Capítulo 15. Balada del Anochecer

Capítulo 15. ¿Amigos para qué? ¡Maldita sea!

Parecía que Sanz iba a seguir de largo en su caminata. Sus zancadas eran despreocupadas, tristes, distantes, determinadas. Su rostro no reflejó ninguna emoción con los músculos tensos, cuando pasó junto a Jazmín Curie. Pero... había tomado su brazo con firmeza.
—Lo siento... por todo lo que prometí—dijo el joven sin mirar a Jazmín. Sabía que no podría contenerse si la veía a los ojos—. Disculpa por haberte hecho sentir una mierda... cuando yo me sentía insignificante. No merecías eso. Y disculpa... por haber hecho promesas que nunca cumplí. El siempre juntos se desvaneció hace tantos veranos.
—Eso... ya no importa.
—Sí, es importante—Sanz frunció los labios. Su voz era un hilo quebradizo—. Al menos para mí, sí fue importante.
Jazmín Curie frunció el ceño. Sus ojos pequeños desaparecieron, dudó y se alejó. Sanz quedó paralizado y caminó, cabizbajo... hasta desaparecer en el jardín de estatuas. Clemente sonrió junto a la pequeña Agnes.
La niña arrugó la nariz.
—¿Qué le hizo?
Clemente se quitó la capucha y la brisa fría golpeó las cicatrices de su rostro.
—¿Qué hacen las personas cuando se quieren mucho?
La niña pensó, sus pequeñas cejas rojas se contrajeron. Abrió los ojos como platos y se llevó las manos a los rizos color sangre.
—¡¿Hicieron mucha mantequilla?!
Clemente apretó los labios para contener la carcajada. La niña parecía confundida, la capucha verde era demasiado grande para su pequeño cuerpo. Pero no podían arriesgarse a que los vieran.
—Se podría decir que hicieron mucha mantequilla—dijo. Miró de soslayo los agujeros en los muros del jardín y las estatuas fornicarias en búsqueda de ojos curiosos. Tenía una pistola cargada en el cinturón y varios puñales peligrosamente afilados—. Cuando dos personas se aman... están destinados a romperse el corazón. Las promesas del siempre juntos se desvanecen en el olvido.
Agnes lo escuchó con los ojos entornados y una sonrisita.
—¿A ti te han roto el corazón?
—No seas tonta, niña—se palpó el pecho. Llevaba un chaleco de cuero azul bajo la capucha. Jean insistió en que llevase la capucha morada de puntos amarillos—. Yo no tengo corazón. Me lo extirparon las brujas del Bosque Espinoso en un ritual para los Dioses Muertos. Perdí mis emociones, pero me volví inmortal.
—Ya no me creo tus cuentos—Agnes se cruzó de brazos—. Les has contado disparates a los borrachos para que te tengan miedo.
—¿Y qué tiene?
—Estás llamando la atención, va a venir el hombre malo.
Clemente recordó la silueta de Samael. El joven sostenía la pistola en la cabeza de la niña mientras lanzaba una sarta de advertencias. Fiodor Bocha llevaba la ballesta tensa y cargada en las manos... y daba pasos, suaves y silenciosos.
—No voy a dejar que Samael te saque los ojos.
Agnes tragó saliva y negó con la cabeza.
—Deberías llevar a Courbet con las brujas del bosque para que le saquen el corazón—la niña escupió, insípida—. Convirtió a mi hermana en sal.

