Capítulo 17. Balada del Anochecer

Capítulo 17: ¿Está vivo, señor Courbet?

—Nosotros... nunca volveremos a estar juntos. Aún lucho en las mañanas para no matarme. Quería verte florecer y ser libre. Las cadenas en mi alma se han vuelto... tan pesadas con los años. Tuve el poder de destruirte para siempre con un movimiento de mis labios. Lo siento, yo... solo era un niño. Era un tonto que golpeaba a otros niños más felices. Las murallas están sonando sus cuernos de guerra y vamos a matarnos hasta que los dioses estén saciados. Sabes que nunca creí en dioses, pero mis demonios fueron reales. Estabas loca, pero eras mágica. Te amaré para siempre como un hombre ama a una mujer, que no toca... solo le escribe y guarda pequeños recuerdos de ella. Tu recuerdo es lo único que perdura en mi mente. Ya no somos los mismos, querida. Estamos muertos, nos volvimos polvo hace muchos ciclos. Pero vives en mis canciones. Yo te daré vida. Viviremos para siempre en esta isla sin esperanza. Nuestro amor eterno, solo duró un par de veranos. Nunca te mentí. Intentamos llegar allí, pero no lo logramos.
—¿Con quién hablas, tonto Courbet?
—Por siempre—se amarró las botas y guardó seis puñales en su cinturón de anillos y levantó el hacha. Niccolo lo esperó, impaciente; envuelto en cuero azul y armado con puñales afilados—. Hablo con las personas de mis recuerdos.
—No pueden escucharte, porque ya no existen.
Gerard asintió con las muelas apretadas, recogió la espada del suelo y la guardó en la vaina
—Sí, deben escucharme—se anudo las correas del chaleco negro y miró el sol del amanecer: los rayos pálidos le acariciaron las cicatrices finas del cuello—. ¿Sabes lo qué es un soneto?
Niccolo se encogió de hombros.
El bardo caminó a su lado y miró en derredor: los árboles huesudos los encerraban en un laberinto agonizante. El sol salió después del mal clima del anochecer y los olores se despertaron en un almizcle de urea, sulfato, estiércol y erosión. Se abrieron paso al campamento del ejército a través de una colina desde la que se veían las torres del Primer Castillo. Los seis torreones afilados parecían dedos disparejos rodeados de una gruesa muralla de argamasa. Los pequeños centinelas corrían sobre las almenas sonando los cuernos y las campanas. Sombras escarlatas con rostros de animales. Armaron los muros con escorpiones y cañones, y desde una de las murallas altas se alcanzó a divisar un fundíbulo antiguo que estaban rearmando para lanzar cargas.
La fortificación del Primer Castillo era reforzada por su puerta principal: una dosificación de sulfato con componentes endurecidos. La Castellano Felicia van Deen era una Evocadora Elemental de Distorsión de Sólidos, segundo nivel, capaz de alterar la estructura de la puerta principal de forma que una muralla, sin puntos vulnerables, rodeaba el castillo. Gerard se posó en aquella colina y detalló los tejados de pizarra y dinteles derruidos. El Homúnculista se escondía dentro de aquellas torres y destruiría a la Cumbre Escarlata si se interponían en su venganza.
El bardo desfiló por la colina en pendiente y bajaron hasta toparse con los carros del ejército apilados sobre un erial de desperdicios. Colgaron un estandarte de guerra sobre un tronco desnudo: un amanecer dorado en un campo cubierto de espadas y lanzas ensangrentadas. El emblema de los Sonetistas eran los restos de una carnicería.
Melquíades Grosseur y los lanceros estaban afilando sus picas. Se cubrían con trozos de armadura y se calzaban botas altas. Muchos solo contaban las horas para el anochecer, y de esa forma, despilfarrar lo que tenían con las putas del Paraje que los acompañaron. Otros bebían y jugaban sus últimas partidas de barajas y piedras cruzando apuestas de muerte.
Niccolo Brosse le lanzó una mirada fulminante.
—¿Ya no escribes canciones, tonto Courbet?
—No encuentro... inspiración—paseó el pulgar por el filo del cinturón—. Esto es así: no siempre tienes inspiración para escribir. Ya sea de amor, soledad o rencor... A veces estás vacío como un avispero abandonado. El arte es pasajero. La inspiración se va por un tiempo y regresa, melancólica... como una puta triste.
Niccolo paseó la mirada por los carros de madera. Los soldados vaciaban los cargamentos de explosivos para derribar las murallas. Las granjeras se embutían en armaduras y los soldados afilaban sus armas. Los Sonetistas se armaban para su sangrienta batalla.
—Es probable que este sea tu último día en la tierra—Niccolo frunció los labios—. Aún así, no me siento contento. ¿Por qué no disfrutas de un poco de compañía como el resto de soldados? Las noches de otoño son frías a la intemperie y la carne otorga consuelo.
Gerard Courbet negó con la cabeza, sonrió de lado.
—Mi padre siempre me dijo que un hombre de verdad nunca compraría a una mujer—confesó. Le pareció percibir una brizna de la esencia de Niccolo—. Puede que esté muy triste, y solo. De un tiempo acá, después de tanta matanza que cometí por lo que creí conveniente. Me he preguntado... ¿No significó nada? Tantas baladas de amor al anochecer y aún... nada. Solo la tristeza y el dolor. Que cansancio de vivir. Ni siquiera pido ser feliz, solo pido un poco menos de dolor. Es como si, todos los años fueran lo mismo. He amado y he perdido. Todas las madrugadas me despierto y pienso, con aflicción: maldición... volví a despertar vivo. Sé que es difícil amarme, a veces yo me olvido de hacerlo.
Sanz reposaba en el carromato de Acromantula; acariciaba el laúd como un pequeño felino en su regazo. Su cabello morado ondeaba, crepuscular. La capa color crema lo envolvía... Recordaba aquellos colores llamativos: eran los mismos que vistieron el Mago del Crepúsculo y el Mago del Viento Otoñal lucieron, otrora, durante la rebelión del Rey Dragón. Sanz se reconocía como el Mago Rojo del Anochecer. Los magos eran idolatrados con nombres estrafalarios, que auguraban recuerdos súbitos de proezas grandiosas.
—No soy buen cantante—anunció Sanz a los soldados que se preparaban para la contienda. A pesar de todo, se veía sereno con la marca de fuego en su rostro, horrorosa—. En mi vida, hice pocas cosas que hayan válido la pena. Le rompí el corazón a mi querida Jazmín, junto a ella siempre intenté dar lo mejor y fallé. Hoy... puede que muera cuando intentemos derribar esos muros. Esta canción la escribí todos estos años, y se la voy a cantar cuando regrese y volvamos a caminar juntos en la playa—arañó las cuerdas del instrumento y carraspeó—. Como quisiera ser escuchado por ella—sus dedos arrancaron notas agudas, solemnes, pausadas y rítmicas. Se sentía... como la brisa del mar. Cantó con voz suave y profunda—:

