Capítulo 13. Soneto del Amanecer
Capítulo 13: Mucha plata por el bardo.
La sombra de Courbet se fundía con la oscuridad bajo la sombra de la puerta abierta. El techo de la habitación llegaba hasta los confines del cielo. La habitación de la posada olía a canela y clavo molido. Gerard se quitó el sombrero con la pluma de pavo real y le sonrió a la niña de fino vestido gris.
—Tranquila—dijo, con voz calmada—. Mi padre está cantando en la otra posada. No le importará que toquemos sus cosas.
La niña miró la alfombra de lémures, se sonrojó ligeramente. Era bastante joven, su cabello negro era largo y brillante. Las lámparas rojas de litio reflejaban sombras en la estancia, en cada esquina existían abominaciones.
—¿Me vas a enseñar a tocar la lira?
Gerard se sentó en una de las dos camas y sacó el instrumento del estuche. Lo afinó y tocó una nota aguda... dulce. Canciones, sonetos, baladas, poemas. Todas las sombras se extendían, esqueléticas, bajo las luces rojas.
—Por supuesto—musitó. Se ganó al público de la concurrida taberna con canciones picantes. Obtuvo una buena suma de monedas para que el viaje a Pozo Obscuro fuera cómodo—. ¿Qué más, sino?
La niña entró a la habitación, tendría la misma edad que él. Le gustaba la forma en que lo miraba mientras cantaba con aquellos ojos melosos. Lo suficiente, como para cumplir su cometido. La sombra cerró la puerta y estiró su brazo delgado hasta la niña. Escuchó un crujido y un gemido. La niña se derrumbó con la cabeza cubierta de sangre. Cuando su frente tocó el suelo, una masa negra salió de su cráneo y enrojeció al instante. Courbet apareció detrás de ella, con la punta del cayado ensangrentada.
Gerard ocultó los pies bajo la cama, temblaba, asustado.
—Muy bien—soltó Courbet. Buscó en su traje lila una jeringa, se agachó junto a la niña y la aguja de acero hueco se adentró en su cuello. Llenó la aguja con un líquido oscuro—. Ya tenemos la sangre. Gerard, desgarra su vestido y a la medianoche baja a cantar una canción mía. La llevaré dentro del estuche y la lanzaré a un pozo.
Gerard asintió, limpiándose las lágrimas. Courbet depositó la sangre en un frasco. Era el séptimo niño que mataban en un mes. Otro niño con el que fingió amistad y lo llevó a las garras de Courbet. No era diferente, de los niños sin hogar que engañaban a sus compañeros para dárselos a los magos negros. Siempre debías pagar con sangre. Comida, dinero, promesas. Todo tenía un precio. El precio de la vida es la muerte.
—No estés triste, Gerard—se disculpó Courbet. Olía a sal y herrumbre—. El culto del Sol Negro es muy diferente al del Gran Devorador. Comparten la ideología del caos, pero difieren en sus métodos. Estoy seguro que el Sol Negro nos aceptará.
Gerard cogió el estuche de la lira y se acercó al cadáver de la niña reposaba sobre la alfombra. Un pequeño charco oscuro crecía alrededor de su cabeza abierta. Desgarró el vestido, de forma que sus senos nacientes fueron expuestos y rasgó su ropa interior. El vello estaba creciendo desde su intimidad hasta su ombligo. Estaba en desarrollo. Antes de morir, se orinó del susto. Apestaba a meados.
Gerard bajó a la taberna por la escalera desvencijada. Escuchaba los gritos de las mozas, el sonido de las botellas al romperse y las risas. Olía a cerveza, ron y sudor rancio. Las tablas ennegrecidas del techo portaban un brillo grasiento. Llevaba un año viajando junto a Courbet, al principio le enseñó a leer y escribir, a tocar la lira y a cantar algunas canciones. Gerard era la fachada de para encubrir sus atrocidades como mago negro. Con él, se sentía seguro. No quería volver a las calles a pasar hambre y frío. Nunca nadie se preocupó por él afuera. En cambio, con Courbet nunca faltaba la comida caliente o un techo para dormir. Sus estupendas canciones alegraban los corazones de quienes escuchaban. No existía dolor junto al mago negro.
