Capítulo 14: Después de tanta muerte, llegué a pensar que la vida es hermosa.
Pedro Corne d'Or bailaba al ritmo de los tambores y las liras midiendo el tiempo con el pie. Tenía una voz potente y altiva.
¿Qué te pasa?
¡¿Estás llorando?!
¡No puede ser!
¡Si hasta ayer tú te reías!
¡Y decías, que feliz te sentías!
Del placer de amar y ser amada.
¿Qué te pasa?!
¡Dime quién te hizo mal!
¡Dime quién marchitó tu alegría!
Como invierno en primavera has quedado.
Ya lo ves.
Fue llover sobre mojado.
¡Verte llorando!
¡No lo puedo creer!
¡¿Dónde está esa luz de tu mirada?!
¡¿Qué te pasa?!
¡¿Qué te pasó con él?!
¿Dónde está ese amor improvisado?
No podía ser, hoy en ascuas... has quedado.
Y mi amor, igual que el tuyo, fue maltratado.
Gerard bebió un profundo trago de ron añejo y amargo. Lejos de todos, con la espalda apoyada en un viejo árbol infértil. Estaba un poco borracho y la música le producía un inusitado embotamiento. Amanda y Melquíades permanecían sentados junto a la hoguera infernal, unidos por una manta y su calor para protegerse del frío. Los dos jóvenes se acariciaban y se susurraban cosas que no entendía mientras Pedro cantaba. Gerard arrugó la nariz cuando unieron sus bocas con un profundo beso y se llevó el vaso de madera a los labios adormecidos.
No había visto a la pequeña mujer de cabello negro acercarse desde la oscuridad que cercaba el círculo de llamas donde se celebró la reunión.
—¿Celoso?
—Un poco—Gerard se giró y la mujer se sentó a su lado, abrazándose las rodillas. Aún tenía moretones en el rostro cuadrado y uno de sus ojos seguía hinchado—. Cada vez que veo esta escena me siento... nostálgico.
—¿Extrañas a alguien?
—No—Gerard se recostó y colocó el vaso en su pecho. Miraba las estrellas que no existían en el cielo negro del otoño—. Son recuerdos que no me pertenecen, de personas que ya no existen.
—¿Por qué el famoso Gerard Courbet está siempre tan solo?
—¿Y por qué la famosísima Mariann Louvre hace tantas preguntas?—El bardo chasqueó la lengua y miró los ojos pequeños de la maga—. Juraste perseguir y matar a todos los magos negros. Y ahora estás sentada junto a mí, bebiendo conmigo. Que interesante es la vida.
—Algún día te mataré, Courbet.
—¿Por qué hablas de mí como si fuera un héroe o un dios?—Sonrió, divertido—. Soy solo un hombre con miedos e inseguridades, y una muy mala fama que lo acompaña.
—¿Y a qué le tiene miedo el temeroso y horrible mago negro?
—Le temo a la muerte—Gerard sintió cosquillas en el brazo que no tenía. A veces le dolía el muñón unido al brazo de sulfato—. Porque... presiento que mis canciones se harán famosas el día que no esté para cantarlas. Me aterra el momento en que la voz dentro de mi cabeza se haya rendido, y que no tenga fuerzas para soportar y darle ánimos a mi triste vida.
—No me gusta cuando hablas así.
—¿Qué te importa?
—Eres el líder.
—No por elección propia—Gerard tomó un sorbo del ron ardiente—. Solo soy otro imbécil en esta montaña de miserables.
Mariann tomó el vaso de su pecho y se lo llevó a los labios.
—¿Eres feliz?
Gerard sonrió, despectivo.
—¿A quién le importa mi felicidad?
—Antes te tenía miedo—dijo Mariann. El rubio sonrió, burlón—. Creí que eras más alto, intimidante y malvado. Un hombre despiadado que mataba por placer.
Gerard suspiró, se levantó... dejando el vaso en el suelo y se desperezó. Los ojos cobrizos de Niccolo brillaban frente a la hoguera. El joven pasaba sus manos por las llamas.
—Niccolo—gritó y miró a Mariann—. ¡Les voy a dedicar una canción a todos!
Pedro aplaudió y tomó su lira. Todos los Sonetistas se acercaron a la hoguera y se sentaron. Gerard carraspeó, tomó una de las flores púrpuras del suelo y sonrió. La melodía alegre y las risas no faltaron. El bardo señaló a Niccolo.
—Niccolo Brosse ha vuelto de entre los muertos—replicó Gerard—. Yo canté su canción durante la medianoche. Canté sobre el amor que sentía por la señorita Miackola. Ahora quiero aconsejar a mi querido amigo.
La melodía de las liras se volvió alegre y rápida. Gerard levantó la flor con voz potente:
¿Amigo qué te pasa, estás llorando?
Seguro es por desdenes de mujeres.
No hay golpe más mortal para los hombres.
Que el llanto y el desprecio de esos seres.
Amigo voy a darte un buen consejo.
Si quieres disfrutar de sus placeres.
Consigue una pistola si es que quieres.
O cómprate una daga si prefieres.
Y vuélvete asesino de mujeres.
Gerard se acercó a Mariann, le dio la flor y la levantó del suelo de un tirón para bailar. Le dio una vuelta y se llevó la mano de ella al cuello. Todos los jóvenes se levantaron, risueños y bailaron en círculo. Niccolo sonreía como tonto.
¡Mátalas!
¡Con una sobredosis de ternura!
¡Asfixialas con besos y dulzura!
¡Contagialas de todas tus locuras!
¡Mátalas!
¡Con flores con canciones!
¡No les falles!
¡Que no hay una mujer en este mundo!
¡Que pueda resistirse a los detalles!
Pedro se levantó, saltando y rodeó a Amanda por la cintura. Gerard le dio otra vuelta a Mariann y ambos rieron. Niccolo sonrió sentado en el tocón y se pasó la mano por la mandíbula para esconder su expresión entristecida. Bartolomé estaba tan borracho que no sabía que bailaba con un perro en sus brazos.
Despiertalas con una serenata.
Sin ser un día especial, llévale flores.
¡No importa si es la peor de las ingratas!
Que tú no eres un santo sin errores.
Gerard suspiró al terminar el estribillo y miró a Mariann con una sonrisa. La pequeña mujer le llegaba al pecho y tenía un rostro amable. Llevaban bastante tiempo conociéndose y... ella le susurró algo. No la escuchó y se inclinó y Mariann le dio un beso en la mejilla.
—Tienes unos ojos tan bonitos.
Gerard le dio un pequeño piquete en la boca. Mariann frunció el ceño y sus labios finos se volvieron una línea casi desapercibida. Su rostro se iluminó y las palabras brotaron de la boda del bardo con una emoción desmedida:
—Te quiero, Louvre. Eso es todo, y... lo siento tanto.
La mujer enmudeció, abrió la boca para decir algo y la cerró. Gerard sonrió y la abrazó. Habían pasado tiempo juntos desde que se asentaron en el Valle de Sales. Mariann era divertida y amable, a pesar de sus rabietas de niña malcriada. Gerard se retiró con una sonrisa cortes y se sentó junto a Niccolo. Miró al joven abrazándose las rodillas y sus ojos cobrizos reflejaron las llamas de la hoguera. Aquellas prendas de cuero apretado apestaban a sulfato y cenizas. Debajo de su silencio, solo existía pesadumbre. Era la mirada nefasta de un hombre que esperaba la muerte.
Los Sonetistas bailaban como espectros ante los estatua de llamas de un dios maligno.
—Niccolo.
El joven negó con la cabeza y sus mechones cobrizos se tornaron rojos.
—La enterré en lo alto de una colina con forma de estómago—dijo, temblando—. Nunca supe qué fue lo que vio en mí—sonrió y se rascó la cabeza—. Hace tres años, Mia me pidió irnos. Quería marcharse y esconderse de toda la locura que estaba por venir. Íbamos a vivir solos, eternamente enamorados, felices en las montañas. Lejos de las guerras, las pestes, la hambruna y los martirios de esta isla sin esperanza. Yo no sabía que le quedaban solo tres años de vida. A veces, pienso... que debí haberme marchado con ella. Ninguno de los dos hubiera muerto, y yo no estaría condenado a la soledad eterna de este cuerpo inmortal incapaz de sentir emociones. Seguro, los dioses no querrán que la visite. ¿Y ahora... qué es lo que voy a hacer? Me rompe el corazón. La odio por dejarme. Sé que nunca volveremos a vernos. Era mi amiga... ¿por qué tuvo que morir? Nada puede consolarme.
