Capítulo 15: Esos gatos son horribles.
La lira resonaba aguda en el concurrido espacio, constante y dulce como los besos de un amante. Unos rizos castaños cayendo sobre una piel pálida salpicada de lunares. Gerard cantó alto mientras Courbet lo acompañaba con su gran arpa, alzando la voz al final de cada verso.
Si un día quise cantar.
Era por verte feliz.
Por querer imaginar.
Esta canción la escribí.
Solo por verte soñar.
Solo por verte reír.
Una canción especial.
Y que se parezca a ti.
Déjame darte calor... ¡Calor!
Déjame amarte, te quiero amar... ¡Amar!
En un sistema solar.
Donde mi sol sea tu corazón.
Sé que no soy el mejor... ¡Mejor!
Pero prometo hacerte feliz... ¡Feliz!
Yo también sé que es dolor... ¡Ah!
También me han hecho sufrir.
Las cuerdas tensas vibraron, Courbet y Gerard se miraron por un momento con una sonrisa ante el público expectante en la taberna. Aquel momento duró una eternidad y un instante efímero, antes de cantar al unísono con una voz melosa y poderosa:
¡No digas que es igual es diferente!
¡Mira el otro lado de la gente!
¡En donde voy a estar siempre presente!
¡Porque sobre el abismo hice un puente!
Para ti.
Para ti.
Oh.
Para ti.
Gerard se limpió las lágrimas de los ojos y continuó su armónico rasguño de cuerdas. Rasgó las escalas de menor a mayor y luego Courbet lo miró con una sonrisa en el rostro arrugado. Sus ojos oscuros brillaban.
Y cuando esté frente al mar.
Quisiera que estés aquí.
Y entre gaviotas volar.
Debajo de un cielo añil.
Todo te voy a entregar.
Porque te quiero escribir.
Una canción especial.
Y que se parezca a ti.
Cantaron juntos a todo pulmón. Todas las noches visitaban una taberna en Puente Obscuro y tocaban juntos. Courbet se esforzaba por hacerlo feliz mientras su camino en el culto del Sol Negro lo oscurecía. Vivían escondidos en el Banco Urano ya que un grupo de Magos Rojos vigilaban las calles. Perros de cacería mandados por la Sociedad de Magos. Estaban desapareciendo personas alrededor del banco. Las capas rojas se paseaban amenazantes, como autómatas de acero por las calles lúgubres.
—Siempre los veo por aquí—los llamó un hombre alto de cabellos rojos y revoltosos. Tenía la capa roja con el ángel Lucifer bordado en hilo de oro. Emblema del Primer Castillo—. No dejan a los Magos Rojos entrar en el banco, pero siempre veo al niño y a usted, salir como si nada.
Courbet le sonrió, cansado. Habían cantado toda la noche y estaban afónicos. Gerard ocultó el instrumento en su espalda y miró al alto señor con los dientes apretados. Aquel hombre le daba miedo.
—No se preocupe, sir—el bardo realizó una reverencia—. Somos de la familia Melchiorri. Conservamos una buena parte de los intereses del banco y nos hospedamos aquí, por ahora. Discúlpenos, sentimos debilidad por la música y nos gusta cantar—apretó su mano callosa—. Soy Courbet Melchiorri y él es Gerard.
El hombre se inclinó con una reverencia.
—Soy Sir Cedric Scrammer del Primer Castillo.
Courbet abrió mucho los ojos y miró a Gerard con la boca abierta. Aquel hombre olía a serbal quemado.
—¡Por los dioses que se me caigan los pelos!—Estrechó su mano todavía más fuerte—. ¡Pero si es el hermano menor del Gran Dragón!
Sir Cedric sonrió, sus ojos eran rojos como la sangre aguada.
—Quisiera revisar el banco, señor Melchiorri—levantó la cabeza, como si oliera algo podrido—. Le pido que tenga cuidado. Están desapareciendo niños por estas calles.
—¿Y quién podría llevar a cabo tales actos?
—Bueno—el caballero escudriñó los ojos vivaces de Courbet—. En las cantinas hablan de sombras en la oscuridad de la alta noche. Podrían ser brujos.
—¿Magos negros?
Sir Cedric asintió con las muelas apretadas.
—La magia del caos es condenada por la Sociedad de Magos. El sacrificio humano y los hechizos de sangre son el peor sacrilegio. Se castiga con la ejecución.
