Capítulo 14. Soneto del Amanecer
Capítulo 14: Que hermoso día, señor asesino.
Los seis miembros de la familia Della Robbia tenían la gruesa soga enroscada en el cuello. Cada uno poseía un temple distinto, pero indeterminado. La madre lloraba en silencio con ligeros espasmos en las arterias del cuello. Los dos niños pequeños miraban atontados a la muchedumbre, el nudo era más grande que sus cabezas. La hija mayor tenía el rostro pálido y los ojos fieros enrojecidos. El padre, Francis della Robbia, miraba pétreo a sus vasallos, sin señal de movimiento en las articulaciones del rostro ceñudo.
Vourbon caminó sobre los miembros de la familia, de pie sobre los tocones, tenían las muñecas atadas. Gerard permanecía junto a él, impasible; y Carlos parecía esculpido en piedra mientras la multitud—conformada por sirvientes y campesinos del Valle de Sales—sonreía desde sus profundos ojos brillosos. Habían esperado aquel momento desde hace mucho tiempo.
—Seth Scrammer vendrá por ustedes y los quemarán en hogueras—sentenció la hija mayor de los Robbia. Sus ojos enrojecidos escudriñaron a Vourbon con determinación—. Nuestro rey los perseguirá, los cazara y los matará.
Vourbon soltó una risotada. La joven era su tipo: rubia y caprichosa; pero no podía darse esos lujos con las hijas de los nobles. Era el comandante de un ejército heterogéneo de asesinos y campesinos. ¿Una locura, verdad? Un borracho como Vourbon Verrochio, convertido en un atorrante comandante.
—Le tienes mucha fe a los hombres, niña—soltó con una sonrisa—. Lástima que no vivirás lo suficiente para perderla.
—Por favor. Dejé ir a mis hijos. Son niños—chilló la madre. Tenía las ojos tan hinchados que casi no dejaba escapar lágrimas—. Son mis hijos. Mis hijos. Por favor.
Francis della Robbia tragó saliva, ya tenía el nudo bastante ajustado en el cuello. Una vena palpitaba en su frente. Tomar aquel valle fue su primer movimiento para instigar la guerra. Luego llegó la Hermandad de Hierro, una compañía numerosa de asesinos a cargo de un hombre con rasgos de mujer llamado John Dee. Vourbon se infiltró en el valle y descubrió las pésimas condiciones en que vivían los habitantes del lugar. Causar la revuelta solo fue cuestión de palabras y dinero. El hecho, es que muchos ansiaban la fortuna que les habían quitado los Della Robbia a lo largo de las generaciones.
Lo que más enaltecía a Vourbon era la carta de su padre. Le decía con palabras solemnes, llenas de orgullo, que su campaña llevaría a los Verrochio a la gloria. Leía aquella carta antes de dormir y al despertar, para tener fuerzas.
Vourbon se paró junto a los niños de rizos cenicientos y derribó los tocones con dos patadas. El nudo se cerró en torno a sus menudos cuellos con un crujido inaudible y sus ojos saltaron de sus cuencas.
—¡Mueran, perjuros!—Proclamó—. ¡Este es el futuro que le encomendaron sus padres!
—¡Mis hijos!—Gritó la mujer, temblando de terror—. ¡Maldito! ¡Son mis hijos!
Vourbon derribó el tronco que sostenía su peso y el cuello de la mujer crujió de forma asquerosa, murió enseguida tras emitir algunos quejidos. La joven fiera gritó, aterrada. Cuando se puso delante de ella le escupió al rostro, o al menos eso intentó, porque sus labios estaban tan resecos como papeles. Le salpicó el traje azul mate. Vourbon pateó su tocón y quedó suspendida, pataleando colérica, por aliento. Sus ojos rojos miraron al cielo, su rostro se tornó negro.
—¿Dónde está tu rey?—Preguntó, levantando las cejas. La joven no respondió. Sus ojos lloraron sangre—. Eso creí.
Francis della Robbia miraba la distancia. Ni una lágrima, ni un quejido. Solo aquella nuez prominente en su garganta, agitarse ahogando sus sollozos. Sus ojos verdes se oscurecieron con el sol. Vourbon caminó a ahorcar al señor, pero Gerard Courbet se le adelantó. Su cabello dorado se agitó como bucles de oro.