El bardo le dio una palmada en la espalda.
—Y siempre que suene esa balada del anochecer, eterna y efímera, estarán vivos en sueños y morirán en letras de tinta y sangre.
Niccolo estaba frío como una estatua. No era un ser humano de carne y hueso, su recuerdo era un espectro de sal, sulfato y cenizas. El bardo levantó la mano de sulfato y flexionó los dedos con dificultad. No podía sentir aquella mano fantasma. Tomó el vaso de licor caramelizado y sorbió un trago con pesadumbre.
—En la vida existen dos grandes amores: el primero y el último—dijo Gerard con aflicción—. El primero es... la flor de la inocencia y la estúpides de la juventud. Es hermoso, fugaz... y peligroso. El último, es cuando se ha perdido toda la ignorancia de la vida. Nunca vuelves a amar de verdad. Importa poco lo que pase antes, o lo que pase después. No vuelves a ser el mismo. Ten mucho cuidado, porque aquellos que no recibieron amor la primera... ni la última vez. Se convirtieron en personas muy tristes—le golpeó el pecho a Niccolo con los dedos—. Una persona te rompe el corazón, y los trozos te contaminan el alma... y un día dejas de ser quien eras.
Niccolo sonrió, consternado.
—Todos van a morir, esta isla quedará sumergida en el mar y los peces vivirán junto a los hombres verdes. Y yo permaneceré aquí por toda la eternidad. Quién sabe, es posible que siga atrapado en este mundo hasta que los mares se sequen y la luna se precipite hasta nuestro mundo. He visto en sueños que el final está cerca, y los secretos de las tumbas.
Gerard descubrió el brazo de sulfato: la mano estaba formada por dedos de escultura, sin uñas, con pésimos detalles, tosco, duro y frío.
—No puedo sentir nada con este brazo—flexionó los dedos de sulfato cocido. La sensación inerte le dio escalofríos—. Todo lo que tocó con esta mano es frío y áspero. Puedo pasar la mano por el fuego sin sentir ningún picor. Estos dedos no envejecen. No siento dolor. No siento nada. Con esta mano podía tocar la lira por horas. Las melodías que producía con los dedos hacían llorar a las borrachos. Pero, estos dedos no pueden crear nada. ¿Qué es un bardo que no puede tocar un instrumento? ¿Cómo es posible que un fantasma pueda seguir amando? Hice este brazo con el mismo material del que está hecho tu cuerpo. No debes sentir nada. ¿Tienes alma, acaso? Tus emociones y recuerdos siguen allí. Sientes mucho dolor en tu espíritu, a pesar de que tu cuerpo es inmortal. Sigues sufrimiento, aún después de morir. Eres un cascarón vacío cuyo único motivo desconozco.
—En mis sueños siempre puedo verlo todo—Niccolo metió la mano en la hoguera y sacó un puñado de llamas que se tornaron azules—. Un sol negro brilla en un cielo pálido y las personas bajo su luz... las piel se les cae a pedazos. Veo sus formas y las calamidades que están por ocurrir. Un hombre con cabeza de ciempiés persigue los espíritus nobles a través del tiempo. Existen fuerzas incomprensibles en este mundo que me trajeron de vuelta. La resonancia de las almas está conectada a los caminos de la quintaesencia.
—¿Qué fue lo que viste al morir?
Niccolo sonrió, malévolo.
La calle de tierra era empedrada con guijarros desprolijos. Las casas de madera fueron adornadas con ramilletes de olivos y en las puertas relucía una estatuilla curiosa de madera oscura. Filipo Aureolus lo esperó en aquella casa de dos pisos con techumbre de pizarra. Gerard se acercó, seguido de Jean Ahing y Amanda Flambée.
—¿Qué es eso?—Jean frunció el ceño. Señaló el trozo de madera tallado que colgaba de la puerta.
Amanda se sonrojó con una risita.
—Parece un pene.
—Vaya—Gerard tomó el falo de madera—. Creía que los campesinos del valle eran más respetuosos.
—No, señor Courbet—Filipo señaló los falos que colgaban de las puertas de las casas como adornos satíricos—. Es un amuleto de fertilidad. Se dice que una enfermedad está atacando la fertilidad de las mujeres en la isla. Los campesinos del Valle de Sales se están protegiendo de los abortos y el mal de procreación. Ganas no faltan, lo que no hay son vientres fecundados.
Gerard frunció los labios.
—Muy pronto la Cumbre Escarlata vendrá por la población del Valle—abrió la puerta del edificio—. Un montón de penes no nos protegerán de su locura.
Filipo caminó detrás y miró de reojo las mesas ocupadas por los distintos habitantes: campesinos, ganaderos, constructores, contadores, tinteros, sastres y brujos. Gente sencilla de las tierras cercanas, conglomerados en el Valle de Sales ocupado por los Sonetistas para refugiarse de las fuerzas oscuras y los demonios que pululaban en los bosques sinuosos. Se decía que una cuadrilla de pícaros con cuernos y piel cetrina se paseaba por los caminos reales, asaltando y deshuesando las caravanas mercantiles.
—Señor Courbet estas personas necesitan creer—replicó Filipo—. Les han usurpado y despojado de bienes más allá de lo material. Necesitan creer que alguien los protege de lo que no comprenden. Llamarles demonios de tierras lejanas bajo el poder de su dios de la guerra ultraterrano. Les dijimos que el Rey Escarlata y su séquito de magos negros están tratando con fuerzas de naturaleza oscura, jugando a ser dioses para tormento de los gentiles.
—¿Y la mentira?
—Usted va de aquí para allá regando la incertidumbre—Filipo lo siguió a la gran mesa y se sentó junto a él. Pedro Corne d'Or, Víctor Boucher, Simon Fonseca y Melquíades Grosseur degustaban una sopa de cebolla, verduras y queso. Amanda se integró a la comelona. Jean se sentó a su otro lado con cara de amargado y esperó a que el asado estuviera para cortar unos trozos rosados. Filipo volvió a reprenderlo llevándose una torta rellena de carne guisada a la boca—. Usted no está aquí todos los días, viendo a estas personas a la cara y contando falsedades para acrecentar el mito de los Sonetistas y su cruzada. Familias enteras han llegado al Valle creyendo que el mago Courbet encontrará la cura para la infertilidad al derrotar a los demonios desconocidos.
Gerard miró a Jean Ahing.
—¿Y la tenemos, verdad?
—La Orden de la Integridad no ha llegado al Valle con su veneno de eutanasia—el hombre atacó los trozos de carne que tenía al frente—. Las mujeres siguen pariendo como yeguas, sin los abortos espontáneos de las grandes poblaciones.
Filipo asintió y se pasó una mano por la cabeza oscura y canosa.
—Y también las malas lenguas cuentan que busca a Acromantula.
Gerard sonrió y sorbió un vaso de cerveza de piña de la frasca en la mesa.
—¿En serio?
—Ha salido en su búsqueda por los poblados—Filipo estaba tenso—. A las personas les cuesta confiar en el nombre Courbet. La Orden de la Integridad los aterroriza allí afuera, pero usted también lo hace acá. Les mantiene unidos bajo el temor de su presencia.
Gerard se terminó la bebida afrutada y miró su alrededor: los hombres se erguían al verlo con las mandíbulas tensas, las mujeres escondían la cara y los niños no dejaban de mirarlo con los ojos bien abiertos. Se sirvió otro trago de la bebida aromática y espesa.
—¿Qué noticias llegan del sur?
—Hay un nuevo monarca—Filipo se sirvió un corte de cerdo asado con abundante cerveza. Allí donde lo veían, pulcro y elegante con su traje azul marino y prendas de oro; era un bebedor sin remedio—. Annie Verrochio fue elegida por el concilio como reina para ejercer el poder del difunto Rey Sangriento.
—Carajo.
—¿La conoces?
—Es solo una niña.