—Soy un mago, Gerard—le confesó Courbet frente al fuego de una hoguera—. Pero, uno poco ortodoxo. La Sociedad de Magos de esta isla ve como despreciables a los que, como yo, querían ser mucho más. Yo no nací con la sangre peculiar. Un ritual hereje me convirtió en lo que soy. No sé si quieras estar cerca de mí cuando decida cumplir mi sueño. Pero prometí que te sacaría de la calle mientras me ayudes.
No sabía de donde procedía el mago negro. Algunas veces decía que venía del Paraje, al este de la isla. El misterioso Courbet pertenecía a un reducido grupo que se dedicaba a robar los conocimientos reservados por los estudiosos del Jardín de Estrellas. Intentó unirse a muchos círculos de magos, pero lo rechazaron y persiguieron por el origen inclemente de sus cualidades. No tenía más remedio que ocultarse bajo el disfraz de un bardo elocuente.
En Valle del Rey, intentó congregarse con un incógnito grupo de magos negros conocido como el Culto al Gran Devorador, pero lo rechazaron por diferencias ideológicas. Viajaron a Pozo Obscuro, en búsqueda de una sociedad secreta conocida como el Sol Negro, conformada por magos negros que buscaban expandir su comprensión y realización de rituales. Perseguidos por los Magos Rojos de la Institución, permanecían en un escondrijo secreto.
A pesar de sus métodos, Courbet era una persona perseverante y amable. Era un estudioso que recorría el bajo mundo en búsqueda de grimorios y artefactos. Tenía un montón de amigos entrañables que eran partidarios del Caoísmo. Parecían buenas personas. Nunca conoció a nadie más inteligente y dispuesto a perseguir sus metas, aunque el mundo estuviera en contra.
—Yo te ayudaré, Courbet—le juró Gerard. Era una promesa, que se cumpliría cuando los campos ensangrentados sean rayados por las luces del amanecer. Cantaría sonetos solemnes, llorando. El bardo le dio aquello, que el mundo le negó: un hogar—. No importa lo que tengas que hacer. Yo siempre estaré para ti. Aún, si debes sacrificarme para algún ritual. Yo... aceptaré con tal de verte feliz.
Courbet le acarició el cabello dorado. El bardo se lo lavó y le quitó las pulgas con un peine.
—Yo nunca te dejare solo—lo abrazó—. Tú eres mi hijo.
Gerard aprendía a tocar la lira con rapidez. Era como una extensión de sus dedos. Los primeros días, practicó hasta que los dedos se le llenaron de ampollas. Le dolía la garganta, pero siguió cantando hasta quedar ronco. Con el tiempo, cometía pocos errores y tocaba las canciones al pie de la letra. Aprendió muchos trucos de Courbet para atraer la atención del público y afinó su voz hasta conmover a los que escucharon. Al año, ya escribía canciones mientras viajaba con el bardo en los caminos del Bosque Espinoso.
Gerard bajó por la escalera desvencijada hasta la taberna ocupada. Se sentó en una esquina, mientras afinaba y desafinaba el instrumento. La sala fue quedando en silencio, expectante. Lo miraban llenos de curiosidad, era un niño cantante. Tocó una nota y fue subiendo las escalas. Carraspeó y bebió un vaso de agua de un trago.
Sirva un trago cantinero.
Que tengo plata y ganado.
Prefiero morir borracho.
Que dé un palo guindao’
Pa’ que no vengan y digan:
¡Se mató ese desgraciao’!
El público rompió en carcajadas. Se inclinó con una leve reverencia. Tocó otra melodía mucho más nostálgica mientras sonreía al público. Se interrumpió y comenzó a aplaudir. Al tiempo, un corro de ebrios lo siguió con aplausos y cantó: «Corazón de concreto». Una figura vestida de gris bajaba, desapercibida, por las escaleras con un enorme estuche cargado en sus brazos. La canción de Medianoche escrita por el asesino Courbet reventó en aplausos. El hombre de la túnica oscura salió de la taberna sin que nadie lo notara, mientras Gerard terminaba el estribillo.
Sudaba terriblemente mientras el calor en la taberna subía en espirales hasta el techo de arcos de madera. Los tablones cubiertos de telarañas eran ocupados por el polvo. Dejó los colores vivos en el barco y llevaba una sencilla camisa de lino blanco con las axilas cubiertas por manchas de sudor. El cabello rubio lo tenía suelto y revoltoso, cayendo en mechones pálidos.
