Capítulo 13: Ojalá me muera pronto.
—¿Por qué no tienes novia?
Mamá Delaila tenía una sonrisa amable y cálida. Sus ojos cobrizos eran dos esferas de sulfato.
Clemente se encogió de hombros con un sonrisa un poco triste.
—No tengo tiempo para esas cosas, mamá.
—¿Por qué no?—Delaila le acarició el cabello—. Un muchacho tan guapo no debería estar tan solo.
—A veces... ser guapo no es suficiente—Clemente negó con la cabeza—. No lo sé. No es que no esté interesado o... que no me quiera nadie. Es que... me asusta.
—¿Nunca te has enamorado?
Clemente dejó de pulir el espejo y miró sus ojos en el reflejo: oscuros y fríos como carbones.
—Sí—asintió con una sonrisa—. Era una chica un poco mayor que yo. Ojalá la hubieras conocido.
—¿Y qué pasó con ella que te tiene tan triste?
—Nada—dejó el espejo en la mesa del taller—. Le dije: si dudas entre alguien más y yo... Definitivamente, no me escojas a mí.
Clemente despertó envuelto en telas viejas y gruesas. Un sudario cubriendo un cadáver maloliente. La estrecha caja de madera se estremecía con cada peñasco. Las calabazas, los barriles y los frascos en conserva se sacudían y chocaban con cada movimiento. Estaba inmóvil, apretujado en cajas con las piernas entumecidas. Comía tiras de carne, cerveza de piña, frutillas en almíbar y guisos picantes. Orinaba en una botella de vidrio y tiraba sus excrementos por una ventanilla. El carromato se detenía el anochecer y el jolgorio de la música no lo dejaba dormir sin soñar con tiempos pasados.
El viaje duró cuatro días y se detuvieron a la víspera de una colección de edificios protegidos por una gruesa muralla salpicada de torres afiladas. Clemente comenzó a oler y a escuchar sonidos que en su mayoría permanecían bajo tierra. Latidos desde las profundidades cavernosas de un sepulcro. Las voces rodeaban la caja como una jauría de perros desconocidos. Vestir aquellos colores era augurio de muerte.
—Insumos de Pozo Obscuro—proclamó la voz áspera de Fiodor Bocha desde el exterior—. Un tributo del señor Samael Daumier para la Orden de la Integridad.
Escuchó un barullo de pasos rodear el carromato y los diversos trasportes de suministros. Clemente intentó afinar sus sentidos para reconocer la resonancia de aquellas esencias: eran opacas, oscuras, borrosas y deformes. Contó una docena de personas, aunque... nunca fue diestro para detectar tales percepciones con sus sentidos.
Escuchó a Fiodor Bocha golpear la puerta.
—Espero que el Rey Sangriento se sienta grato de que el Señor del Sur cumpla con sus impuestos.
—El Rey Sangriento está muerto—replicó la voz de un oficial aduanero. Debía ser un mago de túnica escarlata y máscara plateada. La puerta crujió al abrirse—. Despertó al alba para rezar en la Iglesia del Sol y un rayo de luz lo decapitó. ¡Dios salve nuestra isla!
—¡Dios salve nuestra isla!—Admitió el mercenario Fiodor—. ¿Quién gobierna en su lugar?
—Se ha establecido un concilio precidido por sus magos predilectos y la Cumbre Escarlata—contó el oficial. Clemente se escondió bajo un bulto de cajas de grano y se cubrió con un forro de cuero curado—. El culto aún no ha propuesto a un gobernante legítimo.
—Terribles noticias—Fiodor se paseó junto al carro con sus pesadas botas de cuero—. Espero que los astrólogos encuentren las señales correctas en las estrellas.
Clemente sacó de su estuche una moneda y reconoció con el tacto el Maeglifo. Vio una silueta sangrienta entrar en la carroza y escudriñar desde una máscara de murciélago los cajones y las botellas. Lanzó la moneda y esta botó contra el suelo de tablas con un sonido metálico. Giró y cayó, sorda. El mago recogió la moneda en silencio y Clemente se lanzó sobre él, clavando el puñal en su cuello con un susurro de carne rasgada.
Dejó el puñal dentro de la garganta mientras sus manos se cubrían de rojo. El hombre cayó al suelo desprevenido. Le quitó la capucha para revelar su rostro bajo la máscara: rubio indigno, pálido, ojos verdes, delgado y encorvado. Tiró del cuerpo tembloroso de estupor maligno y lo depositó dentro de un barril de ron con esfuerzo.