—Y un títere de la Cumbre Escarlata—Filipo masticó y tragó. Encendió un rollo de tabaco oscuro con el pulgar y lo fumó con los bigotes moteados de cerveza—. He escuchado que en la Iglesia del Sol se están entregando familias enteras en sacrificios rituales y ayunos divinos. Existen cámaras de encierro sagrado donde son arrebatados por dios tras un martirio de flagelos. En la Casa de Negro se están construyendo artilugios de la nueva era y volvieron a funcionar esas... cámaras de extracción. Bajo la ciudadela se esconde un secreto—se detuvo y bebió un profundo trago. El antiguo profesor miró a las personas sencillas, envidioso. Un asomo de lágrimas humedeció sus ojos verdosos—. Damos golpes, robamos cargamentos y liberamos personas con nuestro ejército de pensamientos. Somos los famosos Sonetistas que se resisten durante el Fin de los Tiempos. Rebeldes sin causa. Pero... temo el día que el Homúnculista y el Primer Castillo vengan a masacrar a estas pobres personas. Señor Courbet... ¿Qué vamos a hacer? Le hice un juramento de voluntad, pero... Estoy asustado como un conejito atrapado en una trampa de la que sabe... nunca saldrá.
Gerard se levantó de la mesa y le palmeó la espalda a Filipo.
—Estás haciendo un buen trabajo, Aureolus—dijo. Jean dejó de comer para seguirlo, pero lo detuvo con una señal. Los jóvenes siguieron comiendo y Melquíades les ofreció melocotones jugosos—. Si nos atrapan, yo me encargaré de recibir todo el castigo. Ustedes solo pretendan ayudar a estas personas sencillas—se inclinó para susurrar en la oreja velluda del hombre—. Si llegamos al punto sin retorno, diles a todos estos jóvenes que se unan a la Orden de la Integridad y acepten el futuro que la Cumbre Escarlata quiere para la isla.
Una niña se tropezó al mirarlo y le puso cara de terror. Gerard le sonrió y le mostró su mano de carne, chasqueó los dedos y las chispas rojas saltaron de sus yemas. La chiquilla gritó de espanto y salió corriendo. Salió del edificio y caminó por la calle de tierra en dirección opuesta al sol poniente. El Valle de Sales había cambiado mucho con sus años ausentes: las casas brillaban pintadas con colores pastel y las personas más sonrientes hacían crecer el pueblito. Los niños corrían lanzando trompos. Las calles empedradas fueron adornadas con faroles y guirnaldas para las noches de otoño. Los corrales estaban llenos de ganado y los graneros de suministros. La cosecha fue abundante y fructífera. Los falos venosos y gruesos colgaban de las paredes como signo de fertilidad masculina, cubiertos de aceites esenciales. La estatua de bronce de una mujer desnuda con grandes tetas se robaba miradas babeantes.
Gerard pasó delante de un lupanar de lámparas rojas y una mujercita cubierta de telares translúcidos lo miró, sorprendida. La saludó y se escondió... podía ver cada parte de su cuerpo desnudo bajo el telar vaporoso. Incluso las putas le temían. Estaba atardeciendo y sentía las piernas cansadas de tanto recorrer a caballo las granjas circundantes. Jean y Amanda lo escoltaron por la mañana mientras investigaba y difundía la noticia de la rebelión. Muchas familias asintieron a resignarse contra eutanasia y se juramentaron bajo su mando.
Un brujo fumaba un rollo de tabaco en un banco junto a unas mujeres regordetas, leía el futuro entre risas y humo. El hombre de dientes podridos lo miró y escupió con una maldición. Gerard llegó hasta el final de la calle junto a una herrería que olía a metal quemado. Allí lo esperaban Sanz Fonseca y Mariann Louvre. Niccolo llevó las riendas de cuatro caballos imponentes.
—A unas leguas de aquí en un pantano enlosado... han visto a un rugaru merodeando en las lomas—Gerard montó en la silla de una yegua color melaza. Sanz ayudó a la diminuta Mariann a subir al corcel bayo—. Tengo mis dudas. Pero él está con nosotros—señaló al joven de cabello castaño oscuro y marca de fuego en su rostro. Aquellos ojos color sangre no mentían—. Sé que buscas el Libro de los Grillos.
Sanz subió al lomo de un mulo robusto y gris piedra. De su silla colgaban fardos con comida. Llevaba botas de piel, pantalones de lana, guantes y abrigo de pelaje grueso. El atardecer era nublado y empezaba a ralear el frío.
—El Tercer Castillo le siguió la pista hace algunos años—dijo Mariann Louvre. Llevaba una capucha verde y una larga trenza oscura—. Migró del Paraje cuando le dimos caza próximo a la Montaña del Sol.
Niccolo llevaba una capa negra, chaleco tachonado y varios puñales en el cinturón
—Los rugaru son monstruos lunares—espoleó con las botas a su caballo pálido—. Debe ser un maleficio muy poderoso si, después de cien lunas, aquel cadáver cubierto de barro no ha trasmitido la maldición y sigue animado.
Gerard hizo andar el caballo y enfilaron por el camino de tierra que conducía al Bosque Espinoso. Los árboles huesudos se alzaron al cielo como agujas pálidas y espinas. Un lodazal ni muy profundo cubría aquel suelo vidrioso con limo verdoso... Las hojas entonaban un cántico de susurros en una idioma olvidado y las sombras incorpóreas vigilaban la procesión con semblantes necrófagos.
—Los únicos monstruos que existen en este mundo son las personas.
El bardo llevaba un abrigo de piel de lobo moteado, guantes gruesos, gorro de conejo, pantalones de cuero y botas altas. El hacha y el puñal colgaban de su cinturón. Aún no hacía frío, pero estaba un poco tembloroso. Anduvieron en medio de árboles centinelas y el chirrido de las ramas. El otoño estaba comenzando y el verdor moría bajo los tentáculos de niebla vertiginosa. Una alfombra de podredumbre cubría el suelo boscoso y en la pasta almizclada se retorcían un millar de insectos. Los árboles altos ocultaban sombras y ojos dorados que los perseguían con sueños de vidas pasadas. Y fantasmas mentirosos de tiempos furibundos de caos y soledad.
Gerard sentía las orejas congeladas.
—La pequeña Annie es ahora la reina de este manicomio—dijo. Nadie opinó nada. Detuvo su caballo hasta quedar junto a la diminuta mujer—. ¿Por qué no te uniste a la Orden de la Integridad?
La mujer apartó un mechón de su oreja.
—No lo sé—sus ojos pequeños eran de un negro carbón. Tenía un aspecto delicado, como si estuviera a punto de romperse en trozos... pero era una mujer de caderas anchas que parecía esquiva al tacto—. Es mi deber como creyente y Mago Rojo, y por voluntad me he regido en contra del mal y la crueldad que los magos negros cometen a diario. Ellos creen que del caos surgirá un orden inalterable. Una tierra prometida para esta isla decrépita o... quizá, solo tenga esperanzas en ti.
—El ansia de la rebeldía—sonrió Sanz. Sus ojos rojos brillaron en la penumbra—. Nos oponemos al cambio porque está en nuestros instintos más primitivos: la lucha contra la imposición brutal. Aún siendo los desperdicios de esta sociedad repugnante, queremos seguir viviendo y soñando con que un día las cosas mejorarán. Yo quiero... regresar con las personas que un día significaron algo importante para mí.
Gerard miró a lo alto del cielo nublado. Esa noche habría luna creciente a través de las gasas translúcidas de un cielo plomizo, y tendrían luz blanca para dirigir su camino.
—Puede que esté equivocado—reconoció un ruiseñor anidando en un árbol hueco junto a su compañera—. Puede que sea parte de la opresión que impide que el mundo florezca después de la matanza. Estoy atrapado en el pasado, en el primitivismo de los seres humanos que ven el futuro con ojos aterrados. Esta rebelión podría llevarlos a muertes horribles. Les prohíbo que mueran por la causa, salven sus vidas y vayan por su felicidad a ese nuevo mundo.
Llegaron a un pantano enlosado con lagartijas pululando en los tocones podridos. Olía a humedad y hierro oxidado como si los gases miasmáticos de mausoleos ignotos hubiesen sido liberados. Anochecía a medida que se adentraban en aquel camino inquieto de losas hundidas. Un lodazal apestoso y sanguíneo creció en su recorrido hasta volverse profundo y espeso. Un montículo de barro hediondo se levantaba en el suelo como una gruesa piedra cubierta de desperdicio. Los pajarracos los veían, graznaban y batían sus alas negras. Llegaron a una depresión del terreno donde una casa flotaba sobre un pantano de agua estancada. En varias jaulas esperaban pájaros y animales extraños. Los caballos se negaron a avanzar, asustados. Los dejaron atados y se acercaron al lugar, con las armas en las manos, hasta aquella cabaña misteriosa de techo de pizarra y tablas negras. Un ventanal negro poseía inscripciones de una alfabeto desconocido... Nunca había visto aquellos caracteres deformes y afilados.
