Capítulo 17. Soneto del Amanecer

Capítulo 17: Creí que se estaba acabando el mundo.

La multitud se apretujo como ganado vacuno a la sombra del templo. El centenar zarrapastroso de personas apiladas en la empinada calle Mercurio de losas de piedra, apestaba a sudor rancio y mugre. Los guardias de Miackola los tenían quietos a punta de ballestas.

Drake van Cruzo la esperaba con una sonrisa. Era un hombre flaco y diminuto con una terrible parálisis en un pie que lo hacía cojear, ridículo. Su rostro tosco ocultaba unos ojos astutos.

—Reina—saludó con un movimiento de cabeza—. Disculpe mi atrevimiento al llamarla, pero esto es realmente necesario.

Balaam se inclinó ante Drake con una sonrisa complaciente. Llevaba un fino vestido escarlata de satén con rubíes y la corona dorada llamante sobre el cabello flotante. La multitud conformada por sacerdotes y seguidores—habían indigentes de todas las edades y tamaños—la miraban fijamente con sus rostros manchados de polvo. Miackola era la nueva Jefa de la Guardia de la Ciudad, usaba una capa roja con un alicanto de plata a modo de broche y sus bucles negros brillaban aceitados.

Durante la ausencia del Gremio de Magos en Valle del Rey, los creyentes de la nueva salvación—como se hacían llamar—pregonaban el final del reino del hombre y el surgimiento de una nueva era de luz dirigida por el Emisario de Bel. Los sacerdotes del sol se reunían en las plazas y los mercados, predicando por horas, bajo el sol inclemente del interminable verano. Las multitudes que reunían, terminaban saqueando las tiendas de los seguidores de otros dioses paganos y destrozando los lupanares. Era un verdadero caos para la autoridad de la corona. La guardia se ocupó de frenar a los protestantes, pero... encolerizados por la fiebre religiosa, tomaron cristales afilados y degollaron vivos a dos guardias. Pisotearon a seis y apuñalaron a casi una decena. Eran verdaderos animales.

Por eso, Balaam designó a Drake van Cruzo, un fracaso granjero despreciado por su condición, con la encomienda de erradicar a los protestantes con su campaña de terror. Las noches sofocantes se tiñeron de sangre en la ciudad. Los guardias arrancaban a los sacerdotes de sus camas y los golpeaban hasta dejarlos irreconocibles. Realizó obras teatrales, donde los protestantes portaban el mensaje equivocada de Bel y terminaban condenando a la isla. Pero, el terror solo incrementó el fervor de los partidarios del Emisario de Dios. Las marchas de protestas con los símbolos del sol, inundaban las calles con caos. A los guardias los desollaban vivos. Los santuarios de Thoth eran quemados. Un par de sacerdotisas de Diana fueron violadas y asesinadas por los partidarios.

Balaam levantó la voz por encima del barullo.

—¿Quién es el sacerdote que dirigió esta protesta?

Las ballestas dispuestas alrededor de los protestantes estaban cargadas. Al menos una o dos varas de miedo, separaban a los guardias de los mugrientos protestantes.

Indigentes, violadores, ladrones, asesinos y soldados desertores. La peor inmundicia de la isla fue llamada por el nuevo mensaje de perdón. El sueño de redención que aspiran todos los pecadores. Una patraña perfectamente armada a los pies de la Iglesia del Sol.

Un hombre descalzo de rostro pálido salió de la multitud. Llevaba una vieja túnica marrón, ceñida con un cordón de tres nudos y se estaba quedando calvo. Se acercó a ellos con los brazos abiertos. El inmenso torreón con cúpula escondía al sol naciente, de forma que los rayos del sol lo bañaban por detrás. Sobre si cabeza se erigía una bola de fuego. El anterior Sumo Pontífice Jairo era famoso por sus orgías. Fue arrancado de su cama por los protestantes y quemado vivo afuera del templo con los mismos pagares que vendía la iglesia a precios exorbitantes, para asegurar el tránsito al paraíso. La Iglesia del Sol estaba manchada con cenizas y sangre.

Mia ordenó que lo dejarán arrodillado y un guardia lo golpeó detrás del muslo con el asta de la lanza. El hombre miró a Balaam con ojos humildes mientras se agachaba.