En el canto de las olas.
Encontré un rumor de luz...
Por un canto de gaviotas.
Supe que allí estabas tú...

Jean Ahing estaba armando el enorme cañón plomizo junto a varios hombres de aspecto desaliñado. Simon Fonseca limpió el interior del cañón con una solapa. El tubo metálico debía pesar unas cuarenta arrobas y reposaba sobre un carro reforzado con seis sendas ruedas de madera. El alquimista vertió un líquido espeso y brillante de color azul que permanecía en una botella obscura. No tenía mecha, trabajaba con un mecanismo percutor. Más atrás del cañón estaban las seis bolas de plomo junto a toneles con explosivos alquímicos. Las brujas Sairelys y Arianna reparaban los cobertores negros de la carroza. Nairelys Luna junto a un hombre muy delgado procuraban que las ruedas estuvieran aceitadas.

Despidiendo últimamente, todo lo que sucedió.
Hoy saludo a mi presente, y gusto de este dulce adiós...

Melquíades Grosseur fue envuelto en una armadura de diversos metales y bastante cuero endurecido. Sus lanceros formaron dos hileras de hombres y mujeres embutidos en cuero curtido, empuñando picas afiladas y escudos pintados. Desfilaban, ensayando su formación de ataque...

Voy a navegar en tu puerto azul.
Quisiera saber de dónde vienes tú.
Vamos a dejar que el tiempo paré...
Ver nuestros recuerdos en los mares.

Los Ballesteros descargaron los carros, esparciendo las cajas de saetas detrás de una pequeña empalizada que se extendía paralela al castillo detrás de la montaña próxima. Pedro y Amanda repartían las ballestas a dos filas de soldados desprolijos: brujos y granjeros zarrapastrosos. Una mujer de cabello canoso fumó un rollo de tabaco y conjuró al Dios Sol para que la batalla favorezca a nuestro número. Clemente Bruzual yacía junto al corpulento Bartolomé y le estaba enseñando a a disparar sobre su hombro un grueso cilindro metálico con cargas de esencialina.
Una hilera de personas disparó saetas a sacos de paja. Reconoció a Prímula entre ellos con un arco de espino y un carcaj con flechas. Era la única vestida con pieles gruesas.

Y esta soledad, tan profunda...
Que en el canto de las olas me quisiera sumergir.
Embriagándome en su aroma, algo nuevo descubrí.

Gerard Courbet se acercó al carro de las armas, inexpresivo. Tomó un pesado escudo redondo con el amanecer pintado en colores vivos, y una larga lanza con punta de bronce.