Gerard balanceó el hacha cuando un hombre de túnica negra salió de las cabaña con varios pájaros posados en los brazos.
—¡Jeremías Fonseca!
Los montículos de barro se levantaron del suelo y los rodearon en círculo: eran cadáveres animados con nigromancia. Gerard se encontró de espaldas con Niccolo, Sanz y Mariann cuando los cadáveres se lanzaron sobre ellos. Con el hacha en alto arrancó una cabeza y mutiló un brazo. Niccolo hizo explotar a uno con un destello azulado. Mariann mantuvo un reflejo protector mientras Sanz les lanzó virutas de llamas rojas a las marionetas.
Vio de reojo al mago negro. El hombre anciano levantó sus manos al cielo con una exclamación.
Gerard gritó cuando un sonido de succión los absorbió, sus piernas se desprendieron del suelo fangoso, dio una vuelta en el aire y cayó de costado. Los otros también fueron arrojados por aquella fuerza invisible. Las figuras de barro se deshicieron en un lodazal pegajoso.
—¡¿Qué carajos quieren?!
Jeremías Fonseca parecía muy viejo y cansado. Estaba calvo y moreno, el rostro huesudo y mal afeitado. A pesar de la prominente edad, aún conservaba fuerza en el cuerpo bajo la tela desgastada. Vestía una túnica negra ceñida con un cinturón de broche dorado.
—Siempre tan amistoso—Sanz tenía el abrigo manchado de lodo. Despedía un aura de ira y calor—. Años sin verte, papá.
Jeremías dio un paso en el lodazal encharcado y antes de que el pie descalzo tocará el fango, este se deformó en una superficie dura y seca. Las losas se sucedieron en el lodazal negro que hedía a... herrumbre y sulfato. Caminó a ellos con pasos firmes y un rostro amargo.
—¿Por qué carajos traes al Hijo de la Sal y a estos magos a mí?—Pronunció. Gerard intentó ponerse de pie y sus piernas se hundieron en el fondo acuoso hasta las rodillas. A medida que el mago negro se acercaba, las formas en el fango cambiaban—. ¿Acaso vienes a matar a tu anciano padre?
Niccolo parecía inmóvil, tenía los brazos y las piernas hundidas como un cadáver nadando en conserva... El flujo energético de su cuerpo se interrumpió. Mariann estaba metida hasta la cintura. Sanz sacó un brazo, luego una pierna y con sus manos calentó el fango. El lodazal espeso hirvió con burbujas de brea. Se puso de pie con esfuerzo en aquel tocón endurecido. Aquel fango negro contenía una alta concentración de sulfato. Vio las esculturas de los cadáveres fundirse con un estupor: estaban formadas por cenizas, huesos robados y sulfato rico en anhídrido. El olor a hierro oxidado debía ser la sangre podrida del pantano.
—La isla está sufriendo un cambio— Acromantula apretó la mandíbula y sus ojos marrones se tornaron rojizos. No era un color brillante, era más bien opaco. Sangre coagulada—. Esta isla me ha olvidado.
Gerard se concentró en una Imagen Elemental, la energía ionizada se esparció con un cosquilleo desde su estómago. Se quitó los guantes y hundió las manos en aquel fango ferroso. Descargó la corriente y el sulfato burbujeo. La sustancia se volvió lisa y al sacar las manos se endureció. Se puso de pie en aquella plataforma y miró a los ojos del Mago Negro del Anochecer. Se sintió atemorizado y verlo cara a cara, le causó una sensación de repulsión. Olía a sangre fresca y carbón encendido. No quería enfrentarse al legendario mago negro en su territorio. No conocía los límites de sus habilidades y aún, junto a los tres magos de segundo nivel que lo acompañaban... no creía poder vencerlo.
—Acromantula—lo llamó y se irguió—. ¿Tú tienes el Libro de los Grillos?
La expresión de Acromantula pasó del espanto a la ira en un instante. Dio un pisotón y el fango se levantó: cuatro cabezas de serpiente esculpidas del lodazal brotaron del suelo con las fauces abiertas. Mariann hundió los dedos en el fango y una nube de vapor se alzó con un chisporroteo. El vapor le golpeó el rostro, pero no se inmutó. Las serpientes de sulfato se deshicieron en barro cocido, desmoronadizo, y cayeron a los pies del bardo.
Acromantula midió con la mirada a Gerard Courbet y su gesto pasó de la intriga al enojo. Se dio media vuelta y caminó de regreso a su cabaña, antes de entrar... Los miró y les pidió que se acercarán. Tuvo sus dudas, pero dio un paso hasta la cabaña y el fango se convirtió en una superficie lisa y dura como la piedra. Se acercó a zancadas y los otros lo siguieron, dubitativos. El pájaro posado en el dintel de la entrada miró al bardo con ojos espectrales. Parecía anonadado, mirando y ladeando la cabeza con una inteligencia excepcional. Abrió el pico y profirió un graznido.
—Será esto un sueño.
Mariann tomó a Gerard de la manga.
—¿Habló?
Niccolo estiró el brazo y el pájaro negro saltó a su mano. No dejó de clavarle sus ojillos negros al bardo. Agitó las alas en lo que parecía ser una risa. Los otros pájaros en los árboles desnudos comenzaron a batir las alas y reír. Se sintió incómodo en aquel ambiente oscuro mientras los pájaros reían como borrachos problemáticos. Debían ser cien aves vivarachas de aspecto lóbrego y... extraño comportamiento.
—¡Será esto un sueño!
—¡Que te perdí!
—¡Je, je, je, je!
—¡Ya no te tengo!
Sanz paseó la mirada mientras abría la puerta desvencijada de la cabaña con el chirrido metálico de una campana. Olía a especias fuertes e incienso.
—Estos pájaros deben estar locos.
—No—Gerard se mordió el labio—. Es una canción de Courbet. Están cantando una canción del Mago de la Sal.
Los pájaros rieron y batieron las alas. Seguido, cantaron al unísono y los recibieron con una oda. El coro de voces disonantes era ininteligible. Algunos silbaron y otros afinaron sus gargantas para componer una sinfonía taciturna de melodía embelesada.
Será esto un sueño, que te perdí, que en verdad... ya no te tengo.
Cuánto quisiera... cerrar mis ojos y empezaaaaar de nueeeevooooo.
Será posible... que he de olvidar aquel romance apasionado.
Mmmm... será posible.
Un día decirte que por fin... ya no te aaaamoooo.
—Creo que los animales pueden hablar—Mariann les sonrió y los saludó—. Pero no lo hacen para que los humanos no los exclavicemos.
—No hay luz en este sitio—Sanz se pasó la lengua por los labios—. Deben sentirse libres con el loco de esta cabaña.
Lo dudo mucho mi amor.
Es como ver a un pez del mar poder volaaaaar.
Y aunque te deje de amar.
Es imposible que te pueda olvidaaaaar.
Los pájaros batieron las alas y cantaron con voces potentes. Gerard reprimió el nudo en la garganta que le ocasionó aquella sonada. Creyó recordar a Courbet con una sonrisa torcida, un vaso de ron añejo y el instrumento en el regazo.
¡Si me enseñaste a querer, también enséñame olvidar esto que siento!
¡Porque eres tú, niña querida, la mujer a quien yo amo y a quien quieroooo!
¡Quién sanará este dolor que me dejaste en mi interior cuando te fuiste!
¡Quién inventó el amor debió dar instrucciones pa' evitar el sufrimiento!
¡¡¡LLEVO EN MIS VENAS LA MAGIA DE TUS BESOS... EL FRUTO DE ESTE AMOOOR!!!
¡¡¡Lo veo como un juego... y al fin de la jugada tu saliste ganadora!!!
¡¡¡Y hoy por ti estoy sufriendoooo!!!
¡APRENDÍ AMAR ESTANDO A TU LADO!
¡Me enseñaste a querer... y me hiciste un daño!
¡Fuiste mi profesora en el amor y en tus clases de amor!
No me enseñaste de lo malo...
Los pájaros hicieron una reverencia y batieron las alas antes de salir volando entre carcajadas. Los magos entraron en la cabaña lúgubre y obscura. Ajustaron sus sentidos a la oscuridad y descubrieron miles de cosas en la espaciosa estancia: botellas con serpientes coloridas, frascos de polvos, un invernadero con crisoles de colores nítidos, animales en conserva, pájaros en jaulas que decían palabrotas, repisas colmadas de libros polvorientos e instrumentos de metal.