—Él no convirtió a tu hermana en sal—Clemente desenfundó la pistola y la acarició: mango de madera, refuerzos de acero y maeglifos en el bajorrelieve. La ruleta del cañón era de plata y la boquilla tenía forma de lobo aullando. Seis disparos penetrantes. Jean Ahing un artesano de profesión al perfeccionar el diseño de su artefacto—. No sentir emociones sería muy aburrido. Quizás Courbet esté deprimido por la matanza del Valle de Sales, pero pronto volverá a dirigir a los Sonetistas con una fuerza destructora. Con los Curie tendrás la protección que necesitas.
—¿Me vas a dejar?
—No te encariñes conmigo, me voy a morir pronto—Clemente enfundó la pistola y chasqueó la lengua—. Los Curie van a cuidar de ti. Son buenas personas de prestigioso legado.
—¿Y Jarwitt?
—Debe estar cagando en la montaña o cogiendo con animales salvajes... ¿Qué sé yo?
Agnes apretó los labios y bajó la mirada. Clemente suspiró y miró a lo lejos a un par de estatuas: un hombre y una mujer. Estaban de pie y la mujer reposó un talón sobre el hombro del varón y él la penetraba con un semblante agobiado.
—Mira, Agnes—Clemente se palmeó los muslos—. Hablé con Courbet. Todos piensan que está deprimido y que se rendirá. Pero está más determinado que nunca. Va a marchar al Primer Castillo para descuartizar al Homúnculista. Quiero que te quedes en la Mansión de los Curie, mientras yo me uno a la avanzadilla para atacar la fortificación.
Se levantó y tomó a la niña de la mano.
—Por favor... No te mueras—pidió Agnes. Caminaron por un sendero de losas de piedra hasta el recibidor de la fachada de tres pisos. Desde el balcón pudo ver a Javier Curie pitando un retrato de Niccolo Brosse—. Todas las personas que conozco se mueren.
—Yo no voy a morir nunca, niña tonta—Clemente miró el cielo plomizo y los nubarrones tenebrosos. Caería un aguacero dentro de poco—. Voy a vivir para siempre. Soy inmortal, ¿no sabías? El viejo Acromantula fabricó un brebaje con la sangre de siete vírgenes pelirrojas. Todos los que beban de mi orina vivirán más de cien años.
Agnes soltó una carcajada y se tapó la boca con las manitas.
—Los meados son venenosos. Acromantula dice que expulsamos humores malignos por la orina.
Entraron en el salón alargado de los Curie: los muebles de madera llenaron el espacio y la alfombra morada estaba limpia. Los bustos de antiguos miembros de la familia se sostenían en dinteles con expresiones asiduas. Gerard Courbet estaba recostado en un mueble acolchado con una esfera de oricalco en los dedos enguantados. Mediante Conversión Energética podía transfigurar la material gracias a su composición de níquel, plata y hierro de cometas. El oricalco era una aleación difícil de amoldar y sus componentes eran costosos.
El bardo mantenía una expresión lúgubre y ojerosa. No hablaba mucho y rara vez bajaba de la recámara de la señora para dar órdenes o sermones pesarosos. Agrippa lo miraba, sentada en el mueble contiguo con una copa de plata en los dedos. Llevaba un fino traje púrpura que exhibía una pronunciada juventud en sus piernas y su cabello cobrizo lucía rizos brillantes.
—Me equivoqué respecto a ti—dijo Agrippa y probó un sorbo de vino dorado—. No eres el héroe mitificado que fue bestialmente deformado hasta convertirse en un villano. El supuesto artífice de la masacre en el Valle de Gigantes. Mentiras. Una falacia de parte de la Cumbre Escarlata. Pero, tú... no eres esa clase de desquiciado que extermina por placer. Eres una fuerza de la naturaleza que se opone al cambio. Un desperdicio de la sociedad pasada que arremete con furia... Eres la encarnación del primitivismo que contaminó esta isla: la gangrena que impide el avance del mundo. Sin propósito, más que una entidad de caos. Tu única finalidad es destruir todo a tu paso como un huracán. 
Courbet acarició con los dedos la esfera y la convirtió en un pajarillo plomizo. El artefacto desplegó las olas y describió círculos en el techo alto del que pendían crisoles de marfil.
—¿Se hacen exterminios por placer?—Gerard enseñó una sonrisa torcida. Agrippa apretó los labios y sus ojos verdes lanzaron motitas cobrizas—. Puede que no conozca otra forma que la oposición. Este mundo es extraño, ¿lo has notado? Está dividido. Los que están arriba y, los que no saben que están abajo. Necesitamos emociones, amor, y dinero... para adormecer nuestros sentidos y, seguir viviendo. La vida no tiene sentido... y creo que la muerte tampoco la tiene.
Agrippa cruzó las piernas esbeltas. Llevaba sandalias de piel de serpiente atadas hasta las rodillas.
—¿Y qué va a hacer el Hijo de la Sal?—La mujer levantó la copa en señal de suplica—. El mago negro más temido de la isla Esperanza.
Gerard se pasó la lengua por los labios.
—Voy a destruir y pisotear sus ideales—frunció el ceño y el pajarillo de oricalco se posó en su hombro. Se fundió en un chorro de plata y rectó por su brazo en forma de serpiente—. Nos silenciaron, mutilaron, cortaron nuestras raíces y envenenaron nuestras semillas. Los Sonetistas son esas malas hierbas que se rehúsan a ser extirpadas. El culto hermético que se consagró con la unión de la Cumbre Escarlata y el Sol Negro... verá su extinción.
—¿Y si su metodología trae paz y abundancia a esta isla?—Agrippa dejó la copa sobre la mesa de vidrio que los separaba—. ¿Y si lo mejor para el mundo es que la mayoría desaparezca? El mundo sería rico en las artes, el conocimiento y el placer.
—Eso le daría sentido a nuestras vidas... y se lo quitaría a la vez.
—Que interesante—la mujer se lamió los labios rojos—. Pero no puedo seguirte en tu camino de destrucción, Courbet.
—Importa poco—la serpiente se deslizó por su palma emitiendo un siseo peculiar—. En mi camino de muerte... siempre me han seguido los que buscan una forma valerosa de suicidarse. Dejando atrás un basurero de estatuas de sal, valles ensangrentados y canciones de héroes rotos.