Gerard tocaba la lira, escuchando los cotilleos en la taberna. Las botas altas en sus pies estaban manchadas de salitre. Últimamente, el calor del mediodía era abrumador. Las suelas de los zapatos se derretían al caminar.
Esperó largo rato hasta que una mujer regordeta con un gran trasero llegó a preguntarle si quería comer. Pidió una sopa de cebolla que parecía un caldo de trapos remojados y un pan a medio cocinar. El vino... sabía delirantemente bien, quizás tuviera más agua que otra cosa, pero en ese momento, era lo que necesitaba. John Dee se inclinó en el asiento, tomando aire.
Corrían tiempos peligrosos en Pozo Obscuro, especialmente tratándose del famoso bardo Courbet y la fama que aquel nombre precede en el sur. Tenía la sospecha de que lo seguían, así que caminaba por lugares concurridos y dormía cada noche en una posada diferente, evitando llamar la atención. Su aspecto era más el de un noble con aquel aire de vehemencia, que de un bardo elocuente. Sentado en el rincón, atraía la mirada de las mozas mientras bebía de a sorbos la jarra de vino aguado.
Seguía extrañando a Pavlov, pero ella querría que viviera. Incluso si su vida corría peligro constantemente. Casarse, formar una familia y vivir una vida tranquila parecían el sueño distante de otra persona. El adulto Gerard Courbet era un tipo solitario, callado, triste y malvado. Se convirtió en el zorro astuto de los lobos y su deber era atraer ovejas. Pagó con un orión de plata por el almuerzo y la moza gorda le regresó otras seis monedas de cobre.
El hombre de largos rizos negros lo miró con una sonrisa alegre mientras se llevaba un trozo de salchicha asada a la boca.
—Gerard—lo saludó con una cabezada—. Sabía que estabas en Pozo Obscuro, pero—desvió la mirada a los hombres que entraron al recinto con las manos en los puñales.
—Detén a tus matones—pidió el bardo. Se llevó una cucharada del insípido caldo a la boca. John levantó una mano y los hombres se pararon en seco—. Que bueno. Llevan días siguiéndome. ¿Cuánto dinero están ofreciendo?
John se encogió de hombros, mordiéndose los labios rojos. Era uno de los cabecillas más influyentes de la Hermandad de Hierro, el grupo de asesinos más despiadado de la ciudad. Un hombre sucio y despreciable. Tenía enemigos y amigos por cantidades iguales, no por nada, era el niño que creció en el infierno.
—Mucha plata por el bardo—replicó el asesino—. Oro, si lo llevan vivo al Fuerte de la Ninfa. Es curioso, que te unieras a la causa de los Verrochio después de participar en todas las batallas de la rebelión como un auténtico partidario de los dragones. ¿No tienes corazón, Gerard?
»Affinius está muy interesado en capturar al descarado que va por su ciudad, cantando como el despiadado Seth Scrammer ahorcó al padre de la hermosa Annie Verrochio. Al parecer, le interesa descubrir dónde se esconden los fugitivos y tú tienes esa información. Querido amigo. Pero, dudo mucho que consigas partidarios con los tiempos que corren. Sospecho, que toda esta piltrafa es un cebo para un grupo en específico. ¿Me equivoco?
Gerard sonrió, se pasó una mano por el largo y revoltoso cabello dorado. John Dee siempre había sido de mente abierta y eso le causaba tanto beneficios como problemas.
—Los hombres de mente abierta—terció el bardo, risueño—. También están abiertos para otra cosa.
John se mordió los gruesos labios rojos.
—¿Qué buscas, Courbet?
—Un ejército sin asesinos, es solo una compañía de campesinos con herramientas afiladas.
—Muchos de los asesinos de Pozo Obscuro están detrás del bardo Courbet—confesó John Dee, con una sonrisa muy blanca—. Fueron tiempos difíciles los que enfrentamos. Grupos famosos como las Esfinges Rojas desaparecieron en la última guerra. El hambre fue terrible, a algunos asesinos les faltan un par de dedos, porque no tuvieron otra cosa que comer durante el invierno. Pero, como siempre, la falta de trabajo ha sido un problema para las almas descaradas. Los Verrochio robaron por muchos años a la ciudad con sus complicados impuestos; originando, contradictoriamente... a los asesinos que tanto odiaron.