Acromantula esperó sentado en una silla junto a la chimenea. Estaba hirviendo un caldero de varias esencias: manzanilla, pasiflora, lirio, espino y febril. Removió los leños con una varilla de metal y los miró de soslayo.
—¡Tengo visitas!—Miró al ruiseñor atrapado en la jaula y se consternó—. ¡¿Por qué no lo dijiste pájaro imbécil!
El ruiseñor parecía enfadado.
—¡Déjame salir, viejo de mierda!
Acromantula se levantó con una sonrisa sincera y las patas de gallo aparecieron en sus ojos.
—¡Vengan, siéntense!—Buscó cuatro bancos cubiertos de polvo y los colocó junto al fuego—. Tengo años sin asistir a los festivales, pero mis medicinas aún funcionan—se acercó a Mariann y le palpó los hombros—. ¿Esta niña se ha demorado en crecer? Tengo un brebaje echo con los insectos más grandes del pantano. Ponga tres gotas debajo de su lengua antes de dormir y va a ser la más alta de la isla—miró a Sanz a los ojos y frunció el ceño—. ¿Sufres de gota? Un tratamiento tradicional consistía en rellenar a un cachorro con caracoles y salvia y asar al animal sobre el fuego. Luego, la grasa extraída se usaba para hacer un ungüento.
»Una receta alternativa proponía salar un búho y hornearlo hasta convertirlo en polvo y mezclarlo con grasa de jabalí, para hacer un ungüento y frotar sobre el cuerpo del enfermo—le soltó una sonrisa a Gerard—. ¿Qué pasa con las cataratas? Una receta sugería mezclar vesícula biliar de liebre con miel y aplicarla en el ojo con una pluma. Este es un tratamiento de tres noches, se comienza sin luna y con sagitario en el cielo—se pasó la lengua por los labios y sus ojos color sangre brillaron. Se acercó al rubio, le palpó los hombros y los brazos—. ¿Libra, verdad? Eres tan reservado, refinado y selectivo con el amor. ¿Nunca dejas de amar alguien... Una vez que realmente amas? Pobre, alma solitaria.
Gerard apretó la mandíbula.
—Acromantula.
—Y hueles a sal y a herrumbre—el brujo aspiró su aroma—. Un mago puede conocer mucho de una persona por su esencia. A veces das miedo a los otros, pero eres muy frágil por dentro. Tienes ojos tristes.
—Vete a la mierda.
—Tu sangre es negra y espesa como la tinta—Acromantula lo soltó y dio tres pasos atrás. Señaló el pecho del bardo—. Estás muriendo, te hundes en un océano en llamas. Tu corazón cada día está más débil. Yo podría sacarlo y hacer funcionar un cristal en su lugar. Vivirías para siempre. Bueno, tendrías que remplazar partes de tu cuerpo con carbón y sulfato porque podrán pudrirse con los años o... puedes utilizar otros métodos menos ortodoxos.
—¡Acromantula!—Gerard se irguió—. ¡¿Dónde está el Libro de los Grillos?!
El brujo abrió los ojos como platos y comenzó a temblar. El caldero saltó en llamas.
—¡No!—Se encogió con una máscara de terror—. ¡Ese libro maldito no le pertenece a nadie! ¡No te lo daré, fantasma de sangre!
—¡Jeremías Fonseca!
—¡Era un perro del infierno!
El brujo saltó a la repisa donde escondía los libros y comenzó a lanzarlos. Los tomos gruesos y quebradizos cruzaron la habitación. Consiguió una página desgastada escondida en libros de alquimia y gritó, se arrodilló frente a Gerard y se la tendió como una ofrenda.
—No me sigas cortando los dedos, por favor—estaba llorando—. ¡Cuando me vuelven a crecer, duelen mucho!
Gerard tomó la página y la estudió: glifos indescriptibles y manchas de tinta roja. Intentó descifrar aquel extraño pasaje escrito en lenguaje códice y sus ojos comenzaron a escocer. Las formas de los caracteres acentuados le parecieron demasiado extraños. Sintió un pinchazo en la frente y tuvo que apartar sus ojos de aquella hoja arrancada de un libro perverso.
—¡Yo no lo tengo!—Gritó Acromantula y se levantó con los ojos enrojecidos—. ¡Asdrúbal lo escondió en las cavernas! ¡Solo él conoce sus secretos y se quedó ciego por leerlo mucho tiempo.
—Tu papá está bien loco—Gerard miró a Sanz. Le tendió una mano al brujo—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí, Jeremías?
—¡Cuatrocientos ciclos!—Graznó el pájaro en la jaula—. ¡El Elixir de Cinabrita nos ha enloquecido, je, je, je! ¡Toda mi familia ha muerto desde que estoy atrapado en esta jaula! ¡Cuatrocientos ciclos!
El ruiseñor rompió a llorar, desconsolado.
—No puedo morir—Jeremías miró a Sanz y sus ojos se llenaron de lágrimas al recuperar un reflejo de cordura—. Estoy atrapado en este mundo. Lo siento, hijo. Quise volver a encontrarte, pero el mundo cambió desde que salí por última vez. Le rompí el corazón a tu madre y te convertí en una persona sin amor.
Sanz se cruzó de brazos y frunció los labios.
—Somos los desperdicios de la sociedad—sonrió el joven de ojos rojos.
—Somos los del fondo—Gerard ayudó a Jeremías a ponerse de pie—. Los que no queremos recordar a nadie.
—Los que han deseado amor toda su vida y solo han encontrado soledad—Mariann Louvre suspiró y una nube de vapor salió de su nariz—. No queremos ser recordados... No en estos momentos. Cuando las ansias de haber sido memorables para alguien se exacerban inusitadamente.
—Nosotros... los que nunca conocimos el verdadero amor—Niccolo abrió la jaula del pájaro—. Es nuestra fiesta de despedida.
Jeremías Fonseca parecía muy viejo y cansado. Desprolijo y macilento. Sanz lo abrazó.
—Somos los Sonetistas y seguiremos viviendo hasta que el mundo llegue a su final... porque nunca se cumplieron nuestros sueños de redención.
Gerard esperó, sentado en aquella silla empotrada con revestimiento de cuero. Las brujas trajeron a un desconocido hombre' era albino y de aspecto desaliñado. Sairelys, la joven bruja de cabello negro, lo trajo ante él. Gerard se inclinó y descubrió quién era.
—Johann Daumier—el bardo le quitó las sogas—. ¿Cómo sigues vivo?
—No recuerdo quién soy—dijo el hombre, tenía un rostro amargo—. Señor Courbet, solo recuerdo que huía de unos monstruos y me golpeé la cabeza. Estas brujas del bosque me curaron y las sirvo como pago. No sabía mi verdadero nombre, pero si usted me conoce como tal...
—Este hombre es nuestro—se adelantó Arianna. Una bruja pálida, castaña y unos dedos más alta que Gerard—. Trabaja bien y es bueno para el sexo.
Gerard se mordió el labio. Aquellas brujas querían unirse a los Sonetistas en busca de protección. Desde que Acromantula comenzó a seguirlo, otros brujos del bosque lo imitaron. El Valle de Sales se estaba levantando como un asentamiento donde convergían diferentes creencias y devociones. Llegaron los tabaqueros que adoraban panteones de Dioses Muertos, la Gran Madre Diana y deidades menores. Los brujos eran recatados, místicos y trabajadores. Las brujas eran lujuriosas en contraposición, debido a una crianza libre de tabúes y estigmas pero estricta en demasía; cada una al huir del aquelarre disfrutaba de los placeres prohibidos a su manera. Los seguidores del Sol miraban con recelo las costumbres más tradicionales.
Aquel amasijo de creencias diferentes conformó un pequeño ejército de unas sesenta personas, sin contar los que residían en el Valle de Sales. Los Sonetistas eligieron a Gerard Courbet como su señor, y por lo tanto, debía dirigir aquella rebelión.
—¿Y qué pasará cuando este hombre recupere la memoria?—Preguntó Alejandra. Era una joven bruja más pequeña y regordeta que tenía a Johann sujeto con una correa del cuello—. Nos gusta frotarnos sobre él. Y al parecer, no se queja. Le gusta lamer y chupar nuestros jugos...
—La decisión la tomará este hombre cuando sus recuerdos sean devueltos—dictaminó Gerard y se levantó de la silla.