—Que horrible.
Gerard estornudó y se limpió la nariz.
—Tengo sueño, papá.
—Por supuesto, estuvimos despiertos toda la noche.
Courbet tomó a Gerard del hombro y juntos caminaron, pero el mago detuvo al bardo, tomándolo del brazo.
—Tengo un presentimiento, señor Melchiorri—susurró—. Es como un escalofrío en la espina cuando estoy cerca del edificio de piedra. Tenga cuidado.
Se retiraron al gran banco de paredes gruesas y oscuros pisos. Tenían una habitación de cama doble con muebles viejos. Allí Courbet le daba clases de Proyección y Conversión para defenderse de los miembros del culto, si intentaban una atrocidad con él. Aunque a Gerard se le daba muy mal. Poseía un flujo de esencia escaso y tenía dificultades para concentrarse. Por eso, debía practicar y practicar. Algunas veces le sangraba la nariz o no podía memorizar las palabras.
Cuando Courbet comenzó a reunirse con los otros miembros, se fue alejando de Gerard. Los del culto salían una noche a la semana y regresaban cansados. Con frecuencia, regresaba cubierto de heridas de quemaduras y las ropas hechas jirones.
—Los Magos Rojos nos persiguieron—aseguraba con una sonrisa.
Tenía miedo de que un día su padre no fuera tan fuerte como aquel hombre de cabellos rojos. Gerard no sabría qué iba a pasar si Courbet moría. ¿Volvería a las calles o sería presa de aquel culto macabro? Las pocas horas que pasaba junto a Courbet eran complicadas clases de Proyección que no entendía. No salían a cantar, no componía canciones o tocaba el instrumento. Solía subirse a la azotea del edificio, allí el techo de arcilla era azotado por las lluvias y los restos de sedimentos se acumulaban en las rendijas. La arcilla era moldeable y fresca en los dedos.
Se sentaba horas y horas, bajo la sombra de un muro que olía a moho, esculpiendo pequeñas palomillas con el barro. Con una ramita les tallaba detalles. Las Imágenes Elementales se le enredaban en la cabeza como enigmas. Le costaba memorizar los complicados maeglifos y ni siquiera podía realizar una proyección, sin marearse. Cuando subía al techo olvidaba lo solo que estaba, podía jugar consigo mismo. Quizás si construía suficientes pajarillos, ellos lo llevarían volando hasta un lugar alejado de la soledad.
—Esos gatos son horribles.
Levantó la mirada y vio a una mujer con una túnica negra, de boca cruel y largo cabello rubio sucio. Tenía los ojos negros como la noche sin estrellas.
—Son palomas.
—Siguen siendo horribles.
—¿Vienes a molestarme?
—Sí.
Gerard la ignoró y continuó dándole forma a la cabeza del pájaro con los dedos sucios.
—Los muros de arcilla tienen una onza de sulfato por cada bloque—explicó la mujer—. La erosión de la lluvia debió esparcir los sedimentos. El sulfato es un conductor de esencialina.
—No entiendo nada de lo que dices.
—Deberías leer más.
—Leer es para poetas.
—¿No eres un poeta?
—No—con una ramita le trazó un ojo en cada lado a la palomilla—. Soy un bardo como mi padre.
—Tu padre es un tonto.
Gerard apretó las muelas, tenía un diente flojo.
—¡Mi papá es el mejor mago del mundo!
La mujer se echó a reír, tapándose la boca. Eso solo enfureció más a Gerard.
—Es otro tonto que piensa cambiar al mundo. Los tipos como él mueren solos, abandonados en sus últimos momentos por los ideales que los impulsaron.
Gerard se levantó, seguía siendo bastante pequeño. Aquella mujer olía a cereza y cada vez que caminaba, escuchaba débilmente el cascabel de una serpiente. Courbet le advirtió sobre la presencia de los magos. Cada persona poseía una esencia única que se moldeaba a lo largo de la vida. Los recuerdos claves formaban emociones y sensaciones. Cada persona era única.
—¡Tú eres la que morirá sola!
—Lo sé, niño barro.
Gerard había aplastado la figura de barro sin querer. Sus dedos estaban llenos de arcilla roja.
—Me gusta escucharte tocar esa fea lira—dijo la mujer, sentándose a su lado y tomando el barro rojo con sus dedos—. ¿Por qué dejaste de hacerlo?