La reina levantó la frente.

—¿Usted es el Emisario de Dios?

El hombre negó con una sonrisa.

—Todos somos los Emisarios de Dios, señora—pregonó con dulzura—. Todos nuestros pecados están siendo expiados. Incluso los suyos. Es nuestro deber preparar el camino para la llegada del señor y su reino de justicia.

—¿Asumen que soy una pecadora?

—Todos somos pecadores en esta vida.

—¿Entonces, por qué causan más alboroto? Los protestantes ya han matado a más de diez personas y herido a un centenar.

El sacerdote parecía triste.

—Somos humanos. Nos dejamos llevar por la carne. Pero, el mensaje de Bel nos traerá la salvación a todos. Nunca más sufriremos por la carne. Nunca más cederemos a la tentación de nuestra naturaleza. Deberíamos consumarnos todos para recibir al Emisario.

—¿Usted sabe dónde está el Emisario?

El hombre afirmó con la cabeza.

—Miré a su alrededor—sonrió, petulante—. Él vendrá cuando el rey se postre y le entregue su corona, para reinar con justicia e igualdad. Usted, debería entregar su reinado a una fuerza mayor, de esa forma, ya no sufrirá más.

Balaam se asustó. Aquel hombre le pedía que renunciase al puesto que tantas muertes costó. Que siguiera a un dios que no existía por una causa ignorante. Había escuchado de los magos negros que eran poseídos por demonios, y de los sacerdotes locos. No sabía cuál era peor. El púlpito maloliente de creyentes le pareció una masa deforme, insufrible y degenerada de pensamientos. Eran un ser asqueroso, cubierto de hongos y plagas. Las piernas le temblaron de espanto.

Todos aquellos seguidores estaban enfermos, aquella era una enfermedad que quería destruirla. La profecía del fin de los tiempos alimentaba su imaginación. Estaban desquiciados. Bel no era real. Los dioses estaban muertos. Los Dioses Muertos. El sol. Balaam sintió ganas de vomitar. Por un momento, imaginó a los protestantes entrando al castillo y arrancándole tiras de piel con trozos de vidrio ensangrentado, a su hermana pisoteada y a su madre golpeada hasta la muerte. Un calor sofocante la arropó, tenía cadenas en el cuello.

El diminuto Drake sonreía a su lado, mostrando dientes chuecos. Su hombro derecho caía por la postura de su pierna deforme. Era un monstruo risueño.

«Balaam—su padre estaba a su lado. Estaba más alto y blancuzco por la muerte, lechoso como los muertos. Las mejillas hundidas y los ojos podridos. La capa roja del Primer Castillo estaba desteñida y mugrosa—. Hija. En este mundo, no existen los dioses».

Cedric Scrammer estiró sus dedos putrefactos y le acarició el cabello. Su tío Seth se arrastraba por el suelo con las piernas descompuestas. Dejaba un rastro de sangre podrida y gusanos rosados. 

—¡Asesina!—Seth se arrastró hasta ella desde la multitud—. ¡Los que matan a su sangre están malditos! 

Su padre la tomó por el cuello y la apretó. Sus dedos grasientos se cerraron en torno a su garganta. No podía respirar. El aroma putrefacto la sofocó. El hombre bonachón le pareció un demonio repugnante con la boca llena de gusanos negros. El púlpito de personas la maldecía, gritaba y lanzaba podredumbre. 

Cedric apretó su cuello.

—¡Tú no eres mi hija!

—¡Demonio!—Repetía el gentío, encolerizado. Sus ojos estaban negros y su saliva era brea—. ¡Quemen a la reina!

Las siluetas escarlata se postraron, con pleitesía. Seth se retorcía en el suelo, vomitando tinta negra. Apestaba, el hedor putrefacto de los cadáveres la atormentaba. No podía respirar y las lágrimas bajaron por sus mejillas.

—Reina—Drake la tomó del hombro.

Balaam tosió y se llevó los dedos al cuello. Recorrió las cicatrices rosadas  con las yemas. La masa de personas la aterrorizó. Quería desaparecer. La promesa de su padre. El juramento de la Cumbre Escarlata. Todas promesas vacías. Los protestantes conformaban una bestia rabiosa que devoraba a los Scrammer.