Clemente se ciñó la máscara de bronce y subió la capucha en su espesa mata cobriza. Llevaba una pistola de seis cargas en la bota izquierda y otro puñal del tamaño de un meñique en su bota derecha. No llevaba cinturón para ceñirse la túnica, bajo la tela delgada se adhería a su cuerpo un apretado chaleco de cuero negro con mangas tachonadas y un pantalón repleto de bolsillos con sartas de monedas mágicas, una bolsa de cuerina con balas de esencialina y algunos amuletillos de dudosa utilidad atados a sus miembros como un cruzado.
Selló la tapa del barril de ron y recogió la moneda con el Maeglifo de Absorción Sonora. Clemente salió de la carroza y la luz pálida de una mañana nublada le lastimó los ojos. El viejo y armado Fiodor y los magos oficiales esperaban afuera. Bajó por una escalerilla mientras aquellas máscaras de latón lo escudriñaban con ojos vacíos. Sus piernas entumecidas se desperezaron.
—¿Estás borracho?—El oficial escarlata tenía una máscara de alicanto y un sol de bronce en el pecho—. ¿Y bien?
Clemente asintió y pensó que apretó de forma innecesaria la máscara en su cara.
—Tienen muy buen ron.
El oficial soltó una carcajada y miró, asintiendo a los otros: un buey, un zorro y un oso. Clemente le dio una palmada en la espalda a Fiodor Bocha, el Sanguinario.
—¡Que Dios salve la isla, Sanguinario!
Se alejó de la caravana y entró por el peaje de la muralla. Los magos de túnica escarlata caldeaban, revisando la mercancía y firmando documentos. A medida que se adentró en el camino de baldosas rosas, los edificios crecieron hasta el cielo y los pasillos arqueados se alzaron sobre su cabeza. Los oficiales de túnicas rojizas se paseaban como centinelas del infierno, cercas altas que dividían secciones, poquísimos jóvenes sin túnica con libros, un peculiar aroma a mercurio y un aspecto lúgubre en los edificios que servían de dormitorios. Las estatuas del jardín estaban cubiertas de musgo y la hierba crecía dispareja. A medida que se alejaba, sus hombros volvían a erguirse, su cabello se tornó al color cobrizo oscuro y sus ojos se oscurecieron. Hasta Michael estaría orgulloso de su desempeño en Conversión Energética para cambiar su imagen percibida.
Las clases debieron ser suspendidas porque todos los salones que encontró estaban vacíos. Desfiló por el corredor principal y viró en una bifurcación al departamento de Investigación en el torreón central. Clemente apretó las muelas y se dirigió allí. A medida que se acercaba, alcanzó a ver imágenes indescifrables bajo sus párpados. Un corazón latía bajo sus pies. Una niña de cabello color sangre lloraba desde las cuencas vacías de sus ojos.
Un pájaro de proporciones gigantescas reposaba en un pedestal de pórfido. Las plumas doradas lanzaron destellos de sol y los ojos muertos eran dos bolas de jaspe tallado. Los huesos del alicanto eran el tesoro más valioso de la colección de Samael Daumier. El salón estaba cubierto de animales disecados: cabezas de lobos en las paredes, cornamentas, un tigre serpiente, el alicanto, serpientes bicéfalas en botellas y una extraña criatura reptil de colmillos prominentes. Aquella criatura alargada ocupada una esquina del salón y las mandíbulas hinchadas estaban abiertas. Era un ser desconocido que apareció misteriosamente en los pantanos del Paraje hace muchos años y fue cazado por los Magos Rojos. Su amor por los animales exóticos era perseverante a su afición por lo desconocido: coleccionaba pergaminos de escritura indeleble y amuletos poseídos por entidades desconocidas.
Clemente llevaba las pistolas en el cinturón y varios cuchillos bajo la ropa. Estaba cubierto con una capa negra. Detrás de él, Fiodor Bocha lo escoltaba con una ballesta armada en sus manos. En una esquina resplandecía un pedestal de ónice con una espada mágica en repisa cubierta con listones.
Samael rio desde su asiento alto de pieles curtidas. La robusta perra en sus piernas dormía plácidamente.
—¿Te gusta?