Gerard amasó una buena cantidad y le dio forma alargada. La mujer a su lado tenía manos hábiles: dedos largos y finos. En su cuello brillaba en pequeño colgante con una piedra roja del tamaño de un huevo de paloma. Su protector llevaba la piedra de sangre en un anillo.
—No me gusta tocar sin Courbet. Lo hago cuando estoy pensando, y sin él, no tengo pensamientos.
—Eso es un problema—sus manos le dieron forma rápidamente al cuerpo del ave. Estaba esculpiendo un ruiseñor—. Porque algún día estarás solo de verdad. No tendrás a nadie. Te darás cuenta que nunca has tenido a nadie. Solo te necesitas a ti mismo.
—Antes de Courbet no tenía a nadie. No me puedo imaginar la vida sin él, guiándome.
—No dependas siempre de alguien, o terminarás decepcionado—se puso de pie con el ruiseñor en las manos—. Levántate, niño barro. Te voy a enseñar algo bueno—se puso frente a él con la figura de barro fresco en ambas manos—. ¿Tu tonto padre te está enseñando Conversión?
Gerard asintió.
—Muy bien, piensa en una ahora mismo.
Tragó saliva y pensó en «una cascada rompiendo sobre rocas negras». Era bastante difícil imaginar el olor a una charca estancada. Afinó su oído hasta escuchar una respiración trabajosa. Sintió un calor en el estómago.
—Ahora imagina que ese calor recorre tus venas. Tus brazos arden y encienden tus manos en llamas... azules—musitó. Tenía mucho calor, estaba sudando frío. Temió aplastar el pajarillo—. Transfiere ese fuego a la figura de barro. Dale forma, color, vida. Todo lo esencial. Y... suéltalo conmigo.
Miró los ojos negros de la mujer y juntos lanzaron los pájaros al cielo, y volaron. El ruiseñor cantaba apasionado, batiendo las alas y la palomilla daba vueltas en círculos concéntricos.
—Parece que tienes un don para la conversión—asintió la mujer—. ¿Quieres que se maten?
—¡No!
La mujer se echó a reír con entusiasmo.
Aurore Dujour alegaba ser una exprofesora del Jardín de Estrellas, especializada en Conversión, parecía muy joven para ser una profesora. Siempre que le preguntaban porqué la expulsaron, ella daba una respuesta diferente. Se comió a un alumno regordete, robó un libro muy importante, mató a otro profesor enamorado de ella, envenenó al rector o destruyó un departamento. Le gustaba la buena música y las canciones de Gerard. Courbet los descubrió mientras hacían serpientes de barro para hacer carreras.
—Dujour—la llamó severo—. Crowley nos solicita.
Aurore tragó saliva con los ojos acuitados. Miró a Gerard mientras se mordía los labios. Se levantó, limpiándose los dedos con el dobladillo de la túnica.
—A ti también, Gerard.
—¿Sí?
Courbet asintió con una sonrisa.
—Así es.
Los tres bajaron los complicados escalones hasta un gran salón iluminado con lámparas de aceite aromatizado. Los magos negros esperaban con las largas túnicas negras ceñidas con cordones. En el gran salón tenían a seis niños colgados de cabeza, con las gargantas degolladas y debajo de sus cabellos erizados, tenían puesto un recipiente para recoger la sangre. Aleister Crowley levantó las manos cuando entraron.
—Gerard—proclamó con una sonrisa de satisfacción—. Un desgraciado por la esencia. El retazo de un mago antiguo conocido como Della Robbia. Aunque, no eres ni la sombra del mago de la leyenda. Tranquilo, niño. Todos los presentes sentimos aquella brizna cuando te vimos. Un pequeño filamento de quintaesencia de la difunta sangre antigua reside en ti.
Aurore lo tomó de la mano.
—¿Fuiste feliz, niño barro?—Preguntó. Gerard asintió, débilmente—. Tengo un corazón débil. Así que, quise hacerte feliz cuánto pude.
Courbet tomó su otra mano.
—Dijiste que harías todo por cumplir mi sueño, Gerard—Courbet aferró su mano, tenía los ojos llenos de lágrimas—. Lo abandonaré todo, si es necesario, para lograr lo que sueño.