—Mantenlos a todos—susurró Balaam, asustada—. ¡Están enfermos! ¡Están corruptos por el mal! ¡Los dioses les han mentido!

—¡Ya escucharon!—Ordenó Drake van Cruzo. 

Se acercó a Balaam y la tomó de los hombros. Miackola sacó su puñal. El hombre la giró, de modo que no vio cuando le cortaron la garganta al sacerdote vagabundo. Se dio vuelta sin querer y miró un chorro de sangre brotando de una sonrisa roja. Mia pregonó un par de órdenes y un barullo de alaridos se levantó a los pies de la Iglesia del Sol. Cedric y Seth formaban parte de la multitud de cadáveres febriles, las saetas los atravesaron. Los centinelas disparaban y los piqueros rompían. El sacerdote instigador se retorcía en un charco de sangre. Lucca, Mia, Julius, Janis y Argel copulaban en una orgía de sangre. Y todos estaban muertos.

Balaam se paseaba sobre los cadáveres de la calle Obscura.

Su padre vomitaba gusanos. En el cielo, un dragón escarlata escupía llamaradas sangrientas sobre los tejados del Castillo de la Corte. Una torre se vino abajo con un estruendo. El dragón estaba enfermo: su coraza estaba cubierta de herrumbre y sus alas tenían agujeros. El dragón agonizaba.

—Vámonos, reina Balaam.

Asintió, débilmente. Los pistones crujieron y las saetas se clavaron, húmedas, en la carne. Los gritos desesperados se alzaron sobre el lugar. Escuchaba las ordenas funestas de Mia mientras la escoltaban lejos de la matanza. La carnicería a los pies de la Iglesia del Sol era un baño de sangre. 

No miró atrás cuando subió al caballo de Sir Armistead y cabalgaron por la calle Obscura hasta el castillo. Un río de sangre corría por los ductos del canal. Cientos de cuerpos flotaban, inertes. El dragón moribundo emitió un chillido y cayó del cielo, desapareciendo en el horizonte.

—No miré atrás, majestad—pidió Drake. Iba sobre un pequeño caballo blanco con las crines grises, trotando a su lado en una silla especial para su condición—. Tampoco me pregunte si estuvo bien lo que hizo. No existe la verdadera bondad en este mundo. Eran ellos o usted, y su familia. Una difícil decisión, pero necesaria. Quizás, los perdonaba hoy, y mañana atravesaban el castillo con el Emisario de Bel sobre sus hombros, dispuesto a derrocar la corona.

—Drake—la voz le temblaba. Sir Armistead guardaba silencio mientras manejaba el caballo—. Esta fue la peor decisión que he tomado.

El hombre la miró largo rato y la ayudó a bajar del corcel. Le temblaban las piernas y cada vez que cerraba los ojos, veía ese río rojo. Su padre la asfixiaba con los ojos muertos, malévolos.

—Mi madre siempre dijo que terminaría como un genio reconocido... o un criminal despreciable—confesó Drake. La condujo del brazo por el jardín de estatuas animalescas—. Terminamos convirtiéndonos en las cosas que esperan de nosotros. Usted, tomará decisiones horribles para proteger a los suyos. Nunca se arrepienta, porque fallará al tomar la siguiente decisión. Construimos nuestros caminos y puentes, pero eso no significa que los conozcamos. Son sus decisiones las que demuestran la fuerza de su carácter, es la cruel Reina Escarlata, pero nunca dejará de ser Balaam Scrammer.

»La moralidad es flexible en los tiempos de crisis. Cuando estuve en la batalla de Rocca Helena. Los Magos Rojos que juraron proteger a los inocentes, arrasaron el pueblito. Mataron mujeres y niños por igual. Éramos alimañas. Llevaba un tiempo viviendo en el campamento, pero... No sabía cómo era la guerra. Aprendí, que la crueldad es necesaria en un mundo humano. No puede existir la justicia y la honradez, sin el prejuicio y la violencia sin sentido. No importa que tan colorido seas, una parte de ti siempre será negra.