La hoja de la espada relucía con un fulgor azul pálido nítido, podía ver su reflejo en el acero del arma. La hoja estaba tan afilada que cortaría sin esfuerzo un pétalo llevado por la brisa. El fino relieve contenía glifos antiguos de una hechicería tribal olvidada. La empuñadura de la larga espada era una una serpiente de marfil y sus ojos dos esmeraldas. Aquel no era acero corriente y limpio. Su pureza era eléctrica, extravagante, inusual y ondulada. En el mundo existían poquísimas espadas forjadas de aquel material escaso.
Clemente se mordió el labio.
—Una espada como esta solo podría estar en la colección de un psicópata.
Samael Daumier sonrió, frívolo. Vestía un traje negro parchado con pieles de animales salvajes y de su cuello colgaba un péndulo oscuro. Se levantó de la silla alta y bajó del podio. Se acercó al joven con una sonrisa fingida en el rostro pálido. El cabello plateado trenzado en varias colas como serpientes de plata.
—Della Robbia estaría orgulloso de que le den uso a su espada legendaria—el traficante recorrió el acero de cometa con un dedo—. Centella, no es una reliquia de exhibición como los Della Robbia la mostraron durante centurias. No, es un arma mortífera que debe se empuñar para matar a tus enemigos.
Clemente imaginó la cantidad de personas que el traficante debió haber decapitado con aquella arma mágica. En su mente veía las cabezas rodando ante el filo digno del acero de cometa.
—Della Robbia debe estar orgulloso—rio, lobuno—. Su espada mística está en manos de un cruel verdugo.
—Un día llegó un niño a los bajíos de Pozo Obscuro con esta espada envuelta en una sábana diciendo que era Centella, la espada del mítico Della Robbia—el traficante se pasó la lengua por los labios—. Esto llamó mi atención y lo comprobé: era una espada realmente inusual, fabricada hace miles de años por los maestros de la Ciudad Eterna como un artefacto caído del cielo. Un trofeo de los Sisley para el mago legendario. Había robado el arma, no había duda de ello... Pensé que debía confiscar el objeto y despellejar al niño harapiento. Lo habría hecho, sin dudar. Pero, ese día... preferí darle cien oriones de plata al niño por la espada. Años más tarde, supe que ese niño se convirtió en Giordano Bruno. O mejor conocido como el Homúnculista... famoso por sembrar el terror en el norte de la isla.
—No importa las decisiones que tomemos—Clemente apretó el puño y sintió picazón en los dedos que le faltaban—. Son las que no tomamos... Las que de verdad importan.
Junto a la espada estaba un gato de tres colores. Cuando lo fue a acariciar, se dio cuenta que estaba disecado. Era un gato macho de tres colores. El hombre se sentó en su silla de pieles y la perra le lamió las botas. Samael tenía en su colección un cuervo blanco. Vio una serpiente azul en una botella y... un par de ojos violáceos en una repisa con una gran variedad de ojos de todos los colores existentes.
—Son los ojos de mi sobrino—dijo el traficante—. Los ojos color violeta son un rasgo característico de nuestra familia. Así como el cabello plateado y la posesión de un alma energéticamente inestable. Pero... existe un secreto en nuestra familia.
—¿Cuál?—Clemente miró una botella de líquido oscuro y descubrió una salamandra rojiza. Fiodor Bocha sostuvo la ballesta cargada sobre sus manos ásperas—. ¿Hacen orgías con animales? He escuchado que a las nobles del norte les fascina que los perros las monten.
Samael sonrió, torcido.
—¿Quién diría que un joven como tú sería el cruel asesino de magos?
—Con mucho esfuerzo.