Ante Francis, sus cabellos de oro negro resplandecían bajo el sol, ambos parecían una escultura del mismo artesano. Salvo los ojos inclementes. Los del bardo eran pardos y sinuosos mientras que los del señor del Valle de Sales eran pétreos y arrogantes. Habían crecido en lugares y circunstancias diferentes. El bardo vestía con un elegante traje blanco y lila, llevaba un sombrero con una pluma azul, una espada al cinto y varios puñales.
—¿Tú sabes quién soy?—Courbet clavó sus ojos en los del hombre.
Francis della Robbia bajó la mirada. Sus dos esmeraldas empañadas sufrieron un destello ante la imagen del bardo de rizos dorados y piel ambarina. Similar a los della Robbia. Pero solo por un fugaz momento. Arrugó la nariz y las comisuras de sus labios descendieron.
—¡Te juro que nunca te he visto en toda mi vida!—Farfulló el hombre, despectivo—. ¡Ni siquiera sé quién putas eres!
—Es cierto—Gerard derribó el tocón y el cuerpo de Francis se balanceó como un péndulo—. Eso es de parte de mi madre.
Vourbon se retiró mientras los cuerpos colgaban como muñecos de las sogas en sus cuellos. Al atardecer, los cuervos ya les habían sacado los ojos y tiras de piel del rostro. Hinchados bajo el sol, asediados por las moscas. Los campesinos miraban los cuerpos, los escupían y los maldecían.
La gran casa en la cima de la colina, no era tan cómoda como lo hacían ver desde el poblado de casas destartaladas. Las paredes de madera y yeso estaban cubiertas con retratos y títulos honorarios, para esconder Los agujeros de termitas y polillas. Los muebles se apretaban en los dos salones, peleando por el espacio como perros mudos. Algunos eran tan viejos que la tela se deshacía. Carlos lo siguió, murmurando algo sobre centinelas y exploradores.
—¿Qué dices?—Vourbon se sentó en un acolchado mueble, tapizado con terciopelo gastado. Crujía al moverse. Tenía ganas de emborracharse.
—Los exploradores han avistado a un ejército compuesto por soldados que se dirige al valle—pronunció Carlos con el rostro severo.
—El rey Seth Scrammer dio una respuesta predecible—Vourbon se inclinó en el asiento—. Asumo que no conoces sus números y dados los nuestros, es una catástrofe.
—Seth está muerto.
—¿Nuestro regalo de fin de año?
—El sucesor es su sobrina Balaam.
Vourbon se reclinó en el mueble con una sonrisa jovial.
—¿Es bonita?
—Es muy hermosa—añadió Carlos, rascándose el parche—. Pero también es peligrosa. Es la hija del Dragón Escarlata y tiene un consejo de magos errantes. El norte está comprometido con la Reina Escarlata. Los siervos la han visto bañarse con sangre y compartir la cama con engendros. Tiene a los Daumier y a los Leroy.
—Se acerca el otoño—Vourbon se mordió el labio—. ¿Crees que una carta de amor haga que la Reina Escarlata me entregué su corazón?
—La Hermandad de Hierro está compuesta por una veintena de asesinos—replicó Carlos—. Y son la compañía más numerosa de las seis que reclutó el bardo. Las Efigies Nocturnas están conformadas por mujeres despiadadas y los Cabezas de Rata solo piensan en violar a las pueblerinas. Por otro, lado los Muerde Almohadas beben descaradamente todo el día.
—Yo también lo haría si mi Gremio tuviera ese nombre.
—Los campesinos sublevados conforman un quinto de nuestras fuerzas y ni siquiera pueden matar a un cordero. ¡No se necesita ser un maestro de matemáticas para saber que estamos jodidos!
Vourbon se sonrió, burlón. Estudió durante seis años en el Jardín de Estrellas como el heredero de los Verrochio. Se podría decir, que tenía una gota de quintaesencia en su sangre. Estudió Fundamentos, pero no se unió a ningún departamento. Veía el camino del Misticismo como un sendero tedioso y conflictivo. Dedicó gran parte de su estadía a aprender de los mejores escribas sobre historia, geografía y cálculo. Por supuesto, esos años también tuvieron sus buenas dosis de alcohol y mujeres. Los años dorados de la masculinidad.