Caminó hasta el centro del lugar. Los cadáveres voltearon sus rostros para mirarlo, acusadores, con sus ojos muertos. Tenían las bocas abiertas y deformes, babeando sangre negra. Elphias Levi sostuvo su cabeza, las comisuras arrugadas de sus labios se agitaron. Aleister Crowley le cerró los ojos con los dedos. Gerard despertó en una fría negrura. Sabía amargo.
La penumbra lo perseguía. Una gota de tinta negra cayó sobre su mano, ¿de dónde provenía? Se limpió los ojos porque estaba llorando un líquido negro. Un insípido corazón de brea caldeado de negatividad. Aquella tinta negra recorría sus venas como un cauce maldito. Dolía, ardía, quemaba. Su corazón se detuvo.
Gerard se reclinó en la silla con un chirrido. Sentía las tripas constreñidas. El asedio llevaba una semana sobre Valle del Sigilo, antigua tierra de los Betania. Las luchas entre ambos ejércitos no llevaban a ningún lado. Johann Daumier permanecía en su acuartelamiento. Desde las colinas del valle veían a sus hombres en vela: agotados, sedientos, hambrientos y heridos. Cavaban dos tumbas por día.
Por el contrario, el ejército de Vourbon estaba alerta. Mataban el tiempo con cerveza negra de gusto amargo, cartas gastadas y putas baratas. Robaban valor con sus rostros pétreos, sus ballestas cargadas se accionaban accidentalmente y mentían al verano con sus barbas desgreñadas.
Se acabó el año y el otoño estaba próximo.
El comandante Vourbon se paseaba como un perro victorioso por la ladera del valle, dedicándole miradas a los enemigos, algunos lo habían escuchado lanzar insultos. Con frecuencia, se lo veía pasear acompañado del comandante Carlos Bramante y del mago negro. Tan reacio como siempre a mirar a los ojos de cualquiera. Nadie sabía quién era en realidad.
Pero, Gerard sabía quién era el anciano, solo fingía no saber nada; como siempre. El viejo Aleister Crowley seguía vivo a pesar de los años, unos cien años más viejo, pero de pie. Supo de su desventuras en el norte como un fallido astrólogo y sus persecuciones. La compañía de asesinos perdió su unidad con la muerte de John Dee, el cabecilla de la Hermandad de Hierro. Durante la última batalla, grupos como las Cabeza de Rata y los Muerde Almohadas fueron aniquilados. Las disputas entre asesinos continuaban en silencios perpetuos que terminaban con el desgarramiento sangriento de una garganta en la madrugada.
Gerard se aferraba a lo único que lo mantenía cuerdo: ser un bardo con una vida plena, como le prometió a Courbet. El asedio estaba suspendido mientras ambos mandos preparaban su siguiente movimiento. En ambos lados, las armas estaban siendo reparadas y las espadas, afiladas. Vourbon mandaba cartas todos los días, solicitando el apoyo de los Verrochio para aniquilar las huestes de los Scrammer.
Gerard bostezó, arañando las cuerdas de la lira con fastidio.
Julieta se sentó frente a él, mientras tocaba las cuerdas del instrumento con parsimonia. Comentaban las malas lenguas, que una mujer hermosa con fama de asesina había llorado en las trincheras mientras las saetas llovían.
—Comandante Courbet.
Levantó la mirada. Allí estaba Anaís Ross, con el largo cabello rizado sobre el cuello pálido y los ojos negros, muy pequeños. Tomó cerveza negra, mientras cortaba un fino trozo de cecina en salazón. Lo masticó y bebió.
—No soy ningún comandante—carraspeó, para aclararse la garganta. Afinó un par de cuerdas—. Soy un bardo con una fama terrible.
—Sobrevivimos porque supiste cuando deponer las armas—Anaís se mordió el labio inferior y ladeó la cabeza—. No eres solo un bardo intrépido.
—Casualidad—rechinó los dientes con ferocidad— Fui un astuto cobarde, nada más.
Pavlov tamborileó la mesa con sus largas uñas y le sonrió de forma pícara.
—¿Usted no es un hombre cualquiera, verdad?
—¿Adónde quiere llegar, señorita Julieta?