Quería salir corriendo de aquel edificio de olor grasiento. Balanceó su peso de una pierna a otra y subió por la escalera hasta el desván. Estaba atardeciendo y le dolía la mano de sulfato por la humedad. Pronto comenzarán las lluvias de otoño y el frío inclemente. Gerard se quitó la capa negra y dejó a la brisa acariciar su fino traje púrpura con botones de plata. Tenía un sol y una luna bordados en el pecho con hilo de oro. Botas altas de cuero negro y guantes que le llegaban a los codos. Una bruja llamada Epifanía le regaló una piedra negra que llevó colgada del cuello como un péndulo mágico. A veces cuando lo tocaba estaba muy caliente.
Mariann reposaba en el desván, mirando el atardecer y los árboles del Bosque Espinoso al desvanecer la luz. Se acercó a ella: era bastante pequeña. Su cabeza llegaba a su pecho. La abrazó por sorpresa, la mujer se dio vuelta y posó su cabeza sobre el corazón marchito de Gerard... Intentó escuchar sus latidos. Sabiendo que algún día... daría su último bombeo y moriría tristemente.
—¿Estás bebiendo los remedios de Acromantula?
Gerard la abrazó con fuerza y pasó los brazos alrededor de la cabeza de la mujer. Sintió su cálida respiración con... nostalgia y las lágrimas evocaron de sus ojos.
—Me gusta estar contigo porque despierta en mí las cosas que creí que... habían muerto.
—¿Qué tienes?
Gerard miró los ojos pequeños de la mujer y negó con la cabeza. Ambos se habían entregado al amor. Habían compartido la cama entre besos, caricias y salvajismo lujurioso. Le gustaba el sabor de aquella mujer. Su calor. Su olor femenino. La penetraba varias veces durante la noche en un ansia insaciable o acariciaba su entrepierna hasta que ella expulsaba líquidos con orgasmos. Su sabor era exquisito y su calidez no tenía comparación. Ambos se estaban destruyendo de una manera hermosa y perfecta.
—Ambos estamos cometiendo un error—miró el sol naranja desvanecerse en el horizonte purpúreo. Esta noche habría una luna brillante como un farol de plata—. Estoy... triste. No merezco tener amor. No es que no lo quiera o no sea suficiente para alguien. Siento que... merezco mi soledad. No quiero que una persona sufra al caminar en mi sendero roto. Me aterra que descubran como realmente soy. Las personas a mi alrededor sufren, y... no quiero que eso te pase a ti.
Mariann Louvre le acarició la mejilla. Sus dedos pequeños recorrieron las cicatrices de su cuello.
—Yo nunca te abandonaré, tonto Courbet.
—Sé que está tristeza pasará, pero volver a estar en ella me hace sentir... muy cansado. Me siento como un cascarón lleno de avispas.
Mariann se paró de puntillas y le dio un pequeño beso en los labios.
—¿Y si nos casamos?
Gerard la levantó sobre sus hombros para llevarla a la habitación. La mujer estalló en carcajadas y lo golpeó para zafarse.
—¿Nunca te enseñaron a ser una mujer recatada?
—¡Tú me amas!
La besó en los labios y profundizó el beso. Sintió un escalofrío eléctrico. La dejó en el suelo con una sonrisa.
—Lo voy a pensar.
—No pierdas el tiempo—la mujer se mordió los labios con un risita—. Tengo muchos pretendientes esperando mi respuesta.
—No creo que encuentres a alguien mejor que el malvado y cruel Gerard Courbet.
Gerard la tomó del brazo y tiró de ella hasta llevarla a la habitación que compartían. La lanzó a la cama de un empujón y fue a besarla. Estampó sus labios con ferocidad, recorrió con la lengua su labio inferior y succionó. Besó sus mejillas y bajó por su cuello. Saboreando su aroma femenino. Reposó la cabeza en los senos abundantes de la mujer y la abrazó. Estuvo allí, en calma, apaciguado... en ascuas. Quería quedarse allí para siempre.
—¿Qué tienes?
—Nada—resopló con las narices metidas en los pechos de Mariann—. Quedémonos así para siempre.
—Por siempre, Courbet—la mujer le acarició el cabello con los dedos—. Es un tipo frío, despectivo, grosero, seco y arrogante. Solo piensa en él mismo. Pero... tiene un alma noble que solo quiere recibir amor. ¿Cuándo comenzaste a romperte? Creí que eras una persona malvada. Pero, solo estabas triste y llamaste la atención con tus canciones... como consuelo. Yo te daré mucho amor, ya seas tú... o Courbet. Te amaré sin importar quién seas. Romperé mis juramentos para amarte el resto de mi vida.
—Sigue hablando así y te voy a follar toda la noche.
Escuchó la risa tenue de Mariann. La primera llovizna de otoño.
—Estamos construyendo este sueño de redención con los fragmentos de nuestros corazones rotos... Es muy hermoso, pero tendrá un final trágico—Mariann le acarició las orejas—. Y te juro que no me arrepentiré.
Gerard abrazó la cintura de la mujer y respiró su esencia: olía a cerezos, espino, hogar, afrodisíaco, piel. Amor. Quería hacerle el amor despacio, delicioso, de esos que no provoca terminar nunca. Sintiendo cada parte de su cuerpo y ahogándose en gemidos. Se colocó encima de ella de forma que sus entrepiernas quedaron unidas. Sintió una erección dolorosa apoderarse de sus piernas. La ropa impedía la penetración. La besó con ternura y se frotó, despacio. La sintió estremecer con un cosquilleo en los labios.
—¡Señor Courbet!—Pedro irrumpió en la habitación con el rostro cubierto de arañazos. Estaba bañado en sudor y tenía las botas manchadas de barro—. ¡El Homúnculista nos está atacando!
Gerard apretó las muelas y se levantó de la cama. Escuchó un grito detrás de las delgadas paredes y luego un millar. Sus oídos se agudizaron: los pasos rasparon la gravilla, puertas eran arrancadas de los goznes, escuchó gemidos de terror, los corazones desesperados y las respiraciones entrecortadas. Sin darse cuenta, estaba bajando por la escalera del edificio a zancadas con el hacha en una mano. No se había puesto la capa negra y llevaba el cabello revuelto. Reparó en Mariann conteniendo la respiración. La mujer permanecía detrás de él con el rostro lívido. Parecía que se puso lo primero que encontró: cuero tachonado color azul y un cinturón grueso.
El posadero revolvía los gabinetes detrás de la barra guardando sus piezas de oro y plata en una saco de cuero. Se lo veía desesperado y había derribado varias botellas de licor en su histeria.
Gerard salió del edificio seguido de Pedro y Mariann. Afuera reinaba un caos desenfrenado: los campesinos corrían a sus casas y se encerraban. Los brujos que se resguardaban en tiendas de lona corrían a los graneros a esconderse mientras eran perseguidos por...
Gerard agudizó sus ojos para ver mejor aquellas monstruosidades erguidas que corrían a cuatro patas y se lanzaban en dos: eran quimeras, partes de animales unidas con hilo cristalino. Sus formas bizarras exhibían una palidez cadavérica y retorcida. Bajaban en manada de la montaña y destrozaban las casas en búsqueda de muerte. Muerte y locura en una pesadilla orgiástica de híbridos.
Johann Daumier corría detrás de las brujas cuando una quimera saltó sobre su espalda y le arrancó la cabeza. Gerard desvió la mirada cuando procedió a arrancarle los brazos con potentes zarpas. Escuchó los gritos y los bufidos. Abrieron las puertas del infierno y los demonios salieron para darse un festín de carne. En la montaña dominaba un espectro de ojos y cabello dorados seguido de su Cumbre Escarlata.
—¡Pedro huye con Mariann y el resto de los Sonetistas a las montañas!
El bardo se lanzó sobre las quimeras de dos varas, clavó y arrancó el hacha con ansías sulfurosas. El hacha se le fue de las manos, sacó el puñal y comenzó a lanzar puñaladas al vacío a decrepitud de aquellos monstruos altos que le cerraron el paso a través de la calle empedrada. Retrocedió, impávido...
Amanda corrió a ellos, perseguida por un imponente monstruo con dos cabezas: una de cabra y otra de lobo. Tenía brazos potentes con garras y patas de vaca. Su andar era desgarbado, errático, violento y rápido. La joven escapó con el rostro congestionado y la mitad del cuerpo ensangrentado. Pedro liberó un pulso de su mano que distorsionó las ondas y barrió la paja del techo de las casas cercanas. La quimera recibió el pulso de costado y se tambaleó.