—Los Daumier estamos malditos—los ojos negros del traficante se tornaron violetas. El color de sus pupilas era armónico a su estado anímico—. Llevamos el terror en la sangre. Un día... fuimos una familia numerosa y temida por los poderosos. Pero, durante la Purga... fuimos cazados como plagas y apilados en montañas de pelo plateado. Sobre nuestras cabezas pusieron precios lamentables. Casi desaparecemos, por eso, no confiamos en nadie que no sea de la familia. El linaje Daumier siempre ha sufrido el descaro del destino. Nuestros retoños se inclinan por la locura y el aislamiento. Las otras familias nobles no ceden a sus hijas en matrimonio por temor. Y los entiendo. Cuando estaba a punto de nacer, a mi madre... le bajó un sangrado abundante y un dolor atroz que la destrozaba por dentro. Existe un mito en la familia: durante los tiempos de la Ciudad Eterna, un brujo maldijo a los Daumier para ser incapaces de sentir amor por alguien que no tuviera la misma sangre. La descendencia con miembros de la familia será fuerte y malvada. Mientras que la nueva sangre será una aberración. Mi difunto padre, Mezquino, temió perder al niño. El parto fue despiadado, pero nació sano. Mezquino Daumier era un curandero excéntrico y abrió a su mujer para descubrir la causa de tan horrendo sangrado. Se asustó con el descubrimiento. Yo... había estado devorando a mi madre desde el vientre; por eso me llaman Samael el Devorador. Los Daumier somos descendientes de abominaciones. Mi padre Mezquino siempre tuvo terror de su descendencia. Él creía... que teníamos antepasados de las primeras edades del mundo emparentados con demonios. Temía el carácter malévolo de sus tres hijos, pero por encima de ellos le aterró la sangre fresca: yo era el último. Yo portaba la sangre nueva de esa pobre mujer. Mis dos hermanos eran fruto del incesto con su prima y sufrían la maldición generacional. Mezquino me sacó sangre e hizo experimentos en su taller alquímico para curar la apatía. Supuso bien... porque fui yo quien se lo comió.
—Que linda historia familiar—Clemente miró a la mujer sentada en la esquina junto al monstruo. Estaba afilando sus puñales curvos. Tenía una gruesa cicatriz que le cortaba el rostro en tres pedazos—. Pero no vine a escuchar tus traumas de la infancia.
—¿Entonces qué quieres, asesino?—Samael miró a Fiodor y luego a la mujer de la cicatriz—. ¿Quieres trabajo? ¿Pides un préstamo? ¿O... aspiras ser el rey de esta ciudad?
—Quiero entrar al Jardín de Estrellas.
—¿A qué juega?—Samael abandonó el rostro burlón—. Vas por los caminos del sur matando Zorros a diestra, y ahora quieres ir al avispero—lo midió con la mirada—. Trabaja conmigo y serás poderoso.
—No me interesa el poder y el dinero—Clemente miró los ojos humeantes del traficante—. Quiero entrar al instituto y quiero una salida.
—¿Y a quién vas a matar, asesino?
—A nadie. Voy a sacar a mi madre del cautiverio.
Samael asintió, malicioso.
—Se llevaron a tu madre—sonrió y levantó las cejas—. Te voy a dar una oportunidad de entrar y salir. Pero también deberás sacar a alguien más como tributo. El precio de una vida es otra. Quiero... que me traigas la cabeza de Balaam Scrammer.
—¿La hija pequeña de Sir Cedric?—Clemente frunció el ceño—. Yo no mató niños.
—Entonces trae a la niña viva—el traficante se pasó una mano por el mentón afeitado—. Es la última de los Scrammer. Sus ojos color sangre son la causa de mi obsesión. Quiero esos ojos en una botella para mi colección.
Clemente Bruzual apretó las muelas, asintió pensativo y se marchó de aquella sala de pesadilla. Se fundió en un pasillo iluminado por débiles lámparas de aceite y acarició la pistola en su bota. Corrió por los edificios abandonados y subió por una escalera cubierta de polvo. Encontró una cámara repleta de máquinas y manchas de sangre. El edificio Azul estaba desprovisto de vida y esparcido con dibujos de un hombre de túnica negra y ojos rojos. Entró en un recinto desastroso con una mancha de tinta negra en el centro. El departamento de Investigación estaba cubierto de cachivaches malolientes. Atracó en una oficina a rebosar de papeles... Las hojas manchadas con jeroglifos de una lengua desconocida tapizaban las paredes, y las repisas eran colmadas con extrañas estatuillas de dioses malignos. Intentó leer una de esas páginas ininteligibles y se mareó. El laberíntico instituto albergaba misterios en cada pasadizo.
Cuando regresó al patio, descubrió a los magos descargando la caravana de suministros en los almacenes de refrigeración. El verano estaba terminando y se pronosticó un invierno cruel y despiadado. Fiodor lo reconoció y le hizo señas hacía un carro tirado por dos caballos imponentes. Debía darse prisa...
Clemente suspiró y asintió.
Miró el torreón central con su aspecto lúgubre y se acercó allí por el camino de baldosas. Entró por la puerta del torreón circular y subió... Dos figuras sangrientas aparecieron frente a él: un sapo y un tigre de oro. Quimeras de semidioses con cabezas de monstruos.