—Serán canciones muy interesantes que narrará la historia de los Sonetistas del Fin del Mundo.
Bartolomé apareció con los hombros cargados de fardos.
—Señor Courbet, es hora de partir.
—Fue un placer, señorita Agrippa.
La mujer parecía triste.
—¿No iba a quedarse a dormir hasta la próxima luna llena?
—Ha sido un consuelo para mí el compartir su lecho—Gerard le tendió la serpiente y la convirtió en una rosa metálica—. Es una mujer muy enérgica, y es más probable que muera entre sus piernas que en la batalla.
Agrippa dejó escapar una pequeña lágrima.
—A mí edad cada vez que me despido... Estoy segura que será la última vez que vea a esa persona.
Gerard hizo una reverencia y se retiró de la estancia. Le dedicó una mirada a Clemente y desapareció. Agnes tiró de su cinturón.
—¿Por qué llora la señora Agrippa?
—Porque se va el que le batía bien su mantequilla.
Las orejas de la niña enrojecieron. Agrippa miró de pies a cabeza a ambos y sonrió.
—Ven, pequeña Scrammer—llamó. Agnes se acercó, tímida y con la cabeza baja. Agrippa la sentó en sus piernas y le acarició el cabello—. Tienes el cabello tan rojo como la sangre. Yo conocí a tu padre hace muchos años, lejos de ser un caballero era bastante bravucón. Vivía metido en peleas y la madre de Clemente, Delaila, mi sobrina; siempre le curaba los golpes. Ella estaba muy enamorada de tu padre y le rompió el corazón que lo obligarán a casarse con un primo lejano para mantener el fuego en la sangre. ¿Te imaginas que Clemente hubiera sido tu hermano?
El joven sonrió, taciturno.
—No soy un buen ejemplo.
Agnes tenía el rostro congestionado, lloraba en silencio.
—¿Vas a regresar, verdad?
Clemente apretó los labios y el peso de las pistolas en su cinturón nunca le pareció tan abrumador. Abrió la boca para decir algo y la cerró abruptamente. Se sentía indefenso, sofocado. Se deslizó por la estancia de bustos inexpresivos y lámparas colgantes. Escuchó el quejido ruidoso de la niña desconsolada en brazos de la maternal Agrippa. Clemente miró por encima de su hombro antes de volverse hacía el pasadizo. Se caló la capucha de lunares y se ajustó el cinturón de cuero con las pistolas y puñales.
Caminó por el corredor estrecho y vio de reojo los cuadros de los Curie. Aquella sala una pared forrada con retratos e inscripciones. Del otro lado, la larga escalera de madera conducía al segundo piso del edificio: las habitaciones de la familia, el obituario de Sofía Lumiere y el balcón artístico. El tercer piso era el antiguo taller de Adam Curie rematado en una terraza para estudiar las estrellas.
Niccolo permanecía frente al retrato de una mujer de cabello castaño y sonrisa trémula. Clemente se acercó, atisbando el almizcle de sulfato, cenizas y menta aunado al cuerpo de aquel hombre de cabello cobrizo. Vestía con un chaleco tachonado color azul, guantes de cuero oscuro, pantalones del mismo color y botas altas. Llevaba un hacha al cinto y un puñal largo en una vaina de madera. Su expresión era peculiar: inexpresiva, pero fingiendo una profunda tristeza. En la inscripción de bronce se leía: «La hermosa y deslumbrante Bertha Curie».
—Nuestro bisabuelo le entregó mi madre a los Brosse—dijo Niccolo, sin mirarlo. El ambiente a su alrededor era extrañamente pesado. Si cerrabas los ojos, podías escuchar una catarata rompiendo sobre una quebrada—. Estaba obsesionado con el Caoísmo y la energía primitiva. Creyó en las promesas de Julián Brosse, uno de los estudiantes de Azazel el Loco, que llegó a poseer una traducción del Libro de los Grillos. El precio del conocimiento era la quintaesencia. La sangre peculiar de los Curie se usó para pagar muchas deudas. Mi madre y padre, fueron consumidos por la locura demoníaca de aquel libro maldito hasta su muerte. Pactaron con fuerzas que no comprendían y lo perdieron todo—los ojos de Niccolo eran un hervidero de cobre bruñido—. Igual que yo.
Clemente atisbo el retrato de su madre y apretó los puños. Delaila se veía bastante joven en el recuerdo impreso de colores vivos: pálida, tímida, con una sonrisa blanca que demostraba ingenuidad y el flequillo en la frente. La ardieron las falanges de sus dedos mutilados. Su madre debía estar en el Primer Castillo, siendo sometida a los crueles experimentos del Homúnculista. Su madre. Tuberías. Sangre. Dolor. Ira.
Clemente apretó las muelas en un almizcle de rabia e impotencia.
—Mi pequeña Bertha—Adam Curie apareció en la cima de la escalera con expresión lúgubre—. Lo lamento, hijos... no pude protegerlas. Bertha eligió ir con Julián porque una enfermedad le impedía tener hijos. Ella deseaba ser madre con toda el alma... y engendró tres hijos que se convirtieron en exponentes de la isla: Vidal Brosse, un importante cuentacuentos que unificó la historia pérdida de la isla; Marcel, que era estudioso de la medicina y se volvió un gran médico que trajo curas para los enfermos; y el pequeño Niccolo... el héroe de la Canción de Medianoche. El Alicante de Bronce de los Brosse y Curie.
Los labios de Niccolo dibujaron una línea fina.
—Y todos estamos muertos y olvidados.
Adam se entristeció y bajó la mirada.
—Los fuegos artificiales de Bertha alumbraron el Paraje—sonrió, evocando el pasado. Su traje negro tenía broches y llevaba una pañoleta morada en el cuello—. Trajeron alegría y devoción al cielo nocturno de las festividades. A Delaila le gustaban las fiestas de la luna, aunque nunca la dejábamos quedarse tan tarde. Era una pajarilla, ja, ja, ja. Le gustaba espiar a los adultos durante los juegos de noche y siempre estaba frotándose con los muebles o las almohadas.
Bajo la escalera se alzaba la entrada atrancada del sótano, donde se apilo la indumentaria que el hombre usó durante su propuesta de investigación. Todo el material permanecía allí abajo en un reguero de armatostes basura y era peligroso retirarlo por la cantidad de ácido sulfúrico. Varias toneladas en baterías, artefactos de metal y toneles de ácido.