Las flores del jardín estaban marchitas por el sol del verano. El jardín de estatuas estaba desolado. Pasaron junto a la estatua de la ninfa y notó que se le había roto un brazo. Balaam se limpió los labios con el dorso de la mano. El dragón central, pintado de escarlata, le rompieron las alas. Parecía una salamandra protuberante. El alicanto de robusto plumaje se volcó y los hierbajos lo enredaron. 

—¿Cómo es la guerra?

Drake se encogió de hombros, caminaba despacio, para aparentar ser normal. Su cojera lo hacía tambalearse como un lunático.

—Es muy ruidosa—admitió, ladeando la cabeza—. El fuego estuvo lamió las casas de madera en la madrugada, así que desperté creyendo que teníamos una plaga de langostas. Un enjambre espantoso. Los gritos me despertaron—dejó escapar una risita—. Creí que se estaba acabando el mundo. Todas las cosas insignificantes que llevaba siempre en mi mente se esfumaron. Mi familia y mi hija, regresaron a mí como un recuerdo fúnebre. Todas esas cosas parecían no tener sentido justo en ese momento. Sabía que iba a morir.

»Vi a los magos vestidos de rojo, disparando luces desde sus varitas. Una me alcanzó en la rodilla mientras huía y ahora no me funciona. Me escondí, entre los cadáveres de mis compañeros como cobertores. Llovían aquellas luces con olores afrodisiacos. El púlpito de cuerpos apestaba. Creí que moriría sin que nadie supiera que luchaba por mi vida. ¡Vaya, fue horrible!

Se detuvo frente a la puerta doble del salón del trono. La sonrisa tosca de Drake se desvaneció. Abrió la puerta del salón y la condujo al trono mientras los nobles la esperaban en los bancos de madera. Balaam se sentó en el asiento de oro y ébano con un nudo en la garganta. Últimamente, estaba muy emocional. Su luna de sangre debía estar próxima, porque tenía mucho calor y sudaba. 

—¿Johann Daumier no ha regresado a la ciudad?

Samael Daumier se encogió de hombros. El hombre esperaba en el primer asiento, acompañado de matones fieros. Una perra robusta dormitaba entre sus piernas.

—No dijo nada de regresar—apuntaló. El ruiseñor en su hombro parecía adormecido—. Escapó antes de que Puente Blanco cayera y reunió a su desarmado ejército en el Bosque Espinoso.

—¿Han pedido dinero por el rescate de Pisarro?

Samael exhaló profundamente, haciendo memoria. Parecía excéntrico, pero era un espía de renombre en la isla. Se decía que Daumier controlaba el mercado negro en los bajíos de Pozo Obscuro. Sus espías traficaban con todo ante las narices de la corona. El hombre más poderoso del sur al servicio de la corona.

—Murió durante el asedio a manos de Gerard Courbet—Samael se pasó una mano por la melena plateada—. El comandante Vourbon Verrochio también murió, posiblemente, traicionado por sus propios hombres. El nuevo comandante del ejército rebelde es su padre, Basilio Verrochio. El pueblo cayó tras una semana de combates que le costó muchas vidas a los Verrochio.

Melissa Leroy se levantó de su asiento. La mujer se cubría las canas con tintura negra, pero las arrugas en su cuello revelaban su edad. Llevaba un largo vestido verde con incrustaciones de piedras. A su lado, se sentaba un grupo de escribanos y contadores.

—Mi hija me escribe constantemente—dijo, mostrando alguna especie de henchido orgullo—. Las huestes de los Leroy asistieron a Johann y a Brent Archer en un numeroso ejército, después de su fracaso en el Valle del Sigilo. Basilio dividió a su ejército para una guerra de guerrillas en el Bosque Espinoso. Han robado los cultivos del verano a los vasallos del sur. Dejan un rastro de granjas quemadas y muertos. Johann los persigue desde el Paraje, asistido por los Lumiere. Mi hija está defendiendo Rocca Helena junto a Brent, esperan un ataque durante el otoño.