Voy a navegar en tu puerto azul.
Quisiera saber de dónde vienes tú.
Vamos a dejar que el tiempo paré...
Ver nuestros recuerdos en los mares.
Y esta soledad, tan profunda...

—¡Toda persona que quiera entregar su vida por una causa más grande que ellos!—Levantó la lanza—. ¡Puede venir conmigo a las puertas de la oscuridad!
Gerard echó a andar con la lanza en alto y todos lo siguieron en un rumor de cientos de pasos caóticos. Las ruedas de los carros comenzaron a girar. Los ballesteros levantaron sus artilugios. Los lanceros entrechocaron los escudos. Javier Curie desclavo el estandarte del amanecer y lo elevó. El carro de Acromantula cobró impulso propio y los siguió con Sanz sentado en la parte trasera. La procesión se puso en marcha...

Que me canté el mar...
Un bolero de soledad.
¡Que me canté el mar!
Que ando solo con... soledad.
¡Soledad y el mar!

Atravesaron la montaña por la parte más baja y llegaron al campo que rodeaba la entrada del Primer Castillo. El camino empedrado que discurría a través de las montañas relucía guijarros en un línea recta hasta la puerta principal: un amasijo de sulfato endurecido. Las murallas de unas ocho varas de altura y encerraban las torres altísimas. En el adarve se removían los fantasmas escarlatas que sonaron sus cuernos y armaron los escorpiones. Vio el trabuquete del torreón central siendo cargado con barriles. El emblema de la Orden de la Integridad ondeó en las torres: una cumbre montañosa cubierta de un escarlata oscuro. Tenían tres cañones color plata dispuestos en la muralla; sus diseños eran fantásticos.
Los cien soldados que conformaban los Sonetistas se detuvieran a una legua de la muralla con los pies plantados sobre el camino empedrado y el lodazal. El cielo plomizo, pálido y deprimente dejó entrever el sol blanco con un arcoiris y el fondo cerúleo a través de los nubarrones. Gerard caminó frente a la vanguardia con el escudo y la lanza en ristre. Sobre la cabellera rubia llevaba un casco abollado rematado en una punta afilada.
Un cuerno esparció su alarma en el adarve de la muralla y las sombras escarlatas se estremecieron. Escuchó las saetas cortar el aire y clavarse a un par de varas de sus botas en el camino de guijarros.
—¡Courbet!—Gritó una voz de mujer con un amplificador de fultano. Alcanzó a vislumbrar una máscara de lobo sonriente de un oro macizo. Debía ser Felicia van Deen, la Castellana—. ¡Ríndete, con tu ejército nunca podrás traspasar las defensas del castillo!
Gerard inhaló el aroma a hierro caliente.
«Un cielo negro lleno de brillantes estrellas azules». Imaginó la Evocación Elemental de Ionización y una centella salió de su mano como un chorro. La descarga morada surcó el cielo, trazando un arco y estalló en cientos de luces plasmáticas de plata brillante. Las chispas se deshicieron antes de tocar el suelo enlosado.
Los Sonetistas gritaron y entrechocaron los escudos redondos con euforia y vigor.
Escuchó unos pestillos romperse a la lejanía y una nube cubrió el escaso sol. El fundíbulo en la torre más alta lanzó varios barriles al aire con sus mástiles. Los diminutos barriles giraron con la brisa y trazaron un arco hasta sus cabezas, creciendo en tamaño y velocidad. Sanz levantó sus manos y los hizo volar en pedazos con una descarga de fuegos rojizos. El líquido que contenían se incendió y la lluvia de llamas se precipitó sobre ellos con malignidad como una cortina de llamas.
Gerard levantó las manos, pensando en un reflejo protector. Los ballesteros, lanceros y soldados bajaron la cabeza; aterrados. Respiró un aire sulfuroso.
Niccolo lanzó un pulso que dilató el cielo, las corrientes energéticas del aire vibraron y las llamas violentas giraron en el aire. El remolino ardiente giró, desenfrenado, sobre sus cabezas en un espiral. El mago azul realizó señales con sus manos y dirigió la telaraña de fuego, rodeado de un viento fantasmal que estremecía los sentidos. Olía a menta y a tierra mojada. Un viento ardiente, de verano, les levantó el cabellos a los Sonetistas.
Gerard plantó los pies para no ser arrancado del suelo por la ventisca. Las flores de llamas caían en el camino de guijarros candentes; doradas, naranjas y amarillas. Una jauría de perros invisibles ladraba, horripilante. La ventisca de Niccolo se mezcló con el fuego, y tomó la dirección del viento, girando en el cielo y rugiendo... Como un millar de pájaros encendidos que volaron a las torres del Primer Castillo.