Clemente intentó seguir a Niccolo cuando Adam lo tomó del hombro. Era tan alto como él, imponente, fornido y con un poco de cobre en una mata de cabellos blancos. A pesar de ser el hombre más longevo de la isla, conservaba todos los dientes y una fuerza desconocida; fruto de elixires alquímicos y una vida de ermitaño.
—Salva a tu madre—le impuso. Los ojos verdosos de Adam contenían motitas de cobre flotando en sus pupilas. Olía a cinabrio, roble y perfume de limón—. Trae a Delaila a casa con su familia.
Clemente asintió y se liberó del agarre para salir de aquella mansión por un recibidor formado por arcos de piedra. Las esculturas de animales los despedían ante las murallas altas de la mansión. En el patio había dos docenas de carromatos en línea sobre el camino empedrado que conducía al Paraje por una calle principal. Jean Ahing cargaba líquido explosivo en carros tapizados con gruesos cobertores negros. Clemente había escuchado terribles historias de aquella orina de alquimistas: un líquido espeso y ardiente, azur como el cielo enfermizo, que estallaba al contacto con el calor con una violencia devastadora. Pedro Corne d'Or y Amanda Flambée subieron cajas con saetas. Simon Fonseca, Bartolomé y otros tres hombres levantaron con poleas un cañón de acero forjado a un carromato empotrado de sendas ruedas. Las ruedas se estremecieron por el peso del grueso cilindro metálico. Los hombres cargaron seis sendas bolas de plomo y las depositaron en otro carro cubierto con gruesas lonas.
Melquíades Grosseur y una pandilla de lanceros armaron los carros con escudos redondos pintarrajeados con un amanecer dorado en fondo purpúreo. Los lanceros formaron una escuadra de treinta rebeldes, entre brujos resignados y familias de granjeros que sufrieron la esterilización; enclenques con pieles cosidas que iban a la guerra en nombre de la redención portando picas, lanzas y demás armas rudimentarias.
Javier Curie se unió a los lanceros de Melquíades mientras su hermana lo reprendía.
—¡No puedes ir a la guerra!—Jazmín parecía al borde de las lágrimas.
—¡No puedo quedarme aquí mientras los Sonetistas se movilizan para derrocar a la Cumbre Escarlata!
Javier llevó casco, pechera, hombreras y protecciones para las piernas. Una espada colgaba de su cinturón junto con un puñal. A su espalda cargó un fardo con lonas y provisiones. Jazmín lo abrazó llorando a mares.
—¡Eres un estúpido al que van a matar!
—Yo lo voy a cuidar—Sanz tomó a Javier del hombro. El joven tenía un capa de terciopelo color malva y se había pintado el cabello de morado; exhibía su verdadero rostro golpeado y mostrando con orgullo la marca de sangre parecida a una lamida de fuego—. Lo protegeré con mi vida si llega a faltar.
Jazmín abrió la boca para contestar, la cerró, dio media vuelta y desapareció en la entrada de la mansión donde Agrippa los despedía. Sofía Lumiere fumó un tabaco y rezó para que los dioses los favorecieran en su batalla. Unas tejedoras les regalaron un portaestandarte con el emblema de los Sonetistas: el amanecer dorado en un campo verde cubierto de espadas; y la bruja lo roció con perfume de incienso.
Gerard se juntó con un par de brujas ataviadas con pieles. Sairelys Espino le ofrecía un ramo de flores púrpuras al bardo y Arianna Cerezo, unos dedos más alta que Courbet, no paraba de reír y hablar en voz alta. El rubio asentía cordialmente, y se mostraba esquivo a las propuestas de las mujeres.
Sanz y Acromantula subían botellas a un carromato ornamentado. El mago llevaba una túnica negra con puños abombados y un sombrero estrafalario con campanas. Llevaban toda clase de amuletillos a la venta para la buena suerte durante la guerra, y se ofrecían a realizar cruzamientos rituales a los soldados para protegerlos de los proyectiles. Los lanceros ya se habían cruzado junto a un montón de brujos del tabaco, y el ritual se popularizó en el ejército como la pólvora ante un chispazo. Jarwitt dormía en la alfombra de un carromato como una bola de pelo negro y demencial. El animal se hinchaba con un resuello plácidamente y se encogía gentilmente.
Nairelys Luna se le acercó por detrás y le hincó un dedo en las costillas.
—¡Asesino de Magos!
Clemente se volteó con la pistola del cinturón aferrada en los dedos.
—¡Por los dioses!
La joven estalló en carcajadas y se arregló un mechón detrás de la oreja.
—¿Es verdad que dónde orinas sale un espino venenoso?
—¿Quieres comprobarlo?
Nairelys le golpeó el brazo con una sonrisa. Era una chica dulce, pálida, enérgica, con el cabello castaño oscuro y los ojos verdes. Llevaba un abrigo de pieles pésimamente teñido púrpura, botas altas, correas de broche con puñales escondidos y una bolsa de cuero con especias «supuestamente mágicas». En su escote se podía apreciar el tatuaje de una luna diminuta en su seno derecho. Símbolo de las brujas del Bosque Espinoso del Norte.
Ella lo bañó con su vomito la primera noche del banquete en la mansión de los Curie, su estómago no estaba acostumbrado a mezclar ajenjo con cerveza y vino blanco. Histérica y borracha, le pidió disculpas... mientras lo ayudaba a limpiar su gabardina se dio cuenta que era el famoso Asesino de Magos. Quería escuchar sus historias, pero Clemente no quería hablar de sus asesinatos. La chica lo perseguía, juguetona, bebiendo cerveza de frutas y hablando por horas sobre banalidades y chismorreos.
Nunca le pareció más repulsivo tanto reconocimiento de parte del populacho al salir a la luz la verdad del Asesino de Magos. Los borrachos querían oír sus más espantosas historias, riendo como si los peores días de su vida fueran crónicas heroicas de hazañas majestuosas y las putas ofrecieron descuentos por sus coños a cambio de ver «sus armas mágicas». Escuchó varias canciones de sus proezas similares a sonetos de espantos.