—Todos en Pozo Obscuro sabemos quién fue Courbet—recalcó. Se mordió otra vez el labio inferior con una sensualidad irritante—. El duelo que le dio la vuelta a la isla. El mago negro contra aquellos tres Magos Rojos, incluido el mismísimo Sir Cedric Scrammer. Llovieron cenizas durante toda la noche. El banco estalló en llamas. La mitad de la ciudad creyó que estaba amaneciendo por el resplandor. Aquel duelo interminable, aún permanece en los escombros del banco y en las canciones. Pocos conocen a su hijo. Pero vi lo que hizo en la trinchera, o al menos, yo sí lo vi. ¿Cómo sacó esas serpiente de sus ropas? ¿Eres un verdadero mago?
—Los verdaderos magos están enterrados. Y esa historia es una exageración. Lo cierto, es que no fue la gran cosa. Solo eran personas matándose. ¿Qué tiene eso de sorprendente?
La mujer golpeó la mesa con las palmas.
—No lo creo—admitió—. Crecí escuchando esas canciones. Tantas batallas Courbet el Mago de la Sal. Courbet el Negro. ¿Y qué me dice de lo que pasó en las trincheras? Esas serpientes tenían cascabeles que asustaron a los caballos y nos dieron tiempo para retirarnos.
—¿Quiere matar a un mago negro, acaso?
—No—la mujer resopló con amargura—. Puedo convertirme en la cabecilla de la compañía de asesinos. Con John Dee muerto y las gargantas correctas cortadas, puedo tomar el control.
Gerard dejó de tocar las cuerdas y miró a aquella mujer de ojos azules, como espejos de agua. Sus labios dibujaron una línea fina.
En medio del humo y el relincho de los caballos, ella se echó a llorar. Gerard subía por la trinchera en huida cuando la vio; era Pavlov llorando en sus momentos finales. Esta vez, quiso salvarla y se levantó ante el ejército enemigo, sacando las serpientes de barro cocido de su traje blanco con lila. Una saeta le quitó el sombrero de plumas. Los caballos enemigos se asustaron ante el centenar de serpientes negras.
Gerard se cruzó de brazos.
—¿Qué me importa a mí?
—Las mujeres no pueden tomar el control—bufó, rabiosa—. Los asesinos que vivieron el horror de esa carnicería vieron sus... brujerías, con admiración. Si usted quisiera, podría comandar la compañía de asesinos y liderar Pozo Obscuro.
—Ni hablar.
Pavlov estiró el brazo hasta tomar su mano. Eran unos dedos amables, cálidos.
—Yo solo quiero dirigir a su lado.
Gerard retiró la mano.
—Estás obsesionada. A veces, el mundo no funciona como queremos. Resulta que todo lo que hicimos para llegar hasta donde estamos, era pura mierda. No quieres eso.
—¡Sí lo quiero!
Afinó una cuerda y tocó cada nota hasta llegar a la más aguda. Probó una melodía triste, como una hoja marchita en una corriente de agua y después, una melodía alegre como el destello de una estrella fugaz. Gerard bebió un sorbo de cerveza negra. Amargo.
—¿Por qué quieres tal condena? Ser un asesino trae arrepentimiento y soledad. Vive una larga vida, ten hijos, nietos y muchos gatos. Morir en una cama de anciana es mucho mejor, que tirada en un callejón desconocido con la garganta rajada.
—No sabes nada de la vida. Seguro creciste en una casa de nobles, comiendo todos los días y tocando la lira por aburrimiento. No sabes lo que es venir desde abajo, donde las niñas deben convertirse en putas o morir de hambre. Elegí mi camino y le corté las bolas a la vida.
—Tal vez tengas razón—le sonrió, despectivo—. Solo soy un bardo de taberna que no sabe nada de la vida.
Gerard vació una taza de cerveza negra y tocó una melodía pausada, angustiante, pasiva y aguda mientras miraba fijamente a Pavlov, a Anaís y a Julieta. Con cada parpadeo la mujer cambiaba. Ross, cuánto la extrañaba. Los rizos negros de los que hablaban los cuentos estaban allí. Comenzó a cantar con una voz altiva mientras la mujer se sonrojaba.
Sería de tanto...
Pensar en ti.
Que en estos días.
La fantasía, de un sueño loco.
Me hizo feliz.
Porque en el sueño, había un genio.
Que tres deseos.
Yo le pedí.
Regresarme hasta el pasado.
Y volverte a encontrar.
Y pedirte perdón.
Porque sé que hice mal.