Gerard estaba pensando en una Proyección Punzante para destruir a las quimeras aberrantes de miembros metamorfosis cuando la vista se le nubló y un sudor frío bajó por su cuello. El flujo energético de sus vías se enfrió con un palpitar altivo. Sintió un mareo y tosió; la boca le supo a tinta agria. Perdió la conciencia a través de una nube negra en su cerebro.
—¡Cenizas en la base de un árbol muerto!—Mariann estiró su brazo. Sus dedos brillaron por un momento y se desprendió de sus yemas una nube de partículas hipercargadas.
Olió el hierro caliente de la quintaesencia. La ráfaga de partículas cayó sobre la quimera como gotas de aceite hirviendo y chilló... soltando vapores. Uno de sus brazos se desprendió de las costuras con un chisporroteo. Las sombras desaparecieron en estatuas de sal. Gerard sintió que tiraron de él hacía un vacío y fue recuperando la lucidez a medida que corrían por las casas incendiadas del Valle de Sales. Los cadáveres despedazados se apilaron en las calles purulentas y el hedor pestilente de la sangre y el mercurio se impuso en la oscuridad como miasmas verdosos. Mariann corría detrás de él y lo empujaba sosteniendo la manga de su camisa con gentileza. La mujer despedía pulsos potentes que empujaban con ferocidad a las quimeras que los perseguían.
Se reunieron con Jean Ahing y Sanz Fonseca frente a una plaza empedrada cubierta de guirnaldas. Eran acompañados por Acromantula, Niccolo Brosse, Filipo Aureolus, Alexis Brone y Víctor Boucher en un círculo de fuego rojo. Acromantula lanzaba proyecciones desde sus manos envejecidas y hacía retroceder a las quimeras mientras los otros mantenían las lanzas tiesas contra las bestias. Niccolo derribó a una quimera mitad cerdo, mitad hombre... con pulsos y lo sometió a una descarga de relámpagos galvanizados hasta que fue reducido en trozos repulsivos.
Mariann tiró de él hasta meterse en el cerco de llamas violentas mientras Jean Ahing, Alexis Brone y Víctor Boucher sostenían lanzas incrustadas en la carne de una quimera con una cabeza de perro desproporcionada unida a un torso manchado por gruesas costuras de hilo conductor. Los hombres estaban tensos, con los músculos agarrotados y sudando por el esfuerzo. Pedro tomó una de las lanzas del suelo y se la clavó en la cabeza a la quimera perro.
Niccolo levantó las manos y emitió un pulso. La energía traspaso sus vísceras con una vibración mortuoria y proyectó a una quimera ensartada de saetas que se arrastraba, moribunda, en el suelo ensangrentado... hasta un tejado de pizarra con un derrumbe.
—No puedo hacer Proyección—Gerard tenía un regusto amargo en la boca y se arrodilló para no vomitar—. Los remedios de Acromantula me están envenenando.
Mariann se arrodilló junto a él y le apartó los mechones pegados a la frente.
—No voy a dejarte morir.
—Pero...
Acromantula y Niccolo expulsaron proyecciones brillantes a las quimeras que atravesaron el círculo de fuego. Los chorros de luz bañaron a una bestia cubierta de pelo ratonil y un cerdo retorcido de vientre abultado. Sanz lanzó esferas de fuego rojo y unos ballesteros lo precedieron descargando una lluvia de saetas.
Filipo estaba bañado en sudor y sus manos quemadas no podían vomitar más proyecciones. Volteó a ver a Gerard con el rostro lívido y una quimera color carmesí le arrancó la cabeza con todo y espina. Mariann le acarició el cabello y lo abrazó. Buscó, instintivamente sus labios y... Pedro, Jean, Amanda y Alexis clavaron sus lanzas en una quimera con cabeza de caballo que pisoteaba a Víctor Boucher con sus potentes cascos. El joven tenía el cuello cercenado y un charco negro crecía a su alrededor.
Gerard se levantó y conjuró una proyección.
—¡Un mar árido con restos de animales momificados!
La proyección salió de su brazo de barro con un entumecimiento y sus dedos de sulfato ardieron. El guante de piel se deshizo en jirones candentes con un silbido. La quimera que Jean Ahing, Amanda y Pedro tenían inmovilizada fue bañada con un chorro de luz pálida y... se convirtió en sal con un chasquido y se rompió en trozos de polvorosa.
—¡Niccolo y Sanz!—Gritó Gerard, con voz imperiosa—. ¡Busquen a todos los que puedan! ¡El resto vamos a bajar por la calle principal hasta el bosque y atrayendo a los monstruos!—Tomó una de las espadas del suelo—. ¡Quien quiera dar su vida por algo mucho más grande que me acompañe!
Levantó la espada y salió del círculo de fuego de un salto. Las quimeras chillaron a su alrededor y se lanzaron: brazos deformes, pieles malolientes sin pelaje, colmillos babeantes, ojos desorbitados y garras podridas en cuerpos unidos con hilos. Gerard dejó salir un pulso de su brazo y los monstruos se tambalearon ante la oleada. Retomaron impulso para lanzarse sobre él con las fauces plagadas de colmillos amarillos y una tormenta de acero los detuvo. Pedro, Jean, Amanda y Mariann rompieron junto a Gerard con las lanzas tensas. Se abrían paso a través del muro de carne fétida mientras la retaguardia cerraba el círculo con metales gruesos. El acero subía y bajaba, rodeados de monstruos, en un infierno abismal.
—¡Corran al bosque!—Gritaban con voces potentes en medio de los aullidos, el fuego, el metal y la carne. Los brujos corrían por los tejados cargando niños en brazos—. ¡Huyamos al bosque! ¡Vayan! ¡Bosque! ¡Por siempre Courbet!
Caminaron sobre sangre y sal. Avanzaban sobre cadáveres malolientes y desperdicios. Gerard clavó la espada y la sacó dentro del pecho cosido de aquellas criaturas imponentes. Lanzó patadas con las botas y manotazos a los zarpazos. Levantaba y descendía la hoja con fiereza para amputar brazos, cabezas babeantes y piernas flácidas. Las lanzas se rompían y los corazones gritaban embravecidos. Una garra pasó cerca de su cabeza y un escudo intentó cubrirlo con un reguero de astillas. Gerard bajó el cuello y sintió un mordisco caliente en el cabello. La mitad de su rostro se cubrió de sangre rápidamente. En un momento, la espada se partió y encontró un hacha en el suelo unida a unos dedos muertos... Era la mano de Alexis Brone y la mitad de su cabeza se licuó en una pulpa rojiza de un mordisco. Llegaron al final de la calle rodeados de una decena de monstruos de dos varas de alto con cabezas de dioses indignos y cuerpos híbridos. Los campos sembrados con avena se extendían, en llamas.
Mariann le clavó una espada en el estómago a una quimera y evaporó todos los líquidos de su cuerpo con una palmada: en un parpadeo del monstruo solo quedó un saco de carne seca. Se abrieron paso por el pastizal y corrieron al Bosque Espinoso. Los árboles se volvieron altos y huesudos a medida que se adentraron en la espesura, perseguidos por cuatro monstruos con miembros dispares bajo la luna gibosa. Bajaron por una pendiente cubierta de hojas marchitas y Niccolo regresó junto al grupo disperso: Melquíades Grosseur, Simon Fonseca, Sairelys, Arianna y un resto heterogéneo de brujos armados con picas que trabaron la compañía de salvamento. Rodearon a las quimeras a través de robles cubiertos de hiedra e hicieron llover descargas de esencia y pulsos. Luego cayeron sobre ellos con el acero y las lanzas hasta que los monstruos se redujeron a trozos de carne envueltos en llamas.
Gerard estaba cubierto de sudor, sangre y... ¿mercurio? Tenía los brazos agarrotados y uno de los botones se desprendió. De la fina camisa púrpura quedaban jirones oscuros. Podía sentir a las quimeras persiguiendo, cazando con una lujuria caníbal, rodeándolos como una herradura. Tenía un grupo de Sonetistas numeroso, pero no podrían seguir peleando toda la noche tras los ataques continuos de las pesadillas del Homúnculista. Sentía cansado y mucho frío.
Gerard se limpió la frente ensangrentada con el dorso de la mano.
—Vamos a utilizar niebla.
Jean Ahing dio un paso. Tenía la capa negra deshilachada y varios cortes no muy profundos en el chaleco. Sostenía una lanza partida...