—¿Cuántos soldados tenemos?—Preguntó. Realizó un rápido cálculo mental entre las compañías de asesinos y campesinos.
Carlos puso los ojos en blanco mientras contaba.
—Doscientos cincuenta—dictó al fin.
Vourbon chascó la lengua y mandó a buscar una botella de ron. Se sirvió un buen trago, bebió y lo quemó el pecho.
—Comandante Carlos—anunció, pensando en una estrategia. El alcohol lo ponía en funcionamiento—. El terreno que circunda el valle es desigual y despejado. Atacarán por el valle, tenemos la ventaja de las murallas—bebió otro trago y asintió—. Dividiremos las seis compañías en tres grupos y junto a los campesinos, construiremos tres trincheras en dirección al ejército real.
Carlos frunció el ceño.
—¿Cómo carajos unas trincheras evitarán que el ejército llegue al pueblo? —El hombre frunció el ceño—. Lo más confiable sería formar una defensa robusta, usando las casas de madera como barricadas. Además, no tenemos casi nada de artillería. Todo el armamento consiste en ballestas robadas de las embarcaciones. Recuerde que los barcos están anclados al oeste. Si nos dividimos, seremos débiles y nuestras fuerzas mermaran hasta que nos aniquilen.
Vourbon miró fijamente a Carlos, mientras bebía otro trago. Se lamió los labios entumecidos.
—El truco esta en lo sencillo—confesó. Se levantó de sobresalto—. Las trincheras serán una pantomima. Un engaño astuto.
Le explicó la estrategia a Carlos y el hombre escuchó, inquisitivo, con las muelas apretadas. Al final, accedió. La primera trinchera estará a seiscientas varas de distancia de la segunda y sería excavada por la Hermandad de Hierro y las Efigies Nocturnas. El comandante será John Dee. La segunda trinchera se excavara a cuatrocientas varas de la tercera, y la ocuparían los Ojos Quemados, los Cabezas de Rata y un grupo reducido de campesinos con ballestas. Todos al mando de Carlos Bramante. La tercera estará a otras doscientas varas cerca del Valle de Sales, defendida por los Muerde Almohadas y los Hombres Quebrados. Armaron un mortero en la trinchera para dispersar al enemigo. Comandados por Gerard Courbet la masa de asesinos les haría frente. La reserva estaría en el pueblo con Vourbon, preparando la artillería para aniquilar a Johann Daumier.
La construcción de todas las trincheras tomó seis días de trabajo extenuante, pronto comenzarían las lluvias. Estuvieron alertas como conejos asustados. Incentivados con promesas de plata y títulos nobiliarios que concedería la princesa Annie Verrochio. Las tres trincheras medían dos varas de profundidad y se extendían en una larga línea, ligeramente curva. En la superficie tenían empalizadas y sacos de arena a modo obstáculos para el repliegue a la segunda línea y tercera. Parecía el campo de juegos de un niño pequeño.
El octavo día de la construcción. Un explorador regresó con una saeta clavada en la espalda. Estaba cubierto de sudor y respiraba como una caldera a punto de estallar. Continuaban extendiendo las trincheras, pero el grito los tomó por sorpresa.
—¡Johann Daumier comanda a mil hombres hasta aquí!—Gritó con brío el hombre. Bajó del caballo reventado con un salto.
Un centenar de cabezas asomaron por la tercera trinchera con los ojos muy abiertos El hombre transpiraba como una cascada. John Dee se acercó, para que le explicará lo avistado. Cuando le dijo que tenía una saeta en la espalda, el jinete tocó la viruta, pegó un grito y se desplomó. Cuando le sacaron la saeta, vieron que solo estaba clavada en la protección de la espalda. El hombre cayó muerto del susto.
Más importante aún, Johann Daumier comandaba un numeroso ejército y estaba a pocos días de llegar. Vourbon soltó la pala, tenía los hombros doloridos.