El segundo fue encontrarte.
En el mismo lugar.
Dónde te conocí.
Cómo me iba a olvidar.
De querer ver los ojitos que me hicieron soñar.
¡Y que yo por tonto y loco hice llorar!
Perdóname, perdóname.
Perdóname, perdóname.
Perdóname.
Yo sé que lo hice mal.
Tercer deseo que le pedí.
Se puso bravo.
No lo entendí.
¡Fue traerte hasta el presente y volvernos a amar!
Y me dijo que no.
Que podía despertar.
¡Le grité: tú eres un genio!
¡Y lo puedes lograr!
Y él solo respondió: mañana al despertar.
Una canción tuya.
La va a hacer pensar.
¡Y es posible que te pueda perdonar!
Perdóname, perdóname.
Perdóname, perdóname.
Perdóname.
Yo sé que lo hice mal.
—¿Para quién en esa canción?—Anaís se limpió las lágrimas de los ojos.
—Para ti—se aclaró la garganta—. ¿Para quién más si no...?
Carlos Bramante entró en la gran carpa con el cabello largo y negro revuelto, el parche en su ojo tuerto lo hacía parecer un pirata. El polvo y la sangre seca cubrían su ropa de cuero.
—¡Los enemigos están huyendo por el bosque!
Gerard tomó la espada y se levantó de un salto, su cuerpo se movió solo. Los campesinos tomaron los trastos y dejaron las botellas en el suelo. Entrada la noche y borrachos como locos, bajaron por las colinas hasta las casas de madera chamuscada. Julieta lo seguía de cerca con los puñales ceñidos al jubón de cuero tachonado.
Encontraron Valle del Sigilo vacío y de inmediato, mandaron a los exploradores a seguirles la pista. Se adentraron en el bosque oscuro, siguiendo el rastro de un centenar de hombres agotados. Eran una columna sumergida en la negrura de la noche bajo los chirridos de las cigarras. Estaba haciendo frío.
Los encontraron al amanecer, a tres leguas de distancia en una pradera seca, rodeada por lomas borrascosas y forrada con altos pajonales marchitos por el sol inclemente. El comandante Vourbon ordenó una lluvia de saetas a las siluetas de hombres que andaban por la pradera. La respuesta de Johann Daumier fue inmediata. Gerard los acompañó entre los pajonales altos y amarillos mientras caían saetas y disparos de esencialina en todas direcciones. Se mantenía oculto, casi acostado.
Vourbon encabezó la avanzada con la espada en las manos, lo seguía Carlos con la frente en alto y dos docenas de campesinos con ballestas. En la retaguardia estaba Gerard, dirigiendo al resto de asesinos. Podía ver a los hombres adentrarse en el mar de hierba seca.
Un disparo se alzó en el silencio con una lengüeta de color. Caminaban con crujidos espectrales y los sentidos erizados. Los soldados reales corrían por la hierba alta asustados. Los rebeldes cayeron sobre ellos con los hierros en alto.
—¡Por la bella princesa Annie!—Gritó Vourbon con la espada bañada en sangre. Atacó a un par de hombres con movimientos erráticos. Estaba borracho como siempre.
—¡Por el finado rey Friedrich! Carlos saltó sobre Johann Daumier, lanzando espadazos.
—¡Por los Verrochio!—Clamaron los rebeldes en un prominente grito.
Los rodearon con las ballestas en alto. Los soldados reales mantenían las picas en ristre. Las saetas silbaron dentro de los pajonales clavándose en la carne, los hombres cayeron con quejidos. Los caballos gemían y corrían desenfrenados aplastando la hierba y perdiéndose en la distancia. El círculo se cerró en torno a la cincuentena de soldados dirigidos por Johann Daumier.
Gerard escuchaba a la distancia el millar de sonidos del pastizal.
Un caballo corrió desbocado con el lomo cubierto de saetas. Cuando el bardo lo esquivó, tropezó y cayó. No pudo ver lo que ocurrió. Escuchaba a Vourbon gritar mil cosas cuando el ruido cesó. No se escuchó, ni el suspiro de los pistones. Se levantó, buscando a los rebeldes con los ojos sumergidos en la hierba. Se perdían en los pajonales, lanzando dentelladas a los enemigos. La multitud se dispersó.
—¿Qué ocurre allí?