¡Yo lo vi!
¡Yo sí lo vi!
¡Era un fantasma sin cabeza!
¡Sin pantalones ni camisa!
¡Con las manos en los bolsillos y una agradable sonrisa!

Durante el trayecto a paso de mula, debió permanecer en el carromato de las brujas. Comía berberechos, guisos picantes y bebían abundantemente todo tipo de bebidas adulteradas. Dormía con un cojín en la cabeza y se cobijó con una manta de terciopelo las frías noches de otoño. Las brujas dormían juntas, desnudas, y abrazadas para darse calor. Una noche, Arianna se le subió encima y comenzó a quitarle la ropa. Clemente la reprendió varias veces hasta que la mujer dejó de insistir. Nairelys lo abrazaba tiernamente al dormir y preparaba infusiones de hierbas para los males del camino.
Las brujas conocían los secretos de las hierbas, las estrellas, el musgo y los sueños. Les gustaba la música y creían en pequeños seres invisibles que inducían humores en las personas. A veces hablaban de dríadas, duendes y sátiros hechizados que seguían a la caravana, silbando y canturreando a través de los susurros de las hojas. Estos seres se fundían en la naturaleza, convirtiéndose en árboles de ramas extendidas con formas humanoides. Las brujas Luna adoraban a Diana con devoción en sus rotaciones, hablaban de abortivos y empastes para curar las erupciones, gripes, temblores, vómitos y ojos lacrimosos de la estación lluviosa.
Clemente contó sus cristales cada mañana. Limpió los conductos del cañón y se aseguró de que los Maeglifos no estuvieran gastados con el uso. Probó la firmeza del gatillo, el martillo y la aguja de plata. Se limpió los dientes con carbones y afilo sus puñales: el de la bota en vaina de madera y el del cinturón escondido en cuero. Revisó la ruleta y el cañón de la pistola de boca ancha.
A las brujas les entretenía ver su artesanía. También hacía figuras de sulfato en forma de pajarillos y limpiaba piezas de armadura para el ejército por estrellas de cobre. Las brujas cocinaban caldos espesos, grasientos, picantes y robustos. Recogían tubérculos, raíces, especias, frutillas y hongos nutritivos. Aunque... cuando la luna llena veía el mundo con su imponente presencia, repartían hongos alucinógenos y raíces venenosas para inducir orgías nocturnas en nombre de la diosa del amor, la vida la fertilidad y los orgasmos.
La veintena de carromatos transportó los suministros, el equipaje, las armas, los explosivos alquímicos y el robusto cañón sacado del viejo almacén de un herrero... de alguna guerra antigua en una era indescifrable. La antigüedad estaba presente en su desgastada película de erosión... pero el metal no se corrompió. En su relieve cubierto de pátina verdosa de miles de años de sepultura, se podían escudriñar las formas agrestes de figuras humanas, y después de el pulido... se encontraron figuras erguidas con cola y escamas de serpiente. Una historia antigua inscrita en glifos que ni el brujo más viejo logró desentrañar... La prehistoria inmersa en aquella marea de misteriosas criaturas bípedas hacía estremecer la compresión limitada del mundo que tenían los historiadores actuales. Esos seres formaban una procesión en extraños carros voladores y huían de cometas y... aquello que los atormentaba fue borrado del artilugio con raspones de limaduras.
La caravana era escoltada por los ballesteros cruzados de Pedro, los lanceros de Melquiades y una veintena de familias que buscaban la libertad contra la opresión de la eutanasia obligatoria llevando armas rudimentarias y oxidadas armaduras de ancestros soeces. Gerard Courbet viajó al frente junto a Acromantula y Sanz Fonseca; los tres estaban construyendo un artefacto mágico para derribar los muros del Primer Castillo.
Viajaron con el clima a favor a pesar de las inclemencias del otoño. Los días eran cada vez más cortos y las noches no albergaron luz entre los sátenes ventilados del cielo cegado. Los centinelas fueron distribuidos en círculo con cuernos para avisar al ejército en caso de ataque... ocasionalmente se levantaba el eco mortuorio de un cuerno en llamada, que se perdía a través de los esqueletos de madera enraizados al limo del lodazal. Atravesaban el camino principal al norte, siendo sacudidos por lluvias friolentas bajo un cielo plomizo. La tercera noche tuvo que hacer guardia bajo el pronóstico de una tormenta eléctrica y Nairelys lo acompañó. Los relámpagos purpúreos tejían telarañas sobre los nubarrones cincelados de color amarillo. El resplandor caía sobre ellos como telones blancos, privando sus sentidos de la percepción de la realidad hasta el reventar del trueno sobre las lomas.
Estaban sentados junto a una hoguera agonizante de gruesos ramales. La bruja le contó historias de monstruos, de dríadas, ninfas y hadas. Cantó canciones tristes de eternas enamoradas esperando a héroes que nunca iban a regresar y le acarició el cabello cuando el cansancio se apoderó de sus párpados.
Gerard reposó junto a la hoguera con la tez resplandeciente. Se lo veía tranquilo, degustando un poco de vino antes de dormir y calentando su cuerpo con las llamas anaranjadas. Los carromatos estaban detenidos junto a un riachuelo que vomitaba espuma y un canturreo melancólico. Llevaba una capa negra con botones y vestía con grueso cuero del mismo color. Sus ojos dorados eran dos antorchas luminosas.
—Señor Courbet—una mujer se acercó al bardo. Vestía con pieles de diversos animales, llevaba un arco y carcaj con flechas asilvestradas. En una mano sostenía varias liebres muertas. La trenza de su cabeza era larga y color miel—. Hice una ofrenda para que los dioses nos bendigan en nuestra cruzada. Cerca, existe un claro donde Diana baja a bañarse las noches que no se encuentra, brillante... en el cielo. Dicen que ver a la diosa desnuda bañarse en las aguas es capaz de enloquecer al más estoico de los hombres. He tenido visiones y escuché la voz de los dioses. Ellos lo escogieron para una misión divina.
Gerard le sonrió a la mujer.
—Sería interesante que nos metiéramos juntos en ese riachuelo para esperar a Diana—sus cejas formaron un arco. La mujer se sonrojó—. Pero... no soy ningún escogido por los dioses. Soy un hombre, como todos los demás, que lucha por un propósito en el que cree firmemente.
La mujer acarició su trenza.
—Todos somos escogidos por los dioses.
—¿Cuál es tu nombre?
—Prímula—la mujer le sonrió y balanceó el peso de su cuerpo—. Bel le forjó una nueva mano con sangre y barro. ¿Puede mostrarme?
Gerard se quitó el largo guante de su mano derecha y mostró el sulfato esculpido que se unía a su codo. La mujer se inclinó para besar su mano oscura y terrosa de largos dedos sinuosos. Abrió y cerró aquellos dedos muertos con aflicción.
—Los dioses han traído a Courbet con nosotros para salvar la isla de la oscuridad.
Prímula se retiró con un andar voluptuoso. El bardo la siguió con la mirada y los ojos vidriosos...
—Por siempre, Courbet. Pero nunca... yo—Gerard suspiró y escondió su mano falsa en el grueso guante de cuero negro. Sus ojos parecían hervir, indiferentes—. Maldita sea—dijo y se bebió todo el vino de golpe. Atravesó a Clemente con una mirada gélida—. No quiero ser divinizado como un santo. Soy un asesino, fornicario y un cruel mago negro. He roto promesas y escribo canciones... tratando de ocultar mis emociones. Un corazón envenenado que solo quiere calor y sabe que morirá en soledad—los miró a los dos, sentados y entrelazados—. Los envidio. Porque a diferencia de mí, ustedes pueden darse mucho amor. Yo perdí todo lo que significó algo importante para mí: a mi familia, mis amigos... Perdí el amor de mis días. Pierdo y pierdo hasta que me pregunto: ¿Qué estoy haciendo aquí? Busco una forma valerosa de suicidarme y ustedes me siguen sin reflexionar en las consecuencias. Nosotros los del fondo, los que no queremos recordar a nadie. Somos los desperdicios de una sociedad que se extingue.
Gerard guardó silencio y la oscuridad a su alrededor pareció más densa y pesada. Un relámpago cayó en una loma lejana y el resplandor lanzó a su ojos su verdadera imagen: era alargado, esquelético, oscuro y brillante como el oro fundido y sus ojos eran pozos de luz amarilla. Un demonio de sal y muerte. Pero aquella fugaz visión desapareció tan rápidamente como el relámpago y solo quedó ante ellos la sombra de un hombre de ojos dorados. Clemente y Nairelys lo miraron, acongojados. Se sintió muy extraño, quería zafarse del abrazo de la chica... pero estaba muy cómodo. Se levantó, tomando la mano de Nay y se deslizó en la oscuridad, tanteando los árboles desnudos. No había mucha luz, pero podía moverse como un felino en los matorrales. La chica lo seguía sin pronunciar palabra.
Los árboles altos zumbaron en una oscuridad solemne. Las cigarras volaban, desamparadas, y un frío acompasaba la piel como los besos de un amante memorable. Inusitadamente, caminaba en desvelos. Terminó el largo verano de alegría y sueños... y comenzó la estación de las lluvias risueñas y las ánimas en pena. El mes predilecto para la brujería. Comenzaban las fiestas alcoholizadas y los fenómenos sobrenaturales más elocuentes.
Las anécdotas del final del verano. La época más sombría del año. El túnel de vegetación no los conducía a un lugar aparente, escuchó las quebradas de agua danzar a la distancia. Murmullos de espíritus. Los fuegos fatuos rondando los impertinentes recodos más intrínsecos de su mente, y en las sombras... se extendían los relámpagos de luz pálida.
Clemente caminó un largo trecho hasta llegar a la quebrada de rocas afiladas. La mujer emitía una peculiar risita en la oscuridad. Los yacimientos de arcillas permanecían a la deriva en el agua aceitosa. Se acercó en la oscuridad, temblando por los nervios. Nairelys se quedó a su lado y lo acarició con sus manos pequeñas. Decía cosas que no entendía; no quería entenderla. Pero tampoco quería que se fuera. Estuvieron largo rato sentados uno sobre el otro, un par de horas o una eternidad. No importa. El bosque por la madrugada era bastante solitario, somnoliento.
Escuchó la voz del bardo, atormentado por el amor perdido. Su amor era un recuerdo cruel del mundo.