Clemente se agachó y sacó la pistola de su bota. Los magos sostenían las varitas en las manos.
—Muchacho—reconoció la voz del tigre. Era el anciano y delgado profesor de Evocación; se veía más corpulento con la túnica rojiza—. Reconocería tu esencia aunque estés al otro lado de la muralla. Está impregnado bajo tu piel, puedes llevar todo el perfume que quieras... pero el índigo de los Curie brilla en tu sangre.
—Profesor Benjamín—Clemente levantó la pistola y quitó el seguro del Maeglifo—. Nunca me gustó su clase y su favoritismo clasista. Usted es parte de la bazofia de esta isla.
Benjamín hizo ademán de lanzar la varita y un relámpago verde se desprendió de ella con un látigo. Clemente saltó a un lado y presionó el gatillo. Escuchó un estallido húmedo y un fogonazo. Las escaleras se iluminaron por un momento y un cuerpo cayó rodando por las escaleras. La máscara de murciélago se desprendió de su cara y olió la peste de su cabello al quemarse. Un beso ardiente en su oreja y su espalda se encontró con la pared en plena caída. La máscara del sapo se redujo a un montón de cenizas rojas y su cuerpo yacía en medio de los escalones. Benjamín permanecía imponente en la cima, sus ojos verdes resplandecían con llamas fulgurantes.
Clemente se incorporó con la oreja chamuscada y la mitad del rostro ensangrentado. El relámpago destrozó el mármol del suelo y quemó la mitad de su túnica... Miró el cadáver sin cabeza y la sombra de pórfido vidrio derretido a sus pies.
—Que lástima—levantó la pistola. Tenía el brazo entumecido y cubierto de piel enrojecida—. He fallado. Le di en la cabeza al mago equivocado.
—Clemente—Benjamín lo apuntó con la varita—. Asesino de Magos. Yo creo que todos mis estudiantes son estrellas de distintos brillos y colores... Es una pena que una estrella índigo se haya tornado negra y deprimente.
Clemente disparó dos cargas y las nubes de esencia se deshicieron ante el formidable reflejo del profesor. Apretó los dientes, sacó el puñal y subió las escaleras a zancadas. Pisó un escalón tras otro... Subiendo por una escalera sardónica. Benjamín palpó los escalones con los dedos y estos se deshicieron en arena gris. Clemente resbaló y cayó por la rampa de arena siendo arrastrado por la fuerza de la gravedad cuesta abajo. Levantó la pistola y disparó.
La chorro de esencia se deshizo ante el reflejo del profesor con un estallido de crestas rojizas. Clemente se arrastró por la pendiente arenosa. Benjamín levantó la varita y el vendaval lo arrastró. El joven enterró las manos en la arena, el polvo se le metió en los ojos y... el viento lo arrancó con un millar de manos fantasmas. Giró, llevado por aquella ventisca poderosa y su cuerpo chocó contra la puerta... Sus costillas crujieron y la boca le supo a sangre. Escuchó las monedas tintinear cuando su bolsa se desparramó en el suelo. Benjamín se enalteció en la cima de la montaña de arenisca como la estatua de un dios redentor con cabeza de tigre.
Clemente se sentó, la espalda apoyada en la puerta resquebraja y las piernas extendidas. Su nariz sangraba y su brazo derecho estaba cubierto de ampollas. La mitad de su cabeza ardía. Se arrancó los restos de la túnica escarlata y miró las monedas de plata y cristales brillantes esparcidos en la arena gris. El puñal clavado en su muslo palpitaba como un clavo oxidado. Aún sostenía la pistola en la mano mutilada y contó una carga.
Benjamín era demasiado habilidoso. Un Proyector de Primer Nivel nunca podría vencerlo. Las historias eran ciertas; Benjamín Farrerfor era el único mago de la institución que se acercaba al Tercer Nivel del Misticismo. De hecho, el profesor adiestró a Magos Rojos de talento reconocido para enfrentarse a magos negros del nivel de Azazel el Loco o Acromantula. Se decía que solo nacía en un mago con ese talento por generación, y que Farrerfor era el equivalente al Samael Wesen de nuestra época.
Clemente estiró los dedos entumecidos y extrajo el puñal en su pierna de un tirón.
El aire sufrió una ionización y los vellos de su cuerpo se encresparon.