Un relámpago verdoso brotó del adarve de la muralla e impactó contra el remolino de fuego. Escuchó un estallido y el calor le abofeteó el rostro. El fuego dorado se tornó verdoso e implosionó.
Gerard se mantuvo de pie mientras el cielo plomizo se tornó amarillento, violeta y finalmente negro. La maraña de energías se deshizo con un estallido de chispas carmesí. El fuego escaló por la muralla, débil; adhiriéndose como un musgo ardiente. En algunas partes del adarve, los magos de escarlata eran envueltos por llamas. Los bailarines brillantes caían del muro y se rompían la espina.
Acromantula salió de su carro cargando botellas de sulfato pegajoso. La túnica roja mostró el espléndido bordado de oro. El mago descorchó las grandes botellas y vació su espeso contenido en el suelo. Señaló a Niccolo y el sulfato cobró vida: el barro azulado, viscoso, se arrastró sobre la hierba hasta los pies del joven y subió por sus piernas.
Niccolo se fundió con el sulfato e incrementó su tamaño, creciendo hasta convertirse en una figura pétrea y grisácea de cuatro varas de alto, piernas cortas, robustas; brazos prominentes, cuyos puños reposaban en el suelo. Tan grueso como seis hombres tomados de la mano y dos ojos brillantes de color azul veían el mundo en un cuerpo de sulfato. Los Maeglifo brillaban en su superficie, tatuajes arcanos de caracteres desconcertantes.
El gigante levantó el inmenso cañón antiguo y lo sostuvo bajo su brazo. Cogió una de las balas con una manaza de tres dedos y la sumergió en la boquilla. El cañón rugió, y escupió una esfera de llamas azules con un cañonazo. El pesado cuerpo del gigante contuvo el retroceso. La muralla de sulfato cedió ante el golpe y se partió... uno de los magos cayó del muro y se deshizo en trozos sanguinolentos. Se levantó una polvorosa. El gigante avanzó y tomó otra bala de plomo. Gerard se escondió en su sombra junto a Acromantula y Sanz. Los tres caminaron sobre los guijarros del sendero, pisándole los talones al gigante de sulfato. Escuchó un cañonazo y un pedazo de la muralla se vino abajo con un cañón empotrado y varios magos asustados.
Miró al frente: los escorpiones silbaron... Los arpones volaron hasta el gigante y se hundieron en su torso de argamasa. Escuchó los cañones retumbando y los reflejos de Acromantula y Sanz interponiéndose. Gerard mantuvo el escudo en alto y vio que tenía dos saetas clavadas en la madera. Detrás de ellos, Melquíades y los lanceros mantenían su avanzadilla con los escudos en alto. Un cañonazo cercano lo aturdió y su oído permaneció zumbando. Avanzaron la mitad de la distancia en un trecho de quinientas varas que los separaba del castillo. El gigante tropezó, soltó el pesado cañón y dio un paso... Puso una pierna delante de la otra y tomó velocidad. Cada paso suyo eran cinco varas. Comenzó a correr a la muralla mientras le llovían descargas, arpones y saetas. Era indetenible. Cruzó trescientas varas con pisadas gigantes. Levantó los brazos, saltó con estrépito y atravesó la brecha con su imponente cuerpo. La tierra vibró y un griterío se alzó.
Gerard erigió un reflejo y este, al momento, se cubrió de saetas punzantes. Melquíades pasó a su lado con el escudo en alto, luego una mujer con la lanza en ristre y varias personas gritando. Los lanceros se aproximaron a través del camino de guijarros mientras les llovían saetas, dardos y piedras. Con los escudos en alto, la mayoría formó un muro que avanzó con dificultades. Uno de los arpones de casi una vara penetró en un escudo y atravesó el cráneo de un brujo de pelo espeso.
Gerard retrocedió y regresó al carro de Acromantula mientras Javier Curie, sacaba las botellas a rebosar de esferas de sulfato. El anciano Acromantula estaba de pie, sobre una piedra protuberante. El mago negro expulsaba pulsos de sus manazas... Los arpones y cañonazos rebotaban ante las ondas de alta frecuencia y eran desviados de la avanzadilla del ejército. Un sudor rancio corría por el mentón enrojecido del mago negro. Los lanceros formaban un solo ser acorazado, rectando por los guijarros y cubierto de saetas como un erizo.
Pedro Corne d'Or y los ballesteros permanecían a distancia segura de la muralla, parecían impacientes. Javier dejó las botellas en el suelo y Gerard las partió con un par de patadas. Las esferas de sulfato rodaron en dos docenas del tamaño de melones.
—Señor Courbet—Javier se agachó frente a las esferas.
—El estandarte, niño—señaló la bandera en el suelo, clavó la lanza en el suelo y dejó el escudo—. Levántalo muy alto.