—La Compañía Sangrienta redujo su número de agentes a un cuarto. Este el último año fue difícil para todos—vociferó Gerard—. Todavía con la Hermandad de Hierro como el grupo más influyente de la ciudad. Tienen conflictos internos y riñas con las otras compañías. Su autonomía peligra con la crisis ambiental que golpea la isla. En otras palabras, que puedas entender, tienen la letrina llena de mierda. El olor es insoportable, y pronto se pelearán.
—Estoy seguro, Gerard, encontraremos la forma de ponernos de acuerdo con los Verrochio, si se trata de dinero estamos dispuestos a todo—dejó el plato vacío en la mesa—. Un gusto, bardo. ¿Te gusta jugar al héroe? No sacarás nada bueno de ello. Escuché sobre tu esposa, lo siento, debió de quererte mucho para soportar a un loco como tú en su vida. En fin, estoy seguro de que nos veremos pronto. El Hijo de la Sal está en casa.
John Dee realizó una reverencia con la cabeza y se levantó con una sonrisa burlona. Sin duda, no tramaba nada bueno, pero el cebo funcionó. Atrajo ovejas a la batalla de los Verrochio. Necesitaba aire y salió de aquella taberna calurosa. El aire salitre le acarició el cabello dorado. El sol en lo alto del cielo azur pronosticaba un largo verano... quizás, demasiado. En una de las botas llevaba un puñal afilado. El estuche de la lira a la espalda.
El puerto estaba lleno de vida. Los barcos arrinconados eran mecidos por las olas. Toda de clase de personas pululaba en el lugar cubriendo el espacio con el olor del pescado y la sal. Los mercaderes pregonaban su mercancía a gritos: «camarones, ostras y pescados frescos». Los navíos eran cargados y descargados con diferentes especias y suministros.
En ningún lugar avistó el barco de Carlos. Asumió que debía continuar en su travesía de ataques a embarcaciones por Valle del Rey. Vourbon continuaba su cuartel en el Valle de Sales. Se sentó en una esquina del muelle, acariciando la lira. Escuchó rumores de que un monstruo desaparecía los barcos en el norte, que muchos vieron la silueta de una serpiente negra gigantesca antes de desaparecer. Un par de pescadores aseguraron ver sirenas. Uno de ellos se sentó a su lado y le ofreció una hoja de opio mientras le contaba sobre la hermosa mujer con las tetas cubiertas de moluscos y el cabello de algas. Cantó una canción y se ganó un par de estrellas de cobre para la cena. Se retiró, quejándose del sol inclemente, cuando unos matones lo miraron largo rato con el ceño fruncido y las manos en los bolsillos.
Unos sacerdotes pasaron frente a él, discutiendo sobre la milagrosa causa del temblor hace siete días. Murmuraron sobre el Emisario de Bel, profetizado por el Sumo Pontífice de la Iglesia del Sol, que marchó junto a un ejército de hombres nobles que entregaron sus vidas, dignamente, al dios Bel, para redimir los pecados del mundo. La turba de flagelantes fue arrebatada por un resplandor seguido del temblor. Una historia demasiado fantástica en opinión de Gerard.
Las estatuas de los centinelas de dos varas miraban el mar, a lo largo del muelle. La arena los enterraba hasta las rodillas, esperando que la marea subiera por su cintura hasta cubrirlos. Nadie sabía quién los construyó. Estuvieron aquí, antes de que los celtas llegasen a la isla y permanecerán, después de que desaparezcan. Los pescadores aseguraban que eran los vigilantes de una antigua civilización. Un vestigio que construyeron los primeros habitantes de la isla, para que los seres de las profundidades no subieran.
Sobre la colina, al otro lado de la ciudad, el Fuerte de la Ninfa escondía el sol del atardecer. Un conjunto de torres grises brillaban doradas mientras las murallas las encerraban. Las torres puntiagudas resplandecían en tonos azules, dorados y plateados. Un castillo de plata fundida. Affinius von Leblond colocó el estandarte de los los Scrammer sobre el torreón central con un dragón escarlata sobre campo de gules, disfrazando la torre con un color abrasivo. Nadie había entrado sin invitación al castillo en los últimos veinte años. Hubo una época, cuando los niños de todas las clases visitaban el castillo para jugar en el inmenso patio.