Yo pienso que...
No son tan inútiles las noches que te di.
Te marchas... ¿y qué?
Yo no intento discutirlo.
Lo sabes y lo sé...

Nairelys lo besó, despacio. No fue un beso apasionado y fiero como los que ella daba a otros hombres; no: era un beso de consuelo, suave, tierno... Por una vez, se dejó amar y ella le quitó la ropa con manos delicadas. Lo sentó en la acolchada alfombra de ropas y lo besó con devoción. Amándolo cada segundo, interminable... Sin interrupción. Sin desesperar. Sin miedo.

¡Al menos quédate solo esta noche!
¡Prometo no tocarte!
Estás segura...

A veces que me voy sintiendo solo.
Porque conozco esa sonrisa.
Tan definitiva...
Tu sonrisa que a mí mismo.
¡Me abrió tu paraíso!

Gerard cantó y lloró en la lejanía acompasado con la música de los truenos. Tocó una lira imaginaria con dedos torpes de sulfato.
Clemente la miró, mimosa, mientras se quitaba la ropa con lujuria. Su piel brillante y pálida confesó pecados y marcas del tiempo. Sus senos cayeron ante él y los cogió entre sus dedos, probar aquella suavidad lo hizo sentirse sonámbulo. Era un sueño del que despertaría algún día. Rolliza, acercó sus labios húmedos. Devoró su cuello y hombros a asperezas de su íntimo vello efímero. Sus ojos sufrieron al sentir el tacto del húmedo cáliz y una presión que se extendió por todo su cuerpo naciendo de su entrepierna. Aquel calor lo invadió, martirizando su piel con tentación. Pecado. La carne otorgó placer, compasión y consuelo. Se deleitó con aquella dulzura curvilínea. Retozando en sus caderas estaba el deseo. El resto de la noche se cubrió de jadeos, besos, intimidad y caricias. Le decía palabras tiernas. Palabras de amor... Pero no eran para ella. Habían sido dichas en cada fantasía. En cada recuerdo.

Se dice que... por cada hombre, hay una como tú.
Pero mi sitio... lo ocuparás con alguno.
¡Igual que yo o mejor lo dudo!

Escuchó un sonido húmedo de succión cuando su miembro palpitando salió del interior de la chica y...
Nairelys corrió, desnuda y risueña al agua y se zambulló. La luz de la luna desdibujó su forma pálida con espectros. Una estatua femenina labrada en mármol de plata por artesanos maestros en el placer y la excitación. Permanecía en el estrecho más profundo, metida hasta la cintura en el agua oscura bajo el débil resplandor de los relámpagos. El cabello castaño le ofreció a su piel blanca el aspecto de la porcelana. Un lunar resaltaba como una estrella en el holocausto de su belleza femenina y sus senos rosados lo apuntaron como faros. Veía la pequeña luna negra en su pecho, los hombros tersos y la cintura de deleite...
—Estoy empezando a tener frío—sugirió. El vello de su entrepierna corría perlado con gotitas hasta su ombligo y lo invitaba a un deseo sugerente.

Porque esta vez agachas la mirada.
¡Me pides que sigamos siendo amigos!
¡¡¡¿AMIGOS PARA QUÉ?!!!
¡¡¡MALDITA SEA!!!
A un amigo lo perdono... pero a ti te amo.
Pueden parecer banales... Mis instintos naturales.

Clemente se quitó las zapatos, las medias y los pantalones. Se estremeció con el suelo arcilloso y frío. Miró la piel rolliza de la joven y su delicadeza en el agua. A su mente acudieron imágenes de sirenas seductoras y asesinas. Espíritus del agua, almas pérdidas... Y fantasías eróticas. Su desnudes quedó al descubierto y el frío le pasó por la piel como un cuchillo. Nairelys lo miró, risueña. Se alisó el cabello mientras estudió el contorno de su figura masculina, el vello arremolinado en su vientre y su andar desgarbado. Las cicatrices que enmarcaban sus piernas y pecho con fiereza. Marcado por el fuego. Clemente se metió en el agua sopesando el frío hasta que su masculina rigidez se encontró con el vello hirsuto del vientre de la joven.

¡Hay una cosa que yo no te he dicho aún!
¡Que mis problemas sabes que se llaman tú!
¡Solo por eso... Tú me ves hacerme el duro!
Para sentirme... un poquito más seguro.

Se tocaron, inspirados por un deseo carnal incesante. Se besaron con lentitud, con un cosquilleo que le encendió el rostro e hizo colmar su miembro con convulsiones. Nairelys recorrió sus cicatrices de fuego con dedos pequeños, tocó su pecho, acarició el vello de su ombligo.
Clemente la atrajo por la cintura y sus manos recorrieron la comisura de sus senos. La bruja soltó una risita y lo empujó. El joven se zambulló en el agua helada. La mujer soltó una carcajada cuando salió del agua, chorreante.

¡Y si no quieres decirme en qué he fallado!
¡Recuerda que también yo a ti te he perdonado!
¡En cambio tú, dices: lo siento, no te quiero!
Y te me vas... con esta historia entre tus dedos.

Aquel espectro de voz se perdió en la enramada hasta desaparecer. Clemente estaba temblando de frío.
—¡Te pasas, bruja!
—¡Amargado!
Clemente soltó una carcajada y la salpicó con un manotazo. Nairelys abrió la boca, furiosa y juguetona con el cabello chorreante. Le lanzó una verdadera tempestad acuática... El joven se acercó con los ojos cerrados, la tomó por la cintura y la penetró con brusquedad en una sola estocada. Clemente abrió la boca, soltando el aire contenido de sus pulmones y un gemido salió de su garganta. Sentía la envoltura viscosa y caliente presionando su miembro... La bruja se lanzó a él con los ojos vidriosos, al compás de sus caderas. Los mechones de su cabello se escurrían entre sus dedos... Repartía mil besos por su cuello y orejas. Gimiendo como una ninfa. Aquellas piernas se retorcían en torno a su cintura con oleadas de placer. Aquella nueva sensación embotó sus sentidos. El agua hervía mientras se abría paso a través de la carne de la mujer.

¿Qué vas a hacer?
Busca una excusa... y luego márchate.
Porque de mí.
No debieras preocuparte.
No debes provocarme.

Prolongó aquel momento tanto como pudo... al margen de los besos apasionados de la mujer. Nairelys abrazó su cuello y su lengua entraba y salía, fornicando su boca y recorriendo su paladar. Cosquillas. Descubría su espalda con las manos y... apretó los dientes. Una sensación eléctrica recorrió su cuerpo... desde la punta de sus dedos hasta sus ojos. Sintió mucho calor. Tomó a Nay en volandas por la cintura, apretándola contra su cuerpo y el estremecimiento lo hizo derramarse con espasmos dolorosos. Sentía que caía en picada a un abismo y gritaba, gritaba, gritaba... de placer.

¡Que yo te escribiré un par de canciones!
¡Tratando de ocultar mis emociones!
Pensando, poco a poco... en las palabras.
Te hablaré de la sonrisa.
Tan definitiva...
Tú sonrisa que a mí mismo...