Gerard aplaudió y se concentró. Cerró los ojos para estirar cada uno de sus sentidos... Llegando hasta cada parte que lo rodeaba en un círculo brillante. Dejó de escuchar los gritos y las saetas. Lo único perceptible era una burbuja de energía a su alrededor. Pensó en su esencia: una llamarada dorada en su estómago que se extendía por las vías energéticas de su cuerpo. Los conductos estaban estropeados, quemados. Extendió aquella energía hasta que salió de su cuerpo y fluyó a través de la burbuja.
Gerard levantó las manos entumecidas.
Las esferas de sulfato retoñaron, como flores al abrirse. Tomaron forma de pajarillos y extendieron las alas. Juntó las manos con un aplauso y sus sentidos se abrieron al mundo. Los pajarillos levantaron vuelo y trazaron un círculo, se elevaron, batieron las alas y se lanzaron a la muralla.
—¡Un perro blanco!—Proyectó con voz de trueno. Exhaló un aliento que olía a pelo quemado y el regusto amargo de la tinta—. ¡Su pelaje mojado en sangre!
Los pájaros de sulfato se iluminaron, cortaron la distancia volando sobre el camino empedrado a través del humo y explotaron contra los escorpiones y los cañones del adarve. Escuchó los gritos de los magos y las maquinarias se derrumbaron de la muralla. Los lanceros levantaron sus picas y atravesaron la brecha a grandes voces. Los ballesteros los siguieron, liderados por Pedro y Amanda.
Gerard apretó los dientes, recogió sus armas y, hombro a hombro con Clemente Bruzual y Sanz Fonseca. Corrieron por el camino de guijarros y entraron al Primer Castillo.
Sanz los cubrió con su reflejo. Cuatro descargas de esencia estallaron ante ellos. En el patio de armas, el muro de escudos de los lanceros embestía a tres quimeras de dos varas. Las picas se partían y mantenían los escudos en alto mientras aquellas bestias putrefactas les lanzaban zarpazos y dentelladas.
El gigante de sulfato aferró a una quimera con cabeza abultada mientras otro ser híbrido cubierto de cuero subía por su espalda gibosa. Niccolo tropezó con una torre y cayó de costado, aplastando un árbol desnudo.
El patio estaba cubierto de saetas rotas, dardos partidos y cadáveres de túnicas escarlatas. Reconoció la voz de Melquíades mientras su muro de escudos avanzaba como un erizo, enterrando las picas en las quimeras asquerosas. Los ballesteros enracimados a la sombra de una torre diminuta se enzarzaron en una escaramuza con los Magos de la Integridad y sus proyecciones punzantes. Los únicos que presentaban batalla en el patio eran los Sonetistas, los defensores permanecían en lo alto de las torres y los muros.
Las quimeras estaban sueltas en el patio y arrasaban con los pobres granjeros y los insípidos brujos.
Gerard, Clemente y Sanz trotaron al muro de escudos y se unieron a la embestida. El bardo levantó la lanza y la hundió en el pecho cosido de una bestia con cabeza felina y ojos grises que se erguía sobre dos patas de caballo mientras chocaba con el cuerpo de una mujer sudorosa y el severo Melquíades. Empujaron a las bestias hasta una torre ennegrecida por el jolín.
—¡Escudos!—Rugió Melquíades.
Levantaron los escudos y las tres bestias tejidas con partes de animales y homúnculos... enloquecieron. Gerard se cubrió la cabeza y sintió golpes en los escudos que lo rodeaban. No dejó de apretar la lanza con la mano de sulfato. El brazo que sostenía el escudo se le entumeció y el cabello se le llenó de astillas.
—¡Empujen!—Aulló el líder de los lanceros.
La masa de soldados gritó, pataleo y chilló a medida que embestían a las quimeras. Una tenía cabeza felina y brazos de hombre; la otra, era más bien de chivo con zarpas; la tercera tenía dos cabezas: una de perro y la otra diminuta de cerdo, sus zarpas estaban cubiertas de sangre. Gerard gritó y escuchó como la lanza se partía en dos. Bajó la cabeza cuando un chorro de fuego bañó a la quimera con de tigre. La piel podrida resopló grasa fétida y ardió con vigor.
Sanz estaba detrás de él.
—¡Una casa estalla en llamas a mitad de la noche!—Vociferó. Nuevamente, dejó salir un chorro de fuego rojo ribeteado de azul de sus manos. La capa malva se agitó con una ventisca calurosa.
El humo apestaba a canela en brasas. Gerard levantó el escudo con ambas manos mientras la mujer sudorosa empujaba. Lo miró de reojo por un segundo, la rolliza mujer abrió los ojos como platos, se estremeció y se derrumbó con un agujero humeante en su espalda protegida por capas. Los magos les dispararon desde la torre próxima.