Los Verrochio dejaron el castillo desolado cuando el ejército de Affinius llegó a Pozo Obscuro. Desaparecieron junto con todas las riquezas que recaudaron en sus generaciones de administración. Nadie sabía dónde se ocultaban. Los Scrammer los buscaban debajo de las piedras. Las llamas de una nueva rebelión nacían del caos vivificado de la antigua guerra. La princesa Annie Verrochio seguía desaparecida mientras su tío Vourbon tomaba el centro de la isla y atacaba el Puerto del Norte.
Gerard se detuvo frente a un conjunto de paredes ennegrecidas y desmoronadizas. La erosión las redujo a un puñado de bloques chamuscados que se extendía como un viejo y laberíntico cementerio. El edificio de piedra que alguna vez fue, el más grande de la ciudad, parecía una plaza abandonada. Habitada por fantasmas de humo y podredumbre. Aquel sitio estaba maldito y nadie se atrevía a profanar su espacio.
El incendio devastó al inmenso banco Urano. Fundado por la familia Melchiorri hace novecientos años como un centro de préstamo y almacén del dinero que circulaba por el concurrido Pozo Obscuro de antaño. Pero, apoyaron a los Wesen en su levantamiento contra la corona y perdieron el banco. La propiedad fue cedida a un hombre llamado Aleister Crowley, pero eso hace muchísimos años... o al menos, eso fue lo que le contó Courbet mientras se adentraban en el edificio de piedra.
Caminó por los escombros, evitando pisar los clavos oxidados y las paredes gruesas de piedra se reconstruyeron a su paso. Aquello fue hace tantos años. Sentía la nostalgia, débil, en su recuerdo. Estaban dentro del edificio de piedra, guiados por un hombre calvo y deshilachado. Caminaba como si pisara arena. Courbet avanzaba a su lado con una sonrisa en el rostro curtido. Gerard sentía un extraño miedo, creciendo en su estómago. La oscuridad a su alrededor lo encerraba y el aire en los pulmones le pesaba. Los pasos se confundían con el resonar del insistente cayado de su protector, cada vez que golpeaba el suelo.
—¿Adónde vamos?—Preguntó Gerard, casi como un susurro.
Courbet no llevaba el traje blanco con adornos lila. Vestía una túnica gris ajustada que se le pegaba al delgado cuerpo. El cayado golpeaba el suelo de piedra.
—Vamos a ver al Aleister Crowley de la historia que te conté—respondió el hombre, con un ligero temblor en los labios finos. El pelo negro grasiento colgaba a ambos lados de su cabeza.
Gerard realizó un rápido cálculo mental. Los números se le daban bien, pero requería mucho esfuerzo para concentrarse. Courbet le estaba enseñando de todo, menos Misticismo.
—Pero—levantó los dedos pequeño pequeños, contó décadas y centurias—. Crowley debería estar muerto, porque la rebelión de los Wesen fue hace como seiscientos años.
Courbet y el señor de la lámpara rieron al unísono.
—Pues debe tener algunos años más—recalcó el bardo con un ladeo de cabeza—. Este banco es solo una fachada que genera ingresos. Aquí, existe un culto de magos negros administrado por Aleister Crowley. Un refugio para los mal llamados seguidores del caos.
Courbet le explicó que los magos negros eran perseguidos por la Sociedad de Magos, ya que no eran partidarios de seguir los dogmas de la institución. Aquello que no entendían era llamado «conocimiento del caos», porque iba más allá de lo comprendido a través de la Evocación, Proyección, Alquimia y otras ramas del Misticismo ortodoxo. Los magos autodidactas o con diferentes pensamientos, eran llevados a juicios y eliminados conforme dictaban las leyes de la sociedad. Aquellos perseguidos se refugiaban en elaborados escondites, sin poder regresar a la superficie de la sociedad.