—¡Ja!—Río a todo pulmón—. ¡Que sean mil o diez mil! ¡Solo debemos matar a cuarentena soldados cada uno!
Durante la noche, la Hermandad de Hierro y las Efigies Nocturnas tomaron turnos de vigilancia. Vourbon miraba el pueblo y las trincheras desde la mansión en la colina. Estaba a punto de dirigir una gran batalla, se sentía el hombre más dichoso del mundo.
Quizás el viejo Cassini Echevarría estuviera a su lado, mirándolo con sus ojos mágicos mientras lanzaba anillos de humo con su pipa de arcilla. Podía ver su silueta de viejo regordete y su traje verde con el rabillo del ojo. Unos ojos verdes como espejos lo miraban con arrogancia.
Vourbon apuró la botella de ron con un ardor en la garganta. Era la cuarta botella del día. El ardor lo hizo sentir alegre. El fantasma del pasado le sonrió con tristeza.
—¿Cómo estás, viejo?—Le tendió la botella casi vacía y vertió un poco en el suelo—. Volví a recibir cartas de mi padre. Sigo bebiendo y buscando la diversión, pero esta vez es diferente. Ahora soy un comandante o algo así. Un tipo importante como dijiste que sería. ¿Qué si tengo pareja? No... Ninguna mujer ha podido atarme desde que tu hija me rompió el corazón. Sigo usando esas vejigas de cordero en el miembro como me dijiste. A veces es molesto, pero... Los años que estudié contigo, me enseñaron mucho sobre las enfermedades que tenían las mujeres baratas.
»Yo—sintió un nudo en la garganta—. Te agradezco por ser lo más cercano a un padre durante esos años en la institución. Quizás nunca volvamos a vernos. Extraño a Aurore y las veces que salíamos a beber hasta el amanecer. Gracias por todo, viejo. Sé que no te escribo y no nos vemos desde hace años. Debes estar ocupado, como rector de esa gran institución. Yo... me despido.
Giró la cabeza en dirección a Cassini Echevarría y solo encontró un vacío funesto. Estaba amaneciendo. No había dormido, pero tampoco estaba cansado. Las plantas de sus pies estaban adormecidas y cuando daba un paso, los tobillos le crujían. Desde que llegó al valle, no había cagado, se sentía pesado como un barco hundido. Los primeros rayos del sol llegaron al valle, dibujando el mundo con un pincel de oro. El último frío nocturno le agitó el cabello ceniciento.
Se retiró a su cuarto, sin que nadie lo viera, a fingir que estaba durmiendo. Los criados le trajeron un cuenco de puré hecho de huevos hervidos revueltos con sal, pimienta, ajo y mantequilla. Picaba un poco, pero era muy gustoso. Lo acompañó con algunos panes blancos y suaves—como le apetecían—, y buen vino dulce con olor a canela. Si quieres tener un buen día, un poco de vino con el desayuno. Una copa antes del almuerzo. Cerveza y carne van de maravilla. En la tarde se puede beber de todo. De noche, cuando las emociones más solitarias salgan a luz, una botella de ron fuerte las pone a dormir. Prefería la mente nublada para sobrellevar el día.
Cuando salió, se sorprendió de ver el cielo encapotado. El gris plomizo inmaculado lo entristecía. Nada que un buen vino no pudiera consolar. Bebía desde los doce años, o eso recordaba.
«Malditos días de lluvia» maldijo para sus adentros. John Dee se acercó, sus bucles negros bailaron como putas risueñas. Tenía labios gruesos y rojos como pintados con sangre fresca. Si no tuviera un miembro viril como Vourbon, sin duda, lo invitaría a su cama. Pero, no estaba interesado en los hombres.
—Que hermoso día, señor asesino—dijo Vourbon mientras se alisaba el traje azul.
—Prefiero no ser llamado asesino, señor Comandante en Jefe.
—Como guste—inclinó la cabeza—. Creí que a los asesinos les encantaba la fanfarronería.
—Creemos que existe cierta nobleza en terminar con la vida de alguien. Ya sea rico o pobre, sano o moribundo. La muerte es igual para todos y debe ser tan natural y sutil, como quien la causa.