—¡Retrocedan!—Ordenó Gerard y los escudos lo cubrieron.
El círculo retrocedió hasta la sombra del muro agrietado donde los ballesteros improvisaron una barricada. Los escudos humeaban cuando las descargas de esencia los golpeaban. El suyo se partió en tres pedazos con una explosión de astillas y lo cubrió de una pestilencia sulfurosa. La quimera de dos cabezas saltó sobre ellos y pisoteó a un hombre robusto. Cuatro picas se incrustaron en su pecho entretejido de costuras.
Bartolomé tenía la cabeza baja y el tubo metálico sobre los brazos fornidos, encajó una bola de cristal rojiza y presionó una palanca. El estallido lo aturdió, el tronco de la quimera se abrió, vomitando un líquido plateado... y se deshizo en trozos. Melquíades cogió ímpetu y cerró la formación hasta que llegaron a la barricada de dos varas y media, formada por trozos de piedra, escudos, tierra y madera; todo unido en una pasta negra de sulfato gelatinoso. La atravesaron en una fila resguardada por el muro de escudos y el hueco de la entrada se cerró, como si el sulfato mezclado con los desperdicios estuviera vivo siendo un muro de limo carnoso...
Escuchó un crujido.
La quimera con cabeza de chivo quiso traspasar la barrera excavando con sus garras. Clemente levantó sus pistolas y disparó cuatro veces con fogonazos brillantes. En un parpadeo, una pierna, un brazo y la cabeza de la quimera rodaron por el suelo. El joven asesino tenía el rostro cubierto de jolín y la capa deshilachada.
El rostro de Melquíades Grosseur exhibía un aspecto ensangrentado. Los lanceros tenían un semblante iracundos: sus escudos estaban astillados, sus picas rotas y sus almas torturadas. Pedro, Amanda, Nairelys, Arianna y otros ballesteros disparaban a través de la barricada. Prímula reposaba en un lodazal de desperdicios con una saeta atravesando su garganta.
A la sombra, Acromantula permanecía sentado en un rincón con una saeta en el brazo. La barricada debió ser su invención al unificar los desperdicios de la batalla con un emplasto de sulfato endurecido. El mago negro permanecía anonadado: cubierto de sudor y temblando en un bloque de desvaríos. No dejaba de murmurar sobre un Hombre con Cabeza de Ciempiés que lo perseguía y entidades oscuras que flotaban en el espacio, sedientas.
La barricada tembló, se estremeció y crujió. Escuchó un tenebroso chillido y arañazos de seres híbridos hechos por manos malditas.
Gerard se arrancó el escudo del brazo y sacó sus hachas de batalla para erguirse en el centro de sus guerrilleros. Estaba temblando, cubierto de sudor y sangre. Una saeta lo rozó en la oreja y la sentía muy caliente. Javier abandonó el estandarte y ahora llevaba en sus brazos un escudo con el amanecer destrozado. Los lanceros—aunque ahora empuñaban espadas y hachas—, realizaron una formación de media luna irregular y los ballesteros retrocedieron detrás de ellos. Sanz estaba junto a él, su cabello morado salpicado de sangre, y Clemente con las pistolas cargadas y el rostro negro. Bartolomé se erguía detrás suyo y respiraba con dificultades.
La barricada cedió y la cabeza de un cocodrilo de ojos blancos rugió ante ellos. Al atravesar, el cuerpo variopinto y desproporcionado de la quimera se cubrió de saetas.
La formación gritó y se abalanzó, la quimera se hizo pedazos a medida que avanzaban al traspasar la barricada. Emergieron descubriendo el patio enlosado, allí el gigante de sulfato le pisoteó el cráneo a una quimera hasta que dejó de moverse.
Los magos desde una de las ventanas de las torres les dispararon con sus varitas. La lluvia de colores reventó ante los pulsos del catártico Acromantula y Sanz como fuegos artificiales. Bartolomé disparó el proyectil e hizo volar aquella sala con los zorros adentro.
Los Magos de la Integridad con sus túnicas escarlatas y sus máscaras de animales; bajaron de las torres, surgiendo en gran cantidad de puertas y pasadizos. Felicia van Deen los encabezó con la máscara de lobo sonriente lanzando destellos de sol. La seguían unos treinta magos escarlata con máscaras de plata y bronce, empuñando varitas brillantes.
—¡Hijo de la Sal!—Anunció con voz imperiosa—. ¡Eres un hombre difícil! ¡Si fueras mi esposo te habría apuñalado mientras dormías!
—¡¿Dónde está el Homúnculista?!