La Sociedad de Magos tampoco respondió su llamado. La institución era neutral en cuanto a los conflictos políticos de la isla. Balaam solicitó su apoyo para aplacar a los grupos protestantes en la ciudad, pero el rector Echevarría, ajeno a cualquier situación, guardó silencio. La Sociedad de Magos era un centro de investigación y se encargaba de eliminar y controlar a los magos negros en la isla. Así, como mantener a los magos firmes para inculcar el camino y la doctrina del Misticismo.

Balaam creía firmemente que el Emisario de Bel era un mago negro, pero no podía contactar a la Cumbre Escarlata, ni a sus allegados del departamento de Preservación. Consideraba que la autonomía de la Sociedad de Magos era un insulto para la corona. Ni siquiera tenían un representante en la corte. Toda su existencia era secreta y ajena a la realidad de la reina. Era muy injusto.

Su madre seguía débil, ya casi no salía de su habitación y su humor irritable resultaba hiriente. Balaam no le comentaba ninguna de sus acciones, porque temía un severo regaño que se prolongaría por horas y terminaría en lágrimas de decepción. Ambas podían ser muy cortantes con sus palabras. 

Agnes crecía en los dos mundos, tenía que soportar a su madre, pero gustaba de salir a pasear con su hermana.

Un día, ambas quisieron sacar a su madre a pasear y la encontraron dormida, con los labios ennegrecidos. No respiraba. Se había envenenado con cianuro.

No quiso decirle a nadie que Lady Scrammer murió, así que incendió la cama con una Evocación de Combustión. Circe desapareció envuelta en llamas rojas mientras Agnes lloraba. Nadie supo más de la madre de la reina. Nadie preguntó. Solo dejó de existir.

Al comienzo del otoño—y final del año—Agnes partiría al Jardín de Estrellas para estudiar, les quedaba poco tiempo juntas. La Sociedad de Magos era ajena a todo conflicto político. Allí su hermana estaría a salvo de los Verrochio. Más segura que en Valle del Rey, con la constante amenaza de un asedio y las turbas protestantes. Si los Scrammer caían, estaría Agnes en la institución. Resguardada por los Echevarría. Las cenizas de la rebelión nunca se extinguirán mientras la sangre del dragón siga viva.

Los protestantes permanecían en silencio con la ola de terror que Drake van Cruzo desató sobre la ciudad. Era el más odiado de la isla. Cuando el otoño llegó, las hojas marchitas de los árboles cayeron, formando una alfombra de inmundicia. El frío tenue acompañado de ventiscas, trajo consigo el Festival de la Luna del final del año.

No fue tan fantástico como el anterior, pero durante tres días, se pudo festejar una recolecta provechosa de los cultivos del norte. Abundaron las bebidas adulteradas y las comidas. Imitando, otrora, los festivales célebres en Puente Blanco, donde quemaban enebro y bebían ajenjo. Se tocaban baladas hasta el anochecer. Buena música para bailar toda la noche y hasta el amanecer, cuando se confesaban los sonetos y los amores secretos.

Balaam y Agnes—seguidos de una buena escolta dirigida por Sir Armistead—disfrutaron de los espectáculos que montaron los magos errantes, malabaristas, bailarines y cantantes itinerantes. Les regalaron pasteles, galletas, tortas, manjares y dulces a medida que recorrían las calles. 

Se detuvieron con la tripa a reventar en una plaza más despejada. Decorada con luces coloridas donde los jóvenes se besaban con ternura. Agnes se quedó dormida mientras hablaban del Jardín de Estrellas y los profesores del primer curso. Sir Armistead la llevó en brazos hasta el castillo. Balaam se quedó en el banco viendo a los jóvenes intercambiar besos tímidos. Tenía una caperuza escarlata y un vestido violeta.

Tal vez, debería casarse cuando la guerra terminé. No tenía idea de quién sería un marido adecuado. No soportaba a los muchachos y sus miradas lascivas, por muy guapos que fueran, y los hombres le parecían muy viejos.