—¡Un relámpago azul corta en dos un peñasco!
El profesor acarició la pared y los relámpagos azules se extendieron por ella como una telaraña de luz. Corrió, desenfrenada, por el corredor vidrioso. El remolino de rayos chirriantes envolvió la superficie de las cosas y chilló, como ratones furiosos. Una desbandada de pajarracos abismales se proyectó a través de un pozo de energía.
Clemente saltó cogiendo un puñado de monedas y las lanzó. El pasillo se cubrió de luz con la explosión tornasolada y resbaló con la pistola en la mano... disparó una última vez. Y no vio nada dentro del cúmulo de polvo estelar. Desapareció en un rayo blanco y sulfuroso. Una descarga pasó por su cuerpo con un estremecimiento y le arrancó un grito de dolor. Se orinó encima por la intensidad de la corriente que atravesó cada palmo de su ser. Sintió una puñalada en las costillas... y luego mil. Escuchó un cuerpo deslizarse por la arena.
Clemente gritó, tomó el puñal y corrió cuesta arriba con las botas hundidas; siendo atravesado por espadas candentes que se fundían bajo su piel, carne y hueso. Su cuerpo gritó de dolor y sus miembros protestaron. Vio una máscara de oro en la blanca inmensidad y apuñaló un fantasma de sangre con el cuchillo apretujado en los dedos. Escuchó un corazón partirse en sus manos. Clavó y arrancó el puñal hasta que sus manos estuvieron pegajosas. Le desprendió el rostro dorado al demonio tigre y miró el rostro lívido del anciano y pasó el puñal por su cuello tenido. La carne se abrió ante el mordisco frío del acero, luchó contra el hueso y lo partió. Clemente hizo rechinar los dientes y le costó arrancarle la cabeza, pero la sostuvo con firmeza por el cabello ralo.
—Un mago que nace cada cien años—enterró el puñal en los ojos verdes sin vida de Benjamín y se bebió su líquido espinal: espeso, gris y azul—. Yo he matado a cien magos en un año... y no hay diferencia.
Subió por la pendiente conteniendo el dolor de sus músculos embotados y abrió la puerta del despacho del rector de una patada. Encontró a Michael Encausse vistiendo un traje verde aguamarina y leyendo un notario encuadernado en cuerina. Lanzó la cabeza de Benjamín al escritorio y lo salpicó de sangre.
—¿Clemente?
El joven aferró el puñal fuertemente en sus dedos y la pistola sin cargas.
—¿Dónde está mi madre?
—¿Cómo sigues vivo?
—¿Por qué los edificios de los prisioneros están vacíos?—Levantó la pistola y se acercó al hombre en el escritorio. La cabeza del anciano miró, con semblante estúpido el techo de madera—. ¿Donde está mi madre? ¿Dónde mierda están todas las familias de sangre peculiar?
Michael levantó las palmas con una sonrisa. Su cabello oscuro exhibía algunas canas y las arrugas en su rostro se tensaron con el tiempo y el trabajo.
—Aquí no está.
—¡Tú, me mentiste!—Apuntó al rostro ceniciento del rector—. ¡Dirías lo que sea para salvar tu vida! ¡¿Dónde está Delaila Curie?!
Clemente debía tener un aspecto ensangrentado, famélico y lamentable.
—¡Está viva, lo juro!
—¡¿Y dónde mierda está mi madre?!
—¡En el Primer Castillo!—Michael sonrió, paciente—. Se translado a los sujetos para los experimentos en el Primer Castillo. Búscala allí. Les sacan sangre cada tantos días, no lo suficiente para matarlos, solo... para que sigan viviendo y produciendo más esencialina.
Clemente apretó las muelas y aferró el gatillo.
—Voy a matarte, Michael.
—No digas tonterías, Bruzual.
Clemente se pasó la lengua por los labios, probó el sabor de su propia sangre y su oreja mutilada por el relámpago ardió más dolorosamente que nunca.
—He matado a muchas personas: buenos, malos, inocentes y despiadados. Pese a todo... No me siento mejor. Esas personas a las que arrebate sus vida... sin piedad. Solo eran almas perdidas que buscaban un sueño de redención. Maté a todas esas personas porque creí en ti. ¡Porque eras un héroe para mí!