«Por eso, es que Courbet no quiere que me involucre en el Misticismo del Caos—se lo pidió muchas veces a su protector, pero este se negaba con una sonrisa. Sabía que solo era curiosidad. Ocultaba sus libros y artefactos bajo llave en una gran caja de madera negra—. Quiere que yo tenga una vida normal, que no sea un marginado como él».
—¿Por qué quieres unirte a un culto de magos negros?—Le preguntó Gerard mientras escribía una canción muy mala.
Courbet levantó la mirada del libro quebradizo que leía. Sus ojos brillaban húmedos mientras juntaba las palabras. Se lamió los labios.
—Hay muchos como yo, que solo quieren aprender a controlar las fuerzas del universo—vociferó, encogiéndose de hombros—. O... quieren tener largas vidas, mucho dinero, mujeres, dios. Pero la Sociedad de Magos ve a los que intentan aprender como bárbaros. Las personas de baja cuna tienen prohibido aprender, generalmente, en el Jardín de Estrellas solo aceptan a los nobles ricos y portadores de la quintaesencia. Pero, ellos no aceptan que todos pueden aprender. Existen distintos rituales que la sociedad esconde bajo llave Guardan el conocimiento para los nobles adinerados y nos tachan de perjuros, mientras nos queman en estacas frente al vulgo. Quiero cambiar eso, Gerard. Con esfuerzo y dedicación, pienso cambiar la forma en que la Sociedad de Magos es controlada por aquel sistema clasista y opresor, que se ha sucedido desde la época de los Magiares.
Entraron en una gran salón con antorchas encendidas. Vieron a un grupo de hombres de diferentes edades con túnicas negras, sentados en sillas amuebladas. Todos tenían una piedra roja en algún anillo o collar. El hombre calvo cerró la puerta con llave. Cuando entraron a Gerard se le erizó la piel con un escalofrío. El recinto de piedra olía a sulfato.
Courbet realizó una pronunciada reverencia.
—He regresado de mi viaje, señores—inclinó la cabeza. El cabello negro grasiento flotó alrededor de sus hombros—. Soy el mago Courbet Sangrennegra y este es mi hijo Gerard.
—Courbet—pronunció Aleister Crowley. Un anciano cadavérico y calvo. Sus ojos violáceos miraban cansados al bardo y al niño—. Sabe que no se permiten niños en el culto. Le recuerdo que, dada su condición, no deberíamos considerar su estatus como «mago». El ritual maldito que convirtió su sangre en peculiar, se ha hecho famoso en el Paraje. Fue realmente, uno... macabro. Es causa de murmuraciones entre los nuestros.
—No voy a dejar a mi hijo solo en esta cueva de lobos—replicó Courbet, ligeramente enojado, pero sin faltar el respeto. Estaba tenso como una lanza—. El dios maligno Thoth, dijo: «el conocimiento hace libre a los hombres». Pero si se niega a los otros el derecho a saber, ¿no se les niega también su libertad? ¿Acaso no quieren que pertenezca al culto porque niegan mi pensamiento? ¿Niegan su libertad, cuestionando mi origen?
Elphias Levi, un hombre regordete de mirada tenebrosa y lasciva, le dedicó una sonrisa.
—Una lengua muy afilada, como siempre—tomó el anillo de oro con la piedra roja y lo giró. Miró a Gerard con ojos grasientos—. ¿Realizó el trabajo que le encomendé?
Courbet asintió, decidido. Debía cumplir con los trabajos que cada miembro le concedía y luego superar una prueba. Courbet había cumplido con tres trabajos. Cada vez se volvían más difíciles, con tal de demostrar su dedicación y lealtad para formar parte del culto hermético.
—Muy bien—dijo Elphias—. La sangre de los inocentes servirá para crear el anillo de Thoth. Ahora, deberá enfrentar la voluntad del dios.
Una corriente helada le recorrió la espalda, ¿escuchó mal, acaso? Courbet soltó su cayado y este, al tocar el suelo, no emitió ningún sonido. Se convirtió en una larga serpiente marrón y siseó con fiereza. Gerard se asustó al ver el animal rectando en la piedra. Los otros magos soltaron sus utensilios y al tocar el suelo, las varitas se convirtieron en serpientes negras. La serpiente de Courbet era un poco más gruesa que las otras, sus escamas eran marrones como el lodo mientras que las de los magos eran negras con símbolos dorados. Rodearon a la serpiente marrón con los colmillos inyectados de veneno, lanzaban mordiscos amenazantes, pero la serpiente de Courbet parecía intimidar... y se las tragó a todas. Las devoró una a una. Nunca olvidaría aquello.