Vourbon se encogió de hombros. Estaba un poco mareado por el ron de la madrugada y el vino del desayuno. Pensó en beber una cerveza abundante con el almuerzo para digerir la comida.
—A mí me gusta beber y tener sexo. Aunque me inclino por lo primero. Las mujeres son muy sucias. A ellas les gusta herir a los buenos hombres, para después quejarse cuando escogen terribles pretendientes.
El hombre le regaló una sonrisa femenina.
—El ejército enemigo acampa a dos montañas de la primera trinchera.
—Debes conocer a tu enemigo—se encogió de hombros—. Seguro vienen esta noche a jugar y beber un poco. Tenemos buenas cartas. Deben tener prostitutas caras de la capital. Por favor, sean amables con nuestros invitados.
Vourbon soltó una carcajada. Pero el asesino no se río, al parecer, su corazón estaba muy congelado. Algo en él, le recordaba a Aurore y su solemnidad.
—Estén alertas—carraspeó con las mejillas sonrojadas—. Si el enemigo ataca. Huyan a la segunda trinchera oponiendo una débil resistencia.
—¿Usted cree que los asesinos son cobardes que apuñalan por la espalda y envenenan?
Vourbon se mordió el labio inferior.
—Soy el comandante, señor asesino—contestó. Se inclinó ante el hombre—. Pagué mucha plata y seguiré pagando a los que me sigan en cada una de mis estrategias.
John Dee sonrió, malévolo.
—Quiero una moneda de plata por cada hermano de hierro que muera en esa trinchera.
—Ya nos entendemos—lo tomó del hombro con alegría—. Pagaré por todos los que mueran. Incluso si usted mismo los mata por... error. Por supuesto, en contraposición, te daré dos oriones por cada soldado real que mates. ¿Te gustan mis términos?
El rostro de John se iluminó, pero sus ojos seguían congelados.
—La Hermandad de Hierro será la muralla que defienda este valle.
John Dee se retiró a la primera trinchera en un caballo gris con los cuartos traseros salpicados de manchas. Desde la colina, podía avistar todo el valle. Tenía el catalejo de Carlos, así que veía las cabezas de sus hombres moverse entre las trincheras. Aunque usaba ese cachivache para espiar a las campesinas mientras se bañaban. Las tres líneas de tierra excavada estaban bastante alejadas una de la otra. Cada uno de ellas, servía de apoyo durante la huida. De manera, que el destacamento que se replegaba era defendido por la trinchera receptora. Vourbon se consideraba un genio de la guerra.
Al mediodía, el sol se dejó ver sobre las cumbres de los nubarrones. El eco de los caballos resonaba en la distancia.
—¡Vienen los enemigos!—Escuchó, como un suspiro nefasto desde la primera trinchera. Los cuernos sonaron con aullidos invernales.
Vourbon corrió, gritando ordenes a diestro y siniestro, atravesó el pueblo. Se subió en un caballo desconocido y lo espoleó. Enseguida, la montura lo condujo hasta la reserva en el puñado de casas destartaladas hechas de troncos apilados La polvorosa levantada por el estruendo no lo dejaba mirar en dirección al valle, más allá de las trincheras. Todos corrían, preparando las ballestas y tomando posiciones. Vourbon se subió a una casa, junto a otros campesinos con ballestas y picas.
—Los de la reserva—ordenó Vourbon con determinación—. Preparen la artillería.
Los campesinos en las casas destartaladas cargaron los dos trabuquetes con una cantidad absurda de piedras. Los cañones se cargaron con balas de plomo y los escorpiones con largos arpones desde los techos de las pequeñas casas. Las ballestas temblaban en sus manos. No podía ver nada. El mago Aleister Crowley subió a la techumbre por la escalera de ramas, era muy viejo para la gracia. Parecía caerse a pedazos cuando caminaba. Se vestía con una gastada túnica otrora negra, ahora gris mate.
Vourbon estudió en el Jardín de Estrellas, sabía reconocer a los magos. Crowley era solo un imitador. Arrojó sal en las trincheras durante las excavaciones, degolló algunas gallinas para un clima propicio y el éxito de la batalla, además... bañó a los campesinos con sangre de toro para hacerlos valientes. Puras patrañas. Crowley no podría levantar un dedo frente al rector Cassini Echevarría, sin caer de rodillas.