—¿Niebla?
Gerard señaló a Mariann Louvre.
—Recuerdo la niebla de Rocca Helena—replicó y todos lo miraron, expectantes—. Estaba formada por esencia en estado gaseoso: densa, volátil y conductora—se concentró en una Imagen Elemental y se le erizaron los vellos del cuerpo. De sus dedos de sulfato salieron pequeñas corrientes energéticas—. Vamos a freír a esos hijos de perra.
—Pero—Mariann estaba pálida. El cuero que la protegía estaba desgarrado. Tenía un escudo astillado y un puñal rudimentario manchado de sangre—. Pude crear esa cantidad al condensar gran parte de una afluencia del Aguamiel y mezclarla con mi esencia.
Amanda tenía el cabello pegajoso.
—No hay afluencias cerca del Valle de Sales.
Melquíades estaba temblando. Se había orinado los pantalones.
—El agua la sacan de... pozos—la voz le temblaba. No tenía ningún arma—. Debe haber... alguna afluencia... bajo tierra.
Acromantula dio un paso, con una sonrisa socarrona. Parecía un auténtico mago negro de pesadilla: la túnica negra desgarrada, las manos cubiertas de humo, ensangrentado hasta los mechones y el rostro demacrado.
—¿Qué tal la vida?—Dijo, como para si mismo—. No hay fuente de energía más abundante que la vida. Mediante trasmutación se puede condensar el agua de los bosques, el suelo y el cielo... Para crear una niebla tan espesa como la nieve.
Mariann le dedicó una mirada fría.
—Como Maga Roja hice un juramento que me impide destruir—soltó y midió con la mirada al hombre—. Si utilizo la vida de la naturaleza como una fuente de destrucción. Alteraría el caos. Me volvería parte del Caoísmo.
Acromantula puso los ojos en blanco.
—¡No voy a morir porque una puta Maga Roja se niega a colaborar!
Mariann soltó el escudo y empuñó su diminuta espada.
—¡Te voy a destripar, maldito Acromantula!
—¡Maldita sea!—Gritó Gerard y se puso en medio de los dos—. ¡Busquemos otra forma de escapar! ¡Esas criaturas son inteligentes! ¡Si seguimos huyendo perderán la conexión energética con su controlador!
Se hizo silencio. Los Sonetistas intercambiaron miradas furibundas mientras eran rodeados por aquella jauría del infierno. Sus ojos dorados los atisbaron desde los anzuelos de la oscuridad, ansiaban arrancarles la piel a dentelladas para llenar sus estómagos muertos. Estaban marginados, en conflicto. Huían de la muerte, pero se resignaban a vivir. Eran egoístas con sus sueños y con su amor.
—Courbet—pronunció una voz gutural y la temperatura sanguínea del bardo bajó hasta el punto de congelación.
Gerard se dio media vuelta. Un destello de luz lo cegó y alguien lo empujó... su cuerpo fue asediado por el calor y la succión de una corriente de aire. Escuchó un disparo y vio una silueta sangrienta con rostro de chacal. Tragó un sorbo de herrumbre y sal putrefacta. Mariann cayó al suelo con un agujero en el estómago que se tornó negro y chorreo rojo como un manantial. Los chorros de luz de las proyecciones se levantaron al tiempo y el Chacal desapareció, sublimado en niebla espesa y oscura con hedor salino.
—¡Mariann!
Gerard cayó de rodillas y todo desapareció. La mujer agonizaba en medio del bosque y nada tenía sentido: los Sonetistas gritaban y las quimeras los cazaban. Escuchó los latidos de la mujer volverse más lentos hasta casi desaparecer. Un relámpago partió el cielo en dos.
—Gerard...
Las gotas lo golpearon. Cayendo sobre él como cuchillos de soledad. Las gotas, las gotas, las gotas. Frías, tenues, filosas. La lluvia. El vapor en jirones. Gerard levantó a Mariann en sus brazos y el agua que caía sobre ellos se evaporaba en una niebla espesa y roja. Sangre, sangre, sangre. Cargó con la mujer envuelta en tentáculos de espuma. Su piel ardía. Gritaba, lloraba, avanzó con los pies enterrados. Las gotas silbaron formando parte de la niebla. La sangre que lo manchó se deshizo en vapor turbio. Los chorros subían en forma de nubes rojas. Los Sonetistas disparaban fogonazos a su espalda...
Gerard bajó por una pendiente mientras escuchaba a las quimeras, desesperadas, escapando de la niebla. Siguiendo un rastro. La lluvia se diluía en vapor y cubrió al bosque como un fantasma espeso. Las siluetas humanas, pero también de animales híbridos, se retorcían, desdibujadas en el estómago de la niebla.
Mariann estiró su brazo y la niebla espesa dibujó una cortina tan espesa como el algodón. De ella emergieron los Sonetistas, apestando a sangre. La mujer asintió con el rostro adolorido.
—Sí—dijo Gerard, conteniendo las lágrimas—. Me casaré... contigo. El mundo se desmorona y solo pienso en las formas correctas en las que debo amarte. No quiero seguir matando personas... Solo quiero que estés bien. Sabes que te amo, ¿lo sabes, verdad? Quiero envejecer contigo, tal y como se lo prometí a Courbet. Nunca me dejes. Y cuándo seamos viejos y no tenga cabello, y tus piernas ya no funcionen como antes... Te seguiré amando. Lo haré, siempre. ¿Qué importa que no me recuerdes? Esta noche y miles más te dedicaré todas mis canciones, y lo seguiré haciendo después de muerto... hasta la eternidad.
Mariann asintió, tenía una sonrisa pintada de sangre y los dientes rojos.
—Por siempre... Courbet.
Gerard la dejó en el suelo por un momento y estiró el brazo con la mano de sulfato metida en la cortina de vapor rojo.
—Un árbol negro—proclamó, imaginando cada detalle. Respiró el aroma a hierro caliente y los vellos de su cuerpo se erizaron ante la ionización de partículas. Su sangre vibró enciendo su flujo energético. El péndulo en su cuello estaba muy caliente—. ¡Sin hojas! ¡A la luz... de una luna azul!
La Evocación Elemental de Partículas Plasmáticas nació de su pecho en forma de un relámpago y recorrió su brazo con un hormigueo para salir expulsada de su mano con un silbido. La corriente eléctrica se extendió por la nube roja como una telaraña de luces azules y purpúreas. Se contrajo, se retorció, gritó y explotó con un estallido vaporoso. El calor le golpeó la cara. La corriente pasó por su cuerpo y salió por sus pies en el suelo con un silbido. Los árboles olían a quemado. El olor a carne chamuscada era vomitado por el bosque en forma de humo negro. No escuchó más a la jauría de quimeras. Todo había desaparecido. Todo había muerto calcinado hasta los huesos.
Gerard cayó de rodillas, exhausto. Buscó a Mariann con la mirada y la encontró, plácidamente dormida. No escuchó su pulso. Se había desvanecido. Se quitó el guante de su única mano y le acarició el rostro...
«Estamos construyendo este sueño de redención con los trozos de nuestros corazones deshechos... Es muy hermoso, pero tendrá un final trágico y te prometo que no me arrepentiré».
—Llevo una década escribiendo baladas de amor—le dijo. Sonrió y le acarició los labios. Seguían siendo cálidos, aún después de muerta—. Las canto al anochecer, porque a esa hora los borrachines comenzaban a beber y a llorar. Muchas monedas. Sabes cómo soy. Nunca entendí porque lloraban. ¿Amor? Yo solo cantaba canciones que no entendía. Baladas del anochecer. Sin saber, su significado más profundo. Y... ahora entiendo porque lloraban esos pobres hombres. Cuando te conocí... dijiste que ibas a matarme porque era tu deber. Y ahora tú estás muerta. Y yo estoy vivo... y quisiera que estuvieras aquí. Teníamos mucho de que hablar. ¿Por qué tuviste que irte? ¿Por qué las personas que quiero se van de mi vida? Te odio mucho. Te odio por dejarme... cuando estaba empezando a tener esperanzas. Después de tanta muerte, llegué a pensar que la vida es hermosa. A pesar de todo, eras feliz. Muy feliz... y triste. Por tu culpa... ahora yo también las siento. Te odio por hacerme sentir esas cosas—se inclinó para susurrar y las lágrimas rodaron, incontenibles, por sus mejillas—. Y te amo tanto, Louvre.