Felicia levantó su varita y descargó... una evocación vaporosa que alcanzó a Bartolomé y deshizo la mitad de su cuerpo: solo quedaron sus piernas. Una lluvia de saetas cayó sobre los Magos de la Integridad, pero se detuvieron. Las saetas se congelaron en el aire y... fueron devueltas a ellos. Gerard se cubrió con los brazos y una saeta partida le atravesó el muslo con ardor. Arianna, la mujer alta, se derrumbó a su lado con dos en el estómago. El bardo gritó, corrió en embestida seguido de los aguerridos Sonetistas y lanzó el hacha de su cinturón.
Los soldados aullaron al cielo y se lanzaron a los magos en su formación de media luna. Escuchó los gritos, los estallidos y los crujidos cuando sus cuerpos fueron asediados por fútiles descargas piroeléctricas. A su alrededor se alzó el hedor del pelo quemado y la carne chamuscada. Los magos levantaron sus varitas sin vacilar.
Un mago con máscara de zorro le lanzó un relámpago azulado. Gerard atrapó el rayo entre sus manos con un pulso, la corriente lo empujó, se contuvo con los miembros entumecidos y desvió con ímpetu. La energía galvanizada rebotó sobre una torre y desprendió un par de ladrillos pulverizados. El rubio cayó sobre el zorro y le clavó un puñal en el pecho. El casco en su cabeza fue alcanzado por una proyección y su cabeza chisporroteo. Tomó una varita del suelo y soltó varias descargas a las figuras rojas que veía. El polvo, el humo y la pestilencia se levantó como un espeso gas miasmático.
El gigante de sulfato atravesó el fragor de la batalla, vio como Felicia le lanzó un destello y le deshizo el brazo en arenisca. Gerard retrocedió mientras los lanceros eran fusilados por las descargas de los magos. Veía cuerpos caer al suelo en una montaña de carne desperdiciada. Se sentía mareado, cubierto de niebla y cansado. Escuchó disparos en el interior de su cabeza. Una sombra escarlata con rostro de demonio apareció ante él y se aterrorizó. Se congeló de temor y hubiera muerto de no ser por Sanz Fonseca, que le deshizo la cabeza al mago enemigo con una esfera de fuego.
Miró al adarve, donde el polvo no lo cubría todo: Jean Ahing y Simon Fonseca lanzaron un barril a la retaguardia de los magos. El mundo se sumergió en un infierno azul con una explosión que lo aturdió. Fue testigo de como el fuegodragón consumió a seis personas en un instante. Un demonio de fuego azul emergió del caos e hizo llover cenizas y azufre sobre la batalla.
Pedro tenía una saeta en el costado y de sus manos lanzaba rayos purpúreos. Felicia le lanzó una proyección en el pecho, el joven cayó de rodillas y pareció ahogarse bajo un peso inexistente.
La figura de Niccolo emergió desde un montículo de cenizas y sulfato. El mago de cabello cobrizo estiró su mano y un látigo azul brotó de ella... Golpeó a Felicia en el rostro y le deshizo la máscara de oro. La mujer respondió con una maraña de chispas rojas. Niccolo intentó responder con un pulso, pero falló y sus manos se deshicieron en polvo. Sanz saltó con la capa color malva tinta de negro humo y arrojó una esfera de fuegos amarilla y naranja. Felicia no pudo responder a tiempo y al darse vuelta, fue alcanzado en la cintura por la evocación. La Castellano dio una vuelta en el aire y se estrelló en la muralla con estrépito.
Gerard comenzó a sentir la incomodidad en la pierna. Buscó un arma en el suelo y se encontró con la espada ensangrentada sangre de un joven muerto. Miró de nuevo aquel rostro y descubrió la piel lechoso de Melquíades Grosseur. Del torso del joven sobresalían los intestinos desparramados en un reguero hediondo. Levantó la espada y caminó pesaroso hasta una hilera de magos con máscaras de bronce que le disparaban a una formación de ballesteros. Amanda los protegía con su reflejo debilitado por el esfuerzo. Sairelys yacía tendida en el suelo, debía estar inconsciente... intentó levantarla y vio que la mitad de su rostro se esparció en una masa sanguinolenta del que brotaba su cerebro grisáceo. Siguió caminando con la pierna cubierta de sangre hasta quedar junto a Amanda. La joven tenía los dientes apretados y los brazos quemados. Simon estaba junto a ella con la varita aferrada a los dedos y una herida en el vientre.
Gerard se lanzó, enloquecido, a la línea de fusileros. Los destellos salitres reventaron. Corrió y sintió un calor atravesarlo en el pecho. Descendió la espada en el hombro de un mago con máscara de caribú. Le clavó un puñal en el estómago a otro y cuando estuvo de frente con el tercero, lo ahorcó. El cuerpo del mago se deshizo en sal cuando retorció los dedos en su garganta. El humo subió en vendavales. No podía ver nada. Solo la muerte y la matanza.