—Viejo—lo llamó Vourbon—. Venga, siéntese. Puede saltarse la siesta de la tarde, porque este día será contado en la historia.
Al otro lado del valle, avistó carros que transportaban trabuquetes cargados con enormes piedras y una formación de jinetes.
Escuchó un disparo y un barullo de gritos.
La tercera trinchera disparó contra la polvorosa de caballos y hombres. Los soldados reales cayeron sobre ellos con las lanzas rotas y los sumergieron en un abismo de oscuridad. Dentro de la nube de polvo, el estallido de los pistones al disparar las saetas cortaba el silencio con un silbido. El polvo negro cubrió la tercera trinchera con estallidos y gritos. En la segunda y primera trinchera, una docena de cabezas negras permanecían ocultas con las armas cargadas, esperando.
Un jinete salió de la nube de polvo, luego dos y después otros cuatro, seguidos de una decena de hombres heridos. John Dee regresaba con sus asesinos mientras les llovían saetas y piedras del tamaño de niños. Los persiguieron durante el repliegue, destrozándole los talones con picas ensangrentadas y saetas. La distancia pareció aniquilarlos mientras los destrozaban. Los asesinos liderados por Carlos los cubrieron de la persecución. Los asesinos saltaron a la trinchera. La caballería del ejército real penetró en la segunda trinchera mientras los soldados se defendían. Los pistones silbaban, las saetas crujían en la polvorosa. Los desgarridos húmedos chillaban como lamentos. Un caballo se hundió en la trinchera aplastando a un par de hombres. Vio a Carlos gritando con la espada en alto.
—¡Retirada!
Rápidamente, los soldados reales se abrieron paso en la segunda trinchera. Tenían mosquetes que disparaban torrentes de flamas doradas, rojas, azules. La segunda línea cedió y comenzaron la retirada por el largo trecho traicionero mientras la tercera trinchera les cubría las espaldas. Carlos estaba cubierto de polvo y los asesinos lo seguían, ensangrentados. La caballería enemiga a su espalda les rompía la espina con sus lanzas. Un conflagración destrozó a un hombre en llamaradas.
Pisando sus talones, los perseguidores los embistieron. Las lanzas se rompieron en los costados de los campesinos y las saetas los derribaron. Gerard Courbet ordenaba disparar. John Dee fue el primero en llegar a la última trinchera, mientras los que la defendían cargaban y disparaban contra los jinetes enemigos en el repliegue. Carlos llegó con el rostro ensangrentado, resbaló con la tierra suelta y cayó al suelo. Carlos se levantó, corriendo, saltó sobre un caballo cubierto de saetas como un erizo y cayó en la trinchera, seguido de un puñado de personas. Todas las fuerzas reunidas en la última trinchera esperaron con las saetas tensas. Imperó un silencio repentino. Gerard esperaba con el cabello lleno de piedritas y las picas preparadas. La caballería enemiga desfiló sobre la segunda trinchera, cabalgando a tope hasta arremeter.
Más allá de la cortina de polvo levantada por los cascos. Los caballeros reales cayeron sobre las picas ensangrentadas de la última trinchera. Los soldados rebeldes dispararon, mostrando cierta defensa ante la acometida de Johann Daumier.
Cargaron el mortero con abundante líquido explosivo, pero el percutor defectuoso explotó, sumergiendo el agujero en un caos de humo negro y gritos. El mundo desapareció en una brumosa colina de azufre. El humo negro los escondió. Las saetas silbaron en la oscuridad de la nube sulfurosa y los caballos se estremecieron en círculos desesperados.
Vourbon temió lo peor cuando un profundo silencio lo arrastró a sus declinantes pensamientos. La última trinchera se cubrió de gritos y quejidos de dolor. Escuchó el siseo de muchas serpientes en el humo. Los caballos temblaron asustados. ¿Qué estaba pasando en aquella tormenta? Sus hombres estaban acabados. Cuando no tuvo esperanza, un caballo alazán escapó, encabritado, arrastrando a Carlos del pie hasta la reserva. Medio centenar de personas emergieron del abismo de las trincheras en retirada y corrieron a la reserva, mientras les llovían saetas. Los hombres corrían perseguidos por la caballería del ejército real, recortando la distancia entre la última trinchera y el pueblo.