—Yo no te pedí que acabarás con la vida de nadie—Michael rio, despreocupado—. Tú mismo enterraste a todos esos inocentes por egoísmo. ¿Y para qué te sirvió? Tu madre está sepultada junto a los cientos de fracasos de nuestra sociedad. Perdiste tu sentido. Al final, tu patética existencia se volvió aún más miserable.
—Todavía tengo un propósito—el arma en sus manos tembló. La agarró tan fuerte, que sus dedos ensangrentados resbalaron.
—¿Y después qué? Matarme no te liberará—sus labios dibujaron una línea fina—. Vas a vivir, condenado. Sin mí, tu vida no tiene sentido. Estás tan vacío que tu único anhelo es la muerte absoluta. Quieres desaparecer, Clemente Bruzual... Ese es tu sueño de redención, y es uno bien estúpido.
—¿Qué sabes tú de sueños?
Michael se encogió de hombros y se mordió el labio inferior.
—Lo sé todo.
La punta de su pistola golpeó la cabeza del hombre. Clemente se sintió vagamente extraño de la sensación que la trasmitió.
—¡¿Dónde están los de primer año?!
Michael lo midió con la mirada, sus ojos dudaban. La sangre corrió por su mejilla curtida en un hilo oscuro.
—Fascinante—miró la pistola con los ojos grasientos—. ¿Tú la creaste para aprovechar la esencialina? Ingenioso. ¿Por qué me echas la culpa a mí, si tú eres parte radical del problema? Ven conmigo, joven. Enséñame lo que hay dentro de tu cabeza y cambiemos este mundo monstruoso y retorcido.
Clemente lo golpeó en la mejilla con el mango de la pistola y la sangre corrió por la cara del hombre.
—¡Cállate y habla!—Espetó, estrambótico y le pareció que las heridas en el rostro del hombre desprendían miasmas sulfurosos desde llagas pestilentes—.
—Mátame y un ejército de magos te va a aniquilar.
—Son solo carne y mis ganas de venganza los destruirán porque son muy grandes.
Las piernas le temblaron por el esfuerzo de mantenerse en pie, y los párpados se le cerraron con pesadumbre. Michael lo estudió y miró el arma por varios segundos.
—En el edificio Amarillo.
Clemente se dio media vuelta y salió de aquel despacho, cojeando y medio muerto. La boca le sabía a metal y tenía algunas costillas rotas que ardían con cada movimiento. Apretó una mano en su costado y bajó con cuidado por la arena.
—¡Bruzual!
—¡¿Qué carajos quieres?
—¡No te mueras!
«Ojalá me muera pronto» se guardó aquellos pensamientos.
Cada paso que daba dolía menos que el anterior. Se hundía en aquella arena estática y sentía que la corriente salía de su cuerpo con escalofríos. Tembló de frío cuando salió del torreón y se deslizó por un pasillo iluminado por el atardecer. Las nubes cobrizas libraron una batalla purpurea en el ocaso de los sueños, hasta él llegaron destellos de estrellas pulsantes y una luna gibosa repleta de cráteres plateados. A su cabeza se insinuaron señales de sueños y revelaciones por el abatimiento y la sangre coagulada: un hombre de piel cetrina lo esperaba del otro lado del umbral, vio un monstruo de tres cabezas emerger de una puerta de piedra y un cometa de sangre partiendo el cielo nocturno con su lluvia de escarcha. Eran sueños de otras personas, vistas por ojos cegados en el tiempo por los caminos de la quintaesencia. Estaba débil y febril. Se ocultó de las sombras detrás del busto de mármol de Della Robbia y escuchó una voz pernoctar dentro de su cabeza.
—¿Clemente?—Los ojos azules de Francis Melchiorri lo miraron con lástima—. ¿Por qué siempre estás cubierto de sangre y problemas?
—Estoy cansado—negó con la cabeza y se mareó. Debía tener una contusión—. Quiero desaparecer y olvidarme de toda esta locura.
Clemente dio un paso y tropezó. Estaba solo en aquel pasadizo y sus huellas rojas dejaron un sendero de gotas oscuras. Respiró profundamente y la boca le supo a hierro fundido. Dio un paso tras otro con la cabeza en alto y la pistola en un puño. Escuchó pasos que lo perseguían y un campanario resonando en lo profundo de sus entrañas. Una nota larga y agitada que reverbero dentro de sus órganos con un tintineo agudo.
¡Sabes bien que yo!
¡Yo te salve de mil tormentas!
¡Pueden ser más perdí la cuenta!