Clemente se estremeció y cayó en un profundo cansancio. Nairelys sujetó su cuello con las manos y lo mordió. La sentía contonearse sobre su miembro flacido. El flujo de sangre había disminuido tras el orgasmo. Estaba exhausto y a penas podía continuar tras la vigilia.
—¿Qué tienes?—La chica dejó de besar su cuello.
—Nada.
El olor de la piel y el cabello de la mujer le transmitió una paz inaudita. Se sentía... confortado. Acarició aquella piel fina con los labios. Olía a almizcle de hojas perfumadas y dulces. Retozaron y se amaron bajo un cielo obscuro. Sin estrellas. Solo una luna soñadora. Nay lo tumbó sobre las ropas y...
Un relámpago azul cortó las nubes negras.
Las cuerdas del arpa resonaron agudas y su reverberación atravesó el suelo de tablas, la alfombra roja y las paredes colmadas de estanterías: libros, frascos, artilugios y cartas. Las velas brillaron en cada esquina iluminando ricamente el interior del carro. Era el carromato más grande y espacioso del ejército de redención. El ruiseñor inmortal se posó en silencio sobre una pajarera y escuchó la canción.
—¡Malditos hijos de la perra!—Graznó el pájaro con voz chillona—. ¡Canta de una vez, mierda! ¡Yo recuerdo escuchar a Courbet cantar en las montañas! ¡Je, je, je, je! ¡Lo vi entrar a unas cuevas de cristal y...! ¡Fue horrible lo que vi dentro! ¡Puta!
Las notas agudas y dulces del arpa de Sanz resplandecían como gotas de miel. El joven vestía una capa malva y su cabello lanzaba destellos violáceos. Sus ojos rojos eran dos esferas de sangre y la marca de nacimiento tenía forma de quemadura en su ojo derecho. Un dragón de escamas malvas y aliento violeta.
Gerard estaba sentado sobre un taburete con una espléndida capa negra que brillaba como aceite sombrío. El cabello rubio peinado y las cicatrices pálidas más diluidas. Su voz de soprano era empalagosa, suave y altiva como un aullido lobuno.

Chiquitita, dime porqué...
Tu dolor hoy te encadena.
¡En tus ojos hay una sombra de gran pena!

Las notas rápidas se sucedían. Los dedos de Sanz bailaron en el arpa mientras sonreía. Acromantula miró sus barajas de cartas mágicas con una sonrisita. El difamado mago negro se afeitó la cabeza limpiamente y su barbita pálida lucía un recortado impecable. Dejó de usar las túnicas negras para vestir trajes rojos bordados con diseños exquisitos de hilo dorado: hojas, flores y animales. Pantalones de cuero rojo y botas lustradas con trenzas.

No quisiera verte así.
Aunque quieras disimularlo.
Si es que tan triste estás... para qué quieres callarlo.

Gerard tenía un pequeño tambor en el regazo y lo golpeó, rítmicamente.

Chiquitita, dímelo tú...
En mi hombro, aquí, llorando.
¡Cuenta conmigo y ya, para así seguir andando!

Tan segura te conocí.
¡Y ahora tú a la que traban!
¡Cuéntame la verdad... Yo la quiero ver curada!

El bardo intercambió miradas con Acromantula y Sanz. Miró de reojo a Clemente con un guiño, sonrió y comenzó a cantar.

¡CHIQUITITA SABES MUY BIEN!
¡QUE LAS PENAS VIENEN Y VAN Y DESAPARECEN!
¡OTRA VEZ VAS A BAILAR Y SERÁS FELIZ!
¡COMO FLORES QUE FLORECEN!

¡CHIQUITITA NO HAY QUE LLORAR!
¡LAS ESTRELLAS BRILLAN POR TI, HAYA EN LO ALTO!
QUIERO VERTE SONREÍR PARA COMPARTIR...
¡TU ALEGRÍA, CHIQUITITA!