Veía los rostros metálicos de los magos escarlata a través del humo y el resplandor de las llamas azules. Quería correr, lanzarse y convertirlos a todos en estatuas de sal. Todo lo que sentía era odio, rabia y vacío. Se levantó y un fiero golpe en la cabeza estremeció sus pensamientos. El calor le quemó el cabello y todo se disolvió en una negra oscuridad.
—¡Señor Courbet!—Javier Curie estaba cubierto de cenizas—. ¿Sigue vivo, señor Courbet? ¡Ganamos, señor Courbet!
Sentía la sangre agolpada en la cabeza. Debió recibir un impacto directo en los sesos. Un dolor atroz le impedía moverla, con ayuda del joven consiguió ponerse de pie. El patio de armas era un erial negro de desperdicios: cuerpos desperdigados, miembros cercenados, armas rotas, sangre, mierda y azufre. Tenían a Felicia amordazada, desnuda, y a sus hombres los fusilaron a la sombra de una torre. Apilaron los cuerpos de los magos en una torre de pestilencia cubierta de moscas y los rociaron con químicos incendiarios. Las muescas de los disparos de la sentencia permanecían como recuerdos fúnebres en uno de los muros del torreón central.
Niccolo dirigió la batalla y acorraló a los magos del Primer Castillo. Con su Castellano fuera de combate, se dispersaron rápidamente en la poca visibilidad. Sanz recibió heridas cuando estaban revisando el castillo en busca del Homúnculista. Jean Ahing, Simón Fonseca y Pedro Corne d'Or lo encontraron en una de las torres, escondiéndose. Lo mantenían amordazado, inaccesible para la mayoría en una celda.
Los soldados celebraron la victoria con vítores y saquearon la comida de los almacenes. Acromantula era atendido por las brujas junto a una treintena de heridos. Amanda Flambée corría con los brazos cubiertos de vendas, cuchillos y utensilios para amputar. Jean Ahing estaba operando a varios mutilados en su barbaridad.
—¡Tráiganme ajo!—Clamaba Acromantula mientras le sacaban la saeta—. ¡Ajo y miel! ¡AJO Y MIEL! ¡No usen saliva!
Gerard decidió que podía caminar por su cuenta y se metió en uno de los salones. Los brujos estaban celebrando y bebiendo para ahogar las penas, contando sus hazañas durante la batalla. Salió de allí, no tenía hambre. Los corredores del Primer Castillo fueron revestidos de jolín, pero al menos se salvaron las pinturas del pervertido Escamilla. El cuadro predominante era una de las versiones de la muerte de Anastasio: atravesado por una lanza en el pecho a manos de Samael Wesen.
Los Sonetistas vencieron a los magos del Primer Castillo. Una parte de la Orden de la Integridad había caído. Le asestaron un golpe a los magos negros que querían reivindicar la sociedad. Los Sonetistas se rehusaban a la eutanasia y su sangre envenenada sería la insurrección que encenderá la isla Esperanza.
Gerard tosió, y notó un sabor a sangre mezclado con tinta en el fondo de la boca.
Se dirigió a una de las torres del este con la cabeza adolorida. Si la movía en una dirección rápidamente, un dolor sordo le golpeaba. Sentía como un pequeño diablillo le urgía los sesos con un tenedor. Entró en la torre desierta y cubierta de cenizas. Aquel amplio corredor de ostentosas cortinas rojas y alfombra con bordado plateado, conducía a muchas puertas y las habitaciones estaban vacías. Al final del corredor había un salón atestado con máquinas de alquimia y varios almacenes desocupados con apuro. Salió por la última puerta y llegó a un patio más pequeño con un foso que dejaba salir un humo acre y negro. Era lo que estaba buscando, Clemente estaba sentado junto al foso como un niño que esperaba a un padre, sabiendo... que nunca llegaría.
—Mi único deber era salvar a Delaila—sollozó. El terrible y malvado Asesino de Magos lloró junto al foso de huesos ennegrecidos—. Mataron a todos los prisioneros. Llegué muy tarde, no pude salvarla. No pude salvar a mi madre.
Las canciones no tenían sentido. Tanta matanza... ¿para qué? Seguía vivo y sin propósito. El recuerdo de Courbet y el futuro incierto lo atormentaba. Todo el dolor lo estaba destruyendo. La voz melodiosa de Pavlov, la sonrisa trémula de Ross y los besos de Mariann. Todo se acabó, pertenecía a otra vida. Lo único que lo mantenía cuerdo era su sueño de redención. La Epopeya de los Muertos tenía razón.
El temible Asesino de Magos estaba llorando... porque era humano. Débil, cruel, y depresivo. Y había fallado en su único propósito.
Igual que Gerard Courbet.

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