosidad instintiva lo obligó a caminar detrás de ella como un loco. Desfilaron por el camino que conducía a los edificios amarillo y azul. Su cabello dorado se agitaba mientras caminaba, el viento nocturno lo cortaba, demasiado frío en esta renuente época del año.
Unos jóvenes le cerraron el paso a Francis, habían bebido bastante por sus rostros colorados. Los conocía, eran: Melquíades Grosseur, Jorell de Cortone, Louis Leroy y Amanda Flambée, todos de tercero. Clemente mordió un bollo dulce. No se avistó a ningún profesor. Debían estar en reunión.
—¿Es ella?—Gritó Louis Leroy con los ojos entornados. Estaba rabiosa—. ¿Es ella, Jorell?
Jorell enrojeció. Louis tenía lágrimas en los ojos.
—No es así, Louis.
—¡Cállate!—Gritó la chica, enfurruñada. Tenía la mente nublada por el vino—. ¡Todos los hombres son unos mentirosos!
Louis sacó la varita y Francis se tensó como una lanza. La estaban amenazando. Clemente se puso alerta, no veía a ningún profesor cerca. No podía hacer nada. Apretó los dientes, impotente. Aquellos jóvenes no sabían que estaban ante la princesa Verrochio.
—¿Ella no es la nueva?—Preguntó Melquíades para aligerar el ambiente.
—Dicen que no tiene ningún catalizador—soltó Amanda.
Louis soltó una risotada.
—¡Tan mala es!
Francis estaba asustada, se cubría la cara con vergüenza. Louis susurró algo y su varita brilló. Clemente lanzó un bollo quemado y le golpeó el rostro a la joven. La proyección se desprendió e hirió un abeto cercano. La chica enfada disparó otra vez, no supo porqué lo hizo. Quería proteger a la princesa. Clemente la cubrió y un golpe caliente en la ingle lo dejó de rodillas, con lágrimas en los ojos.
—¡¿Qué haces idiota?!—Gritó Francis, alterada.
Clemente no dijo nada y se levantó. Los jóvenes sacaron las varitas, disgustados, y dispararon media docena de proyecciones que hicieron añicos los bollos y los panes en sus brazos. Lo molieron a golpes. Terminó en el suelo con el pecho dolorido y la nariz sangrante. Escuchó una voz y un demonio negro de cabello rojo apareció.
Los destellos de luz estallaron ante su reflejo como gotas de agua. Lo estaban protegiendo. El demonio negro levantó una mano, algo rojo se desprendió de ella y lanzó al suelo a Jorell. Los jóvenes asustados, corrieron, tambaleándose en complicados ochos. El joven de cabello rojo y ojos color sangre lo levantó del suelo. Con ayuda de Francis lo llevaron al baño.
Escuchaba que se decían cosas. El camino fue largo y oscuro, pero volvió en si sobre el lavado del baño. Le dolían la cara y los brazos. El joven pelirrojo le limpiaba la sangre del rostro con un pañuelo. Su capa negra parecía teñida con hilos de oscuridad. Francis Melchiorri disgustada, permanecía en una esquina del baño. Mirando fijamente al joven y al ensangrentado Clemente.
—¿Por qué hiciste eso?
Clemente abrió la boca, le sabía a sangre.
—Me resbalé—sonrió.
—No estás en condición de mentir.
—Nunca lo estoy.
—Yo creo que fue valiente—reiteró el pelirrojo con una sonrisa. Era muy guapo y alto—. Nunca es demasiado pronto para ser un héroe.
—Los hombres son cobardes y mentirosos—replicó Francis.
—Que caprichosa eres.
No tenía heridas graves, solo moretones y cortes. El pelirrojo le cerró la heridas de la frente en un parpadeo. Nunca había visto a aquel joven de capa negra, destacaba bastante. O quizás sí, alguna vez lo vio junto al antiguo profesor de Evocación Pisarro du Vallée. Sabía su nombre porque habían hecho demostraciones.
—Eres... Sam Wesen—Clemente se lamió los labios. Cuando movía la cabeza se mareaba—. Creí que estabas con Pisarro, apoyando a los Scrammer.
—Sí—afirmó el joven. Sus ojos brillaron teñidos de sangre—. Como el Héroe Rojo de la historia.