Tampoco se había enamorado de verdad. Una vez, sintió una especie de calor en el corazón cuando habló con Clemente Bruzual. Un muchacho callado del departamento de Preservación, hablaron sobre los libros prohibidos del almacén y rieron. Nunca había sentido atracción por otra persona. La curiosidad del beso la liquidaba. Besar, abrazarse y tomarse de la mano, eran cuestiones de otro mundo. No eran para la joven reina. Nunca. Sobretodo, para la cruel Reina Escarlata. Pero, ojalá... fuera una chica corriente. Libre de disfrutar del amor. Soñaba con liberarse de aquella jaula de oro. Soñaba con volver a bailar con su padre. Pero, no existía redención capaz de salvarla.

La reina no tenía emoción ni intereses, debía ocuparse del reino y su gente. Sus sentimientos eran asesinados cuando la corona se posaba en su cabeza. Vivir una vida tranquila y placentera era para el vulgo. Los lujos del vulgo no los conocía la realeza. Pobre reina. Vestida de escarlata.

—¿No se siente sola a veces?

Drake se acercó dando pisadas torpes, cada vez que su pierna izquierda pisaba el suelo de adoquines, su rodilla se desplazaba tanto que parecía que se hundía por momentos. Se sentó junto a ella con dificultad, y miró soñador a los jóvenes aferrados a sus caricias.

—A veces—reiteró Balaam, irguiéndose en el asiento.

—Cuando era joven también cojeaba al caminar—confesó Drake con las orejas rojas—. No terminé con la pierna así por la batalla. Mentí para parecer interesante. En realidad, nací deforme. Tampoco soy guapo de cara. Tengo el rostro de un banquero amargado. De niño, los demás me rechazaban, creían que estaba maldito. No me gustaba salir de casa por mi condición. Las miradas te lastiman sin tocarte. Las palabras hieren, sin ser armas, casi... matan.

»De joven, solía enamorarme de las doncellas. Una sonrisa disimulada bastaba para quitarme el sueño. Pero el amor pertenecía a la realidad de otro. No era para mí, el desgraciado Drake van Cruzo. El deforme del Paraje. Las jóvenes que amé, me miraban con asco. Eso me hacía llorar. Me sentía horrible, casi como un monstruo.

»También mentí respecto a mi esposa. En verdad, era la esposa de mi hermano, que murió de difteria y me dejó su propiedad. Pero, yo amé a su hija como mía. Tenía la misma voz que mi hermano. Así que la niña ciega nunca se enteró que su padre murió.

»Llegué a viejo sin saber lo que es un beso. Pero esa niña, me amó como a un padre, y eso... me hizo sentir el hombre más feliz, más sano y más normal del mundo. Nosotros tenemos problemas. Pero resultan livianos y pequeños, cuando alguien nos demuestra que le importamos. De verdad, la amé hasta el final como mi propia hija.

Balaam se sintió muy triste, contuvo el nudo en la garganta.

—¿Su hija murió?

—Nació ciega y débil. Mi esposa no soportó cuidarla. La amaba, pero se entristecía al verla golpearse con las paredes y cuando no estaba en casa, la ahogó en la bañera.

Balaam se quedó sin palabras. Abrazó al hombre y lloró en su hombro hasta que se quedó dormida. Un guardia la llevó a su habitación cargada de brazos. Agnes partió en la mañana. Se fue con los ojos enrojecidos en un carruaje negro. El último fragmento de la familia que tenía, tuvo que dejarlo ir. Regresó al castillo, limpiándose las lágrimas y Drake la sorprendió en su habitación con una misiva. Seguía triste y quería llorar todo el día, pero el hombre le mostró el mensaje.

—Es de Brent Archer—exclamó con el rostro severo—. Nadie la ha abierto. Es exclusivo para usted.

Balaam rompió el sello y abrió el sobre. Lo leyó un par de veces y manchó con sus lágrimas la tinta. Era de los Verrochio, de la princesa Annie Verrochio. Hablaba sobre igualdad de tierras y quería firmar un tratado en el Valle de Gigantes. Un tratado para poner fin a la guerra, donde reconocían a Balaam como reina legítima, a cambio de la deposición de Affinius von Leblond como castellano del Fuerte de la Ninfa.

—¿Crees que sea una trampa?

Balaam negó con la cabeza y rompió el pergamino en dos y luego en cuatro.

—Es solo un papel. 

El dragón agonizaba con las alas infestadas de gusanos. Su fuego sanguíneo se extinguía.

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