Acromantula dejó las cartas en la mesa y aplaudió. Clemente recordó que esa canción la cantaba la risueña Balaam Scrammer mientras acomodaba los libros empolvados del almacén del departamento. Balaam tenía una piel tan blanca como la nieve y una sonrisa muy roja. Aquella tierna chica se convertiría en la Reina Escarlata que traería pobreza y destrucción a la isla: rituales de sangre, conventos de brujos y el ascenso de la Cumbre Escarlata al poder. Su misterioso asesinato y desaparición son uno de los enigmas del armisticio.
Parecía que fue hace cientos de años, cuando hablaron con emoción de los libros más oscuros del departamento de Preservación. Clemente alguna vez tuvo sueños y metas en la Sociedad de Magos. Ahora, después de las lamentaciones... sostenía dos pistolas en el cinturón, varios puñales y un corazón destrozado.
Javier Curie talló un Maeglifo de Activación en una esfera de sulfato con un pequeño cuchillo rudimentario. Tenía la camisa manchada y remangada hasta los hombros. Las manos pegajosas. Formó bolas de arcilla de un color limo azulado y las secó al descargar un poco de su esencia ionizada. Junto a él llevaba una vasija repleto de esferas.
—Esa canción era muy famosa en el Paraje—sonrió Acromantula, sonrojado y entristecido—. La escuchaba cuando era niño. Antes... de que los Fonseca me enviasen a la Iglesia del Sol. Recuerdo que uno de los sacerdotes mayores se metía a bañar conmigo. A mí edad es difícil recordar los nombres, pero lo recuerdo con malicia: Isaías—sus manos ridículamente inquietas—. Dormía con los niños más pequeños. Pasé altas horas de la noche, en vigilia, pensando que podría meterse en mis sábanas para hacerme gritar. Aprendí a temer y a odiar por las noches, incapaz de conciliar el sueño. Isaías fue la primera persona a la que maté. Robé un cuchillo de la cocina mientras todos dormían y lo enterré en su ojo con un estallido húmedo. Fue como aplastar una uva jugosa. Maté a ese desgraciado y nunca más volví a sufrir insomnio. Creo que hay personas que sí merecen estar muertas.
Clemente paseó la mirada y reparó en el catalejo del estante. Los amuletos de protección en cajas eran apilados para la venta junto a los utensilios para el ritual de cruzados: un tumulto de cristales brillantes color violeta estaban envueltos por una sábana negra. Habían cuernos con glifos y revestimiento de oro, varitas, bastones, cristales, cuchillos de hueso, remedios para untar sobre los cortes con forma de cruz, joyas para incrustar bajo la piel, amuletillos del tamaño de astillas, sales ceremoniales, velas perfumadas, aguja e hilo de sutura.
Figuras de todos los materiales formaban una hilera: diablos de ónice, sabios de cobre, ninfas de plata, guerreros cornudos de oro y magos de oricalco.
—Los Dioses Muertos—Acromantula le mostró los dientes blancos en una sonrisa perversa—. Mañana llegaremos al Primer Castillo y montaremos el campamento. Haré un sacrificio para que el clima nos favorezca y ofreceré cruzar por sorteo de piedras a cinco guerreros avezados. ¡Las lecturas de los astros costarán dos estrellas de cobre y el ungimiento del óleo bendito costará un orión de plata!
Gerard soltó una risotada, burlón.
—Dioses, monstruos y humanos codiciosos.
Acromantula clavó sus ojos rojizos en el bardo.
—Creed que tiempos turbulentos se aproximan—el mago enturbió su mirar—. Vi a los fantasmas de todas las eras subiendo en cúmulos al cielo nocturno después de la batalla encarnizada. ¡Están abandonando esta isla maldita por los magos!
—Las religiones me parecen extrañas—Gerard dejó el tambor en el suelo—. Ya sea mutilando un cabrito o poniéndote de rodillas ante un ser imaginario... Es humillante. Para mí, no existen dioses ni demonios. No existe benevolencia, ni crueldad justificada. Solo creo en una cosa: estamos solos en este mundo... ante una incertidumbre que un día nos cortará la cabeza. ¿Escuchas eso? Es el nudo de la soga apretándose en tu cuello, y te está asfixiando.
—Que consuelo—Javier tenía un bigote de barro seco—. Yo sí espero ver a los que perdí en los caminos de la vida cuando vaya al otro mundo. Tendremos mucho de qué hablar cuando nos veamos otra vez en ese lugar lejano.
Gerard chasqueó los dedos.
—Pues el día de mañana, cuando los muros fuera del castillo sean cubiertos de sangre y los cadáveres formen una alfombra de pestilencia—el bardo se pasó la lengua por los labios—. Y veas al cielo nublado, clamando a los dioses... Nadie contestará tus plegarias y morirás. Pierde toda tu esperanza.
—¿Por qué seguir con todo esto?—Sanz se mordió el labio inferior—. Tu causa es noble. Es tu redención por los actos funestos que cometiste en nombre de tu padre. Pero... te estás destruyendo, Courbet.
—Yo debí morir esa noche—dijo. Sus ojos dorados se oscurecieron y las lágrimas asomaron por sus pestañas—. Estábamos huyendo del ataque al Valle de Sales. Ella tomaba mi mano como si fuera su tesoro más importante. El Chacal apareció en medio del caos y Mariann Louvre se interpuso para protegerme. No pude salvarla... y eso nunca me lo voy a perdonar. Le prometí que nos íbamos a casar después de la guerra. No creo que los dioses me dejen verla en el otro mundo. Creo que los dioses no existen. Tengo un corazón destrozado y lastimo a los que me importan, sin querer... Estoy muerto, pero sigo respirando. Ella lo dijo, grabado en mi alma: por siempre, Courbet. Pero nunca, yo.
Clemente se levantó del taburete y bajó del carro, inexpresivo. Sabía que estaban esperando que se fuera para comenzar a hablar del Libro de los Grillos. Se alejó por el campamento mientras atardecía: una llovizna había revuelto la alfombra de hojas marchitas.
Los lanceros entrenaban sus acometidas en grupo sobre un erial de desperdicios. Melquíades Grosseur tenía las botas embarradas y una pica mucho más alta que él que empuñó con furor. La primera docena de lanceros dio un paso y atacó con las lanzas a un ejército invisible. La segunda hilera los siguió y arremetió para destruir aquellas filas enemigas.
Clemente desfiló por los carros de los lanceros y los alquimistas. Simon Fonseca transportó pesadas cajas con químicos. Se cubrió la nariz para no oler el azufre y llegó hasta una acampada junto a varios árboles diminutos que agonizaban.
Pedro Corne d'Or estaba preparando un espeso caldo para la cena. El joven cortó las verduras en pequeños trozos y las vertió en el caldero. Amanda Flambée debía estar montando guardia junto a otros centinelas. Estaban a solo un ciclo del Primer Castillo de Magos Rojos. Arianna Cerezo pelaba patatas, zanahorias y rábanos.
—Bruzual—lo llamó Pedro. Clemente suspiró y se sentó junto a él para reducir la carne en trozos diminutos. Sairelys removió el caldo con un cucharón y añadió hierbas y sales. La bruja vestida con pieles llevaba flores en el cabello y una enredadera espinosa de tinta tatuada alrededor de la muñeca—. Asesino de Magos.
—Pedro—Clemente se sentó a su lado y comenzó a cortar con un cuchillo pobremente afilado—. A ti nadie te conoce.
—Somos los últimos de nuestra clase—sonrió, malévolo—. Los otros están muertos o desaparecidos. Debes saberlo, tratas todo el tiempo con magos negros.
—¿Qué quieres?
—¿Qué sabes de Asdrúbal Corne'Or?
—La joya de los Corne'Or—Clemente sonrió y levantó el cuchillo—. El redescubrir de la Maeglafia: Azazel el Loco. Aquel que robó el Libro de los Grillos del departamento de Preservación y mataron los Magos Rojos del Primer Castillo cuando huía del torreón de tu familia. O... eso intentaron. Búscalo, si quieres, pero los lazos de sangre no te salvarán de su crueldad.
—No lo estoy buscando para una reconciliación familiar—Pedro pasó el filo del cuchillo por una piedra gastada—. Me criaron mis abuelos. Mi familia le prestó asilo durante su demencia y mi tío Asdrúbal solo nos dejó tragedia. Mis padres creyeron que podían ayudarlo, pero él se obsesionó con mi madre hasta el punto de usar brujería para dominarla. Ese mago negro dañó a los Corne d'Or y asesinó a mis progenitores frente a mis ojos para escapar. Nunca se lo voy a perdonar. Los gritos, la sangre y la muerte. Los Magos Rojos no pudieron encontrarlo, pero es mi deber extirpar la maldad de la familia Corne'Or. Me he preparado todos estos años para el día que Azazel se cruce en mi camino.
Clemente soltó una risa exasperante.
—¡Buena suerte asesinando al mago negro más poderoso de la isla!
—Ni el mago más poderoso sobrevive si le separan la cabeza del cuerpo.
—La venganza solo te destruirá y te convertirá en alguien miserable.
Pedro sonrió, burlón. Sus ojos oscuros brillaron, intimidantes.
—Mira quien lo dice.

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