¡Pues mi pronóstico fue estar contigo!
¡Estar contigo!
Clemente aferró la pistola a su pecho y esperó en aquella esquina. Los sonidos estaban distorsionados en sus oídos ensangrentados y no reconoció aquella voz. Se preguntó cuál era su mayor miedo. La voz melosa rompió el silencio.
¡Y tú, si ya no hay sismo que te mueva!
¡Intenta verme y ponte a prueba!
¡Pues tu pronóstico es estar conmigo!
Clemente contuvo el aliento e intentó pensar con la mente llena de humo. Tenía el dedo en el gatillo. Los sonidos se acercaban como bestias carroñeras...
¡No se puede apagar, amor con fuego!
¡Te quieres desatar de mí!
¡Pero hiciste un nudo ciego!
¡Te voy a rogar, y yo nunca ruego!
¡Acepto ser el perdedor porque sé que no es un juego!
—¿Cuál es tu mayor miedo, cruel y despiadado asesino?—Los ojos vivarachos de Samael traspasaron su alma—. Un loco como tú no debe ser portador de tal emoción. Debes ser un cascarón vacío, sin sentimientos, ni miedos. No puedo destruirte porque ya estás hecho pedazos.
¡Y todavía me arrepiento!
¡De que no oyeras primero esta canción!
¡Antes de armar tu argumento!
Del que no pude escapar...
—¿Por qué tan solo, Bruzual?
El rostro amable de Matilda von Mouton apareció ante él. Clemente estaba esperando que la clase termine, pero el profesor Avelino no dejaba de vociferar sobre la caverna misteriosa donde Jeremías Corn d'Or descubrió los Maeglifos, y nunca más la volvió a encontrar.
—¿Qué?
—Nunca te he visto con una novia.
—No sé.
—¿Nos besamos?
Miró aquellos labios pequeños y sus ojos oscuros. Quería besar a una chica por curiosidad... y un poco de picardía. Sus labios... vacíos, opacos, sinceros, distantes. Un beso que quema.
Clemente se tocó los labios resecos y se manchó los dedos de sangre. Aferró el gatillo con las muelas apretadas. Las voces se mezclaron en una sinfonía interminable de vida y muerte...
¡Sabes bien que yo!
Sabes bien que yo...
¡Yo te salve de mil tormentas!
Siempre me amaste aunque te mientas.
¡Pueden ser más perdí la cuenta!
Puedes salvarnos si lo intentas.
¡Pues mi pronóstico fue estar contigo!
Estar contigo.
—Mi mayor miedo.
Pensó en los ojos cerrados de Amanda y se le revolvieron las tripas. El profesor Avelino le gritó mientras corría fuera del salón de clases...
¡Y tú!
Solamente tú.
¡Si ya no hay sismo que te mueva!
Si ya no hay nada que te mueva.
¡Intenta verme y ponte a prueba!
Serán tus ojos los que lluevan.
Pues mi pronóstico fue...
—¡Hey!—Fiodor Bocha tenía las manos levantadas y una expresión serena—. No me apuntes con esa pistola.
Clemente bajó el arma y se irguió con las piernas temblorosas.
—¿Estabas cantando?
El mercenario se pasó una mano por el bigote.
—Tengo una buena voz, ¿verdad?
—¿La niña?
—Ya la tenemos, está encerrada en un barril—se inclinó con una sonrisa—. ¿Y tú madre?
—No está aquí.
—¿Nos vamos?
Clemente comenzó a caminar hasta la caravana mientras Fiodor colocaba un manto color sangre sobre sus hombros y una máscara de serpiente muy jovial.
—¿No le tienes miedo a nada?
—No—el joven escondió la pistola en su bota. Todo el cuerpo le dolía y sentía que podía desmayarse en cualquier momento—. En realidad, sí.
El Sanguinario acarició el mango de su puñal con el pulgar. Tenía una sonrisa torcida.
—¿A qué le tiene miedo nuestro cruel verdugo?
—A amar.
La sonrisa de satisfacción de Fiodor desapareció.
—Sufres del peor de los temores—le pasó una mano por los hombros—. Estás condenando tu alma a la soledad perpetua y al abandono. Dios se apiade del pobre Asesino de Magos. Te voy a cantar canciones en el viaje para que no te sientas solo.
—Iba a envenenar sus bebidas y me estás convenciendo de no arrepentirme.
—¡Ja!