Gerard siseó, mordiéndose el labio inferior.
Caminó entre los escombros, sumergido en sus cavilaciones. Los dos matones lo siguieron hasta la taberna con el ceño fruncido mientras murmuraban. Siguió de largo para perderlos en una de las calles laberínticas, donde pululaban los lupanares baratos y los asesinos. Pavlov lo esperaba en una fuente, corrió hasta llegar ante la mujer de largo cabello negro y rostro pálido.
«Ella se fue, Gerard. Debes aprender a vivir solo, aunque a veces sientas que mueres».
—Lo siento—se disculpó Gerard—. Te confundí... con otra persona.
La mujer le sonrió, debía ser una de las prostitutas de la calle, con el ajustado vestido rojo y los labios pintados. Rápidamente, lo rodearon. Estaba en el fondo de un callejón cerrado.
—Courbet—lo llamó John Dee. Llegó desde el otro lado del callejón con las botas altas sobre un charco negro. Se vestía con un holgado traje gris para esconder los puñales y usaba un sombrero de ala ancha. Cada vez que sonreía, un diente de oro alumbraba el callejón—. Desafortunadamente, te metiste a la cueva del lobo, cautivado por la belleza de nuestra querida Julieta. Para vuestro pesar, ella es la menos indicada. Es la mujer más bella de Pozo Obscuro, pero también nuestra asesina más famosa. Atrae a los nobles más ricos aquí, para nosotros mostrarles el color de sus tripas.
Los matones se acercaron con las manos escondidas en los trajes. Gerard había perdido la esfera de sulfato y no podía realizar proyecciones sin un catalizador apropiado para su esencia del caos. Cada vez que se concentraba en una Imagen Elemental, un dolor lo hería detrás de los ojos. Era como si le acortará la vida la quintaesencia en su sangre de tinta. Los niños colgaban de cabeza, cargados de cadenas y ensangrentados.
Miró alrededor: los edificios atestados de putas, indigentes y asesinos. Estrechas casas. Fuentes vacías. Calles mugrientas. ¿Podría escapar sin matar a nadie? Un par de ballestas cargadas lo apuntaron. La Hermandad de Hierro lo emboscó en el peor lugar posible.
—¿Creí que teníamos un acuerdo?—Reiteró Gerard, disimulando el temblor de las rodillas—. Incluso, un asesino que se gana la vida robando y matando por dinero tiene nobleza. ¿Matarían a este servidor?
—Levanta las manos, bardo—un puñal se adhería a sus omóplatos. Miró a su espalda y la mujer del vestido rojo lo amenazaba desde atrás, había caminado sin producir ruido alguno. Se encontró con unos inmensos ojos de hielo.
Gerard obedeció.
—Creí que éramos amigos, John.
El asesino levantó las manos imitando a Gerard.
—Courbet fue mi amigo, cierto—admitió John, lastimero—. Pero, hace mucho que dejé de tener amigos. En cambio, creo que los lazos del dinero son más flexibles. Eres una oportunidad que no puedo dejar pasar, bardo. Los asesinos no tienen nobleza, matan a los que la albergan. ¿Cuál es el lema de los asesinos del norte?
—Sin amores ni rencores—respondió la mujer de rojo.
—Pero, existe una oportunidad al otro lado de la esquina—recalcó John Dee, tomando una ballesta cargada y apuntándole a Gerard—. Un sueño de redención que nos hará cantar sonetos cuando los campos rojos sembrados de cadáveres sean rayados por las primeras luces del alba.
»¿O no, Gerard? Tú también quieres ser parte de ese sueño. Como una última promesa, que todos les hicimos a nuestros seres amados... antes de morir. Seguro no quieres morir. Nadie quiere, pero la vida es muy injusta y nos obligó a contemplar muertes desde que estuvimos en el vientre de nuestra madre. Compartiremos aquella injusticia con usted y con toda la isla. Adiós Hijo de la Sal, adiós... Gerard Courbet.