—¡Malditos idiotas!—Gritó Vourbon como un trueno—. ¡¿Cómo se les puede ocurrir no traer todas las saetas?!
Gerard escupió la paja que se le metió en la boca y corrió por la hierba alta, siguiendo los gritos de Vourbon. La espada se le había resbalado de los dedos. Ante la derrota táctica los soldados reales respondieron con sus picas. Los campesinos retrocedían con las ballestas en alto, sin munición. Veía como los soldados se abrían paso entre los campesinos, rompiendo filas, destrozando sus gargantas y sus costillas con fieros golpes. Estaban rompiendo el círculo a su alrededor con destreza. Julieta estaba rodeada por soldados. Vourbon y Carlos retrocedían con las espadas quebradas. Johann Daumier instigó a sus hombres a contraatacar de forma brusca. Los rebeldes caían muertos ante su fiera ponzoña.
«Nos derrotaran—pensó Gerard—. No me queda sulfato». Estatuas de sal, burlonas. Sangre con sabor a tinta amarga. ¿Qué podía hacer para salvar a los rebeldes? Se le ocurrió una Evocación Elemental de Combustión, contuvo el aliento.
—¡Huyan a la retaguardia!—Gritó Vourbon con todas sus fuerzas.
«Nubes negras tocadas por la luz ámbar» imaginó, con esfuerzo. Los brazos se le entumecieron y sus dedos expulsaron un humo gris con olor a fruta agria. Las serpientes silbaban en sus oídos. Se concentró en la música.
Gerard estuvo a punto de lanzar la combustión, cuando un dolor espantoso le apuñaló el cráneo con un zumbido. Cayó de rodillas con aquél calor dorado quemando sus palmas.
A su lado, corrían los campesinos. Carlos pasó a su lado con el rostro cubierto de sudor y Vourbon se detuvo, junto a sus rebeldes en huída, tiró del brazo del bardo. Gerard intentó respirar. Los ojos se le cerraban del dolor. Las palpitaciones eran cada vez más agudas. El estómago se le revolvió. Contuvo las náuseas. La boca le sabía a hierro y tinta. Vourbon lo zarandeó.
—¡Bardo!—Lo tomó con fuerza de los hombros y lo giró. Escuchaba disparos—. ¡No juegues al mago y vámonos! Mi padre vendrá con la fuerza de los Verrochio.
«Nubes negras tocadas por la luz ámbar» imaginó, con los oídos zumbando.
Gerard se levantó con aquella esfera de fuegos fatuos ardiendo en sus manos y la arrojó sobre los pajonales con un estallido. La pradera se cubrió de llamas. Vourbon tiró de su brazo con insistencia. Mientras corría detrás del hombre, se recogió las mangas del traje lila. Le dolía el corazón. Tenía las venas ennegrecidas. Su sangre era tinta negra.
Llegaron a la retaguardia mientras el valle ardía, atrapando a los soldados. La caballería de los Verrochio llegó dos horas después, mientras el fuego dejaba un sendero negro de animales y soldados muertos.
Gerard se quedó atrás, asediado por las náuseas y el cansancio.
Basilio Verrochio comandaba a los vasallos de los Dumond sobre grandes corceles. Junto a Vourbon, rodearon el incendio, persiguiendo al ejército real. Los orillaron cerca del lago Aguamiel donde los adversarios prestaron una lucha muy pobre, rápidamente, los soldados se dispersaron presas del pánico. Los fueron persiguiendo y matando uno a uno, aunque la mayoría escapó. Johann Daumier fue tomado prisionero.
El púlpito de rebeldes regresó a Valle del Sigilo mientras los pastizales ardían. Vourbon cantó victoria y le pidió a Gerard entonar su mejor canción. El bardo no tenía el instrumento, así que tuvo que alzar la voz. Durante la segunda estrofa de «La Copa de Cristal», el estómago se le revolvió con dolor y corrió al bosque, donde vomitó dos veces. Se limpió los labios y descubrió el dorso de su mano manchado de tinta. Miró al suelo con el corazón en los dedos. Un charco negro y espeso como brea se extendía hasta sus pies. En el líquido se retorcían gusanos asquerosos. Olía a sal y a herrumbre.
Estaba cada vez más próxima.
Los ojos se le nublaron. Se quedó largo rato contemplando el tiempo, saboreando el silencio... como alguien que espera la muerte.
La muerte.