—¡Esperemos!—Gritó Vourbon con los nervios estallando en las costillas—. ¡Esperen la orden!
John Dee traspasó la reserva, pero una saeta voló, perdida, y lo derribó. Lo siguió el caballo, arrastrando a Carlos. Gerard temblaba cubierto de sangre, su fino traje blanco estaba mugroso y no llevaba el sombrero. Los restos de los Cabezas de Rata y un par de mujeres ensangrentadas de las Efigies Nocturnas traspasaron la barrera de sacos de arena con los ojos llorosos. La caballería se detuvo antes de llegar a las casas de madera. Johann Daumier, muy parecido a un lobo albino, cruzó una mirada violácea con la suya.
—¡Disparen a esos rebeldes!—Anunció el comandante Daumier.
Las saetas silbaron. Vio como cortaban el aire directo hacía él y... quiso que fuera así. Vourbon estaba dispuesto a morir allí en aquel tejado. Estaba muy borracho. Por fin, terminaría tanta soledad, dolor y embriaguez. Las flechas nunca llegaron. Se detuvieron en el aire, clavadas en una barrera que no existía. Aleister Crowley permanecía de pie a su lado, con las manos arrugadas, extendidas al cielo. Las saetas se detuvieron en el aire por un momento y cayeron, sin el menor impulso, al suelo.
—¡Destrocen a esos malditos!—Gritó Vourbon Verrochio.
Un millar de saetas silbaron a la vez desde la reserva y bañaron a la centuria de soldados reales con una embestida de muerte. Las piedras zumbaron, reventando cabezas. Los caballos enloquecidos por el olor de la sangre se levantaron sobre dos patas y tumbaron a sus jinetes. Los cañones abrieron fuego, expulsando grandes bolas de humo infernal. La tempestad de gritos arribó el valle mientras las monturas encabritadas volaban en pedazos, pisoteaban a sus jinetes y corrían desbocados. Las bolas de plomo reventaban. Los arpones silbaban. Olía a sangre, miseria, muerte.
—¡Ataque frontal!—Gritó Vourbon, desenvainando la espada—. ¡Presenten verdadera batalla!
Saltó del edificio, se lastimó los talones, pero corrió y todos lo siguieron. Los soldados reales, viendo la eminencia de la rebelión en su totalidad, retrocedieron. Johann Daumier ordenó la retirada y dieron media vuelta en huida mientras les perseguían. Los persiguieron grandes distancias, pero eran jinetes más veloces. Ordenó a media docena de exploradores seguirlos. Agotados por el intrépido día. Sus fuerzas se esfumaron. Contaron sus pérdidas. Carlos se acercó, tenía la mitad del rostro cubierto de sangre y la otra mitad de polvo.
—Perdimos a ochenta y tenemos catorce heridos—dictó con tono sombrío.
Vourbon detuvo su caballo. Las trincheras estaban atestadas de moscas y cadáveres, nadando en charcos de sangre. Había caballos muertos ensartados con saetas en medio de las líneas de trincheras y hombres arrastrándose con miembros cercenados. Era un espectáculo macabro.
—¿Y cuántos matamos nosotros?
Carlos bajó la mirada.
—Veinte, señor.
Vourbon rompió en carcajadas.
—¡Ja, ja, ja!—Se pasó una mano por la maraña de cabello—. Unos ineptos como nosotros casi los aniquilaron. Es nuestra oportunidad, vamos a seguirlos para desangrarlos.
Aleister Crowley bajó del tejado con ayuda de una mujer de las Efigies Nocturnas. John Dee se arrastraba con varias saetas en la espalda y las piernas. Ya no sonreía burlón, parecía asustado. Vourbon se acercó a él.
—¿Cuántos mataste, John?
—Muchos—el asesino se arrastraba en un charco oscuro—. Le rebane el cuello a un centenar.
Vourbon le clavó la espada en los riñones con un aullido. La clavó dos veces en su cuerpo y rompió la saeta en su espalda de un pisotón.